Princesa a su pesar - Recuerdos perdidos - Raye Morgan - E-Book
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Princesa a su pesar - Recuerdos perdidos E-Book

Raye Morgan

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Beschreibung

Princesa a su pesar Una traición hizo que Kim Guilder abandonase una vida de cuento de hadas en el castillo de Ambria jurando no volver jamás. Ahora, tenía que luchar para criar a su hija ilegítima sola y en el exilio. A Jake Marallis le había sido encomendada la tarea de llevar a la princesa de vuelta a su hogar y lo último que necesitaba era enamorarse de ella. Los sentimientos de Jake por Kim y su hija crecían cada día y, rodeados de traiciones y mentiras, la única opción era ponerlas a salvo cuanto antes. Porque solos estaban indefensos, pero como una familia podrían salvar el reino de Ambria y a sí mismos. Recuerdos perdidos Janis y Mykal se casaron secreta e impulsivamente y fueron felices hasta que la cruda realidad se impuso. Procedentes de dos familias enfrentadas, ¿cómo iba a sobrevivir su amor? Una vez separados, Mykal descubrió que era un príncipe descendiente de la familia real de Ambria. Janis anhelaba decirle que estaba embarazada de él. En el cuento, Cenicienta conseguía a su príncipe, pero, en el mundo real, ¿cómo iba a convertirse en princesa una chica procedente de la familia que dirigía la mafia de su país?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 482 - julio 2019

© 2012 Helen Conrad

Princesa a su pesar

Título original: The Reluctant Princess

© 2012 Helen Conrad

Recuerdos perdidos

Título original: Pregnant with the Prince’s Child

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2012

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiale s, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-374-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Princesa a su pesar

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Recuerdos perdidos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

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Capítulo 1

 

 

 

 

 

SENTADA en el autobús, Kim Guilder sintió la mirada intensa del extraño que bajaba los escalones de piedra del hospital moviéndose como si tuviera un propósito definido, directamente hacia ella.

Con el corazón acelerado, miró al conductor del autobús. ¿Lo esperaría?

Cuando arrancó, Kim dejó escapar un suspiro de alivio. El extraño del abrigo de cuero se había quedado inmóvil en la acera, mirándola fijamente. Ya no podía subir al autobús, pero sintió un escalofrío de pánico de todas formas.

No lo conocía. No lo había visto nunca, pero él sí la conocía a ella. Por la forma en que había bajado las escaleras, mirándola fijamente, había sabido de inmediato que iba a buscarla.

Entonces miró a los demás pasajeros, preguntándose si alguno se habría dado cuenta de lo que acababa de ocurrir. Nadie la miraba, salvo una niña pelirroja de unos dos años.

Kim respiró profundamente, intentando calmarse. ¿Por qué tenía miedo? El extraño la había reconocido, pero no podía saber dónde se alojaba.

Sin embargo, algo le dijo que intentaría localizarla.

Tal vez debería buscar otro alojamiento, volver al piso que había alquilado, recoger sus cosas y salir huyendo con su hija.

¿Pero dónde podía ir?

Kim miró hacia atrás, preguntándose de repente si el hombre la habría seguido. No, no podía ser. Era imposible encontrar un taxi en aquella ciudad, de modo que a menos que hubiera saltado sobre el techo del autobús como un superhéroe de cómic, no había ninguna posibilidad.

Entonces, ¿por qué tenía mariposas en el estómago? Kim miró las calles oscuras…

Estaba empezando a nevar y la mitad de las farolas estaban apagadas, otra consecuencia de la reciente guerra. Pero algunas almas optimistas habían colgado luces navideñas aquí y allá. No era precisamente alegre, pero era una señal de supervivencia.

Envolviéndose en el abrigo de piel, intentó respirar tranquilamente para calmarse un poco. Un hombre al que no conocía le había dado un susto de muerte, pero no podía dejar que eso volviera a ocurrir. Tenía que pensar en su hija.

¿Pero de dónde había salido? Su rostro, sus ojos, todo en él le resultaba vagamente familiar. No sabía quién era, pero sabía dos cosas con total certeza: él sí la había reconocido y era un enviado de la familia real de Ambria… de Pellea, que era ahora la reina.

Sin embargo, Pellea era una cosa, aquel hombre otra totalmente diferente. Había visto odio en sus ojos…

No se conocían, pero él la odiaba. ¿Qué decía eso de su relación con la familia real de Ambria?

No siempre había sido así. Al menos, con Pellea. Habían sido amigas durante casi toda su vida, niñas mimadas durante el régimen de Granvilli que había derrocado a la familia real antes de que ellas nacieran. Pero entonces Pellea se había enamorado del príncipe Monte DeAngelis y lo había ayudado a invadir la isla, restaurando la monarquía. Y Kim había quedado atrás, soportando la furia de los Granvilli.

Su parada era la siguiente, de modo que se levantó sujetándose a la barra. Sabía que el extraño no podía haber adelantado al autobús y, sin embargo, tenía una sensación….

El autobús se detuvo, pero la puerta pareció tardar una eternidad en abrirse y cuando lo hizo por fin, Kim respiró profundamente antes de bajar.

–Hola, Kimmee –escuchó una voz a su espalda.

Ella se dio la vuelta, asustada. No podía ser, era imposible. Y, sin embargo…

Allí estaba: alto, oscuro y aterrador.

El instinto le pedía que saliera corriendo, pero el hombre debió de intuirlo porque la sujetó del brazo.

–Tengo que hablar contigo.

Kim miró alrededor, buscando alguien que pudiese ayudarla. Pero el autobús se alejaba y aunque había coches en la calle, no veía un solo viandante. No podía escapar y el corazón parecía a punto de salirse de su pecho.

–Suélteme –le dijo–. Voy a gritar, voy a llamar a la policía…

–En estos días no es fácil encontrar un policía y tú lo sabes –la interrumpió él–. Además, no lo necesitas. No voy a hacerte daño. Me han enviado para darte una información importante, algo que podría cambiar tu vida.

Probablemente estaba diciendo la verdad. No era el primero que había sido enviado para intentar convencerla de que volviera al castillo. Y cada enviado llegaba con una historia más fantástica.

Pero aquel hombre era diferente. Aquel hombre la odiaba.

Kim estudió su rostro. ¿Cómo podía resultarle tan familiar y, al mismo tiempo, estar segura de que no lo había visto en toda su vida?

Era muy apuesto, de facciones proporcionadas y masculinas. Sus ojos eran tan azules como el cielo, penetrantes y rodeados de largas pestañas oscuras. Pero no había nada suave en él, ni una onza de simpatía o compasión.

Y eso hacía que quisiera rebelarse.

Pero el extraño era mucho más fuerte que ella, de modo que no tenía sentido oponer resistencia. Sería mejor seguirle el juego hasta que tuviera una oportunidad de escapar.

–Muy bien, cámbieme la vida –lo retó, sarcástica–. Pero hágalo rápido, tengo que irme.

–¿Dónde vas?

El piso que había alquilado estaba a una manzana de allí y Dede, su hija de nueve meses, estaba con una niñera en la que no confiaba del todo. Pero no iba a decirle dónde se alojaba.

–Dígame cuál es esa información tan importante que tiene que darme –insistió, apartando copos de nieve de su pelo rubio–. Tengo que irme enseguida.

El hombre hizo una mueca que podría haber pasado por una sonrisa, pero no había ningún brillo de humor en sus ojos helados.

–No, de eso nada –le dijo, mirando a un lado y otro de la calle. La mayoría de las tiendas estaban cerradas, pero había un pequeño café abierto en la esquina–. Vamos ahí. Te invito a tomar algo caliente.

Kim tiró de su brazo. Tal vez, si le demostraba que no era una cobarde, el extraño diría lo que había ido a decir y la dejaría en paz.

–No quiero tomar nada. No sé quién es usted o de dónde sale. Si tiene alguna información que darme, hágalo de una vez.

–Creo que sabes que me envía Pellea.

Sí, lo sabía. Pellea, la reina de la restaurada monarquía de Ambria, quería que su vieja amiga volviera al castillo. No parecía entender que Ambria ya no era su hogar. Los DeAngelis estaban en el trono y no había sitio para ella.

Aun así, Pellea no se daba por vencida y seguía enviando gente para intentar convencerla. Pero si pudiese entender cuánto le había dolido lo mal que la trataron no se molestaría.

Kim sacudió la cabeza. No tenía alternativa, pensó. Podría gritar con todas sus fuerzas y la policía no acudiría.

Desde el final de la guerra era difícil encontrar policías y los delitos en la calle eran continuos. El extraño podría darle un golpe en la cabeza y llevarla a un callejón sin que nadie lo viese… y, por el brillo de sus ojos, no tenía la menor duda de que era capaz de hacerlo.

Por otro lado, podría ir con él al café. Al fin y al cabo, era un sitio público y allí no podría hacerle nada. Él le daría la información, ella le diría que no le interesaba y, con un poco de suerte, todo terminaría allí.

–Muy bien –asintió por fin–. Vamos a terminar con esto de una vez.

El hombre esbozó una sonrisa irónica.

–Espera un momento –dijo, soltando su brazo y volviéndose para poner la cadena a una vieja moto en la que no se había fijado hasta ese momento.

Ah, de modo que era así como había logrado adelantar al autobús.

El extraño la tomó del brazo con una familiaridad que le resultó ofensiva, como si fuera algo que hiciese todos los días.

Kim se apartó en cuanto entraron en el café, un local que debía de haber sido elegante antes de la guerra, pero que en aquel momento tenía el mismo aspecto mísero que todo lo demás en la ciudad de Tantarette.

Y cuando se sentaron a una mesa, el hombre la miró con ojos helados.

¿Por qué la miraba con esa expresión acusadora?

Una chica muy joven con trenzas se acercó para tomar nota.

–Un té, por favor –pidió Kim.

–Café solo –dijo él.

–¿Quieren comer algo? –preguntó la chica, esperanzada–. Tenemos pastel de manzana. El cocinero acaba de sacarlo del horno.

Sí, olía a pastel de manzana en el café y Kim respiró aquel delicioso aroma que tanto echaba de menos. Y cuando miró al extraño vio que estaba haciendo lo mismo.

Sus ojos se encontraron entonces… y algo pasó entre ellos.

Kim no sabía si era una señal de atracción o de odio y apartó la mirada enseguida.

Pero su corazón se había acelerado. ¿De miedo? No, no lo creía. Pero si no era miedo, ¿qué era?

Ni siquiera se dio cuenta de que él había pedido un pedazo de pastel y dos tenedores hasta que el plato apareció en la mesa.

¿Por qué se tomaba esas libertades?, se preguntó.

Estuvo a punto de rechazarlo, pero eso sonaría infantil. Además, olía tan bien… y no había comido nada en todo el día.

Kim miró el delicioso y humeante pastel de manzana. Tal vez un trocito, dos quizá.

Cuando terminaron de comer, el extraño suspiró, satisfecho.

–El mejor pastel de manzana que he probado desde…

No terminó la frase y Kim se preguntó si se trataría de un doloroso recuerdo. Fuera lo que fuera, era evidente que en él había algo más que odio ciego y eso lo hacía un poco más humano.

En el interior del café se estaba calentito y abrió un poco su abrigo, ruborizándose al ver que él miraba su uniforme de enfermera. En realidad, no era enfermera titulada. Había encontrado trabajo en el hospital porque después de la guerra quedaban muy pocas y el uniforme daba confianza a los pacientes.

–¿Quién es usted? –le preguntó.

–Jake Marallis –respondió él–. Pellea es mi hermana.

–¡Su hermana! –Kim lo miró, incrédula–. Eso es imposible. Yo conozco a Pellea desde siempre y sé que no tiene hermanos.

–Soy su hermanastro –el hombre se encogió de hombros–. Mi madre estuvo casada con su padre antes de que ella naciera.

Kim lo pensó un momento. Era posible, desde luego, pero no lo había visto nunca.

¿Lo habría mencionado Pellea alguna vez? Tal vez sí. Creía recordar algo…

–¿Nunca has vivido en el castillo? –le preguntó, tuteándolo por primera vez.

–No, en los viejos tiempos no. Y estuve fuera del país durante muchos años.

Por eso su rostro le había resultado familiar, pensó Kim entonces, por su parecido con Pellea. Sus ojos eran almendrados como los de su antigua amiga, aunque los de él eran azules y los de ella oscuros. Qué extraordinario.

–Tú sabes que Pellea quiere que vuelvas a casa –siguió Jake entonces, de manera tentativa.

–¡A casa! –Kim hizo una ostensible mueca de desprecio.

¿Le dolía tanto como antes?, se preguntó. ¿El dolor por haber sido traicionada era tan fuerte como siempre? Por supuesto, pensó.

–A casa, sí.

–El castillo ya nunca será mi casa.

Pero, para su sorpresa, su tono sonaba más triste que airado. Tal vez estaba empezando a olvidar.

–¿Por qué no vuelves, Kimmee? –insistió Jake, echándose hacia atrás en la silla.

Ella hizo una mueca. Hacía mucho tiempo que nadie la llamaba así.

–Kim, no Kimmee. Ese nombre pertenece a otra vida.

Él se encogió de hombros.

–Como quieras, pero la pregunta sigue en pie. Sé que no soy la primera persona que envía mi hermana a buscarte. ¿Por qué no quieres volver?

No era asunto suyo y seguramente solo quería saberlo para usar esa información contra ella pero, sin saber por qué, respondió:

–¿Volver para qué? Yo he vivido la era de los Granvilli. Nunca he sido súbdito de los DeAngelis y nunca apoyé la invasión. Ambria ha sido destrozada por una guerra entre dos bandos y ahora el castillo está en posesión de los DeAngelis –Kim irguió los hombros, desafiante–. Pues muy bien, yo estoy con los Granvilli y no me convertiré en una traidora solo para que mi vida sea más fácil.

Frunció el ceño, como si no pudiese entenderla.

–Y, sin embargo, por lo que me han dicho, ayudaste a Pellea a esconder al príncipe Monte, apoyando esa relación.

–Sí, es cierto.

–No lo entiendo.

Kim se puso colorada. ¿Cómo podía explicar algo que lamentaba haber hecho?

–Entonces era una romántica y me pareció que era lo que debía hacer –respondió, encogiéndose de hombros–. ¿Quién iba a saber que eso daría pie a una guerra?

Jake se quedó callado un momento, mirándola mientras tomaba su café.

–Ya veo.

–No vas a pegar ojo esta noche –intentó bromear Kim–. El café aquí es muy fuerte.

–La cafeína no me afecta.

Porque era de sangre fría, pensó ella.

–¿Te afecta algo?

–Sí, Kim. Me afectan muchas cosas.

–¿Por ejemplo?

Jake la miró a los ojos, como si quisiera leer sus pensamientos.

–Esta conversación no es sobre mí.

–Solo estaba intentando entenderte. ¿Eres militar? ¿Pellea te envía como última posibilidad? ¿Eres tan malvado como pareces?

En los ojos azules de Jake Marallis vio un brillo de sorpresa.

–Yo prefiero pensar que soy un profesional –respondió.

–¿Un matón profesional quieres decir?

–Por el amor de Dios…

–Pellea te ha enviado aquí para que me lleves de vuelta al castillo, de modo que la idea no es tan ridícula.

–Me gusta pensar que soy un hombre razonable –dijo Jake, con los dientes apretados–. Y espero no tener que usar tácticas violentas.

–Ah, qué consolador.

–Déjate de tonterías y volvamos al asunto.

Kim tuvo que disimular una sonrisa. Había pensado que era un matón profesional, pero parecía evidente que no lo era.

–Seguro que tú odias todas las cosas que a mí me gustan.

–¿Cómo? –exclamó Jake, desconcertado.

–Los copos de nieve, los gatitos…

–Ya, claro, y las gotas de lluvia sobre pétalos de rosa –la interrumpió él–. ¿Por qué no iban a gustarme?

–No lo sé, dímelo tú. Pareces un cascarrabias.

Estaba desconcertándolo por completo y tuvo que contener la risa.

–Me gustan los copos de nieve y los gatitos como a cualquier hombre normal.

–Ah, eso significa que no te gustan mucho.

–¿Por qué dices eso? ¿No te caen bien los hombres?

–No me caen bien los hombres malvados.

–Yo no soy malvado –Jake miró alrededor, como temiendo que alguien estuviese escuchando la conversación–. Bueno, tal vez soy un tipo duro. Y un poco serio.

Parecía incómodo con el tema y Kim disimuló una vez más lo divertido que le resultaba confundirlo. Era evidente que no estaba acostumbrado a ese tipo de conversación.

–Seguro que no has tenido un gesto romántico en toda tu vida.

–Yo… –Jake sacudió la cabeza, exasperado–. ¿Por qué estamos hablando de mí?

Kim se encogió de hombros.

–No lo sé.

–Hablemos de tu vuelta al castillo para reunirte con tu familia.

–Mi familia –ella hizo una mueca–. ¿Y cuál es mi familia?

De nuevo, los ojos azules de Jake Marallis se oscurecieron.

–¿Sigues con Leonardo? –le preguntó, con tono acusador.

Ese nombre hizo que Kim diera un respingo.

Leonardo Granvilli era el líder del régimen rebelde que había gobernado la isla de Ambria durante veinticinco años. Habían perdido el poder cuando la familia DeAngelis se apoderó de casi todo el territorio de la isla, dejándoles una pequeña sección en el norte, incluyendo la ciudad montañosa de Tantarette, donde Jake la había encontrado. Allí era donde lo que quedaba del ejército de Granvilli y los refugiados civiles se habían reunido, sus sueños de gloria convertidos en polvo.

–¿Leonardo? –repitió, intentando ganar tiempo–. ¿Por qué iba a estar con Leonardo?

Jake torció el gesto.

–Porque es el padre de tu hija.

Kim tragó saliva. De modo que conocía la existencia de su hija.

–No sabes lo que estás diciendo –murmuró con tono fiero, aunque le temblaban las manos.

–Sé lo suficiente.

–¿Conoces a Leonardo? ¿Has hablado con él alguna vez?

–Sí.

Kim estudió su rostro. Sus ojos eran tan fríos como un día de invierno y, de nuevo, empezó a sentir miedo.

–Dicen que conocerlo es amarlo.

En los ojos de Jake vio un brillo de furia.

–Eso es mentira.

Podrían estar de acuerdo en eso, pero no pensaba decírselo.

Kim miró alrededor. Salvo un hombre tomando sopa y una pareja de ancianos, estaban solos en el local.

–¿No te da miedo ser reconocido? Estás en el lado equivocado de la isla.

–Aquí nadie me conoce. Nunca viví mucho tiempo en Ambria antes de la guerra.

–Un extraño en tierra extraña –murmuró ella.

–Aquí solo hay una persona a la que conozco bien: Leonardo Granvilli.

Kim intentó recordar si Leonardo había mencionado alguna vez al hermano de Pellea… no, estaba segura de que no era así.

Y la sensación de antagonismo era palpable de nuevo. Aquel hombre la odiaba y tenía que alejarse de él.

–Estamos perdiendo el tiempo –dijo Jake entonces–. Te ofrezco un trato: yo te llevaré de vuelta al castillo. Pellea te necesita y he prometido no volver sin ti.

Desde luego, era directo. Pero no había humanidad ni calidez en él. Salvo por el parecido superficial, no tenía nada que ver con Pellea.

–No –dijo Kim.

–No tienes alternativa. El juego ha terminado, Kimmee… o Kim, como prefieras. Todo el mundo sabe quién eres y tu obligación es regresar.

–¿De qué estás hablando?

Él hizo un gesto de impaciencia.

–El último mensajero de Pellea debió de decírtelo: eres una DeAngelis, la última de las hijas del rey, hermana de Monte y todos los demás.

Por un momento, Kim estuvo convencida de haber oído mal. Luego se preguntó si estaría bromeando y, por fin, se dio cuenta de que hablaba en serio.

Y, de repente, sintió que no podía respirar. Aquello no podía estar pasando, era demasiado absurdo.

Había oído cosas parecidas alguna vez. El último mensajero de Pellea había dicho algo parecido, pero no le prestó atención porque sabía que harían lo que fuera para que regresara al castillo.

Ella sabía quién era su madre, la dama de compañía de la reina Elineas. Todo el mundo sabía eso.

¿O no?

No había hecho el menor caso al último mensajero de Pellea, pero la expresión de aquel hombre…

–No puede ser. Alguien se lo ha inventando, es ridículo.

–¿Intentas decirme que estás dispuesta a rechazar tu puesto en la familia real? ¿De verdad eres tan temeraria?

Kim empezó a temblar. Jake creía que era la verdad, podía verlo en sus ojos. Pero no podía ser… creer lo que estaba diciendo sería poner su vida patas arriba.

–No puedes darle la espalda. Cuando perteneces a una familia real, siempre pertenecerás a una familia real –siguió él–. Es un club muy exclusivo al que no se puede renunciar.

Ella se tapó la boca con la mano.

–Me encuentro mal… tengo que ir al lavabo –murmuró antes de levantarse.

Jake sacudió la cabeza mientras tomaba un sorbo de café. Pero entonces cayó en la cuenta de algo… el lavabo estaba al otro lado del local.

Kim había salido del café y corría con todas sus fuerzas calle abajo.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

KIM se metió en un callejón. No llevaba mucho tiempo viviendo en aquella zona, pero había llevado a Dede a dar suficientes paseos en el cochecito como para saber que el callejón era un atajo.

Corría con todas sus fuerzas, pero con cuidado para no resbalar sobre la nieve.

Tenía el corazón en la garganta, pero hiciera lo que hiciera no podía llevar a Jake hacia el edificio en el que vivía.

Jake Marallis le daba pánico. Había sido fácil quitarse de encima a los demás, pero aquel hombre no parecía tener intención de ser despachado.

Tenía la mirada de un hombre que se creía en posesión de la verdad y esa era una de las cosas más aterradoras del mundo. Y por eso tenía que hacer todo lo posible para que no volviese a localizarla.

No quería creer lo que había dicho, era imposible. Y aunque fuese cierto, no pensaba hacer nada al respecto.

–Déjame en paz –murmuró mientras corría, esperando perderlo en la maraña de callejones.

Cuando llegase a casa tomaría a Dede y se marcharían de allí.

¿Pero dónde?

Esa era una pregunta con la que no podía lidiar en aquel momento.

Pensaba entrar por la parte trasera del edificio, pero solo cuando estuviera segura de que Jake no la había seguido. Luego subiría la escalera sin encender la luz para no llamar la atención, pagaría a la niñera y se llevaría a Dede de allí. Si tenía mucho cuidado, podía salir bien.

Corría con tal fuerza que no podía respirar y tuvo que apoyarse en un edificio para recuperar el aliento. No oía nada más que su jadeante respiración, pero un segundo después escuchó unas pisadas… alguien corría tras ella.

Tenía que ser Jake.

Aterrorizada, se lanzó a la carrera. El edificio en el que vivía estaba a unos metros.

Apenas había dado la vuelta a la esquina cuando escuchó un chirrido de ruedas, seguido de un golpe y después un grito de dolor. Y un segundo más tarde, el motor de un coche que salía disparado…

Y el ruido de pasos había cesado.

Kim se quedó inmóvil, conteniendo el aliento y murmurando una plegaria:

–Por favor, que no sea él.

Pero entonces escuchó un nuevo gemido y se le encogió el corazón. Aparentemente, su plegaria no había sido atendida.

Jake había sido atropellado por un coche que se había dado a la fuga.

¿Qué debía hacer?

Kim aguzó el oído durante unos segundos. ¿Pararía algún otro coche? ¿Lo socorrería alguien?

Pero no oía nada, todo estaba en silencio, como si fuera una ciudad fantasma, como si la nieve ocultase cualquier evidencia de actividad humana. No había nadie más… nadie que pudiese ayudarlo.

¿Podía dejarlo allí? ¿Podía subir a su casa y hacer una llamada anónima a la policía? ¿Cuánto tiempo tardarían en atenderlo?

Toda la noche, probablemente.

Entonces escuchó otro gemido y miró alrededor, rezando para que pasara alguien, cualquiera.

Pero no había nadie.

Y sabía en su corazón que no podría dejar a un ser humano malherido, aunque fuese Jake Marallis, el hermano de Pellea. Le daba pánico, pero no podía dejarlo morir así. Tenía que ayudarlo… y lidiar con las consecuencias más tarde.

Respirando profundamente, Kim corrió en dirección contraria… y lo vio de inmediato. Tenía el lado izquierdo de la cara ensangrentado y la pierna izquierda doblada en un ángulo extraño.

Cuando llegó a su lado, Jake la miró con las pupilas dilatadas, como si no la reconociera.

–Yo… el coche…

–No hables –le ordenó Kim, intentando controlar su propia ansiedad–. Voy a echar un vistazo.

No era enfermera titulada, pero llevaba algún tiempo trabajando como ayudante de enfermería, allí y en su antigua casa en la costa. Había visto muchos huesos rotos durante la guerra y tenía cierta idea de lo que debía hacer.

Aunque la pierna estaba colocada en un ángulo raro, estaba casi segura de que no tenía ningún hueso roto. Le preocupaba más que pareciese estar grogui.

Jake seguía sin reconocerla y, después de un rápido examen, Kim miró alrededor.

¿Qué podía hacer? Una cosa era segura: no podía dejarlo en la calle. Además, estaba malherido y no podría hacerle nada.

Lo llevaría a su apartamento, decidió. ¿Qué otra cosa podía hacer?

–Vamos –Kim intentó levantarlo, pero Jake hizo un gesto de dolor–. Apóyate en mí, voy a llevarte a casa.

 

 

Tardaron más de lo que había esperado, pero consiguieron llegar a su edificio y subir al tercer piso en el ascensor. Una vez allí, abrió la puerta del apartamento y lo ayudó a sentarse en el sofá.

Kristi, la niñera, estaba sorprendida, pero Kim le dijo que podía irse a casa sin dar más explicaciones. Y luego se quedó mirando al hombre que acababa de poner su vida patas arriba.

Jake estaba despierto, pero grogui y le preocupaba que el golpe en la cabeza hubiese provocado una conmoción cerebral.

Cuando puso una mano en su frente notó que estaba helada y sudorosa. Y, por lo poco que sabía de medicina, esa no era buena señal.

Pero cuando miró su hermoso rostro sintió que se le encogía el corazón. Temía a aquel hombre y, sin embargo, había algo tan atrayente en él… incluso estando malherido.

–Llevar a casa a un extraño nunca es buena idea –murmuró para sí misma.

Sabía que no valdría de nada intentar llamar al hospital porque la guerra había dañado las comunicaciones en la isla y pocos teléfonos funcionaban. Y, aunque pudiese hacerlo, ninguna ambulancia iría a buscar a Jake.

En los hospitales de Tantarette había más pacientes de los que podían atender porque faltaban médicos. Los más competentes se habían ido con el bando ganador y los que se habían quedado estaban sobrecargados de trabajo.

A menos que ocurriese un milagro, estaba sola.

Kim limpió la herida abierta de su barbilla, pero Dede despertó poco después, de modo que tuvo que alternar entre atender a Jake y atender a su hija.

Por suerte, cuando terminó de limpiar sus heridas, Jake parecía más alerta.

–Mi pierna –murmuró–. ¿Qué me ha pasado en la pierna?

–No lo sé –respondió ella.

–Me duele mucho…

–¿Es lo único que te duele?

Jake la miró entonces y, por fin, sus ojos parecían enfocarla.

–No, me duele todo el cuerpo.

–¿Te duele la cabeza?

–Tal vez debería decirte dónde no me duele. Así acabaríamos antes.

Le conmovía ver a aquel hombre tan fuerte en esas circunstancias, pero intentó disimular.

–Tengo que encontrar la forma de llevarte al hospital.

–No –dijo él entonces, tomando su mano–. No puedes hacer eso.

–¿Por qué?

–Tú sabes que no he entrado en Tantarette legalmente, me llevarían a la cárcel.

–Ah.

No había pensado en eso.

Jake agarraba su mano como si fuera un salvavidas, pero aun así le había ordenado que no lo llevase al hospital. A pesar de su estado, seguía dándole órdenes.

–Voy a ver si tengo analgésicos.

Él soltó su mano y cerró los ojos.

–Eso estaría bien.

Kim suspiró, sopesando sus opciones.

¿Qué iba a hacer con aquel hombre? Necesitaba un médico urgentemente porque ella no sabía cómo comprobar si tenía heridas internas. Y si ese tipo de lesiones no se trataban de inmediato, podían ser mortales.

No conocía a mucha gente en el edificio porque solo llevaba allí un mes, pero había hecho amistad con una persona a la que solía consultar cuando su hija se ponía enferma.

Sin embargo, no sabía si a esa hora estaría en condiciones de atenderla.

La buena noticia era que había sido médico, la mala, que era un alcohólico. Decían que había perdido su licencia para practicar la medicina por eso, pero si lo pillabas a una hora en la que no hubiese bebido, podía ser de gran ayuda.

Y aquella noche parecía estar solo medianamente ebrio.

–Por supuesto que iré a echarle un vistazo –respondió jovialmente cuando llamó a su puerta.

–Se lo agradecería mucho, doctor Harve.

–¿Para qué están los vecinos?

Kim bajó de nuevo a su apartamento y, después de quitarle a Jake el abrigo de cuero, intentó desabrochar sus pantalones… pero él estaba consciente y apartó su mano.

–¿Qué haces?

–Si quieres que el médico examine tu pierna, tendremos que quitarte el pantalón de una forma o de otra.

Jake negó con la cabeza y Kim no sabía si era por pudor o porque su cerebro no funcionaba bien del todo.

–Trabajo en un hospital –le dijo, mientras tomaba unas tijeras para cortar la pernera del pantalón–. Te aseguro que he hecho esto muchas veces.

Jake no volvió a protestar, pero dejó escapar un gemido que la asustó.

–Va a venir un médico que me ha ayudado mucho con mi hija.

–¿Un médico?

–Es un tipo simpático… te caerá bien, ya lo verás.

El doctor Harve entró en su casa haciendo bromas, algo que seguramente una vez le había ido bien con sus pacientes. Y el rápido diagnóstico fue que la rodilla estaba dislocada, pero no rota.

Mientras lo atendía, charlaba todo el tiempo, sin dejarse amedrentar por los gritos de dolor de Jake.

Kim, sin embargo, tenía que taparse los ojos y los oídos.

–El tejido estará dolorido durante un tiempo –siguió, mientras vendaba la rodilla– y tardará unas semanas en poder correr una maratón, pero se pondrá bien.

–¿Y el resto de las heridas?

–Yo diría que ha tenido suerte de llevar ese grueso abrigo de cuero. Tiene algunas costillas magulladas, pero no es nada grave –respondió el doctor Harve–. Voy a vendarle el torso, es lo único que puedo hacer. No parece que sufra heridas internas, pero si notas algo raro no vaciles en llamarme.

Kim asintió con la cabeza. Todo aquello era un poco surrealista. Una hora antes estaba corriendo con todas sus fuerzas para alejarse de Jake Marallis y, de repente, estaba intentando ayudarlo.

–¿Y la herida de la barbilla? Sigue sangrando.

–Sí, ya lo he visto –el médico suspiró–. En circunstancias normales le daría un par de puntos de sutura, pero esta noche me tiemblan un poco las manos…

Kim lo sabía. De hecho, la asombraba que pudiese hacer algo con ellas.

–No creo que tú…

–No, no. Yo no me atrevo.

–No te preocupes, no vamos a estropear esa cara tan atractiva –bromeó el médico–. Tengo unas grapas de mariposa que harán el mismo efecto.

Kim se dio cuenta entonces de que Jake tenía los ojos abiertos y estaba mirándola directamente. El doctor Harve seguía hablando mientras le ponía las grapas de mariposa, pero Jake y ella estaban mirándose a los ojos y su pulso se aceleró.

¿En qué estaría pensando? ¿Estaba intentando decirle que, a pesar de lo que había ocurrido, no podría escapar? ¿Que la tenía atrapada?

–Creo que puedo darle algo para que duerma un par de horas –estaba diciendo el médico–. ¿Te importa acercarme el maletín?

Por fin, Kim apartó la mirada de los ojos azules y tomó el maletín, intentado calmarse. No le preguntó cómo conseguía los fármacos… seguramente en el mercado negro.

Desde la guerra, así era como la mayoría de la gente conseguía las cosas que necesitaba porque las tiendas estaban prácticamente vacías. Y las farmacias también, lo cual era una catástrofe.

El doctor Harve había sido un milagro para ella desde que se instaló en la ciudad de Tantarette. La había ayudado con Dede y había prometido buscarle un buen pediatra. Porque, aparentemente, los pediatras habían sido los primeros en salir huyendo del país.

Dede empezó a llorar entonces y el doctor Harve soltó una carcajada.

–Has decidido que cuidar de un bebé no era suficiente y te has traído más trabajo a casa –bromeó.

Pero Jake no se quedaría allí más de una noche. Al menos, eso esperaba.

–¿Y quién es este hombre, por cierto? ¿Es amigo tuyo?

Kim lo miró, sorprendida. ¿Se habría percatado de la latente hostilidad que había entre ellos? Por un momento, se preguntó si debería pedirle que no dijera nada, pero eso solo serviría para despertar más sospechas. Además, Kristi, la niñera, también lo había visto. Era un poco tarde para guardar el secreto.

–Es el hermano de una vieja amiga.

El doctor Harve se encogió de hombros.

–Pero no has llamado a la policía para informar sobre el accidente… en fin, tú veras lo que haces.

Kim sacó unos billetes que tenía guardados en un jarrón. Siempre le pagaba por su trabajo y sus consejos y el doctor Harve se marchó tan alegremente como había llegado.

¿Pero si llamaba a la policía? ¿Qué haría si las autoridades aparecían en su puerta?

Tenía en casa a una persona que había entrado de manera ilegal en esa zona del país, alguien conectado con la familia real de Ambria, los enemigos.

Kim suspiró mientras cerraba la puerta.

A veces sentía como si estuviera viviendo en uno de esos videojuegos en los que había monstruos dispuestos a lanzarse sobre ti con un hacha en la mano. ¿Dónde estaba el botón para apagarlo?

Cuando volvió al salón, Jake tenía los ojos cerrados y frunció el ceño, sintiéndose extrañamente decepcionada.

–¿Quieres un vaso de agua?

Él no respondió. Estaba profundamente dormido.

Y ella tenía muchas cosas en las que pensar y muchas decisiones que tomar. Pero al menos tendría tiempo. Jake no estaba en condiciones de llevarla al castillo a la fuerza, de modo que estaban a salvo.

Por el momento.

Entonces lo miró de nuevo. Era tan apuesto…

Bajo el abrigo llevaba una camisa que el doctor había desabrochado para vendar sus costillas y, al ver su ancho torso, Kim sintió un escalofrío. Y eso le recordó que Jake necesitaba una manta y una almohada.

Fue a buscarlas a la habitación, pero cuando estaba arropándolo rozó su hombro con un dedo y sintió una especie de descarga eléctrica…

–Por favor, qué absurdo.

Enfadada consigo misma, Kim se apoyó en el fregadero de la diminuta cocina, intentando llevar aire a sus pulmones. No podía dejar que aquello pasara, no iba a sentirse atraída por un hombre que la odiaba.

Y luego estaba la cuestión de por qué la odiaba Jake. Había sido un misterio hasta que mencionó a Leonardo. Aparentemente, su relación con Leonardo Granvilli lo había convencido de que ella no era buena persona.

Se preguntó entonces qué podría haber hecho Leonardo para despertar tanta animadversión, pero era absurdo pensar en ello. Leonardo Granvilli le había hecho daño a todo el mundo de una manera o de otra. Si vivías en Ambria, solo era una cuestión de tiempo que te insultase o se mofase de ti.

Pero no podía olvidar que era el padre de Dede, de modo que no iba a dejar que Jake lo asesinase.

Kim se encogió de hombros, resignada a las vicisitudes del destino… por el momento.

 

 

Jake despertó alarmado, sin saber muy bien dónde estaba. Había un bebé llorando en algún sitio… alguien debería atenderlo.

¿Dónde estaba Cyrisse?

Intentó incorporarse, parpadeando rápidamente para despertar del todo… pero tuvo que volver a sentarse. Le dolía todo el cuerpo: la pierna, la cabeza, la cara.

Miró alrededor, desconcertado. Alguien tenía que atender a ese bebé…

–¿Cyrisse? –la llamó.

Y entonces ante él se abrió un agujero negro y recordó… no había ningún bebé. El bebé había muerto y Cyrisse también.

Jake cayó sobre la almohada, abrumado de dolor, casi a punto de dejar que la desesperación se lo tragase.

Pero había un bebé llorando en algún sitio.

Haciendo un esfuerzo sobrehumano, se incorporó de nuevo para buscarlo con la mirada.

Apenas había luz y casi no podía distinguir los muebles del ajado apartamento. ¿Qué demonios…? Él nunca había estado en aquel sitio. ¿Cómo había llegado allí?

Y entonces empezó a recordar…

Kimmee.

Había corrido tras ella cuando salió del café y un coche lo había atropellado…

Por eso le dolía todo.

El bebé seguía llorando. ¿Sería la hija de Kimmee?, se preguntó.

Jake levantó la cabeza y vio una cuna detrás del sofá. La hija de Leonardo, pensó, furioso. En algunas sociedades sería aceptable que se llevara a esa niña como Leonardo se había llevado a su hija. Y había jurado que se lo haría pagar a aquel canalla. ¿Por qué no lo hacía?

Lenta, dolorosamente, se levantó, apoyando el peso de su cuerpo sobre la pierna derecha. Haciendo una mueca de dolor, empezó a cojear hacia la cuna, usando los muebles para apoyarse. Una ola de náuseas hizo que se detuviera y tuvo que esperar a que pasara…

Dos pasos más y estaba mirando la cuna.

El bebé lo miró con unos ojos enormes. Debía de tener unos nueve meses y había dejado de llorar, pero emitió un curioso gorgoteo que sonaba como si preguntase: «¿Quién eres tú?».

Era la hija de Leonardo, un bebé. ¿Quién podía hacerle daño a un niño? Él no, desde luego.

Después de mirarla por última vez, Jake se dio la vuelta.

Pero entonces la niña empezó a llorar de nuevo.

Era la hija de Leonardo. ¿Y qué? También era la hija de Kimmee, un bebé que necesitaba ayuda.

Murmurando una palabrota, Jake la sacó de la cuna para apretarla contra su pecho… y dejó escapar un grito de dolor que estuvo a punto de hacerlo caer de rodillas. La niña se le escurrió de los brazos…

–¡No!

La sujetó a tiempo, apartándola un poco de su torso dolorido.

Pero la niña lloraba con más fuerza.

–Tienes que dejar de llorar, me duele mucho la cabeza –Jake empezó a acunarla–. Vamos, deja de llorar.

Se dirigía de nuevo hacia el sofá, pero entonces vio una mecedora.

–Ah, mejor ahí. Ven, vamos a dormir.

El movimiento de la mecedora hizo que la niña dejase de llorar.

Jake empezó a canturrear una canción, pero le dolía el pecho y tuvo que parar. Con los ojos cerrados, el bebé se colocó entre su torso y su hombro…

Y los dos durmieron.

 

 

Kim estaba en el séptimo cielo. Por una vez, había agua caliente y pensaba aprovecharlo. Estaba en la ducha, dejando que la cascada de agua caliente cayese sobre su cuerpo.

Era maravilloso.

Por un momento, podía olvidarse de que había llevado al enemigo a su casa y lo había dejado dormir al lado de su hija. Podía olvidar las dificultades en el hospital, lo preocupada que estaba por Dede, el miedo que le daba Jake… y sencillamente disfrutar de algo ten sencillo como una ducha de agua caliente. Incluso empezó a canturrear una canción para demostrar lo feliz que se sentía.

Pero de repente escuchó algo… no estaba segura de lo que era.

Rápidamente, cerró el grifo de la ducha y aguzó el oído. Nada. Debía de haberlo imaginado.

Suspirando, volvió a abrir el grifo. En aquel edificio había que aprovechar cualquier oportunidad, de modo que iba a ducharse como si nunca más fuese a tener agua caliente, que era una posibilidad.

Diez minutos después volvió a cerrar el grifo y salió de la ducha para envolverse en una toalla. Mientras se secaba el pelo y se ponía crema hidratante, canturreaba una canción. Por el momento, se sentía feliz.

Después de ponerse el camisón, colgó la toalla detrás de la puerta y salió del baño.

Lo primero que vio fue que Dede no estaba en su cuna, pero cuando estaba a punto de ponerse a gritar, vio a Jake en la mecedora, con su hija en brazos. Suspirando, se dejó caer sobre el sofá, aliviada como nunca.

Había temido que Jake se la hubiera llevado, pero allí estaban.