Pichón de diablo - David Eufrasio Guzmán - E-Book

Pichón de diablo E-Book

David Eufrasio Guzmán

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Beschreibung

Un escritorio en la administración del gobierno es para muchos una segunda casa en la que el café despide sus mejores aromas. Para ellos, nada hay mejor que habitar de por vida las lánguidas oficinas de la medianía del poder público. Pero no todos nadan a favor de la corriente en ese ambiente que recuerda al Bartleby de Melville y las encrucijadas kafkianas. Las buenas intenciones de Mauricio Castañeda Roldán, Mauro, son devoradas por la implacable marea de la burocracia, mientras en su cuerpo grita por salir el actor aficionado que lleva dentro. Ingenuidad que deviene en astucia, ímpetu que decae en indiferencia, amor que se trueca por odio, son los dobleces inevitables de su transformación. En esta primera novela de David Eufrasio Guzmán, los personajes adolescentes de sus maravillosos cuentos de Piel de conejo dan paso a una sátira política. Con un lenguaje simbólico, poético y picaresco, Pichón de diablo narra el drama de un personaje complejo, un hombre joven que debe enfrentar el mundo para pagar su deuda universitaria, pero que tiene detrás la misma culpa que muchos de sus colegas de oficina: haber alcanzado su nombramiento por medio de influencias. No vale que quiera dedicarse a la actuación, la realidad se le impone desde su apellido político.

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Guzmán, David Eufrasio

Pichón de diablo / David Eufrasio Guzmán. – Medellín: Editorial EAFIT, 2021

220 p.; 24 cm. -- (Letra x letra)

ISBN: 978-958-720-720-0

ISBN: 978-958-720-721-7 (versión EPUB)

1. Novela colombiana – Siglo XX. I. Tít. II. Serie

C863 cd 23 ed.

G993

Universidad EAFIT – Centro Cultural Biblioteca Luis Echavarría Villegas

Pichón de diablo

Primera edición: julio de 2021

© David Eufrasio Guzmán

© Editorial EAFIT

    Carrera 49 # 7 Sur - 50, Medellín. Tel. 261 95 23

    Portal de libros: https://editorial.eafit.edu.co/index.php/editorial

    http://www.eafit.edu.co/fondo

    Correo electrónico: [email protected]

ISBN: 978-958-720-720-0

ISBN: 978-958-720-721-7 (versión EPUB)

Edición: Cristian Suárez Giraldo

Diseño y diagramación: Alina Giraldo Yepes

Imagen de carátula: Pausa, Camila López Correa, 2019. Medellín.

Fotografía del autor en la solapa: Juan Fernando Ospina.

Universidad EAFIT | Vigilada Mineducación. Reconocimiento como Universidad. Decreto Número 759, del 6 de mayo de 1971, de la Presidencia de la República de Colombia. Reconocimiento personería jurídica: Número 75, del 28 de junio de 1960, expedida por la Gobernación de Antioquia. Acreditada institucionalmente por el Ministerio de Educación Nacional hasta el 2026, mediante Resolución 2158, emitida el 13 de febrero de 2018.

Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier propósito, sin la autorización escrita de la editorial.

Editado en Medellín, Colombia

Diseño epub:Hipertexto–Netizen Digital Solutions

A Sapuca, un gato negro que durmió a pierna suelta sobre mi escritorio mientras escribía esta novela

La oficina solo tiene esta parte inocente de culpa: que si yo no tuviera que ir, podría vivir tranquilamente para mi trabajo y no perdería esas seis horas diarias, que me han hecho sufrir hasta un punto que usted no puede imaginarse, sobre todo el viernes y el sábado, cuando estaba tan absorto en mis propias cosas. Mirándolo bien, lo sé perfectamente, esto es pura conversación, la culpa es mía y todas las exigencias de la oficina son claras y justificadas. Pero esto representa para mí una espantosa doble vida, que probablemente no tenga otra vía de escape que la locura.

Franz Kafka, Diarios

Contenido

EL CUENTICO DE LOS VOTOS

PRIMERA PARTE

EL ASALTO DEL ALMA

SEGUNDA PARTE

CONTROLÍN, SEMBRAR EL FUTURO

TERCERA PARTE

EPÍLOGO

EL CUENTICO DE LOS VOTOS

Que había una vez una casa de vicio donde les dio por convocar a elecciones para presidente en medio de la loquera y la alucinación y lo mal que andaba el país. Que listo, que campaña exprés y el viernes a las urnas. Llegado el día de la democracia votaron, a las cuatro hicieron el conteo, y a las cuatro y veinte leyeron los resultados. Algunos sacaron dos, cinco, máximo ocho votos, hasta que anunciaron:

—Doctor culebra, quinientos mil votos –los malevos llenaron la caverna de aplausos y gritos de victoria y subieron a la víbora a un catre para que pronunciara su primer discurso.

—Ey, doctor culebra, ¿cómo va’cer pa sacar tantos votos si aquí apenas somos como treinta y cinco?

—Herencia, hija mía, herencia, ¡que me enfunden la banda!

PRIMERA PARTE

1

Esa noche cuando sonó el teléfono estaba entregado a la rutina del baúl. Lo había creado de madera, repujado con estoperoles de bronce, tal vez era un viejo baúl de su vida que ahora aparecía renovado gracias a una mezcla de memoria y creatividad. Mediante el ejercicio, el aspirante a actor buscaba reconocer su cuerpo, sentirlo en cada músculo, trabajarlo, de modo que de ese baúl sin fondo, porque el fondo era su imaginación, sacaba objetos que lo llevaran a crear posturas, como un arco y una flecha que disparó hacia la calle San Juan, o que lo retaran a evocar texturas y olores, como un peluche de mico traído de su infancia que apretó contra su pecho al recordar que una vez le chamuscó la cola con un encendedor de su mamá. Según el maestro, su problema era que se concentraba en la concentración y no en los objetos, por eso hacía un esfuerzo verdadero por ver el baúl y palpar las cosas consciente de la fuerza y la forma que debía imprimir a su manipulación. El actor debe explorar sus sentidos, uno por uno, El cuerpo es el instrumento del actor, decía en sus notas del taller. También sabía que si dividía la concentración, perdía la fuerza. Che, el actor debe tener un círculo de concentración, elasticidad en el grado de concentración; en medio de esa lucha, cuando iba a girar las hileras de un cubo Rubik con sus dedos dispuestos como garras, lo volvió a interrumpir el timbre del teléfono, Pero quién diablos, maldijo con la leve sensación de que podía ser importante, ¿Quién insiste en llamar una tercera vez después de dejar repicar por toda la eternidad los intentos anteriores?

