Protectores de la luna - Celeste Flores Marchán - E-Book

Protectores de la luna E-Book

Celeste Flores Marchán

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Beschreibung

Gaia Kontos no sabe quién es, y eso es lo único que puede decir con seguridad. Enajenada en su propia piel, hasta su nombre le resulta extraño. En Helios, un pequeño pueblo enclavado en la ladera de las montañas del sur, descubre todo lo que no buscaba pero esperaba encontrar. Un cazador con ojos de tormenta pone en jaque todo lo que alguna vez conoció, la introduce en su mundo besado por la magia y revela verdades que cambiarán su vida de forma permanente. Lo poco que Gaia creía conocer se derrumba, sus propios sentimientos se revelan y secretos del pasado salen a la luz. Empujada hacia adelante por el portador del nombre del amor, deberá enfrentarse a su nueva vida y descubrir en ella su pasado, al mismo tiempo que trata de descifrar los intensos y contrarios sentimientos que le genera este hombre tocado por los dioses.

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Producción editorial: Tinta Libre Ediciones

Córdoba, Argentina

Coordinación editorial: Gastón Barrionuevo

Diseño de tapa: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones. María Belén Mondati.

Diseño de interior: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones. María Belén Mondati.

Flores Marchán, Celeste Lourdes

Protectores de la luna : nostalgia 1 / Celeste Lourdes Flores Marchán. - 1a ed. - Córdoba : Tinta Libre, 2023.

398 p. ; 21 x 15 cm.

ISBN 978-987-824-408-2

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. 3. Novelas Fantásticas. I. Título.

CDD A863

Prohibida su reproducción, almacenamiento, y distribución por cualquier medio,total o parcial sin el permiso previo y por escrito de los autores y/o editor.

Está también totalmente prohibido su tratamiento informático y distribución por internet o por cualquier otra red.

La recopilación de fotografías y los contenidos son de absoluta responsabilidadde/l los autor/es. La Editorial no se responsabiliza por la información de este libro.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

© 2023. Flores Marchán, Celeste Lourdes

© 2023. Tinta Libre Ediciones

A papá, por enseñarme el mundo de la magia.

A mamá, por enseñarme lo mágico del mundo.

Una ofrece a los seres de la tierra su luz penetrante; la otra les lleva en sus brazos el Sueñohermano de la Muerte, la funestaNoche, envuelta en densa niebla.

Hesíodo, Teogonía.

protectoresdela luna

nostalgia • tomo 1

prólogo

Tres mil años habían pasado desde el final de la Gran Guerra, desde el momento en que la Liga Aquea, encabezada por Atenas y Esparta, sofocara a la naciente República Romana. Tres milenios desde el nacimiento de un nuevo imperio, desde el momento en que la historia se quebró y un nuevo mundo comenzó. En ese tiempo exacto, ni una hora, ni un segundo más, la historia volvería a cambiar. Pues mientras todo el mundo miraba maravillado el cielo, en algún lugar muy lejos del Imperio, al oeste de una de sus colonias, una joven mujer rasgaba su garganta en un grito que se perdería en el silencio del mediodía. 

El cabello se le pegaba al rostro sudoroso como tallos de trigo húmedo, los pequeños capilares de sus pómulos se habían reventado por el esfuerzo y gruesas lágrimas dejaban surcos de suciedad en sus pálidas mejillas. Quería ser fuerte, debía serlo, pero el dolor era tan intenso que no creía soportarlo.

—No puedo.

—Claro que puedes. —Su tono no admitía discusión, ella lo sabía.

Desde su cama se podía ver el cielo a través de la ventana abierta, aunque en medio de la agonía era apenas consciente del espectáculo que todos los demás contemplaban desde las calles: un baile cosmológico, la danza milenaria entre el sol y la luna. Dos viejos amantes condenados a encontrarse para volver a perderse, luz y oscuridad entrelazados en una unidad destinada a perecer.

—Lo necesito. —Volvió a llorar, no podría hacer esto sin él.

—No, no lo necesitas. Puedes hacer esto, Kalé.

—¡No soy tan fuerte! —Su voz era un lamento que se mezcló con el grito de dolor que sintió cuando sus caderas se abrieron.

—¡Sí lo eres! ¡Ahora puja, maldita sea!

En su mente, lo llamaba. Él era su fuerza, la única persona que necesitaba allí. Lo imaginó junto a ella, acariciando su rostro, su vientre abultado, tomando su mano, diciéndole que todo estaría bien, que pronto acabaría. Casi pudo sentir su olor, su tacto, y sonrió al notar su presencia. No estaba lejos.

Cuando la luna ocultó finalmente al sol, tres cosas sucedieron a la vez: la habitación se sumió en la más profunda oscuridad; un último grito; y el llanto agudo de un recién nacido. Las lágrimas saladas brotaron más rápido de sus ojos mientras se le escapaba una pequeña risa que sonó fuera de lugar en medio del dolor.

Pero no pudo verlo. El bebé fue sacado de la habitación mucho antes de que ella pudiera sostenerlo, el vacío como un puñal en su corazón.

—¡Quiero verlo!

—No. Ella quiere nacer.

Una fuerte contracción le recordó que su hija seguía en su vientre. Debía concentrarse, el pensamiento de que quedaba poco para ver a sus dos bebés la mantenía centrada.

Ella nació mucho más rápido, ansiosa por ver el mundo. Solo le tomó minutos abrirse camino y seguir a su hermano al exterior, minutos agónicos en los que Kalé sufrió el dolor más intenso que había sentido en su vida.

Ya no tenía fuerzas para gritar, solo las lágrimas la acompañaban mientras tomaba sus últimas energías para traer a su hija al mundo. El último recuerdo que tuvo antes de desmayarse fue la voz orgullosa de su amiga.

—Lo lograste.

