Planeta Purgatorio - Margie Malena y Sagone - E-Book

Planeta Purgatorio E-Book

Margie Malena y Sagone

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Beschreibung

Jan Väster ha sido condenado a la pena máxima, el exilio, ya que la pena de muerte hace décadas que fue abolida en la Tierra. En compañía de otros delincuentes, desterrados por delitos bastante cuestionables, partirá hacia Planeta Purgatorio, un distante planeta-prisión donde se espera que se redima de sus faltas para reinsertarse en la sociedad. La travesía resulta ser más peligrosa de lo esperado. Se suceden las muertes inexplicables que podrían atribuirse a la presencia de un maníaco homicida a bordo. La curiosidad y las particulares habilidades de Jan le convierten en el líder de los condenados e investigador de estos sucesos. Cuenta con la ayuda de algunos aliados inesperados que le proporcionan las claves para afrontar el desafío: llegar a destino con el menor número de bajas posible y cumplir su condena para poder regresar a la Tierra.

Segunda novela de las hermanas Sagone, tras su primer trabajo El Ruido, publicado en esta misma Editorial.
Margie y Malena estudiaron en el colegio alemán Loyola, donde Margie ya dio muestras de sus aptitudes como escritora a la tierna edad de nueve años. Y en la Escuela Oficial de Idiomas de Madrid, su ciudad natal, estudiaron alemán, francés e inglés. Malena estudió Historia Antigua en la Universidad Complutense de Madrid. Se dedicaron a la música como grupo de rock duro y sonorizando a otras bandas y festivales. Después de algunos trabajos en otros sectores, su intención es continuar adelante en esta nueva y fascinante aventura como escritoras.

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Margie y Malena Sagone

Planeta Purgatorio

© 2023 Europa Ediciones | Madrid

www.grupoeditorialeuropa.es

 

ISBN 979-12-201-3811-6

I edición: Junio de 2023

Depósito legal: M-11331-2023

Distribuidor para las librerías: CAL Málaga S.L.

 

 

 

 

 

Planeta Purgatorio

A nuestros hermanos Willie y Misi, a nuestros padres

Ina y Ángel y a nuestra abuela, Isabel Polonia, que cuando éramos pequeñas nos contaba cuentos tales como “El Conde de Montecristo”, “Los tres mosqueteros”, “Las damas blancas de Worcester” o

“Mujercitas”. (A día de hoy hemos cambiado ligeramente esa costumbre y nos leemos novelas en voz alta.)

Gracias a todos aquellos lectores que nos habéis animado a seguir escribiendo: Dori, Carmen, Marcial,

Miguel PC, Mercedes, Loreto, Patricia y Willie, que parece saberse de memoria nuestra novela anterior. Y a David (Lee Libros): gracias por tus comentarios.

Y a Ginevra y Elisa y toda la gente de Europa Ediciones. Es un placer trabajar con vosotras.

“Cada vez que te encuentres del lado de la mayoría, es tiempo de hacer una pausa y reflexionar”.

Marc Twain.

1

Soy un delincuente. Aguardo en mi celda el momento en que vengan a buscarme para escuchar el veredicto, sin hacerme ninguna clase de ilusiones. Eso sí, mantengo una pose lo más digna posible y mi cara es una máscara impertérrita. No quiero darles a los guardias la satisfacción de vislumbrar siquiera un atisbo de la terrible agonía que me atormenta, la profundidad del abismo en que me hallo sumergido. La inevitable cuestión que ronda mi cabeza es: ¿por qué no elegí otro camino? y ¿en qué momento alcancé el punto sin retorno? Si me brindaran la ocasión... ¿acaso no haría las mismas cosas... en el mismo orden? ¿Existe una predeterminación que nos empuja sin remisión a la corrupción y al cadalso?

Pero debería empezar por presentarme: mi nombre es Jan Väster. Nací y crecí en el seno de una familia acomodada, sin carencias, sin estrecheces, sin problemas. Tanto mis padres como sus más allegados coincidían en afirmar que era un niño excepcional. Excepcionalmente guapo, excepcionalmente listo, excepcionalmente alegre... Todo en mí era excepcional. No tuve hermanos ni hermanas lo que, quizá, habría aportado una influencia positiva en la formación de mi carácter. O, tal vez, todo lo contrario. Pero nunca me sentí solo.

Tengo recuerdos maravillosos de mi infancia, reunido con un montón de amigos, cada uno atento a la pantalla de su dispositivo, guerreando, haciendo deporte virtual o conquistando mundos aún no descubiertos. No recuerdo sus nombres... (¿Zorro Rojo? ¿Sir Lindenhof? ¿Winterwolf el Sanguinario?) pero éramos una auténtica piña. ¿Qué habrá sido de ellos?

Fue durante mi adolescencia cuando empezó a torcerse la cosa. El germen de maldad que había permanecido latente en mi interior comenzó a manifestarse. Ocurrió de forma tan gradual que, cuando quise darme cuenta, ya no había marcha atrás.

Podría echarle la culpa a las malas compañías, pero eso sería muy barato y, al menos en eso, quiero ser honesto.

Suenan pasos en el corredor: ha llegado la hora de la verdad. Dos guardias me conducen hacia la corte, agarrándome por los brazos. Me sientan de muy malos modos junto a mi abogado. ¿Qué decir de mi abogado? O es el ser más incompetente sobre la faz de la Tierra que he conocido o, me inclino más a pensar esto último, nunca ha tenido la menor intención de que me absolvieran. Me ve como a un monstruo y quiere que pague por ello.

Los doce hombres están sentados ante mí, sobre una elevada tarima, para que yo tenga que mirarlos desde muy abajo. Sus caras son largas y sus vestimentas, negras. Lástima que no haya entre ellos alguna mujer, quizá mi atractivo habría despertado en ella algo de compasión.

El juez que ocupa la posición central ruge con voz sonora:

–Póngase en pie el acusado–. (Ese soy yo.) –A la vista de las pruebas presentadas y atendiendo a la confianza que inspiran los numerosos testigos, a los que atribuimos total veracidad– se vuelve hacia el resto de patibularios, que asiente gravemente–, este tribunal considera que los

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cargos han sido suficientemente probados. No hemos encontrado atenuantes ni justificación alguna para la comisión de los delitos que se le imputan. Así pues, encontramos al reo culpable de todos los cargos. Dado que no ha mostrado el más mínimo signo de arrepentimiento y ya que estamos convencidos de su plena disposición para volver a delinquir, no nos queda más remedio que condenarle a la pena máxima que contempla la ley: será conducido a un Centro de Retención Provisional, en espera de que concurran las condiciones necesarias para su posterior traslado. Cuando esto ocurra, será transferido al vehículo que lo llevará directamente a Planeta Purgatorio. Allí permanecerá hasta que un Evaluador de Comportamiento lo visite y nos garantice la total reinserción.

Le está permitido llevar consigo cuantas posesiones o enseres a su elección quepan en el modelo oficial JW–50. Es bastante grande, especialmente diseñado para largos desplazamientos. Elija con cuidado aquello de lo que no pueda prescindir. Dos oficiales le acompañarán para que pase a recoger lo que decida llevarse. Buenos días y que Dios se apiade de su alma. ¡Siguiente caso!

–Ha tenido usted mucha suerte, señor Väster.

–¿Cómo dice? –giro la cabeza para mirar a mi abogado. Tengo curiosidad por saber qué nueva estupidez ha elaborado su mente mediocre.

–A muchos condenados les toca esperar semanas en prisión provisional, antes de ser enviados al planeta de destierro. En su caso, usted completa el número mínimo de delincuentes que se requiere para que pueda partir la expedición.

Este tío es imbécil. ¿Si le pego un puñetazo me aumentarán la pena?

2

Me llevan de nuevo a mi celda y a los pocos minutos aparecen dos armarios roperos cargados con un baúl. Tiene razón el juez: ¡es muy grande! Lo abren y me lo muestran para que contemple las beldades del artículo. Parecen azafatas en un concurso de televisión enseñándole al concursante el premio a ganar.

Por si tengo ideas locas como echar a correr, cada uno encadena una de sus muñecas a las mías con sendas esposas. Resulta un poco complicado andar a su lado porque parecen carecer por completo del sentido del ritmo y no hay forma de sincronizar el balanceo de mis brazos con el de los suyos. Opto por dejarlos flácidos, aunque me confiera cierto aspecto de marioneta. El que está a mi derecha cumple una segunda función. Arrastra con una correa el baúl, dando bruscos tirones, como si obligara a pasear contra su voluntad a un pobre perro en un día frío y lluvioso. Me viene a la cabeza una frase: “El que lo rompe, lo paga.” Por una vez y sin que sirva de precedente, no la digo en voz alta.

Llegamos ante una furgoneta, sitúan el baúl en la parte de atrás y nos sentamos en el asiento trasero. Un tercer funcionario nos conduce hasta mi domicilio.

Una vez dentro se sienten lo suficientemente seguros para quitarme las esposas. Traen el baúl al interior de la casa y yo me apresuro a llenarlo con todo lo que considero imprescindible. Tengo bastante claro qué cosas son, en mi caso, las que voy a necesitar y de las que no puedo desprenderme bajo ningún concepto.

Mientras yo me afano en revisar minuciosamente toda la casa a la caza de mis más queridas posesiones, ellos se retumban sin pudor en mi sofá y apoyan sus asquerosas botas sobre la mesita lacada que hay delante. Cuando ven mi gesto de horror, sonríen con condescendencia y bajan los pies.

–Tío, ¿no tendrás por casualidad algo de whisky?

–El alcohol está prohibido...

–Ya, ya. ¿No tendrás por casualidad algo de whisky?

–Claro, servíos.

Me dirijo a la cómoda del dormitorio y saco la botella de debajo de los calcetines.

–¿Es mucho pedir un par de vasos? O tres, si te apetece beber con nosotros.

–Claro, ¿por qué no?

Es, probablemente, la última copa que pueda disfrutar en mucho tiempo... o en todo el tiempo. El último capricho del condenado. ¡Y me la tengo que tomar con este par de tipos sin modales!

El baúl ya está prácticamente lleno. En el último rincón meto a presión a Winston, mi osito de peluche. Sé que suena ridículo: un tío hecho y derecho como yo no debería tener la necesidad de semejante compañero, pero no puedo afrontar el porvenir sin él. Me lo regalaron mis padres cuando era un crío y me servirá para recordarlos siempre. ¡Pobres! ¡Cuánta decepción y sinsabores les he acarreado!

Un último detalle... ¡mi pegatina! Una espectacular pegatina vintage de un Fórmula 1 (un McLaren, concretamente), que me costó una fortuna. Se ve con claridad el número del piloto y los patrocinadores de la época: lubricantes para el motor, una marca de perfumes y unas inadmisibles empresas de bebidas alcohólicas y tabaco. La pego en la tapa con cuidado, evitando la formación de burbujas o arrugas. Quiero poder identificar a simple vista mi baúl, sin necesidad de abrirlo para

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examinar su contenido.

Llaman a la puerta: es el tercer funcionario, que se está impacientando. Salimos de la casa. Mis nuevos “amigos” cargan con el paquete y esta vez no me ponen las esposas, consideran que, a estas alturas, ya me habré dado cuenta de que toda resistencia es inútil.

3

Las horas que restan para que dé comienzo mi viaje voy a pasarlas en un hotel, donde las autoridades están reuniendo a toda la remesa de malhechores que saldrá en breve rumbo al condenado planeta. Espero que mis compañeros de infortunio no sean demasiado peligrosos o, al menos, que estén cuerdos. Nunca sabes con qué clase de delincuente te vas a topar. Pero si vamos a tener que sobrevivir juntos en un planeta hostil, lo deseable sería que nos lleváramos bien. Ahora que lo pienso, no sé absolutamente nada sobre ese “Planeta Puñetero”. No nos han contado nada, supongo que quieren que sea una sorpresa.

La habitación no está mal, no es muy grande, pero parece bastante limpia y tiene todo lo necesario: una mesa, una silla, una tele y una cama. Me arrojo sobre ella y enciendo la tele para que el murmullo de fondo me ayude a dormir. Una mujer pintada como una puerta intenta venderme un artilugio de una utilidad incomprensible. En el pasillo se escucha mucho jaleo y muchas voces, deben de estar instalando al resto de los condenados en habitaciones próximas a la mía. Me levanto para echar un vistazo pero, naturalmente, la puerta está cerrada con llave. Lo único que puedo hacer es intentar dormir para estar descansado y preparado para lo que me depare el futuro.

Me despiertan unos toques en la puerta, un funcionario asoma la cabeza y me suelta un escueto “Es la hora.” Le pregunto inmediatamente por mi baúl y él me tranquiliza contándome que ya se encuentra en la nave, esperándome.

 

–Nadie va a robarle sus cosas.

En la mano izquierda lleva un vaso con agua y en la derecha una pastilla que me entrega con el mensaje “Tómese esto. Le tranquilizará.”

–Estoy perfectamente tranquilo, gracias. No necesito...

–Tiene que tomársela. Sin discusión. No queremos numeritos de camino a la nave.

A partir de ese momento pierdo la noción de lo que ocurre a mi alrededor. Tengo la sensación de que camino por el pasillo en fila india con otros hombres y mujeres con la misma cara de estúpidos que debo de tener yo. Creo que hasta se me cae la baba.

Luego nos meten en un bus. Me cuesta un extraordinario esfuerzo subir los tres peldaños, mi cabeza se niega a hacer el cálculo exacto de elevación de pierna que se precisa para salvar semejante obstáculo.

No sé cuánto dura el viaje ¿dos minutos? ¿dos días? Solo sé que estoy terriblemente mareado y que apenas puedo mantener los ojos abiertos.

En mi oído izquierdo escucho una voz.

–Lo que nos han dado es un preanestésico. No te preocupes, no tardará en pasarse el efecto.

Giro la cabeza y lo miro. Es un hombre mayor, pero no anciano. Tiene el pelo entrecano y una barba corta muy cuidada. Parece un afable profesor de Literatura.

–Mi nombre es Luke– continúa hablando–. ¿Tú cómo te llamas, hijo? Da igual, ya me lo dirás cuando te encuentres mejor.

4

El autobús se detiene y nos hacen bajar. Ante nosotros se extiende una superficie de asfalto que parece no tener fin. Hasta donde alcanza la vista no se ve nada: ni edificios, ni vehículos, ni pantallas informativas, ni ningún ser vivo. Aparte de nosotros, claro está. Y, en el centro de esa explanada, la nave. Colosal, amenazadoramente grande, de un plateado brillante que hiere la vista. Aparece una grieta semicircular en el casco, que se va abriendo hasta tocar el suelo. Es una rampa que da acceso a la nave. Empiezo a recuperar lentamente los sentidos. Hasta este momento no me había fijado en los cuatro funcionarios que nos acompañan. Cada uno lleva un rifle de descargas. He oído hablar de ellos: un solo disparo de esas cosas te mete un viaje eléctrico de forrentamil amperios que te deja como un postre de gelatina pisoteado. Creo que todos vamos a ser muy buenecitos.

Sin más preámbulos, uno de los funcionarios señala el interior de la nave y ordena:

–Todos adentro.

Algunos de mis compañeros se acercan tímidamente a sus guardianes con intención de hacer alguna pregunta, pero son despachados con un cortante:

–¡Entren! Vayan directamente a la Sala de Reuniones. Allí se les informará de todo lo que necesitan saber.

Todos permanecemos quietos en nuestros sitios, mirando embobados a la nave, hasta que el funcionario hace un gesto con el arma, instándonos a obedecerle.

Luke me agarra del brazo y comienza a tirar de mí hacia la rampa. Me dejo llevar mansamente y le dedico algo que podría pasar por una sonrisa.

–Jan. Me llamo Jan.

–Encantado de conocerte, Jan.

Somos los primeros en subir y a los pocos instantes los demás nos imitan. Ninguno volvemos la vista atrás.

El interior del vehículo es sorprendentemente normal, familiar diría yo. Me esperaba algo muy futurista: paredes revestidas de metal, puertas que se deslizan obedeciendo a un pestañeo, chorros químicos que aparecen de la nada para descontaminar a los visitantes, robots antropomorfos moviendo palanquitas de una consola y mirando atentamente los paneles repletos de luces e indicadores que tienen delante... Algo tipo Star Wars. O Star Trek. Pero no hay nada de eso. La impresión que produce el lugar es la de estar embarcándote en un crucero para irte de vacaciones. La palabra que me viene a la mente es “trasnochado”. O “Titanic”. Cuando el último de nosotros ha entrado, la escotilla empieza a cerrarse, lenta, solemnemente. Nos miramos y cada cuál sale en una dirección distinta para buscar la dichosa “Sala de Reuniones”. Aunque yo no la busco deliberadamente, para mí es algo secundario. Yo lo que quiero saber es cuál es mi habitación y asegurarme de que esté ahí mi baúl.

Intacto, preferiblemente.

En algún lugar se escucha una voz de mujer que grita:

–¡Creo que la he encontrado! –y todos nos encaminamos a verificar el hallazgo.

Bueno, pues sí que lo parece. Un salón alargado al que se accede por varias puertas, con una mesa interminable rodeada de sillas. La pared que hay detrás de una de las dos cabeceras está ocupada en su mitad superior por una pantalla enorme de televisión. Como niños obedientes vamos tomando asiento donde nos parece oportuno y nos quedamos esperando a que empiece la peli. Las luces de la sala se atenúan y en la relativa penumbra puedo permitirme el lujo de observar a mis compañeros. Debemos ser unos veinte o tal vez más.

Parecemos un catálogo de especímenes humanos. Hombres y mujeres de todas las edades, razas y tamaños. Afortunadamente, no hay niños. Digo “afortunadamente” en primer lugar porque sería una crueldad condenar al exilio a un ser que todavía no ha terminado de formarse ni tiene la capacidad para discernir el bien del mal. En segundo lugar, porque no soporto a los críos. Justo enfrente de mí hay dos hombres de entre treinta y cuarenta años hablando entre ellos en susurros. Cuando ven que los estoy mirando cesa la conversación y dirigen sus miradas hacia la pantalla. Llevan el pelo larguísimo, casi por la cintura. Son las melenas mejor cuidadas que he visto en mi vida. Algo más allá, un tipo ocupa el espacio que correspondería a dos personas. Es indudablemente un caso de obesidad mórbida. Me provoca un sentimiento de compasión, algo me dice que su vida no ha debido de ser nada fácil.

Comienza a sonar una musiquilla y en la tele aparece un tipo repeinado, vestido de militar. Apostaría a que es un actor, que no ha visto un arma en su vida pero que da bien en pantalla. Salgo de mi ensimismamiento y me dispongo a escuchar.

El tío nos dedica una amplia sonrisa y suelta su rollo: –Bienvenidos a la nave “Dante”. Deseamos que su estancia a bordo les resulte lo más agradable posible, dadas las circunstancias. Este vehículo fue diseñado para el transporte de mercancías y personas desde Planeta Purgatorio hasta la Tierra y viceversa. Su creador, el célebre ingeniero Karl Toth, lamentablemente ya fallecido, se inspiró en antiguos documentos e imágenes de archivo para recrear un entorno que, si bien puede parecer completamente anacrónico, esconde una tecnología puntera, con los últimos avances de la ciencia al servicio de la mayor eficacia posible en su cometido.

El profesor Toth era un romántico incorregible, empeñado obcecadamente en vivir en el pasado, pero era también un científico notable. Pueden confiar plenamente en su seguridad. La nave está preparada para cualquier eventualidad y para las inclemencias del espacio. Ya irán familiarizándose con su funcionamiento. Permanecerán ustedes en ella por un período aproximado de un mes, dependiendo de los imprevistos que puedan surgir. Tanto el mantenimiento como el pilotaje, la limpieza y el resto de las funciones propias de un desplazamiento tan largo están totalmente automatizadas. No encontrarán a ningún tripulante: la nave es perfectamente capaz de realizar el recorrido programado sin la intervención ni la presencia humanas. En lo referente a su alimentación, en la nave hay víveres suficientes para todo el viaje, incluso si este se prolongara más de lo previsto. Se les servirán en el comedor a unas horas concretas, les recomiendo que sean puntuales. Deberán respetar escrupulosamente los momentos destinados a las comidas, así como los dedicados al descanso.

Ya se habrán dado cuenta de que apenas tienen obligaciones, solo cumplir los horarios y mantener sus habitaciones limpias y ordenadas. Este va a ser prácticamente un crucero de placer. Pero sería deseable que encontraran alguna actividad constructiva que desempeñar. Ya conocen el dicho: “La mente ociosa es el patio donde juega el Diablo”. La nave partirá esta misma madrugada y mi recomendación personal es que el despegue les pille durmiendo... No lo digo por el hecho en sí; comprobarán que la maniobra se realiza con total suavidad, sin zarandeos ni sacudidas. Lo digo más bien porque hemos tenido algunos casos de ataques de ansiedad o de histeria. Algunos pasajeros no soportan la separación de su planeta natal y les invade una sensación de pérdida que puede conducir incluso al suicidio, en el instante mismo en el que ven (tal vez por última vez) la Tierra. Hemos tenido algunas bajas... y para el resto de los viajeros resulta desmoralizador. Así que quiero pedirles un favor personal. Mantengan viva la llama de la esperanza. No se dejen vencer por el desánimo. La vida es un precioso don y, puede que antes de lo que imaginan, estén de regreso con los suyos, expiado el pecado y alcanzada la redención.

Cuando lleguen a destino, deberán abandonar el vehículo. Todos. Sin excepción. Permítanme que insista en este punto. Si alguno de ustedes está pensando en ocultarse, esperar a que el resto de los pasajeros desembarque y luego aguardar pacientemente a que la nave emprenda el regreso a la Tierra, lamento decepcionarle. En el momento de la partida, la nave lleva a cabo un procedimiento al que llamamos “fumigación”. Un gas altamente tóxico se extiende por la totalidad del interior, inundando hasta el último rincón. Un gas tóxico al que es imposible sobrevivir. Preferiría que ninguno de ustedes pusiera a prueba la veracidad de mis palabras pero, si pese a mi advertencia alguien decide intentarlo, le doy mi enhorabuena. En última instancia, habrá logrado su objetivo: sus restos mortales regresarán a donde tanto deseaba ir.

Por último, espero que todos ustedes hagan examen de conciencia, admitan y enmienden sus culpas para que, la próxima vez que nuestros Evaluadores del

Comportamiento les visiten, se hayan convertido en ciudadanos ejemplares y alcancen la tan deseable reinserción. Dicha visita aún no tiene una fecha fijada, pero es preferible que corrijan sus actitudes antisociales cuanto antes.

El locutor disfrazado de militar nos dedica una mirada de tierno afecto y una sonrisa que ha de debido ensayar más de un millón de veces ante el espejo y concluye:

–Les deseo una feliz travesía y una provechosa estancia en su lugar de destino.

La pantalla funde a negro y las luces recuperan su intensidad inicial. En silencio, todos nos levantamos y retomamos la tarea de buscar cuál ha sido la habitación que nos han asignado. Da la impresión de que a ninguno nos apetece socializar en estos momentos.

5

Recorro los pasillos abriendo puerta por puerta y asomándome al interior. Algunas están cerradas, hay quienes ya han localizado sus dependencias y han optado por la intimidad. Empiezo a pensar que mi equipaje ha salido rumbo a sabe Dios dónde cuando, por fin, encuentro mi flamante baúl, sonriéndome desde el centro de una habitación. Corro a comprobar el contenido y me llena de un gozo irracional advertir que todo está tal y como lo dejé. El cuarto me parece fantástico: espacioso, bonito, con toda clase de comodidades... Tengo mi propio cuarto de baño privado, que es algo que no esperaba. Va a tener razón el tipo de antes: esto tiene toda la pinta de un crucero de placer. En un rincón de la habitación hay una estantería (de madera, parece) con media docena de libros como únicos ocupantes. Lectura para el trayecto. Pese a ser un ávido lector, estoy seguro de que no me va a dar tiempo a tanto. Apuesto a que son libros moralizantes, edificantes... ya veremos. La cama es un auténtico portaaviones, puedo elegir dormir a lo largo o a lo ancho y eso pese a que mi estatura es considerable. Hay una tele, una radio (hace siglos que no veía una, es posible que no funcione y sea simplemente decorativa), un sillón con aspecto de cómodo y su correspondiente reposapiés, una mesa, cuatro sillas (está previsto que haga amistades y pueda invitarlas a mis dominios), un escritorio con una quinta silla delante y un armario vacío, con cajonera y perchas.

Como desconozco el clima de Planeta Pesadilla, he traído lo que podría llamar una colección primavera– verano–otoño–invierno. Ahora que me fijo, sobre el escritorio han dejado un papel con algo escrito. Es una hoja impresa con los horarios de comidas: desayuno, media–mañana, comida, merienda, cena... ¿pretenden cebarnos para Navidad? Me apuntaré al desayuno y a la comida: el resto me lo salto. ¿Y cómo pretenden que sepamos...? ¡Ah! ¡Qué detalle! Sobre la mesilla de noche me han dejado un reloj. Muy vintage, de los de manecillas. Quieren que mantengamos la sensación temporal de la Tierra, que nos aferremos a algo conocido, nuestras buenas amigas las veinticuatro horas. Echo de menos el tener una ventana. En mi casa las hay en todas las habitaciones.

Nos han recomendado que estemos dormidos en el momento de la partida, pero yo no pienso obedecer. Me parece un evento único en la vida como para perdérmelo por chorradas como la tristeza por la separación de todo aquello que he conocido y amado o la angustia por lo ignoto del porvenir. Así que mi primera misión en esta nave es encontrar una escotilla, ventana, pantalla o lo que sea desde donde pueda contemplar el espectáculo del despegue.

Los demás han debido pensar lo mismo, porque según salgo por la puerta me encuentro con un trajín de gente deambulando por los pasillos. La lógica me induce a pensar que, por muy automatizada que esté la nave, debe existir la posibilidad de dirigirla manualmente si se produce algún fallo. Y en ese caso, el piloto debería poder ver hacia dónde se dirige. Por lo tanto, lo que tengo que buscar es alguna clase de puente de mando. Se puede acceder a los pisos superiores e inferiores por las escaleras, pero existiendo la posibilidad de optar por los ascensores, está clara mi elección. Coincido con el chico obeso. Le llamo “chico” porque es más joven de lo que me pareció a primera vista. Me tiende la mano y se presenta.

–Soy Rudy.

Se la estrecho y me presento a mi vez.

–Mi nombre es Jan. Encantado, Rudy.

–Supongo que todos estamos buscando lo mismo... – sonríe tímidamente–. Según mi reloj, en media hora servirán la comida. ¡Hay que darse prisa para encontrar el comedor!

No puedo creer que en un momento como este alguien esté pensando en comer. Bueno, todos tenemos nuestras prioridades...

Llego al último piso al mismo tiempo que varias personas que han decidido subir por las escaleras. Me asomo por encima de la barandilla que rodea el hueco. No es muy alta, me llega por la cintura. Desde aquí puedo ver todo el recorrido de las escaleras y el suelo, allí abajo a lo lejos. Da un poco de vértigo y me asombra que no hayan colocado algún tipo de panel transparente o una reja o directamente que esté cerrado por un tabique, si tanto empeño tienen en que nadie decida acabar con su castigo por la vía rápida. Enfrente del ascensor, vislumbro la entrada a un prometedor pasillo. Según avanzamos por él, van encendiéndose unas luces en el techo, como para confirmar que ese es el recorrido que debemos seguir. Llegamos a una antesala, ante unas puertas metálicas de casi tres metros de alto y nos quedamos plantados como pasmarotes, hasta que la persona que más se ha acercado a la entrada, un tipo con barba con aspecto de motero hace un leve gesto, una mera insinuación de querer entrar. Las puertas se deslizan hacia los lados sin producir el menor sonido y nos encontramos mirando al interior: una gran sala llena de consolas, paneles, indicadores, luces y toda la parafernalia. Esto se parece más a la idea que yo tenía sobre cómo debe de ser una nave espacial de libro.

La estancia se ilumina para darnos la bienvenida. No son en absoluto luces estridentes, más bien tenues y apacibles. La atmósfera que crean es la de un lugar de trabajo sosegado, donde uno puede sentirse a gusto. Tengo la impresión de que hemos dado con lo que buscábamos, la habitación evoca la cabina de los pilotos de un avión, solo que sobredimensionada.

Deseo de corazón que esa enorme pantalla semicircular que nos rodea sea lo que parece ser: una ventana al exterior y que seamos capaces de descubrir el mecanismo que “sube las persianas”. Si lo es, vamos a disfrutar de unas magníficas vistas panorámicas.

Hay unos pocos asientos situados delante de algunos controles. Busco con la vista el que me parece más céntrico y preeminente. Mis conocimientos en la materia me dicen que es el que debe corresponder al mandamás. Han sido muchos años viendo series de televisión de ciencia-ficción, luchando contra flotas estelares rivales en todas las dimensiones posibles y derrotando espeluznantes monstruos invasores de asombrosa realidad en 3D. Creo que eso me convierte en un experto. El sillón es francamente cómodo y el estar aquí sentado, como si fuera el capitán de una gran nave espacial me llena de una sensación de poderío. Me convierto en un aventurero real en la vida real. Cuando me inclino sobre el panel que tengo delante y compruebo que no entiendo ni un maldito símbolo de los que hay aquí, se me bajan bastante los humos. Bueno, no tengo nada que perder, poso mi dedo índice sobre un circulito rojo y los símbolos del panel se iluminan.

Soy un genio. He encontrado el ON/OFF. Escojo al azar otro icono, el que me parece más bonito: un rectángulo cruzado por una línea transversal que lo divide en una zona negra y otra zona blanca y, para mi sorpresa, constato que he acertado. La protección que cubre el ventanal comienza a elevarse. Todos se vuelven hacia mí y me contemplan con admiración. Creo que es la primera vez en mi vida que tengo tanta suerte, así que me bajo a toda prisa del asiento no sea que me pidan que continúe con la exhibición.

Cuando el proceso de apertura concluye, nos acercamos para mirar hacia afuera. Me gustaría decir que el paisaje es espectacular, pero no. Sigue siendo la interminable explanada de asfalto desnudo. Ya ni siquiera está el vehículo en el que nos trajeron, los funcionarios se han marchado de vuelta a sus quehaceres.

Permanecemos en el puente de mando por espacio de una hora, creyendo que el despegue es inminente. Pero poco a poco nos vamos desanimando y la reunión se disuelve gradualmente.

Regreso a mi habitación y examino los libros de la estantería. En contra de lo que esperaba, no son vidas de santos, tratados sobre buena conducta o cosas parecidas. Hay un ejemplar de “La Ilíada” un libro que leí cuando era crío que me apetece muchísimo releer.

Estoy decidido a permanecer despierto hasta que tenga lugar el “gran acontecimiento” y esta es una gran forma de conseguirlo. No quiero poner la tele, porque la tele idiotiza y abotarga si no estás viendo un programa realmente bueno o una película fascinante. Me enfrasco completamente en la lectura, adoptando con cada página una postura más y más cómoda. Descanso un instante los párpados, pero cuando vuelvo a abrir los ojos el instante ha durado más de dos horas.

Miro el reloj y consulto los horarios del folleto: me he perdido la comida y estoy a punto de perderme la merienda. El sueñecito ha resultado reparador y ahora lo que tengo es hambre. Voy a intentar encontrar el comedor y, si no llego a la merienda, al menos lo tendré localizado para la hora de la cena.

En el pasillo me cruzo con una pareja, dos chicos muy jóvenes que van cogidos de la mano. En el momento en que me ven, se las sueltan como accionados por un resorte.

–No hagáis eso. Dentro de nada dejaremos de estar en la Tierra y podremos olvidarnos de todos sus estúpidos prejuicios y de sus absurdas normas restrictivas.

Me sonríen agradecidos y vuelven a cogerse de la mano. Son guapísimos, los condenados. Aprovecho para preguntarles por el comedor y me mandan dos pisos más abajo.

6

Es una sala grande, con un montón de mesas redondas de todos los tamaños, rodeadas por infinidad de sillas. Al fondo hay una puerta batiente, como las del Lejano Oeste, que da acceso a la (por así decirlo) cocina. Varias personas están disfrutando de su café con bollos, de su huevo pasado por agua o de sus sándwiches con una jarra de cerveza. Es un momento muy emotivo para mí. Pensé que la cerveza estaría descartada.

–¡Dime que es con alcohol, por favor! –le disparo a bocajarro al feliz consumidor.

–Ya lo creo. Y además está bien fría.

Echo a andar a toda velocidad para conseguirme una de esas, cuando noto que me tambaleo un poco. Lo achaco a cierta debilidad por no haber comido en tantas horas, pero luego lo pienso mejor y caigo en la cuenta.

–No estoy seguro, pero creo que estamos a punto de despegar.

Lo digo en voz alta para que todo el que quiera tenga la oportunidad de acudir al puente de mando a dar el último adiós al planeta que nos vio nacer.

Cuando llegamos al sitio, veo que las pantallas que cubren el ventanal se han cerrado ellas solitas. Vuelvo a sentarme en el sillón y demuestro una vez más mis conocimientos en el manejo de los controles.

La maniobra de despegue aún no ha comenzado. Lo que he sentido es probablemente el encendido de los motores o algo así. El sol se está poniendo y me invade una sensación de nostalgia anticipada. No soy el único, veo algunas lagrimillas y algunos ojos vidriosos en la mayoría de los presentes.

Transcurren unos diez minutos sin que pase nada y luego, de pronto, la nave empieza a elevarse. La sensación física es parecida a cuando te subes a un ascensor (de los rápidos, no de esos que tardan tres horas en recorrer dos pisos) y te da la impresión de que te empujaran hacia abajo. Pero solo dura un segundo. Aunque la nave aumenta rápidamente su velocidad nadie cae rodando por los suelos, ni salen objetos volando en todas direcciones.

Por puro instinto nos agarramos a lo que tenemos más cerca, en mi caso a los brazos del sillón, pero no es necesario en absoluto. Si no estuviéramos viendo desfilar por la ventana las nubes a velocidad de vértigo, no notaríamos que nos estamos moviendo. Luego llega la oscuridad, la majestuosa negrura de un cielo estrellado. Nos apresuramos hacia el ventanal para disfrutar de la vista del planeta alejándose. Es impresionante ver la cantidad de pequeñas luces que parpadean en su lado oscuro, no era consciente de que fuéramos tantos. Había visto esta imagen en multitud de ocasiones; en fotografías y documentales, pero verlo en directo es completamente distinto. El contraste entre ambas zonas de la esfera me hace pensar en el yin y el yang... el frío y el calor... el bien y el mal. Ya he visto bastante. Voy a intentar comer algo y luego... ¡a la cama! No estoy de humor para nada más.