Rendición final - La amante del senador - Shirley Rogers - E-Book
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Rendición final - La amante del senador E-Book

Shirley Rogers

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Beschreibung

Sexto de la saga. Rendición final. La plantación de Cotton Creek era el único hogar que había conocido Tanya. Había llegado allí a los diecisiete años después de haber perdido la memoria y se había enamorado del hijo de su benefactor, David. En un momento de locura adolescente, lo había besado y aún la atormentaba la humillación que había sentido después. Ahora David había regresado y quería lo que era legítimamente suyo... incluyendo a Tanya. El dormitorio se convirtió en un campo de batalla donde el placer era el premio máximo. Pero cuando Tanya recuperó la memoria, tuvo que tomar una dolorosa decisión: aceptar su verdadera e increíble identidad, o quedarse con David para siempre...La amante del senador. Nicola Granville era una mujer independiente que había encontrado el éxito... y el placer dirigiendo la campaña de Abe Danforth. Durante meses, su romance con el aspirante a senador había sido un secreto... Hasta que se hizo aquella prueba de embarazo.Abe Danforth no comprendía por qué Nicola trataba de apartarlo de su lado ahora que él había decidido hacer pública su relación. ¿Sería por culpa de otro hombre?

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Seitenzahl: 390

Veröffentlichungsjahr: 2010

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2004 Harlequin Books S.A. Todos los derechos reservados.

RENDICIÓN FINAL, Nº 24 -noviembre 2010

Título original: Terms of Surrender

Publicada originalmente por Silhouette® Books

© 2004 Harlequin Books S.A. Todos los derechos reservados.

LA AMANTE DEL SENADOR, Nº 24 -noviembre 2010

Título original: Shocking the Senator 

Publicada originalmente por Silhouette® Books Publicadas en español en 2005

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A

® y ™son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-671-9274-2

Editor responsable: Luis Pugni

Imagen de cubierta: YURI ARCUS/DREAMSTIME.COM

Rendición final

La campaña electoral al Senado ha propiciado un sinfín de eventos sociales en torno a ella durante los últimos meses en Savannah, como fiestas para recaudar fondos o para dar a conocer a los candidatos y sus programas. Sin embargo, ahora que las elecciones han pasado y que nuestro nuevo senador está instalándose en el cargo, los reporteros del corazón nos tememos que se avecine una época de sequía informativa. Los ecos de los recientes escándalos que han salpicado a la familia de nuestro flamante senador van disipándose poco a poco, y tras el rosario de bodas que se han ido sucediendo, no ha habido siquiera una figura pública que haya incurrido en un patinazo digno de mención. ¿Nos dará quizá nuestro nuevo senador algo jugoso sobre lo que hablar? Después de todo, es un desperdicio que un hombre tan atractivo lleve tanto tiempo solo…

Claro que quizá sea demasiado pedir que nos sorprenda con un romance. Ya sería demasiada suerte. Aunque, bien mirado, en los últimos meses le ha salido todo a pedir de boca a nuestro brillante, rico, y apuesto senador. De hecho, lo único que faltaría para que la felicidad de su familia fuera completa, sería que encontraran a su sobrina, esa pobre chica que lleva en paradero desconocido desde hace cinco años. ¿Aparecerá algún día? No podemos saberlo, pero la esperanza es lo último que se pierde, y la ciudad de Savannah es una fuente inagotable de sorpresas.

Capítulo Uno

–David… prométeme… prométeme que…

Frunciendo ligeramente el entrecejo, David Taylor se arrodilló junto a la enorme cama de madera de roble en la que yacía su padre moribundo.

–¿Qué quieres que te prometa? –inquirió.

Considerando que siempre había habido fuertes desavenencias entre ellos, no podía imaginar qué podría ser tan importante como para que su progenitor fuera a rebajarse a pedirle un favor.

–Prométeme… prométeme que cuidarás de Tanya.

De todas las cosas que había pensado que pudiese decirle, aquélla era la que menos había esperado. Inspirando profundamente, clavó la mirada en los cansados ojos azules del hombre postrado ante él, que tan poco se parecía al padre estricto que recordaba. No era más que una sombra de la figura autoritaria que había sido para él de niño. A sus sesenta años su cabello, antaño castaño claro, se había tornado casi blanco, y la rápida pérdida de peso causada por la enfermedad había dejado su piel macilenta y ajada. En poco tiempo el cáncer que padecía lo había consumido.

–Padre, yo…

–¡Prométemelo! –insistió su padre, tratando de incorporarse con un angustioso jadeo, al tiempo que lo agarraba sin fuerzas de la manga.

–Está bien; te lo prometo –se apresuró a responder David–. Pero ahora recuéstate –le dijo, apretando su mano y empujándolo suavemente con la otra para que volviera a tumbarse–. Cuidaré de ella; tienes mi palabra.

Sin embargo, estaba seguro de que no le resultaría fácil cumplirla. Sólo había visto a Tanya Winters durante unos minutos, a su llegada a Cottonwood, la plantación de Georgia que había pertenecido a su familia durante décadas, pero esos minutos habían bastado para reavivar en él la atracción que sentía hacia ella, una atracción que no se había disipado en los cinco años que había estado fuera.

A juzgar por el desdén apenas contenido que había mostrado al saludarlo, era obvio que seguía enfadada con él por el modo en que se había «despedido» de ella el día que se había marchado.

Posó de nuevo la vista en el cuerpo yaciente de su progenitor, en sus ojos cerrados. Casi no había llegado a tiempo. El médico personal de su padre, Mason Brewer, que estaba de pie a unos pasos de él, le había dicho que probablemente no llegaría al día siguiente. David, que sintió cómo se le formaba un nudo en la garganta de sólo pensarlo, tragó saliva. No podía creer que su padre estuviese muriéndose.

–Creo que deberíamos avisar a Tanya –le dijo el doctor Brewer en un tono quedo.

