Poesía completa (1958-2008) - Joaquín O. Giannuzzi - E-Book

Poesía completa (1958-2008) E-Book

Joaquín O. Giannuzzi

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Poesía completa (1958-2008) reúne los once volúmenes escritos por Joaquín O. Giannuzzi a lo largo de cincuenta recupera una obra poética única, en la que se percibe una música de fondo: "son apenas cuatro acordes repetidos más cercanos al punk, si es que tomamos al punk en su lado más luminoso: podés hacer poesía con lo que ves mientras caminás por tu casa, no necesitás ser un pequeño dios para escribir un poema" (Del prólogo de Fabián Casas).

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JOAQUÍN O. GIANNUZZI

Poesía completa (1958-2008)

Prólogo de FABIÁN CASAS

 

Poesía completa (1958-2008) reúne los once volúmenes escritos por Joaquín O. Giannuzzi a lo largo de cincuenta años. Con un prólogo de Fabián Casas, esta edición recupera una obra poética única, en la que se percibe una música de fondo: “son apenas cuatro acordes repetidos más cercanos al punk, si es que tomamos al punk en su lado más luminoso: podés hacer poesía con lo que ves mientras caminás por tu casa, no necesitás ser un pequeño dios para escribir un poema”.

Índice

CubiertaPortadaSobre este libroEl regreso a Giannuzzi, por Fabián CasasNuestros días mortales (1958)Contemporáneo del mundo (1962)Las condiciones de la época (1967)Señales de una causa personal (1977)Principios de incertidumbre (1980)Violín obligado (1984)Cabeza final (1991)Apuestas en lo oscuro (2000)¿Hay alguien ahí? (2005)Un arte callado (2008)Poemas no recogidos en libroCréditos

EL REGRESO A GIANNUZZI

¿POR QUÉ NO? Tiene 8 años y en la escuela de su barrio —una escuela pública que queda cerca del conventillo donde nació y donde vive con sus padres, italianos— unas maestras preparan un acto escolar y se le asigna a él que recite de memoria un poema de Gustavo Adolfo Bécquer, que empieza así: “Del salón en el ángulo oscuro…”. Lo aprende de memoria durante varios días y camina nervioso hasta el lugar donde le dijeron que se tenía que parar en el patio escolar, para dar un paso adelante y recitar. Antes de él canta un coro —le explicaron el guion— y después recita una breve oda la chica que a él le gusta en secreto. ¿De quién era la oda? Pasaron los años y no puede recordar quién era el autor o la autora del poema que salió de esa boca genial. Y después viene él. Ahora. Tiene la espalda del delantal mojada por los nervios. Se escucha recitar, es como si hubiera logrado el distanciamiento brechtiano que tanto le va a intrigar en el futuro, y parece estar salido de su cuerpo y poder mirarse y escuchar recitar el poema de Bécquer. Cuando termina hay un aplauso cerrado, general. Las maestras lo felicitan, la chica que leyó la oda, a su lado, le da un beso. Acaba de descubrir el superpoder que puede dar la poesía. Un superpoder invisible, que no sirve para nada pero que una vez que lo probás, se vuelve adictivo.

Pasan varios años, estamos en 1949 y se publica una antología de poesía para la colección El Ciervo en el Arroyo, Poesía argentina (1940-1949). Este libro intenta dar cuenta de lo que se va a llamar la generación del cuarenta, una generación propensa a lo elegíaco y a los usos del tú, ti, nada de voseo o de lenguaje coloquial. Joaquín Giannuzzi es antologado acá como uno de los más nuevos. Hay ya en esta antología ciertos rasgos que van a permanecer en sus poemas, la forma de observar los objetos, cierto lirismo agrio o en mal estado, toques de pimienta schopenhaueriana para “picantear” la vida feliz que más tarde va a proponer Palito Ortega. Si bien Giannuzzi es un poeta extraño para la antología, todavía no es lo suficientemente poderoso para marcar una poesía propia, singular. Sin embargo, a diferencia de muchos otros poetas que cambian radicalmente desde sus comienzos (por ejemplo Alberto Girri, quien a partir del libro El ojo pasa del lirismo de “Tú, Delfina”, un poema dedicado a su madre, a escribir como un robot genial en contra de la idea del Yo). Giannuzzi parece ser —más allá de los aciertos y errores de sus primeros poemas— un poeta que nació hecho. Es decir que, a lo largo de su trayectoria, va a atravesar la “época” de los cincuenta, los sesenta y llegar a todo lo que da en los noventa, poco antes de su muerte, con una forma espléndida y monótona de escribir poesía. Una poesía que logra sobrevivir bajo el hielo, mientras arriba, en la superficie, se suceden las modas: neorromanticismo, realismo sucio, neobarroco, hip hop, trash, lo que sea. Si uno agarra un hacha y golpea el piso helado, abajo, bien conservada en las profundidades heladas del inconsciente, está la obra genial de Joaquín O. Giannuzzi que esta nueva edición vuelve a poner en escena.

