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Poesía completa (1958-2008) reúne los once volúmenes escritos por Joaquín O. Giannuzzi a lo largo de cincuenta recupera una obra poética única, en la que se percibe una música de fondo: "son apenas cuatro acordes repetidos más cercanos al punk, si es que tomamos al punk en su lado más luminoso: podés hacer poesía con lo que ves mientras caminás por tu casa, no necesitás ser un pequeño dios para escribir un poema" (Del prólogo de Fabián Casas).
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JOAQUÍN O. GIANNUZZI
Poesía completa (1958-2008)
Prólogo de FABIÁN CASAS
Poesía completa (1958-2008) reúne los once volúmenes escritos por Joaquín O. Giannuzzi a lo largo de cincuenta años. Con un prólogo de Fabián Casas, esta edición recupera una obra poética única, en la que se percibe una música de fondo: “son apenas cuatro acordes repetidos más cercanos al punk, si es que tomamos al punk en su lado más luminoso: podés hacer poesía con lo que ves mientras caminás por tu casa, no necesitás ser un pequeño dios para escribir un poema”.
¿POR QUÉ NO? Tiene 8 años y en la escuela de su barrio —una escuela pública que queda cerca del conventillo donde nació y donde vive con sus padres, italianos— unas maestras preparan un acto escolar y se le asigna a él que recite de memoria un poema de Gustavo Adolfo Bécquer, que empieza así: “Del salón en el ángulo oscuro…”. Lo aprende de memoria durante varios días y camina nervioso hasta el lugar donde le dijeron que se tenía que parar en el patio escolar, para dar un paso adelante y recitar. Antes de él canta un coro —le explicaron el guion— y después recita una breve oda la chica que a él le gusta en secreto. ¿De quién era la oda? Pasaron los años y no puede recordar quién era el autor o la autora del poema que salió de esa boca genial. Y después viene él. Ahora. Tiene la espalda del delantal mojada por los nervios. Se escucha recitar, es como si hubiera logrado el distanciamiento brechtiano que tanto le va a intrigar en el futuro, y parece estar salido de su cuerpo y poder mirarse y escuchar recitar el poema de Bécquer. Cuando termina hay un aplauso cerrado, general. Las maestras lo felicitan, la chica que leyó la oda, a su lado, le da un beso. Acaba de descubrir el superpoder que puede dar la poesía. Un superpoder invisible, que no sirve para nada pero que una vez que lo probás, se vuelve adictivo.
Pasan varios años, estamos en 1949 y se publica una antología de poesía para la colección El Ciervo en el Arroyo, Poesía argentina (1940-1949). Este libro intenta dar cuenta de lo que se va a llamar la generación del cuarenta, una generación propensa a lo elegíaco y a los usos del tú, ti, nada de voseo o de lenguaje coloquial. Joaquín Giannuzzi es antologado acá como uno de los más nuevos. Hay ya en esta antología ciertos rasgos que van a permanecer en sus poemas, la forma de observar los objetos, cierto lirismo agrio o en mal estado, toques de pimienta schopenhaueriana para “picantear” la vida feliz que más tarde va a proponer Palito Ortega. Si bien Giannuzzi es un poeta extraño para la antología, todavía no es lo suficientemente poderoso para marcar una poesía propia, singular. Sin embargo, a diferencia de muchos otros poetas que cambian radicalmente desde sus comienzos (por ejemplo Alberto Girri, quien a partir del libro El ojo pasa del lirismo de “Tú, Delfina”, un poema dedicado a su madre, a escribir como un robot genial en contra de la idea del Yo). Giannuzzi parece ser —más allá de los aciertos y errores de sus primeros poemas— un poeta que nació hecho. Es decir que, a lo largo de su trayectoria, va a atravesar la “época” de los cincuenta, los sesenta y llegar a todo lo que da en los noventa, poco antes de su muerte, con una forma espléndida y monótona de escribir poesía. Una poesía que logra sobrevivir bajo el hielo, mientras arriba, en la superficie, se suceden las modas: neorromanticismo, realismo sucio, neobarroco, hip hop, trash, lo que sea. Si uno agarra un hacha y golpea el piso helado, abajo, bien conservada en las profundidades heladas del inconsciente, está la obra genial de Joaquín O. Giannuzzi que esta nueva edición vuelve a poner en escena.