Afuera, la luna comenzó a moverse con un último adiós a su amante fugaz. El eclipse había sido testigo del parto de Kalé Dalaras y se rompió solo cuando vio a los bebés fuera del seno materno. La orgullosa madre cerró los ojos mientras pensaba en que la luna había bautizado a sus hijos y la diosa los protegería. Los dijes que se le clavaban en las palmas cayeron al suelo cuando ella dejó de apretarlos y su cuerpo agotado se desvaneció mientras pensaba en una sola palabra. Un nombre. Una promesa.

Alysa.

capítulo 1

3 de junio, año 3022 d.G.G.

La noche de su decimocuarto cumpleaños, soñó con una mariposa encerrada en una burbuja de aire. Cuando se lo contó a su madre, ella le sonrió y la llevó al parque para ver a las mariposas que volaban con sus alas de colores. Al año siguiente, en sus sueños apareció un pez que se ahogaba debajo del agua. La llevaron al acuario.

Para cuando cumplió dieciséis, los animales fueron reemplazados por un hombre encerrado en una prisión de fuego. No lo contó, porque ese fue el año en que comprendió que sus sueños podían ser algo más, quizás la metáfora de algo más profundo. Fue la excusa que necesitaba, el aleteo de una tenue esperanza que revoloteaba en su corazón, el anhelo de una libertad que nunca se había atrevido a ansiar. Ese fue el momento en que se prometió marcharse en cuanto tuviera la oportunidad, recorrer el mundo hasta encontrar su lugar. Nunca creyó que, quizás, la imagen no fuera en absoluto metafórica.

Cinco años tuvieron que pasar para que Gaia juntara el coraje suficiente, para que llenara sus maletas de ropa arrugada y sueños por cumplir, tomara a su hermana de vida de la mano y, juntas, subieran al primer tren que salía de la estación.

Doce lunas habían pasado desde entonces.

Un buen libro en las manos y una taza de café en la mesita. Pasaba página tras página mientras tomaba de a sorbos el café que se enfriaba, sin despegar los ojos de un mundo que la tenía atrapada desde la noche anterior.

—¡AH! —gritó, incapaz de contener la emoción, al tiempo que cerraba el libro para poder respirar.

Frente a ella, Athena, la labradora negra que había rescatado de una vecina maltratadora en Eos, la miró alzando las orejas.

—¡Acaba de descubrir sus cicatrices! ¡Ahora se dará cuenta de que la ama y querrá encontrar al culpable y ella lo detendrá y también admitirá que lo ama y se besarán y… —Athena cerró los ojos y volvió a apoyar la pesada cabeza en el regazo de su dueña, lista para volver a la siesta. Gaia suspiró—. Sí, yo también te quiero.

Juntó coraje y volvió a abrir el libro. Su corazón latía con la rapidez del aleteo de un colibrí por ese antihéroe oscuro y su debilidad hacia la protagonista…

Media hora más tarde el sol había caído y la luz de la luna entraba como ríos de plata a través de la ventana, aunque el efecto se perdía por la luz artificial de los focos. Lo único que había cambiado en la escena era su posición, antes sentada y ahora recostada con un edredón sobre las piernas, mientras avanzaba a través de los capítulos. Un conocido ringtone rompió con el silencio del departamento, tan estruendoso y repentino que su sobresalto despertó a Athena. Antes de que pudiera comprender lo que estaba oyendo, regresó el silencio.

Y volvió a empezar, un molesto remix de una canción de niños que Gaia odió desde el instante en que salió a la luz. Por esa misma razón, Petra lo mantenía como su tono de llamada.

Athena gruñó en cuanto su dueña se levantó, tan molesta como ella por la interrupción. Siguió el sonido de la música, la melodía que se volvía más irritante a cada paso que daba. Atravesó el pasillo y entró en la habitación de Petra, donde una luz brillaba sobre la cama desarreglada. Esquivó prendas tiradas en el suelo y una deportiva sin pareja, pero la llamada se cortó antes de que llegara al móvil. Momentos después, la pantalla se iluminó antes de que el sonido volviera a empezar.

Llamada de Paris Bar

—¿Hola…?

—Ay, gracias al cielo. Creí que lo había perdido en el taxi, no sería la primera vez… —la voz de Petra sonaba alta por encima de la música.

—¿Y recién ahora notaste que no lo tenías? —Aún no decidía si el carácter olvidadizo de su amiga la divertía o la exasperaba. Probablemente ambas.

—Pues sí, señorita sabelotodo. Hay gente que trabaja de verdad y no puede estar fijándose en el teléfono a cada minuto…

—Ajá, ¿y qué estás haciendo en estos momentos?

—No es lo mismo, tenía que asegurarme de que no hubiera caído en manos de ningún pervertido. Ya imaginaba fotos mías en alguna página ilegal de internet...

—Petra, ¿no deberías volver a trabajar? —interrumpió sus divagues.

—Ah, sí, sí, claro… Pero necesito que me traigas el móvil.

—¿Ahora? —Más que una pregunta, era un ruego. Estaba a tres capítulos de terminar el libro y su pijama era cómodo y muy calentito.

—Sí, ahora. Aún me quedan muchas horas en el trabajo y no sé si podré sobrevivir sin él.

Miró la hora en la alarma sobre la mesita de noche e hizo rápidos cálculos mentales. Eran las 20, si salía en ese momento podía estar en casa a más tardar a las 20.30, lo que le dejaba el tiempo suficiente para terminar el libro a un horario razonable que no la convirtiera en un zombie al día siguiente. Suspiró de forma dramática, asegurándose de que su amiga al otro lado de la línea lo oyera.

—Ahora salgo.

—Eres la mej… —Cortó antes de que terminara la oración.

Le tomó menos tiempo cambiarse del que le llevó encontrar las llaves del departamento, tiradas debajo del sillón. Tomó un abrigo y la billetera y salió antes de arrepentirse. Ese fue su primer error.

