Recuerdos perdidos - Raye Morgan - E-Book

Recuerdos perdidos E-Book

Raye Morgan

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Beschreibung

Un matrimonio prohibido Janis y Mykal se casaron secreta e impulsivamente y fueron felices hasta que la cruda realidad se impuso. Procedentes de dos familias enfrentadas, ¿cómo iba a sobrevivir su amor? Una vez separados, Mykal descubrió que era un príncipe descendiente de la familia real de Ambria. Janis anhelaba decirle que estaba embarazada de él. En el cuento, Cenicienta conseguía a su príncipe pero, en el mundo real, ¿cómo iba a convertirse en princesa una chica procedente de la familia que dirigía la mafia de su país?

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Helen Conrad. Todos los derechos reservados.

RECUERDOS PERDIDOS, N.º 2472 - agosto 2012

Título original: Pregnant with the Prince’s Child

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0748-1

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

CAPÍTULO 1

–MIRA.

Mykal Marten alargó sus manos cerradas y las abrió lentamente. En su palma se hallaba la mariposa más maravillosa que Janis Davos había visto en su vida. Sus alas color rosa y plata parecían latir bajo la luz del sol.

–¡Ten cuidado! –exclamó Janis sin pensarlo–. No le hagas daño.

Mykal la miró con expresión de extrañeza, como preguntándose por qué habría sido aquel su primer pensamiento.

–Nunca le haría daño –dijo, emocionado–. Solo quería que la vieras. Es tan bella, tan preciosa… Me recuerda a ti –añadió en un tono de voz apenas audible.

–Oh, Mykal –susurró Janis, sintiendo en los ojos el escozor de las lágrimas. Miró a Mykal con la esperanza de captar en su expresión si había sido sincero al decir aquello. ¿De verdad pensaba aquello de ella? Había habido tantas mentiras en su vida que casi temía creerlo. A pesar de ello, rio de felicidad.

Su risa debió de asustar a la mariposa, que salió volando y no tardó en convertirse en un pequeño punto contra el azul del cielo. Cuando desapareció, Janis se apoyó contra Mykal y suspiró.

–Esa mariposa era mi corazón, Mykal. Tú lo has liberado –lo miró a los ojos, esperando que sintiera lo mismo que ella, temerosa de que no fuera así–. No sabía que la vida podía ser así.

Mykal la estrechó con fuerza y sonrió.

–Yo tampoco –dijo con suavidad–. No he sabido lo que era el amor hasta que te he conocido –la besó en los labios lenta y seductoramente–. Prométeme que nunca dejaremos que se nos escape entre los dedos, como suele sucederle a la mayoría de la gente –murmuró–. Prométeme que siempre recordaremos este día y cómo nos sentimos.

–Lo prometo. Y prometo que las cosas solo mejorarán a partir de ahora.

«Solo mejorarán. Solo mejorarán».

Por mucho que se esforzaba en conseguirlo, Janis no lograba que aquellas palabras dejaran de resonar burlonamente en su cabeza. Aquello fue entonces. Esto era ahora. ¿Cómo se celebraba la muerte de una relación romántica?

No se celebraba. Uno solo trataba de sobrevivir a ella.

Y allí estaba en aquellos momentos, frente a la casa de la familia de Mykal, dispuesta a dar por concluido oficialmente todo lo que significaron el uno para el otro solo unos meses atrás.

Cambió de mano la cartera que sostenía y rodeó con la mano uno de los hierros de la verja que había sobre el muro que mantenía apartados a todos aquellos que no pertenecían al interior.

Eso la incluía a ella, por supuesto. Especialmente a ella.

Podía culpar de ello a la guerra. Todo el mundo lo hacía. Ella misma utilizó aquella excusa cuando se casó con Mykal, al que solo conocía hacía dos meses. Su matrimonio fue apasionado, intenso, y solo duró unas semanas antes de que se separaran. En total, apenas habían pasado seis meses desde su primer encuentro, aunque parecía haber pasado toda una vida. También culpa de la guerra. Toda una generación de jóvenes de Ambria habían cedido a impulsos en los que ni siquiera habrían pensado antes de que los tambores de guerra impusieran un ritmo a sus vidas.

Mykal y ella se presentaron voluntarios para el servicio de inteligencia del ejército, recibieron una dura instrucción, y, cuando se conocieron al final de la guerra, parecieron encajar tan bien que a Janis le costaba creer que el hombre con el que se había casado pudiera haber crecido en aquella impresionante mansión. No había duda de que quien vivía allí tenía que ser muy rico.

Mykal y ella hablaron poco sobre su pasado. Janis no se dio cuenta de que, al igual que ella, Mykal estaba ocultando el suyo, pero estaba bastante segura de que no tenía una familia en los círculos del crimen organizado, como ella, algo de lo que no hablaba con nadie excepto con su hermano Rolo.

Y allí estaba, frente a la casa en la que le habían dicho que vivía Mykal, tratando de armarse de valor para llamar a la puerta y pedir que le permitieran verlo. Estaba muy asustada… sobre todo de su propio y traidor corazón. ¿Permitiría que Mykal volviera a pisotear sus emociones? ¿Sería capaz de mantener la calma cuando volviera a ver sus hipnóticos ojos?

Debía hacerlo. Ya no podía pensar solo en sí misma. No podía dejarse llevar por su corazón. Dos meses en un campo de prisioneros le habían hecho comprender que debía dejar de soñar para empezar a enfrentarse a la realidad. Eso tendía a suceder cuando el hombre al que considerabas el amor de tu vida te delataba a la policía secreta.

Miró el timbre de la puerta. ¿Qué iba a decirle al mayordomo? Tenía que conseguir ver a Mykal una última vez.

Mykal… Aún se quedaba sin aliento cada vez que pensaba en él, pero debía controlarse. Él ya no la amaba. Eso estaba muy claro. Pero necesitaba su firma en un par de documentos oficiales. Después podrían cortar los lazos que aún había entre ellos y alejarse el uno del otro sin mirar atrás.

Las manos le temblaban. ¿Podría controlarse el tiempo suficiente para hacer lo que debía? Tenía que hacerlo.

La calle estaba vacía y aún quedaban restos de nieve en algunos rincones. Había hecho un largo viaje hasta allí y se había esforzado para llegar antes de que oscureciera.

–¿Y ahora qué? –murmuró para sí–. ¿Llamo al timbre? ¿Y si me dicen que nada de visitantes? ¿Monto una escena?

De pronto escuchó el sonido de una sirena y al volverse vio que se trataba de una ambulancia. De algún modo, supo que se dirigía hacia la mansión. Un instante después, las verjas empezaron a abrirse.

Se ocultó tras un arbusto. No sabía si la ambulancia iba a por alguien o traía a alguien, pero sabía que aquella podía ser su única oportunidad de entrar en la propiedad. Haciendo todo lo posible por no llamar la atención, cruzó la verja tras la ambulancia. Aún llevaba el mono que le habían hecho ponerse en el campo de prisioneros, y se alegró de ello. Cualquiera que la viera asumiría que pertenecía al equipo de la ambulancia. Así tendría la oportunidad de encontrar a Mykal antes de que la echaran.

La ambulancia se detuvo y dio marcha atrás hacia las amplias escaleras de entrada. Alguien del servicio abrió la puerta y bajó hacia la ambulancia. Janis giró en dirección opuesta y subió las escaleras mientras la puerta de la ambulancia se abría y un enfermero saltaba al suelo gritando órdenes.

Estaba a punto de entrar cuando una voz le hizo detenerse.

–¡Eh!

Al volverse vio que un médico la miraba desde la ambulancia.

–¿Puede asegurarse de que todo está listo en el interior, por favor?

–Oh –Janis estuvo a punto de reír de alivio–. Por supuesto. No hay problema.

–Gracias.

Aquello respondió a la duda de Janis. Traían a alguien, no iban a recoger a nadie.

Cuando entró en la casa echó un rápido vistazo al elegante vestíbulo y a las amplias escaleras que llevaban a la segunda planta. Tenía que encontrar a Mykal en aquella enorme casa, algo que no le iba a resultar fácil.

–¿Sí? ¿En qué puedo ayudarla?

Janis giró sobre sí misma y se encontró frente a un hombre de impresionante aspecto vestido de etiqueta.

–He venido con la ambulancia –dijo rápidamente, esforzándose por no mentir. Al volver la mirada hacia la ambulancia, cuyas puertas traseras ya estaban abiertas, vio que estaban poniendo a alguien en una camilla. Se trataba de un hombre cuyo aspecto le resultó familiar.

Su corazón dejó de latir un instante.

¡El hombre de la camilla era Mykal!

Su mente se oscureció un momento. Mykal estaba herido. Todo el amor y los sentimientos contenidos durante aquellos días afloraron a la superficie. La rabia, el dolor, el sentimiento de traición, se esfumaron al instante.

Mykal estaba herido, y todo su ser la impelía a acudir a su lado…

Pero no podía hacerlo. Al ver que Mykal asentía en respuesta a algo que le dijo un enfermero, sintió un intenso alivio. Al menos no estaba inconsciente.

Pero ¿qué le sucedía? ¿Estaba herido? ¿Enfermo? En aquel momento supo lo que debía hacer. Para la gente de la casa debía aparentar formar parte del equipo de la ambulancia, y para la gente de la ambulancia debía aparentar pertenecer a la casa. Hasta que no tuviera la oportunidad de ver a Mykal a solas, no podía permitir que nadie supiera quién era ni por qué estaba allí. Podía haber órdenes específicas para mantenerla alejada de la casa.

Como ya sabía gracias a su entrenamiento, la mitad de la batalla estaba ganada si actuabas como si conocieras el lugar y supieras exactamente lo que estabas haciendo.

Se volvió de nuevo hacia el mayordomo y sonrió.

–Le agradecería que me indicara la habitación en que van a instalarlo para asegurarme de que todo esté en orden.

El hombre dudó un momento y Janis creyó detectar un destello de suspicacia en su mirada. Pero no dijo nada. En lugar de ello, hizo una ligera inclinación de cabeza y luego la condujo hacia una habitación que se hallaba al fondo de la primera planta.

–En lugar de utilizar su habitación, hemos decidido preparar una en la planta baja. Así podremos evitar las escaleras de momento.

Janis asintió mientras se preguntaba qué le habría pasado a Mykal. ¿Estaba en una silla de ruedas? ¿Estaba paralizado?

–Está bien –dijo, fijándose en que la habitación tenía un baño–. Creo que aquí estará muy cómodo –al escuchar la voz de uno de los enfermeros procedente del vestíbulo, añadió–: No hace falta que se quede conmigo. Creo que debe salir para indicar el camino al equipo médico.

–Por supuesto –contestó el mayordomo, que salió de inmediato de la habitación.

Janis suspiró y se dejó caer en el borde de la cama como un fardo. Apoyó el rostro en las manos. Aquello estaba resultando más complicado que cualquiera de las misiones secretas en que había participado. Debería estar riéndose; de sí misma por estar haciendo aquello, y de cualquiera que se la tomara en serio.

Mykal estaba herido, o enfermo, pero no podía pensar en eso. Lo único que necesitaba era un rato para hablar con él antes de que alguien la echara. Y sabía muy bien que aquel «alguien» podía ser el propio Mykal.

Cerró los ojos un momento y trató de centrarse. Todo había parecido muy sencillo. Su enfado con Mykal había ido creciendo con el tiempo y planeaba mirarlo directamente al rostro y contarle cuatro cosas. Pero no contaba con encontrarlo herido…

Mykal no resultaba herido. Había compartido suficientes aventuras con él como para saberlo. Era como un niño de oro, único e intocable. Cuando estaba en una misión secreta había magia: las cajas de seguridad se abrían para mostrar sus secretos, las mujeres se desvanecían y revelaban sus secretos más ocultos, las puertas se abrían ante su sonrisa… pero nunca lo atrapaban ni lo herían. A otros sí, pero no a Mykal. Aquellas eran las reglas y le había conmocionado averiguar que alguien las había roto.

Oyó que los enfermeros avanzaban por el pasillo y se apartó cuando entraron con la camilla en la habitación, esforzándose por mantenerse alejada de la línea de visión de Mykal. Afortunadamente, el mayordomo no entró con ellos, de manera que solo tuvo que interpretar uno de sus papeles. Los enfermeros estaban centrados en su trabajo y no parecían extrañados de haberla visto allí.

No se permitió mirar de verdad a Mykal. Temía lo que pudiera ver, y la reacción emocional que pudiera experimentar. Debía ahorrarse aquello para después… si había un después.

Y entonces, él le habló.

–¿Podría traerme un poco de agua?

Su voz sonó áspera, tensa. Era evidente que sufría algún dolor. Miró un momento sus ojos, justo antes de que los cerrara.

–Claro –dijo, mientras su corazón latía con tal fuerza que estaba segura de que todo el mundo podía escucharlo–. Enseguida.

No la había reconocido. Janis fue incapaz de apartar la mirada de aquel rostro que tanto había amado. A pesar de los estragos que habían hecho en él las heridas, seguía tan atractivo como siempre.

Respiró profundamente, dejó su cartera en un rincón y salió de la habitación antes de que Mykal volviera a abrir los ojos. Había estado bien poder salir para un recado. Necesitaba reforzar la impresión de que pertenecía a la casa. Se encaminó hacia donde supuso que estaba la cocina. Al entrar vio al mayordomo bebiendo algo de una botella de aspecto sospechoso. Al verla, la dejó rápidamente a un lado y carraspeó.

Janis sonrió. La buena suerte le hizo sentirse más segura.

–Lo estamos instalando en la habitación –dijo con profesional cortesía–. Necesitamos una bandeja con una jarra de agua y un vaso.

–Por supuesto, señorita –dijo el mayordomo, que se ocupó de inmediato de preparar la bandeja–. Me llamo, Griswold. Estoy de servicio hasta las nueve. Después solo estará el vigilante nocturno; puede marcar el número nueve en el teléfono para ponerse en contacto con él –le alcanzó la bandeja–. Tenga. ¿O quiere que…?

–No, yo misma me ocupo de llevarla. Muchas gracias –Janis se volvió para irse, pero el mayordomo la interrumpió.

–¿Qué clase de comida debe preparar el cocinero?

Janis se quedó momentáneamente desconcertada, pero enseguida reaccionó.

–Supongo que la típica dieta blanda. Yo empezaría preparando la típica sopa de pollo –contestó, pensando que con el pollo nunca se fallaba.

–Ah, sí. Gracias, señorita.

–De nada –Janis asintió y salió.

Cuando se hubo alejado lo suficiente, se apoyó contra la pared, cerró los ojos y tomó aliento. ¿Qué diablos estaba haciendo? Aquello había empezado como un simple plan para acercarse a Mykal, pero las cosas se estaban complicando. Había pasado las últimas semanas en prisión repasando una y otra vez lo que iba a decirle. Así había logrado mantener la cordura. Pero, en aquellos momentos, las palabras se estaban desvaneciendo. Las cosas no estaban saliendo como había pensado. Mientras estaba en prisión había experimentado toda clase de emociones, desde el pesar a la rabia y, finalmente, una dolorosa amargura al comprender que Mykal no iba a rescatarla. Nadie iba a hacerlo. Había sido una suerte que el ejército hubiera liberado el campo unos días antes, o aún seguiría allí.

Y Mykal… ¿habría estado allí todo el tiempo, viviendo a lo grande mientras ella soportaba los horrores del campo de prisioneros? Reprimió la rabia que comenzó a bullir en su interior. La rabia nublaba la mente, y necesitaba tenerla despejada.

Si Mykal estaba dormitando, podría quedarse hasta que se fuera la ambulancia. Estaba ansiosa por saber qué le había pasado. ¿Estaría enfermo? ¿O herido? Pero si estaba despierto y la veía, probablemente haría que la echaran, como sucedió la última vez que estuvieron juntos.

Respiró profundamente para calmarse. En unos momentos iba a estar a solas con Mykal. Para eso había acudido allí… aunque precisamente eso era lo que más la asustaba.

CAPÍTULO 2

JANIS permaneció un momento junto a la puerta del dormitorio, tratando de escuchar. Los enfermeros parecían haber terminado de instalar a Mykal, y no tardarían en salir.

Cuando la puerta se abrió, el primero en salir fue un enfermero pelirrojo.

–Oh, bien. Ha traído agua.

–Ya lo hemos instalado –dijo el otro, dando por sentado que ella estaba a cargo–. ¿Está al tanto del estado del enfermo?

Janis negó con la cabeza.

–No. Esperaba que ustedes me pusieran al día.

–Supongo que sabrá que hace unas semanas tuvo un accidente de moto.

Janis sintió que una repentina emoción atenazaba su garganta. Pero no podía permitirse dejar ver el horror que le produjo imaginar lo sucedido.

–Acabó con varios huesos rotos, algunos órganos internos dañados, incluyendo lesiones cerebrales, y esquirlas en la espalda. Le quitaron la mayoría, pero algunas se hallan muy próximas a la columna vertebral. Aún no han decidido si pueden arriesgarse a quitárselas.

–Oh –Janis tuvo que apoyar una mano en el marco de la puerta para mantenerse erguida, pero el enfermero no pareció notarlo.

–Lo tenemos bien sujeto. No le gustará cuando despierte, pero debe evitar que se mueva.

–¿Puede… caminar? –Janis tuvo que carraspear antes de añadir–: ¿Sufre algún tipo de parálisis?

–De momento no, pero hay que lograr que se esté quieto. Nada de actividad física o agitación de cualquier tipo –el enfermero se encogió de hombros–. Estoy seguro de que ya sabe lo que hay que hacer.

–No… no tengo experiencia con lesiones de columna –balbuceó Janis, asustada. El enfermero parecía pensar que estaba cualificada para hacer aquello, pero no tenía idea de qué hacer–. Tal vez debería llamar a alguien que…

El enfermero negó con la cabeza.

–No es necesario. Mi consejo es que procure que esté tumbado el mayor tiempo posible. Por eso le hemos dado algo para dormir. He dejado las medicinas que le han prescrito en el estante del baño. El médico pasará a verlo mañana sobre las diez.

–Sobre las diez –repitió Janis automáticamente.

–También he dejado una lista de los números a los que puede llamar si sucede algo, pero supongo que no habrá ningún problema –el enfermero sonrió mientras la miraba, como si de pronto se hubiera dado cuenta de lo bonita que era. Se encogió de hombros–. Puede que no sea fácil manejarlo. Tiene bastante mal genio, pero supongo que es lógico después de lo que le ha pasado.

Janis parpadeó. La imagen que estaba transmitiendo el enfermero de Mykal no parecía tener mucho que ver con el hombre con quien ella había estado casada. Entonces recordó cómo se había comportado el último día, cuando descubrió lo que había hecho. Su genio afloró a la superficie, frío y cortante…

–Por supuesto –dijo, débilmente.

–Supongo que eso es todo.

Janis asintió, insegura de lo que estaba haciendo. Probablemente, el mayordomo debería haberse enterado de todo aquello. Los enfermeros estaban a punto de irse y no tenía ninguna excusa para retenerlos.

–Gracias por su ayuda –dijo, sin aliento–. ¿Necesitan que les muestre el camino de salida?

–No hace falta que se moleste, señorita. Conocemos el camino. Nosotros mismos acudiremos para llevarlo al castillo cuando llegue el momento.

–Oh. Por supuesto –Janis esbozó una sonrisa–. Adiós –añadió mientras, completamente perpleja, observaba cómo se alejaban los enfermeros.

Al parecer, Mykal había estado muy cerca de la muerte. A pesar de todo lo sucedido, apenas podía soportar pensar en ello.

¿Y el castillo? ¿Por qué iban a trasladarlo al castillo?

Pero eso daba igual. Tenía que salir de allí. Había llegado el momento de enfrentarse a los hechos: se había estado engañando a sí misma diciéndose que lo único que pretendía era dejar zanjado todo aquello. En el fondo, esperaba un enfrentamiento en condiciones con Mykal. Quería hacerle saber que la había juzgado mal y cuánto daño le había hecho, quería que admitiera que se había equivocado al traicionarla, quería ver cómo se tambaleaba su legendaria seguridad en sí mismo…

Pero todo eso era imposible ahora. No podía enfrentarse a él en aquel estado. Tenía que irse. No había otra opción. Debía volver a la cocina para poner al tanto al mayordomo de todo lo que le habían dicho los enfermeros.

Contempló con aprensión la puerta del dormitorio. Lo más probable era que Mykal siguiera durmiendo. Si entraba a darle el agua, al menos tendría la oportunidad de verlo antes de irse. Abrió la puerta con delicadeza y, tras respirar profundamente para tratar de calmar los latidos de su corazón, pasó al interior.

Mykal tenía los ojos cerrados y parecía profundamente dormido. Janis aprovechó la circunstancias para mirarlo atentamente. Aunque estaba muy pálido y tenía unas ojeras tremendas, estaba tan atractivo como siempre. A pesar de todo lo sucedido, su corazón seguía añorándolos, y no sabía cómo impedirlo. Pero no le iba a quedar más remedio que dejar sus sentimientos a un lado para seguir adelante. Ya había tenido que tomar decisiones muy duras a lo largo de su vida, decisiones con consecuencias muy desagradables. Sabía que en aquella ocasión tenía que ser especialmente dura, y sabía que podía hacerlo.