En el invierno de 1986 se produjo un suceso extraordinario en el ámbito de la cultura argentina. Algunas calles de la Capital Federal aparecieron empapeladas con un cartel que decía: “Basta de prosa”. ¿Qué mierda era eso? Un grupo de gente que escribía poesía, pero que también se ganaba la vida como periodistas y traductores, se había juntado para publicar una revista trimestral que se llamó Diario de Poesía. Hasta ese entonces habían existido revistas que representaban a grupos poéticos con sus respectivos manifiestos, eran revistas de poco tiraje que publicaban lo que les era afín estéticamente. El Diario de Poesía era diferente. Tenía el formato de un tabloide, titulaba con punch, tomaba la velocidad informativa del periodismo y la verticalidad especulativa de los ensayos. Había reportajes a poetas, fotos de una mujer desnuda en la tapa (las memorias de Kiki de Montparnasse) y cada número incluía un dossier. En el número uno, este dossier estaba dedicado a Juan L. Ortiz. A diferencia de las revistas literarias que se vendían —si es que se vendían— en las librerías o de mano en mano, el Diario se vendía en los kioscos. Fue un boom. Así es como empieza la poesía moderna en Argentina, no con un sollozo sino con un boom. Se agotó la primera edición y tuvieron que reimprimir. En el staff de la revista convivían poetas de diferentes orientaciones, y una de las cualidades era que no se privilegiaba una estética, sino que se difundían todas y se armaban polémicas en torno a los poetas y las poéticas. Esa era una regla que traían del periodismo: si habla alguien, hay que conseguir que hable también el que lo contradice, para que el lector saque sus propias conclusiones. A través del diario mucha gente se enteró de que Juan Gelman estaba vivo y vivía en París, que Juana Bigniozzi no solo era la traductora de algunos libros sobre pintura sino que escribía poemas geniales (“Mujer de cierto orden”) y que Marianne Moore era una poeta inteligible gracias a las traducciones de Mirta Rosemberg y Daniel Samoilovich. Un grupo importante de los que hacían el Diario (Daniel García Helder, Jorge Fondebrider y Martín Prieto) venía peinando la historia de la poesía a contrapelo y apreciaba enormemente la poesía de Joaquín Giannuzzi; tanto es así que en los primeros números le dedicaron un reportaje y una antología breve de poemas, y en el número 30, en el invierno de 1994, un dossier consagratorio. García Helder, en ese momento, escribía: “El presente dossier no pretende paliar la relativa indiferencia que manifiesta, con respecto a ella, la crítica universitaria, la crítica de los medios masivos y la crítica escrita en general […] lo que se pretende es poner la obra de Giannuzzi en el centro de una discusión y no de un pedestal”.
Como planteó Martin Heidegger siguiendo las especulaciones fenomenológicas de Edmund Husserl, a quien le dedicó El ser y el tiempo, el ser-ahí no está en el mundo de la misma manera en que se presentan los objetos. Los objetos aparecen ante nuestra conciencia aun antes de darnos cuenta de quiénes somos. Uno de esos grandes comienzos fenomenológicos está en las primeras páginas de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust (recomiendo la traducción de Estela Canto). Junto con Marcel uno sale del sueño y empieza, antes de tener un yo, a construirse de miles de sensaciones que hacen que termine glosando: esta es una pieza, esta es una cama, la consciencia que las estructura soy yo. La poesía de Joaquín Giannuzzi siempre tendió a esa estructura fenomenológica: hay un objeto (un racimo de uvas, un sapo, un trapo viejo en la cocina, una corbata) y hay un yo que trata de apresarlos y en torno a ellos sacar ciertas conclusiones. Al igual que los miembros del Diario de Poesía, Giannuzzi se ganó la vida como periodista y trajo de ese métier cierta estructura formal para elaborar sus poemas. Se desarrolla una escena, se piensa algo sobre esa escena, se termina un poema con cierta eficacia conclusiva. Pero a diferencia del periodismo que siempre responde, los poemas de Giannuzzi, aunque parezcan llegar a una conclusión, nos dejan un gusto agridulce en la boca, porque están en estado de pregunta. Por ejemplo ese poema que termina con una frase definitiva: “Porque hay algo en uno que no encaja en nada”. Es una afirmación, claro, pero tan abierta que hace posible que muchos lectores puedan meter ahí su propia experiencia. ¿Qué es lo que hay en uno que no encaja en nada?
Joaquín Giannuzzi era un gran lector de Pascal. Hay una frase de este que siempre recordaba: puesto que la verdadera naturaleza se ha perdido, todo puede ser naturaleza. Él buscaba que sus poemas se leyeran de un tirón, sin ripios ni complejidades vanguardistas, hay una música que se percibe mientras escuchamos el ruido de fondo de su especulación: no es tango, no es rock sinfónico: son apenas cuatro acordes repetidos más cercanos al punk, si es que tomamos al punk en su lado más luminoso: podés hacer poesía con lo que ves mientras caminás por tu casa, no necesitás ser un pequeño dios —como decía Apollinaire— para escribir un poema. Los motivos están en cualquier lado, solo basta estar en estado de disponibilidad para que no pasen de largo y puedas captarlos, así como William Carlos Williams captó el momento cinético que se produce entre una carretilla roja húmeda por la lluvia y unos pollitos blancos que están al lado.
Hoy mismo podés empezar a escribir poesía. Por ejemplo si te toca salir a sacar la basura. Giannuzzi lo hizo en su poema “Basuras al amanecer”:
Esta madrugada, en la calle
dominado por una especie
de curiosidad sociológica
hurgué con un palo en el mundo surrealista
de algunos tachos de basura.
Comprobé que las cosas no mueren sino que son asesinadas.
Vi ultrajados papeles, cáscaras de frutas, vidrios
de color inédito, extraños y atormentados metales,
trapos, huesos, polvo, sustancias inexplicables
que rechazó la vida. Me llamó la atención
el torso de una muñeca con una mancha oscura,
una especie de muerte en un campo rosado.