En la salida del edificio solo se encontró con Claus, el conserje, quien le deseó buenas noches y continuó silbando mientras limpiaba el pasillo. Afuera la noche helaba y los pocos coches que seguían circulando por las calles angostas se dirigían a sus hogares, donde la mayoría de las familias ya se reunían luego de un largo día de trabajo.

Maldijo a Petra en voz baja cuando sintió el aire helado cortando contra sus mejillas, se ajustó el abrigo alrededor de la cintura y metió las manos en los bolsillos mientras el amargo pensamiento de que debería haber llevado guantes la asaltaba. Las quince cuadras entre el departamento y el bar no ameritaban tomar un taxi, pero Gaia no llevaba ni trescientos metros caminados cuando se arrepintió de su decisión. Le castañeaban los dientes y había dejado de sentir la punta de la nariz, pero no podía dar marcha atrás ahora, no cuando había prometido llevar el móvil. Juntó todas sus fuerzas y siguió caminando a paso rápido, quizás con el ejercicio lograría entrar en calor.

Una cuadra antes de llegar, un escalofrío le recorrió la columna. Dio media vuelta, con la sensación en los huesos de que alguien la seguía, y revisó la calle vacía: las sombras crecían allí donde los faroles no llegaban a alumbrar y un gato solitario la miraba sobre un cubo de basura. Miró durante un segundo al animal mientras recordaba un dicho sobre que los gatos negros daban mala suerte. Un miedo leve e irracional le tensó los músculos. El sentimiento de que la observaban seguía ahí, casi palpable, pero no vio ni un alma cuando escaneó rápidamente entre las sombras.

Algo andaba mal, había algo en esa noche que se sentía incorrecto, pero no podía identificar qué. Luego de un último escaneo de la calle siguió su camino, casi trotando, hasta que llegó a la puerta de “El gato azul”.

Un calor abrumador la golpeó cuando abrió la puerta, junto con una densa nube de olor a tabaco. Tosió un poco ante lo inesperado del humo y se sacó el abrigo mientras se escabullía entre las mesas de billar y los pocos cuerpos bailando.

«¿Quién sale un miércoles?», pensó.

Claro que ella lo había hecho, pero solo en contra de su voluntad. No entendía cómo alguien podía hacerlo a propósito, aunque debía admitir que había muchas cosas que no comprendía de la conducta juvenil.

Llegó a la barra y se sentó en un taburete apartado mientras esperaba que la ágil bartender reparara en su presencia. Había asistido con la suficiente frecuencia a El gato azul como para saber que no debía molestar a Petra mientras trataba con los clientes. Eso, y que debía mantenerse fuera del radar.

Mientras esperaba, golpeando con las cortas uñas la madera pulida de la barra, examinó a los distintos especímenes congregados y trató de analizar la compleja naturaleza humana. Quizás ello la ayudase a congraciarse con la vida social nocturna que no lograba entender, o la corta aventura le provocara pulmonía, lo que ocurriese primero.

—¡Gracias a los dioses! Creí que te quedarías durmiendo. —Petra apareció frente a ella, toda curvas y sonrisas.

—Y estuve a punto, pero te oías tan desgraciada que sentí compasión

—La compasión es para las personas con sentimientos, Gaia.

—Cierto... Bueno, quizás solo fue pena.

—Yo sé que, en el fondo de ese oscuro corazón, me amas.

—Cuando me sacas de la comodidad de mi cama, definitivamente no.

En la otra punta de la barra, un hombre alto y corpulento se tambaleó al intentar bajar del taburete, perdió el equilibrio y terminó en el suelo. Petra dejó un vaso de lo que parecía batido de frambuesas frente a Gaia y corrió hasta el hombre inconsciente.

—¡Paris! ¡El Loco se volvió a desmayar! —Gritó a la nada misma. Segundos después, Paris apareció por las escaleras que conducían al subsuelo.

Era un chico guapo, uno o dos años más joven que ellas, y trabajaba de bartender en la barra del nivel inferior, una ampliación del bar reservada para clientes selectos en la que Petra se negaba a trabajar.

Desde su rincón, Gaia observó toda la escena mientras tomaba el batido de a sorbos, solo para divertirse mientras analizaba la reacción de Petra ante la presencia de su compañero de trabajo. Siempre supo que su amiga sentía cierta atracción hacia el chico, aunque nunca lo comentó, y la forma en que él la miraba era algo que a Gaia le sacó una sonrisa. Tomó notas mentales de las cosas que debía comentarle a Petra al día siguiente.

Entre los dos lograron levantarlo y, luego de que recuperó la conciencia, lo sacaron del bar. Petra no volvió hasta pasados unos diez minutos, probablemente mientras esperaba a que un taxi pasara para meter al Loco en él y enviarlo a casa. En ese lapsus los clientes se habían quedado sin bebidas y esperaban impacientes a la chica que debía rellenarles las copas, a la que casi no la dejaron respirar cuando volvió a ocupar su puesto. Entre idas y venidas detrás de la barra, Petra le dirigió una sonrisa de disculpa a su amiga olvidada.

Aunque su plan original había sido “llegar, entregar móvil, salir”, el batido estaba bueno y se permitió tomarse unos momentos para terminarlo. Para pasar el tiempo, retomó la tarea de observar el comportamiento humano, pero no descubrió nada nuevo. Paris había vuelto a su puesto en la barra del subsuelo, así que tampoco pudo seguir indagando sobre sus movimientos ante Petra.

Había pocas mujeres en el lugar, algunas en grupos pequeños, otras con su pareja, y otras bebiendo solas (como ella). Estas últimas eran las presas más fáciles para los hombres solitarios, que las rondaban y se acercaban esperando una aceptación. Si no la conseguían, pasaban a la siguiente. Por otro lado estaban los hombres que iban en grupo, se divertían en el billar o bebían con amigos. Y también estaban los solitarios que solo iban a beber para olvidar las penas.

—No te olvides de los que bebemos por diversión. —Un hombre interrumpió sus cavilaciones, corrió el taburete a su lado y tomó asiento.

—¿Qué?

—¿No era eso lo que estabas pensando? ¿A qué viene la gente aquí?

Su amplia sonrisa vaciló un instante cuando la miró a los ojos, como si le sorprendiese algo que encontró allí. Gaia apartó la mirada, nerviosa.

—Disculpa, yo… Me has recordado a alguien.

—Me han dicho que tengo un rostro bastante común. —Bromeó ella en un intento por aligerar la situación.

—¿Con esos ojos? Lo dudo.

Sonrió, no pudo evitarlo. Sus ojos, de un café muy oscuro con pequeñas estrías doradas que fragmentaban el iris, eran lo que más le gustaba de su anatomía. De pequeña, en su época de obsesión con los cuentos de hadas, siempre decía a sus compañeros que el peculiar color era resultado del oro líquido que corría por sus venas.

—Pero bueno, ¿era eso lo que pensabas o no? —El extraño hizo un retroceso hacia el comienzo de la conversación, dejando a un lado el peculiar momento de incomodidad.

—Pues sí, pero no logro imaginar cómo podrías haberlo sabido.

—No es muy difícil de adivinar. Llevas media hora mirando a cada persona de aquí (lo que no es muy cortés, debo decirte) y, cuando me he acercado, mirabas con cara de asco a ese de allí. —Señaló a un hombre sentado a unos cinco asientos de distancia, que luego de su cuarto vaso de vodka había comenzado a llorar.

—¿Has estado acosándome?

—¿Así como tu acosas al resto del mundo aquí? —Touché. — Pues sí, se podría decir eso.

Poseedor de una sonrisa amable y ojos sinceros, era el tipo de rostro en el que una confiaba incluso antes de ser consciente de ello. Sin notarlo, Gaia bajó sus defensas y se permitió disfrutar de la charla. Después de todo, era difícil encontrar allí a alguien de su edad lo bastante sobrio como para mantener una conversación.

—¿Una cerveza? —dijo él mientras levantaba la mano para llamar a Petra.

—No, gracias.

—Vamos, una cerveza no le hace daño a nadie. Dos cervezas, por favor —dijo a la bartender cuando llegó frente a ellos. A nadie le pasó inadvertido el gesto de sorpresa en la cara de Petra por ver a su amiga con compañía, pero ninguno de los dos lo comentó.

—Claro.

Para indignación de Gaia, sacó dos cervezas de la heladera y las abrió con ágiles movimientos. Puso una frente a ella, con una mirada que no le dejaba lugar para la negación, y retiró el vaso de batido vacío. Aunque no era su plan para la noche, se dijo a sí misma que debía poner de su parte para pasarla bien.

Petra se marchó para atender a tres hombres que acababan de entrar al bar, pero desde el otro lado de la barra lanzaba rápidas miradas en su dirección y, cuando el desconocido no la miraba, lo señalaba y se abanicaba con la mano en un gesto que era a la vez afirmación y pregunta. Gaia movió ligeramente la cabeza de un lado al otro, no era su tipo.

—¿Y si no me gusta la cerveza?

—¿No lo hace?

—Ese no es el punto. Pero ya que prácticamente me obligaste a beber, ¿qué pasaría si no me gustara?

—Aunque me halaga que creas que tengo tal poder de persuasión, en realidad no te obligué. Simplemente pedí otra cerveza, la cual tienes a tu disposición. Si me permites una opinión, cosa que sé que no me has pedido, sí creo que deberías relajarte un poco.

Gaia trató de ocultar su sonrisa, cosa que no creía estar consiguiendo.

—Eso no responde a mi pregunta.

—Pediría otra cosa, y yo me bebería la cerveza —contestó, a la vez que se encogía de hombros.

El joven era atractivo, no había que mirarlo dos veces para notarlo, acompañaba su tez morena y brillantes ojos castaños con una bonita sonrisa que nunca dejaba de lucir… Pero Gaia encontraba algo en él, algo que no hubiera podido explicar, que le impedía mirarlo como algo más que un hombre amigable con el que había entablado conversación. ¿No era su tipo? ¿O quizás seguía pensando en el protagonista de su novela, con sus mágicos ojos violetas y cabello del color del alquitrán, y eso no le permitía admirar la belleza terrenal de otros hombres?

Sonrió ampliamente cuando ella dio un largo trago a su vaso.

—¿Cuál me dijiste que era tu nombre?

—No lo dije. —Ella ocultó su sonrisa detrás de un sorbo de cerveza.

—¿Entonces…?

—Gaia, mi nombre es Gaia.

—Evan. —Extendió la mano.

Tuvo la tentación de reír ante lo solemne del gesto, pero él se movió con tanta naturalidad que no pudo menos que devolverle el apretón.

—¿Y qué haces por aquí? No parecías muy cómoda bebiendo sola.

—Pues no, estos no eran mis planes para un miércoles por la noche. Pero mi amiga —señaló con la cabeza a Petra, que en ese mismo momento los observaba desde donde estaba. Apartó la mirada cuando la descubrieron espiando— trabaja aquí y tuve que salir a socorrerla, olvidó el móvil en casa... ¿Y tú? ¿Cuál es tu historia? Tampoco tienes el aspecto de los que salen a tomar, solos, un día de semana.

—¿No? ¿Y qué aspecto es ese?

Miró alrededor del bar, hasta que descubrió lo que buscaba. Un hombre de mediana edad, sentado en una mesa apartada, con la cabeza baja y perdido en su bebida. ¿Se había quedado dormido?

—Ese. —Señaló con la cabeza al tipo, Evan lo miró y sonrió.

