Princesa de corazones - Raye Morgan - E-Book
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Princesa de corazones E-Book

Raye Morgan

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Beschreibung

Aquel supuesto príncipe había llegado del extranjero... con intención de vengarse de la Casa Real. Adam Ryder era millonario por derecho propio, y siempre había sabido que era hijo ilegítimo de un príncipe de Niroli. Elena Valerio nunca había permitido que su ceguera la frenara a la hora de hacer lo que deseaba. Ahora se sentía muy atraída por Adam..., y el hijo de éste, un chico encantador, necesitaba una madre. Elena amaba Niroli con todo su corazón y, si Adam se casaba con ella, tendría que olvidar sus planes de venganza.

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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

www.harlequinibericaebooks.com

© 2007 Harlequin Books S.A. Todos los derechos reservados.

PRINCESA DE CORAZONES, N.º 7 - Marzo 2009

Título original: Bride by Royal Appointment

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicado en español en 2008.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-1499-8

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Árbol genealógico de la familia Fierezza

Reglas de la Casa Real de Niroli

Regla 1ª: El soberano debe ser un líder moral. Si el pretendiente al trono cometiera un acto que fuera en menoscabo de la buena fama de la Casa Real, será apartado de la línea sucesoria.

Regla 2ª: Ningún miembro de la Casa Real podrá contraer matrimonio sin el consentimiento del soberano. Si lo hiciera, será desposeído de honores y privilegios, y excluido de la familia real.

Regla 3ª: No se autorizarán los matrimonios que vayan en detrimento de los intereses de Niroli.

Regla 4ª: El soberano no podrá contraer matrimonio con una persona divorciada.

Regla 5ª: Queda prohibido que miembros de la Casa Real con relación de consanguinidad contraigan matrimonio entre ellos.

Regla 6ª: El soberano dirigirá la educación de todos los miembros de la Casa Real, si bien el cuidado general de los niños corresponde a los padres.

Regla 7ª: Ningún miembro de la Casa Real podrá contraer deudas que superen sus posibilidades de pago sin el previo conocimiento y aprobación del soberano.

Regla 8ª: Ningún miembro de la Casa Real podrá aceptar donaciones ni herencias sin el previo conocimiento y aprobación del soberano.

Regla 9ª: El soberano deberá dedicar su vida al reino de Niroli. Por lo tanto, no le estará permitido el ejercicio de ninguna profesión.

Regla 10ª: Los miembros de la Casa Real deberán residir en Niroli o en un país que el soberano apruebe. El monarca tiene la obligación de vivir en Niroli.

Uno

El niño se iba a caer por el acantilado. A Adam Ryder le estaba costando contenerse para no gritarle a su hijo. Habían ido allí para contemplar la vista, como el resto de los turistas que paseaban a su alrededor, pero mientras subían a las ruinas de la antigua villa romana, situada en una explanada frente al Mediterráneo, Adam no pensaba demasiado en la historia. La isla de Niroli parecía estar repleta de castillos y restos arqueológicos, pero no había ido allí por esa razón.

En realidad, habían acudido a aquella explanada en particular porque no estaba demasiado lejos del hotel y parecía un buen lugar para que Jeremy, su hijo de seis años, se desfogara, pues el exceso de energía lo estaba convirtiendo en un niño muy difícil.

La razón de su presencia en Niroli, un lugar que llevaba toda la vida evitando, resultaba difícil de explicar.

A pesar de todo, tenía que admitir que la isla era mágica. Lo había sentido al bajarse del avión en el que habían viajado desde Nueva York. El aire en la isla parecía más dulce, la luz del sol hacía que todo brillara, lleno de posibilidades. Todo eso le causaba una cierta sensación de miedo. No podía permitir que aquella clase de cosas le hicieran olvidarse de su objetivo.

Después de todo, por explicarlo en pocas palabras, había ido a Niroli para recaudar fondos. Necesitaba dinero para salvar su empresa, mucho dinero, y estaba dispuesto a hacer casi cualquier cosa para obtenerlo, incluso aceptar el ofrecimiento poco habitual que se le había hecho: la corona de aquella pequeña isla-estado. Desgraciadamente, este hecho carecía por completo de magia.

Entre tanto, tenía que ocuparse de Jeremy. Se había llevado al niño con la esperanza de estrechar lazos con él, pero estaba perdiendo rápidamente la esperanza en aquel aspecto. La niñera que había contratado para que los acompañara y se ocupara de Jeremy había dimitido en el mismo aeropuerto, tras declarar en voz alta que no podía soportar al niño sólo instantes antes de embarcar en el avión.

No hacía más que recordar el gesto triunfante con el que Jeremy contemplaba a la niñera mientras ésta se marchaba. En sus años más jóvenes, él mismo se había enfrentando a hombres hechos y derechos en peleas de bar, pero la mirada de su hijo, justo antes de abandonar el mundo que conocía, él solo y con el pequeño a cuestas, le había provocado un tremendo escalofrío por la espalda. Sabía muy bien cómo ocuparse de los adultos, pero, ¿qué iba a hacer con un niño pequeño?

–Sáquele a dar un paseo y déjele correr todo lo que quiera –le había sugerido la encargada de la recepción del hotel.

Por eso estaba allí. Dejaba que Jeremy corriera y eso era ciertamente lo que estaba haciendo su hijo. Arriba y abajo por las ruinas, con el cabello rubio volando al viento. Al menos, parecía interesado por las ruinas. Algo era algo.

Se había pasado todo el vuelto preguntándole si iban a llegar pronto. Llegó un momento en el que Adam tuvo que morderse la mano para no gritarle.

En aquellos momentos, Jeremy estaba haciendo equilibrios sobre el viaducto que en el pasado había conducido el agua hasta la villa, una parte del cual estaba demasiado cerca del borde del acantilado. Adam frunció el ceño. Suponía que tenía que comportarse como un padre y advertirle del peligro.

–Jeremy, no vayas por ahí –gritó–. Es demasiado peligroso.

El niño se volvió a mirarlo y se echó a reír. Adam sacudió la cabeza. ¿Qué niño de seis años se reía de aquel modo, como si disfrutara torturando adultos? Lo único que se le ocurrió como respuesta fue que tenía que contratar a otra niñera, mucho más dura que la anterior, y que debía hacerlo pronto.

–Aléjate del borde.

Jeremy se apartó del viaducto, pero empezó a trepar por el semiderruido muro exterior de la villa romana. Adam se dirigió hacia él. Aquello estaba empezando a resultar ridículo. El niño iba a matarse.

–¡Jeremy, maldita sea! ¡Bájate de ahí ahora mismo!

Jeremy se giró para subir un poco más arriba... y entonces se cayó.

El grito que Adam lanzó casi le rasga las paredes de la caja torácica. La conmoción y el miedo se apoderaron de él y echó a correr, maldiciendo y rezando al mismo tiempo.

«Oh, Dios. ¿Y si...?»

Se abalanzó sobre el empinado muro y comenzó a subirlo, dirigiéndose al lugar por el que Jeremy había desaparecido. La piedra arenisca se deshacía bajo sus pies, dificultando la escalada. Cuando por fin lo consiguió, se preparó para ver el cuerpo de Jeremy estrellado contra las rocas.

Sin embargo, su hijo estaba arrodillado a los pies de una esbelta mujer, acariciando a un golden retriever, en lo que parecía una especie de patio que colgaba sobre el mar, unos pocos metros por debajo de él.

Respiró profundamente y trató de relajarse. No obstante, la sensación de alivio se vio reemplazada rápidamente por ira en estado puro. Comprendió por fin que Jeremy no se había caído sino que había saltado. Lanzó un grito de enojo y se dio la vuelta para dirigirse a unos escalones que había en un lateral. Cuando llegó al lugar en el que la mujer estaba sentada, Jeremy y el perro habían bajado a la playa y, en esos momentos, estaban jugando a la orilla del mar.

La ira que sintió hacia su hijo se veía empeorada por su propia frustración. Se desahogó soltando una ristra de palabrotas e, inmediatamente, se volvió de mala gana hacia la mujer.

–Lo siento –dijo, por si ella se ofendía por las groserías que, inevitablemente, había tenido que oír.

La miró detenidamente. Era una mujer impresionante. Tenía un cuerpo esbelto y elegante; el pelo castaño oscuro, liso y brillante bajo la luz del sol, lo llevaba entretejido con un pañuelo de seda del color de las hojas recién brotadas. El cuello era inusualmente largo y esbelto, lo que hizo que Adam pensara en las bailarinas de ballet. No podía verle los ojos, ya que llevaba unas gafas de sol de Gucci muy oscuras y estilosas, pero los rasgos de su rostro podrían haber sido los de una talla clásica de fina porcelana. Contrastaban la boca sensual y el gesto orgulloso de la barbilla.

–Espero que mi hijo no la haya molestado –dijo Adam deslizando la mirada sobre la aterciopelada piel de los brazos desnudos de la mujer.

Llevaba una blusa de encaje y una falda de color verde esmeralda con mucho vuelo. Los pies parecían muy delicado. Iban enfundados en unas hermosas sandalias y llevaba las uñas pintadas en un tono rosa perlado. La desconocida tenía un aire de hada del bosque, pero era demasiado alta y con buenas curvas como para serlo. En cualquier caso, era la criatura más encantadora que Adam había visto en mucho tiempo. Se giró hacia ella del modo en el que las plantas se giran hacia la luz, como si tuviera que tenerla en su vida.

–Oh, no –respondió ella en tono muy agradable–. Ha sido un placer conocerlo. Parece un niño maravilloso.

–¿Maravilloso? Ja –dijo secamente–. Supongo que no ha tenido tiempo de conocerlo a fondo.

Ella frunció unas cejas muy bien depiladas.

–¿Se supone que eso es una broma? –le espetó–. ¿Por qué dice esa clase de cosas de su propio hijo?

–Por frustración, supongo –respondió Adam mesándose el rubio cabello con una mano. Al mismo tiempo, le dedicó una mirada que hacía que las mujeres adultas suspiraran como adolescentes–. Ha sido un día muy largo y muy cansado.

Ella no suspiró. De hecho, pareció mirarlo con desaprobación.

–¿Ah, sí? –dijo, con un tono de voz que parecía indicar cierto aburrimiento. Evidentemente, la mirada no había surtido ningún efecto en ella.

–Acabamos de llegar de Nueva York.

–Entiendo.

Ella se giró y miró hacia el mar. Adam sintió que había dado por terminada la conversación. Eso le sorprendió. En Hollywood, se le consideraba un hombre muy atractivo, y muy poderoso. La productora que había fundado y que dirigía era una de las más importantes en el sector, a pesar de la amenaza de absorción a la que hacía frente en aquellos momentos. Además, no le gustaba que una mujer diera por terminada la conversación. De hecho, si había que terminarla, le gustaba ser el que la daba por concluida. Sintió el deseo de provocarla, pero lo refrenó. Por una vez, no estaba obteniendo la admiración femenina a la que estaba tan acostumbrado. ¿Y qué? Tenía cosas más importantes de las que ocuparse.

Miró hacia la costa y vio que Jeremy seguía jugando con el perro. Suponía que debía bajar a buscarlo, pero, en aquel momento, si tenía que escoger entre rebozarse de arena con un niño y un perro y tratar de conseguir que una mujer admitiera que merecía la pena conocerlo, la elección estaba clara. Se dijo que era un reto. Miró hacia el muro de piedra sobre el que ella estaba sentada.

–¿Le importa si me siento con usted? –preguntó, disponiéndose a hacerlo sin esperar a que ella respondiera.

La mujer dudó lo suficiente como para que él se diera cuenta de que no le apetecía en absoluto. Sin embargo, se mostró cortés.

–Faltaría más –respondió apartándose un poco para asegurarse de que él tenía sitio suficiente para sentarse. Al mismo tiempo, apartó un enorme bolso de lona que podría contener todas las posesiones terrenales de aquella desconocida.

Adam tomó asiento y notó el perfume que emanaba de ella. Era fresco y picante, no demasiado dulce. Por alguna razón desconocida, le provocó una gran excitación e, inmediatamente, sintió la necesidad de besar aquellos deliciosos labios.

Se contuvo, completamente atónito. No había reaccionado de un modo tan visceral con una mujer desde hacía años, y estaba acostumbrado a verse rodeado de mujeres muy hermosas. Tal vez era la magia del lugar, la suave brisa, el sonido de las olas... Se giró rápidamente para mirar al mar. No quería que ella notara la impresión que le había producido. Si había algo que odiaba era dejar al descubierto su vulnerabilidad. No confiaba mucho en nadie. La experiencia le había enseñado que las mujeres hermosas eran las que con más probabilidad podían engañar a un hombre en el aspecto personal. ¿Cómo era la expresión? «Gato escaldado del agua fría huye». Efectivamente, él estaba más que escaldado. Le iba a llevar mucho tiempo convencerse de que merecía la pena confiar en alguien.

Sin embargo, eso no significaba que no disfrutara con el juego.

–Bonita vista –dijo admirando las brillantes aguas del Mediterráneo–. ¿Viene usted a menudo por aquí?

–Muchas veces. Es mi lugar favorito cuando tengo que tomar decisiones importantes... o cuando tengo la necesidad de alejarme de todo –respondió. Entonces se giró hacia él y sonrió–. O cuando deseo comulgar con mis más remotos antepasados.

–¿Antepasados?

Adam le devolvió la sonrisa. Estaba dispuesto a flirtear si ella se abría un poco. Flirtear no costaba nada y podía ser muy divertido. También podía conducir a un agradable encuentro carnal. Nunca se sabía. Y aquella mujer sería la compañera de cama más atractiva que había visto en mucho tiempo. Podría merecer la pena bregar un rato con aquella actitud tan displicente para poder llegar a lo bueno.

–Este lugar vibra con mis antepasados –dijo, agitando la mano como si estos estuvieran colgando de cuevas y acantilados.

–¿De verdad? ¿Y por qué no me los presenta?

La mujer se echó a reír.

–¿Y qué le importan a usted mis antepasados?

–Le sorprendería. Yo también tengo unos cuántos.

–¿De verdad?

–Eso me han dicho.

Por fin vio una pizca de interés por parte de ella. Suponía que la mujer se interesaría aún más si le decía que era el nieto ilegítimo de Giorgio, rey de Niroli.

No obstante, semejante hecho jamás había sido motivo de orgullo para él. De hecho, había crecido con la sensación de que era algo de lo que debía avergonzarse. Sin duda, sus abuelos maternos estaban convencidos de que aquello debía ser algo de lo que se avergonzara la madre de Adam, y siempre habían creído que todo lo que hacía su hija debía ser silenciado. Dado que ellos prácticamente lo habían criado en su granja de Kansas, esa idea había pasado a formar parte de su modo de ser, por mucho que se esforzara en negarlo.

–Yo creía que había dicho que acababan de llegar de Nueva York...

–Y así es. Nunca había estado en Niroli, pero mi padre... mi padre era de aquí.

–Ah.

La mujer alargó la sílaba como si aquello lo explicara todo, pero no muy favorablemente. Adam frunció el ceño. La actitud de aquella desconocida estaba empezando a fastidiarlo. Sin embargo, antes de que pudiera seguir con la conversación, Jeremy lanzó un grito y el perro comenzó a ladrar. Adam se levantó inmediatamente para ver qué ocurría.

–Jeremy, deja en paz al perro –gritó a su hijo. En realidad, no sabía si el niño le había hecho algo al animal, pero prefirió curarse en salud.

–Se llama Fabio –dijo la mujer fríamente.

–¿Quién? ¿El perro?

–Sí.

–Muy bien –replicó. Se giró y se dirigió de nuevo a su hijo–. Jeremy, deja en paz a Fabio.

–No se le da muy bien, ¿verdad? –comentó la desconocida secamente, al tiempo que él volvía a sentarse.

–¿El qué? –preguntó, asombrado.

–Lo de ejercer de padre. No parece haberle encontrado el tranquillo.

Adam contempló a la desconocida. Estaba completamente seguro, esa mujer lo detestaba. ¿Qué derecho tenía a odiarlo a primera vista? Él era un tipo agradable. Y ella, en cambio, muy irritante.

–¿Qué es lo que sabe usted de mis habilidades como padre?

–Lo noto por el modo como habla a su hijo. No debería dirigirse a un niño de esa edad del modo en el que lo hace. No puede darle órdenes como si fuera un soldado.

Adam no se lo podía creer. Aquella mujer de verdad creía que podía decirle cómo criar a su hijo.

–Necesita disciplina.

–Entonces, ¿por qué no se la proporciona?

Adam la miró fijamente. ¿Le estaba tomando el pelo?

–¡Eso es precisamente lo que estoy intentando hacer!

Ella sacudió la cabeza.

–Ya estamos otra vez levantando la voz.

¿Y él creía que se había sentido frustrado antes?

–¿Qué prefiere? –le espetó haciendo un esfuerzo épico por controlar el tono–. ¿Acaso cree que debería pegarle?

–Por supuesto que no. Creo que debería proporcionarle estructura. Me apuesto lo que quiera a que no lo conoce bien, aunque pasen mucho tiempo juntos. Y probablemente eso no ocurre a menudo, ¿verdad? Ha venido a Niroli pensando que podría crear lazos con su hijo sólo por estar aquí.

Acababa de dar en el clavo, pero él no estaba dispuesto a admitirlo.

–¿Y qué si fuera así?

–Bueno, no me parece que esté funcionando –replicó ella encogiéndose de hombros–. Y, si usted no mejora su técnica, no va a funcionar nunca, por mucho que le grite al niño. Necesita ayuda –añadió mirándolo con pena.

Adam ahogó una respuesta airada. Aquella mujer se equivocaba, pero discutir con ella no le iba a servir de nada.

–Muy bien –dijo, optando por mostrarse humilde–, ayúdeme.

–No parece una petición sincera –respondió ella con una sonrisa.

Aquel tono de superioridad resultaba irritante. Una vez más lo estaba censurando, se dijo Adam. Si era tan experta...

–¿Cuántos hijos tiene usted? –preguntó con intención.

Ella levantó la cabeza. Le divertía lo mucho que él se estaba enfadando y cuánto se esforzaba por ocultarlo.

–Ninguno –respondió sin avergonzarse–. De hecho, ni siquiera estoy casada.

–Entonces ¿por qué voy a hacerle caso?

–Es mejor que escuche a alguien. Su intuición no parece estar sirviéndole a usted de mucho.

«Ya está», pensó Elena Valerio. «Esto debería bastar». El desconocido se levantaría y se marcharía y ella se libraría de él. Aquello era precisamente lo que quería... ¿No?

Deseó poder verlo, algo que no le ocurría con mucha frecuencia. Había aceptado su ceguera hacía años y había encontrado tantas maneras de compensarla que, a veces, le parecía una ventaja. Sin embargo, desde el primer momento, la brusquedad de su voz y sus arrogantes modales habían despertado en ella algo que no podía explicar, y deseaba poder poner un rostro a la imagen que se estaba haciendo de él.

Había detectado una impaciencia y un cinismo que no le gustaron. La arrogancia de aquel hombre se veía tan sólo sobrepasada por su necesidad de controlar a los que lo rodeaban. Al mismo tiempo que parecía querer encandilarla, Elena notaba en él una frialdad que la helaba por dentro. Aquel desconocido representaba todo lo que más la disgustaba en un hombre.

A pesar de todo, seguía allí. ¿A qué estaba esperando?

–Muy bien, señor. Permítame que le dé un consejo. Relájese.

–¿Que me relaje? ¿Y por qué tendría yo que relajarme?

–¿Acaso no ha venido a Niroli para eso?

–No, he venido por negocios.

–Ah. Eso lo explica todo. Debería deshacerse de esa tensión. Su hijo la nota y por eso no confía en usted. No es de extrañar que lo provoque constantemente.

Adam se mordió la lengua para replicar. Estaba seguro de que podría encontrar algo sobre lo que realizar algún comentario mordaz si se ponía a pensarlo, pero no le serviría de nada. Decidió dar un giro a la conversación.

–Tiene usted un cabello muy hermoso –dijo observando cómo brillaba bajo el sol.

–¿De verdad? –preguntó ella. Parecía sorprendida–. Debo admitir que me gusta llevarlo largo y notar cómo me cae por la espalda –añadió sacudiendo la melena para que el cabello le rozara la espalda.

–Y también tiene usted una espalda muy hermosa –añadió Adam, tras observar el escote de la parte de atrás de la blusa.

–Esta conversación se está haciendo demasiado personal, ¿no le parece?

–Lo siento –dijo él, sin disculparse realmente.

–No, no lo siente.

Adam alcanzó su límite con aquella mujer.

–¿Podría explicarme por qué me tiene tanta antipatía casi sin conocerme?

–¿Tanto se me nota? –replicó ella. Sonrió–. Bien.

Adam la miró fijamente. Sabía que debía levantarse y marcharse. Evidentemente, aquella mujer no lo quería a su lado. Sin embargo, no se sentía capaz de poder hacerlo. Quería que ella sintiera simpatía hacia él. O tal vez sólo quería que admitiera que no era tan malo, y luego ser él quien la mandara a paseo. No estaba muy seguro.

–Tal vez le pueda explicar mi reacción poco amigable de esta manera: usted cree que las mujeres deberían caer a sus pies igual que las manzanas caen del árbol cuando maduran, ¿verdad?

–¿Qué me está usted diciendo? –replicó él–. ¿Que aún no está madura? –preguntó. Ella guardó silencio–. ¿O tal vez que es usted fruta prohibida?

Elena no pudo evitar soltar una carcajada.

–Bingo –dijo–. Ahora, si no le importa...

–Sí que me importa –respondió él. Aspiró de nuevo el olor de ella y comprendió que era, en parte, la razón de que no quisiera marcharse. Aquella mujer olía a frutas exóticas, prohibidas o no. Y él, rápidamente, estaba desarrollando el gusto por aquella fruta. Permaneció donde estaba y comenzó a hablar sobre cosas banales para tratar de bajar el nivel de tensión que había entre ellos.

Mientras lo escuchaba, Elena empezó a golpear el suelo con el pie llena de impaciencia. Aquel hombre la ponía muy nerviosa y no le gustaba. Había acudido a ese lugar para encontrar paz y fuerza interior, no para convertirse en el blanco de un enfrentamiento verbal.

Durante un instante, se preguntó si debía llamar a Fabio. Cuando el perro empezó a trabajar para ella, le habían dicho que no le permitiera jugar con niños. Su objetivo debía ser ayudarla a ella y lo confundiría que lo trataran como una mascota. Al principio, había sido muy estricta al respecto, pero, con el tiempo, se había ido relajando. Fabio estaba disfrutando con el niño, los oía a ambos. Eso también le indicaba que su perro estaba lo suficientemente cerca, por lo que aún no tenía que preocuparse. Los dos se estaban divirtiendo tanto... Sonrió. Les dejaría jugar un rato más.

Cuando los brazos del hombre rozaron los suyos, estuvo a punto de contener la respiración. Por suerte, pudo controlar el impulso, aunque tuvo que morderse el labio inferior para poder hacerlo. Él no pareció darse cuenta. Estaba hablando sobre la luz del sol y la transparencia cristalina del agua que se extendía a sus pies. Cosas corrientes, asuntos de los que cualquiera podría hablar. Aunque no se había marchado, ya no le estaba resultando tan molesto. Elena suspiró. Tal vez no era tan malo. No debería juzgarlo de aquella manera. Seguramente se trataba de un tipo bastante agradable.

Sin embargo...