Parece que la cultura consiste
en martirizar a fondo la materia y empujarla
a lo largo de un intestino implacable.
Hasta consuela pensar que ni el mismo excremento
puede ser obligado a abandonar el planeta.
Acá está todo Giannuzzi. Un sujeto que sale en una situación cotidiana a tirar la basura, se queda mirando lo que observa, saca una conclusión: “Hasta consuela pensar que ni el mismo excremento / puede ser obligado a abandonar el planeta”. Pero hay mucho más. Por ejemplo, el verso genial cuando ve el torso de la muñeca y transmite al lector algo casi inasible pero perfecto: “Una especie de muerte en un campo rosado”. ¿Qué es eso? Y más: si bien en el final el poema habla de cierto consuelo, eso no impide que pensemos que lo que está observando el poeta —y nosotros junto a él— es la implacable maquinaria del capitalismo salvaje. No hay afuera del Mercado. Por eso “Mercado libre” es una tautología. Lo único libre es el Mercado y todos los demás somos esclavos, como decía Spinoza, esclavos que luchan con uñas y dientes por permanecer en su esclavitud. Sin embargo, el hecho de escribir y leer poemas es un acto de afirmación. Una felicidad difícil de traducir para quien no esté “en la pomada”, una frase que se decía en mi infancia y que me divierte mucho. Te pueden pasar cosas geniales y reflexionar sobre ellas (como en el poema de Giannuzzi: “Vacaciones junto a una ventana”) o cosas graves, un infarto, por ejemplo, y recuperarte escribiendo un poema que empieza de esta manera magistral: “Por alguna razón, al anochecer / mi corazón late como una ametralladora. / El cardiólogo me ha dicho: / controle su vida emocional”. O podés reírte de estar en un velatorio y no ser el muerto y empezar un poema así: “Después del muerto / quien lo pasa mejor en el velorio / es sin duda la mosca”.
Poesía prosaica que viene de estudiar a los grandes maestros de la prosa, como Gustave Flaubert, Joseph Conrad y Henry James —maestros a los que también les robó T. S. Eliot—. Hermano de Eugenio Montale en el uso del correlato objetivo —y no tanto de la oscuridad hermética—, Giannuzzi solía recitar, mientras caminaba por su casa del barrio de Once, un poema de William B. Yeats que le gustaba mucho, “El Segundo Advenimiento”. Le gustaba esa parte en la que el poeta decía que el mundo se fue tan a la mierda que el halcón desde el cielo ya no puede oír a su halconero. Yo creo que hay muchas personas que hoy están tratando de aguzar el oído, a pesar de las noticias graves que llegan desde los celulares insomnes y los aparatos de comunicación. Personas que aún buscan la redención al apoyar la cabeza en la almohada junto a sus parejas y soñar un mundo mejor, más hospitalario, una nueva época.
FABIÁN CASAS
A Libertad, Moira y Leda
Este breve racimo
de uvas rosadas pertenece
a otro reino.
Yace, sobre mi mesa,
en la fría integridad de su peso terrestre
mientras yo permanezco silencioso
imposibilitado
de oponer mi vida a su carnal exuberancia.
Casi con horror admiro allí
la dura tensión del agua
hacia la piel mortal
como una realidad insoportable.
He aquí un remoto acontecer:
todo transcurre del otro lado, fuera
del rumor insensato
de la existencia humana.
Comprendo que hay un límite
cuyo paso en el tiempo
me está vedado
de modo que el puro conocimiento
solo cabe en la mera travesura de la mente.
Más allá está la misma tierra
a la que regresamos como extraños;
en el racimo de uvas rosadas yace
la imagen de otro regreso
y este enigmático existir
dulcemente en el rosa
tiende a cumplir el ciclo
que comenzó, radiante, en el verde lejano.
Otros días transcurren
aquí, en otro espacio
que colmó la inutilidad
de una vida ocupada. Ajeno
a la región de las uvas permanece
mi estupor desalentado;
pero nunca la esperanza
tuvo mejor imagen que esto:
la travesía del límite
que da a lo secreto vendrá
de la misma costumbre de la luz
con que las uvas rosadas
van a entrar en la muerte.
Tenaces como piojos, en la tiniebla
de las bibliotecas públicas
suele haber hombres inclinados
hurgando en papeles antiguos;
rastrean allí algunos de tus días
que permanecen a oscuras, insolente
silencio en medio de la historia.
¿Qué hacías, por ejemplo,
el 13 de noviembre de 1821?
Oh, aquellos hombrecillos
emprenderían la fuga, en el terror,
si te hubieran visto, al amanecer brumoso
junto al alarido de la batalla
o masticando la galleta
bajo la lluvia, en la noche.
Pero ellos no buscan imágenes
como si fueran al cine. Por lo demás
la palabra héroe ha terminado
precipitándose en el error.
Lo más importante es saber
por qué requerimientos
hundías hasta la sangre
las espuelas en tu caballo, qué remotas
justificaciones hacían
avanzar tus días feroces
entre nubes de polvo.
¿Son antiguas acaso
o extrañas las razones
del impetuoso desorden, el pavor primordial,
la liberación de tus huesos,
tu rotosa chaqueta azul, el hierro
de la tacuara o tu pólvora torpe?
