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Él se había llevado su virginidad y se había marchado sin decir ni palabra La estrella del rodeo Deke McCall había vuelto a la ciudad, pero Mary Beth Adams no quería ni ver al rompecorazones que había desaparecido dos años antes sin dar la más mínima explicación. Estaba demasiado ocupada intentando salvar el rancho de su familia, y necesitaba ayuda urgentemente... hasta que el guapísimo Deke acudió al rescate... Le resultó muy difícil seguir estando enfadada después de que él se convirtiera en su héroe particular; y más difícil aún era resistirse a sus caricias y sus besos apasionados. Pero, ¿sería su recién nacido amor lo bastante fuerte para superar los errores del pasado y crear un futuro feliz para los dos?
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Seitenzahl: 171
Veröffentlichungsjahr: 2014
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2002 Shirley Rogerson Inc.
© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.
Por encima del deseo, n.º 1214 - julio 2014
Título original: Her Texan Temptation
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Publicada en español en 2003
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-4677-7
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
–¿Algún problema, Red?
Deke McCall, pensó Mary Beth Adams, reconociendo la voz y quedándose helada. Tenía el pie aprisionado en el agujero que ella misma había hecho al dar una patada al abrevadero. El agua se salía formando un pequeño charco. En aquellas circunstancias, la última persona a la que hubiera querido ver era precisamente el atractivo vaquero, con el que había tenido una aventura. Mary Beth juró en silencio, mientras su único trabajador contratado en el rancho desaparecía en la distancia. ¿Cómo era posible que se hubiera marchado así, sin más? Aunque tuviera una oferta de empleo mejor, al menos debería haberla avisado con antelación.
Mary Beth reunió coraje y se dio la vuelta en dirección a Deke. Por desgracia, el movimiento hizo que se torciera otro poco más el tobillo. Aguantando el dolor con valentía, Mary Beth apretó los dientes y contestó:
–No, todo va bien.
Detestaba que la llamara por aquel mote de la infancia. Nada más reconocer su voz, había sentido un estremecimiento recorrerle la espalda. Era como si no hubieran transcurrido aquellos dos años. Pero Mary Beth ya no era una adolescente enamorada, dispuesta a entregarle a Deke su corazón. No, era una mujer adulta, y tenía que controlarse. Solo que su corazón latía aceleradamente, poco dispuesto a escuchar a la razón.
Reunió coraje y alzó la vista hacia él. Según parecía, la vida del rodeo le sentaba bien. Tenía los hombros inmensamente anchos, y los brazos más musculosos de lo que ella recordaba. Pero no hubiera debido herirle de ese modo, volver a verlo. Inevitablemente, antes o después, tenía que mirarlo a los ojos. Era inútil retrasar el momento. A lomos de un caballo, Deke sonreía. Varios mechones de su cabello rubio sobresalían por fuera del sombrero vaquero. Y sus ojos azules, tan típicos de los McCall, brillaban excesivamente. Estaba de lo más sexy.
–¿En serio? –volvió a preguntar Deke, reprimiendo una sonrisa y ladeándose el sombrero.
Mary Beth era toda una mujer. Más alta que la media, y con curvas que podían paralizar el corazón de cualquier hombre. A la pata coja, con los brazos levantados como alas, balanceaba las caderas provocativamente, haciéndole recordar la noche en que hicieron el amor.
Tenía los cabellos pelirrojos recogidos, pero muchos mechones ensortijados se arremolinaban en torno a su rostro haciéndola parecer una adolescente, a pesar de tener veinticinco años. Y el brillo de los ojos la delataba. Si estaba colorada, no era porque le hubiera dado el sol, sino de vergüenza.
Atrás había quedado la mujer que él recordaba: callada, tímida, modesta. Habían crecido en el mismo lugar, pero Deke iba un par de cursos adelantado a ella. Y la verdad era que jamás le había prestado excesiva atención.
Hasta aquella noche, dos años atrás. Aquella alucinante noche había sido para Deke como un rotundo aviso: Mary Beth podía ser una amenaza para su soltería.
–Pues parece que no te vendría mal, un poco de ayuda –comentó él irónico, soltando una carcajada.
–Gracias, pero no.
Lo que Mary Beth necesitaba verdaderamente era un milagro. Un par de meses más de problemas abrumadores, y no tendría que volver a preocuparse de la hipoteca del rancho nunca más. Paradise pasaría a ser propiedad del banco.