David asintió con la cabeza y, mientras el médico salía de la habitación, se puso de pie con la esperanza de que, a pesar de que no había pasado más de treinta minutos junto a la cabecera de su padre, el que le hubiese pedido que le hiciera aquella promesa significara que de algún modo habían hecho las paces. Nunca se habían llevado bien, y ahora que la muerte se lo estaba llevando ya no tendrían ocasión de arreglar las cosas entre ellos.

La madre de David había fallecido cuando él tenía sólo diez años, y tras la pérdida de su esposa Edward Taylor no había vuelto a ser el mismo. De niño David había intentado agradar a su padre, pero al llegar a la adolescencia se había rendido al darse cuenta de que nada de lo que pudiera decir o hacer lograría tender un puente entre ellos. Luego, a los pocos meses de licenciarse en la universidad, se había independizado, y esa decisión suya de no quedarse a ayudar a su padre con la plantación no había hecho sino abrir una brecha aún mayor entre los dos.

Había abandonado la plantación, en las afueras de Cotton Creek, una pequeña ciudad rural a una hora de distancia de Savannah, dispuesto a abrirse camino en la vida por sí mismo, y lo había conseguido. Había iniciado su propio negocio, que en aquellos cinco años se había consolidado, convirtiéndose en una gran compañía, Taylor Corporation, pero ni siquiera ese éxito personal había bastado para conseguir la aprobación de su padre.

La puerta se abrió en ese momento, y al girar la cabeza vio que el doctor había regresado con Tanya. David admiró su grácil figura y su elegante porte mientras entraba en la habitación. Si a los diecisiete años había sido una chica bonita, en aquellos cinco años se había convertido en una belleza. Se había recogido el rubio cabello en una coleta, dejando al descubierto la perfecta piel de su rostro, y sus ojos ambarinos, hinchados y rojos por el llanto, estaban llenos de tristeza.

Cuando David se hizo a un lado para dejarle paso, Tanya apenas le dirigió una breve mirada antes de ir junto al lecho de su padre. Se acuclilló a su lado, y le susurró con voz temblorosa:

–Aquí estoy, Edward.

Con una mano tomó la de su padre, mientras con la otra le acariciaba la frente. Al oír su voz las duras facciones del hombre se transformaron, se le iluminaron los ojos, y una débil sonrisa se dibujó en sus labios agrietados.

Ante aquella escena David se debatió entre los celos y el resentimiento. No había esperado que el volver a verla le causase impresión alguna, pero cuando había bajado a saludarlo a su llegada, se había dado cuenta de que la distancia no había disminuido la atracción que sentía por ella.

En cambio, por la frialdad con que Tanya lo había recibido, parecía que no había olvidado la «osadía» que había cometido antes de salir por la puerta, cinco años atrás, cuando la había tomado entre sus brazos y la había besado.

Además, lo irritaba sentirse como un extraño en su propia casa mientras ella lo trataba casi con desdén, como si tuviese más derecho a estar allí que él.

Tanya había sido enviada a Cottonwood a través de un programa del centro de menores de Cotton Creek para ayudar a adolescentes desfavorecidos dándoles un empleo. Su padre se había encariñado con ella inmediatamente y, según parecía, en aquellos cinco años se había formado entre ambos un vínculo más estrecho del que jamás había habido entre su padre y él.

Se dio media vuelta para darles privacidad, pero al oír un gemido ahogado se giró sobre los talones, y tuvo la impresión de que todo estuviese ocurriendo a cámara lenta cuando el doctor Brewer fue junto su padre blandiendo su estetoscopio, y Tanya se derrumbó de rodillas junto al lecho.

Como si fuera algo perfectamente natural, como si no hubiera estado años lejos de allí, David fue con ella. Le pasó un brazo por los hombros y con el otro la hizo incorporarse, apartándola de la cama para dejar espacio al médico. A pesar del desdén que sabía que sentía hacia él, era obvio que estaba muy unida a su padre.

La mirada de David se cruzó con la del doctor, que con voz queda confirmó lo que temía: su padre había muerto.

Con un sollozo, Tanya se giró hacia él y hundió el rostro en el hueco de su cuello. Con el corazón apesadumbrado, David hizo un asentimiento de cabeza en dirección al doctor Brewer, y trató de llevar a la joven fuera de la habitación, pero ella se puso tensa e intentó soltarse.

–Ya no puedes hacer nada por él, Tanya –le dijo con suavidad–. Vamos.

Temblando de dolor y desesperación, Tanya rompió a llorar mientras la llevaba fuera del dormitorio y la conducía al piso de abajo, al salón. La brillante luz del sol entraba por los enormes ventanales de la estancia, en doloroso contraste con el oscuro vacío que se había formado en su interior.

La única persona sobre la faz de la tierra a la que quería se había ido. ¿Qué iba a hacer sin Edward?

Una nueva oleada de angustia la sobrevino, y otro torrente de ardientes lágrimas rodó por sus mejillas. Sentía como si las fuerzas la hubiesen abandonado, y se agarró a David, temerosa de que las piernas no pudiesen sostenerla.

Cuando David la abrazó con fuerza y le susurró que todo iba a ir bien, habría querido creerlo, pero no podía. El hombre que le había dado una oportunidad cuando nadie más había querido hacerlo se había ido para siempre.

Parecía que hubiera pasado una eternidad desde el día en que Edward Taylor la acogiera siendo sólo una adolescente, cinco años atrás.

Aquella plantación de Georgia era el único lugar que podía llamar «hogar», ya que su vida antes de irse a vivir allí seguía siendo un misterio para ella.

Sólo sabía lo que la gente del hospital le había dicho: que la habían encontrado tirada en una carretera comarcal, inconsciente, con una contusión que le había provocado amnesia, y que la documentación que llevaba encima la identificaba como Tanya Winters, una chica huérfana con un largo historial policial de delitos menores. Y entonces, por un golpe de suerte, Edward Taylor, un rico latifundista de la zona, le había dado una oportunidad para ayudarla a abrirse camino en la vida, ofreciéndole un empleo en su plantación de cacahuetes.