Sin duda te fue concedido
lo justo, en abiertas y vastas
materialidades, donde la crueldad,
la costumbre del desierto y el cielo
te hicieron señor de tus propios
aconteceres. Después,
muerte con cara al barro
o el delirio en el catre, la fiebre
que te introdujo la bala, también estaban
en el seno de un orden
que ha resistido al tiempo
y a la falaz abominación de sí mismo.
Tus batallas giraron
hacia un silencio anchuroso
donde aún prosigue el sentido
que inició el galope de tus caballos,
y el aire también y las hojas
olorosas de América
que torna a mover el viento:
he aquí la abierta eternidad
en poder de tus huesos,
donde es vana la miseria
de toda
interrogación: ¿qué sentido tuvo
para ti, para el mundo,
por ejemplo, la tarde
del 6 de julio de 1820?
Esta es la lluvia apacible
de Ledesma, en febrero. Recordad cómo yacen
las cosas con nosotros, junto a la sombra húmeda
de los cañaverales. A lo lejos la tarde
con álamos de inmóvil y sombrío azul
mientras el desolado silbo del chalchalero
cruza el aire brumoso. Con intensa
lentitud nos movemos y estamos silenciosos
viviendo en una dulce hondonada de América.
Detrás del escaso rumor de la gente, en alguna
parte, transcurre el río, con su cuerpo intratable,
constantemente herido por la piedra del norte
que viene de lo alto del mundo, la soledad
de las estaciones del año.
Algunos vinieron del sur, eran jóvenes
y tenían la piel blanca. Inagotable y vasto
hallaron el escarnio del verano, animales y hojas
pesados de agua entre los hombres. Con fatigado asombro
quebraron la gravedad codiciosa del barro
que arrastraba hacia abajo la llama insegura
de sus ojos. Y se fueron callados
con ardientes papayas y mangos
que hacia el sur se pudrieron en el tren.
Allá, de noche, habrán reunido a sus amigos:
y era América el silencio
instalado de pronto bajo sus frentes.
Prometieron volver, algo oscuro en su mente
o quizás en los huesos sentía más extraño que ajeno
la carnal y ardorosa exuberancia.
Y hablaron también de responsabilidad como si esto
significara luz. Pero los grillos
siguieron cantando en la humedad de Ledesma.
Vino la lluvia, apacible. Ahora conocen
como evidencia del fuego caído en una mano
la realidad de este rostro de América
que el destino de algunos conjetura maldito
o brutal territorio de nacer y de muerte traicionados.
Pero escuchad, ¿acaso, somos aquí pastores
de equivocados actos, de humillantes maneras
que no hallan razón ni sosiego? No: lo erróneo
es esa visión gastada que busca la palabra exacta
antes de aventurar las manos. El miedo no es la razón,
quizás la soledad es un error de perspectiva.
América, pues, ha dejado de ser la palabra
que inicia la justificación de una conducta
distinta, una actitud que retoma
las ruinosas formas de orgullo
y de lo que llamamos espíritu. He aquí la prueba:
la nuestra es otra justificación, estamos
ordenando las viejas violencias terrestres,
construyendo algo que no sea ilusorio,
cosas que logren regocijarnos. Y esto sabemos:
que América es dura y trata de no seguir solitaria,
que toda interrogación es inútil y es desolación
en el lujo de la mente, cuya región desconcertada
invaden la sed, la implacable devoción al sol,
la maldición de los pantanos y arenas, la razón
de los ríos y árboles y animales.
Esto sabemos: que vivir en América
no es haber meditado primero, ni colmar de antemano
el conocimiento de amor para construir después,
simplemente América debe confundirse ahora
con la aceptación de sus vastísimos vientos.
Los que llegaron del sur y se fueron
con perplejidad y con frutas conocen
esta lluvia de febrero, en Ledesma. Conocen
la codiciosa marea de los acontecimientos naturales,
el transcurrir implacable de las formas
levantadas por la arcilla entre los cerros
para desmentir nuestra lucidez de hombres
que pide memoria y sentido.
Pero América no exige justificación ni puede darla;
América es su propia justificación y es la nuestra.
Esto pensad los que habéis partido, hace tiempo,
en verano. Los dioses del río que viene de la soledad
y se oyen detrás de los cañaverales se sientan
a nuestra mesa. Su sentido es oscuro
pero es único: su explicación requiere
soplar sobre la arcilla de América. Tal el secreto
del silbo solitario del chalchalero
en el aire brumoso, el sombrío azul
de esta lluvia de febrero, en Ledesma.
Los delicados huesos que la tierra
apenas con el peso de una sombra cubre
se detienen aquí,
lejos del viento que les dio sentido
y espaciosa morada.
Por una vez, acaso
vana ha sido la muerte, pues la oculta
hermosura transcurre
en el centro impetuoso de la multitud
que consagró su unánime locura
a estos dioses de limpios ojos.
El tiempo,
que también devora ciudades y rosas,
inició en las soberbias
y levantadas figuras que amó el aire,
un cambio insensato
hasta reunirlas en la vasta sombra,
y desde allí adelanta hacia otras mañanas
la pasión y el rumor del galope memorable.