En el invierno de 1986 se produjo un suceso extraordinario en el ámbito de la cultura argentina. Algunas calles de la Capital Federal aparecieron empapeladas con un cartel que decía: “Basta de prosa”. ¿Qué mierda era eso? Un grupo de gente que escribía poesía, pero que también se ganaba la vida como periodistas y traductores, se había juntado para publicar una revista trimestral que se llamó Diario de Poesía. Hasta ese entonces habían existido revistas que representaban a grupos poéticos con sus respectivos manifiestos, eran revistas de poco tiraje que publicaban lo que les era afín estéticamente. El Diario de Poesía era diferente. Tenía el formato de un tabloide, titulaba con punch, tomaba la velocidad informativa del periodismo y la verticalidad especulativa de los ensayos. Había reportajes a poetas, fotos de una mujer desnuda en la tapa (las memorias de Kiki de Montparnasse) y cada número incluía un dossier. En el número uno, este dossier estaba dedicado a Juan L. Ortiz. A diferencia de las revistas literarias que se vendían —si es que se vendían— en las librerías o de mano en mano, el Diario se vendía en los kioscos. Fue un boom. Así es como empieza la poesía moderna en Argentina, no con un sollozo sino con un boom. Se agotó la primera edición y tuvieron que reimprimir. En el staff de la revista convivían poetas de diferentes orientaciones, y una de las cualidades era que no se privilegiaba una estética, sino que se difundían todas y se armaban polémicas en torno a los poetas y las poéticas. Esa era una regla que traían del periodismo: si habla alguien, hay que conseguir que hable también el que lo contradice, para que el lector saque sus propias conclusiones. A través del diario mucha gente se enteró de que Juan Gelman estaba vivo y vivía en París, que Juana Bigniozzi no solo era la traductora de algunos libros sobre pintura sino que escribía poemas geniales (“Mujer de cierto orden”) y que Marianne Moore era una poeta inteligible gracias a las traducciones de Mirta Rosemberg y Daniel Samoilovich. Un grupo importante de los que hacían el Diario (Daniel García Helder, Jorge Fondebrider y Martín Prieto) venía peinando la historia de la poesía a contrapelo y apreciaba enormemente la poesía de Joaquín Giannuzzi; tanto es así que en los primeros números le dedicaron un reportaje y una antología breve de poemas, y en el número 30, en el invierno de 1994, un dossier consagratorio. García Helder, en ese momento, escribía: “El presente dossier no pretende paliar la relativa indiferencia que manifiesta, con respecto a ella, la crítica universitaria, la crítica de los medios masivos y la crítica escrita en general […] lo que se pretende es poner la obra de Giannuzzi en el centro de una discusión y no de un pedestal”.

Como planteó Martin Heidegger siguiendo las especulaciones fenomenológicas de Edmund Husserl, a quien le dedicó El ser y el tiempo, el ser-ahí no está en el mundo de la misma manera en que se presentan los objetos. Los objetos aparecen ante nuestra conciencia aun antes de darnos cuenta de quiénes somos. Uno de esos grandes comienzos fenomenológicos está en las primeras páginas de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust (recomiendo la traducción de Estela Canto). Junto con Marcel uno sale del sueño y empieza, antes de tener un yo, a construirse de miles de sensaciones que hacen que termine glosando: esta es una pieza, esta es una cama, la consciencia que las estructura soy yo. La poesía de Joaquín Giannuzzi siempre tendió a esa estructura fenomenológica: hay un objeto (un racimo de uvas, un sapo, un trapo viejo en la cocina, una corbata) y hay un yo que trata de apresarlos y en torno a ellos sacar ciertas conclusiones. Al igual que los miembros del Diario de Poesía, Giannuzzi se ganó la vida como periodista y trajo de ese métier cierta estructura formal para elaborar sus poemas. Se desarrolla una escena, se piensa algo sobre esa escena, se termina un poema con cierta eficacia conclusiva. Pero a diferencia del periodismo que siempre responde, los poemas de Giannuzzi, aunque parezcan llegar a una conclusión, nos dejan un gusto agridulce en la boca, porque están en estado de pregunta. Por ejemplo ese poema que termina con una frase definitiva: “Porque hay algo en uno que no encaja en nada”. Es una afirmación, claro, pero tan abierta que hace posible que muchos lectores puedan meter ahí su propia experiencia. ¿Qué es lo que hay en uno que no encaja en nada?

Joaquín Giannuzzi era un gran lector de Pascal. Hay una frase de este que siempre recordaba: puesto que la verdadera naturaleza se ha perdido, todo puede ser naturaleza. Él buscaba que sus poemas se leyeran de un tirón, sin ripios ni complejidades vanguardistas, hay una música que se percibe mientras escuchamos el ruido de fondo de su especulación: no es tango, no es rock sinfónico: son apenas cuatro acordes repetidos más cercanos al punk, si es que tomamos al punk en su lado más luminoso: podés hacer poesía con lo que ves mientras caminás por tu casa, no necesitás ser un pequeño dios —como decía Apollinaire— para escribir un poema. Los motivos están en cualquier lado, solo basta estar en estado de disponibilidad para que no pasen de largo y puedas captarlos, así como William Carlos Williams captó el momento cinético que se produce entre una carretilla roja húmeda por la lluvia y unos pollitos blancos que están al lado.

Hoy mismo podés empezar a escribir poesía. Por ejemplo si te toca salir a sacar la basura. Giannuzzi lo hizo en su poema “Basuras al amanecer”:

Esta madrugada, en la calle

dominado por una especie

de curiosidad sociológica

hurgué con un palo en el mundo surrealista

de algunos tachos de basura.

