Rendición final - Shirley Rogers - E-Book

Rendición final E-Book

Shirley Rogers

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Beschreibung

Las condiciones del testamento eran muy claras: Tanya Winters y David Taylor debían vivir en la plantación durante un año o perderían la herencia. La plantación de Cotton Creek era el único hogar que había conocido Tanya. Había llegado allí a los diecisiete años después de haber perdido la memoria y se había enamorado del hijo de su benefactor, David. En un momento de locura adolescente, lo había besado y aún la atormentaba la humillación que había sentido después. Ahora David había regresado y quería lo que era legítimamente suyo... incluyendo a Tanya. El dormitorio se convirtió en un campo de batalla donde el placer era el premio máximo. Pero cuando Tanya recuperó la memoria, tuvo que tomar una dolorosa decisión: aceptar su verdadera e increíble identidad, o quedarse con David para siempre...

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Seitenzahl: 204

Veröffentlichungsjahr: 2017

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Harlequin Books S.A.

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Rendición final, n.º 5558 - marzo 2017

Título original: Terms of Surrender

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2005

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-687-9354-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Savannah Spectator Crónica Rosa

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Savannah Spectator Crónica Rosa

 

La campaña electoral al Senado ha propiciado un sinfín de eventos sociales en torno a ella durante los últimos meses en Savannah, como fiestas para recaudar fondos o para dar a conocer a los candidatos y sus programas. Sin embargo, ahora que las elecciones han pasado y que nuestro nuevo senador está instalándose en el cargo, los reporteros del corazón nos tememos que se avecine una época de sequía informativa. Los ecos de los recientes escándalos que han salpicado a la familia de nuestro flamante senador van disipándose poco a poco, y tras el rosario de bodas que se han ido sucediendo, no ha habido siquiera una figura pública que haya incurrido en un patinazo digno de mención. ¿Nos dará quizá nuestro nuevo senador algo jugoso sobre lo que hablar? Después de todo, es un desperdicio que un hombre tan atractivo lleve tanto tiempo solo…

 

 

Claro que quizá sea demasiado pedir que nos sorprenda con un romance. Ya sería demasiada suerte. Aunque, bien mirado, en los últimos meses le ha salido todo a pedir de boca a nuestro brillante, rico, y apuesto senador. De hecho, lo único que faltaría para que la felicidad de su familia fuera completa, sería que encontraran a su sobrina, esa pobre chica que lleva en paradero desconocido desde hace cinco años. ¿Aparecerá algún día? No podemos saberlo, pero la esperanza es lo último que se pierde, y la ciudad de Savannah es una fuente inagotable de sorpresas.

Capítulo Uno

 

–David… prométeme… prométeme que…

Frunciendo ligeramente el entrecejo, David Taylor se arrodilló junto a la enorme cama de madera de roble en la que yacía su padre moribundo.

–¿Qué quieres que te prometa? –inquirió.

Considerando que siempre había habido fuertes desavenencias entre ellos, no podía imaginar qué podría ser tan importante como para que su progenitor fuera a rebajarse a pedirle un favor.

–Prométeme… prométeme que cuidarás de Tanya.

De todas las cosas que había pensado que pudiese decirle, aquélla era la que menos había esperado. Inspirando profundamente, clavó la mirada en los cansados ojos azules del hombre postrado ante él, que tan poco se parecía al padre estricto que recordaba. No era más que una sombra de la figura autoritaria que había sido para él de niño. A sus sesenta años su cabello, antaño castaño claro, se había tornado casi blanco, y la rápida pérdida de peso causada por la enfermedad había dejado su piel macilenta y ajada. En poco tiempo el cáncer que padecía lo había consumido.

–Padre, yo…

–¡Prométemelo! –insistió su padre, tratando de incorporarse con un angustioso jadeo, al tiempo que lo agarraba sin fuerzas de la manga.

–Está bien; te lo prometo –se apresuró a responder David–. Pero ahora recuéstate –le dijo, apretando su mano y empujándolo suavemente con la otra para que volviera a tumbarse–. Cuidaré de ella; tienes mi palabra.