Así la eternidad.
Aquí el hombre ha desistido
su proceder absurdo bajo el cielo:
perdido el conocimiento
y el significado de toda sabiduría
reunió los cuerpos que en su memoria
levantan un resplandor que no cesa;
ni triste ni alegre,
con extraña serenidad sepultó a sus caballos
que ahora yacen aquí como en el seno
de una dulce costumbre.
La muerte que pretendemos conocer
no es esta: ninguna
meditación pide a los instantes del hombre,
ni la inútil
interrogación de la desdicha.
En la desnuda inscripción de la piedra
todo está concedido: así como entre todas
las flores que más amamos
escogemos algunas en la memoria
porque han sido el acontecer y la dicha
de una existencia única.
Un instante: mirad esta fotografía
en un diario reseco de los años treinta.
No se trata, creedme, de un error o fracaso
de la imaginación. Más allá del dolor
y también del castigo, contemplad este grupo
de hombres en la mesa; están cenando
y no obstante hace mucho que todos se murieron.
La luz decae, extraña. Las comidas, las rosas,
el pan, el vino fueron a sí mismos consagrados
y han entrado con ellos en la sombra suprema.
Por lo tanto, nosotros, tenemos tiempo ahora
para todas las preguntas. ¿Cómo les fue posible
padecer lo real en el centro
de sus propias cabezas? Observad qué profundas
y afeitadas mandíbulas en grave movimiento
adaptado a la carne de los campos de América.
Sensatez, hombres, ojos tan pulcros como astutos,
¿hubo un instante acaso de la noche en que todo
se les tornó ilusorio? ¿Alguna vez, debajo
de esas frentes fue ahuyentada la vasta perplejidad de ser?
¿Acaso en un segundo, en tanto que miraban
distraídos el jardín, en otoño,
el pensamiento se abrasó en sí mismo
como cae la llama bajo el espacio oscuro?
Nadie sabe. Detrás de la fotografía
mirad cómo se instala lentamente la noche.
Esto quedó; nosotros contemplamos la cena
de los señores; sin embargo, seamos
prudentes. Aquí hay algo, que en nada nos concierne:
ellos murieron, vemos cómo se desentienden
de nuestra triste lógica en un reino inmutable
donde el juicio fracasa. Sabemos desde siempre
que lucidez y sangre se disputan los límites
del error o el orgullo. Pero hay esto: la horrible
responsabilidad que les atribuimos
se aposenta y se agota en el ámbito escaso
de sus rostros de hombres. Hace tiempo que están
retrocediendo, a ciegas, comensales eternos de irrealidad colmados
que excepto a la piedad impunes se deshacen.
Contemplé el cuerpo de la paloma
que la muerte hizo descender
extrañamente, con un peso desconocido
hacia un trozo increíble de la tierra.
Liberado del cielo pedía sombra
el temblor abatido de su gris azulado.
La meditación, el deseo,
huyeron de mí como animales fatigados
ante esa nueva irrealidad que cubría el suelo.
Era en verano, yo estaba solo
y la paloma yacía muerta como en el centro
de una dulce costumbre iniciada hace tiempo.
Me senté a su lado, ni triste ni alegre,
e inicié con mi pie un absurdo movimiento
hacia el cuerpo silencioso, interrogando
en la insensata búsqueda
de un remoto estremecimiento en la sangre inmóvil.
Y la respuesta, como siempre,
me fue dada parcialmente
en la falta de sentido que adquiere el mundo
cuando uno detiene su mirada
por más tiempo de lo debido.
Pensé en otros veranos,
lejanas tardes con palomas que seguían
todavía la morada del aire
cuando la muerte era solo
un lujo del pensamiento, una rara
decepción que desmentía el fuego.
Ahora, junto a la paloma que yacía muerta
no me era dado comprender lo esencial
sino los ilusorios aconteceres
siempre jóvenes del mundo. Y en el hueco de las alas
que contuvo el aire vivo
se cumplía la podredumbre, indiferente,
tal la conducta que empujó mi pie
desde una voluntad desconocida
para hurgar el oculto secreto.
Secando yo los pañales
de mi hija pequeña, en la lumbre
que nos hizo remota la lluvia
insidiosa de otoño, en la noche,
mido la dulce rendición de las cosas
hacia la realidad de su breve carne indefensa.
Mientras tanto, duerme, en la pálida cuna.
¿Y seré yo el que procure el sentido
de todo esto? ¿Basta callar tan solo
para que retroceda el mundo hasta el silencio,
ocultando sus desdichadas imágenes,
el tumulto, la sombra
que precipita bajo mi frente?
Cuando sea tiempo, ella, mi hija pequeña,
tendrá algo de mi mirada, los años
que me hicieron posible levantar el rostro
desde el polvo hasta las uvas, su mismo
asombro de vivir que me justificó
cuando hallé en el misterio
al menos desconocido de los dioses.
Oh, a mi edad uno comprende
dónde está lo juicioso, que esta insensata
aventura levantada fue sobre alguna
razón secreta y más allá de la piedad es extraño
que no se nos perdone todo.