Pero ella no creía en los milagros. Mary Beth adoptó aires de dignidad y sacó el pie del agujero sin caerse y sin hacer el ridículo. El agua salía del abrevadero a borbotones. Se apartó y apretó los dientes, al sentir un agudo dolor en la pierna. Incapaz de apoyar el pie, lo dejó en el suelo sin cargar peso en él.
–¿Qué estás haciendo aquí? –preguntó ella volviendo a recordar lo sucedido dos años atrás, al terminar el funeral de su padre, cuando Deke le ofreció consuelo.
Había sido tremendamente fácil apoyarse en él, perderse en su abrazo. Deke apenas le había hecho caso nunca, mientras que ella siempre había estado enamorada de él, desde la adolescencia.
–¿Aquí, en Texas, o aquí, en Paradise?
–En mis tierras –contestó ella con frialdad, observando el estado casi ruinoso de todo, a su alrededor, y sintiéndose violenta.
A pesar de las cabezas de ganado, escaso, resultaba pretencioso llamar rancho a Paradise. Probablemente Deke se estuviera preguntando por qué había dejado que todo llegara a ese lamentable estado. En el fondo, a Mary Beth le daba igual qué estuviera haciendo él en Texas. Al fin y al cabo, le había roto el corazón. Quizá no lo hubiera hecho intencionadamente, pero Deke tenía que saber que ella siempre había sentido algo por él. De un modo u otro, Mary Beth había sufrido su rechazo. Pero los tiempos cambian. Ella había cambiado. Ya no era la adolescente enamoradiza que se deja engatusar, no volvería a mostrarse tan susceptible a sus encantos.
Además, siempre había sabido que ningún McCall se tomaría en serio a un Adams. Su familia era pobre, mientras que los McCall poseían uno de los ranchos más prósperos de Crockett County. No le sorprendía que él no se hubiera molestado en llamarla por teléfono después de hacerle el amor, pero no por eso su abandono era más llevadero.
–Algunas vacas marcadas con tu sello han roto la valla, así que vine a investigar –respondió él perdiendo en parte el brillo de los ojos, ante el tono de voz frío de Mary Beth–. Me pareció que lo mejor era venir a avisarte.
–Me ocuparé de eso inmediatamente.
Realmente, no sabía cómo iba a hacerlo. Aunque poco fiable y poco trabajador, Clyde era su único trabajador. Pero acababa de marcharse, aceptando otro empleo en Dallas. Sin Clyde, y sin dinero para contratar a otro vaquero que lo sustituyera, Mary Beth estaba sola al frente del rancho.
¿Por qué se obsesionaba por conservar las tierras?, ¿qué la había hecho creer que le interesaba siquiera convertir aquel rancho en un negocio próspero? Su padre siempre había creído que no tenía las agallas necesarias para dirigir un rancho, esa era la razón. Pero su padre llevaba dos años muerto, y desde entonces las cosas habían ido de mal en peor. ¿Qué hacía allí, tratando de demostrarle a un muerto que se equivocaba? De haber tenido una pizca de sentido común, se habría marchado de vuelta a San Antonio.
Pero si abandonaba le demostraba a su padre que tenía razón. ¿Por qué demonios su padre nunca la había querido? De haber tenido un hijo, en lugar de tenerla a ella, su padre le habría dado su aprobación automáticamente. Pero a una chica no, a ella no.
–¿Volverá pronto Clyde?
–He dicho que yo me ocuparé de eso –repitió Mary Beth sin hacer caso de la pregunta.
Ya encontraría el modo de recoger el ganado que se había metido en las tierras de los McCall. Ante todo, Mary Beth detestaba pedir ayuda. El problema era que el recibo de la hipoteca llegaría pronto, y no podía permitirse el lujo de perder una sola vaca, si quería venderlas para pagarlo. Aun así, prefería arriesgarse a no conseguir el dinero antes que pedir ayuda a Deke.
–Se me ocurrió que quizá quisieras que te prestara a alguno de mis vaqueros –sugirió él frunciendo el ceño.
Se merecía la ira de Mary Beth, recapacitó Deke. Años atrás se había aprovechado de ella, haciéndole el amor y abandonándola para no volver a llamarla jamás. Y de pronto se presentaba de improviso. ¿Qué esperaba, una cálida bienvenida? Red se había marchado de Crockett para vivir en San Antonio, pero un par de años atrás, cuando su padre tuvo el accidente, la habían llamado para que volviera. Hank Adams había muerto dos semanas más tarde, tras la llegada de su hija a Paradise.
Deke había asistido al funeral solo por respeto. Jamás había simpatizado con Hank, aunque lo cierto era que el viejo no simpatizaba con nadie. En medio de toda aquella gente dándole el pésame, Mary Beth le había llamado la atención. A su vuelta de San Antonio parecía otra mujer, más segura de sí misma y más vivaz, siempre sonriendo, amable con los demás. Con todos, excepto con él. Por eso precisamente se había quedado en su casa, tras el funeral, cuando todos se hubieron marchado. Le había molestado notar que ella hacía todo cuanto estaba en su mano para evitarlo.
–No, pero gracias de todos modos –respondió Mary Beth sacudiendo la cabeza–. Es solo que…
El tono brusco de Mary Beth daba a entender un mensaje con toda claridad: ella no lo quería ni ver. Deke estaba tan ofendido, que consideró incluso la posibilidad de marcharse. Pero como no estaba Clyde, tenía serias dudas de que ella pudiera reunir sola las vacas. Lo admitiera o no, necesitaba ayuda. Y no podía dejarla tirada. Como vecino, se sentía obligado a echarle una mano.
–Escucha –comenzó él a decir con calma–, puedo ayudarte a reunir las vacas perdidas. Podemos hacerlo en un momento, y luego me marcho.
–No necesito tu ayuda –insistió ella alzando el mentón, y llevándose una mano a la frente, sudorosa y dolorida.
–Parece que se prepara una tormenta –comentó Deke mirando al cielo–. Si lo hacemos juntos, podemos terminar antes de que descargue.
Deke volvió la vista hacia ella. Un anhelo largamente olvidado, que creía superado, le contrajo el pecho. Después de hacer el amor con ella, se había quedado atónito… anhelante de nuevo. Lo que Mary Beth le hacía sentir, lo que le hacía anhelar, iba mucho más allá de una mera necesidad física. Si no ponía especial cuidado, una relación con una mujer como ella podía resultar catastrófica, obligándolo a entregar mucho más de lo que estaba dispuesto. A juzgar por lo afectado que estaba en ese momento, aquella noche había hecho bien abandonándola.
–No quisiera retenerte, si tienes cosas importantes que hacer –insistió ella con frialdad–. ¿No deberías estar en los rodeos?
–Me he tomado un descanso para venir a casa –dijo él notando su desdén. ¿Le desagradaban todos los vaqueros que se dedicaban a ganar dinero en los rodeos, o solo él? Mary Beth hizo un gesto de dolor irreprimible, y Deke desmontó inmediatamente del caballo, acudiendo a su lado–. ¿Qué te ha pasado?, ¿te has hecho daño? –preguntó arrodillándose a su lado.
–¡Quítame las manos de encima! –exclamó ella empujándolo de los hombros.
–Calma –recomendó él apoyando una mano en el suelo y sujetándole la pierna con la otra–. Solo voy a echar un vistazo.
–Mi pie está perfectamente –mintió ella.
Pero Deke no le hizo caso. La conocía demasiado bien, y sabía que jamás aceptaba ayuda. En ese sentido, era todo lo contrario de su padre. Hank Adams siempre había buscado la vida fácil, mientras Mary Beth cuidaba de su madre enferma y se ocupaba de la casa. Deke tenía la sensación de que ella estaba dispuesta a destrozarse trabajando, tratando de corregir la reputación de su padre.
Deke le levantó la pierna con cuidado y la puso sobre la suya. Para mantenerse en equilibrio, Mary Beth se apoyó en su hombro. Aquel contacto lo hizo tensarse, Deke trató de ignorar la fragancia de ella. Y le quitó la bota, recordando aquella vez en que la había desnudado.
Aquella noche solo trataba de consolarla. Parecía como si ella estuviera tensa, intentando controlarse. Y finalmente, a solas con él, se había derrumbado. Se había apoyado en él y le había dicho que se sentía terriblemente sola. Echaba de menos a su madre, que había muerto un año antes.