Comprobé que las cosas no mueren sino que son asesinadas.

Vi ultrajados papeles, cáscaras de frutas, vidrios

de color inédito, extraños y atormentados metales,

trapos, huesos, polvo, sustancias inexplicables

que rechazó la vida. Me llamó la atención

el torso de una muñeca con una mancha oscura,

una especie de muerte en un campo rosado.

Parece que la cultura consiste

en martirizar a fondo la materia y empujarla

a lo largo de un intestino implacable.

Hasta consuela pensar que ni el mismo excremento

puede ser obligado a abandonar el planeta.

 

Acá está todo Giannuzzi. Un sujeto que sale en una situación cotidiana a tirar la basura, se queda mirando lo que observa, saca una conclusión: “Hasta consuela pensar que ni el mismo excremento / puede ser obligado a abandonar el planeta”. Pero hay mucho más. Por ejemplo, el verso genial cuando ve el torso de la muñeca y transmite al lector algo casi inasible pero perfecto: “Una especie de muerte en un campo rosado”. ¿Qué es eso? Y más: si bien en el final el poema habla de cierto consuelo, eso no impide que pensemos que lo que está observando el poeta —y nosotros junto a él— es la implacable maquinaria del capitalismo salvaje. No hay afuera del Mercado. Por eso “Mercado libre” es una tautología. Lo único libre es el Mercado y todos los demás somos esclavos, como decía Spinoza, esclavos que luchan con uñas y dientes por permanecer en su esclavitud. Sin embargo, el hecho de escribir y leer poemas es un acto de afirmación. Una felicidad difícil de traducir para quien no esté “en la pomada”, una frase que se decía en mi infancia y que me divierte mucho. Te pueden pasar cosas geniales y reflexionar sobre ellas (como en el poema de Giannuzzi: “Vacaciones junto a una ventana”) o cosas graves, un infarto, por ejemplo, y recuperarte escribiendo un poema que empieza de esta manera magistral: “Por alguna razón, al anochecer / mi corazón late como una ametralladora. / El cardiólogo me ha dicho: / controle su vida emocional”. O podés reírte de estar en un velatorio y no ser el muerto y empezar un poema así: “Después del muerto / quien lo pasa mejor en el velorio / es sin duda la mosca”.

Poesía prosaica que viene de estudiar a los grandes maestros de la prosa, como Gustave Flaubert, Joseph Conrad y Henry James —maestros a los que también les robó T. S. Eliot—. Hermano de Eugenio Montale en el uso del correlato objetivo —y no tanto de la oscuridad hermética—, Giannuzzi solía recitar, mientras caminaba por su casa del barrio de Once, un poema de William B. Yeats que le gustaba mucho, “El Segundo Advenimiento”. Le gustaba esa parte en la que el poeta decía que el mundo se fue tan a la mierda que el halcón desde el cielo ya no puede oír a su halconero. Yo creo que hay muchas personas que hoy están tratando de aguzar el oído, a pesar de las noticias graves que llegan desde los celulares insomnes y los aparatos de comunicación. Personas que aún buscan la redención al apoyar la cabeza en la almohada junto a sus parejas y soñar un mundo mejor, más hospitalario, una nueva época.

 

FABIÁN CASAS

NUESTROS DÍAS MORTALES (1958)

A Libertad, Moira y Leda

UVAS ROSADAS

Este breve racimo

de uvas rosadas pertenece

a otro reino.

Yace, sobre mi mesa,

en la fría integridad de su peso terrestre

mientras yo permanezco silencioso

imposibilitado

de oponer mi vida a su carnal exuberancia.

Casi con horror admiro allí

la dura tensión del agua

hacia la piel mortal

como una realidad insoportable.

He aquí un remoto acontecer:

todo transcurre del otro lado, fuera

del rumor insensato

de la existencia humana.

Comprendo que hay un límite

cuyo paso en el tiempo

me está vedado

de modo que el puro conocimiento

solo cabe en la mera travesura de la mente.

Más allá está la misma tierra

a la que regresamos como extraños;

en el racimo de uvas rosadas yace

la imagen de otro regreso

y este enigmático existir

dulcemente en el rosa

tiende a cumplir el ciclo

que comenzó, radiante, en el verde lejano.

 

Otros días transcurren

aquí, en otro espacio

que colmó la inutilidad

de una vida ocupada. Ajeno

a la región de las uvas permanece

mi estupor desalentado;

pero nunca la esperanza

tuvo mejor imagen que esto:

la travesía del límite

que da a lo secreto vendrá

de la misma costumbre de la luz

con que las uvas rosadas

van a entrar en la muerte.

A UN MONTONERO

Tenaces como piojos, en la tiniebla

de las bibliotecas públicas

suele haber hombres inclinados

hurgando en papeles antiguos;

rastrean allí algunos de tus días

que permanecen a oscuras, insolente

silencio en medio de la historia.

¿Qué hacías, por ejemplo,

el 13 de noviembre de 1821?

Oh, aquellos hombrecillos

emprenderían la fuga, en el terror,

si te hubieran visto, al amanecer brumoso

junto al alarido de la batalla

o masticando la galleta

bajo la lluvia, en la noche.

Pero ellos no buscan imágenes

como si fueran al cine. Por lo demás

la palabra héroe ha terminado

precipitándose en el error.