Duerme ahora, en el centro
de la noche de otoño. Sus primeras
preguntas yacen: cuando sean
vueltas al resplandor las guardaré
para siempre asombradas,
como hacemos con esas dulces
cintas de seda en el fondo de un cofre.
La respuesta es vasta: azul, mañana, agua…
¿Qué significan mis años,
si, como esta noche, apartados
mi hija pequeña y yo
de la lluvia silenciosa
nunca me pareció mi muerte
tan cercana a esta lumbre
y a la vez tan remota?
Y bien, morimos.
Millones de años
para la muerte, para una dignidad
extraña, en cierto modo
ajena. Pero el tema
es más ambicioso
que el pensamiento
y se pudre allí mismo.
Quizás hay un error
de perspectiva en todo esto;
especulaciones, sistemas,
estructuras mentales
y el terror debajo. Pero antes
hemos pedido vino
y marchitas
vimos caer las uvas. Morimos,
algo extraño,
pero siempre después.
Y sin embargo hay hombres,
hombres en todas partes,
sobre todo en la tierra.
Multitudes, máquinas,
cerebros secos al amanecer,
el viento, una rosa en la mesa
y café. Todo esto
consagrado a la luz; la muerte
no es natural.
Tu materia esencial fueron los otros. Ellos
te arrojaron al rostro su realidad, su infierno
para que dieras cuenta. Sin duda era lo justo;
desde el fondo distante de tus años y huesos
habías elegido la región que se aparta
de la muerte pequeña —la moral desdichada
del átomo de arcilla— el reino que apacienta
la opulencia del acto. Allí fue el movimiento
certero que abarcaste, apenas oscilando
desde la mente hasta tu propio acontecer,
pues fue el tuyo, entre todos, el ser menos frustrado.
Nadie sabe qué sitio, debajo de tu frente,
ocuparon los dioses que responden, inmóviles,
a los requerimientos más altos y esenciales;
pero, sin duda, aquello se redujo a los términos
de relación, de vida entre los hechos
evidentes del hombre. El misterio, el lenguaje
nocturno de las cosas, el camino del viento
en la inquietud extraña del jardín clausurado,
fueron ensoñaciones a tu dominio ajenas.
Mas no siempre la lógica, pues también conociste
qué gratuidad padece, como un cáncer, el fondo
de toda acción, relámpagos que están minando el aire
más allá del ocaso de la tarde tranquila.
Pero tu ciencia clara fue situarse en el medio,
no ya en la superficie de la rosa o la infamia,
ni tampoco en el centro de sus motivaciones
sino en el punto ingrave en que sitúa al hombre
la remota y perfecta decepción de Aristóteles.
Por consiguiente, nadie arriesgará preguntas
que tú mismo no hiciste: si el poder es la abierta
culminación o el triste ademán inmaduro
de una razón primera. Uno piensa en tu muerte
y no concluye nada si no deja en los otros
—motivo de tus días— el juicio que declare
el peso de tu absurda responsabilidad.
El resto apenas cuenta: desvaídos objetos
de tus noches de estudio, las palabras, el orden
que pensaste y, es posible, la misma realidad que fue tu dura amante
y que ahora apresura y supera tu propia degradación.
De madrugada
junto a la abierta ventana
que da al invierno
mis sentidos se desconcertaron
ante la plenitud
de un peso total contenido
en la fría blancura irreal.
Nada más lejos del amor
que esto: quisiera comprender
el aislamiento absoluto
de la materia incomunicable,
la integridad de la constante
tensión hacia abajo
de la fuerza obstinada
que se colma a sí misma.
Vlamink padeció este blanco
no perfecto, precisamente,
sino extrañamente total,
como si solo pudiera hallarse
en la raíz, en la primera sustancia
de las cosas, cuya segunda imagen
se da en lo ilusorio
casi con indecencia.
De allí lo caótico
de todo amor humano, el abierto desorden
con que relaciona
una carne con otra.
Pero este denso volumen
silencioso, indiferente
a todo lo que no sea
su propia fuerza interior,
persiste
en su atroz uniformidad, remoto
y sin relación alguna
con la insensata mezcla
de aconteceres que colman
la confusión del mundo.
De manera
que la botella de leche
contra la madrugada de invierno
también precipitó mi mente
en una repentina perplejidad
y solo me pareció,
meramente, la idea
de una botella de leche.
Tendida sobre la hierba, mi mano derecha
retrocedió, como volviendo
a una vieja perplejidad: la tierra le ofrecía
de pronto, un abierto acontecer de sí misma,
con el insecto verde, en el lento
latido de su abdomen que cruzaban
rotundas rayas azules. Yo, en inmóvil
desconcierto, acepté el hecho y justifiqué
con extraña vacilación una existencia
imperturbable, de colmada gravedad,
que atravesaba con el sol
la mañana de verano. Logré apenas
soportar la tensión con que el insecto
arqueaba hacia abajo su desnuda materia
y vi dos ojos de púrpura estriada
vueltos al resplandor desde una sombra remota.
El mundo allí alcanzaba otra imagen, acaso
demasiado esquemática para ser soportada
por el conocimiento. Esto ocurría
bajo el cielo y recuerdo que entonces
cansado del desorden de la mente y la piedad
y la dialéctica de la culpa
pretendí que esos vivos espejos de la tierra
contuvieran mi imagen. Nada entendí,
sino que ya era tarde. Desde hace tiempo
nuestro dominio es otro. Lejos
como un antiguo error yace a nuestras espaldas,
más allá todavía
de la hedionda caverna de Platón,
una oportunidad perdida. El retroceso, el horror
de mi mano derecha, tan cerca del espíritu,
fue tan solo la imagen del renovado fracaso
ante el insecto verde, en la lenta
mañana de verano.
La clausura en sosiego de esta madera inerte
consume un hecho de sentido
más arduo que concluyente:
tus huesos. Una piensa
que allí se amontonan desordenados
en un volumen insensato que supera
a los que posee juiciosamente un hombre.
Y es posible que tus días ferozmente ocupados
en una devoción estentórea
al porvenir carnal de la patria
estremezcan a veces
la derrumbada estructura
como pugnando hacia un orden remoto.
Por consiguiente, aquí no es inmutable
la oscuridad que colma el cráneo
y sin duda compone un lenguaje secreto
de la acción sobrepasada.
Se comprende así que el error y la gracia
que ha de alcanzar tu llama alimentada
por el aceite de América no puedan
permanecer ignorados por esta
pesada arquitectura. De manera que tiende
vastedad obstinada, hacia abajo
y al mismo tiempo niega
desmoronarse al polvo
de Sarmiento.
No hay paz ni gracia en esta multitud del otoño
que con la tarde crece, cuando viene a caer
su rumor desdichado en el sol silencioso.
De este modo, constante, lo callado transcurre
más allá todavía del oscuro granito,
bajo el lúcido asfalto y la arcilla incesante
donde se tocan los muertos multiplicados
sin convicción precisa, dejando atrás las puertas
que horadan un cerco interminable.
Entrar aquí es perder el orden de la mente
y la piedad: así como el tiempo apresura
toda interrogación, mientras la reflexión
se vuelve hacia sí misma, inútil, las palabras
del mármol y la piedra falsa no se detienen
nunca y apenas logran la mención de un reposo
tras otro, en absorta comodidad situadas
por un previsto cálculo. Ninguna circunstancia
alcanzaría la vasta mortalidad
de esta abrumadora dimensión, allí
donde se abate el lujo insípido de tantas
flores de alambre, tristes dones que desalojan
los geranios podridos entre cintas azules.
Aquí, decimos, yace el fraude del espíritu:
la ciudad que devora su propia podredumbre
no cree en la muerte sino en la pobre abstracción
de aquella realidad que apenas le concierne
y sin embargo arriesga la concesión de un rito
de estructura falaz que acumula en un orden
miserable los rostros de los días que fueron.
En vano buscaríamos la lámpara de aceite
perdurable, la llama convincente que otorga
plenitud a una muerte determinada y única
dejando atrás los días venturosos o atroces
de lo que fue. Esta es otra región con devociones
metódicas en tardes de domingo, a la oscura
muchedumbre de huesos que crecen para siempre
en fría destrucción que no recuerda al alma
ni la aventura del mundo desordenado
bajo el cielo. Los mármoles juiciosos, la madera
y el bronce, nada tienen a su imparcial custodia
sino lo inerte, inmóvil sombra que no responde
a la interrogación del delirio, ni entrega
espacio al estupor de la imaginación.
Destierro extraño el de estas tumbas. Nadie comprende
el posible sentido de sus pasos que marchan
en los senderos húmedos, sobre la irredimible
estación del pasado, donde toda esperanza,
agotado el deseo, superada quedó
hasta la horrible pérdida de su propia noción,
del poderío, el hambre de su significado.
Tan leve es la distancia, el vulnerable espacio
de la herida tierra entre el pie presuroso
y el tiempo detenido, que hace extraña la fe
que sepultó a los cuerpos, no en la memoria, sino
como quien abandona una carga en el suelo
para seguir la marcha y volver en las lentas
mañanas, después del café, con flores claras
cuyo centro es tan solo decepción y recuerdos
que fracasan. Las hojas se renuevan, marchitas,
y la sombra es azul, bajo los eucaliptus:
allí va a detenerse, acosado, maldito,
nuestro conocimiento y es hora de marcharse
dejando estupefacta toda interrogación.
¿Cuál es entonces la paz que prometiera
el horror en sus lúcidos instantes?
¿Qué gracia es la elegida, transcurrido el oscuro
acto que da secreto al resplandor del vaso?
¿Qué dones que no fueron concebidos primero
engendrados en la profundidad del vaso,
imágenes perfectas no sujetas al cambio
en campos que no cesan o tan solo el vacío
dentro de otro vacío? ¿Durará lo sabido,
absurdamente acaso, o será el padecer de otro
conocimiento? Aquí, junto a las presuntuosas
mansiones clausuradas al ejercicio hiriente
del espíritu, toda especulación marcha
hacia la insensatez y detrás de las grandes
palabras permanece nuestro sueño, frustrado
para los dones de una posible eternidad.
