Prefiero que mi príncipe sea verde - Mireya Jimena Ruiz - E-Book

Prefiero que mi príncipe sea verde E-Book

Mireya Jimena Ruiz

0,0
1,99 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

La vida de Clara está en orden. Salvo porque... No soporta a su jefa. Su mejor amigo está fuera de la ciudad. No tiene pareja. La relación con su familia es algo especial. Y... en realidad nada parece encajar. No sabe que una sola llamada puede provocar que todo su mundo se ponga patas arriba. Hace tiempo dejó de creer en los cuentos de príncipes azules con finales felices... ¿Estará preparada para los cambios que se avecinan? ¿Será capaz de conseguir salir airosa de ellos? ¡Estás a punto de descubrirlo!

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



La vida de Clara está en orden. Salvo porque...
No soporta a su jefa.
Su mejor amigo está fuera de la ciudad.
No tiene pareja.
La relación con su familia es algo especial.
Y... en realidad nada parece encajar.
No sabe que una sola llamada puede provocar que todo su mundo se ponga patas arriba. Hace tiempo dejó de creer en los cuentos de príncipes azules con finales felices... ¿Estará preparada para los cambios que se avecinan? ¿Será capaz de conseguir salir airosa de ellos? ¡Estás a punto de descubrirlo!

A mi pequeña estrella.

 CAPÍTULO 1

—Me quedaré en el coche. 
—Está bien pero que sepas…
—Déjala. Está bien, Clara. Vamos, entremos ya.
 Era domingo y muy temprano. Clara había llevado en su coche a los cuatro pasajeros que ahora se bajaban de él. Su madre Sofía, Carlos, el marido de esta, su tía Carmen y hermana de Sofía, y su marido Juan. Clara consultó su reloj: las nueve de la mañana. Sin duda muy temprano para hacer lo que su madre en ese momento se disponía a hacer, llamar a la puerta de la casa más bonita de una de las zonas más caras de la ciudad. ¿El motivo? Su querida hermanastra… 
 Ve cómo se acerca Carlos. Se pregunta qué querrá ahora. 
—Será mejor que vengas Clara. Esto nos va a llevar tiempo y no quiero que estés aquí sola.
 Clara no tiene intención de discutir, así es que sale del coche y le acompaña. Mientras camina junto a él hacia la puerta, piensa que debe hablar seriamente con Carlos, aunque ahora no es el momento. 
 El resto ya estaban pasando al interior de la casa.
—Necesito agua y un par de aspirinas. Seguro que así por lo menos podré… no, así tampoco creo que entienda qué estamos haciendo aquí.
 Carlos la deja pasar primero. Al traspasar la puerta la visión de la casa hace que Clara emita un silbido. 
—¿Te gusta?
 A su derecha alguien ha hablado y deduce que es la dueña de la casa. Lleva chándal, al menos no parece que la hubieran despertado. 
—Perdona, soy Mercedes —dice la mujer presentándose. 
 Ahora Clara ve al resto de su familia que permanece callada junto a la mujer.
—Ya lo creo que me gusta. Soy Clara. Siento todo esto Mercedes, de verdad.
 Sus palabras son acogidas por Mercedes con una sonrisa, aunque pierden interés al notar que alguien baja las escaleras en ese preciso momento. Todos se vuelven a mirar. 
—Hola cariño, han venido a hablar de Borja. Este es mi marido Ramón.
 Todos hablan casi a la vez recibiendo con sus palabras al recién llegado. Todos menos Clara que se enfada aún más. El tal Ramón ha bajado con una bata que cubre su pijama y una cara de recién levantado que le da pena. Lo han despertado y odia despertar a la gente y más si es por tonterías. 
—¿Le ha pasado algo a nuestro hijo? —consigue decir al fin el pobre Ramón. 
 Clara es la primera en responder:
—No se alarme Ramón, todo está bien. Es que… —Mercedes la interrumpe.
—Será mejor que pasemos al salón y nos sentemos. Tomaremos café mientras hablamos.
 Los seis siguen a la mujer hasta el salón. Es una estancia muy espaciosa. Una gran mesa con ocho sillas en un lateral parece la parte del comedor, mientras que unos grandes sofás dividen el resto del espacio en varias zonas. Una está centrada por la televisión y una bonita chimenea. Otra zona, donde se sientan, está más cerca de las puertas correderas que dan al jardín. Está todo iluminado por la luz que entra a través de ellas. Clara se acopla en una esquina, apoyándose en la parte superior del sofá. Sin duda sabe mejor que nadie que si llega a sentarse no habrá quien la levante después. Está muy cansada. Además, desde allí puede observar mejor la escena que va a tener lugar en breve. 
 Al cabo de unos minutos, Clara piensa con cierto desagrado que no se equivocaba. Nota cómo su madre se pone derecha y muy seria. Su momento ha llegado. Ha estado jugueteando con la taza de café que le había servido Mercedes y ahora la apoya en la mesa.
—Nuestra hija Sofía no ha venido a pasar la noche en casa. Llamamos a su amiga Valle, con la que había salido y, tras insistir, nos contó que se fue con su hijo Borja. No la localizamos. —Sofía mira brevemente al techo como intentando evitar que las lágrimas le broten de los ojos. 
—¿Es mayor de edad? —pregunta el padre de Borja.
—¡Cariño! —grita alarmada su mujer.
—Lo siento, pero es que…
—Sí, es mayor de edad —le corta Sofía.
—Entonces no veo cuál es el problema.
 Sofía respira hondo antes de contestar. Clara se da cuenta del esfuerzo que hace por no ponerse a gritar a ese hombre que, a juicio de su madre, le está haciendo esas estúpidas preguntas.
—Se fue el jueves. Desde entonces no ha contactado con ninguno de nosotros.
—Sigo sin ver el problema —reitera Ramón. 
 Clara piensa que está en su derecho a decir esas cosas, pero el pobre no sabe a quién se enfrenta. Su madre podría estallar en cualquier momento.
—El problema es… nunca antes ha hecho una cosa así. Estamos muy preocupados.
 Alguien que hasta ahora había permanecido apartado de la escena y que no había sido presentado habla, rompiendo la tirantez del momento. 
—Si mi hija se fuera con Borja, yo también estaría preocupado.
—¡Cariño no digas eso! —le espeta Mercedes—.  Este es nuestro hijo Héctor, el hermano mayor de Borja.
 Clara sonríe al comentario del recién llegado, aunque no está del todo de acuerdo con él. Piensa que si ella fuera la madre de Borja también tendría que preocuparse. En fin, su hermanastra Sofí tiene un carácter bastante especial. 
 Clara aparta la mirada de Héctor. Es algo mayor que ella, piensa mientras lo hace. Pelo negro, moreno de piel, alto, excesivamente guapo. Lleva un pantalón de chándal que se ajusta a sus caderas con un cordón y una camiseta que, aunque no le queda ceñida, deja entrever lo fuerte que está. Parece muy molesto. Clara no puede culparle, ella también lo está y no han irrumpido en su casa unos extraños. 
—Creo que deberían llamar a su hija… —Sofía no deja terminar de hablar a Héctor.
—Ya lo hemos intentado, pero no contesta. ¿No cree que antes de venir la hemos llamado unas cien veces?
—No lo sé, no les conocemos.
—Héctor cariño, por favor —le dice su madre suplicante. 
Ahora es la madre de Clara la que replica de nuevo.
—No nos presentaríamos aquí si no creyéramos que es nuestra última opción antes de ir a la policía.
 Clara está atónita, no da crédito a lo que su madre acaba de decir. 
—Eso no va a ser necesario. Son dos adultos…
—Héctor por favor, es cosa de padres.
—Si ya. Voy a por café —dice este algo resignado.
—Clara cariño, ¿no necesitabas agua? —Es Carlos que, girándose hacia Clara, le ha hablado. 
 Esta observa asombrada cómo todas las miradas se dirigen ahora a ella. 
 Héctor empieza a caminar hacia la cocina no sin antes hacer un ademán a Clara para que le acompañe. Abre la puerta y antes de entrar deja que ella pase primero. Buenos modales, piensa Clara, aunque ella no los tiene, así es que refunfuña. 
—¿Algún problema? —dice él mientras le mantiene la puerta.
—¿En serio?
 Clara nota cómo un poco del enfado de la mirada de Héctor se esfuma. 
 La cocina es enorme. En la encimera de granito descansa la cafetera. Héctor se va hacia ella y se sirve una taza de café. Sin volverse a mirarla, habla:
—¿Qué clase de señorita se pone una camiseta como esa para venir a mi casa a estas horas?
 Clara se mira su camiseta de mangas largas que eligió para la ocasión. En cuanto colgó de hablar con Carlos ya sabía cuál debía ponerse. En ella puede leerse “Los domingos son sagrados, no me moleste coño”.
 Ahora contesta a Héctor:
—Una que no es una señorita.
Permanecen un rato en silencio. Ella espera que termine de beberse el café.
—¿Puedes darme agua, por favor?
—Sí, disculpa. ¿Quieres café?
—Agua es suficiente, gracias.
 Saca del bolsillo de los vaqueros una tableta de aspirinas y se toma dos. 
—Joder, no sé qué tiene de malo mi camiseta.
 Le suena el móvil. Clara ve que se trata de Sofí, la que ha formado todo ese lío. Hace una señal a Héctor y se aleja un poco. Descuelga.
—Dime.
—¿Estás con papá y mamá?
—Sí, estoy con ellos y con tus tíos. Todos en casa de los padres de ese amigo tuyo. Espero que los polvos merezcan la pena, te va a caer una buena de tu madre. Me has jodido el puto domingo.
—No hables así, Clara. Estamos en París, esto es precioso. Volveremos mañana.
—Te odio.
—Anda por fi, habla con los papis para que no se enfaden mucho y no se preocupen. ¡Ah!, y que los quiero.
—Está bien.
—A ti también, gracias hermanita.
—Sí, ya.
 Al colgar se gira, allí está Héctor mirándola fijamente. 
—¿Y bien? —le dice este.
—¿Y bien qué?
—¿Todos los domingos te despiertas de tan buen humor?
—Aún no me he acostado. No me han dejado.
—Pues para ser alguien que ha estado de marcha no parece que hayas pasado una buena noche.
—He tenido una noche de mierda que está terminando aún peor.
—Cada vez estoy más intrigado. Prométeme que si nos volvemos a ver me lo contarás.
 Clara sopesa las palabras de Héctor mientras le observa. Está apoyado cómodamente con la cadera en la encimera, tomándose el café. Por un lado, no entiende qué le puede importar a él la noche que ha pasado y por otro, si le dice que sí, qué más le da a ella, si total, no cree que se vuelvan a ver. Así es que asiente. Entonces antes de que digan nada más la puerta de la cocina se abre y es Carlos, que entra hasta ponerse junto a ella.
—Clara, ¿estás mejor?
 Antes de contestarle le compone una mueca con la boca.
—Tu hija me acaba de llamar. Está bien. Vuelve mañana.
 Carlos parece sorprendido.
—¿Por qué no me ha llamado a mí? ¿O a tu madre?
—¿De verdad me preguntas eso? Mejor no te contesto. Aún no sé cómo tú me has llamado para esto, de verdad Carlos. Has perdido puntos.
—No cogías el teléfono a tu madre y…
—¿Y? Mira, paso. Toma las llaves. Me voy. Esto no ha sido buena idea.
—Lo siento cariño, ya conoces a tu madre. Además… no me dejaba conducir.
 Clara le sostiene la mirada a Carlos, que de pronto mira al suelo algo incómodo.
—¿Ahora estás inválido? Joder Carlos, que te acabas de jubilar coño.
—No digas…
—Venga ya, ahora eres mi madre. Esto… —Clara coge aire sonoramente— me voy. Adiós. —Y sale disparada de la cocina, echando chispas por los ojos. 
 Además, antes de salir ha observado a Héctor que, aunque había permanecido en silencio todo el tiempo de la conversación entre Carlos y ella, ¿parecía divertido o solo sonreía ante lo que acababa de pasar?
 Carlos sigue a Clara fuera de la casa y una vez en el jardín la alcanza.
—Espera Clara, hablemos por favor.
—¿Qué quieres?
—¿Qué te ha dicho Sofía exactamente? Tengo que darle más detalles a tu madre.
 Se hace el silencio entre ambos que se observan fijamente.
—Suéltalo Clara.
—Está en París y vuelve mañana. Que os quiere mucho y que lo siente, pero no se ha podido resistir.
—¿Eso es todo?
—Sí. Me voy.
—Espera, ¿seguro que no ha dicho nada más?
—Joder, ¿qué más quieres que diga?, ¿que se está poniendo morada y por eso no te ha llamado?
—No te pongas así, ella no ha hecho esto nunca y estábamos preocupados. No seas mala conmigo.
—Yo no he sido la que me he ido sin avisar. Además… —Clara levanta la cabeza para mirarle directamente a los ojos— esto es una locura y lo sabes. Imagina que la madre de alguno de los rollos de tu hijo se hubiera presentado en tu casa un domingo a estas horas. O mejor, que se hubiera presentado su suegra.
—No me lo puedo ni imaginar, tienes razón. Pero Sofía es distinta.
—Sí, ya… la princesita es muy distinta. Ahora sí que me voy y no sé si volveré a cogerte el puto móvil, que lo sepas.
—Gracias cariño, lo siento.
 Clara se gira y se dirige a la verja de entrada de la mansión. Al salir, pasa por al lado de su coche. Ya lo recogerá más tarde. Empieza a andar. Sigue dándole vueltas a todo lo ocurrido, aunque se niega a ir más allá del momento en el que le ha sonado el teléfono, justo cuando abría la puerta de su casa. Desde entonces solo tuvo tiempo de ducharse y recogerlos. 
 Iba totalmente absorta en sus pensamientos cuando un coche se pone a su lado. 
—¡Señorita! ¡Señorita, pare por favor!
 Al fin capta la atención de Clara que mira el coche como si no hubiera reparado en él antes. Su ocupante sale del vehículo. Es el guardia de seguridad privada del recinto. 
—¿Dónde va señorita?
—No voy, vuelvo.
—¿Y de dónde vuelve?
—No le importa.
 Clara va a empezar a andar cuando el de seguridad se pone delante de ella.
—No puedo dejarla que siga merodeando por esta propiedad privada.
—No estoy merodeando, solo andaba. Ni siquiera estaba mirando a mi alrededor.
—Muéstreme la documentación.
—No es policía. No tiene autoridad para ello, así es que deje de hablar como en una serie de televisión.
—Debo pedirle que se detenga.
—No voy a detenerme. Es más, debería apartarse.
—Voy a llamar a la policía.
—De acuerdo, llámela. Monte un escándalo aquí, seguro que a los vecinos les encantará que les molesten a estas horas un domingo. A ver cuánto dura en su puesto.
 El de seguridad arruga la frente. Sabe perfectamente que no le gustaría a nadie del vecindario ni a sus propios jefes, que ante todo abogan por la discreción. En ese momento escucha su radio. 
—Espere aquí. Por favor —añade ante lo convincente de las palabras de la mujer. 
 Está claro que no está de humor y puede amargarle a él la mañana e incluso la vida. 
 Escucha atentamente las instrucciones que le dan por la radio y pide confirmación. No puede creerse que esté ante la persona de la que le están hablando. Según la centralita debe esperar con ella hasta que llegue el taxi. Estupendo, se dice así mismo, es mi día de suerte. 
—¿Es la señorita Clara Jiménez?
 Clara asiente, preguntándose qué estará pasando.
—Debemos esperar aquí a que llegue el taxi.
—No he pedido ningún taxi.
—El señor Extremera lo ha hecho por usted.
—¿El señor Extremera? —pregunta Clara algo confusa.
—Sí, don Héctor Extremera.
—A esperar entonces —añade ella en tono conciliador. 
 No tiene ganas de seguir discutiendo con él, sabe que solo hace su trabajo.
 Vaya con el señor Extremera, se dice Clara para sí misma, a la lista de cosas a apuntar sobre Héctor ahora tiene que añadir: detallista. Quizás es que le gusta tener todo controlado, bueno en ese caso detallista-controlador con el signo de interrogación. Aguarda Clara, no creo que tengas oportunidad ni ganas de descubrir cuál de las dos cualidades tiene el tal Héctor, se dice mientras cruza los brazos sin apartar la vista del bordillo.
 Cuando llega el taxi ambos están agradecidos de verlo. Por fin el de seguridad puede volver a su trabajo y Clara marcharse a su casa y empezar de verdad el domingo. Le da al taxista la dirección. 
 Tardan diez minutos en llegar, no hay apenas tráfico. 
—¿Cuánto es? —le pregunta Clara al taxista.
—Ya está pagado.

 Clara visualiza la lista en su cabeza y tacha el signo de interrogación, ambas son válidas. El hecho de que llamara y pagara el taxi le ha cabreado. Se baja sin despedirse. Le ha vuelto el dolor de cabeza. Al llegar a su casa mira el reloj y piensa que por fin va a poder realizar lo que se disponía a hacer cuatro horas antes, acostarse. Aunque esta vez piensa hacerlo con ropa y todo.

CAPÍTULO 2

Suena el despertador. Clara se tapa la cabeza con la almohada, odia los lunes.
 Cuando está a punto de salir recuerda que no tiene coche, se lo dejó a Carlos. No le gusta llegar tarde así es que, antes de bajar, llama a un taxi. 
 Una vez en el trabajo saluda a sus compañeras. No ha sido la última en llegar. La oficina donde trabaja está ubicada en un piso en el centro. Es una asesoría laboral, fiscal y contable, de vez en cuando hacen algún que otro trabajo de auditoría. Es una empresa pequeña pero que se ha ido ganando con los años a un gran número de clientes, en su mayoría otras empresas pequeñas. El piso está dividido en tres despachos. El salón, que es donde ella trabaja junto a tres compañeras más (Ana, Silvia y Natalia); el dormitorio principal que es el despacho del jefe de Clara y dueño de la empresa, Arturo Sandoval; el otro dormitorio que es el despacho de Raquel Sandoval, la hija del jefe; y por último la cocina que se transformó en recepción y almacén. Ahí es donde trabaja de secretaria—recepcionista, María. Ella es la que llega siempre la última y, por supuesto, cuando ha entrado Clara aún no estaba en su sitio. Eso siempre la enfurece y hace que piense que si la empresa fuera suya no se lo permitiría. Uno de sus deberes es abrir por la mañana, recoger el correo, poner a funcionar el teléfono, revisar faxes… Pero se lo toma a su ritmo y sin prisas. En realidad, no le prestan mucha atención, siempre hace lo que quiere porque es la mejor amiga de la hija del jefe y no pretenden tener problemas con ella, no merece la pena. 
A la hora de comer, Clara decide ir a casa de su madre, tiene que recoger el coche. Su padrastro Carlos se le adelanta y a la hora de salir la llama para decirle que la está esperando abajo. 
—No tenías que molestarte Carlos, pensaba ir ahora a recoger el coche y así comer con vosotros —dice Clara una vez dentro.
—No tenía nada mejor que hacer —le contesta Carlos con una sonrisa y añade—: Además, me gusta conducir y he encontrado la excusa perfecta. 
 Clara le sonríe, sabe que cuando a su madre se le mete una cosa en la cabeza es muy difícil persuadirla de lo contrario y si ahora está convencida que su marido no puede conducir… el pobre no tiene nada que hacer.
—Tu hermana ya está en casa.
—Genial.
 Clara nota cómo Carlos la mira y abre la boca para decir algo, aunque en el último momento la cierra y sigue conduciendo. 
 Cuando llegan a su casa la mesa ya está preparada.
—Hola, hermanita.
—Hola, chica a la fuga.
 Sofía se ríe. La atmósfera en la casa es respirable, el drama familiar ya no es para tanto. La niña ha vuelto sana y salva y eso es lo importante. 
 Saluda a sus tíos y abre el frigorífico.
—Clara, vamos a comer ya —le recrimina su madre en ese instante. 
 En realidad no quiere coger nada pero es una manía que tiene, sabe que a su madre no le gusta que lo haga. 
 Se sientan a la mesa y Sofía les cuenta algunas cosas de su escapada. A Clara siempre le sorprende la capacidad que tiene su hermana de persuadir a sus padres. Estaban como locos hacía unas horas y, mientras ella le hablaba de la Torre Eiffel y el Arco del Triunfo, todo se les había olvidado y comentaban con ella la visita. 
 Sus padres y sus tíos fueron una vez a París, hacía ya algunos años. Clara lo recuerda con cariño, era un gran momento que salieran del país y parecía como si se fueran para siempre, sin billete de vuelta. 
Después de almorzar, Clara se sienta en la terraza, necesita unos momentos a solas para descansar. Carlos aprovecha para ponerse a su lado.
—Cariño, te pido disculpas por lo de ayer, pero estaba muy preocupado.
—Lo sé. No tienes la culpa, pero prefiero que la próxima vez no me metas en esos líos vuestros.
 Carlos sonríe a Clara. 
—Los señores Extremera se portaron muy bien con nosotros, dadas las circunstancias. Al final nos invitaron a comer y todo. Tenemos amigos y gustos comunes y bueno, ya sabes, hablar de los hijos siempre une a las personas.
—Increíble. Tuvisteis suerte, otros os hubieran mandado a la mierda en cuanto llamaran al timbre. Yo lo hubiera hecho.
—Menos mal que no topamos contigo. —Ambos se ríen. 
 Hablar con Carlos siempre pone de buen humor a Clara. Aunque no es su padre y nunca lo ha llamado así, ese hombre ejerce en ella una gran influencia y le quiere como si lo fuera. 
 Clara se muere de ganas por contarle toda la historia a Lorenzo, su mejor amigo. Siempre se reían mucho con estas cosas, pero no está y por email pierden gracia. Piensa por un momento en apuntarlo para acordarse cuando él vuelva, bueno si vuelve, se dice algo apenada.

CAPÍTULO 3

Es miércoles por la mañana cuando a Clara le llama su jefe al despacho. Consulta su reloj, son las once y piensa, ¿qué querrá Arturo a estas horas? 
 Cuando entra se da cuenta que su jefe tiene compañía. Le mira sorprendida aunque no dice nada. 
—Clara, él es el señor Héctor Extremera. Aunque bueno, supongo que ya os conocéis.
 ¿Por qué lo supone?, piensa inmediatamente. Ambos se saludan con un leve apretón de manos. Clara se encuentra un poco descolocada pero se sienta. No solo es por verlo allí sentado con un traje azul oscuro con la corbata a juego y una camisa blanca nuclear, casi parece otra persona a la que conoció el domingo en chándal, sino también porque el contacto al apretarse las manos le ha provocado una leve descarga eléctrica. 
—El señor Extremera quiere que le realicemos un trabajo de auditoría para determinar la viabilidad de una de sus empresas y ha pedido que lo hagas tú —continúa Arturo sacando a Clara así de sus ensoñaciones.
 ¿Quiere que trabaje para él? Clara está confundida, pero antes de que siga con esos pensamientos, Héctor la interrumpe.
—Espero que no haya ningún problema. —Y le mira sonriendo. 
 Clara está aún más confundida. Además, se ha perdido un poco con su sonrisa, su boca… Antes de que pueda contestar, es su jefe el que lo hace por ella. 
—Ninguno, por supuesto.
—Es un trabajo de dos semanas. Hay veces, como esta, que necesitamos una visión de fuera de la empresa y nos gusta contar con asesorías independientes. 
 Esto lo dice Héctor mirando a Arturo, aunque Clara sabe que va dirigido a ella directamente, ha debido seguir el hilo de sus pensamientos. 
 Continúa hablando:
—Será en nuestras oficinas y empezaremos el próximo lunes. Es muy importante la confidencialidad de los datos y, al firmar el acuerdo, se comprometerá a no decir nada, incluso a su jefe. 
 Ahora se ha vuelto a Clara y la mira directamente.
—No podrá sacar ninguna documentación de nuestro despacho, pues será allí donde trabaje. Le proporcionaremos todo el material necesario. ¿Alguna pregunta?
—No —contesta Clara.
 Aunque en su cabeza se han agolpado muchas, no quiere formularlas en voz alta y mucho menos delante de su jefe. 
 En ese momento se abre la puerta. Es Raquel Sandoval. 
—Buenos días, papá. ¡Ah! No sabía que estabas reunido.
 Sí ya, piensa Clara poniendo los ojos en blanco, como si María no la hubiera avisado. Es su espía y siempre la llama cuando hay algo interesante en la oficina. Su padre hace las presentaciones y le explica que van a trabajar para él. 
—Estaré encantada de supervisar el trabajo. Todo se hará a la perfección. 
 Clara mira al techo, esa mujer siempre consigue sacarla de sus casillas. Que le gusta aparentar que es la responsable de que la empresa funcione cuando en realidad no hace nada, piensa mientras mira ahora fijamente a su jefe. 
—No será necesaria su participación señorita Sandoval. Firmarán un contrato de confidencialidad y solo la señorita Jiménez podrá trabajar y acceder a la documentación.
 Raquel se ofende y, aunque parece que va a ponerse a echar humo por la nariz, se repone rápidamente para seguir hablando.
—Mi padre… —Y mira al aludido— le habrá dicho que yo estoy más cualificada para este trabajo, cursé los estudios en… —Héctor no le deja terminar. 
—Entiendo, si es así buscaré otra empresa que sea capaz de satisfacer mis exiguas peticiones.
 Arturo se ha puesto blanco, no puede perder a este cliente por culpa de los caprichos de su hija.
—No será necesario señor Extremera, Clara realizará el trabajo —dicho lo cual fulmina con la mirada a su hija.
 Clara sigue divertida la escena. No le gusta la idea de trabajar para él, pero aparte de que parece no tener otro remedio, ser testigo de lo que acaba de ocurrir le ha dado puntos. Ha conseguido subirle el ánimo y saborear por unos momentos la gloria. 
 Héctor extiende la mano y le acerca una tarjeta a Clara, evitando esta cualquier tipo de contacto, no quiere perder de nuevo el hilo de la conversación. Hace lo mismo con Arturo que reacciona y le da una suya.
—Tome señor Extremera, esta es la de Clara.
 Ella le hace un gesto a su jefe en señal de agradecimiento, en ese momento no lleva ninguna encima. 
—Mi secretaria les pasará en los próximos días el contrato. Creo que no hay nada más que añadir. Si no necesitan otra cosa de mí, debo marcharme. Tengo una reunión en unos minutos.
 Todos se levantan. Hay apretones de manos y Raquel muy solícita se apresura a acompañar a Héctor a la puerta. 
 Clara se queda en el despacho con su jefe y cuando se ha cerciorado que ya no pueden oírles mira a Arturo a la cara. Este se encoge de hombros y añade: 
—Lo siento Clara, es mi hija.
 Clara no puede recriminarle nada, ha sido bastante explícito.
—Necesito que hablemos Arturo. No sé cómo nos vamos a organizar. Dos semanas es mucho tiempo. Es casi final de mes y de trimestre, tenemos mucho lío.
 Su jefe hace un ademán con la mano.
—Encárgate por favor, Clara. Hablaré con Raquel para que… —Clara no le deja terminar.
—Espero que merezca la pena tener al señor Extremera como cliente.
 Tras decir esas palabras se levanta y abandona el despacho. 
 Arturo suspira y piensa que ojalá su hija fuera como ella, así hubiera podido jubilarse ya y disfrutar de la vida. 
 Clara se reúne con sus tres compañeras y se organizan el trabajo. Ana es la segunda de a bordo y la más cualificada para sustituirla. Y, aunque tiene familia, siempre está dispuesta a echar más horas si es necesario. Silvia y Natalia son muy trabajadoras y organizadas, las cuatro forman un gran equipo. Estas ya estaban en la empresa cuando Clara llegó y, aunque son más jóvenes que su jefe, llevan desde los inicios con él. Ana y ella son la savia nueva de la empresa y las que tiran del resto. 
Por la tarde mientras está en el trabajo, Clara recibe un mensaje en el móvil: “¿Puedes cenar mañana conmigo?” No tiene identificado el número y, aunque no le hace falta mirar la tarjeta que Héctor le ha dado esa misma mañana para saber que se trata de él, lo comprueba y sonríe. No se ha equivocado. “Sí” le contesta, aunque se arrepiente en ese mismo momento, debería haberlo pensado mejor. “Un coche pasará a buscarte a las 9”. “Dime dónde, tengo coche”. “Restaurante Rouge”. “Ok”. Clara piensa que no es de muchas palabras, aunque enseguida se dice que ella tampoco, no le ha dejado muchas opciones. Empieza a darle vueltas al asunto aunque debe parar, tiene mucho trabajo y decide pensar que la cena es para hablar de más trabajo, no tendría sentido otra cosa.
Clara sale de la oficina. Vuelve a mirar el reloj, son las 8.30, llegará temprano. Sopesa la idea de pasar por casa pero la desecha, puede que entonces se lo piense mejor y no sea capaz de moverse para la cena con Héctor. Aparca. Antes de salir del coche mira la fachada del restaurante. Parece muy lujoso. Bueno, si ya he llegado hasta aquí… se dice antes de bajar. Está un poco nerviosa, no sabe muy bien a qué viene la cena y eso la incomoda. 
—He quedado con el señor Extremera —dice al hombre enchaquetado que la recibe al entrar en el restaurante.
—Acompáñeme señorita Jiménez. Le está esperando.
 Creía que llegaba temprano y parece que él se ha adelantado aún más. Héctor está sentado y consulta su móvil. 
—Señor Extremera.
 Héctor levanta la cabeza y mira sorprendido a Clara.
—Gracias José. 
 El tal José se marcha, no sin antes asentir con la cabeza.
—Has llegado pronto, Clara.
—No tanto como tú, Héctor.
 Clara se quita la chaqueta y, antes de que pueda girarse para colocarla en su silla, aparece un camarero muy solícito que se la recoge y desaparece con ella. Esto es rapidez, piensa Clara. 
 Héctor se levanta y parece que está a punto de acercarse para darle dos besos. Esta se queda por un momento sin saber qué hacer. Es reacia a ese contacto, va a ser su jefe las próximas dos semanas así es que se sienta rápidamente. Héctor la imita y hace una pequeña mueca que no le pasa desapercibida a ella. Entonces hace una señal al camarero y le pregunta a Clara si quiere vino tinto para beber. Asiente. Antes de irse el mismo camarero ha dejado las cartas del menú sobre la mesa.
—No sé muy bien a qué viene esto, pero… —dice Clara mientras ojea una de ellas.
—Es solo una cena —contesta Héctor.
 Clara levanta la mirada por encima de la carta y le replica:
—No me refiero a eso.
 Aparece otro camarero para tomarles nota. 
—He pedido unos entrantes, espero que no te importe —le dice Héctor a Clara. 
 Ella niega con la cabeza.
—En ese caso pediré “coulant orange avec des framboises”.
 Clara levanta la mirada y cierra lentamente la carta. Espera unos segundos. Ni el camarero ni Héctor dicen nada. Sabe que ha pedido un postre pero quiere ver cómo reaccionan. Sonríe y vuelve a abrir la carta.  El camarero parece que lo está pasando mal aunque no se atreve ni a respirar.
—Mejor “poulet farsi aux champignons”. ¿Es pollo no es así?
 Clara se centra en el camarero que respira aliviado y asiente.
—Lo mismo para mí —dice Héctor que le da la carta al camarero.
 Cuando este ya se ha ido se miran directamente. 
—Me sorprende que te hayas resistido a decir algo. ¿Caballeroso? —le dice Clara a un Héctor que sonríe antes de hablar.
—Estaba esperando a ver qué hacía el camarero. Eres mala.
—Sí, el pobre lo ha pasado mal. No tiene la culpa de que a sus jefes no se les haya ocurrido poner la carta en español. —Clara sonríe.
—Bueno, si no es por la cena, ¿por qué has dicho “no sé a qué viene esto”? —comenta Héctor.
—Por el trabajo.
—Nos hace falta una empresa…
—Sí, ya. Aparte de que os haga falta una empresa… supongo que tendréis unas cuantas asesorías. ¿Por qué dónde trabajo? Y no me digas que fue casualidad, por favor.
—No, no iba a decirlo. Supongo que por curiosidad.
—¿Por ver cómo trabajo?
 Héctor parece meditar la respuesta, por lo que Clara es la que vuelve a hablar:
—No contestes si no quieres. Por ver la cara que puso Raquel ayer cuando la cortaste hasta te invito a cenar aquí.
—Por supuesto que no te voy a dejar que pagues la cena. Y siento curiosidad no por ver cómo trabajas sino por el motivo que tuvieras tan mala noche el sábado.
—¡Ah! Es eso, joder.
 Clara se calla y sopesa la respuesta. Toma un sorbo de vino antes de contestar:
—Es algo personal, pero…
—Te recuerdo que me dijiste que si nos veíamos otra vez me lo contarías.
—Lo dijiste tú, aunque yo asentí. Lo voy a mantener. Además, te agradezco que no me hicieras contarlo delante de mi jefe. Es solo que…
—No esperabas que nos volviéramos a ver.
—Listo.
—Pues te toca hablar.
—Está bien. —Clara se interrumpe para coger aire y continúa hablando—: Tenía una especie de rollo o algo así. Se estaba poniendo un poco pesado y empecé a mantener las distancias. El sábado salí con unas amigas y apareció este con una tía. Otra amiga mía que, aunque me había comentado que estaba con alguien, no creí que fuera el mismo.
—Te molestó —le interrumpe Héctor.
—La verdad es que no.
 El camarero se acerca y deja una ensalada sobre la mesa. Parece que va a servirla cuando Héctor le hace un gesto y este se marcha con un leve asentimiento de cabeza. Clara aprovecha para tomar un poco de vino antes de seguir con la historia.
—Seguí bebiendo y pasándolo bien con mis amigas. Supongo que eso enfureció a ese cabrón. Se paseó con la pobre chica para darme celos, pero yo no los sentía. Terminó encarándose conmigo y… bebí más de la cuenta. Eso es todo.
 Héctor le pone ensalada en el plato y después se sirve él.
—Una noche de mierda. Mucho alcohol y una bronca, ese es el resumen. No fue una buena noche, no. Y no mejoró por la mañana.
—¿Está acabado?
—Era un polvo de vez en cuando, solo eso.
 El camarero regresa para llevarse el plato de la ensalada y dejar unas setas con jamón. Clara mira el plato. 
—Espero que te gusten —le dice Héctor.
—Sí. —Y esta vez es Clara la que sirve—. Creo que estoy algo incómoda por la conversación. El lunes tengo que trabajar para ti y te estoy hablando de cosas que no te importan.
—En realidad sí que me importan, te he preguntado.
—Cierto, pero no deberían importarte.
 Héctor asiente para enseguida preguntarle a Clara si quiere más vino.
—Sí, por favor. Y no.
—¿No? —La mira sorprendido.
—No me vas a llevar a mi casa, puedo conducir.
—No estaba pensando eso.
—Por si acaso. Además, por cantidad, dos copas de estas son en realidad una. Puedo tomarme un par de ellas más.
 Héctor sonríe. 
 Traen los platos. Clara los mira atentamente y piensa que tienen muy buena pinta.
—Parece que tienes apetito.
—No he tenido tiempo de comer.
—¿No has tomado nada desde el desayuno?
—En realidad… he desayunado dos veces.
 Ambos sonríen. 
—¿No necesitas preguntar nada más Héctor?
—Por ahora no, pues supongo que tu hermana llegó bien.
—Sí, sana y salva. Creo que el cuarteto se quedó a comer en tu casa. Menuda paciencia la de tus padres.
—No te creas, por lo visto tenían cosas en común. Tu padre…
—Carlos no es mi padre. Los míos se separaron hace tiempo y él es el marido de mi madre.
—Tu padrastro.
—No le llamo así. Ya tengo un padre. Sofía es su hija, a ella sí me gusta llamarla hermanastra, sobre todo porque a ella no.
 Héctor asiente.
—Creo que lo pasaron bien. Por lo menos no fue una cita normal. Que te lleven en avión privado a París no es habitual.
—Supongo que no.
—¿Supones? Ya, es la técnica de los hermanos Extremera. ¿Lo usas mucho? —pregunta curiosa Clara.
—Sí. Por trabajo.
 Y añade ante la cara que ella ha puesto:
—Me suelo mover con él, es más cómodo.
—Sí, ya. Eres de esos de trabajo, trabajo y más trabajo.
—¿Es malo?
—Yo soy más de trabajo, trabajo y diversión. ¿Es malo?
 Ambos se quedan mirándose un rato. Clara rompe el contacto visual para concentrarse en su plato. 
—No te conozco y te he contado cosas personales. No hace falta que tú hagas lo mismo, pero…
—No es caballeroso, ¿no?
—Es una mierda. Parece que te estoy contando mi vida y tú…
—Lo siento, no suelo hacerlo.
—Yo sí, con todos los que me encuentro por la calle o en el trabajo.
 Héctor sonríe. 
—Ellos sí son mis padres y Borja es mi único hermano. Es un poco…
—Coñazo, ¿no? Parece que es lo que hay.
—Parece que sí.
—¿Trabaja?
—No, y… ¿tu hermana?
—Tampoco. Tal para cual. Parece que tenemos algo en común, los hermanos pequeños que no dan palo al agua.
 Ambos se ríen.
 Vuelven para retirarles los platos.
—¿Postre? —pregunta Héctor a Clara.
—Sí, ahora sí que quiero el coulant. 
 El comentario de Clara hace que hasta el camarero sonría.
—Tomaré café con leche, largo de café por favor.
 El camarero se retira y Clara aprovecha para seguir hablando.
—Estoy hecha polvo. No he parado en todo el puto día.
—Espero que yo no tenga la culpa.
—Algo sí que tienes que ver, pero bueno, sobreviviré.
—Eso espero.
 Le traen el café a Héctor y el coulant a Clara. Antes de marcharse, ella le pide una cucharilla adicional y comenta: 
—Creo que por la pinta ha merecido la pena la espera.
 Tanto Héctor como el camarero se ríen y este último añade: 
—Espero que le guste señorita.
—Vamos a ver.
 Clara tiende la cuchara extra a Héctor y toma una para probarlo. Sonríe. 
—Umm, está riquísimo. Me estoy arrepintiendo de haberte pedido una cucharilla. —El comentario hace que Héctor se ría. 
—¿Puedo?
 Clara le mira y hace como si lo meditara.
—Bueno… adelante.
—Sí, está bueno.
—Está más que eso.
Al terminar, Héctor le pregunta divertido a Clara si quiere algo más.
—No, estoy bien gracias.
—¿Segura?
—Sí, segura.
—Está bien. —Héctor consulta su reloj—.  Mañana será un día largo.
 Ambos se levantan y le traen las chaquetas. Se acercan a la puerta y el maître les acompaña a la salida, preguntándoles por la cena.
 Una vez fuera, Héctor, que sigue con su mano en la espalda de Clara, le pregunta: 
—¿Quieres que te llevemos? —Y mira al chofer que abre la puerta de su coche.
—No gracias, tengo el mío. Lo he pasado muy bien Héctor, gracias por la cena.
—Gracias a ti, Clara. Yo también lo he pasado muy bien.
 Esta vez Héctor toma la iniciativa y se acerca a Clara para darle dos besos. 
 Espera a que ella se meta en su coche para luego hacer lo mismo. Su chofer cierra la puerta para después arrancar y marcharse. 
 Clara piensa en los dos besos que se han dado antes de despedirse, Héctor huele muy bien y su contacto ha sido muy agradable. 

CAPÍTULO 4

Es viernes y Clara está terminando de trabajar. Son las seis de la tarde y está muy cansada. Ya ha terminado de cerrar los temas más urgentes con Ana y, tras asegurarle esta que todo va a ir bien y que la llamará o enviará un email o mensaje si hay algo urgente y repetirlo tres veces, la ha mandado para casa. Revisa una vez más el correo antes de irse. Justo cuando sale recibe un mensaje: “Si te apetece comer conmigo mañana te recojo a las 12.30 en la puerta de tu casa, Héctor”. Clara no le contesta inmediatamente como la vez anterior. Tiene que pensarlo, el lunes empezará el trabajo y… a la mierda el lunes y a la mierda el trabajo. Héctor le gusta y no quiere dejarlo pasar. “A las 12.30 estaré preparada”. Piensa en enviarle la dirección, pero si no se la ha preguntado es que ya debe saberla. Tiene pinta de ser de esa clase de tíos que le gusta controlarlo todo.
A las 12.30 está ya preparada y saliendo del portal. En la lista mental que lleva de Héctor cree que debe añadir puntual pues allí está, parado delante de ella, en un flamante coche rojo descapotable. Le sonríe. 
—Menudo coche.
—Gracias.
—¿Sabes conducirlo?
—Anda, sube.
 Clara le hace caso. Lleva unos vaqueros, una blusa y la chaqueta. Para ser principios de abril no hace demasiado frío. Se fija en la ropa de Héctor y sonríe. También lleva unos vaqueros, menos mal se dice, pues no sabía qué ponerse. Además, los fines de semana le gusta vestirse con ropa informal. Saca del bolso unas gafas de sol.
—No recuerdo haberme montado nunca en un descapotable —dice Clara mientras se ponen en marcha.
—Como hace buen día, he pensado que estaría bien.
 Clara asiente.
—¿Cuánto corre?
—Aquí pone 310 km/h.
—¿La has alcanzado?
—No. —Héctor sonríe ante las preguntas de Clara.
—¿Dónde vamos?
—Al puerto deportivo. Hay un rastrillo de antigüedades y quiero echar un vistazo. ¿Te parece bien?
—Sí.
 Ambos tienen que gritar un poco para hacerse escuchar pues ya han entrado en la autovía. Al poco, Clara nota cómo el coche empieza a ganar velocidad, ya están en la autopista. Héctor sigue acelerando. Es una sensación agradable, piensa Clara, que sonríe. Se siente libre con el aire en su cara. 
 Cuando llegan al puerto y aparca, Clara se compone un poco el pelo con la mano y se baja del coche. Al hacerlo nota cómo Héctor suspira. Se acerca a ella y le dice muy cerca: 
—Me gustaría haber abierto tu puerta.
—Sé hacerlo sola, gracias. —Clara sonríe, para preguntarle inmediatamente: 
—¿Has llegado a 310?
 Héctor no le contesta pero sonríe divertido. Le hace una señal con la mano y empiezan a andar, a unos metros está el mercadillo.
—No había venido nunca —dice Clara observando lo bonito que está el puerto. 
—¿Te gustan las antigüedades?
 Clara se gira para mirarle a la cara.
—Depende.
—¿De qué?
—De si son bonitas o no.
 Héctor asiente.
—¿Y en general?
—No sé, es como comprar cosas de segunda mano. No me convence mucho, pero supongo que dependerá del objeto en cuestión.
 Asiente de nuevo Héctor.
—En realidad en este mercadillo hay una parte de subasta. Estoy interesado en un par de cosas.
 Así siguen hablando mientras empiezan a ver los puestos. Algunos son auténticas tiendas con mostradores y vitrinas en las que se puede encontrar de todo. Héctor le explica a Clara que había visto en el catálogo unos cuadros y algún mueble que le parecían interesantes y de valor. 
Están dando una vuelta cuando Clara habla:
—No está mal, aunque la gente es jodidamente estirada.
 Héctor sonríe, para añadir:
—¿Yo soy un jodido estirado?
—No sé, dímelo tú.
—No, no lo creo.
—Menos mal. 
 De pronto se encuentran de frente a un matrimonio mayor que los observa descaradamente, sobre todo a Clara.
—¡Hola Héctor!
—Hola señor López, señora López.
—Sabía que te encontraríamos aquí. No sueles resistirte.
—Me han pillado.
 Héctor hace un gesto para despedirse, pero es ahora la mujer la que habla:
—¿Tus padres no han venido?
—No. Me alegro de verles —dice algo cortante para dar por zanjada la conversación, no está dispuesto a que le sigan haciendo preguntas.
—Gracias hijo, salúdalos de nuestra parte.
—Así haré.
 Clara hace un gesto para despedirse, entonces Héctor muy serio añade:
—Sí, son unos jodidos estirados. —Y ambos rompen a reír.
—Clara, espera un momento por aquí por favor. Voy a hablar con Emilio, mi ayudante. —Ella asiente y se pone a dar una vuelta mirando las cosas de los puestos. 
 En uno de ellos una pieza de madera llama su atención. Se acerca para verla mejor. Es una especie de cofre-joyero. Cuando va a tocarlo sale como de la nada un dependiente, que hace que Clara se sobresalte.
—¿Puedo ayudarla señorita?
—Solo quería verlo.
—Es un cofre del siglo XIX. Perteneció a Catalina Mendoza, una noble de la época. Ella le tenía mucho cariño y se mantuvo en la familia durante bastante tiempo. En la subasta saldrá por… —no puede terminar la frase, Héctor lo interrumpe.
—No seas grosero Antonio, la señorita no te ha preguntado el precio.
—¡Hombre, señor Extremera! Cuánto tiempo sin verle. Creía que ya había perdido el interés por nuestros productos.
—He estado liado.
 El tal Antonio se vuelve hacia Clara y se disculpa.
—Lo siento señorita…
—Jiménez —le contesta Héctor.
—Lo siento, señorita Jiménez, no era mi intención importunarla.
 Clara mira de reojo a Héctor, no le gustan que contesten por ella. Es una cuestión de principios, no quiere que todo el esfuerzo y lucha de la mujer por sus derechos y por la igualdad, se esfumen de un plumazo. 
 Hace intención de irse cuando el dependiente, Antonio, coge el cofre y lo abre, mostrándoles a ambos su interior. 
—Es precioso —dice Clara bastante maravillada con la pieza.
 Ambos asienten. Pese a ser sencillo su exterior, el interior sorprende aún más a Clara. Es muy espacioso y huele a madera antigua. Puede imaginarse a la tal Catalina guardando las joyas dentro. El pasar de los años no le ha hecho perder su estilo. 
—Gracias —le dice Clara a Antonio—, no era tan difícil.
—No, no lo era —responde el dependiente, que le sonríe.
—Ya nos vamos, Antonio. —Héctor le tiende la mano y este se la aprieta.
—Adiós señor Extremera, adiós señorita Jiménez.
 Clara se despide con un gesto de la mano y ambos salen de sus dominios.
 Una vez fuera de su alcance, Clara mira directamente a Héctor.
—No me gusta que hablen por mí, sé hacerlo.
—Lo sé y lo siento, no era mi intención molestarte. Pero…
—Sí, el tal Antonio ha sido un poco… De todas formas, no era para tanto. 
 Clara le sonríe mientras calibra hasta qué punto Héctor siente lo que ha hecho.
Siguen dando vueltas por el puerto viendo objetos y más objetos. 
—Si tienes que volver a hablar con Emilio no me importa —dice Clara.
 Héctor la mira y sonríe.
—Él realizará la subasta por mí. Sabe lo que me gusta y…
—Si quieres podemos ir.
—Es un poco aburrido, mejor nos vamos a comer.
—Como quieras Héctor.
 Este sonríe… cómo le gusta que ella diga su nombre. 
—¿Te gusta navegar, Clara? —dice al llegar a la dársena.
—No.
—Qué rotunda.
—Carlos tiene un barco. No es muy grande, pero está bien. Lo he intentado, créeme, pero he tenido que desistir. Siempre me mareo. No puedo navegar, es superior a mí.
—Entiendo. Te quería enseñar mi barco, pero…
—¿Ibas a presumir de barco?
—Culpable.
—Pues vas a tener que cambiar de estrategia.
—Nada de barcos.
—Nada de barcos —repite Clara sonriendo.
—¿Comemos?
—Sí, vayamos.
—He reservado ahí —dice Héctor señalando el restaurante que hay al final del puerto.
 Clara mira y sonríe. No esperaba menos del señor Extremera. Parece el más lujoso de todos. Seguro que ahí también le conocen, piensa mientras siguen caminando. Se siente a gusto con él. Su mano descansa en su espalda y a Clara le reconforta y le gusta ese contacto. 
Los ubican en una mesa con vistas a la bahía. 
—¿Tienes frío? ¿Calor?
—Estoy bien, gracias —le contesta Clara.
—¿Te gusta de todo?
—Todo no, pero supongo que hablamos de marisco, ¿no?
 Héctor sonríe divertido.
—Sí, hablamos de marisco.
—Es sábado, mi día de descanso, así es que dejo que elijas la comida.
 Héctor arquea una ceja.
—No sé si eso es bueno o malo.
—Depende de lo que pidas —le dice Clara.
—Un examen. ¿Vino blanco?
 Clara asiente y sonríe.
 Héctor habla con el camarero mientras que ella observa el paisaje, quiere que la comida sea una sorpresa.
—Me encantan las vistas de este sitio —dice Héctor irrumpiendo los pensamientos de Clara.
—Sí, son cojonudas.
—Buena palabra para describirlas.
—¿Maravillosas? ¿Gloriosas? ¿Sublimes? Me hacen apreciar el sentido de la vida… ¿Mejor?
 Héctor hace el gesto como si lo meditara para añadir: 
—No, mejor cojonudas.
 Se ríen. Aunque a Héctor al principio le chocó la forma de hablar de Clara, en su fuero interno le gusta. Siempre encuentra la palabra correcta, sea una palabrota o no. Ella se expresa abiertamente y sin tapujos. 
 El camarero les sirve el vino y al poco empiezan los platos de comida. Que si mejillones, conchas finas… 
—Héctor, creo que te has pasado pidiendo comida, voy a explotar.
—¿No vas a poder con el postre? —añade divertido.
—No he dicho eso. —Clara sonríe.
 De nuevo el camarero aparece esta vez con un café con leche y una tarta de chocolate con dos cucharitas.
 Héctor, al ver que Clara observa la tarta le dice: 
—Espero que compartas.
—Esta vez la probaré primero. —Le sonríe.
Clara, tras terminar de comer le pregunta a Héctor: 
—¿Te apetece dar un paseo por la playa? O si tienes que hacer algo…
—No, un paseo me parece bien.
 Héctor saca el móvil y lo consulta. 
—¿Emilio ya ha conseguido todo lo que querías?
 Él compone una media sonrisa y la mira directamente a los ojos.
—Parece que sí.
—Tienes…
—¿Qué?
—Verás, hago una lista sobre ti.
—¿Sobre mí?
—Sí. Detalles como es puntual, no hay que molestarlo los domingos por la mañana y cosas así.
—¿Y es muy larga?
—No. Acabo de añadir consigue lo que quiere.
—¿Te gusta lo que hay en ella?
—Por ahora sí. Aunque nunca se sabe.
 Sonríen.
—Cuando la tengas terminada me gustaría que la comentáramos. Solo para asegurarme que sea correcta.
—Control, añadido.
 Héctor se ríe. 
—Si quieres puedo empezar una lista de ti.
—No, mejor no, seguro que no me gusta.
 De nuevo se ríen.
Clara mira a su alrededor.
—Este sitio es precioso. Me encanta la playa.
—Y a mí —le contesta Héctor.
 Clara se para y se quita las zapatillas y los calcetines, hundiendo los pies en la arena.
—Esto es tan agradable… —Se remanga entonces los vaqueros y se acerca a la orilla.
 Héctor la observa sin perder detalle.
—¡Joder! Qué fría está. —Aunque Clara permanece con los pies en el agua. 
—Anda ven, o puedes resfriarte.
—Sí, mamá.
—Clara, no seas mala por favor.
 Ella se ríe. Siguen andando. Al cabo de un rato, le pregunta a Héctor:
—¿Nos sentamos?
—Adelante.
 Dan unos pasos alejándose de la orilla y se sientan. Clara hunde de nuevo los pies en la arena seca y lo mira fijamente mientras que habla.
—Héctor, me gustó la cena del otro día y… me ha gustado mucho el día de hoy.
 Él no dice nada. Permanecen un rato en silencio hasta que ella de nuevo rompe ese silencio:
—Me gustas Héctor, aunque el lunes vas a ser…
 Él se gira para mirarla directamente a los ojos y se acerca. 
—Yo también lo pasé y lo estoy pasando muy bien.
 Se pone a escasos centímetros de ella, que nota su cálido aliento.
—Tú también me gustas, Clara.
 Se acerca aún más. Sus labios se tocan dulcemente y se besan. Clara contiene la respiración. Ahora la lengua de Héctor se abre paso a través de su boca y busca la suya. Ambas se encuentran y, por un momento, se entrelazan en un baile lento y delicado. 
 Héctor se retira y Clara abre los ojos sonriendo. Él, que la estaba mirando hace lo mismo. De pronto, fija su atención por encima de ella y la cara se le cambia. Hay algo que no le ha gustado, deduce Clara. Decide girarse para ver lo que le ha cabreado cuando Héctor se levanta de golpe y empieza a andar. Ella no entiende nada de su comportamiento. Coge sus zapatillas y sale corriendo tras él. Le cuesta seguirle el paso, da zancadas muy grandes. 
—¡Héctor, para! —casi le grita Clara. 
 Él no se detiene.
—¿Qué coño pasa? ¿Tan mal beso? ¡Joder, Héctor para!
 Entonces él por fin le hace caso y se para, volviéndose hacia ella. Señala con la cabeza un punto y Clara se vuelve para mirar en la dirección que le está indicando. Ve a alguien parado en el paseo. Sigue confusa y le pregunta:
—¿Le conoces?
—Es un fotógrafo. —Es lo único que dice Héctor. 
 Entonces ella se gira y el mencionado tipo al ver que le observan sale corriendo.
—Ya tienes lo que querías, ¿no?
—¿Qué? —Clara está perpleja y no puede salir de su asombro.
—Supongo que mañana saldrá en la prensa la foto del beso.
 Clara se queda horrorizada y añade:
—¿Mañana, qué? —pregunta en alto, aunque no consigue respuesta.
 Ahora hace un leve repaso de las palabras de Héctor “ya tienes lo que querías”.
—¿Piensas que…? —dice casi en un susurro.
—Es tarde. Te llevo a tu casa —le corta él.
—No, gracias. Si piensas eso de mí ni te molestes, ya me voy por mi cuenta.
 Ahora Clara está muy enfadada, no le ha gustado nada el cariz que ha tomado el paseo tras el beso. 
—No —dice Héctor—  yo te he traído, yo te llevo. No hay más que hablar.
 Clara todavía molesta, asiente. Está demasiado confusa para añadir nada. Hace unos segundos se estaban besando y ahora… la situación le parece de locos. 
Vuelven al coche sin decir palabra. Antes de subirse en él, Clara se limpia los pies y se pone las zapatillas. Ambos llevan sus gafas de sol y evitan mirarse.
 Durante todo el camino de vuelta, Clara no deja de observar por la ventanilla. Sus pensamientos van entre la pregunta más obvia de que a qué clase de mujeres está acostumbrado él, hasta lo cabrón que es por pensar de ella eso. No la conoce para juzgarla de esa manera. Le ha demostrado que no merece la pena, aunque… besa de maravilla. Si no llega a ser por el puto fotógrafo…
 De pronto el coche se para, ya han llegado a su destino. Ella abre la puerta y se baja. No dice nada ni se gira para mirarlo. Se aleja mientras saca las llaves del bolso. 
 Una vez en su casa decide prepararse un baño. Se sirve una copa de vino tinto y se sumerge en el agua, quiere olvidar a ese capullo.

CAPÍTULO 5

De nuevo lunes. Clara no quiere verle la cara a Héctor. Espera que por lo menos tenga el detalle de no aparecer. Al despertarse ha comprobado su móvil y tiene un par de llamadas y mensajes de él. No los ha leído, no tiene ganas de recordar lo que pasó.
Cuando llega a la empresa y pregunta en el mostrador de la entrada, le remiten a la segunda planta, allí la esperan. Arruga la frente y se repite una y otra vez mientras sube: que no esté él, que no esté él.
 Entra y se encuentra con otro mostrador donde una amable recepcionista le atiende.
—Buenos días, señorita Jiménez.
—Buenos días. Llámame Clara, por favor.
—Buenos días Clara, soy Estefanía. Le voy a acompañar a su zona de trabajo.
—Tutéame Estefanía. Gracias.
 Esta asiente. Clara le ha caído bien inmediatamente, no es una de esas estiradas que contratan en la empresa de vez en cuando. 
 La acompaña a una gran sala de reuniones con una mesa en un lateral.
—Te he puesto todo el material que he podido en los estantes, el resto no he tenido más remedio que ubicarlo en el suelo. Si necesitas que te haga alguna fotocopia, imprimirte algo o cualquier cosa, estaré aquí fuera.
—Gracias, Estefanía.
 La chica sale del despacho y Clara mira a su alrededor, hay mucho material.