«Dios, ¿qué va a ser de mí ahora?», se preguntó angustiada. Adoraba aquella casa, aquellas tierras, y a las personas que trabajaban allí; adoraba la pequeña y entrañable ciudad de Cotton Creek… allí todo el mundo la aceptaba a pesar de su pasado, y no les importaba que fuese de orígenes humildes.

Pero, ahora que su padre había muerto, ¿dejaría David que permaneciese en Cottonwood y que siguiese administrando la plantación?

No, eso jamás ocurriría. Después de su agria despedida cinco años atrás le sorprendía incluso que en ese momento estuviese ofreciéndole consuelo.

El verano en que ella había llegado a Cottonwood, él acababa de regresar de la universidad, recién licenciado, pero, mientras que ella había sido víctima de un enamoramiento juvenil nada más verlo, le había resultado más que obvio que él apenas la soportaba.

Desde que volviera, David no había hecho más que discutir con su padre por casi cualquier cosa, y a finales de verano le había anunciado que se iba de casa. Ella, en un intento por convencerlo de que se quedase, se había puesto en ridículo a sí misma lanzándose a sus brazos, y él la había besado hasta dejarla sin aliento, para luego apartarla bruscamente de sí y salir de la casa dando un portazo. Su rechazo la había destrozado.

Sin embargo, ya no quedaba en ella nada de aquella adolescente tímida y caprichosa. Edward la había moldeado, enseñándola a enorgullecerse de quien era, y en esos momentos más que nunca tenía que ser fuerte. Su llanto estaba amainando y, consciente de que David todavía estaba abrazándola, levantó la cabeza y lo miró a los ojos.

–Perdona –murmuró apartándose de él.

No quería que pensara que todavía sentía algo por él… porque ya no sentía nada, se dijo queriendo engañarse a sí misma. Era el dolor, que la tenía sumida en una maraña de emociones que la confundían.

Sollozó, y al levantar de nuevo la vista y encontrárselo estudiándola con esos penetrantes ojos azules, la chocante revelación que tuvo de que sí seguía sintiéndose atraída por él no fue nada en comparación con la ola de ira que se alzó en su interior.

Aunque sabía que nunca se había llevado bien con su padre, la había indignado que David no hubiera regresado a Cottonwood inmediatamente al enterarse de la enfermedad que le habían diagnosticado.

–¿Por qué, David? –quiso saber, deteniéndose frente a uno de los grandes y alargados ventanales–. ¿Por qué has tardado tanto en venir?

–Estaba fuera del país –contestó él–, y había retrasos en todos los vuelos por el mal tiempo en la costa oeste. He venido tan pronto como he podido.

Tanya siguió mirándolo fijamente.

–No me refiero a eso. Hace ya dos meses que le dijeron a tu padre que la quimioterapia no estaba funcionando y que apenas le quedaba tiempo de vida.

–¿Qué?

Tanya escrutó su rostro, y se dio cuenta de que verdaderamente no estaba al tanto de aquello.

–¿Quieres decir que no lo sabías?

–No tenía ni idea.

–Pero tu padre me dijo que te había llamado… –insistió ella confundida–. Le pedí varias veces que intentara hacer las paces contigo.

–Seguramente su orgullo se lo impidió –respondió David, metiéndose las manos en los bolsillos–. Tuvimos una breve conversación telefónica hace un par de meses, pero no me dijo nada. Ésa fue la última vez que hablamos.

Tanya inspiró y luego asintió con la cabeza.

–Ahora que lo pienso me dijo que te había llamado, pero no me contó de qué habíais hablado, así que supongo que di por sentado que te lo habría dicho. Le pregunté si ibas a venir, y cuando me respondió que no, creí que no te importaba que se estuviera muriendo.

–No sabía que su estado fuese tan grave. Pensaba que el tratamiento le estaba yendo bien –le aseguró él–. La primera noticia que tuve fue hace dos días, cuando mi secretaria me pasó el mensaje que habías dejado. Habría venido antes si lo hubiera sabido.

–¿De verdad lo habrías hecho? –inquirió Tanya.

Quería creerlo, quería creer que no era el hombre egoísta e insensible por el que lo tenía, pero su ausencia de los últimos cinco años decía de él algo muy distinto. Si verdaderamente le hubiera importado su padre, se habría esforzado más por intentar entenderlo.

–Supongo que tendremos que ocuparnos de los detalles del funeral y el entierro –dijo David cambiando de tema.

No quería hablar de sus sentimientos hacia su padre, y menos con Tanya.

Los ojos de la joven se llenaron de lágrimas y un par rodaron por sus mejillas antes de que las enjugase con los dedos.

–No será necesario. Tu padre lo dispuso todo con su abogado. Intenté ayudarlo, pero él insistió en que ya tenía bastante con tener que administrar la plantación.

–¿Administrar la plantación? –repitió David mirándola atónito–. ¿Tú eres la administradora? –inquirió en un tono incrédulo.

Tanya alzó la barbilla.

–Sí.

David se acercó a ella, deteniéndose sólo a unos pasos, y su mirada inquisitiva no hizo sino acrecentar su irritación.

–Eres demasiado joven e inexperta para administrar la plantación.

–¿Demasiado joven? –repitió ella indignada–. ¿Quién crees que se ha estado haciendo cargo de todo desde que tu padre cayó enfermo?

–Estoy seguro de que lo habrás hecho lo mejor que has sabido durante estos dos meses, pero cuesta creer que puedas hacerte cargo de todo esto tú sola.

¿Habría alguien más arrogante?, se preguntó Tanya.

–Para tu información, no sólo he supervisado día a día el trabajo en la plantación, sino también al personal de servicio de la casa, y he instalado un sistema computerizado para modernizar la contabilidad y los demás procesos administrativos de la plantación.

–Vaya, veo que hiciste caso a mi padre cuando te dijo al acogerte que te sintieras como en tu propia casa –farfulló David en un tono acusador.

La única explicación posible a que el viejo hubiese puesto la plantación en las manos inexpertas de Tanya era que la enfermedad le hubiese afectado a la cabeza. De pronto un pensamiento terrible cruzó por su mente: ¿y si Tanya hubiese manipulado a su padre enfer mo para heredar su fortuna? En las fichas de la policía constaba que era huérfana y que había cometido en el pasado varios delitos menores, así que no debía estar muy dispuesta a renunciar al lujo de vivir en una mansión como Cottonwood con sirvientes a sus órdenes. Y, de hecho, en los cinco años que él había estado fuera, había tenido tiempo más que de sobra para convencer a su padre de que la incluyera en su testamento.

En ese momento le vino a la mente su ex prometida, Melanie, con quien había roto al darse cuenta de que sólo le interesaba su fortuna, y se juró no quedarse de brazos cruzados viendo cómo todo por lo que su padre había luchado acabara en manos de una usurpadora.

–¿Qué quieres decir con eso? –inquirió Tanya, sintiéndose como si la hubiese abofeteado.

David, incitado por los celos, empezó a urdir conclusiones aún más descabelladas.

–Dime, ¿qué más has estado haciendo por mi padre? –inquirió en un tono venenoso.

Bajó la vista a sus labios. Todavía recordaba el efecto que habían tenido en él cuando los había besado antes de abandonar Cottonwood años atrás, y lo difícil que había sido para él marcharse.

–Eso es un insulto hacia mí y una ofensa a la memoria de tu padre –le espetó Tanya con los dientes apretados–. Tu padre… –comenzó, pero la voz se le quebró, y tuvo que inspirar antes de volver a hablar–. Tu padre fue muy bueno conmigo: me dio un hogar, me hizo sentirme parte de algo.

El resquemor en las entrañas de David se aplacó, y el saber que Tanya no había tenido una relación íntima con su padre lo alivió más de lo que hubiera querido admitir.

–Lo siento; eso ha estado fuera de lugar.

–Disculpas aceptadas –farfulló ella.

Pero, por su expresión, sus palabras no parecieron haberla apaciguado en absoluto.

Permanecieron en silencio un instante y, al cabo, David preguntó:

–¿No has conseguido recuperar aún la memoria?

Tanya sacudió la cabeza con pesar. Últimamente había estado teniendo una serie de sensaciones extrañas, pero no estaba segura de que no fueran sólo producto de su imaginación, así que, no queriendo preocupar a Edward, no le había dicho nada, como tampoco le había hablado de los intensos y perturbadores sueños que llevaba teniendo desde hacía un mes.

–No, sigo sin recordar nada anterior al momento en que me desperté en el hospital.

El miedo que había sentido cuando abrió los ojos al encontrarse en un lugar desconocido todavía era demasiado vívido. Y, oh, Dios, el pánico que la había invadido al darse cuenta de que ni siquiera sabía cómo se llamaba…

–¿Has seguido aquí todos estos años por gratitud hacia mi padre? –inquirió David.

–Al principio sí –respondió ella.

En realidad lo cierto era que había sido más bien por miedo, porque no había tenido ningún otro sitio adonde ir y necesitaba algo a lo que aferrarse. Algo… o alguien.

–Oh, «al principio»… Ya comprendo –murmuró David entornando los ojos.

–No, me temo que no lo comprendes –replicó Tanya. David había pasado años lejos de allí, así que disculpó su actitud diciéndose que se debía a su ignorancia–. Llevo más de un año administrando la plantación. Aunque hasta hace dos meses no le detectaron el cáncer a tu padre, llevaba bastante tiempo mal, y desde que su salud empezó a declinar, me dio su entera confianza para que yo mantuviera la plantación en funcionamiento.

David la miró largamente.

–Llevar Cottonwood implica mucho más que producir cacahuetes –le dijo.

«No tiene ni idea», pensó Tanya, «no sabe ni que se ha cambiado el cultivo principal». Abrió la boca para decírselo, pero volvió a cerrarla, decidiendo que esperaría a un momento mejor para dejar caer esa noticia.

–No me digas –contestó altanera, irguiendo los hombros. David le parecía un gigante con su metro ochenta comparado con el metro sesenta y cinco que medía ella, pero no iba a dejarse intimidar por él–. He trabajado muy duro para mantener Cottonwood a pleno rendimiento. No he estado viviendo a expensas de tu padre.

–Yo no he dicho que no hayas trabajado.

–Es lo que has dado a entender.

–Escucha, Tanya, no quiero discutir contigo. Me fío de tu palabra; si mi padre te pidió que llevaras la plantación cuando él se sintió incapaz de continuar, estoy seguro de que lo habrás hecho lo mejor que hayas podido –respondió David.

Ya era una concesión lo suficientemente generosa, se dijo. No iba a alabarla sin haber visto los libros de cuentas.

Las facciones de Tanya se suavizaron.

–Me esforcé al máximo porque lo quería.

–También él te quería –dijo David, observándola pensativo–. Sus últimas palabras fueron para ti.

–¿De veras? –inquirió ella, abriendo mucho los ojos. El pensamiento de que su padre la hubiese mencionado antes de morir la conmovió–. ¿Qué dijo?

David se quedó callado un instante.

–Él me… me hizo prometerle que cuidaría de ti –dijo finalmente.

–¿Qué?

Tanya se quedó mirándolo aturdida. ¿David… cuidar de ella? Menuda broma… Si ni siquiera le caía bien…

–Y le prometí que lo haría –añadió él. Vaciló un momento antes de continuar–. En fin; no quiero que pienses que voy a ponerte en la calle sabiendo que no tienes ningún sitio adonde ir. Se me ha ocurrido que, ya que nunca tuviste la oportunidad, quizá te gustaría estudiar una carrera universitaria.

Crearía una cuenta para que puedas pagarte los gastos de matrícula, alojamiento y demás, claro está.

A Tanya le llevó un rato digerir sus palabras, y cuando comprendió lo que estaba diciéndole, el corazón comenzó a latirle con fuerza en el pecho.

–¿Una carrera universitaria…? –repitió, y a los pocos segundos su sorpresa dio paso a la ira–. No puedo creerlo… Tu padre acaba de morir, ¿y ya estás pensando en echarme?

David sacudió la cabeza.

–No estoy echándote, Tanya, yo…

–Eres un bastardo sin corazón –masculló ella–. Ahora sé por qué tu padre y tú no os llevabais bien.

Los ojos de David relampaguearon.

–No sabes nada mí.

–Sé que se le partió el alma cuando te fuiste –respondió Tanya. Tomó una fotografía enmarcada de una mesita cercana en la que aparecía David con su birrete y su toga de licenciado y le dijo blandiéndola–; sé que había días que lo encontraba aquí sentado observando esto, y sé que rara era la semana en la que no te mencionaba de un modo u otro… –volvió a colocar la fotografía en su sitio y se volvió hacia él–… y ahora sé que tienes un corazón de piedra.

Iba a rodearlo para salir del salón pero se detuvo a su lado.

–Déjame preguntarte algo, David, y respóndeme con sinceridad: ¿qué sabes de la plantación? Has estado fuera cinco años. Más aun, ¿qué sabes acerca del cultivo de la soja? –inquirió.

Sus ojos permanecieron fijos sobre el rostro de David, y observó cómo su expresión se mudaba de irritada a confundida.

–¿Soja?

–Sí, soja. Tu padre decidió cambiar el principal cultivo de cacahuetes a soja hace varios años –le respondió con una risa amarga–. ¿No lo sabías? No, por supuesto que no. La plantación nunca te ha importado lo suficiente como para mantenerte al tanto de los cambios. Hasta yo sé más de esta propiedad que tú.

Por mucho que a David le molestara admitirlo, tenía razón. No había vuelto a poner los pies en Cottonwood desde el verano en el que se había licenciado, y sólo había hablado unas pocas veces con su padre por teléfono.

–¿Por qué dejó de cultivar cacahuetes?

–¿Y qué importa eso ahora? La cuestión es que me necesitas para administrar la plantación.

David sacudió la cabeza.

–Está bien –concedió–. Si lo que dices es cierto, eso lo cambia todo. No sé nada acerca del cultivo de la soja; así que es verdad, te necesito –admitió.

Pero eso no significaba que se fiase de ella–. Te quedarás aquí durante un periodo de prueba; digamos… tres meses. Si en ese tiempo no me demuestras que eres capaz de llevar la plantación, te marcharás. De todos modos, si así fuera, mi oferta de sufragarte los gastos para que vayas a la universidad seguirá en pie.

Tanya no había apartado la mirada. Si creía que iba a fracasar, estaba muy equivocado.

–Por mí de acuerdo –le dijo.

Y con esas palabras se dio la vuelta para marcharse, pero no había dado dos pasos cuando David la retuvo por el brazo.

–Suéltame –masculló Tanya.

Él obedeció al instante.

–No hemos acabado.

–Por ahora sí –replicó ella–. Si no te importa, ya he tenido bastante de ti por hoy.

Fue hasta la puerta en el otro extremo del salón y la abrió.

–Tanya… –la llamó David.

Pero ella ya había salido y cerrado de un portazo.

«Estupendo», pensó David, «mira lo que has hecho». Y aquello de la soja… ¿Por qué se habría puesto de repente su padre, que llevaba toda la vida produciendo cacahuetes, a cultivar soja? Aquello no tenía ningún sentido.

David se dirigió al mueble-bar y se sirvió un bourbon. Se quedó mirando un momento el líquido ambarino, y luego apuró el vaso de un trago, notando cómo le quemaba la garganta. Tal vez Tanya tuviera razón; tal vez fuera un bastardo. No era que quisiese que se marchase de Cottonwood inmediatamente… De hecho, por extraño que fuese, una parte de él, ilógica y sentimental, albergaba la esperanza de que se quedase. Pero si así fuese, si se quedase, sabía que acabaría haciéndole perder la cabeza, y por el bien de su corazón no podía permitir que eso ocurriera.

Un escalofrío recorrió la espalda de Tanya, pero sabía que nada tenía que ver con la temperatura de aquella mañana del mes de noviembre. Por el rabillo del ojo miró a David, sentado en una silla junto la suya. Clifford Danson, el abogado de su padre, estaba sentado frente a ellos, tras la enorme y antigua mesa del que fuera su estudio. Sólo habían pasado unos días desde que abandonara aquel mundo, y allí estaban, esperando para escuchar la lectura de su testamento. Todo aquello resultaba tan extraño…

Dios, y cómo lo echaba de menos… Sus ojos se llenaron de lágrimas ante el pensamiento de que no volvería a ver a Edward, y el temor se apoderó de ella. Una vez más volvía a estar sola.

–Bien, ¿podemos comenzar? –les preguntó el abogado, ordenando los papeles que tenía sobre la mesa. Esperó a que le prestaran atención, y carraspeando para aclararse la garganta, dijo–: David, tu padre me pidió que los dos estuvierais presentes porque lo que se especifica en su testamento os atañe a ambos.

Confundida, Tanya miró a David. No había esperado que Edward la mencionase siquiera en el testamento, y sus ojos se llenaron de lágrimas por la emoción.

–Como su único hijo, te deja en herencia la propiedad en su totalidad –continuó el señor Danson–. Sé que no os llevabais muy bien, pero tu padre quería que Cottonwood fuera tuyo porque te corresponde por derechos de nacimiento.

David asintió con la cabeza. Si aquello lo había complacido o sorprendido, su rostro no lo dejó entrever. El señor Danson miró a Tanya.

–Y por ti, Tanya, también sentía un gran afecto.

Esforzándose por no llorar, la joven parpadeó.

–Yo… me siento muy agradecida hacia él por lo que hizo por mí, pero no espero nada. Ni siquiera sé por qué estoy aquí.

–Precisamente ahora iba a eso –respondió el abogado–. Como te estaba diciendo, David, tú heredarás toda la propiedad, pero hay una condición que atañe a Tanya –añadió. Miró a la joven y luego volvió a posar la vista en David–. Para que puedas heredar Cottonwood, deberás vivir aquí.

–¿Qué? –exclamó David, poniéndose de pie.

El señor Danson levantó una mano para pedirle que lo escuchara.

–Me temo que eso no es todo –dijo–. El testamento de tu padre estipula también que Tanya tendrá que seguir siendo la administradora de la plantación tanto tiempo como ella desee.

Capítulo Dos

–¡Eso es ridículo! ¡Ni siquiera es factible! –casi gritó David, plantando ruidosamente las palmas de ambas manos sobre la mesa y mirando a Clifford Danson. No podía dar crédito a lo que estaba oyendo–. Tengo un negocio que dirigir en Atlanta.

Mi vida está allí. Nopuedovivir aquí.

El abogado se bajó las gafas de leer hasta la punta de la nariz y sacudió la cabeza.

–Lo siento, David, pero los términos del testamento son muy claros a ese respecto.

Irguiéndose, David miró en derredor, y luego volvió a posar la mirada en el letrado.

–¿Cuánto tiempo tendría que vivir aquí?

–Por un periodo de un año.

–Un año… –repitió David irritado, poniendo los brazos en jarras–. ¿Y si no estuviese de acuerdo con esos ridículos términos?

–Perderás el derecho a heredar la propiedad.

En medio del silencio que se hizo en la habitación, David giró el rostro hacia Tanya. Tenía los ojos muy abiertos, y sus labios estaban casi blancos.

Parecía que el contenido del testamento de su padre la había dejado tan desconcertada como a él.

¿O tal vez no?, se preguntó entornando los ojos.

¿Habría estado manipulando Tanya a su padre, y esperando su muerte para poder quedarse con Cottonwood? ¿Sería capaz de tal mezquindad? Cuando había sugerido que había habido algo entre su padre y ella lo había negado con vehemencia, pero eso no significaba que no estuviese tras su dinero.

Decidido a averiguar si sus sospechas eran ciertas, se volvió hacia el abogado.

–¿Qué ocurrirá con la plantación si no acepto esas condiciones?

El señor Danson se aclaró la garganta.

–En el caso de que no estuvieras dispuesto a hacer de Cottonwood tu residencia durante un año, la propiedad pasaría a manos de Tanya.

Un gemido ahogado escapó de los labios de la joven.

–¿Qué?

David se volvió hacia ella furioso.

–Yo no… yo no tenía ni idea de que Edward había hecho esto… –balbució Tanya aturdida. David estaba mirándola como si fuese el diablo–. Señor Danson, tiene que haber algún error… –le dijo al abogado.

Éste emitió una tosecilla incómoda.

–Me temo que no –respondió–. Claro que, en el supuesto de que tú decidieras marcharte de Cottonwood por voluntad propia, David heredaría la plantación sin condiciones –añadió. Reordenó las hojas que tenía ante a sí, recogió su portafolios del suelo, y se puso de pie–. Bien, creo que eso es todo.

Os dejo aquí una copia del testamento para que podáis leerla.

Le estrechó la mano a David, y luego se volvió hacia Tanya.

–Si hay algo que pueda hacer por ti, házmelo saber –le dijo tomando su mano y mirándola con afecto–. Edward me insistió mucho en que no quería que tuvieses que preocuparte por nada –le soltó la mano y se dirigió hacia la puerta–. En fin, poneos en contacto conmigo cuando hayáis decidido qué queréis hacer.

David hizo ademán de ir con él, pero el abogado sonrió e hizo un gesto con la mano para detenerlo.

–No es necesario que me acompañes, David, gracias.

El señor Danson salió del estudio, y cuando Tanya alzó los ojos hacia el rostro de David dio un respingo al ver la dura expresión con que la estaba mirando. Imaginaba cómo debía sentirse en ese momento y, a pesar del hecho de que no parecía confiar en ella, no pudo evitar sentir compasión por él. Edward los había puesto a ambos en un buen aprieto.

–David, no estaba mintiendo cuando te he dicho que desconocía las intenciones de tu padre.

–¿En serio? –contestó él con aspereza.

El desprecio que había en su mirada hizo que un escalofrío le recorriese la espalda.

–Te juro que no sabía nada de esto –insistió ella dolida.

Que pudiese creerla capaz de… La sola idea era tan repugnante que ni siquiera fue capaz de acabar la frase en su mente. Con el corazón latiéndole con fuerza se levantó. Estaba temblando de tal modo que apenas podía sostenerse en pie, y tuvo que agarrarse al respaldo de la silla.

–Bueno, parece que al final el viejo ha sido el último en reírse –comentó David sacudiendo la cabeza.

–No creo que la intención de tu padre fuese hacerte daño –replicó Tanya.

Le parecía imposible que el hombre al que había querido tanto fuese capaz de provocar el dolor que se traslucía en los ojos de David.

–No sabes de lo que estás hablando.

Tanya intentó hallar una explicación razonable.

–Había… había días en que no pensaba con claridad. Quizá no estaba en plenas facultades mentales cuando puso esas condiciones.

–Si así hubiese sido, Danson jamás habría consentido en redactar el testamento y formalizarlo –replicó David.

Clifford Danson había sido el abogado de su padre durante muchos años, y estaba seguro de que no habría hecho nada que considerase poco ético, ni siquiera por un viejo amigo.

–Supongo que tienes razón –admitió Tanya–, pero aun así no puedo creer… Tu padre debió pensar que estaba haciendo lo mejor para ti cuando estipuló esas condiciones.

–A mí me parece que más bien estaba haciendo lo que era mejor para ti –contestó él irritado.

–Escucha, David, sé que es lo que parece, pero…

–¿Que lo parece? –repitió él. Sus hombros se tensaron visiblemente–. Como mínimo puede decirse que gracias al testamento de mi padre cuentas con un empleo seguro hasta que ya no lo quieras.

Tanya alzó la barbilla.

–No voy a fingir que no me siento aliviada de poder seguir teniendo un trabajo y un sitio donde vivir –admitió, recordando los planes de David de mandarla a la universidad para alejarla de allí.

Tal vez eso fuera lo que Edward había temido que ocurriría, que David la echaría y no querría conservar la plantación, que la vendería.

–¿Por qué será que no me sorprende? –murmuró David.

De hecho, tenía la sospecha de que, después de que el testamento de su padre le hubiera otorgado la capacidad de elegir, no se iría nunca. Se acercó, quedándose sólo a unos centímetros de ella.

–Pero no creas ni por un minuto que voy a marcharme y a dejar todo esto en tus manos.

La plantación era el patrimonio de su familia, y Tanya no pertenecía a ella. Además, el que hubiese estado fuera cinco años no significaba que Cottonwood no le importase. Su padre era la razón por la que se había ido. Esbozó para sus adentros una sonrisa amarga al pensar en lo irónico de la situación: su padre era también la razón de que hubiese regresado y se estuviese viendo obligado a quedarse durante un año si no quería perder su herencia.

–No esperaba que lo hicieras –respondió Tanya con frialdad.

–¿De veras? –inquirió él, obser vándola de un modo analizador–. Entonces… ¿estás dispuesta a vivir aquí conmigo?

Tanya tragó saliva. ¿Vivir bajo el mismo techo que él? El solo pensamiento hizo que todos sus sueños de adolescente volviesen a ella como un torbellino.

«¡No seas ingenua!», se reprendió, «David no llegará a sentir nunca nada por ti. Él, al contrario que tú, se siente atrapado. No quiere vivir aquí; ni contigo ni sin ti».

–Sí –contestó, decidida a no dejarse vencer.

Después de todo, no podía ser tan difícil. La casa era enorme, dormirían en habitaciones separadas, y una vez comenzase la estación del sembrado, con todo el trabajo que habría que hacer, probablemente ni siquiera coincidirían a las horas de las comidas. Además, David no estaría allí todo el tiempo porque tendría que atender a sus negocios.

–Bien; entonces está decidido –dijo David.

Habría querido apartar la vista, pero en cambio su mirada se deslizó por el hermoso rostro de Tanya y bajó al fino y largo cuello. Reprimió el repentino deseo que lo invadió de acariciar su cremosa piel, y un pensamiento acudió a su mente. Si iban a vivir bajo el mismo techo durante un año… ¿cómo podría controlar la atracción que sentía por ella?

Tendría que mantener las distancias con ella lo más posible; no podía permitirse arriesgar de nuevo su corazón, como había hecho con Melanie.

En cuanto terminase el plazo que su padre había impuesto como condición para que heredase Cottonwood, volvería a su vida en Atlanta, y se olvidaría para siempre de Tanya.

Aunque David había planeado revisar los libros de cuentas a primera hora de la mañana siguiente, había recibido una llamada de su amigo y vicepresidente de su compañía, Justin West, para hablarle de un problema que había surgido en las negociaciones que estaban manteniendo con una compañía japonesa de software. Cuando había recibido el mensaje de Tanya de que su padre se estaba muriendo, se había visto obligado a marcharse, no sin antes presentarle sus disculpas a los directivos japoneses, y dejado a Justin al mando, seguro de que sería capaz de cerrar el trato.

Según parecía había algunos puntos que los japoneses querían discutir, y Justin y él se pasaron un buen rato hablando de los pormenores por teléfono. Cuando hubo colgado, llamó a su secretaria, Jessica, para darle una serie de instrucciones que le permitirían convertir el estudio de su padre en un «despacho satélite» desde el que poder seguir dirigiendo la empresa.

Alzando la vista de los papeles que había sacado de su portafolios, David paseó la mirada por el estudio de su padre, y se fijó en la extensa colección de libros que ocupaba una estantería que cubría toda una pared.

Se puso de pie y se dirigió hacia allí, leyendo los títulos. Su mirada se detuvo sobre un libro de poemas. No sabía que a su padre le hubiese gustado la poesía, pensó mientras lo ojeaba. Lo cierto era, se dijo con tristeza, que apenas sabía nada de su padre.

«Pero no fue culpa tuya», dijo una vocecilla en su mente.

Quizá sí lo hubiera sido, pensó David. Tanya al menos pensaba que sí lo había sido. Si hubiese sido la clase de hijo que su padre había querido, se habría tragado su orgullo y se habría quedado en la plantación, y entonces habría llegado a conocerlo mejor.

«No, eso no habría supuesto ninguna diferencia», le espetó irritada la voz de su cerebro.

Tristemente, David estaba convencido de que era la verdad. Mientras su madre aún vivía, habían sido una familia. Se recordaba a sí mismo de niño, jugando a la pelota con su padre, riendo… Pero cuando Eloise Taylor murió, de pronto todo cambió. David se convirtió para su padre en algo de lo que tenía que hacerse cargo más que en un hijo al que querer.

Volviendo a poner el libro en su sitio, volvió a mirar en derredor. No, no habría supuesto ninguna diferencia que se hubiese quedado. Habría acabado siendo asfixiado por el fuerte carácter de su padre, y al final ninguno de los dos habría sido feliz. Su padre nunca le habría permitido tomar ninguna decisión respecto a la plantación.

De hecho, cuando había vuelto a casa después de licenciarse en la universidad, se había acercado a su padre para proponerle algunas ideas para modernizar la maquinaria de la plantación, y ni siquiera había querido considerarlas.

Tanya, en cambio, había sido capaz de convencerlo para que hiciera mucho más. ¡Si hasta había conseguido que cambiara el cultivo principal!

Al pensar en Tanya, David consultó la hora en su reloj de pulsera y se dio cuenta de que ya llegaba tarde a su reunión con ella, así que sin perder más tiempo salió de la casa y se dirigió al lugar donde le había indicado la joven durante el desayuno que se encontrarían.

Minutos después entraba en el amplio edificio donde se guardaba la maquinaria que se utilizaba en la plantación.

–Perdona el retraso. Me he entretenido por culpa de una conferencia con Atlanta. –le dijo a Tanya.

Sus ojos recorrieron la esbelta figura de la joven con la mirada antes de volver a fijarse en su rostro.

Los vaqueros, el suéter de punto, y las botas hacían que pareciese parte del lugar. Se había recogido otra vez el cabello en una coleta y, a juzgar por la carpeta de pinza que tenía en la mano, llevaba rato trabajando.

–No pasa nada. He aprovechado para hacer unas cuantas cosas que tenía pendientes mientras te esperaba –respondió Tanya sin irritarse.

No había esperado que David hiciese de la administración de Cottonwood una prioridad. Era obvio que para él su empresa de Atlanta iba primero.

Claro que tampoco le importaba. Lo último que necesitaba era que David estuviera todo el día mirando con lupa cada detalle de su trabajo. De hecho, las cosas irían mejor entre ellos si la dejaba continuar administrando la plantación sin meterse por medio.

–Era una llamada importante –insistió David, sintiendo la necesidad de justificarse–. Pero ahora soy todo tuyo –añadió, recorriendo de nuevo su cuerpo con la mirada.

Su figura había cambiado mucho en aquellos cinco años. Aunque seguía siendo esbelta, sus senos habían aumentado de tamaño, y sus caderas se habían ensanchado. ¿Qué tenía aquella mujer para que, después de cinco años, siguiese sintiéndose igual de atraído por ella?

«Todo tuyo», había dicho. Tanya tragó saliva sólo de imaginar las implicaciones de aquellas palabras.

Quedaba tan poco del joven que le había robado el corazón a los diecisiete años en el hombre que tenía frente a ella… Sus hombros y su pecho habían adquirido una forma más definida y una complexión más musculosa, y sus facciones juveniles habían sido reemplazadas por unas líneas más masculinas y angulosas, otorgándole un parecido sorprendente a su padre.

Sus penetrantes ojos azules en cambio no habían cambiado, y había en ellos un vacío que ansiaba llenar y una tristeza que querría poder disipar.

–¿Tanya?

Al darse cuenta de que David estaba hablándole, la joven dio un respingo.

–Perdona, no sé en qué estaba pensando. En fin, si te parece he pensado que te podría hacer un pequeño «tour» por la plantación, para que te pongas al día.

–De acuerdo.

Cuando comenzaron a recorrer la propiedad, David escuchó con atención las explicaciones de Tanya, y tuvo que admitir para sus adentros que estaba impresionado con sus conocimientos sobre la maquinaria y las distintas fases y procesos que implicaba el cultivo. Según parecía no había mentido cuando le había dicho que llevaba bastante tiempo haciéndose cargo de la plantación.

Sin embargo, todavía no podía comprender qué había llevado a su padre a cambiar el cultivo principal.

–¿Por qué dejó mi padre de cultivar cacahuetes? –inquirió mientras examinaba una sembradora último modelo que habían adquirido el año anterior.

Tanya se mordió el labio inferior y lo miró vacilante. Sabía que la respuesta no le haría gracia, pero se dijo que lo mejor sería decirle la verdad.

–Hace unos años hice un estudio sobre el cultivo de cacahuetes en el estado de Georgia y en otros donde es la principal cosecha. Los costes de producción estaban subiendo y los beneficios de Cottonwood habían empezado a declinar, así que el futuro se presentaba bastante oscuro. Los cambios que se habían introducido a nivel nacional en las regulaciones agrícolas habían hecho mucho daño a los productores de cacahuetes, y muchos se han hundido.

–¿Y Cottonwood corría ese peligro? –inquirió David.

–Bueno, la situación no era tan desesperada, pero si no se hacía algo la plantación no volvería a ser tan rentable como lo había sido en el pasado y tu padre parecía preocupado. Comencé a reunir información sobre el cultivo de la soja, y le sugerí que hiciera un cambio.

Habían llegado de nuevo junto a la casa, y Tanya la señaló con la mano.

–¿Quieres que vayamos al estudio de tu padre para que puedas echarle un vistazo a los libros de cuentas?

David asintió mudamente, pero sintió una punzada de celos. Si él le hubiera hecho esa sugerencia a su padre, nunca la habría aceptado. Sin embargo, se dijo, no era culpa de Tanya que él y su padre no se hubiesen llevado bien.

–Pero, ¿por qué soja? –insistió mientras subían la escalinata de la entrada.

Cuando llegaron a la puerta, la abrió y la sostuvo para que Tanya pasara, entrando él a continuación.

–La demanda de soja ha crecido mucho desde que la gente empezó a preocuparse por su salud –respondió Tanya atravesando el vestíbulo–. Se usa en la elaboración de muchos alimentos, como hamburguesas vegetarianas, barras de cereales… y hasta el chocolate. Y no sólo eso; también se utiliza en la fabricación de productos no comestibles, como lápiz de labios, plásticos, y pinturas. Sencillamente parecía el momento adecuado para cambiar de cultivo porque la soja resultaría más rentable y era un mercado en expansión en comparación con los cacahuetes.

David decidió reservarse su opinión hasta que hubiese visto los libros de cuentas.

–Aun así he de admitir que me impresiona que fueras capaz de convencer a mi padre para que hiciera un cambio tan drástico –le dijo mientras pasaban por el salón.

–Al principio Edward no estaba precisamente entusiasmado con la idea –le confesó Tanya, algo sorprendida de que David pareciera interesado en lo que se había hecho en la plantación–. Lo discutimos durante meses, y tuve que enseñarle montañas de documentación y cálculos de los beneficios que se obtendrían para que dijera que sí. Tu padre a veces podía llegar a ser muy cabezota.

–A mí me lo vas a decir… –farfulló David, comenzando a ascender tras ella por la escalera que llevaba al piso de arriba–. Después de licenciarme intenté convencerlo de que hiciera algunos cambios en la plantación, que introdujera técnicas de cultivo más modernas para aumentar la producción, pero ni siquiera me escuchó.

Después de aquello se había convencido de que su padre y él jamás podrían llegar a trabajar juntos.

–No lo sabía –murmuró Tanya, deteniéndose al llegar a la puerta del estudio.

Edward nunca le había mencionado nada de aquello, y la sincera confesión de David la hizo preguntarse si él se habría quedado en Cottonwood si su padre hubiese considerado al menos sus ideas.