Deke la había abrazado y le había susurrado palabras de consuelo. Al alzar la vista hacia él, con los ojos llenos de lágrimas, él había besado sus párpados para enjugárselas. Entonces Mary Beth se había estrechado contra él, y Deke había cedido al deseo de saborearla. Los besos encendieron rápidamente el fuego entre ellos, desatando la pasión. Deke había tratado de controlarse, reacio a aprovecharse de ella en aquella situación. Pero Mary Beth lo había atraído a sus brazos susurrándole que lo necesitaba. Y por fin él, dividido entre el deseo y la compasión, le había hecho el amor.
Un error. No, un terrible error. Enseguida Deke se había dado a la fuga, abandonándola antes de que fuera demasiado tarde. O eso, al menos, había creído él. Luego, a solas en su habitación, Deke había descubierto que no había corrido lo bastante. Pasar una noche con Mary Beth lo había alterado profundamente. Y no había vuelto a llamarla, para su vergüenza, por miedo a que ella le arrancara una promesa que no habría podido cumplir. Ni entonces, ni en ese momento.
–Estate quieta –ordenó él bruscamente, molesto ante las divagaciones de su mente, que no hacía sino adentrarse en terreno peligroso.
Otra vez. Tenía que alejarse de ella, si no quería volverse loco de deseo. Pero no podía dejarla, herida y sola. Se quedaría hasta asegurarse de que estaba bien. Y luego saldría disparado. Porque tenerla tan cerca era una amenaza para todo aquello por lo que luchaba en el rodeo. Ni podía quedarse, ni podía volver a hacerle daño.
–No puedo, si no me sueltas la pierna –contestó ella, tratando de no caerse.
A Mary Beth tampoco le gustaba tenerlo tan cerca. Tocarlo le hacía recordar. Por supuesto, él no había vuelto a pensar en ella desde aquella noche, de eso estaba convencida. Deke le quitó la bota y el calcetín, descubriendo el tobillo hinchado. Mary Beth contuvo el aliento. Recordaba cómo aquellas mismas manos habían acariciado íntimamente su cuerpo. No debía dejarlo acercarse de nuevo.
Mary Beth lo miró a los ojos, preguntándose si habría estado hablando en voz alta. Deke la escrutaba de tal modo, que la hacía sentirse desnuda. De pronto se dio cuenta de que él estaba hablando.
–Cariño, ¿te duele mucho? –repitió la pregunta Deke.
–No, solo un poco –respondió ella retorciéndose de dolor, mientras Deke le giraba el tobillo en todas direcciones para ver si tenía el hueso roto.
–Mentirosa.
–Si me sueltas, me encontraré mejor –respondió ella maldicéndose en silencio, por ruborizarse–. Lo único que tengo que hacer es volver a ponerme la bota y…
–Lo único que vas a hacer es ponerte hielo en la herida –dijo él con firmeza.
–Escucha, no necesito que me digas lo que tengo que hacer.
–Es evidente que sí, si crees que puedes volver a ponerte la bota como si nada –respondió él irguiéndose y poniendo los brazos en jarras.
–Tengo cosas que hacer. No puedo quedarme sentada sin hacer nada, por culpa de una torcedura –insistió ella retorciéndose de dolor.
–Deja que se ocupe Clyde, cuando vuelva –sugirió él recogiendo la bota y el calcetín, sin tendérselo a ella.
Mary Beth sintió que los latidos de su corazón se aceleraban. No quería admitir que Clyde se había marchado, pero no le quedaba otro remedio. Todo Crockett se daría cuenta. Y cuando Deke se enterara, volvería a Paradise hecho una furia.
–No puedo –dijo Mary Beth respirando hondo.
–¿Por qué?, ¿cuánto tiempo va a estar fuera?
–Para siempre. Se ha marchado.
–¿Ahora, precisamente? –continuó preguntando Deke.
–Ha aceptado un empleo en Dallas.
–Ah, por eso era por lo que tenías una rabieta, entonces –concluyó Deke, sonriendo.
–¡Venga, dame la bota! –exclamó Mary Beth, tratando de quitársela.
–Déjalo ya, Red –respondió Deke retirándola de su alcance.
–¡Deja ya de llamarse así!
–¿Cómo?, ¿Red? –preguntó Deke, seductor–. ¡Demonios, cariño, te han llamado así toda la vida!
–Pues no me gusta, jamás me ha gustado. ¡Me llamo Mary Beth!
–Bien, trataré de recordarlo, Mary Beth –contestó él con énfasis.
Según parecía, con Mary Beth no hacía una sola cosa bien. Apenas la había visto durante aquellos dos años, y las veces en que habían coincidido, ella había tratado de evitarlo. Ni siquiera le había dirigido la palabra. Lo cierto era que jamás habría podido ser el hombre que ella necesitaba. Al igual que Mary Beth, Deke había perdido a su padre. Había sido hacía muchos años, pero Deke seguía cargando con el peso de las últimas palabras que le había dirigido: «te odio». Mal escogidas, para un chico tan joven. Esas palabras lo habían perseguido hasta convertirse en un hombre. Jamás había tenido oportunidad de retirarlas. Había aprendido la lección: jamas debía decir algo que no sintiera.
Por eso no había vuelto a llamar a Mary Beth, después de hacer el amor. No había querido infundirle falsas esperanzas, que jamás habría podido cumplir. Pero en sus esfuerzos por no herirla, solo había conseguido hacerle daño.
–Escucha –continuó Deke observando el tobillo, hinchado y colorado–, tienes que cuidarte la hinchazón, o no podrás caminar en una semana.
–Vaya, gracias por su consejo, doctor McCall.
–Hablo en serio –insistió Deke contemplando sus labios, tan generosos y tentadores como siempre.
–No tengo tiempo para discutir contigo, tengo que reunir las vacas –contestó Mary Beth, tratando de quitarle la bota.
–No irán muy lejos –comentó él.
–Eso es igual, lo importante es que no van a volver si las llamo, ¿no crees?
–Muy lista.
–¡Dame esa bota!
–Como sigas así, voy a acabar por pensar que no quieres ni verme.
–Pues ahora que lo dices…
–¡Cuidado, cariño! –recomendó Deke–, vas a herir mis sentimientos.
–¡Como si pudiera! –musitó Mary Beth–. ¿Has terminado ya? Tengo trabajo que hacer.
–Eso puede esperar. Vamos, te llevaré a tu casa y te pondré hielo.
–Deke…
–¡Maldita sea, Mary Beth…! –exclamó Deke dejando de hablar y tomándola en brazos.
–¡Deke McCall, suéltame inmediatamente! –gritó Mary Beth. Él la miró en silencio. Ella pataleó–. ¡Puedo andar!
–No, si no quieres hacerte más daño –sacudió él la cabeza–. Y deja de luchar, o te suelto y te caes al suelo –añadió en tono de advertencia, soltándola un instante para asustarla.
Mary Beth se agarró entonces a su cuello, sujetándose con fuerza. Deke sintió uno de sus pechos presionarse contra su torso. Aquel contacto lo excitó. Deke juró entre dientes y se preguntó cuánto tardaría en llevarla a su casa. Se apresuró al porche, caminando a grandes zancadas, y abrió la puerta. A pesar del aire acondicionado, sentía como si toda su piel ardiera.
Nada más entrar, los recuerdos lo asaltaron. Deke trató de acostumbrarse a la diferencia de luz, y miró a Mary Beth. Ella estaba pensando en lo mismo. La última vez que él había estado allí, habían hecho el amor. Tenía un grave problema.
Deke entró en el vestíbulo tratando de apartar de su mente los recuerdos de Mary Beth desnuda en sus brazos, pero fracasó. Estaba sudando. Saber que él no era el hombre que ella necesitaba hubiera debido bastarle para apartar las manos, pero no había sido así. Le había hecho el amor y la había abandonado, como un desgraciado.
Sí, hacía bien eso de herir a las personas. Mary Beth no merecía que nadie la tratara así. Merecía un hombre en el que poder confiar, no un estúpido vaquero cuya única meta en la vida era ganar el Campeonato Nacional de Rodeo. Hubiera debido ir a verla, llamarla por teléfono, disculparse. Pero no lo había hecho. Siempre había creído que Mary Beth era de las que buscaban el matrimonio, un final feliz, y por eso había decidido cortar por lo sano. Porque, si hubiera ido a verla, jamás habría podido abandonarla. Y él tenía sus metas. Tenía que ganar el campeonato. Por su padre.