Por esos días andaba desesperado, necesitaba encontrar trabajo urgente y no lo llamaban de los canales de televisión ni de las productoras donde había presentado castings. A un año y medio de haberse graduado de la universidad, su peor angustia era acumular tres meses sin pagar la cuota del sanguinario instituto de crédito, ¿Cómo es posible que deba tanta plata, señor, si no me desembolsaron ni la mitad de lo que me están cobrando?, Los intereses, señor Castañeda, recuerde que también le giramos para los derechos de grado y tuvo un año de gracia, Yo ahora no tengo cómo pagar ese dineral (¡traicioneros de ilusiones, ladrones del estudiantado, son un banco más!), Si no paga las cuotas, embargamos a los codeudores, ¿los va a perjudicar? ¿Aló?, ¡Quihubo pues!, Mauricio, ¡casi que no contesta, mijo! Era la voz rasgada de Mercedes, Ve, necesito que me traigás pues la hoja de vida, una vieja del concejo nos va ayudar a colocarte, ¿Colocarme dónde, tía?, Yo qué voy a saber, güevón, en el municipio, en la personería, donde se pueda. Mauro carraspeó, por temor no era capaz de contradecirla, Listo, en estos días te la llevo, No jodás, Pichón, ¡mañana mismo!, chilló la irrefutable voz de payaso ardido y fumador.

Colgó con cierto amargor y se tiró en el puf de la sala a pensar en sus posibilidades. No podía negar que su presente difícil y su futuro nublado se conectaban bien con la opción que se abría ante la llamada de Mercedes. Sus esperanzas se movían contradictorias entre la posibilidad de que el puesto no resultara y la oportunidad por fin de tener un sueldo fijo. Lo cierto es que siempre se había rebelado contra las imposiciones, pero la culebra hambrienta del instituto de crédito superaba su campo de acción y se tragaba su energía. Nadie la iba a cazar a su nombre, si la dejaba viva, los iba a devorar a todos, en especial al tío Argiro y a la misma Mercedes, sus codeudores. No les podía fallar. Su panorama, una oficina fría y ajena al mundo de actuación que quería construirse, lo llevó a una serie de sollozos apanados en fracaso que le brotaba las venas del cuello como si unas manos salidas del baúl lo estuvieran ahorcando. Cuando las lágrimas ya congestionaban sus ojos escuchó voces, pasos que se acercaban, movimiento de llaves detrás de la puerta del dúplex. Kike, el amigo con el que vivía, había llegado con otro amigo y dos o tres mujeres risueñas que no reconocía, entonces, para que no lo vieran como un pez martillo, que era como lucía después del llanto, se encerró de un salto en su habitación, apagó la luz de un manotazo y se tiró en la cama. Esa semana cumplía dos meses en el dúplex con la promesa pendiente de ponerse al día en gastos de arriendo y servicios.

Los amigos entraron con las chicas, ¡Hola!, ¿hay alguien en casa?, gritó Kike a propósito, como en un doblaje de película gringa, ¡Oe, Mauro!, gritó el otro amigo. Las mujeres hablaban y se reían de sus cosas. Kike acercó el oído a la puerta del cuarto, Mauri, ¿estás ahí?, vamos a tomarnos unas polas... Pst, Mauri... No, este man parece que no está, dijo Kike y giró el pomo: la puerta se abrió con violencia y Mauro quedó expuesto en posición fetal, vulnerado en la penumbra, metido a la brava en el complicado papel de un tipo dormidísimo que no despierta con semejante interrupción. Sus amigos se tragaron la risa ante la desolada imagen, y aunque habrían podido traer a las peladas para que lo vieran, él agradeció en silencio el regreso de la oscuridad y el vacío del encierro sin darse cuenta de que la escena era una metáfora de su momento: no le quería abrir a la vida.

El vozarrón de Tom Waits y la conversación animada en el segundo piso resonaban en su pieza. A oscuras, con las manos entrelazadas en el pecho, escuchaba los desplazamientos, el tintineo de botellas, el chasquido de las tapas y el liberarse del gas, los brindis, las risas, las carcajadas, ¿Qué pitos tocan estas güevas con esas viejas?, ¿quiénes serán? No podía saberlo. Deducía que eran modelos o actrices que trabajaban en el canal con Kike, un premiado publicista que dirigía programas de televisión. Prendió la lámpara y se sentó en el escritorio a tirar línea de la hoja de vida pero no tenía nada interesante qué poner, Ojalá tuviera un baúl para sacar experiencias, pensó. Lo que lo mortificaba, más allá de entrar al sector público con la rosca de sus tíos, los famosos Roldán Builes, era que no había logrado labrar un camino en la creación que lo blindara de estos peligros. Después de rechazar y despotricar de la politiquería y el nepotismo, creyendo que se iba a salir con la suya como oveja negra de la familia, se iba a tener que tragar sus palabras y aceptar el empujón de los caciques. Acongojado recordó cuando a sus once años lo pusieron a preparar sánduches de quesito y mortadela para las primeras elecciones de alcalde por votación popular. El sánduche hacía parte del refrigerio para los votantes, a quienes el día de elecciones transportaron en buses y taxis desde los barrios. En Los Ruiseñores, el centro de operaciones de la campaña, celebró como una pieza más del engranaje el triunfo en las urnas, Vea pues, se dijo entre resignado e irónico, me van a pagar el voleo de los sánduches con un puesto, ¿será que pongo esta actividad en el ítem de experiencia política?

Fap fap fap fap prt prt prt. En cama, después de recaer en su círculo vicioso como para al menos tener un placer en esa noche aciaga, pensó en que la única manera de vivir como empleado público era haciéndolo bien, ganarse esa plata con la conciencia tranquila. Si una de las cosas que más aborrecía en la vida era el zángano que vegeta y azacanea como un autómata, devengando un platal por hacer poco o por hacer mucho mal hecho, que era como él veía a los empleados públicos, lo que tenía que hacer era encarnar un tipo de funcionario que no sacara provecho de su posición, que se entregara a su trabajo, que sirviera en lugar de servirse. Sí, solo la dignidad podía salvarlo.

2

Una secretaria lo depositó en la soledad de la sala de juntas del octavo piso. Era un sitio tapizado y solemne, con una mesa ovalada para treinta personas y un amplio ventanal al que Mauro se privó de ir, no era un espacio ni una situación que lo invitaran a moverse con libertad. A cambio de divisar el centro y sus cúpulas sobresalientes, o en el horizonte las fieras montañas que contenían el valle de Aburrá, se contentó con echarle una mirada a los retratos de los funcionarios que habían dirigido el organismo a lo largo de su historia. Eran hombres maduros, la mayoría de gafas, cortados con la misma tijera, de corbata y sonrisa estéril, una mezcla que le sugería lo inútiles que podían llegar a ser los políticos llamados a presidir los entes de control, ¿O acaso alguno se ha destacado como verdadero enemigo de la corrupción o defensor de los derechos humanos? En eso pensaba cuando se armó un alboroto en Tejelo, una callecita peatonal, aledaña al edificio, con bares, toldos de fruta, verdura y pescado. Desde el ventanal vio cómo un tipo rastrilló su machete contra el piso frente a un borracho que manoteaba y se tambaleaba; las gentes gritaban y la barahúnda ascendía dramática a sus oídos. Una carretilla estaba volcada de lado y decenas de tomates rodaban por la calle en distintas direcciones.

La gresca, abrasada por la modorra de la tarde, le calmó la ansiedad de la espera. Estar a punto de entrar al despacho del doctor, a pesar de la rosca, no había sido fácil. Primero, por recomendación de Mercedes, que desgarraba con un tono autoritario y positivo que le quedaba imposible rebatir, se tuvo que cortar el pelo, un antirritual que lo sumió en una pequeña crisis de identidad: sacrificar la melena significaba clausurar sus mundos rebeldes de creación para yacer en las garras del sector público. Segundo, por exigencia de la misma Mercedes, tuvo que repetir su moderna hoja de vida, en la que había incluido algunos cortos y crónicas urbanas, Quite todo eso y haga una cosa más seria, le dijo y él entendió que el lenguaje de la creatividad era opuesto al de la burocracia y ahora tendría que librar una dura batalla en la que era un simple papel dentro del gran papel del Estado. Tercero, como la entidad donde la concejala tenía maniobra se iba a reestructurar y el nombramiento estaba demorado, los caciques tuvieron que mover influencias pesadas para que al menos el doctor lo citara y lo pusiera al tanto. Y mientras él aguardaba esa forzada cita, el pueblo en la calle paraba la carretilla y recogía los tomates. Dos tipos de bluyines y camisas a cuadros, motilados al rape, habían llegado a restablecer el orden. La avenida era una lenta caravana de taxis, carros, motos; los mofles encapotados de los buses expulsaban ráfagas de vapor negro y los transeúntes cruzaban entre los vehículos detenidos aun con el semáforo en verde. En ese momento otra carreta pasó en zigzag, ¡Aaaguaaacate, aaaguaaacate!, y Mauro regresó a la silla de buen ánimo, alimentado con una ración de realidad cruda y con la idea de que trabajar en el centro, más allá del caos, tendría sus ventajas.

Antes de terminar el tercer vaso de agua, el doctor lo hizo pasar. Mauro vestía un cachaco que conservaba desde los inicios de la universidad, con el que había ido a Bogotá a pedir sin éxito la visa americana: gris ratón con camisa blanca de rayas azules delgaditas y corbata vinotinto. Un par de veces le había mandado bajar el ruedo al pantalón y a punta de trucos caseros con plancha y vinagre logró borrar las huellas de los dobleces. Con el nuevo corte se sentía despejado y nítido y sus indisciplinados pelos frontales sobresalían, pero era preferible que se notara ese remolino y no el que llevaba por dentro, ¿Entonces vos sos el sobrino de Mario?, lo saludó el doctor y algo en el tono le dijo que su presencia lo había decepcionado, quizás esperaba a alguien más adulto y mejor caracterizado, pero Mauro no se amilanó, su respaldo era cosa seria, el doctor era una mosca muerta al lado de sus tíos, ¿Cómo le va, doctor?, dijo con soltura y luego se expresó con falsa cercanía cuando mencionó al tío Mario Roldán Builes, Poderosísimo imperatore, ¡astuti senatore! ¡Caciqui! Cuando voy a Bogotá me quedo en la casa de él, en Chapinero, nos la llevamos muy bien.

El doctor brotó manso de su escritorio y aplastó su cuadrada nalga en el borde del frontispicio, con las manos en los bolsillos y los pies cruzados en una posición descuajaringada que hizo sentir a Mauro en confianza, ¿Qué profesión tenés vos?, Soy comunicador social, respondió sin sentir la vergüenza de otras veces y empezó a hablar de su vida y de gustos y pasatiempos que no tenían nada que ver con lo que probablemente sería su trabajo en el organismo, como si quisiera regarse y decirle, Vea, caredoctor, en últimas yo vengo a trabajar un par de años para pagar una puta deuda y luego me largo a hacer mi arte, así que por favor me coloca pronto en un buen puesto, con un buen sueldo, que yo voy a aportar, no a lagartear. El doctor lo escuchaba callado y a veces se rascaba la barbilla o tiraba la cabeza para un lado en un tic brusco y violento para sus vértebras; luego, sin sacar las manos de los bolsillos como para no desacomodar ni un músculo, le dijo lo que ya se sabía: que el organismo estaba en reestructuración, que paciencia, que ya tenía el compromiso con la concejala, Lo más probable es que te nombre como provisional, en cualquier momento te llaman para que empecés el proceso de vinculación, dijo y lo despidió con un escamoso apretón de manos, Estoy untado, pensó Mauro y se dirigió al puesto de la secretaria para dejar sus datos, como si ya no estuvieran incluidos en el currículum, pero mientras ella los anotaba, pensó que tal vez lo normal en este sector era que las hojas de vida estuvieran en manos de los políticos.

Salió del despacho principal con ganas de dar un vistazo a las instalaciones y caminó por el piso ocho, donde también estaban el área jurídica, el área financiera y Control Interno, Holi, ¿estás como perdido o me parece?, le dijo una funcionaria de ojos negros y labios rojos y carnosos, era voluptuosa, de piel sana y trigueña, una belleza como medieval que lo dejó alelado, ¿Perdido?, eh, no, yo, Mauro gagueó y explicó que tal vez entraría a trabajar allí. Con un gesto de extrañeza que no tenía que ver directamente con él, la funcionaria le dijo que el organismo estaba en reestructuración, Si te llegas a posesionar, vienes a saludar y te muestro las dependencias, le dijo con un cartapacio en la mano y le contó que al fondo del pasillo funcionaba el departamento de comunicaciones y la tesorería, y entre el piso siete y cuatro, las subdirecciones técnicas y operativas. Feliz de tener este acercamiento que luego podría profundizar, se fue a pistiar a comunicaciones, donde seguramente lo asignarían, y allí vio a dos mujeres con tijeras y recortes de revista sobre un buen pedazo de cartulina; la funcionaria madura, maquillada y cepillada, hacía sonar sus pulseras como un sonajero cada vez que movía la mano mientras que la más joven parecía haber salido de afán en la mañana, con la cara lavada y el pelo recogido en una moña. Le encantó porque se veía contemporánea, descomplicada y limpia, con la escarapela del organismo en el cinto y no alrededor del cuello como la mayoría, ¿Y yo cómo me la voy a poner?, se preguntó como si fuera un gran dilema.

En el ascensor quiso conversar con la ascensorista, una mujer alta y acuerpada de rasgos felinos que hundía botones y activaba palancas sin despegar los ojos de su libro. Hasta pronto, nos seguiremos viendo por aquí, le dijo al bajarse en el quinto piso y ella lo escrutó con un ojo mientras el otro continuaba con la lectura. En el carrito de comidas, donde algunos funcionarios charlaban y tomaban café, curioso por ese nuevo mundo que iba a habitar, compró una almojábana y un jugo de caja. Esta cotidianidad sería más adelante el caldo de cultivo para la llegada del amor, la intimidad, la amistad y sus opuestos, y con esa lupa la analizaba. Aunque el personal se le hacía antiguo, pensó que podía encontrar gente más joven que él, sabía por sus primos que en este sector se movía mucho niño envejecido.

Terminó de bajar por las escalas y en uno de los descansos se encontró con unas mujeres jóvenes que comían fruta picada con cereal. En los pasillos de los primeros pisos circulaban empleadas con sacos y pantalones de paño dócil. Mauro creyó que eran secretarias pero luego supo que allí funcionaban los call center de varias empresas. Tanta mujer alegre y sana, tanta juventud, mejoró su ánimo de cara al futuro y lo llevó a pensar en el gamín de una novela que había leído por esos días, que iba pisoteado en un tren atiborrado sin poder respirar, y decía, Esto no está tan mal, amigos, esto no está tan mal. Conocer la sede del organismo y ver a la gente metida en sus cosas le transmitió la idea de que no estaba solo, la fuerza de la humanidad ardía donde hubiera humanos conviviendo y eso era lo que había visto en ese edificio rebosado de carne viva. Al tocar la calle, un hombre de ropas andrajosas con grumos plomizos en el pelo recuperaba un tomate que había quedado herido sobre la alcantarilla del museo. La escena lo atrapó, Jueputa, cada quien muerde lo que puede, se dijo cuando el tipo ya devoraba el fruto como el Saturno de Goya a su hijo.

3

Dos semanas después de su encuentro con el doctor y en función de su nuevo empleo fue a recoger a casa de su abuela tres pares de zapatos, dos piyamas, un atado de camisas y pantalones y cuatro trajes con sus corbatas. La ropa, herencia de un tío que había fallecido hacía poco y un primo recién casado que había renovado su clóset, le servía para el día a día laboral, la mayoría de sus prendas todavía eran deportivas, trajinadas, con historia, como si negarse al vestido formal le garantizara la juventud y la gracia eterna. En la sala, cuando varios familiares se terminaban de repartir el botín, Mauro se encerró en el cuarto de huéspedes para medirse sus nuevas vestimentas, pero ante la presión de Mercedes y otras tías para que desfilara tuvo que salir cada vez que se cambiaba de muda, Hay que mandarle coger el ruedo, Las mangas del saco le quedan grandes, Se va a lucir, Se nota que es prestada, Qué papacito, Con una camisa clarita le combina bien, Hay que cogerle de cintura, fueron las expresiones que tuvo que escuchar de sus variopintos familiares. Tiene que ir bien vestido, siempre de corbata, insistían, y entre todos recogieron trescientos mil pesos para que completara la herencia con ropa de empleado serio, Vaya a Everfit Indulana, mi amor, allá venden cachacos muy buenos. Pero Mauri, los viernes podés ir sin corbata, más sport, le dijo una prima mayor ya curtida en las aguas del sector público como para darle una buena noticia.

La mamá de Mauro observó al modelo medirse la ropa y se limitó a aprobar los comentarios, Sí, Ajam, Bien, Sí. Sabía que su hijo estaba achicopalado, que odiaba vestirse así, que el nuevo trabajo lo atormentaba. Sin embargo, con la crueldad que nos asiste para los seres más amados, y también para estar a tono con la sensación que flotaba en el ambiente, le dijo a hurtadillas a su hermana Mercedes, ¡Se ve hermoso con esa ropa!, asegurándose de que Mauro oyera. Él conocía bien estas agresiones y en venganza se despidió antes de tiempo con un pico de alacrán, sin tomarse la tradicional sopa de arroz con la excusa de tener que ir a hacer vueltas para poder posesionarse.

Salió a pie de El Poblado y caminó hasta Barrio Antioquia con botas de siete leguas, Qué luquiada tan hijueputa, pensaba durante el trayecto y cada tanto palpaba el bultico de billetes que llevaba encaletado en el resorte del calzoncillo. En el barrio, en la misma cuadra legendaria donde el tío Gabriel mercaba pacos de marihuana envueltos en tubos de papel periódico, compró un proveedor con diez baretos de cripi, una variedad más potente que estaba desplazando el moño de toda la vida. Mauro había visto desde su infancia que el barrio era la plaza oficial de la ciudad con la venia de las autoridades y cuando iba de niño a acompañar al tío, que trabajaba en el F2, se sentía seguro, pero ahora no solo le parecía un lugar tranquilo sino que le encantaba pasearse por la avenida principal, sembrada de negocios, ver las caras de las gentes, sentir cierta vitalidad tensa pero pacífica. A sus compras añadió una cajita de cueros quitacalzones, como los llamaba un amigo, papel de arroz para liar con sabores a uva, coco y piña muy propicios para endulzar las trabas amorosas. Antes de continuar su camino entró a El montañero, un granero de paredes naranjadas que tenía dibujado en su fachada un campesino altanero de poncho, sombrero y carriel, machete arriba, listo para decapitar al que se atravesara. Sediento se bogó una cerveza y compró un encendedor y dos frascos de aceitunas criollas que nunca hubiera esperado encontrar allí.

Durante los días siguientes el futuro funcionario estuvo a media caña o borracho, dedicado a la fiesta y al esparcimiento con diferentes amistades. Metió pérez hasta que los cornetes se le irritaron y a partir de ahí pidió a sus amigos que le dieran escopetazos, una modalidad inspirada en indígenas ancestrales para absorber el pase a través de las mucosidades bucales después de que alguno soplara con fuerza. El sábado a mediodía, cuando trataba de calmar la tembladera con un caldo de pescado que cocinó Kike, volvió a pensar en el organismo y quedó con la mirada perdida, dilatada, frente al consomé lechoso y humeante. Estás trapiao, dijo con voz cremosa otro pana que había amanecido en la casa. Y lo que falta, contestó Mauro afónico, con los ojos en el plato. Se estaba dando duro, como si quisiera matar ese Mauro rumbero que no había pelechado a tiempo como hombre de creación. Pero esto no lo comentaba con sus amigos, ellos no estaban ahí para eso, ni eran un muro de las lamentaciones, ellos seguirían ahí pasara lo que pasara y eso era lo que importaba, ofrecían energía pura y honesta, un mundo cerrado que ellos mismos se habían encargado de construir desde el colegio y que era tan fuerte que funcionaba como una salvación, como un antídoto a los demás mundos agrestes y mezquinos que componían sus vidas. Más que analizar el panorama que se le abría, lo que buscaba era evadir la realidad, anularla, desfallecer en la farra alucinante y resucitar el lunes como un hombre nuevo. Sin embargo, en la noche del sábado en plena rumba en el dúplex sus pensamientos se le adelantaron.

La fiesta estaba en su cenit, la gente bailaba “La tortuga” del Joe Arroyo y de repente comenzó a vibrar, desmadejado en el puf; recibió unos plones que le ofreció alguien y su boca o lo que respiró le supo a flores amargas. De una mesita agarró un cuadro que conservaba de su infancia enmarcado en vidrio y bordes de aluminio con una de sus primeras obras de arte, el Cuatrocaballo, un dibujo infantil grabado sobre un fondo negro de yeso. El cuadro, por su cómodo tamaño de veinte por veinte centímetros, y también por su valor, por ser un objeto personalizado que había sobrevivido a más de dos décadas, era el preferido de sus amigos para meter perico; ociosos delineaban el Cuatrocaballo o hacían rayas cortas o largas o curvas que desaparecían con el paso de las narices, fuaa, fuaa, se mandó otro trago y en un estado de borrachera total, con todos los efectos mezclados en su cerebro, empezó a ver cómo ondulaba sobre las luces y oscuridades de su rumba el revoltijo de cosas vivientes que había tenido que digerir a la brava: el baúl abandonado, sus intentos por escribir poemas, la ropa heredada que no había mandado a arreglar, la que no había comprado y para la que ya no tenía plata, los mechones de pelo en el piso de la peluquería, el casting reciente en el que olvidó su parlamento, los aciertos en clase de actuación con el maestro, y de tanto en tanto, como estaba en medio de la juerga, se colaba en el trencito de pensados la tortuga del Joe emergiendo bajoelagua bajoelagua, y luego el doctor en su posición desparramada, Te ves hermoso con esa ropa de muerto, el lunes, ¡el lunes! Mañana me muero, le dijo a Kike en el balcón, ¿Ah?, El lunes entro a trabajar, marica, dijo y soltó una risa malvada pero falsa. Kike dijo cualquier bobada, relacionada o no con lo que había dicho, no importaba, estaban en una frecuencia en la que iban a mil. De pronto su amigo le dio un palmadón eufórico en el hombro, Ah, güevón, verdad, ¿cuándo empezás a trabajar? Mauro respondió parco y desinteresado, con el bareto humeándole los dedos, como para no perder tiempo en pendejadas y disfrutar el segundo aire de la noche.

Salieron a la calle, había llovido y Mauro miraba al suelo y tomaba a pico de botella sin que le llamaran la atención los poéticos charcos de la calle húmeda, iluminados por las inocentes luces de la ciudad mortífera, ni los árboles que a esa hora adoptaban siluetas de animales prehistóricos, ni la luna empañada por el aliento cósmico. No sabía si empezaba a ver superiores a sus amigos o si ellos ya lo veían como alguien inferior, sin valentía ni carácter por haber sucumbido a la fácil, aprovechar la rosca de los tíos sin ser capaz de desviar esa naturaleza sino aferrándose a ella. No lo juzgaban pero de lo que sí estaba seguro era de que gozarían con su desgracia, no en lo profundo de las cosas sino en lo superficial, en lo cotidiano: cumplir horario, encorbatarse a diario, mantener una imagen seria, relacionarse con oficinistas. Disfrutar la desgracia ajena y regodearse en ella era un acto revitalizante del que sus amigos no se podían privar, y eso era legítimo dentro de los códigos del humor. El mundo de los amigos también tenía crueldad y su situación servía además para que ellos se consolaran con su ejemplo. Igual podía sobrevivir en el fracaso y hasta realizarse, como si la última aceituna del frasco, anegada en salmuera, germinara de repente para dar vida al olivo de la fuerza renovada.

4

El espejo del baño reflejó un improvisado vendedor de biblias. Todo iba mal con el largo de la camisa, no tan grave era pisar la bota del pantalón. El dúplex, después de dos días de rumba y gente, lucía como si acabaran de abandonar la fiesta, como si los enfiestados de repente, hace un segundo, se hubieran lanzado al vacío desde el onceavo piso en homenaje a Los buques suicidantes; la escenografía estaba intacta, con ceniceros rebosados de cuscas, cascos de limón exprimidos en el piso, colillas, botellas, huesos de aceitunas, copas, cunchos, chicharras, regueros, huellas de tenis que pisaron regueros, cidís, prendas de quién sabe quién, el Cuatrocaballo en el puf. Mauro miraba con asco y desprecio este cementerio silencioso de piltrafas que apenas se interrumpía por el rugido de los vehículos que subían y bajaban por San Juan. A pesar de un dolor de cabeza tipo picahielo tenía la actitud para sobrevivir a este día que pintaba eterno. En el reblujo de su habitación buscó un rollo de cinta masking que guardaba desde la época de universidad y le pegó dos lorzas a las mangas de la camisa. Las botas del pantalón las dobló hacia adentro y las aseguró con un par de cintas enroscadas. La cirugía quedó perfecta en las botas, pero pensó que lo mejor sería tener el saco puesto durante toda la jornada. O si hace mucho calor me lo quito y me remango la camisa, recapacitó. No manejaba la versatilidad del traje y se sentía raro con los zapatos, caminó por la sala, salió al balcón, recorrió el camposanto de la rumba, colgó el Cuatrocaballo en su lugar. Me van a salir ampollas, vida cagada, pensó con una fuerte presión en los dedos de los pies. Se quitó los zapatos y descubrió una bola arrugada de papel periódico en cada punta, Este sí es güevón, se dijo y salió del dúplex.

Un bus de San Javier lo llevó a La Alpujarra en un par de minutos. Podía tomar otro bus pero prefirió caminar por Carabobo con las gentes que iban y venían. Era un peatón por naturaleza. Los locales subían sus rejas y ese ruido de arrastre metálico le confirmaba que el día estaba decidido a comenzar. El pueblo pasaba recién bañado hacia sus destinos, los gamines y los locos soñolientos buscaban desayuno en las canecas, obreros de andar ágil, con sus tulas a la espalda, se dirigían a los paraderos de bus. Él se sentía un empleado responsable y moderno por llegar a pie al trabajo y disfrutar del centro en sus horas tempranas, cuando se puede apreciar por separado antes de que se convierta en una sola amalgama urbana de bochorno, pitos, motores, multitud y ventas.

Llegó serio al edificio, algo inseguro, no tanto por haberse masturbado en la mañana como porque se notaba a simple vista que esa ropa no era suya y temía perder el respeto en caso de que descubrieran sus remiendos. Se subió al ascensor y la ascensorista le regaló una mirada, ¿Para qué piso va, joven?, Talento Humano, respondió y bajó la cabeza en lugar de mantener el contacto visual para darle chances de que lo reconociera. La diosa de nariz felina hundió el botón del piso siete, giró la palanca del viejo pero bien mantenido aparato y volvió sus ojos egipcios al libro que sostenía en el regazo: La Elección, de Og Mandino.

En Talento Humano se sorprendió cuando supo que no iba a trabajar en el edificio, Participación Ciudadana es la única dependencia que no funciona aquí, le dijo Vanegas, un calvo cejón y lengüisopa que lo miraba fascinado, Ah, ¿cómo así?, Preséntese donde el jefe de Participación para que usted mismo lo notifique, aquí está la carta de nombramiento, después se pone a hacer las vueltas que le faltan, tiene que traer el certificado médico, el certificado de antecedentes penales, el registro civil, Vanegas escribía en un papelito los ítems, ¿Y dónde queda la oficina de Participación Ciudadana?, la pregunta contenía curiosidad y algo de resignación, En la antigua estación del ferrocarril, respondió Vanegas y volvió a sacar la lengua trémula entre las muelas para seguir anotando, su letra era despegada pero tan acostada y junta que parecía pegada, como una letra infantil que quiso volverse adulta a la fuerza y quedó truncada en el camino. Bienestar Laboral está organizando el torneo interno de microfútbol, ¿vos jugás?, a Mauro se le abrieron los ojos, Sí juego, claro, dijo con la emoción contenida.

Subió al octavo piso y buscó a la funcionaria del cartapacio pero las áreas administrativas eran un desierto de cubículos, con los computadores apagados y las sillas organizadas, Están en capacitación, le informó la señora del aseo. En comunicaciones tampoco estaban y se quedó con las ganas de ver la oficina para la que ya no iba y a la chica de la escarapela en el cinto. La suya se demoraba, primero tenía que reunir la documentación, la noticia era que ya había firmado y estaba posesionado como provisional, grado profesional universitario, con un generoso e inédito sueldo que lo tenía absorto.

Al salir del edificio, con la presión de haber encarnado ya un funcionario, se debatió entre desayunar con calma o presentarse de inmediato en su nueva oficina para ponerse al servicio de su jefe, el doctor Alberto Quinchía, a quien estaba dirigido el oficio que lo adscribía a la oficina de Participación. El hambre voraz que lo asaltó, tras días de mala alimentación, le ayudó a tomar una decisión. Pidió dos empanadas de carne y papa y dos presas apanadas de pollo con gaseosa en un local frente a la iglesia de La Veracruz. Desde allí vio cómo una puta robusta de pocas prendas dejó hablando solo a un borracho que parecía pedir una rebaja. Mauro miraba y comía despacio, disfrutando el gas explosivo de la Coca-Cola fría en su garganta. Era un empleado público enguayabado desayunando fuera de la oficina en horas laborales, pero tenía razones para considerarlo circunstancial, Algo tengo que comer, pensó atenazando el pollo con extremo cuidado de no engrasar el saco. Los espejos del local le mostraron lo ojeroso y machacado de su rostro, pero se sentía bien del estómago y eso lo animaba. Para bajar el desayuno, decidió caminar hasta el sector de La Alpujarra, la mañana ya había madurado, lo sabía por el vapor sofocante y dulce que emanaba del suelo. Bluyines, bluyines, ¿qué tallita buscaba? Joven, ¿va a comprar tenis? Mauro recordó que tenía que resolver lo de su ropa, Con el primer sueldo compro unos cachacos, pensó con una estructura económica mental distinta, contando por primera vez en su vida con plata que no se había ganado.

5

El fortín del sector público, la selva artificial de los tiranosaurios con corbata, el epicentro de las vueltas y las decisiones, santuario de los necesitados, mina de los tramitadores, palacio de los Césares, cuna del orgullo y la vanidad. ¡Dios mío, qué es esto! Mauro era una hormiga más en medio del hormiguero que cruzaba en distintas direcciones por la inmensa plaza encementada y bañada de sol. Le parecía un privilegio que su futuro lugar de trabajo quedara al lado, en la antigua estación del ferrocarril, y no en una de las moles que emergían del descampado gris: las colmenas gigantescas de alcaldía y gobernación, cientos de oficinas atarugadas hacia arriba y hacia los lados, Qué pereza ese par de paquidermos encallados con sus crías gordas y sedentarias del concejo y la asamblea. En cambio la restaurada estación del ferrocarril, rodeada de jardineras, bancas y cafeterías con mesas al aire libre, se levantaba apenas dos pisos y en su plazoleta exhibía un viejo vagón que invitaba a la contemplación del pasado. También se erigía una estatua de Francisco Javier Cisneros, el cerebro del ferrocarril, y pensó si ya reencarnaría, ¿O qué tal que las almas de los hombres inmortalizados en estatuas permanezcan atrapadas como fósiles en resina? Mauro alargaba los minutos con tal de demorar el último paso.

La oficina de Participación quedaba en el segundo nivel. Se desabrochó el saco para subir las escalas y desde el rellano vio una fila de hombres bucólicos con documentos y sobres de manila, mujeres ojerosas con bebés en llanto o pegados de una teta, campesinos de sombrero con escapularios en el pecho y las camisas manchadas de plátano. Creyó que eran ciudadanos que esperaban ser atendidos en Participación, pero luego supo que se trataba de clientes del Banco de los Pobres, ¿Será que me hacen un préstamo para mi pobreza de espíritu, para mi falta de carácter? Bien podría hacer fila con estas nobles y pacientes personas que todavía creían en los créditos del Estado. Bordeó la hilera de pobres, que era infinita, y a medida que avanzaba invocaba un agujero negro, el dedo que aprieta el botón, el fin del mundo, una abducción, la muerte súbita del escritor escribiendo esta línea, ¡un milagro que lo salvara!, pero un pendón del organismo le indicaba su destino.

Bienvenido a Participación, joven, le dijo la secretaria, una mujer menuda envuelta en un saquito de lana, de cabeza redondita y valonada, anteojos y nariz en forma de pico, una presencia que lo llevó a pensar en un tierno perico australiano, ¿Viene a poner una queja o a pedir asesoría?, Busco al doctor Alberto Quinchía, Mauro blandió el oficio, Siga, está en el despacho, la pequeña ave señaló con su lanudo brazo el despacho del jefe y bebió del pitillo de su termo. Mauro echó un vistazo a los cubículos de los funcionarios, a quienes imaginó trabajando tras los paneles, y una vez llegó a la puerta entreabierta del despacho se asomó y se sobresaltó al encontrarse de frente con la calva morena del doctor Quinchía, que estaba de espaldas con la prensa desplegada. Por un instante contempló la calva, las canas lacias caían débiles sobre la piel lisa de la coronilla, con dos o tres cicatrices que podrían ser pedradas recibidas en la infancia.

El doctor percibió una sombra energética que no provenía de sus súbditos, pues giró del todo la silla y se asomó agresivo por un borde del periódico: no entendía por qué un ciudadano venía directo a su oficina a interrumpirlo, para eso estaba la secretaria y los funcionarios en los módulos, para atender sus quejas, sus denuncias o lo que fuera. Él era el último eslabón, el que manda y firma, Usted debe ser el doctor Alberto Quinchía, buenos días. El doctor lo observó ahí parado y Mauro sintió que lo veía como un vendedor o un aprendiz de juzgado que venía a hacer alguna averiguación y se le había colado a la secretaria, ¿No están los funcionarios para que lo atiendan?, ¿cómo entró hasta acá? El doctor sentía vulnerada su privacidad, su sistema de seguridad le había fallado.

Mauro le estiró el oficio y el doctor lo empezó a leer sentado pero sin hacer contacto con el espaldar de la silla, a punto de pararse. Era delgado y bajito como un pigmeo, con la cabeza más grande que el resto del cuerpo. Si bien ni lo conocía, ya sentía un respeto extraño hacia él, una compasión fraterna, una conexión humana; contemplar su calva tal vez le había generado una nueva consciencia de la fragilidad de la especie. Además, los unía algo muy fuerte: ambos eran retrognáticos, Hacemos parte del mundo de los cumbambipequeños, de los sufridos retrógnatas, pensó mientras el doctor se acomodaba los anteojos incrédulo ante lo que leía. De repente se puso de pie y desenfundó su brazo de niño con la palma abierta, ¡Felicitaciones!, acaba de llegar a una gran entidad, le dijo y se estrecharon las manos; la de Mauro, que tenía porte de escultor y dedos de pianista, engulló de un bocado la manita de Quinchía, Si jalo le disloco la muñeca, pensó el nuevo funcionario en medio del cortés apretón.

El doctor convocó con gran entusiasmo a la gente de la oficina, era claro que estos trabajos le gustaban, vainas sencillas, a la mano, como presentar al nuevo servidor. De la zona de módulos salieron tres personas con paso de tortuga asoleada: un cuarentón alto y carón con aspecto de centauro por sus largas piernas y alta correa; una señora morena de caderas anchas y trapecio estrecho con el pelo picado como una futbolista de los ochenta y una mujer más joven, de falda, piel muy blanca y cabello negro azabache, malacarosa, tal vez fastidiada por haber tenido que suspender lo que sea que estuviera haciendo para atender el repentino llamado, Los he reunido aquí, en este preciso momento, porque tengo una noticia para ustedes, una noticia que nos va a poner muy contentos, Quinchía hablaba con ambages y una emoción fuera de lugar, Se trata, señoras y señores, de un muy nuevo amigo, señor aquí presente él, señor Mauricio Castañeda Roldán, nombrado como provisional él, comunicador social y periodista él, ¿no cierto?

Dicha la palabra periodista, la de níveas pantorrillas arrugó la nariz en un gesto inequívoco de desprecio y miró de reojo a sus dos compañeros como si ser periodista fuera sinónimo de traicionero y hubiera que estar alertas. Aunque logró amilanarlo, Mauro hallaba complacencia en mirarla, su rostro le despertaba un deseo enquistado, quizás el aparato dental con cauchos que la hacía ver como una bachiller, su capul, su blancura exótica, su sonrisa agria, sí, porque cuando él saludó y agradeció, Luisa sonrió sin mostrar los dientes, dio media vuelta y se fue a su módulo. Quinchía pareció incomodarse con el desplante y le dio un palmoteo amigable en la espalda, Hay dos puestos libres, escoja el que más le guste, le dijo y encargó a Rober, el funcionario que más tiempo llevaba en Participación, la tarea de contarle a la nueva adquisición lo que hacían en la oficina.

Marta se dio cuenta de que Mauro se iba a inclinar por el módulo con vista a Carabobo, entonces se le acercó y le habló al oído, como marcándolo a presión en un tiro de esquina, Aquí no, este puesto es de Osvaldo, él no está pero este es de él, Ah, bueno, bueno, Mauro se apartó intimidado y eligió un puesto al fondo, frente a Rober. Cada módulo tenía un amplio escritorio en ele con una batería de cajones y un compartimento horizontal en la parte de arriba con llave. Los paneles y el piso estaban tapizados de un gris sobrio combinado con franjas aguamarinas. Eran cubículos diseñados para oficinistas activos, empapelados, que rayan, hablan por teléfono, atienden a alguien en persona y sobre el escritorio tienen su café, el del ciudadano y mil cosas más. El suyo se veía desolado como un apartamento días antes del trasteo y por ahora lo único que tenía para guardar era un sobre con documentos de su posesión. De pronto apareció Marta para darle un saludo más personal, Cualquier cosa a la orden, le dijo con la boca torcida y le dejó la mano impregnada de un fuerte aroma almibarado y limonudo de origen confuso.

Voy a orinar, ya vengo, anunció Rober y le mató el ojo a Mauro, que entendió el gesto como que a su regreso le iba a dar la charla informativa. Salió revoleando las llaves del baño con un meneado de pelvis hacia adelante y una parsimonia digna de alguien que ha pasado sentado la mayor parte de su vida. A su regreso efectivamente lo invitó a su módulo y le contó sobre la participación de la comunidad en los asuntos públicos, Hay que sembrar la semilla de la participación en los colegios, fortalecer las veedurías ciudadanas, Sí, ajá, muy importante, La gente no puede seguir dormida mientras se roban la plata de sus impuestos, Ajámñ, sí, a Mauro lo fue agarrando un sueño pesado y por instantes se iba y volvía y no sabía si había dormido una milésima de segundo o un segundo y como podía se tragaba los bostezos. Lagrimeado miraba la cara de Rober, que modulaba con su nariz enorme, porosa y triangular, derretida como la de un cuadro de Dalí, con las manos más grandes que las suyas mostrándole las cartillas con las que educaban al pueblo, Damos charlas en los colegios, recibimos quejas y denuncias, capacitamos los líderes, Ajámñm, excelente, qué bueno, y así, en esa batalla contra el tedio se acercó la hora de almuerzo.

Mauro salió a las doce y media y se dedicó a hacer vueltas pero el tiempo no rindió y volvió sudado y colorado, con el saco todavía puesto, pasados treinta minutos de la hora de entrada, ¡Tranquilo, hombre!, váyase ya y tómese el día de mañana para que termine de hacer sus vueltas, le dijo Quinchía y le dio una palmadita en la espalda. Él quiso darle un abrazo, Yo le agradezco mucho doctor, dijo y se despidió avergonzado con los compañeros, pues no regresaría hasta el miércoles. Una vez afuera sintió caer en su estómago la angustia por la obligación latente de tener que dar charlas y hablar en público. El recibimiento seco de algunos en la oficina tampoco ayudaba. Cabizbajo agarró un bus para la casa, se encerró en su pieza, cerró las cortinas haciendo del día una penumbra, como un licnobio invertido, y durmió tieso y parejo el sueño de los justos. Su cuerpo lo imploraba.

6

Era un vozarrón de ogro enamorado, una caja de música que iluminaba sus días. Aplicá la teoría del código, poh huevó, el narrador intuye un código, ¿cuál es la forma en que querés estar allá?, hay muchas, che, pero solo una es la tuya, ¿eh?, si lo lográs vas a estar en capacidad de proponer un mundo específico que tus compañeros y tu jefe van a aceptar como verdadero. Mauro estaba bajito de nota a pesar de que sus cachetes palpitaban rozagantes por haber hecho vueltas toda la mañana. No sé, maestro, no es fácil llegar a poner condiciones, Insisto en el código, joven, si hay una única manera de narrar esa película, solo hay una manera posible de que estés allá, creá tu código como empleado, reducí el infinito abarcable a un mundo que podás manejar, si te lo creés, te creen, poh huevó, un código ideal provoca esa convicción, es la realidad, es la verdad, es la totalidad. Su sabiduría y acento único entre argentino, chileno y colombiano, con un atomizado especial de la erre, A versh, señorsh, cautivaban a Mauro.