Sin embargo, estaba seguro de que no le resultaría fácil cumplirla. Sólo había visto a Tanya Winters durante unos minutos, a su llegada a Cottonwood, la plantación de Georgia que había pertenecido a su familia durante décadas, pero esos minutos habían bastado para reavivar en él la atracción que sentía hacia ella, una atracción que no se había disipado en los cinco años que había estado fuera.

A juzgar por el desdén apenas contenido que había mostrado al saludarlo, era obvio que seguía enfadada con él por el modo en que se había «despedido» de ella el día que se había marchado.

Posó de nuevo la vista en el cuerpo yaciente de su progenitor, en sus ojos cerrados. Casi no había llegado a tiempo. El médico personal de su padre, Mason Brewer, que estaba de pie a unos pasos de él, le había dicho que probablemente no llegaría al día siguiente. David, que sintió cómo se le formaba un nudo en la garganta de sólo pensarlo, tragó saliva. No podía creer que su padre estuviese muriéndose.

–Creo que deberíamos avisar a Tanya –le dijo el doctor Brewer en un tono quedo.

David asintió con la cabeza y, mientras el médico salía de la habitación, se puso de pie con la esperanza de que, a pesar de que no había pasado más de treinta minutos junto a la cabecera de su padre, el que le hubiese pedido que le hiciera aquella promesa significara que de algún modo habían hecho las paces. Nunca se habían llevado bien, y ahora que la muerte se lo estaba llevando ya no tendrían ocasión de arreglar las cosas entre ellos.

La madre de David había fallecido cuando él tenía sólo diez años, y tras la pérdida de su esposa Edward Taylor no había vuelto a ser el mismo. De niño David había intentado agradar a su padre, pero al llegar a la adolescencia se había rendido al darse cuenta de que nada de lo que pudiera decir o hacer lograría tender un puente entre ellos. Luego, a los pocos meses de licenciarse en la universidad, se había independizado, y esa decisión suya de no quedarse a ayudar a su padre con la plantación no había hecho sino abrir una brecha aún mayor entre los dos.

Había abandonado la plantación, en las afueras de Cotton Creek, una pequeña ciudad rural a una hora de distancia de Savannah, dispuesto a abrirse camino en la vida por sí mismo, y lo había conseguido. Había iniciado su propio negocio, que en aquellos cinco años se había consolidado, convirtiéndose en una gran compañía, Taylor Corporation, pero ni siquiera ese éxito personal había bastado para conseguir la aprobación de su padre.

La puerta se abrió en ese momento, y al girar la cabeza vio que el doctor había regresado con Tanya. David admiró su grácil figura y su elegante porte mientras entraba en la habitación. Si a los diecisiete años había sido una chica bonita, en aquellos cinco años se había convertido en una belleza. Se había recogido el rubio cabello en una coleta, dejando al descubierto la perfecta piel de su rostro, y sus ojos ambarinos, hinchados y rojos por el llanto, estaban llenos de tristeza.

Cuando David se hizo a un lado para dejarle paso, Tanya apenas le dirigió una breve mirada antes de ir junto al lecho de su padre. Se acuclilló a su lado, y le susurró con voz temblorosa:

–Aquí estoy, Edward.

Con una mano tomó la de su padre, mientras con la otra le acariciaba la frente. Al oír su voz las duras facciones del hombre se transformaron, se le iluminaron los ojos, y una débil sonrisa se dibujó en sus labios agrietados.

Ante aquella escena David se debatió entre los celos y el resentimiento. No había esperado que el volver a verla le causase impresión alguna, pero cuando había bajado a saludarlo a su llegada, se había dado cuenta de que la distancia no había disminuido la atracción que sentía por ella.

En cambio, por la frialdad con que Tanya lo había recibido, parecía que no había olvidado la «osadía» que había cometido antes de salir por la puerta, cinco años atrás, cuando la había tomado entre sus brazos y la había besado.

Además, lo irritaba sentirse como un extraño en su propia casa mientras ella lo trataba casi con desdén, como si tuviese más derecho a estar allí que él.

Tanya había sido enviada a Cottonwood a través de un programa del centro de menores de Cotton Creek para ayudar a adolescentes desfavorecidos dándoles un empleo. Su padre se había encariñado con ella inmediatamente y, según parecía, en aquellos cinco años se había formado entre ambos un vínculo más estrecho del que jamás había habido entre su padre y él.

Se dio media vuelta para darles privacidad, pero al oír un gemido ahogado se giró sobre los talones, y tuvo la impresión de que todo estuviese ocurriendo a cámara lenta cuando el doctor Brewer fue junto su padre blandiendo su estetoscopio, y Tanya se derrumbó de rodillas junto al lecho.

Como si fuera algo perfectamente natural, como si no hubiera estado años lejos de allí, David fue con ella. Le pasó un brazo por los hombros y con el otro la hizo incorporarse, apartándola de la cama para dejar espacio al médico. A pesar del desdén que sabía que sentía hacia él, era obvio que estaba muy unida a su padre.

La mirada de David se cruzó con la del doctor, que con voz queda confirmó lo que temía: su padre había muerto.

Con un sollozo, Tanya se giró hacia él y hundió el rostro en el hueco de su cuello. Con el corazón apesadumbrado, David hizo un asentimiento de cabeza en dirección al doctor Brewer, y trató de llevar a la joven fuera de la habitación, pero ella se puso tensa e intentó soltarse.

–Ya no puedes hacer nada por él, Tanya –le dijo con suavidad–. Vamos.

Temblando de dolor y desesperación, Tanya rompió a llorar mientras la llevaba fuera del dormitorio y la conducía al piso de abajo, al salón. La brillante luz del sol entraba por los enormes ventanales de la estancia, en doloroso contraste con el oscuro vacío que se había formado en su interior. La única persona sobre la faz de la tierra a la que quería se había ido. ¿Qué iba a hacer sin Edward?

Una nueva oleada de angustia la sobrevino, y otro torrente de ardientes lágrimas rodó por sus mejillas. Sentía como si las fuerzas la hubiesen abandonado, y se agarró a David, temerosa de que las piernas no pudiesen sostenerla.

Cuando David la abrazó con fuerza y le susurró que todo iba a ir bien, habría querido creerlo, pero no podía. El hombre que le había dado una oportunidad cuando nadie más había querido hacerlo se había ido para siempre.

Parecía que hubiera pasado una eternidad desde el día en que Edward Taylor la acogiera siendo sólo una adolescente, cinco años atrás. Aquella plantación de Georgia era el único lugar que podía llamar «hogar», ya que su vida antes de irse a vivir allí seguía siendo un misterio para ella. Sólo sabía lo que la gente del hospital le había dicho: que la habían encontrado tirada en una carretera comarcal, inconsciente, con una contusión que le había provocado amnesia, y que la documentación que llevaba encima la identificaba como Tanya Winters, una chica huérfana con un largo historial policial de delitos menores. Y entonces, por un golpe de suerte, Edward Taylor, un rico latifundista de la zona, le había dado una oportunidad para ayudarla a abrirse camino en la vida, ofreciéndole un empleo en su plantación de cacahuetes.

«Dios, ¿qué va a ser de mí ahora?», se preguntó angustiada. Adoraba aquella casa, aquellas tierras, y a las personas que trabajaban allí; adoraba la pequeña y entrañable ciudad de Cotton Creek… allí todo el mundo la aceptaba a pesar de su pasado, y no les importaba que fuese de orígenes humildes. Pero, ahora que su padre había muerto, ¿dejaría David que permaneciese en Cottonwood y que siguiese administrando la plantación?

No, eso jamás ocurriría. Después de su agria despedida cinco años atrás le sorprendía incluso que en ese momento estuviese ofreciéndole consuelo. El verano en que ella había llegado a Cottonwood, él acababa de regresar de la universidad, recién licenciado, pero, mientras que ella había sido víctima de un enamoramiento juvenil nada más verlo, le había resultado más que obvio que él apenas la soportaba.

Desde que volviera, David no había hecho más que discutir con su padre por casi cualquier cosa, y a finales de verano le había anunciado que se iba de casa. Ella, en un intento por convencerlo de que se quedase, se había puesto en ridículo a sí misma lanzándose a sus brazos, y él la había besado hasta dejarla sin aliento, para luego apartarla bruscamente de sí y salir de la casa dando un portazo. Su rechazo la había destrozado.

Sin embargo, ya no quedaba en ella nada de aquella adolescente tímida y caprichosa. Edward la había moldeado, enseñándola a enorgullecerse de quien era, y en esos momentos más que nunca tenía que ser fuerte. Su llanto estaba amainando y, consciente de que David todavía estaba abrazándola, levantó la cabeza y lo miró a los ojos.

–Perdona –murmuró apartándose de él.

No quería que pensara que todavía sentía algo por él… porque ya no sentía nada, se dijo queriendo engañarse a sí misma. Era el dolor, que la tenía sumida en una maraña de emociones que la confundían.

Sollozó, y al levantar de nuevo la vista y encontrárselo estudiándola con esos penetrantes ojos azules, la chocante revelación que tuvo de que sí seguía sintiéndose atraída por él no fue nada en comparación con la ola de ira que se alzó en su interior. Aunque sabía que nunca se había llevado bien con su padre, la había indignado que David no hubiera regresado a Cottonwood inmediatamente al enterarse de la enfermedad que le habían diagnosticado.

–¿Por qué, David? –quiso saber, deteniéndose frente a uno de los grandes y alargados ventanales–. ¿Por qué has tardado tanto en venir?

–Estaba fuera del país –contestó él–, y había retrasos en todos los vuelos por el mal tiempo en la costa oeste. He venido tan pronto como he podido.

Tanya siguió mirándolo fijamente.

–No me refiero a eso. Hace ya dos meses que le dijeron a tu padre que la quimioterapia no estaba funcionando y que apenas le quedaba tiempo de vida.

–¿Qué?

Tanya escrutó su rostro, y se dio cuenta de que verdaderamente no estaba al tanto de aquello.

–¿Quieres decir que no lo sabías?

–No tenía ni idea.

–Pero tu padre me dijo que te había llamado… –insistió ella confundida–. Le pedí varias veces que intentara hacer las paces contigo.

–Seguramente su orgullo se lo impidió –respondió David, metiéndose las manos en los bolsillos–. Tuvimos una breve conversación telefónica hace un par de meses, pero no me dijo nada. Ésa fue la última vez que hablamos.

Tanya inspiró y luego asintió con la cabeza.

–Ahora que lo pienso me dijo que te había llamado, pero no me contó de qué habíais hablado, así que supongo que di por sentado que te lo habría dicho. Le pregunté si ibas a venir, y cuando me respondió que no, creí que no te importaba que se estuviera muriendo.

–No sabía que su estado fuese tan grave. Pensaba que el tratamiento le estaba yendo bien –le aseguró él–. La primera noticia que tuve fue hace dos días, cuando mi secretaria me pasó el mensaje que habías dejado. Habría venido antes si lo hubiera sabido.

–¿De verdad lo habrías hecho? –inquirió Tanya.

Quería creerlo, quería creer que no era el hombre egoísta e insensible por el que lo tenía, pero su ausencia de los últimos cinco años decía de él algo muy distinto. Si verdaderamente le hubiera importado su padre, se habría esforzado más por intentar entenderlo.

–Supongo que tendremos que ocuparnos de los detalles del funeral y el entierro –dijo David cambiando de tema.

No quería hablar de sus sentimientos hacia su padre, y menos con Tanya.

Los ojos de la joven se llenaron de lágrimas y un par rodaron por sus mejillas antes de que las enjugase con los dedos.

–No será necesario. Tu padre lo dispuso todo con su abogado. Intenté ayudarlo, pero él insistió en que ya tenía bastante con tener que administrar la plantación.

–¿Administrar la plantación? –repitió David mirándola atónito–. ¿Tú eres la administradora? –inquirió en un tono incrédulo.

Tanya alzó la barbilla.

–Sí.

David se acercó a ella, deteniéndose sólo a unos pasos, y su mirada inquisitiva no hizo sino acrecentar su irritación.

–Eres demasiado joven e inexperta para administrar la plantación.

–¿Demasiado joven? –repitió ella indignada–. ¿Quién crees que se ha estado haciendo cargo de todo desde que tu padre cayó enfermo?

–Estoy seguro de que lo habrás hecho lo mejor que has sabido durante estos dos meses, pero cuesta creer que puedas hacerte cargo de todo esto tú sola.

¿Habría alguien más arrogante?, se preguntó Tanya.

–Para tu información, no sólo he supervisado día a día el trabajo en la plantación, sino también al personal de servicio de la casa, y he instalado un sistema computerizado para modernizar la contabilidad y los demás procesos administrativos de la plantación.

–Vaya, veo que hiciste caso a mi padre cuando te dijo al acogerte que te sintieras como en tu propia casa –farfulló David en un tono acusador.

La única explicación posible a que el viejo hubiese puesto la plantación en las manos inexpertas de Tanya era que la enfermedad le hubiese afectado a la cabeza. De pronto un pensamiento terrible cruzó por su mente: ¿y si Tanya hubiese manipulado a su padre enfermo para heredar su fortuna? En las fichas de la policía constaba que era huérfana y que había cometido en el pasado varios delitos menores, así que no debía estar muy dispuesta a renunciar al lujo de vivir en una mansión como Cottonwood con sirvientes a sus órdenes. Y, de hecho, en los cinco años que él había estado fuera, había tenido tiempo más que de sobra para convencer a su padre de que la incluyera en su testamento.

En ese momento le vino a la mente su ex prometida, Melanie, con quien había roto al darse cuenta de que sólo le interesaba su fortuna, y se juró no quedarse de brazos cruzados viendo cómo todo por lo que su padre había luchado acabara en manos de una usurpadora.

–¿Qué quieres decir con eso? –inquirió Tanya, sintiéndose como si la hubiese abofeteado.

David, incitado por los celos, empezó a urdir conclusiones aún más descabelladas.

–Dime, ¿qué más has estado haciendo por mi padre? –inquirió en un tono venenoso.

Bajó la vista a sus labios. Todavía recordaba el efecto que habían tenido en él cuando los había besado antes de abandonar Cottonwood años atrás, y lo difícil que había sido para él marcharse.

–Eso es un insulto hacia mí y una ofensa a la memoria de tu padre –le espetó Tanya con los dientes apretados–. Tu padre… –comenzó, pero la voz se le quebró, y tuvo que inspirar antes de volver a hablar–. Tu padre fue muy bueno conmigo: me dio un hogar, me hizo sentirme parte de algo.

El resquemor en las entrañas de David se aplacó, y el saber que Tanya no había tenido una relación íntima con su padre lo alivió más de lo que hubiera querido admitir.

–Lo siento; eso ha estado fuera de lugar.

–Disculpas aceptadas –farfulló ella.

Pero, por su expresión, sus palabras no parecieron haberla apaciguado en absoluto.

Permanecieron en silencio un instante y, al cabo, David preguntó:

–¿No has conseguido recuperar aún la memoria?

Tanya sacudió la cabeza con pesar. Últimamente había estado teniendo una serie de sensaciones extrañas, pero no estaba segura de que no fueran sólo producto de su imaginación, así que, no queriendo preocupar a Edward, no le había dicho nada, como tampoco le había hablado de los intensos y perturbadores sueños que llevaba teniendo desde hacía un mes.

–No, sigo sin recordar nada anterior al momento en que me desperté en el hospital.

El miedo que había sentido cuando abrió los ojos al encontrarse en un lugar desconocido todavía era demasiado vívido. Y, oh, Dios, el pánico que la había invadido al darse cuenta de que ni siquiera sabía cómo se llamaba…

–¿Has seguido aquí todos estos años por gratitud hacia mi padre? –inquirió David.

–Al principio sí –respondió ella.

En realidad lo cierto era que había sido más bien por miedo, porque no había tenido ningún otro sitio adonde ir y necesitaba algo a lo que aferrarse. Algo… o alguien.

–Oh, «al principio»… Ya comprendo –murmuró David entornando los ojos.

–No, me temo que no lo comprendes –replicó Tanya. David había pasado años lejos de allí, así que disculpó su actitud diciéndose que se debía a su ignorancia–. Llevo más de un año administrando la plantación. Aunque hasta hace dos meses no le detectaron el cáncer a tu padre, llevaba bastante tiempo mal, y desde que su salud empezó a declinar, me dio su entera confianza para que yo mantuviera la plantación en funcionamiento.

David la miró largamente.

–Llevar Cottonwood implica mucho más que producir cacahuetes –le dijo.

«No tiene ni idea», pensó Tanya, «no sabe ni que se ha cambiado el cultivo principal». Abrió la boca para decírselo, pero volvió a cerrarla, decidiendo que esperaría a un momento mejor para dejar caer esa noticia.

–No me digas –contestó altanera, irguiendo los hombros. David le parecía un gigante con su metro ochenta comparado con el metro sesenta y cinco que medía ella, pero no iba a dejarse intimidar por él–. He trabajado muy duro para mantener Cottonwood a pleno rendimiento. No he estado viviendo a expensas de tu padre.

–Yo no he dicho que no hayas trabajado.

–Es lo que has dado a entender.

–Escucha, Tanya, no quiero discutir contigo. Me fío de tu palabra; si mi padre te pidió que llevaras la plantación cuando él se sintió incapaz de continuar, estoy seguro de que lo habrás hecho lo mejor que hayas podido –respondió David.

Ya era una concesión lo suficientemente generosa, se dijo. No iba a alabarla sin haber visto los libros de cuentas.

Las facciones de Tanya se suavizaron.

–Me esforcé al máximo porque lo quería.

–También él te quería –dijo David, observándola pensativo–. Sus últimas palabras fueron para ti.

–¿De veras? –inquirió ella, abriendo mucho los ojos. El pensamiento de que su padre la hubiese mencionado antes de morir la conmovió–. ¿Qué dijo?

David se quedó callado un instante.

–Él me… me hizo prometerle que cuidaría de ti –dijo finalmente.

–¿Qué?

Tanya se quedó mirándolo aturdida. ¿David… cuidar de ella? Menuda broma… Si ni siquiera le caía bien…

–Y le prometí que lo haría –añadió él. Vaciló un momento antes de continuar–. En fin; no quiero que pienses que voy a ponerte en la calle sabiendo que no tienes ningún sitio adonde ir. Se me ha ocurrido que, ya que nunca tuviste la oportunidad, quizá te gustaría estudiar una carrera universitaria. Crearía una cuenta para que puedas pagarte los gastos de matrícula, alojamiento y demás, claro está.

A Tanya le llevó un rato digerir sus palabras, y cuando comprendió lo que estaba diciéndole, el corazón comenzó a latirle con fuerza en el pecho.

–¿Una carrera universitaria…? –repitió, y a los pocos segundos su sorpresa dio paso a la ira–. No puedo creerlo… Tu padre acaba de morir, ¿y ya estás pensando en echarme?

David sacudió la cabeza.

–No estoy echándote, Tanya, yo…

–Eres un bastardo sin corazón –masculló ella–. Ahora sé por qué tu padre y tú no os llevabais bien.

Los ojos de David relampaguearon.

–No sabes nada mí.

–Sé que se le partió el alma cuando te fuiste –respondió Tanya. Tomó una fotografía enmarcada de una mesita cercana en la que aparecía David con su birrete y su toga de licenciado y le dijo blandiéndola–; sé que había días que lo encontraba aquí sentado observando esto, y sé que rara era la semana en la que no te mencionaba de un modo u otro… –volvió a colocar la fotografía en su sitio y se volvió hacia él–… y ahora sé que tienes un corazón de piedra.

Iba a rodearlo para salir del salón pero se detuvo a su lado.

–Déjame preguntarte algo, David, y respóndeme con sinceridad: ¿qué sabes de la plantación? Has estado fuera cinco años. Más aun, ¿qué sabes acerca del cultivo de la soja? –inquirió.

Sus ojos permanecieron fijos sobre el rostro de David, y observó cómo su expresión se mudaba de irritada a confundida.

–¿Soja?

–Sí, soja. Tu padre decidió cambiar el principal cultivo de cacahuetes a soja hace varios años –le respondió con una risa amarga–. ¿No lo sabías? No, por supuesto que no. La plantación nunca te ha importado lo suficiente como para mantenerte al tanto de los cambios. Hasta yo sé más de esta propiedad que tú.