Nosotros, los que amamos también la desolada,
la amarga luz que cubre toda devastación,
los enmohecidos restos del orgullo en el fondo
de los años, ¿tendremos esta misma respuesta,
la inexplicable imagen de las hojas que giran
cayendo en el granito, este seco rumor
del tiempo entre los huesos? ¿El común privilegio
de la destrucción requiere un orden como este?
Lo dudoso y lo absurdo son aquí el lenguaje
de columnas y lápidas; deleznables, las formas
consagradas lo son a sí mismas tan solo
y nuestra reflexión queda entonces en ardua
soledad. Crece el muro, la hiedra interminable
en otoño; nosotros soslayamos ahora
con tabaco y palabras el silencio insidioso
de los muertos, así como se aparta en medio
de la luz un error. Pero este monstruoso
simulacro proclama nuestra complicidad:
lo esencial queda oculto, en otra dimensión,
allí donde el reposo, lo que llamamos sueño
busca su propio ser y halla acaso un sentido,
la inerte decepción de un círculo inviolable.
Al pie del agua de un verde inmóvil
había un sapo que dulcemente vi
hace tiempo, en un verano,
y su forma contenía un posible mundo
desconocido, quizá semejante
a los vastos cielos de diciembre.
Pero el cielo mismo no se comprende en absoluto.
Estaba allí, reposado en la placidez
de su propia y espesa materia palpitante,
sensato como todas las cosas
que desde su centro aguardan
la disolución de sí mismas.
Me detuve y logré
alcanzar sus ojos con los míos
y pensé que, sin duda,
la perplejidad de ser estaba superada.
Consideré inútil otro
conocimiento. El sapo alcanzaba
una región más vasta,
no extraña precisamente sino
ajena, una manera
de sobrevivir lo exactamente necesario.
Precipitado, aventurado a la existencia,
como un sapo simplemente, más allá
de la belleza
que da paz y enloquece a los hombres
el único significado de todo eso
era la tranquila complacencia
de la húmeda piel verdosa,
vistiendo a un dios obstinado
en la razón secreta de sí mismo.
Me inundó un colmado sosiego
y desmentí
la náusea y la muchedumbre de sabios
que desde Thales de Mileto
inclinan hacia el error
el tumulto precipitado bajo la frente.
Ante esa vana fatiga
permanecía idéntico a sí mismo
e infatigable además
el sapo que dulcemente vi
hace tiempo, en un verano.
¿Acaso han visto ustedes, tristes, meditativos
la violencia del día desde el mar, en el este
y las limpias llanuras centrales y quebrarse
en los pinos y el viento de levantadas tierras
marchando hacia el oeste? ¿Han conocido gente,
construcciones y perros persiguiendo el camino
vastísimo del sol? ¿Y hacia el norte, cruzando,
los pantanos y el polvo, la culebra y el cacto,
horizontes que arden en azul desvaído
donde se mueven hombres, aquí y allá, dispersos,
que pisan con certeza la piedra, la humedad
de los bosques? Son ellos, los nuestros. Sin embargo
ustedes se preguntan qué es este extraño acto
de vivir en América, qué singular medida
debe adquirir el alma para que tantas cosas
no le sean ajenas. Oh, la respuesta se pudre
en el ámbito escaso del estudioso cráneo,
la indagación, la náusea, más errónea que cierta.
¿Pueden oírnos? Esto: una llama es América
donde ardemos nosotros, sangre de todas partes
justificada en nuestras actitudes y sombras.
Afirmativos, hemos aprendido en silencio
a usar las manos antes y después a hablar claro,
y amando, sin saberlo, fracasados caminos
en las noches de otoño, atrás fueron las ruinas
y adelante hay hombres, un resplandor cercano,
el sentido preciso que es estar en América.
Ustedes, los que juntan primero pensamientos
antes de la pasión, pálidos y febriles
con tabaco y café, con rabiosa memoria
para el pasado, aquí, bien desnudos nos tienen
ferozmente ocupados en construirlo todo,
sin interrogaciones tendidas hacia el mundo,
asintiendo a lo nuestro como aceptan sus propios
huesos los dulces animales de América.
Ustedes, hace mucho, perdieron la inocencia
bajo la frente, pero heredada no fue
por nosotros: sabemos que toda podredumbre
no se agota en sí misma, que la insomne y constante
dignidad de la muerte da un extraño sentido
a la acción, mas por ello no es menos cierto el fuego
que esta arcilla nos da, con tiempo y abundancia.
Somos millones y esto es bueno. Tan bueno
que da limpia razón al nacer y al vivir
cuando con claridad se miran estas cosas,
incluso las calladas maldiciones del hambre,
la mentira y la muerte de hombres contra otros
y la imbécil miseria indigna hasta en un perro.
De manera que basta, pensadores oblicuos,
a callar de una vez, invitados están
a la mesa de todos. ¿Les faltan dioses? ¿Tienen
poco sabor las uvas más recientes del mundo?
¿Es vacía y extraña la razón de sentarse
y comer y estar juntos y marcharse después
cada uno a su rostro? Pero, miren, a nadie
interesa la ruina de indagar en sus actos
sino callar y arder construyendo lo suyo: