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En esta obra el poeta nicaragüense narra diversas historias con su ya inconfundible estilo de escritura.
Fragmento:
«Hace poco más de un año nos hallábamos en mi habitación, en un hotel de París, cerca de la Bolsa, el poeta Maurice Duplessis, porta-estandarte de la escuela romana; el simpático y sutil Kreutzberger, a la sazón crítico literario de La Cocarde, y Enrique Gómez Carrillo, cuyo nombre es bien conocido por los lectores de La Nación.
Charlábamos amistosamente, fabricando cada cual su grog, cuando apareció en la puerta la cabeza moruna de Alejandro Sawa, el escritor español.
Entró Sawa, seguido de un señor alto y flaco, medio clergyman y medio pianista, pálido, de larga cabellera obscura, que le caía sobre los hombros, con un aire de aparecido.
—M. Charles Morice.
Levantéme, y abriendo un libro que estaba sobre mi mesa, leí:»
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Veröffentlichungsjahr: 2020
Rubén Darío
PROSA DISPERSA
Traducido por Carola Tognetti
ISBN 978-88-3295-991-8
Greenbooks editore
Edición digital
Noviembre 2020
www.greenbooks-editore.com
PROSA DISPERSA
La Juventud y la Academia Lo que dijo Charles Morice Verlaine y Zola.
Hace poco más de un año nos hallábamos en mi habitación, en un hotel de París, cerca de la Bolsa, el poeta Maurice Duplessis, porta-estandarte de la escuela romana; el simpático y sutil Kreutzberger, a la sazón crítico literario de La Cocarde, y Enrique Gómez Carrillo, cuyo nombre es bien conocido por los lectores de La Nación.
Charlábamos amistosamente, fabricando cada cual su grog, cuando apareció en la puerta la cabeza moruna de Alejandro Sawa, el escritor español.
Entró Sawa, seguido de un señor alto y flaco, medio clergyman y medio pianista, pálido, de larga cabellera obscura, que le caía sobre los hombros, con un aire de aparecido.
—M. Charles Morice.
Levantéme, y abriendo un libro que estaba sobre mi mesa, leí: Impérial, royal sacerdotal, comme une
République Française en ce quatre-vingt-treize Brûlant empereurs, rois, prêtres dans la fournaise, Avec la danse autour de la grande commune.
L'étudiant et sa guitare et sa fortune
À travers les décors d'une Espagne mauvaise
Mais blanche, de pieds nains et noire d'yeux de braise, Héroïque au soleil et folle sans la lune.
Néoptolème, âme charmante et chaste tête, Dont je serais en même temps le Philoctète Au cœur ulcéré plus encore que la blessure,
Et pour un conseil froid et bon parfois l'Ulysse: Artiste pur, poète où la gloire s'assure,
Cher aux lettres, cher aux femmes, Charles Morice.
A los pocos instantes, vibrando aún los versos de Paul Verlaine, Charles Morice saboreaba también su grog, y, a propósito de un Walt Whitman que encontró en mi mesa, discurría sobre literatura yanqui.
No es ya el autor de la Littérature de tout à l'heure el mismo del soneto de su amigo y maestro, ni siquiera el pintado por Emile Coursange. «La cabeza es adelgazada, bien puesta sobre el cuello flexible y delicado—la barba ligera, obscura, realza la palidez del rostro y atenúa la sequedad de los contornos; la frente elevada, apenas agrandada, que encuadra una cabellera fina y rara, está alzada con brutalidad—; la nariz altiva, aguileña, enérgica—la boca fina y sensual, acentuada por un bigote felino—, el mentón que se adivina bajo la barba, a la vez autoritario y campechano, completan esta fisonomía tan compleja, tan contradictoria del poeta, donde la cabeza, donde las pasiones, parecen en lucha perpetua con el alma; pero la sostienen, la avivan.» Esas palabras fueron escritas tres años antes: 1889. Hoy, Charles Morice parece gastado, quizás minado por una dolencia.
Es, entre la juventud literaria, uno de los maestros. Fue uno de los fundadores del simbolismo, después se separó del cenáculo. Ninguno de sus antiguos compañeros, a excepción de Barrés y Paul Adam, ha escrito obra más seria y trascendental que el autor de Littérature de tout à l'heure.
Cuando se trató en Francia de la elección académica para el sillón de Leconte de L'Isle, Charles Morice habló en nombre de la juventud.
Sus palabras fueron las que los lectores de La Nación verán en seguida.
«Algunas gentes se forman voluntariamente de cualquiera que atrae y retiene las miradas de los hombres, la idea de un alto funcionario. Para esos bodoques ante cuyos ojos el mundo aparece como una vasta administración, la gloria es un puesto, el genio una función: al morir el titular se abre una sucesión.
—¿Quién va a suceder a Leconte de L’Isle? —preguntan esas gentes.
Y no es en el sillón académico o en la biblioteca del Senado en lo que piensan. Ingenuamente se persuaden de que Leconte de L'Isle ocupaba el puesto y ejercía la función de primer poeta de Francia. ¿Quién es hoy el mejor designado para sucederle en su función y en su puesto?
Esta opinión del vulgo, aunque lleva por casualidad algo de verdad en la especie, es profundamente errónea. Napoleón decía que las mujeres no tienen rango: los poetas no lo tienen tampoco. Ninguno es el primero. Desde que se es en Arte, se es solamente, puesto que en el dominio del espíritu público ser consiste en expresarse, ¡y como ninguna alma es igual a otra! No se es poeta o artista sino bajo la condición de mostrar a la luz los matices espirituales por los cuales se distingue esencialmente, tanto de la multitud de los pequeños
como de la débil minoría de los grandes: por eso, como lo ha muy bien observado M. Paul Bourget, se llega a ser el representante y el jefe de toda una categoría humana, más o menos numerosa, según la naturaleza del pensamiento o del sentimiento a que se da una forma definitiva.
Así, pues, si Víctor Hugo ha llegado a convencer a la muchedumbre de que él era el primer poeta de su tiempo es, desde luego, porque afirmándose en los sentimientos e ideas más generales, se aseguró una vasta clientela y, después, porque a sus virtudes líricas agregaba los méritos de un extraordinario reclamier. Otros han contado la habilidad que desplegó para fundar y desenvolver su gloria, y el hecho es que en muy poco tiempo llegó al puesto— ilusorio, pero brillante—que él se había señalado como mira.
Parece—como lo es, en efecto—inútil distribuir premios a Hugo, a Lamartine, a Vigny, a Musset, a Gautier, a Baudelaire... Cada uno de ellos es el rey de un dominio que no comparte con nadie.
Si el emperador de la Rusia posee más territorios que el rey de Dinamarca, ninguno es menos majestad que el otro.
Agreguemos que los poetas poco leídos, dado que sean muy realmente poetas, no tienen nada que envidiar a los más populares, si éstos lo han llegado a ser pronto. El consenso universal inmediato no tiene valor en arte, no porque el ideal no sea en efecto seducir al mismo tiempo a l'élite más severa, y a la muchedumbre más contentadiza. Pero es, ante todo, lo escogido lo que le conviene tener consigo; y se ha visto raramente que su opinión concuerde con la de la mayoría. Al contrario, los escogidos concluyen siempre, a más o menos largo plazo, por arrastrar a la muchedumbre. ¡Peor para aquéllos a quienes ésta aclama sin consultar mejores pareceres! Como ella se da sin pena alguna, cambia del mismo modo, en tanto que el elegido de los difíciles puede contar con su fidelidad, sus partidarios son tanto más entusiastas cuanto más raros son: su fe artística tiene todo el valor de una verdad que ellos están prestos a demostrar.
Baour Lormiari, a quien sus semejantes prodigaron los títulos más lisonjeros, anduvo desacertado en creerse príncipe de un vasto imperio poético, en tanto que la Kamchatka de Baudelaire se anexa sin cesar nuevas provincias.
En la ciencia ello es de diferente manera.
En poesía es el tono, la cualidad, la esencia del alma del creador, lo que importa ante todo.
Si un poeta no ha dejado sino diez versos perfectos, cada uno de esos diez versos es tan bello, tan inmortal como cada uno de los mil versos perfectos que haya dejado otro poeta. Este habrá sido más a menudo, pero no más poeta
que aquél.
Un sabio puede ser más sabio que otro.
Una vez alcanzada la elevación bajo la cual se quedan los trabajadores de la obra, los industriales y los imitadores, es permitido adicionar y comparar los elementos de conocimiento y los resultados adquiridos. Un descubrimiento puede tener más importancia que otro.
Un sabio puede ser el primer sabio de su época.
No pretendo deducir de allí que la ciencia sea inferior a la poesía. Además, que eso sería aún una distribución de premios que nadie tiene derecho de hacer, aunque muchos lo hayan intentado; esas como especulaciones insubstanciales no sirven de nada.
Pienso solamente, y repito, que no hay primero en poesía.»
Decía, pues, que el error popular, a este respecto, presta a las circunstancias, a la personalidad de Leconte de L'Isle, algo de verdad.
La institución de los poetas laureados en Inglaterra, y de la Academia en Francia, deja, en efecto, comprender que es permitido a los contemporáneos, escoger entre los grandes escritores de su tiempo, de encarnar en ellos el arte literario y de atribuirles derecho de eminencia y prerrogativas. Eso es, sin duda alguna, socialmente necesario para el honor de las letras.
Desde el punto de vista particular, alguno sucederá, pues, a Leconte de L'Isle; alguno ocupará el sillón en que él se sentó después de Víctor Hugo.
Que se me permita precisar la importancia de la elección esperada. Por una vez, la Academia va a ser el centro de las preocupaciones de toda la juventud. Ella conoce, amaba al poeta que vivía en su misma casa. Desde luego, aun para dejar presto de serlo, la juventud es siempre literaria. La palabra poesía no la deja nunca indiferente.
Luego es de poesía, contra la costumbre, de lo que se va a tratar en la Academia.
La situación de Leconte de L'Isle en la historia de la literatura francesa permanecerá de todos modos excepcional.
Ese criollo, venido de Bourbon a París, con reflejos de sol cruel en sus ojos maravillosos, para fijar en versos de una extraña suntuosidad sus visiones de lo bello de ella, y como para gustarlas mejor a la distancia, fue, entre nosotros, el sacerdote augusto del arte sagrado; y de ese modo, él también, el residente de otra edad, como decía de sí mismo Chateaubriand, a quien Leconte de L'Isle merece ser comparado. La indiferencia desdeñosa que tenía por los imbéciles, el horror que él les causaba, el disgusto que le inspiraban las
solicitudes de la vida corriente, sobre todo, la naturaleza adjetiva de su genio
—a lo Vigny, a lo Goethe, a lo Shakespeare—, todo contribuía a hacer de él como una síntesis de este ser de antaño ya quimérico: el poeta.
Tenía esa doble gracia de la eterna infancia de los sentimientos unida a la majestad del espíritu. Ningún rasgo de sensibilidad ni de puerilidad en su obra vigorosa, a la que los poco observadores acusan de impasibilidad. ¿Impasible?
¡Esculpió el mármol y lo volvió sensible! Pero tenía altos cuidados de pudor y de pureza. Su ensueño es casto, casi ingenuamente, como el ensueño de todos los grandes poetas. Quería «desaparecer, como autor, detrás de sus creaciones». Griego y clásico, tanto por ese procedimiento estético, cuanto por su ideal de belleza.
Esta reserva austera del escritor estaba en perfecta armonía con la actitud del hombre, tranquilo y grave, y que evitaba las ocasiones de ser visto. Pero los que lo han encontrado, no olvidarán aquel noble rostro, aquellos grandes rasgos, esos labios donde la obligación del desprecio había apenas atenuado el instinto de la bondad, aquellos ojos admirables, demasiado luminosos tal vez, y que parecían deslumbrados de su propia claridad.
Era estoico, era pesimista. El orgullo ocultaba en él la ternura. Su desprecio nacía de una comparación fatal entre el ideal constante al cual tendía toda su alma, y las realidades humanas.
Aunque lo haya dicho un ministro ante la tumba de ese poeta, no era el desencanto lo que lo alejaba del bullicio de la muchedumbre. Después de juveniles y breves tentativas, abandonó definitivamente todo deseo de renovación social, para darse sin tregua a su obra, a la realización de la belleza severa y perfecta de que estaba apasionado. En ese grande esfuerzo, y de esa obra maestra en obra maestra, él se desarrolló sin cesar, simplificándose siempre.
Los críticos admiraron en él, muy particularmente sin duda, cómo fue a la vez—simultaneidad rarísima—un bello rimador y un solícito escritor. Los psicólogos le alabaron por haber representado sin falta ninguna ese difícil personaje del poeta, ya fuera de moda, en esta sociedad. Los jóvenes artistas literarios, en fin, recordarán todo lo que el arte de escribir le debe; como él fue por poemas, más que por sus opiniones, un maestro precioso, el jefe de la única escuela que tiene algún porvenir: la escuela de la perfección.