Lo más importante es saber

por qué requerimientos

hundías hasta la sangre

las espuelas en tu caballo, qué remotas

justificaciones hacían

avanzar tus días feroces

entre nubes de polvo.

¿Son antiguas acaso

o extrañas las razones

del impetuoso desorden, el pavor primordial,

la liberación de tus huesos,

tu rotosa chaqueta azul, el hierro

de la tacuara o tu pólvora torpe?

Sin duda te fue concedido

lo justo, en abiertas y vastas

materialidades, donde la crueldad,

la costumbre del desierto y el cielo

te hicieron señor de tus propios

aconteceres. Después,

muerte con cara al barro

o el delirio en el catre, la fiebre

que te introdujo la bala, también estaban

en el seno de un orden

que ha resistido al tiempo

y a la falaz abominación de sí mismo.

Tus batallas giraron

hacia un silencio anchuroso

donde aún prosigue el sentido

que inició el galope de tus caballos,

y el aire también y las hojas

olorosas de América

que torna a mover el viento:

he aquí la abierta eternidad

en poder de tus huesos,

donde es vana la miseria

de toda

interrogación: ¿qué sentido tuvo

para ti, para el mundo,

por ejemplo, la tarde

del 6 de julio de 1820?

LLUVIA ENLEDESMA

Esta es la lluvia apacible

de Ledesma, en febrero. Recordad cómo yacen

las cosas con nosotros, junto a la sombra húmeda

de los cañaverales. A lo lejos la tarde

con álamos de inmóvil y sombrío azul

mientras el desolado silbo del chalchalero

cruza el aire brumoso. Con intensa

lentitud nos movemos y estamos silenciosos

viviendo en una dulce hondonada de América.

Detrás del escaso rumor de la gente, en alguna

parte, transcurre el río, con su cuerpo intratable,

constantemente herido por la piedra del norte

que viene de lo alto del mundo, la soledad

de las estaciones del año.

Algunos vinieron del sur, eran jóvenes

y tenían la piel blanca. Inagotable y vasto

hallaron el escarnio del verano, animales y hojas

pesados de agua entre los hombres. Con fatigado asombro

quebraron la gravedad codiciosa del barro

que arrastraba hacia abajo la llama insegura

de sus ojos. Y se fueron callados

con ardientes papayas y mangos

que hacia el sur se pudrieron en el tren.

Allá, de noche, habrán reunido a sus amigos:

y era América el silencio

instalado de pronto bajo sus frentes.

Prometieron volver, algo oscuro en su mente

o quizás en los huesos sentía más extraño que ajeno

la carnal y ardorosa exuberancia.

Y hablaron también de responsabilidad como si esto

significara luz. Pero los grillos

siguieron cantando en la humedad de Ledesma.

Vino la lluvia, apacible. Ahora conocen

como evidencia del fuego caído en una mano

la realidad de este rostro de América

que el destino de algunos conjetura maldito

o brutal territorio de nacer y de muerte traicionados.

 

Pero escuchad, ¿acaso, somos aquí pastores

de equivocados actos, de humillantes maneras

que no hallan razón ni sosiego? No: lo erróneo

es esa visión gastada que busca la palabra exacta

antes de aventurar las manos. El miedo no es la razón,

quizás la soledad es un error de perspectiva.

América, pues, ha dejado de ser la palabra

que inicia la justificación de una conducta

distinta, una actitud que retoma

las ruinosas formas de orgullo

y de lo que llamamos espíritu. He aquí la prueba:

la nuestra es otra justificación, estamos

ordenando las viejas violencias terrestres,

construyendo algo que no sea ilusorio,

cosas que logren regocijarnos. Y esto sabemos:

que América es dura y trata de no seguir solitaria,

que toda interrogación es inútil y es desolación

en el lujo de la mente, cuya región desconcertada

invaden la sed, la implacable devoción al sol,

la maldición de los pantanos y arenas, la razón

de los ríos y árboles y animales.

Esto sabemos: que vivir en América

no es haber meditado primero, ni colmar de antemano

el conocimiento de amor para construir después,

simplemente América debe confundirse ahora

con la aceptación de sus vastísimos vientos.

Los que llegaron del sur y se fueron

con perplejidad y con frutas conocen

esta lluvia de febrero, en Ledesma. Conocen

la codiciosa marea de los acontecimientos naturales,

el transcurrir implacable de las formas

levantadas por la arcilla entre los cerros

para desmentir nuestra lucidez de hombres

que pide memoria y sentido.

Pero América no exige justificación ni puede darla;

América es su propia justificación y es la nuestra.

Esto pensad los que habéis partido, hace tiempo,

en verano. Los dioses del río que viene de la soledad

y se oyen detrás de los cañaverales se sientan

a nuestra mesa. Su sentido es oscuro

pero es único: su explicación requiere

soplar sobre la arcilla de América. Tal el secreto

del silbo solitario del chalchalero

en el aire brumoso, el sombrío azul

de esta lluvia de febrero, en Ledesma.

TUMBA DE LOS CABALLOS DE CARRERA ENCHAPADMALAL

Los delicados huesos que la tierra

apenas con el peso de una sombra cubre

se detienen aquí,

lejos del viento que les dio sentido

y espaciosa morada.

Por una vez, acaso

vana ha sido la muerte, pues la oculta

hermosura transcurre

en el centro impetuoso de la multitud

que consagró su unánime locura

a estos dioses de limpios ojos.

 

El tiempo,

que también devora ciudades y rosas,

inició en las soberbias

y levantadas figuras que amó el aire,

un cambio insensato

hasta reunirlas en la vasta sombra,

y desde allí adelanta hacia otras mañanas

la pasión y el rumor del galope memorable.

Así la eternidad.

 

Aquí el hombre ha desistido

su proceder absurdo bajo el cielo:

perdido el conocimiento

y el significado de toda sabiduría

reunió los cuerpos que en su memoria

levantan un resplandor que no cesa;

ni triste ni alegre,

con extraña serenidad sepultó a sus caballos

que ahora yacen aquí como en el seno

de una dulce costumbre.

 

La muerte que pretendemos conocer

no es esta: ninguna

meditación pide a los instantes del hombre,

ni la inútil

interrogación de la desdicha.

En la desnuda inscripción de la piedra

todo está concedido: así como entre todas

las flores que más amamos

escogemos algunas en la memoria

porque han sido el acontecer y la dicha

de una existencia única.

COMENSALES ETERNOS

Un instante: mirad esta fotografía

en un diario reseco de los años treinta.

No se trata, creedme, de un error o fracaso

de la imaginación. Más allá del dolor

y también del castigo, contemplad este grupo

de hombres en la mesa; están cenando

y no obstante hace mucho que todos se murieron.

La luz decae, extraña. Las comidas, las rosas,

el pan, el vino fueron a sí mismos consagrados

y han entrado con ellos en la sombra suprema.

Por lo tanto, nosotros, tenemos tiempo ahora

para todas las preguntas. ¿Cómo les fue posible

padecer lo real en el centro

de sus propias cabezas? Observad qué profundas

y afeitadas mandíbulas en grave movimiento

adaptado a la carne de los campos de América.

Sensatez, hombres, ojos tan pulcros como astutos,

¿hubo un instante acaso de la noche en que todo

se les tornó ilusorio? ¿Alguna vez, debajo

de esas frentes fue ahuyentada la vasta perplejidad de ser?

¿Acaso en un segundo, en tanto que miraban

distraídos el jardín, en otoño,

el pensamiento se abrasó en sí mismo

como cae la llama bajo el espacio oscuro?

Nadie sabe. Detrás de la fotografía

mirad cómo se instala lentamente la noche.

Esto quedó; nosotros contemplamos la cena

de los señores; sin embargo, seamos

prudentes. Aquí hay algo, que en nada nos concierne:

ellos murieron, vemos cómo se desentienden

de nuestra triste lógica en un reino inmutable

donde el juicio fracasa. Sabemos desde siempre

que lucidez y sangre se disputan los límites

del error o el orgullo. Pero hay esto: la horrible

responsabilidad que les atribuimos

se aposenta y se agota en el ámbito escaso

de sus rostros de hombres. Hace tiempo que están

retrocediendo, a ciegas, comensales eternos de irrealidad colmados

que excepto a la piedad impunes se deshacen.

LA PALOMA

Contemplé el cuerpo de la paloma

que la muerte hizo descender

extrañamente, con un peso desconocido

hacia un trozo increíble de la tierra.

Liberado del cielo pedía sombra

el temblor abatido de su gris azulado.

La meditación, el deseo,

huyeron de mí como animales fatigados

ante esa nueva irrealidad que cubría el suelo.

Era en verano, yo estaba solo

y la paloma yacía muerta como en el centro

de una dulce costumbre iniciada hace tiempo.

Me senté a su lado, ni triste ni alegre,

e inicié con mi pie un absurdo movimiento

hacia el cuerpo silencioso, interrogando

en la insensata búsqueda

de un remoto estremecimiento en la sangre inmóvil.

Y la respuesta, como siempre,

me fue dada parcialmente

en la falta de sentido que adquiere el mundo

cuando uno detiene su mirada

por más tiempo de lo debido.

Pensé en otros veranos,

lejanas tardes con palomas que seguían

todavía la morada del aire

cuando la muerte era solo

un lujo del pensamiento, una rara

decepción que desmentía el fuego.

Ahora, junto a la paloma que yacía muerta

no me era dado comprender lo esencial

sino los ilusorios aconteceres

siempre jóvenes del mundo. Y en el hueco de las alas

que contuvo el aire vivo

se cumplía la podredumbre, indiferente,

tal la conducta que empujó mi pie

desde una voluntad desconocida

para hurgar el oculto secreto.

LEDA, MI HIJA PEQUEÑA

Secando yo los pañales

de mi hija pequeña, en la lumbre

que nos hizo remota la lluvia

insidiosa de otoño, en la noche,

mido la dulce rendición de las cosas

hacia la realidad de su breve carne indefensa.

Mientras tanto, duerme, en la pálida cuna.

¿Y seré yo el que procure el sentido

de todo esto? ¿Basta callar tan solo

para que retroceda el mundo hasta el silencio,

ocultando sus desdichadas imágenes,

el tumulto, la sombra

que precipita bajo mi frente?

Cuando sea tiempo, ella, mi hija pequeña,

tendrá algo de mi mirada, los años

que me hicieron posible levantar el rostro

desde el polvo hasta las uvas, su mismo

asombro de vivir que me justificó

cuando hallé en el misterio

al menos desconocido de los dioses.

Oh, a mi edad uno comprende

dónde está lo juicioso, que esta insensata

aventura levantada fue sobre alguna

razón secreta y más allá de la piedad es extraño

que no se nos perdone todo.

Duerme ahora, en el centro

de la noche de otoño. Sus primeras

preguntas yacen: cuando sean

vueltas al resplandor las guardaré

para siempre asombradas,

como hacemos con esas dulces

cintas de seda en el fondo de un cofre.

La respuesta es vasta: azul, mañana, agua…

¿Qué significan mis años,

si, como esta noche, apartados

mi hija pequeña y yo

de la lluvia silenciosa

nunca me pareció mi muerte

tan cercana a esta lumbre

y a la vez tan remota?

Y BIEN, MORIMOS

Y bien, morimos.

Millones de años

para la muerte, para una dignidad

extraña, en cierto modo

ajena. Pero el tema

es más ambicioso

que el pensamiento

y se pudre allí mismo.

Quizás hay un error

de perspectiva en todo esto;

especulaciones, sistemas,

estructuras mentales

y el terror debajo. Pero antes

hemos pedido vino

y marchitas

vimos caer las uvas. Morimos,

algo extraño,

pero siempre después.

Y sin embargo hay hombres,

hombres en todas partes,

sobre todo en la tierra.

Multitudes, máquinas,

cerebros secos al amanecer,

el viento, una rosa en la mesa

y café. Todo esto

consagrado a la luz; la muerte

no es natural.

MEMORIA DE UN POLÍTICO

Tu materia esencial fueron los otros. Ellos

te arrojaron al rostro su realidad, su infierno

para que dieras cuenta. Sin duda era lo justo;

desde el fondo distante de tus años y huesos

habías elegido la región que se aparta

de la muerte pequeña —la moral desdichada

del átomo de arcilla— el reino que apacienta

la opulencia del acto. Allí fue el movimiento

certero que abarcaste, apenas oscilando

desde la mente hasta tu propio acontecer,

pues fue el tuyo, entre todos, el ser menos frustrado.

 

Nadie sabe qué sitio, debajo de tu frente,

ocuparon los dioses que responden, inmóviles,

a los requerimientos más altos y esenciales;

pero, sin duda, aquello se redujo a los términos

de relación, de vida entre los hechos

evidentes del hombre. El misterio, el lenguaje

nocturno de las cosas, el camino del viento

en la inquietud extraña del jardín clausurado,

fueron ensoñaciones a tu dominio ajenas.

 

Mas no siempre la lógica, pues también conociste

qué gratuidad padece, como un cáncer, el fondo

de toda acción, relámpagos que están minando el aire

más allá del ocaso de la tarde tranquila.

Pero tu ciencia clara fue situarse en el medio,

no ya en la superficie de la rosa o la infamia,

ni tampoco en el centro de sus motivaciones

sino en el punto ingrave en que sitúa al hombre

la remota y perfecta decepción de Aristóteles.

 

Por consiguiente, nadie arriesgará preguntas

que tú mismo no hiciste: si el poder es la abierta

culminación o el triste ademán inmaduro

de una razón primera. Uno piensa en tu muerte

y no concluye nada si no deja en los otros

—motivo de tus días— el juicio que declare

el peso de tu absurda responsabilidad.

El resto apenas cuenta: desvaídos objetos

de tus noches de estudio, las palabras, el orden

que pensaste y, es posible, la misma realidad que fue tu dura amante

y que ahora apresura y supera tu propia degradación.

BOTELLA DE LECHE

De madrugada

junto a la abierta ventana

que da al invierno

mis sentidos se desconcertaron

ante la plenitud

de un peso total contenido

en la fría blancura irreal.

Nada más lejos del amor

que esto: quisiera comprender

el aislamiento absoluto

de la materia incomunicable,

la integridad de la constante

tensión hacia abajo

de la fuerza obstinada

que se colma a sí misma.

 

Vlamink padeció este blanco

no perfecto, precisamente,

sino extrañamente total,

como si solo pudiera hallarse

en la raíz, en la primera sustancia

de las cosas, cuya segunda imagen

se da en lo ilusorio

casi con indecencia.

De allí lo caótico

de todo amor humano, el abierto desorden

con que relaciona

una carne con otra.

Pero este denso volumen

silencioso, indiferente

a todo lo que no sea

su propia fuerza interior,

persiste

en su atroz uniformidad, remoto

y sin relación alguna

con la insensata mezcla

de aconteceres que colman

la confusión del mundo.

De manera

que la botella de leche

contra la madrugada de invierno

también precipitó mi mente

en una repentina perplejidad

y solo me pareció,

meramente, la idea

de una botella de leche.

INSECTO EN EL VERANO

Tendida sobre la hierba, mi mano derecha

retrocedió, como volviendo

a una vieja perplejidad: la tierra le ofrecía

de pronto, un abierto acontecer de sí misma,

con el insecto verde, en el lento

latido de su abdomen que cruzaban

rotundas rayas azules. Yo, en inmóvil

desconcierto, acepté el hecho y justifiqué

con extraña vacilación una existencia

imperturbable, de colmada gravedad,

que atravesaba con el sol

la mañana de verano. Logré apenas

soportar la tensión con que el insecto

arqueaba hacia abajo su desnuda materia

y vi dos ojos de púrpura estriada

vueltos al resplandor desde una sombra remota.

El mundo allí alcanzaba otra imagen, acaso

demasiado esquemática para ser soportada

por el conocimiento. Esto ocurría

bajo el cielo y recuerdo que entonces

cansado del desorden de la mente y la piedad

y la dialéctica de la culpa

pretendí que esos vivos espejos de la tierra

contuvieran mi imagen. Nada entendí,

sino que ya era tarde. Desde hace tiempo

nuestro dominio es otro. Lejos

como un antiguo error yace a nuestras espaldas,

más allá todavía

de la hedionda caverna de Platón,

una oportunidad perdida. El retroceso, el horror

de mi mano derecha, tan cerca del espíritu,

fue tan solo la imagen del renovado fracaso

ante el insecto verde, en la lenta

mañana de verano.

LOS HUESOS DESARMIENTO

La clausura en sosiego de esta madera inerte

consume un hecho de sentido

más arduo que concluyente:

tus huesos. Una piensa

que allí se amontonan desordenados

en un volumen insensato que supera

a los que posee juiciosamente un hombre.

Y es posible que tus días ferozmente ocupados

en una devoción estentórea

al porvenir carnal de la patria

estremezcan a veces

la derrumbada estructura

como pugnando hacia un orden remoto.

Por consiguiente, aquí no es inmutable

la oscuridad que colma el cráneo

y sin duda compone un lenguaje secreto

de la acción sobrepasada.

Se comprende así que el error y la gracia

que ha de alcanzar tu llama alimentada

por el aceite de América no puedan

permanecer ignorados por esta

pesada arquitectura. De manera que tiende

vastedad obstinada, hacia abajo

y al mismo tiempo niega

desmoronarse al polvo

de Sarmiento.

CEMENTERIO ENBUENOSAIRES

No hay paz ni gracia en esta multitud del otoño

que con la tarde crece, cuando viene a caer

su rumor desdichado en el sol silencioso.

De este modo, constante, lo callado transcurre

más allá todavía del oscuro granito,

bajo el lúcido asfalto y la arcilla incesante

donde se tocan los muertos multiplicados

sin convicción precisa, dejando atrás las puertas

que horadan un cerco interminable.

Entrar aquí es perder el orden de la mente

y la piedad: así como el tiempo apresura

toda interrogación, mientras la reflexión

se vuelve hacia sí misma, inútil, las palabras

del mármol y la piedra falsa no se detienen

nunca y apenas logran la mención de un reposo

tras otro, en absorta comodidad situadas

por un previsto cálculo. Ninguna circunstancia

alcanzaría la vasta mortalidad

de esta abrumadora dimensión, allí

donde se abate el lujo insípido de tantas

flores de alambre, tristes dones que desalojan

los geranios podridos entre cintas azules.

 

Aquí, decimos, yace el fraude del espíritu:

la ciudad que devora su propia podredumbre

no cree en la muerte sino en la pobre abstracción

de aquella realidad que apenas le concierne

y sin embargo arriesga la concesión de un rito

de estructura falaz que acumula en un orden

miserable los rostros de los días que fueron.

En vano buscaríamos la lámpara de aceite

perdurable, la llama convincente que otorga

plenitud a una muerte determinada y única

dejando atrás los días venturosos o atroces

de lo que fue. Esta es otra región con devociones

metódicas en tardes de domingo, a la oscura

muchedumbre de huesos que crecen para siempre

en fría destrucción que no recuerda al alma

ni la aventura del mundo desordenado

bajo el cielo. Los mármoles juiciosos, la madera

y el bronce, nada tienen a su imparcial custodia

sino lo inerte, inmóvil sombra que no responde

a la interrogación del delirio, ni entrega

espacio al estupor de la imaginación.

 

Destierro extraño el de estas tumbas. Nadie comprende

el posible sentido de sus pasos que marchan

en los senderos húmedos, sobre la irredimible

estación del pasado, donde toda esperanza,

agotado el deseo, superada quedó

hasta la horrible pérdida de su propia noción,

del poderío, el hambre de su significado.

Tan leve es la distancia, el vulnerable espacio

de la herida tierra entre el pie presuroso

y el tiempo detenido, que hace extraña la fe

que sepultó a los cuerpos, no en la memoria, sino

como quien abandona una carga en el suelo

para seguir la marcha y volver en las lentas

mañanas, después del café, con flores claras

cuyo centro es tan solo decepción y recuerdos

que fracasan. Las hojas se renuevan, marchitas,

y la sombra es azul, bajo los eucaliptus:

allí va a detenerse, acosado, maldito,

nuestro conocimiento y es hora de marcharse

dejando estupefacta toda interrogación.

¿Cuál es entonces la paz que prometiera

el horror en sus lúcidos instantes?

¿Qué gracia es la elegida, transcurrido el oscuro

acto que da secreto al resplandor del vaso?

¿Qué dones que no fueron concebidos primero

engendrados en la profundidad del vaso,

imágenes perfectas no sujetas al cambio

en campos que no cesan o tan solo el vacío

dentro de otro vacío? ¿Durará lo sabido,

absurdamente acaso, o será el padecer de otro

conocimiento? Aquí, junto a las presuntuosas

mansiones clausuradas al ejercicio hiriente

del espíritu, toda especulación marcha

hacia la insensatez y detrás de las grandes

palabras permanece nuestro sueño, frustrado

para los dones de una posible eternidad.

 

Nosotros, los que amamos también la desolada,

la amarga luz que cubre toda devastación,

los enmohecidos restos del orgullo en el fondo

de los años, ¿tendremos esta misma respuesta,

la inexplicable imagen de las hojas que giran

cayendo en el granito, este seco rumor

del tiempo entre los huesos? ¿El común privilegio

de la destrucción requiere un orden como este?

Lo dudoso y lo absurdo son aquí el lenguaje

de columnas y lápidas; deleznables, las formas

consagradas lo son a sí mismas tan solo

y nuestra reflexión queda entonces en ardua

soledad. Crece el muro, la hiedra interminable

en otoño; nosotros soslayamos ahora

con tabaco y palabras el silencio insidioso

de los muertos, así como se aparta en medio

de la luz un error. Pero este monstruoso

simulacro proclama nuestra complicidad:

lo esencial queda oculto, en otra dimensión,

allí donde el reposo, lo que llamamos sueño

busca su propio ser y halla acaso un sentido,

la inerte decepción de un círculo inviolable.

EL SAPO

Al pie del agua de un verde inmóvil

había un sapo que dulcemente vi

hace tiempo, en un verano,

y su forma contenía un posible mundo

desconocido, quizá semejante

a los vastos cielos de diciembre.

Pero el cielo mismo no se comprende en absoluto.

Estaba allí, reposado en la placidez

de su propia y espesa materia palpitante,

sensato como todas las cosas

que desde su centro aguardan

la disolución de sí mismas.

Me detuve y logré

alcanzar sus ojos con los míos

y pensé que, sin duda,

la perplejidad de ser estaba superada.

Consideré inútil otro

conocimiento. El sapo alcanzaba

una región más vasta,

no extraña precisamente sino

ajena, una manera

de sobrevivir lo exactamente necesario.

Precipitado, aventurado a la existencia,

como un sapo simplemente, más allá

de la belleza

que da paz y enloquece a los hombres

el único significado de todo eso

era la tranquila complacencia

de la húmeda piel verdosa,

vistiendo a un dios obstinado

en la razón secreta de sí mismo.

Me inundó un colmado sosiego

y desmentí

la náusea y la muchedumbre de sabios

que desde Thales de Mileto

inclinan hacia el error

el tumulto precipitado bajo la frente.

Ante esa vana fatiga

permanecía idéntico a sí mismo

e infatigable además

el sapo que dulcemente vi

hace tiempo, en un verano.

UNA LLAMA ESAMÉRICA

¿Acaso han visto ustedes, tristes, meditativos

la violencia del día desde el mar, en el este

y las limpias llanuras centrales y quebrarse

en los pinos y el viento de levantadas tierras

marchando hacia el oeste? ¿Han conocido gente,

construcciones y perros persiguiendo el camino

vastísimo del sol? ¿Y hacia el norte, cruzando,

los pantanos y el polvo, la culebra y el cacto,

horizontes que arden en azul desvaído

donde se mueven hombres, aquí y allá, dispersos,

que pisan con certeza la piedra, la humedad

de los bosques? Son ellos, los nuestros. Sin embargo

ustedes se preguntan qué es este extraño acto

de vivir en América, qué singular medida

debe adquirir el alma para que tantas cosas

no le sean ajenas. Oh, la respuesta se pudre

en el ámbito escaso del estudioso cráneo,

la indagación, la náusea, más errónea que cierta.

¿Pueden oírnos? Esto: una llama es América

donde ardemos nosotros, sangre de todas partes

justificada en nuestras actitudes y sombras.

Afirmativos, hemos aprendido en silencio

a usar las manos antes y después a hablar claro,

y amando, sin saberlo, fracasados caminos

en las noches de otoño, atrás fueron las ruinas

y adelante hay hombres, un resplandor cercano,

el sentido preciso que es estar en América.

Ustedes, los que juntan primero pensamientos

antes de la pasión, pálidos y febriles

con tabaco y café, con rabiosa memoria

para el pasado, aquí, bien desnudos nos tienen

ferozmente ocupados en construirlo todo,

sin interrogaciones tendidas hacia el mundo,

asintiendo a lo nuestro como aceptan sus propios

huesos los dulces animales de América.

Ustedes, hace mucho, perdieron la inocencia

bajo la frente, pero heredada no fue

por nosotros: sabemos que toda podredumbre

no se agota en sí misma, que la insomne y constante

dignidad de la muerte da un extraño sentido

a la acción, mas por ello no es menos cierto el fuego

que esta arcilla nos da, con tiempo y abundancia.

 

Somos millones y esto es bueno. Tan bueno

que da limpia razón al nacer y al vivir

cuando con claridad se miran estas cosas,

incluso las calladas maldiciones del hambre,

la mentira y la muerte de hombres contra otros

y la imbécil miseria indigna hasta en un perro.

 

De manera que basta, pensadores oblicuos,

a callar de una vez, invitados están

a la mesa de todos. ¿Les faltan dioses? ¿Tienen

poco sabor las uvas más recientes del mundo?

¿Es vacía y extraña la razón de sentarse

y comer y estar juntos y marcharse después

cada uno a su rostro? Pero, miren, a nadie

interesa la ruina de indagar en sus actos

sino callar y arder construyendo lo suyo: