Pikoletos - Juan José Mateos - E-Book

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Juan José Mateos

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Beschreibung

A finales de los años 70 la ETA había impuesto su ley de hierro en las provincias vascas y Navarra, especialmente en las zonas rurales. Sus continuos y feroces atentados estremecían al país y abrumaban al Estado. Y las fuerzas de seguridad (junto a los militares, sus dianas preferidas) se veían impotentes para contrarrestar la embestida criminal. En febrero de 1980, tras el atentado en Ispáster que acabó con la vida de seis guardias, comienza su actividad una nueva unidad de élite de la Guardia Civil: el Grupo Antiterrorista Rural (GAR) cuyos objetivos eran reconquistar el espacio público, dar seguridad a personas e instituciones, luchar contra la banda con nuevos métodos y llegar hasta el último rincón de las provincias vascas para sentar las bases de la información antiterrorista. En definitiva, acosar a la ETA y su entorno hasta su última madriguera. Treinta años después, invertidas las tornas, la ETA fue derrotada, aunque nunca lo reconociera. De la mano de Juan José Mateos, veterano de la unidad y víctima de la ETA, esta es la historia de su peor pesadilla y una de las causas principales de su desaparición: el GAR, a quien debemos gran parte de la victoria de la democracia contra la barbarie.

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JUAN JOSÉ MATEOS

(Ciudad Rodrigo, 1972) fue miembro del GAR entre 1999 y 2005. Allí participó en decenas de operaciones contra la ETA y su entorno (además de combatir el crimen organizado). A los veinte días de entrar en servicio, fue víctima de un brutal atentado que le llevó a tener que ser intervenido en tres ocasiones y que le dejó secuelas permanentes. Es autor de Los verdugos voluntarios (dos tomos) y se le puede considerar el historiador oficioso del GAR gracias a sus innumerables encuentros con decenas de compañeros de la unidad. Ha honrado a los caídos del GAR recorriendo sus tumbas por toda España y acompañando a sus familias. Utiliza los beneficios de la publicación de sus libros para ayudar a los antiguos compañeros en situación más precaria.

 

A finales de los años 70 la ETA había impuesto su ley de hierro en las provincias vascas y Navarra, especialmente en las zonas rurales. Sus continuos y feroces atentados estremecían al país y abrumaban al Estado. Y las fuerzas de seguridad (junto a los militares, sus dianas preferidas) se veían impotentes para contrarrestar la embestida criminal.

En febrero de 1980, tras el atentado en Ispáster que acabó con la vida de seis guardias, comienza su actividad una nueva unidad de élite de la Guardia Civil: el Grupo Antiterrorista Rural (GAR) cuyos objetivos eran reconquistar el espacio público, dar seguridad a personas e instituciones, luchar contra la banda con nuevos métodos y llegar hasta el último rincón de las provincias vascas para sentar las bases de la información antiterrorista. En definitiva, acosar a la ETA y su entorno hasta su última madriguera.

Treinta años después, invertidas las tornas, la ETA fue derrotada, aunque nunca lo reconociera. De la mano de Juan José Mateos, veterano de la unidad y víctima de la ETA, esta es la historia de su peor pesadilla y una de las causas principales de su desaparición: el GAR, a quien debemos gran parte de la victoria de la democracia contra la barbarie.

Pikoletos

La derrota de la ETA

y la élite de la Guardia Civil

© 2022, Juan José Mateos

© 2022, Arzalia Ediciones, S. L.

Calle Zurbano, 85, 3.º-1. 28003 Madrid

Diseño de cubierta, interior y maquetación: Luis Brea

ISBN: 978-84-19018-14-4

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotomecánico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso por escrito de la editorial.

www.arzalia.com

Índice

Nota

Prólogo

1. La ETA irrumpe en mi vida

2. Los de Argamasilla

3. El primer enfrentamiento

4. El asesinato de un jubilado

5. Los escenarios del GAR

6. El infierno de Hernani

7. Las dolorosas bajas del GAR

8. El héroe de La Algaba

9. Cuando una bala atravesó la vida de Jarri

10. Cuando la ETA se vio abocada a buscar una tregua

11. El GAR viaja a la guerra de Kosovo

12. Vivir el GAR desde dentro

13. La derrota policial de la ETA

14. El silencio del general Galindo

Agradecimientos

Nota

Hubo un momento en la historia reciente de España en que periodistas, políticos y en general la propia sociedad en su conjunto decidieron suprimir el artículo «la» para referirse a la ETA, convirtiendo esta organización criminal sencillamente en ETA. Se trataba de un giro sencillo, casi imperceptible, pero de suma gravedad, pues acercaba el término al hablante, personalizaba a la banda, en cierta medida la humanizaba.

Nadie en Italia habla de «Mafia», sino de «la Mafia». La Guardia Civil, junto con otras fuerzas policiales y cívicas, no derrotó a un ente llamado ETA, sino a una banda de asesinos que es mejor volver a llamar como corresponde: «la ETA».

Prólogo

Afinales de los años setenta, un numeroso grupo de guardias civiles, algunos ya gozando de destinos amables después de haber servido en las provincias vascas durante años, decidieron acudir a la llamada de una nueva unidad dentro de la Guardia Civil de la que solo se sabía que iba a ser destinada a las provincias vascas y Navarra para luchar de una manera específica contra los ataques de la ETA. Muchos de aquellos voluntarios habían sufrido el acoso de una organización terrorista incipiente que iba extendiendo su dominio gracias al silencio, al miedo y a algunas complicidades institucionales. En aquellos primeros años, las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado fueron las principales víctimas de esta política de exterminio y exclusión social que la banda terrorista impuso, al modo y manera de las mafias, a base de silencio social para callar sus crímenes y con la extorsión económica para financiarse.

El escenario de crueldad y sangre de aquellos años, la impotencia de policías y guardias civiles que eran asesinados inmisericordemente, la escasez de medios humanos y técnicos, así como la falta de respuestas políticas fueron las causas determinantes de un repliegue policial que propició la pérdida de contacto con la calle, con la población, y la expansión del dominio etarra, sobre todo en zonas rurales.

A todas luces era evidente que aquellas patrullas rurales de tricornio y capa, típicas de la época franquista, resultaban anacrónicas y poco eficaces para luchar contra una banda terrorista, muchos de cuyos miembros habían recibido adiestramiento militar en distintos países africanos, latinoamericanos o europeos y eran buenos conocedores de las tácticas de guerrilla urbana y, sobre todo, del ataque por la espalda.

La idea de la creación de una unidad de élite enseguida despertó el interés de un puñado de agentes que, en su mayoría, ya habían tenido que recoger demasiados cadáveres de compañeros y amigos en las calles y en los caminos de las provincias vascas y Navarra. Pero, además, se daba la circunstancia histórica de que esa unidad se ponía en marcha acompañando el nacimiento de la democracia en España, con lo que no solo tenía que estar bien formada técnica y policialmente, sino que sus actuaciones debían observar el escrupuloso respeto del Estado de derecho. Algo más que un reto que, por supuesto, fue superado.

Aquel primer periodo de formación de 1979, realizado en condiciones muy duras en la localidad manchega de Argamasilla, no llegó a concluir. El terrible atentado de Ispáster, en el que fueron acribillados a balazos seis compañeros de las patrullas rurales, precipitó la puesta en marcha de la unidad, cuyos componentes embarcaron a toda prisa en aviones militares, para desplazarse hacia el norte y responder a aquella barbarie.

Este libro trata de todo esto, intenta describir cómo aquellos primeros componentes del GAR (Grupo Antiterrorista Rural, hoy Grupo de Acción Rápida) forjaron ese espíritu colectivo de sacrificio, del que luego nos nutrimos todos los que fuimos llegando años más tarde. Intenta ahondar en esa preparación tan especial que tenemos todos los que formamos parte de esta unidad, todos los que superamos el curso de adiestramientos especiales (ADE). Intenta descubrir al lector ese sentimiento de solidaridad y esfuerzo individual que nos llevó a afrontar la lucha cruenta que la ETA impuso durante décadas, que logramos vencer gracias a muchos factores, entre los que, sin duda, la participación activa de los componentes del GAR desempeñó un papel decisivo.

Fue una lucha sin horarios, sin calendarios, sin días y sin noches, que nos llevaba a penetrar en aquellas zonas de exclusivo dominio etarra y pateárnoslas, a recomponer los servicios de información, cebando su base con mucho trabajo, con identificaciones a partir de los controles, con notas informativas de cada sospecha, de cada coche, de cada casa o caserío. Un trabajo titánico cuyo fin era prevenir los atentados, las muertes, empezar a reconquistar el espacio externo. Aquellos hombres del GAR, entre los que también me cuento, dimos protección a cuarteles, a civiles, a compañeros y a sus familiares, a patrullas locales, a eventos sociales de todo tipo, y prestamos auxilio en catástrofes y accidentes.

Ya no éramos aquellos pikoletos de pueblo. Éramos una unidad con técnicas novedosas en todo tipo de actuaciones y dispositivos, como los controles en carretera, las protecciones, las limpiezas de itinerarios o caminos, etcétera, a veces con medios que todavía dejaban mucho que desear. Pero es doctrina de la unidad no quejarse. Una unidad que con el paso del tiempo, y gracias a su prestigio, fue requerida para misiones en zonas de conflictos bélicos.

Muchas veces, nuestro trabajo fue invisible, anónimo, no nos daban medallas —nuestras medallas eran el metal incrustado de la metralla en nuestros cuerpos—, pero aseguro al lector que durante las veinticuatro horas del día la secciones del GAR estaban allí, vigilando, controlando, preparadas para entrar en acción y detener a los comandos que venían a asesinar.

Este libro quiere ser una historia de aquellos años, cuenta hechos desconocidos, narra en primera persona, con la voz de sus protagonistas, aquellas acciones que marcaron el carácter de la unidad y se sirve también de fotografías y documentos únicos e inéditos.

Estas páginas quieren presentar al lector un enfoque novedoso en la consecución del fin de la ETA a través de la historia del GAR, haciendo especial hincapié en los acontecimientos más importantes que tuvo que vivir esta unidad —para bien y para mal—, también los más dolorosos: la pérdida de sus agentes en atentados terroristas. Si cabe algún consuelo, puedo decir que la ETA nunca nos atacó directamente, sino que, desgraciadamente, caímos en algunas de sus trampas, no dirigidas expresamente hacia la unidad. Siempre estábamos en primera línea y fue imposible evitar todos aquellos ataques perpetrados entre la sombra y la cobardía, con artimañas muy sofisticadas. Nuestras unidades —«los de la boina», como nos conocía el entorno etarra— fueron temidas por los terroristas, según declaraban ellos mismos tras ser detenidos.

Es difícil cuantificar con exactitud en qué medida contribuimos al fin de la banda criminal, pero hay un dato incuestionable: desde que se desplegó la unidad en tierras vascas y en Navarra, los atentados disminuyeron de forma notable. Nunca más se volvió a alcanzar una cifra de muertes como las del año 1980, fecha de nuestro despliegue, en el que la ETA asesinó a casi cien personas. Y a partir de ahí, con algún que otro altibajo, las cifras de asesinatos fueron disminuyendo hasta el año 2011, fecha en la que la organización, acorralada policialmente en Francia y en España, anunció su disolución. Sin duda, ese trabajo silencioso de la unidad en las calles y caminos de la comunidad autónoma vasca y Navarra contribuyó a ello.

Por último, quiero añadir que en el libro cuento una historia inédita. Una historia que hace referencia al empeño personal de que las nuevas generaciones conozcan de primera mano lo que significaron esos más de cincuenta años de terror. Es una lucha contra el olvido, para que el sacrificio de tantas personas no caiga en saco roto. Es una lucha contra el relato que nos quieren imponer, desde sectores nacionalistas, sobre lo que fue la ETA y su entorno.

A menudo, desde estos ámbitos, se tiende a equiparar a las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado con la organización terrorista, por aquellos desgraciados episodios de la mal llamada «guerra sucia» o por alguna actuación de malos tratos o torturas. Lo expresaré en el libro y lo adelanto en este prólogo; aquellos fueron hechos lamentables y condenables. Afortunadamente obedecieron a actuaciones aisladas dentro de las fuerzas de seguridad. Si se intentó algún atajo para la lucha contra la ETA, resultó un fracaso, y el Estado democrático actuó. Buena prueba de ello es que fueron encarcelados un ministro del Interior, un secretario de Estado y distintos miembros de los estamentos policiales. El caso más doloroso para la Guardia Civil fue sin duda el del exgeneral Galindo, un mando que dio todo en la lucha contra la banda terrorista y que acabó degradado, sin honores y encarcelado por el terrible episodio de las muertes de Lasa y Zabala. A mí me consta que él nunca tuvo nada que ver en esos terribles actos, pero asumió las consecuencias de las actuaciones irregulares de sus subordinados. En un Estado democrático no puede haber dos raseros para medir la violencia, por eso, debemos repudiar aquellas actuaciones, por mucho que se produjeran en un contexto de violencia difícil de soportar.

Fruto de estas reflexiones, entablé conversaciones con un familiar de uno de los dos jóvenes asesinados. Tuve un acercamiento muy interesante que derivó en una sincera amistad. Los dos venimos de mundos diferentes, pero logramos un punto de encuentro. Me pidió visitar el cuartel de Intxaurrondo, por donde su hermano no pasó nunca, y el Palacio de la Cumbre, lugares en los que su familiar fue sometido a tortura y, finalmente asesinado. Yo acepté el reto y él pudo estar allí. Fueron jornadas muy emotivas. Los mandos pidieron perdón por esos hechos en los que la institución nada tuvo que ver y los condenaron tajantemente, como no podía ser de otra manera. Él quiso que le entregara una carta en mano al exgeneral Galindo. Conseguí verlo en persona antes de que falleciera. Pero es mejor que conozcáis las circunstancias de ese encuentro en las páginas del libro.

Hoy en día en las provincias vascas gozamos de una paz impensable hace años. Quiero recalcar que esta situación de relativa normalidad —relativa porque aún la convivencia no es todo lo sencilla que sería deseable— es fruto de la lucha policial. Si la ETA claudicó y desapareció fue gracias a la inmensa tarea que realizaron cada uno de los componentes de las fuerzas de seguridad. En cuanto al GAR, creo que muchos de los pioneros, «los de Argamasilla», afrontaron aquel reto como un destino al que no podían renunciar, fueron héroes trágicos entregando su vida con una determinación y una valentía que aún nos asombran. A ellos, y a todos los demás, a todos los que aportamos nuestro granito de arena, va dedicado este libro. Contra el olvido. Contra la barbarie.

1

La ETA irrumpe en mi vida

No sentí la explosión, pero de pronto todo se derrumbó. Estaba tirado en el suelo, mis ojos apenas lograban ver nada. Una nube de polvo y de humo de color anaranjado se había adueñado del espacio. Sé que intenté levantar la cabeza, pero no recuerdo si lo conseguí. Tenía un brazo debajo de la cara, tal vez como resultado de un acto reflejo para proteger los ojos. No había agua, más bien parecía todo un desierto, pero sentía que me estaba ahogando. Intentaba tragar, respirar; por instantes tenía la certeza de que me hallaba en el límite, en una zona sombría donde la vida apenas es capaz de mantenerse. Luego entré en un estado de semiconsciencia. No fue mucho tiempo, pero el suficiente para que mi mente volara poco a poco hacia mi pueblo, a mi niñez, al encuentro con mi padre, muerto prematuramente cuando yo tenía doce años. Creo que contemplé a vista de pájaro aquellos tejados medievales de Ciudad Rodrigo, sus fortalezas, recreándome en la belleza de mi localidad salmantina, reviviendo escenas de mi infancia y de mi colegio, aquellas veces que ayudé a mi padre en el negocio familiar de loterías y la primera ocasión que me topé con la ETA en mi vida.

Sí, probablemente allí había empezado todo. Recordé las veces que iba al cementerio, al panteón familiar, a visitar la tumba de mi padre acompañado de mi madre y mis hermanos. Caminábamos por el pasillo estrecho que quedaba entre las sepulturas, y en una de ellas relucían dos fotografías de dos jóvenes. Eran hermanos. Resultaba difícil apartar la vista de aquellos retratos, y yo siempre me quedaba mirándolos. Me suscitaban una curiosidad enorme, y había algo incomprensible en la expresión de aquellas caras tan jóvenes, apresadas en unos marcos llamativos, que velaban o presidían las tumbas de granito macizo. Creo que fue uno de mis hermanos mayores el que preguntó a mi madre de qué había muerto el joven de la barba. Sabíamos que el otro, Julián, se había quitado la vida con una escopeta de caza pocos meses después de que asesinaran a su hermano y un año antes del fallecimiento de mi padre. Mi madre nos explicó que lo había matado la ETA y que seguramente sería policía o guardia civil, como si ese fuese un motivo. Obviamente, esto no es un reproche hacia mi madre. Tendrían que pasar aún muchos años para que amplios sectores de la sociedad española comprendieran la auténtica naturaleza macabra de la organización criminal. Aunque resulte sorprendente, en la nómina de asesinados a lo largo de más de cincuenta años de terror figuran más civiles que miembros de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado. En todo caso, mi madre, a la que atribuyo una fuerza sobrenatural, con sus virtudes y sus defectos, bastante tuvo con sacar adelante a seis hijos habiéndose quedado viuda tan temprano. ¡Toda una heroína!

Aquel joven de la barba desaparecido de forma tan prematura se llamaba Gregorio Hernández Corchete. Años después, cuando yo ya vestía el uniforme de la Guardia Civil, quise saber cómo había sido asesinado mi paisano. El atentado se produjo el 15 de octubre de 1982 en la localidad navarra de Leiza. Gregorio había acudido al cuartel de la Guardia Civil para renovar la licencia de armas acompañado por dos de sus cuñados. Esa misma mañana un comando de la ETA ametralló el lugar desde una zona de monte muy cercana, arrojando al interior de las instalaciones una granada de mano. Gregorio y sus cuñados tuvieron la mala suerte de que a la hora en que se producía el atentado ellos salían de las dependencias, después de haber realizado sus gestiones. Gregorio falleció a consecuencia de los impactos. Uno de los cuñados y otros dos agentes resultaron heridos de distinta consideración.

Sí, en aquel sopor inconsciente en el que me hallaba, me venía a la mente la fotografía de aquella sepultura, una persona asesinada cuyo nombre y cuyo rostro, cuya vida, se pierden en el anonimato, en el olvido; vidas que parecen no importar, no computar, sacrificios aparentemente estériles pero que tuvieron como recompensa, al cabo de los años, de demasiados años, la derrota de la ETA, aunque hoy el olvido o el relato de quienes ejercieron de asesinos y de verdugos pugne por imponerse en la sociedad.

En medio de aquella especie de duermevela, mientras permanecía tirado sobre el suelo, empecé a adquirir conciencia de lo que estaba sucediendo: había sido víctima de un atentado terrorista. Y no, no quería ser uno más en ese olvido, en ese aséptico cómputo de víctimas. Quería vivir, cumplir mis sueños, realizar mi vocación y formar parte del GAR, una unidad de élite dentro de la Guardia Civil, para combatir a quien en ese momento era el mayor enemigo de la democracia en España: la banda terrorista ETA. Yo era demasiado joven, no podía correr la misma suerte que mi paisano. Creo que por él me levanté, por él y por todos, por todas las víctimas que se habían quedado en el camino, por todos aquellos para los que nunca hubo respuesta, por tanta infamia y tanta sinrazón.

El calendario marcaba el 20 de julio de 1996. Apenas unos días antes había empezado a prestar servicio en Vila Seca y La Pineda (Tarragona) con la ilusión del que se incorpora a un nuevo destino y está deseando salir a trabajar. Recuerdo al primer compañero con el que hablé al llegar al puesto. Estaba de puertas, y no es que me recibiera con los brazos abiertos, ni mucho menos. Era veterano. Creo que contaba ya unos seis años de servicio. El más antiguo de aquel cuartel llevaba muchos meses de baja y estaba a punto de pasar a la reserva —no sé por qué los guardias civiles tenemos la manía de quedarnos con datos como estos, la antigüedad de los que forman la plantilla—. Pues bien, aquel compañero no llevaba el arma reglamentaria, la BM, fabricada por Star Bonifacio Echebarria en Éibar, sino la 30M, una pistola de doble acción, mucho más moderna, con más capacidad de munición. La BM tenía un cargador solo para ocho cartuchos, era más ligera y mucho más antigua. Por el contrario, la otra, con capacidad para quince cartuchos y otro en la recámara, por lógica era más pesada. Normalmente la 30M se adjudicaba a quienes iban destinados a las provincias vascas y Navarra, y también la tenían de dotación otras unidades como el GAR. Sin duda, formar parte de esa unidad era uno de mis objetivos profesionales.

El comandante de puesto era un sargento 1.º, un tipo muy curtido, perro viejo y, desde mi punto de vista, un ejemplo de todo lo que hay que evitar en el trato con los subordinados. Reconozco que aquellos primeros servicios no fueron siempre como yo esperaba. El primer día, lo recuerdo bien, nos presentamos todos los nuevos en la Comandancia de Tarragona. Nos recibió el comandante 2.º jefe. Fue una ceremonia rápida. Íbamos impecablemente vestidos. Esa misma jornada tuve servicio de noche. No paramos de hacer intervenciones, mediando en peleas de rusos que se habían pasado con el alcohol y acudiendo a las llamadas de los guardias de seguridad de las discotecas. Esa noche, el compañero me mostró la demarcación en la que iba a desarrollar mi labor profesional. Tengo muy buen recuerdo de aquel servicio. De otros, no. Recuerdo con pavor aquellas mañanas de diligencias inacabables, de puertas, en las que recogíamos denuncias sin parar y sin poder levantar la cabeza ni un instante. Para redactarlas utilizábamos la conocida «petrolera», una vieja Olivetti de color gris que tampoco era de las más antiguas. Para los atestados siempre recurríamos al papel de calco, pues se necesitaban dos copias. Si te equivocabas, un mundo de adversidades se abría ante ti: había que borrar el original y la copia con típex, una pérdida de tiempo inhumana. Y lo peor era que el sargento tenía guardados bajo llave un ordenador y una impresora que sin duda nos habrían facilitado mucho las cosas. Pero los consideraba patrimonio exclusivamente suyo. ¡No vaya a ser que los guardias los rompan!

Las noches de servicio eran muy entretenidas, se nos pasaban a toda velocidad; al tratarse de una zona turística, siempre —pero sobre todo en verano— había muchas llamadas que atender. Claro que, a menudo, todo dependía de con quién te tocara salir. Recuerdo uno de esos primeros servicios nocturnos, a finales del mes de junio, que tengo calificado como el peor de mi vida. Me tocó con un veterano muy quemado al que ya le habían llamado la atención en varias ocasiones. Una vez que salimos, en cuanto pudo, se internó en un área boscosa muy cerca de la zona de marcha de La Pineda (la discoteca Pachá estaba a tiro de piedra) y, sin contar para nada con el nuevo, es decir, conmigo, que estaba en mi primer año de prácticas, aparcó el Nissan Patrol, echó el asiento hacia atrás y se puso a dormir. Yo, por supuesto, protesté ante su actitud. Me ofrecí a conducir si estaba cansado, pero ni me contestó. Yo entraba y salía del coche, con el consiguiente ruido al abrir y cerrar la puerta. Él se quejaba, me decía que no paraba de molestar. Al cabo de un rato, y en vista de que no podía conciliar el sueño, arrancó de mala gana y nos pusimos a patrullar. Durante toda la noche me ignoró por completo, a pesar de que en alguna ocasión le advertí de que había visto algo raro. Solo obedecía a los requerimientos de la central. Estando con él, me venían a la cabeza las palabras del teniente Crespo en la Academia de Baeza durante la etapa de formación: «Hasta del peor guardia sacaréis algo positivo». Al final, terminaron pillándole fuera de juego tantas veces y fue corregido en tantas ocasiones que le echaron del cuerpo. Una pena.

Aquellos días del inicio del verano de 1996 hubo varios falsos avisos de atentado en el aeropuerto de Reus, y mientras estaba de servicio tuvimos que acudir a distintos lugares de la provincia a verificar otra serie de llamadas anónimas. Ninguna de ellas resultó cierta. Y esa ansiedad que te producen las falsas alarmas tiene el perverso efecto de restar credibilidad a las siguientes, te hace bajar un poco la guardia, sobre todo en una zona como aquella, un pueblo costero de Tarragona. No obstante, la ETA ya había asestado algún zarpazo en aquella provincia. Había actuado en quince ocasiones y asesinado de manera directa a dos personas, causando muchos heridos. Pero en la cabeza de un agente de corta experiencia como yo no entraba la posibilidad de un atentado en su propia demarcación, aunque se barajaba la posibilidad de que la organización terrorista hubiese desplazado un comando itinerante a la provincia. En aquellos años era muy frecuente que varios comandos recorrieran el turístico litoral de nuestro país, poniendo en marcha lo que llamaban la «campaña de verano», consistente en sembrar el caos, la desolación o en ocasiones la muerte en lugares concurridos por gentes de diversa procedencia, para asegurarse así una repercusión internacional de sus acciones y, por supuesto, para dañar uno de los pilares fundamentales de la economía española.

Por lo general, teníamos una buena relación con el personal que trabajaba en el aeropuerto de Reus, sobre todo los recién incorporados como yo; no obstante, recuerdo a un operario muy maleducado que no soportaba a la Guardia Civil y se mostraba bastante grosero con nosotros. Solíamos ignorarlo. Los que prestábamos servicio en aquellas instalaciones nos turnábamos para salir a las pistas, área cuya seguridad era competencia nuestra. A mí me gustaba mucho recorrer el perímetro a pie, y cuando había poco tráfico me hacía cargo de esa zona. A través del hall, se accedía a todas las dependencias del aeropuerto, tanto a las nuestras como a las de Policía Nacional. Allí se ubicaban también los receptores de las compañías aéreas, la cafetería y el Duty Free. Manteníamos asimismo una buena relación con los taxistas, que a menudo nos daban información relevante sobre delincuentes del lugar. Pero la relación más estrecha se estableció con las mujeres que limpiaban en aquel aeropuerto, una madre y una hija. Charlábamos bastante con ellas hasta que llegaba un vuelo, momento en que el trabajo se acumulaba para las dos mujeres y para nosotros. Con la hija, Isabel, hice pronto bastante amistad.

Como ya he expresado anteriormente, el sargento comandante de puesto carecía del perfil adecuado para dirigir un cuartel. Nunca se dignaba a nombrar el servicio del día siguiente hasta que pasaban las nueve de la noche, de manera que era muy difícil hacer planes de ningún tipo, pues hasta última hora no sabías cuáles iban a ser tus horarios. Y menos mal que para entonces ya había pasado a la historia la costumbre de formar a todos los guardias de la plantilla en el patio para comunicar estas cosas. Por regla general, en aquellos años no estaba permitida la salida de tu demarcación, debías estar localizado en todo momento, incluso en tus días de descanso. A diferencia de lo que pasaba en nuestro cuartel, los compañeros destinados en otros puntos geográficos sí conocían con bastante antelación, de días o incluso de semana, qué servicios tenían encomendados, algo muy ventajoso para conciliar su vida familiar o planificar su ocio. Con el paso del tiempo he aprendido lo importante que es dar con personas razonables y benévolas en la vida.

A pesar de estos pequeños contratiempos, no perdí nunca la ilusión por salir de servicio y ser guardia civil. Quería aprender cuanto antes, pues mi meta era, como ya he expresado antes, entrar en el GAR, ir a luchar en la primera línea de combate contra el terrorismo. Cuando tenía la suerte de que el jefe de pareja fuera un guardia operativo que desempeñaba su trabajo acertadamente, daba gusto: te sentías reconciliado con la profesión. Entonces el tiempo volaba y a veces deseaba que no acabara el servicio. Hice grandes amigos, entre ellos, el hoy teniente Mesa, que se convirtió después en piloto de helicópteros y en la actualidad continúa actuando en muchas ocasiones con el GAR. Son personas de un pelaje especial. Eso lo aprendí muy pronto. El teniente está curtido en rescates de montaña que se realizan en condiciones muy peligrosas, con riesgo para la propia vida y la de todos los que van en la aeronave. Otro compañero con el que me encantaba realizar servicios es el hoy también teniente Jesús Salanueva, un hombre que amaba su profesión. Le suelo llamar Jesússsss, en recuerdo del sargento comandante de puesto, que a través del interfono de su oficina del primer piso nos requería cuando estábamos de puertas: «¡Jesússsss, sube! ¡Sann Joséeeeee, sube!». Nos tenía toda la mañana haciendo escaleras, piso arriba, piso abajo. No importaba, así nos manteníamos en perfecta forma física, cosa que desde luego necesitábamos, como bien se demostró después, cuando Salanueva se presentó —antes que yo— para entrar en el GAR y tuvo la mala suerte de despeñarse haciendo una trepa en una marcha de montaña, partiéndose un dedo de la mano, por lo que no pudo terminar el periodo de preparación y fue expulsado. El curso de ADE (adiestramientos especiales), como más adelante detallaré, es muy, pero que muy, duro. Más adelante volvió a presentarse y consiguió su boina verde, la preciada boina verde que yo tanto deseaba.

Volvamos a aquel 20 de julio de 1996. Ese día, el sargento 1.º nos nombró servicio de tarde para dar seguridad al aeropuerto de Reus. Era habitual que a lo largo de la semana hiciéramos dos o tres servicios de este tipo, pues en verano ese pequeño aeropuerto tenía mucho tráfico, la mayoría procedente de Gran Bretaña. Aquella fatídica jornada esperábamos cinco vuelos, uno de ellos era suizo. Todo transcurría con normalidad, hasta que a media tarde nos avisaron de que había una amenaza de bomba. Inmediatamente el jefe de servicio compartió con el director del aeropuerto la información de nuestra Central Operativa de Servicios (COS). Yo, acostumbrado ya a este tipo de falsos avisos, dudé en un primer momento de la veracidad de la llamada, pero, poco rato después, el COS volvió a comunicarse con nosotros para asegurarse de que dábamos por cierta la advertencia, pues el Servicio de Información de Guipúzcoa confirmaba que la organización terrorista había llamado al diario Egin para corroborar la existencia de la bomba. La hora fijada para la explosión eran las 19.30 horas. Para todos los que nos encontrábamos en aquel aeropuerto, aunque solo unos pocos estábamos al tanto del peligro, empezó entonces una siniestra cuenta atrás. Rápidamente nos impartieron órdenes de supervisar con mucha precaución las dependencias del recinto y nos informaron de que en breve recibiríamos más directrices por si había que evacuar a todo el personal. En ese momento, el hall se encontraba repleto de viajeros que esperaban para embarcar.

Yo salí a recorrer el área que enlaza la terminal con la zona de acceso al aeropuerto y al aeródromo militar, pues una de las primeras cosas que pensamos fue que los terroristas aprovecharían la facilidad y la ausencia de riesgo que implicaba depositar un paquete temporizado al lado de las alambradas, y así evitar nuestra presencia, la de la Policía Nacional o la de la Policía Militar que vigilaba el perímetro de su base. No tardamos mucho en supervisarlo, pues no era un área demasiado extensa, sin encontrar nada sospechoso. Dimos novedades al COS y entonces se nos ordenó inspeccionar con mucha precaución el hall y el resto de las dependencias, a pesar de que eran competencia de la Policía Nacional. El hall tendría alrededor de una hectárea, pero en ese momento me pareció mucho más grande y pensé lo fácil que sería camuflar un paquete bomba entre los adornos, en las macetas, tras una columna, en el interior de alguna maleta olvidada.

Antes de emprender la inspección de los baños, me había encontrado con Isabel, la limpiadora. Ese día su madre no trabajaba, pero se encontraba también en el aeropuerto porque había venido a verla con su nieta Irene, de diez años, la hija de Isabel. Ella estaba al tanto de la amenaza —algún compañero se lo habría comunicado para que pudiera alertarnos si encontraba algún paquete sospechoso—, pero, por los gestos de su cara, no acababa de tomárselo en serio. Cuando me disponía a entrar en el baño de señoras, me indicó su intención de colocar el cartel de «Recién fregado» para que, una vez que salieran las que estaban dentro, ninguna otra mujer entrara y, sobre todo, nadie se llevara un susto al ver a un guardia civil husmeando. Ese día no había personal femenino de la Guardia Civil en el aeropuerto. Isabel y yo nos reímos. Nada más entrar, el que se llevó un buen susto fui yo: sobre uno de los paneles de separación de los habitáculos, que no llegaban al techo, alguien había dejado un paquete. Sentí que me cambiaba la cara y pensé, por primera vez, que la amenaza podía ser cierta. Permanecí mirándolo fijamente y poco a poco me fui aproximando. Cuando estuve lo suficientemente cerca comprobé que era un pañal, simplemente un pañal que alguna mamá había dejado en ese sitio tan alto y tan incómodo. Creo que respiré profundamente. Apenas llevaba veinticinco días de servicio, tras mi salida de la Academia de Baeza, y carecía de experiencia; tenía veinticuatro años.

Durante el periodo de formación, nos habían insistido una y otra vez en que nuestro mayor enemigo, la ETA, estaba aún muy vivo, y aunque ya no era el monstruo temible de años anteriores, no podíamos dejar de tener presente su amenaza. Debíamos acostumbrarnos a vivir con ella. En ese momento adquirí plena conciencia de esa realidad. Resoplé varias veces antes de salir. Isabel estaba esperando en la entrada. Su hija y su madre, unos metros más allá, se hallaban en mitad del hall. Le comenté que no había visto nada extraño, salvo un pañal en un sitio un poco raro. Recuerdo su cara. Isabel era guapa, joven, tenía el pelo largo y castaño. Derrochaba felicidad. Mientras hablaba con ella, yo aguardaba las noticias de mi compañero Sebastián, que inspeccionaba el aseo de caballeros. En un momento determinado me di la vuelta, anduve unos pasos, los justos para situarme en la entrada de los baños, aunque con la espalda cubierta. De repente, un sonido atronador barrió el hall del aeropuerto.

No sentí la explosión. Sí noté cómo repentinamente todo se derrumbaba… Son esos instantes de silencio espeso en los que la muerte parece cabalgar. No entendía bien lo que había ocurrido. Luego me sumergí en una especie de letargo. Recuerdo que en mi interior ese estado inconsciente alternaba con instantes en los que me esforzaba por recobrar la lucidez, por despertarme. A duras penas reconocí que estaba tumbado en el suelo. Una fuerza descomunal me había arrastrado hasta la pared, que hizo de tope. Pasados aquellos momentos de confusión empecé a comprender que me hallaba de servicio, que apenas unos segundos antes estaba buscando una bomba que, por desgracia, ya había estallado. Intenté ponerme en pie en aquella turbulenta atmósfera de humo y polvo. No escuchaba nada, me parecía estar flotando, y entonces vi que mi compañero Sebastián me hablaba, aunque yo no conseguía oír nada. Él estaba bloqueado, en estado de shock, parecía un fantasma en medio de aquellas tinieblas. Yo sentía un fuerte escozor junto a la oreja, fruto de un profundo corte. Tenía numerosos golpes en la cabeza provocados por el falso techo de escayola que se había hundido y, sobre todo, experimentaba la extraña sensación de tener el cuello lleno de pequeños trozos de metal que se me habían incrustado en la piel. Creo que también saboreaba mi propia sangre.

Cuando por fin me incorporé y logré caminar apenas un metro, observé que el vestíbulo del aeropuerto se había convertido en un escenario de guerra. La primera persona a la que vi fue a Isabel, la limpiadora. Permanecía en el mismo lugar en el que la había dejado unos minutos antes de la explosión. Me parecía increíble contemplarla allí, con la mirada perdida, fuera de sí, rodeada de un inmenso charco de sangre. Tenía las piernas destrozadas. A duras penas había logrado incorporarse ella sola. Recuerdo la impresión que me causó la visión de los huesos y los ligamentos de sus extremidades inferiores, abiertas en canal. Uno de sus pies ya no existía. Habían colocado la bomba en una papelera justo al lado de los baños, donde nos encontrábamos. Cuando explotó hizo de cañón hacia el techo, pero como tenía aberturas a los lados, para resultar más dañina, nos impactó de lleno. Isabel se llevó la peor parte, pues actuó como parapeto amortiguando el impacto sobre mi cuerpo y el de mi compañero. ¡Pobrecilla! La situación resultaba difícil de asimilar. No, no era posible que la vida pudiera cambiar tanto en tan solo unos segundos.

Lentamente el humo se iba levantando y dejaba a la vista un panorama desolador de ruinas, cascotes y muchas personas tiradas por el suelo. Las puertas se habían bloqueado, no se abrían, y algunos arrojaban sillas contra ellas para romper los cristales y escapar de aquel infierno. Tanto mi compañero Sebastián como yo estábamos noqueados. Tardamos aún algún tiempo en reaccionar. Habíamos sufrido el impacto de la explosión, y era una suerte que aún nos encontráramos vivos; vivos, pero momentáneamente sin capacidad de respuesta. Entre aquella niebla observé cómo llegaban más compañeros que rodearon a Isabel y poco a poco la sacaron hacia la calle. Su hija, Irene, tenía un montón de cristales incrustados en la cara. También en los ojos. Mientras Isabel se alejaba de mi vista, observé que un operario del aeropuerto levantaba la mano y me apuntaba hacia la entrada exterior del recinto. Yo intentaba dirigirme hacia él, pero las piernas aún no me respondían con la celeridad que hubiese sido precisa. Como pude, llegué hasta su posición y le escuché decir que una mujer había salido corriendo hacia el aparcamiento. Conseguí divisarla, la seguí, corrí a duras penas hasta alcanzarla y pistola en mano le di el alto. Le grité que pusiera las manos hacia arriba. Ella no paraba de llorar. Vi que tenía la tarjeta de acceso a las instalaciones colgada sobre su pecho. Comprobé que era auténtica y le pedí perdón. Cuando recobré la movilidad, regresé al hall. Vi que de nuevo Isabel se encontraba allí; la tenían tumbada e intentaban hacerle un torniquete, pues no paraba de sangrar. Recuerdo las caras de circunstancia de mis compañeros, temiéndose lo peor.

De pronto apareció por allí un teniente vestido de uniforme. No le había visto nunca antes en las instalaciones. Estaba absolutamente bloqueado. Con la boca abierta, sus dientes relucían en aquel escenario lúgubre. Me miraba, incapaz de decir una sola palabra. «Mi teniente, esto es un caos», le dije. Pero siguió inmóvil. Nuevamente insistí: «¡Mi teniente, reaccione, llame para que vengan ambulancias!». Le dejé en estado de shock e inmediatamente me incorporé a las labores de ayuda. Era imposible atender a todo el mundo. Muchas personas presentaban heridas visibles con muy mal aspecto. Yo pensaba, y hasta cierto punto sentía, que mis lesiones eran insignificantes en comparación con lo que tenía a mi alrededor. Mis compañeros me insistían para que me sentase a esperar la llegada de los servicios de emergencia. Al poco rato apareció un coronel del Ejército del Aire con otro mando. Con voz pausada y mucha tranquilidad, nos comunicó su intención de colocar a los heridos más graves al inicio de la carretera de acceso al aeropuerto, con el fin de que las ambulancias los evacuaran inmediatamente. Fueron momentos de mucha zozobra. Al poco, observé cómo la desesperación se apoderaba de este coronel. No daba abasto. No había suficientes medios. Las ambulancias tardaban y las que habían llegado no eran ni mucho menos suficientes.

Al final, cuando todos los heridos habían sido trasladados, a mi compañero Sebastián y a mí nos llevaron a Urgencias en uno de nuestros coches oficiales. Llegar al hospital tampoco fue muy reconfortante. Los pasillos estaban saturados de personas que deambulaban —las que podían caminar— de un lugar a otro; otras permanecían sentadas quejándose casi en silencio. Todos tenían metales incrustados en las piernas, en la cara, por todo el cuerpo. Muchas de ellas acababan de llegar a Reus para iniciar sus vacaciones. Ya de madrugada, me atendió un médico en los pasillos de Urgencias. Realizó las curas pertinentes y me aconsejó permanecer ingresado; el problema era que el centro estaba saturado, no había camas y los pasillos se encontraban también repletos. Me citó para el día siguiente para observación. Yo tenía los oídos cubiertos de sangre, al igual que la nariz, pero el colapso de las instalaciones impedía la realización de pruebas.

Empezaba así mi relación con la ETA y su entorno. Veinticuatro años y apenas llevaba un mes de servicio. Las primeras noticias sobre este atentado despertaron en los familiares mucha confusión y ansiedad. Se hablaba de un guardia civil muerto y más de cuarenta personas heridas de diferente consideración. Finalmente todo se concretó: treinta y tres heridos graves.

Al día siguiente acudí al hospital y me indicaron que debía quedarme ingresado, pero viendo aquella saturación de heridos, propuse volver a casa y permanecer allí en reposo. Antes me realizaron todo tipo de pruebas. Fueron momentos muy complicados, pues no dejaba de pensar en la posibilidad de que las heridas y sus secuelas me imposibilitaran el camino hacia el GAR, el que desde un principio había sido mi objetivo. Desde que accedí a la Guardia Civil, a través del Ejército, y tras pasar luego por la Academia de Baeza, siempre supe que quería estar en la primera línea de batalla en la lucha contra la ETA. Lo sucedido me parecía una extraña jugada del destino: la organización terrorista había atentado en mi primer lugar de trabajo. A los tres días ya no pude aguantar y pedí el alta voluntaria. La banda no dejaba de atacar y yo me consumía por dentro al ver cómo mis compañeros se jugaban el tipo peinando playas, realizando batidas con perros adiestrados para localizar artefactos explosivos. Durante aquellos días, la ETA atentó en seis ocasiones en nuestra demarcación.

Con el alta en la mano me dirigí al sargento comandante de puesto y pedí incorporarme de nuevo. Ni siquiera me preguntó por las heridas o por el resultado de las pruebas que me habían hecho. Se limitó a asignarme un servicio. Días después yo iba a sufrir un verdadero varapalo. Por mucha voluntad que ponía en intentar superar las secuelas, los médicos me dijeron que tendría que someterme a una intervención quirúrgica. Mi mundo se derrumbaba. Mis ilusiones también. Antes de operarme visité en diversas ocasiones a Isabel, la limpiadora. Su estado era muy grave. No sé cuántas veces tuvo que pasar por quirófano. Aun así, no dejaba de sonreír cada vez que aparecía por allí. Sin duda, ella fue la que más sufrió las consecuencias de aquel cobarde atentado. Me iba hecho polvo de aquellas visitas. Hay cosas que no tienen explicación por más que te preguntes. No hay respuestas. Me dolía hasta el infinito ese cambio tan brusco: pasar de una vida plena, feliz, a estar postrada en la cama de un hospital. Y con escasas esperanzas de recuperación.

Aquellos minutos, aquellas horas en el aeropuerto nos dejaron marcados para siempre. Yo me sometí a tres intervenciones quirúrgicas, todas en la cabeza. Pero era joven y tenía una fuerza de voluntad de hierro. Entre intervención e intervención pedía el alta. No claudiqué en ningún momento y seguí persiguiendo mis sueños. Cierto es que los médicos me desaconsejaban esa manera de proceder. Según ellos, no podía hacer deporte ni tener una actividad física prolongada. Pero su diagnóstico no encajaba con mis planes. No estaba dispuesto a tirar la toalla. Aquellos meses fueron un calvario. Nadie me aseguraba una recuperación plena; como mucho, intentaban tranquilizarme diciéndome que mi juventud y mi fortaleza contribuirían a mi recuperación más pronto que tarde. Pero yo iba de operación en operación. La dinámica era espantosa. Varios días hospitalizado, intervenciones, nuevas heridas sobre mi cuerpo que se curaban rápidamente y puntos que cicatrizaban una y otra vez. Y entre intervención e intervención, pedía de nuevo el alta al servicio. Volvía a trabajar. Semanas. Y otra vez al hospital, al matadero. Fue una etapa muy dura. Pruebas y más pruebas, muchos temores de no volver a ser el de antes, el de antes de que la ETA consiguiera frenar mi vida, en pleno apogeo de mi juventud.

Y también recuerdo aquel sabor amargo de la falta de empatía que, a veces, se vive en esta gran empresa. Ningún jefe se dignó a preguntar por el estado de salud de los guardias que habíamos resultado heridos, nadie se interesó por los pormenores de aquel servicio, por los posibles fallos, por cómo se había coordinado la atención a los heridos. A pesar de la tragedia, todo había salido razonablemente bien en lo que respecta a la gestión del atentado. Pasado el tiempo, recibí una carta del coronel de recursos humanos. Fue el único brazo que me tendió un superior. En el otro plato de la balanza, tuve que soportar las amenazas, el trato y los desprecios del sargento comandante de puesto por no haber entregado el parte de baja el día posterior a mi primera operación. ¡Era un pobre diablo! Pasados unos años me enteré de que la Dirección General nos había felicitado por nuestra actuación —en la que, por cierto, incluyeron también al sargento comandante de puesto, a pesar de que no estuvo presente en ese servicio—, pero nadie nos lo hizo saber.

Es difícil explicar lo que se siente una vez que has sido objeto de un atentado terrorista. Mi vida ya nunca volvió a ser la misma. Mis horas de sueño ya jamás encontraron esa paz con la que solemos abrazarlas y que nos proporciona el necesario descanso. Desde entonces, las interrupciones bruscas, los sobresaltos y las pesadillas durante la noche se convirtieron en algo habitual. A menudo, al hilo de lo que me sucedía, reflexionaba sobre todo lo que conlleva un atentado. Al contrario de lo que dice la canción «La muerte no es el final», yo pienso que sí, es el final de esta vida y lo único que podemos hacer es recordar siempre a esas personas que fueron vilmente asesinadas, a todos aquellos que sufrieron el zarpazo oscuro de la violencia sin tener siquiera la posibilidad de despedirse de sus seres queridos. Si los recordamos, si los homenajeamos, siempre estarán con nosotros. No debemos contentarnos con que adquieran la categoría de víctimas, con que figuren en una lista donde ostentan esa triste condición. Hemos de tener presente que detrás de cada una de esas víctimas había una persona, un ser humano al que se le arrebató la vida sin sentido. Y el principal motivo para ese recuerdo es procurar que la pesadilla del terrorismo no se vuelva a repetir nunca más.

Pero igual de triste o más es el olvido que sufren los heridos. Pocas veces nos paramos a pensar que muchas de estas personas quedan marginadas, pierden el ritmo de su vida, la normalidad que presidía su día a día antes del atentado. Algunas mueren tiempo después por las secuelas, por el estrés postraumático, por la pena. Esa terrible situación que has vivido te va debilitando, te acobarda, te arrincona fuera de la existencia. Y si todas esas patologías derivadas no se tratan, si no encuentras la forma de superarlo, te llevan a la tumba. A menudo lo he hablado con otros que han experimentado circunstancias parecidas a las mías. Después del atentado dejas de dormir como lo hacías antes. Hay quien habla de «fantasmas», de seres espectrales que aparecen. Sé que te sobresaltas sin sentido, que te despiertas en medio de la noche y no puedes parar, necesitas moverte. Sé que el sueño está lejos; poder descansar se ha convertido casi en una quimera. En aquel tiempo, cuando esto me sucedía, me levantaba, me vestía con ropa de deporte y me iba a correr, corría sin descanso hasta que el cuerpo se agotaba. Otras veces, cuando en plena noche me asaltaban imágenes de heridos, de caos, o cuando veía la cara de Isabel mirando al vacío, desangrándose por las piernas, intuyendo que se le escapaba la vida, no podía soportarlo, salía de la cama y escribía de manera compulsiva, como si vomitara todo aquel horror sobre la pantalla vacía del ordenador. Después, a lo largo de los años he visto y he tenido trato con muchos heridos, con ese ejército invisible y diezmado, personas que van en sillas de ruedas, a los que les falta una pierna, un brazo o los dos, con el rostro lleno de cicatrices, deformado. A veces tienen un ojo de cristal, a veces carecen de algún dedo de la mano. Un día alguien los apartó de su vida. En cierto modo, también apartaron de la vida a todos aquellos que sin sufrir directamente el impacto de un atentado vieron cómo su compañero fallecía acribillado a balazos en el asiento de al lado, o cómo resultaba desmembrado su cuerpo por efecto de una bomba lapa. Quizá lo contemplaron tumbado en la calle, en una cuneta, con un tiro en la nuca o con parte de los órganos del cuerpo esparcidos por efecto de una bomba trampa, o fueron ellos los encargados de cerrar sus ojos mientras lo trasladaban urgentemente a un hospital. Algunos vieron a su padre, a su madre, a sus hermanos, a su hija o a su hijo despedazados después de una explosión, o incluso tuvieron tiempo para distinguir al asesino que se acercaba lentamente para disparar por la espalda, en la nuca, con la intención de rematar a su víctima con varios tiros añadidos.

No es sencillo seguir viviendo después de una experiencia tan traumática. Lo mejor sería, si se pudiera, arrojar una capa de hormigón armado sobre esos recuerdos y taparlos, no dejarlos asomar. Pero siempre encuentran la fisura, la rendija por la que volver a salir, Y es difícil que no acaben por afectar a todos los que conviven contigo. Yo no pude echar esa capa de hormigón, pero durante aquel tiempo combatí todos esos efectos perversos haciendo mucho deporte e incorporándome al trabajo siempre que podía. Fueron pasando así los meses y, a veces, parecía que la normalidad regresaba a mi vida, aunque, de vez en cuando, necesitaba tomar pastillas para dormir. Seguía acudiendo al hospital para ver a Isabel, que estuvo ingresada durante mucho tiempo. No mejoraba. Siempre salía muy deprimido de aquellas visitas.

Mis compañeros de promoción tuvieron la suerte de acabar su periodo de prácticas sin mayores contratiempos y pudieron elegir destino. Yo tuve que recuperar los seis meses de baja. Luego pasé reconocimiento en el Tribunal Militar de Barcelona. Insistí en pedir mi alta voluntaria, a pesar de que un coronel médico me preguntó varias veces si estaba seguro de que era eso lo que quería. Afortunadamente en aquellos años primaba la voluntad del enfermo. No quise someterme a más pruebas. Mi objetivo seguía siendo entrar en el GAR, y haber sufrido un atentado era, sin duda, un obstáculo que podía complicar la realización de mi sueño. Finalmente me destinaron a la provincia de Burgos. El día anterior a mi marcha definitiva de Tarragona fui a despedirme de Isabel. Lloré mucho en aquella ocasión. Sabía que ya no volvería a verla más. Mantuvimos el contacto por teléfono, pero la distancia fue debilitando nuestra relación. Isabel falleció. Nunca se recuperó de ese terrible zarpazo. El último periodo de su vida fue un verdadero tormento. Un día a día en el hospital, intervención tras intervención, sin volver a ser nunca más la persona que hablaba conmigo justo antes del atentado. En cierto modo, ella me salvó la vida. Hizo de parapeto. Eso nunca se te olvida.

Mi nuevo destino era la antítesis del anterior. De salir continuamente de servicio y no parar, pasé a realizar correrías muy aburridas en una demarcación muy extensa pero en la que la mayor parte de los pueblos estaban abandonados, la estepa castellana, fantasmagórica, salpicada de pequeñas aldeas donde a menudo lo único que se veía era algún perro solitario ladrando a la nada. Un lugar que formaba parte de lo que se conoce como «la España vaciada». El entorno natural era increíble y los escasos vecinos y compañeros que allí me encontré, gente extraordinaria. El pueblo en el que estaba destinado, Pradoluengo, era conocido por algunos agentes destinados en Burgos o en otras localidades de la provincia como «el más allá». Permanecí un año en aquel lugar tan frío —durante mi estancia hubo tres nevadas importantes—, pero a pesar de todo me encontré muy a gusto en aquellos parajes cuyos caminos pateaba. Con todo, estaba claro que aquello no era lo mío; yo necesitaba actividad. Lo positivo fue que, al estar en un destino tan tranquilo, tuve tiempo de sobra para preparar las pruebas de acceso al curso de adiestramientos especiales. Aquel clima, aquellos montes, aquella soledad facilitaron mucho mi recuperación, mi concentración y mi preparación. Alguna vez tuve alguna pequeña recaída. Las operaciones las tenía aún muy recientes, pero superé aquellos dolores y contratiempos a base de deporte y voluntad.

Por fin, en el otoño de 1998 vi publicada en el Boletín Oficial del Estado la convocatoria para el XXX curso ADE. ¡Esa era mi oportunidad! No podía fallarme a mí mismo, aunque sabía que lo tenía complicado. Necesitaba armar una estrategia para burlar al médico de la comandancia y lograr que certificara por escrito que me encontraba en condiciones psicofísicas óptimas, la única forma de presentarme a las pruebas. Para ello acudí a un médico civil que no tenía mi historial oficial. Me dejé el pelo largo para que cubriera las cicatrices de detrás de las orejas. Tuve que mentir cuando me formularon determinadas preguntas, pero son mentiras que doy por buenas: estaban encaminadas a conseguir una plaza en el GAR. El doctor me hizo una revisión bastante profunda. Cuando me preguntó por el tipo de pruebas que debía superar en el curso de adiestramiento y me pidió que hiciera unas cuantas flexiones, yo, un poco sobrado, le respondí: «¿Cuántas quiere?». El hombre se rio y me dijo que no era necesario. En aquel momento yo me encontraba en una forma física extraordinaria; podía llegar a cien. Me hizo agachar y realizar algunas pruebas más. Finalmente me dejó explayarme y le conté los detalles de aquel curso tan codiciado por mí. Después me rellenó el certificado y yo salí de allí como flotando.

Era un primer paso. Un paso importante. No obstante, todavía podían surgir algunos obstáculos. Las pruebas físicas las tenía muy trilladas, pero lo peor iba a estar en las entrevistas o si aparecía mi ficha médica oficial. Era lógico pensar que las intervenciones quirúrgicas sufridas a raíz del atentado podrían condicionar mi acceso a una formación tan dura. Quedé con mis antiguos compañeros Jesús Salanueva y Mico, que se volvían a presentar y tenían ya experiencia a la hora de afrontar el curso. Estuvimos dos días preparándolo a conciencia. Aquel año hubo muchos aspirantes, unos cuatrocientos. Con las pruebas no tuve problema, pero no las tenía todas conmigo en cuanto a la conversación con el médico. Finalmente, como éramos tantos, todo fue muy rápido y no tuve ningún problema. Fuimos seleccionados cien. A los pocos días, empezó la fiesta.

2

Los de Argamasilla

El mundo es de los que arriesgan y el GAR está lleno de este tipo de gente que, sin pedir nada a cambio, elige el sacrificio frente a la comodidad, el frío apostadero frente al calor del hogar, la maleta permanente frente a la estabilidad de dormir cada día bajo el mismo techo, la aventura frente a la rutina y hasta dar su vida por la de los demás. Situaciones excepcionales exigen soluciones excepcionales y eso es lo que ocurrió hace cuarenta años cuando, en una época crítica para la historia de España, se decidió crear una unidad especial de la Guardia Civil para luchar contra la mayor amenaza a la seguridad del Estado. Esa unidad llamada GAR nació y creció luchando contra la ETA, forjándose en los retos de mayor peligro a los que se podía enfrentar un guardia civil. La persistencia y tesón de los casi dos mil quinientos hombres que han pertenecido a esta familia a lo largo de su historia los llevaron a la victoria en la lucha contra la banda terrorista, y hoy en día traducen y exportan la experiencia acumulada a los más complejos escenarios internacionales, portando en su boina, con el símbolo del machete y las hojas de laurel, recuerdos de su despliegue en Afganistán, Irak, República Centroafricana, Haití, Líbano, el Sahel, Los Balcanes, etcétera.

Los intangibles son difíciles de traducir y cuantificar, pero si algo ha vertebrado y cohesionado esta unidad es su espíritu GAR, consiguiendo que todo aquel que ha pasado por aquí no lo olvide nunca más. Quizá se haya formado con el compañerismo y espíritu de equipo surgido en tantas operaciones, quizá por compartir momentos difíciles o quizá por haber superado un curso ADE, pero sin ese alma esta unidad sería diferente.

El pasado nos avala, el presente nos seduce y el futuro nos desafía, pero por encima de todo esto, ¡Siempre GAR!

UN HOMBRE GAR

Este escrito que me envió el teniente coronel Jesús Gayoso, jefe carismático del GAR, para apoyar la confección de este libro, resume de manera ejemplar todo lo que significa pertenecer o haber pertenecido a esta unidad. Lamentablemente, el teniente coronel falleció a los cuarenta y ocho años, el pasado mes de marzo de 2020, víctima del covid. ¡Siempre GAR!

Sin duda, como dice el teniente coronel, una de las cosas que contribuyó y contribuye a forjar ese espíritu tan especial de la unidad es la realización del curso de adiestramientos especiales. Antes de narrar cómo fueron los inicios de esta unidad, en unos años tan sumamente problemáticos como la década de los ochenta, quiero contar mi experiencia en el citado curso. Creo que eso ayudará a profundizar en los mimbres que forjaron a los componentes del GAR y a comprender mejor el porqué del éxito de una unidad creada expresamente para combatir el terrorismo de la ETA.

Realicé el curso en el año 1999. Era el XXX Curso de adiestramientos especiales. De los casi cuatrocientos agentes que nos presentamos, solo conseguimos superarlo veintiséis, lo que da idea de la dureza de las pruebas. Lo único que puedo decir, ante semejante criba, es que solo es necesario darlo todo para salir adelante, y no únicamente en el aspecto físico e intelectual, también hay que poner en juego valores muy determinantes como el compañerismo, la fuerza de voluntad, la iniciativa y otra serie de actitudes, muchas de las cuales no se adquieren de la noche a la mañana. Siendo esto lo más difícil, tampoco hay que menospreciar la importante capacidad física que se ha de demostrar. Cuando terminamos el periodo de formación, muchos de nosotros podíamos correr un kilómetro en menos de tres minutos, podíamos hacer más de quince flexiones de barra o cincuenta de suelo bien hechas, nada de aproximaciones; tardábamos menos de treinta minutos en correr ocho kilómetros. La presión psicológica era también brutal. Recuerdo que el primer día los que habíamos superado las pruebas de acceso nos amontonábamos en un aula en la que no cabíamos todos. Entonces, entró el capitán, jefe del curso, un veterano del GAR, y dijo: «¿No hay sitio para todos? No hay problema. En unos días se habrá solucionado». Y así sucedió. En el transcurso de aquellas jornadas fueron muchos los que abandonaron y a no pocos se les indicó el camino de salida.