—No te creí tan prejuiciosa. Pero tienes razón, vine por trabajo.

—¿Trabajo? No sabía que trabajaras aquí. —Y Petra tampoco parecía saberlo.

—No lo hago, pero estoy esperando una llamada.

Las cosas se ponían cada vez más extrañas. ¿Una llamada? ¿En un bar? Ahora temía que fuera alguna especie de narcotraficante o algo por el estilo, aunque no tenía el aspecto de alguien que pasara droga u otro producto ilegal. Pero ya dejamos en claro que se le daba fatal juzgar a las personas y, si lo pensaba bien, el aspecto de niño bueno era la coartada perfecta para que no lo descubrieran…

Evan la sorprendió con una clara y fuerte risa.

—No estoy metido en nada ilegal. —Ante el horror de su expresión, agregó—. Y tampoco te haré nada, puedes estar tranquila.

—No estaba pensando en eso… —El asunto de la telepatía ya comenzaba a asustarla.

—Eres un libro abierto, ¿te lo han dicho? Es demasiado fácil leer tus expresiones. Me agrada. —Ella sonrió, no muy segura de si estaba conforme con eso, ¿era tan fácil para un extraño saber lo que pasaba por su cabeza? Debía trabajar sus expresiones.

En el bolsillo de Evan vibró un teléfono, su sonrisa desapareció cuando vio el nombre en la pantalla.

—El deber llama. Un placer conocerte, Gaia. —Y así como había llegado, se fue.

«Que hombre tan extraño», pensó.

Ordenó otra cerveza, y luego otra, y otra más, hasta que en algún punto se olvidó de que quería volver a casa. Petra le sonreía cada vez que destapaba una nueva bebida y la deslizaba hacia ella, feliz de que su amiga por fin saliera de las cuatro paredes que constituían su hogar.

Cuando comenzó a sentir que las burbujas le cosquilleaban en el estómago y que su risa salía fácil, decidió que era momento de irse. Miró el reloj en su muñeca, una delicada alhaja bañada en oro que le había regalado su madre al cumplir los dieciocho. 23.20 hs. ¿En qué momento pasó tanto tiempo?

Era hora de irse, pero le aterraba la idea de volver al frío de la calle. Durante su tiempo allí lo había olvidado, pero el solo pensamiento le recordó el frío cortante del aire. Recurrió a toda su fuerza de voluntad, tomó la billetera y el celular y se levantó.

—¡Petra! —gritó por encima de la música.

Creyó que no la oiría entre toda la gente, pero en unos segundos apareció frente a ella con un puchero en los labios.

—¿Ya te vas?

—Sí, estoy cansada y mañana debo despertarme temprano. ¿Con quién regresas?

Por lo general las calles de Helios, un pueblo con no más de diez mil habitantes al oeste de Trinacia, eran tranquilas. Más de una vez las mujeres y hombres daban un paseo a altas horas de la noche, y eran más comunes las bicicletas que los vehículos para trasladarse, pero había algo en esa noche que a Gaia le daba un mal presentimiento. Además, acostumbrada a la vida de Eos, la ciudad de sus padres, llevaba la desconfianza como una segunda piel.

—Paris me lleva. —Sobre la extraña sensación que estaba creciendo en su estómago, sonrió. Esos dos terminarían juntos, lo sabía.

—Directo a casa, jovencita. No quiero desvíos en el camino, ¿entendido? —Petra rio.

—Que no se te olvide quién es la mayor, mocosa.

—Pero soy la más responsable. Así que, para todo lo importante, soy la adulta a cargo.

—No tengo defensas contra eso.

Una mujer las interrumpió al llamar a Petra para pedirle un trago exótico que Gaia no logró escuchar.

—Tómate un taxi para volver a casa y avísame cuando llegues, están corriendo rumores extraños estos días.

—¿Rumores? —El mal presentimiento se intensificó y la expresión de Petra no la ayudaba a calmarse. La mujer volvió a llamarla, impaciente.

—Mañana te cuento. —Sin una segunda mirada, se fue.

El miedo le atenazaba el estómago, garras heladas que se habían infiltrado en su cuerpo y la paralizaban de forma ilógica. No podía entenderlo, tampoco explicarlo, era como un sexto sentido, una pequeña voz en su cabeza que le exigía quedarse allí y esperar a Petra. Pero era imposible, no podía quedarse allí hasta las tres de la madrugada solo para volver acompañada. Ya era tarde y debía dormir si quería funcionar en el trabajo.

Llamó a un taxi y esperó en la acera, no se arriesgaría a caminar. No era una persona miedosa, para nada, y eso era lo que más le extrañaba. ¿Qué la hacía comportarse de esa manera? ¿A qué se debía ese terror irracional?

Afuera la noche era cerrada, nubes bajas que se mezclaban con la niebla que se formaba durante la noche. Amaba Helios, la tranquilidad que proporcionaba y la paz que solo se vivía fuera de las grandes ciudades, pero desde el primer día odió la niebla, fenómeno infaltable de las noches de invierno y muchas de las de otoño. Se colocó la capucha del abrigo sobre el pelo suelto y metió las manos en los bolsillos mientras lanzaba fugaces plegarias al dios que quisiera oírla para que el taxi no demorara en llegar.

Diez minutos pasaron, que con el frío se sentían como veinte, y el vehículo no aparecía. ¿Cómo podía demorarse tanto en un pueblo que no tenía más de diez kilómetros cuadrados? El frío ya había conseguido borrarle cualquier atisbo de borrachera que hubiera podido sentir, y el sueño estaba logrando enojarla. Dio media vuelta para volver a entrar en el bar, y ahí fue cuando pasó.

Por el rabillo del ojo, a su derecha, captó un resplandor de luz, como un relámpago, que iluminó la noche. Acto seguido, un estruendo proveniente del mismo lugar. Luego, nada. Todo en centésimas de segundo, tan fugaz que cualquiera habría dudado de la verdadera existencia del suceso. Pero ella, no.

Había pocas cosas en las que confiara más que en sus sentidos, y a esa seguridad se sumaba que, justo antes del resplandor, un escalofrío le había recorrido todo el cuerpo, como la electricidad previa a la caída de un relámpago. Su piel estaba tensa, todos los nervios sensibles, y el mal presentimiento que la había acompañado desde que salió de casa se disparó a niveles astronómicos.

Quedó temblando en la oscuridad de la noche, sin saber qué hacer. ¿Debía entrar al bar y olvidar lo que vio? ¿Ir a ver lo que había pasado? ¿Quedarse allí y esperar al taxi? Ninguna opción parecía del todo buena, pero debía tomar una. Miró con miedo y expectativa el lugar del que había venido la luz, sentía en los huesos cómo una fuerza invisible la tiraba hacia allí, una cuerda atada a su estómago que la empujaba a avanzar, pero el miedo lograba mantenerla en su lugar.

Bajo su mirada, una luz mucho más tenue apareció. Luego, el grito de un hombre. Corrió. Y ese fue su segundo, y peor, error.

capítulo 2

Corrió unas cinco cuadras en dirección contraria al departamento, sus zapatillas golpeaban con un sonido seco en el pavimento mientras volaba por la calle, el sudor le corría por la nuca y se congelaba con el aire de la noche. No sabía lo que hacía, su cuerpo había tomado el control y solo días después pensaría en lo ocurrido. Electricidad corría por sus venas, una sensación desconocida que le proporcionaba una mezcla de adrenalina con… algo más, algo que no supo definir.

Se detuvo solo cuando se vio rodeada por la misma luz que había visto antes, ese resplandor rojo-anaranjado que iluminaba la cuadra y venía de todos lados pero de ninguno a la vez. Una vez allí se sintió perdida e idiota, no sabía cómo continuar y comenzó a cuestionar los motivos que la habían impulsado. ¿De verdad creía que alguien corría peligro? Y si así fuera, ¿qué podría hacer ella para ayudar? Con su metro sesenta y dos pies izquierdos, era más probable que tuvieran que pedir ayuda paraella.

Un grito, ahogado por gruesas paredes de concreto, salió de lo que parecía un viejo depósito abandonado. Entre los ladrillos descoloridos crecía el musgo, alimentado por la humedad del ambiente, y las telarañas decoraban los bordes de la puerta y la ventana, ambas tapiadas con maderas y clavos oxidados. A primera vista no parecía existir forma de entrar, pero alguien estaba dentro de ese lugar, así que debía de haber una manera.

Sin saber lo que hacía, se descubrió a sí misma inspeccionando la fachada, buscando algo que le permitiera ingresar. Entonces lo vio. En el extremo izquierdo de la casa la acera descendía unos cuantos centímetros, lo suficiente para ocultar una pequeña ventana cuadrada que quedaba justo por debajo del nivel de la calle, como la entrada a un sótano. Se encontraba entreabierta y había marcas de dedos en el polvo, lo que delataba su uso reciente. A través del cristal opaco y de la pequeña abertura, la luz era más intensa. Sin pararse a pensarlo, tiró hacia arriba el vidrio y se deslizó por la ventana.

Se estarán preguntando quién en su sano juicio entraría (de forma ilegal, debo decir) a un depósito en apariencia abandonado, sin un plan ni nadie que supiera dónde estaba, en medio de la noche y siguiendo el grito de dolor de un hombre. Gaia es la respuesta, aunque por lo general no era tan inconsciente e impulsiva.

Cayó con un golpe seco sobre el suelo, unos dos metros debajo de la ventana. El ruido que provocó con la caída fue tapado por los constantes gritos del hombre, ahora más fuertes y tormentosos. Nunca había presenciado una tortura, pero supuso que así sonaría una persona al ser víctima de una.

No podía ver mucho, no por falta de luz sino por exceso de ella. Lo primero que pensó fue «así debe sentirse pisar el sol», el calor quemaba el aire a su alrededor y la luz era tan intensa que hacía daño, incluso la fugaz idea de haberse metido en un horno industrial pasó por su cabeza.

Pasaron unos cuantos segundos hasta que el calor la obligó a abrir los ojos, su sentido de supervivencia trabajando más rápido que su cerebro en un intento por valorar la situación. Sintió un poco de alivio al comprobar que no se encontraba en ningún horno, sino en lo que parecía un sótano o almacén. El lugar estaba lleno de cajas de distintos tamaños, una gruesa capa de polvo cubría el suelo y cualquier superficie plana, y algunas maderas y barras de metal se esparcían por el espacio.

Buscó, sobre su cabeza, la ventana por la que había entrado, y la encontró fuera del alcance de sus manos. Por primera vez en toda la noche su sentido común tomó el control y el temor creció en sus entrañas. Se dio cuenta, demasiado tarde, de que se había metido en una ratonera y no tenía forma de escapar. «Genial Gaia, simplemente genial, siempre nos metes en problemas», pensó con amargura.

Una vez que la adrenalina inicial pasó, solo quedaba pánico. Moriría, moriría en ese estúpido sótano y nadie jamás lo sabría, esconderían su cuerpo y su familia no sabría lo que había ocurrido. No tendría un funeral bonito, sería olvidada y ni siquiera había cumplido los veintitrés años. «Vamos, que no cunda el pánico, tú nos metiste en esto y tú nos sacarás. ¿Cierto? ¿CIERTO? Sí, cierto».

Inspeccionó la habitación en busca de una salida, segura de que debía haber alguna por allí. Y voilá, ahí estaba. Una puerta entreabierta, camuflada con la pared manchada de humedad y medio oculta detrás de dos hileras de cajas apiladas. Por debajo de ella y por la pequeña abertura se colaba un haz de luz, y una voz de hombre llegaba baja desde el otro lado. Caminó hacia la puerta, con el corazón retumbándole en los oídos y el miedo como hielo en las venas. ¿Qué creía estar haciendo? ¿Dónde se había metido? Estaba sola, allanando propiedad privada y siguiendo los gritos de un hombre. Esos pensamientos volvían recurrentes a su cabeza, pero cada vez ella los callaba para concentrarse en cómo salir de allí. Con uno de los pocos atisbos de cordura que tuvo esa noche, supo que debía mantenerse tranquila para pensar.

El calor se volvía más insoportable a cada paso que daba, limpió el sudor de sus ojos y se apresuró a quitarse el abrigo antes de deshidratarse. Una vez que tocó la madera agrietada, ardiente debajo de su mano, supo que no podría detenerse por más que lo quisiera. Sus pies la llevaban hacia adelante, ni siquiera logró frenar cuando se quemó la mano al empujar la puerta, una fuerza magnética la llamaba desde el otro lado de esa pared.

Nunca hubiera estado lo suficientemente preparada para lo que vio.

Evan.

En el suelo, con una herida abierta que cruzaba su abdomen, desde el corazón hasta el ombligo, de la que brotaba espesa sangre negra mezclada con un líquido azul, Evan se contorsiona con una mueca de dolor. Mantenía los ojos cerrados y lo que parecían insultos en un idioma desconocido escapaban de sus labios. Su cuerpo entero estaba cubierto en sudor, pero él tiritaba.

Por si el panorama no fuera lo bastante horrible, una segunda persona se acuclillaba junto a él mientras presionaba parte de la herida con ambas manos, como si así fuera a contener el torrente de sangre que caía y manchaba el suelo. Un hombre. O, por lo menos, eso creyó. Era el contorno de un hombre envuelto en llamas, el fuego se intensificaba allí donde las manos se unían con la herida supurante. Con horror notó que de él brotaba el calor que amenazaba con calcinar su piel.

Aunque lo más coherente habría sido marcharse, rogar porque no la oyeran y escapar de allí como alma que lleva el diablo, fue incapaz de hacerlo cuando vio brotar de la herida lo que parecía una babosa negra con dos hileras de afilados dientes y sin ojos.

Gritó. Dos pares de ojos se volvieron hacia ella, justo después de que el hombre en llamas clavara lo que parecía una daga de cristal azul en la criatura, y eso se desvaneciera en el aire como ceniza en el viento. Lo último que vio antes de desmayarse fue el fuego apagándose.

—¡Gaia! ¡GAIA!

El mundo se había convertido en un zamba, unas manos la tomaban por los hombros y la sacudían. Abrió los ojos, sobresaltada por todo el ruido y movimiento, y volvió a cerrarlos cuando encontró frente a ella a Petra, despeinada y con gesto de “no me hablen, he madrugado”. El día nunca empezaba bien cuando lo primero que veía era esa cara.

—Gaia Kontos, si no apagas ese maldito teléfono juro por mis padres que esta noche no duermes aquí.

Como si fuera una señal, la alarma comenzó a sonar desde la mesita de noche. Sin mirar, Gaia extendió la mano y la apagó. Se dio vuelta hacia el otro lado y trató de seguir durmiendo.

—Ha estado sonando la última media hora, ¿desde cuándo tienes el sueño tan pesado? —Petra se acostó a su lado.

—¿Por qué invades mi cama?

—Porque tu alarma invadió mi sueño, y Athena aprovechó que me levanté para acostarse en mi cama.

La habitación volvió a quedar en silencio, hasta que Petra habló.

—¿Tú no tenías que ir a trabajar?

—¿Qué hora es?

—8.30.

Mierda. Abrió los ojos y saltó de la cama, llegaría tardísimo. Petra gimió, infeliz porque no podía seguir durmiendo mientras su amiga daba vuelta la casa, se sentó y la miró mientras corría por todo el departamento. El cepillo de dientes se mantenía como un cigarro en su boca, mientras ella usaba ambas manos para sacar una remera blanca del armario y buscar en él algún jean…

—En la ropa para planchar. —Como siempre, Petra sabía lo que buscaba.

Corrió hasta la lavandería, aprovechando el tiempo para pasar el cepillo por sus dientes, y sacó unos jeans negros de la cesta de ropa para planchar. Relegó a un rincón de su mente el pensamiento de que el pantalón tenía más ondas que su cabello, ya no había tiempo para plancharlo. Era eso o la ropa de Petra que le quedaba unos dos talles grande.

Caminó hasta el baño mientras se ponía los pantalones, escupió el dentífrico en el lavamanos y recogió rápido su cabello en una coleta alta. Con una mirada resignada notó que su cabello lucía como si hubiera metido los dedos en el enchufe, pero no tenía tiempo para desenredarlo y optó por una coleta llena de nudos. Volvió a la habitación para ponerse las zapatillas, buscar la mochila y un abrigo. Petra había vuelto a acostarse.

—En la heladera hay algo de comida para Athena, pero hay que hacer más. Y sácala a pasear apenas te despiertes si no quieres tener que limpiar el departamento.

—Sí, mamá… —murmuró, ya casi dormida.

—Nos vemos más tarde.

Unos suaves ronquidos llenaron la habitación, era increíble su capacidad para dormirse en medio de una conversación.

Se terminó de poner el abrigo mientras salía de la casa, ya en el pasillo se sentía la diferencia de temperatura con el departamento y todo auguraba heladas durante esa semana.

Bajó corriendo las escaleras y saludó de pasada a la señora Ioannou, una viejita amable que vivía un piso debajo de ellas y cada semana les llevaba un frasco de jaleas caseras. Ya en la vereda, sacó la cadena de su bicicleta y la guardó de forma descuidada en la mochila. El aire era frío pero no tanto como la noche anterior y, aunque la velocidad convertiría al viento en dagas mortales contra sus mejillas, el ejercicio la haría entrar en calor.

Instigada por la hora y el frío, pedaleó lo más rápido que pudo las pocas cuadras que la separaban de su trabajo, pero en nada la ayudaba el que todas las calles fueran en subida hasta el café. Los negocios comenzaban a abrir, los transeúntes se chocaban en su camino por las aceras y los vehículos avanzaban a paso de hombre por la congestión. A pesar de tener muy pocos habitantes, parecía que los diez mil debían ir al centro de Helios en las mañanas. Era la señal de que estaba llegando más tarde de lo que creía.

Pasó por una escuela y tuvo que esquivar algunos coches mal estacionados de padres que querían dejar a sus hijos en la puerta, sin importar cuántas leyes de tránsito estuvieran infringiendo. Su mal humor iba en aumento y el caos de las calles no ayudaba. Quince minutos después, llegó al trabajo.

Ya veía su carta de despido al contemplar las persianas subidas y los clientes madrugadores detrás de los grandes ventanales, incluso podía escuchar las palabras furiosas de Theodore al verla entrar tarde. Dejó la bici encadenada y vio a Andreus adentro, haciéndole señas para que se apresure.

En cuanto tocó el picaporte de la puerta de servicio algo la detuvo. Se giró hacia la acera de enfrente, vacía. Esa extraña sensación que había sentido la noche anterior de que alguien la vigilaba persistía, incluso pudo sentirlo como una presencia en su nuca durante todo el camino desde el departamento. Pero nadie la seguía en las calles, y allí tampoco.

«Estoy paranoica», pensó, pero el miedo no se iba. Por mucho que quisiera convencerse de que eran puras imaginaciones, un miedo irracional le helaba los huesos, igual que había sucedido la noche anterior. Echó un último vistazo a la acera de enfrente y se giró para entrar, yendo en contra de sus instintos más primitivos al darle la espalda a su alrededor.

—¡AH!

Saltó hacia atrás del susto, con el corazón a punto de saltar de su pecho y los nervios a flor de piel. Un pequeño gato negro la miraba desde la puerta del café, y lo digo realmente, la miraba con unos grandes ojos del color de los zafiros, extraños para un felino. Respiró dos veces para tratar de calmarse, diciéndose a sí misma que su inmovilidad no era para nada extraña, ni el hecho de que pareciera evaluarla. Esperen un momento…

—A ti te conozco, ¿cierto?

Como única respuesta, el animal se paró y caminó calle abajo meneando la cola. Pero sí, estaba segura de que era el mismo gato que había visto la noche anterior, espiándola sobre un cubo de basura. ¿Espiándola? No, los gatos no espían. Pero, ¿qué hacía allí? No parecía callejero, estaba demasiado limpio y bien alimentado.

«Quizás es de alguien y se escapó. Los gatos hacen esas cosas, Gaia. ¿Ahora puedes entrar antes de que nos echen?», por única vez, admitió que su consciencia tenía razón. Estaba jugando con su suerte al llegar tan tarde y su jefe no era conocido por ser paciente. Entró y se colocó el delantal colgado junto a la puerta.

—¿Qué te pasó? —preguntó Andreus, inspeccionándole la cara cuando llegó a su lado.

¿Se refería a la tardanza o a la mala apariencia que traía?

—Me quedé dormida, no escuché la alarma y Petra me despertó. —Los ojos de él se iluminaron.

—Es un ángel. —Desde que la conoció, una mañana que fue a desayunar al café solo porque “se sentía sola en el departamento”, Andreus proclamaba su amor a los cuatro vientos.

—Sí, un ángel caído.

—Ey, serás mi amiga, pero no permitiré que hables así de mi futura esposa.

—¿Qué te he dicho de beber tan temprano?

—Niega lo inevitable, pero estamos destinados a estar juntos.

—Sí, claro… —Miró alrededor, buscando con la mirada un conocido cabello negro veteado de gris—. ¿Theodore notó mi tardanza?

—No, cuando llegó le dije que estabas en el baño, y desde entonces se ha encerrado en su oficina.

—Muchas gracias. —Ahora sí podía respirar tranquila.

—No me agradezcas tan rápido. Según lo que él sabe, estás descompuesta del estómago y es mejor no entrar al baño detrás de ti.

—¡Andreus! ¿No podías ser más, no sé, sutil? —Movió la mano, restándole importancia al asunto como si espantara una mosca.

—Mañana no lo recordará. Ese hombre tiene cosas más importantes de las que ocuparse que tus problemas intestinales. —Ella hizo una mueca de asco—. Y, Gaia…

—¿Qué?

—Lávate la cara. —Hizo una seña sobre la comisura de su boca, donde al parecer le había quedado dentífrico. Gaia corrió al baño.

Solo entonces, más tranquila y sin el miedo de ser regañada por su jefe, sintió el agudo dolor que se había asentado en la parte trasera de su cabeza, una molestia punzante que nacía unos centímetros por encima de la nuca y le atravesaba el cráneo. Trató de ignorarlo, probablemente un producto del cansancio, y echó agua fría sobre su rostro antes de mirarse en el espejo. Profundos círculos oscuros debajo de sus ojos, labios resquebrajados por el frío y lagañas en los lagrimales (que no había alcanzado a lavar en el apuro por llegar a tiempo).

Se veía fatal, y un poco lo esperaba. ¿Cómo se le ocurrió salir un día de semana? Bueno, lo cierto es que a ella no se le ocurrió, pero debió haber continuado con su simple plan de tres pasos: llegar, entregar móvil, regresar. No importaba lo joven que fuera, necesitaba dormir, siempre lo había necesitado. Nadie más que ella sabía que no funcionaba con solo unas pocas horas de sueño, ahora tendría que pagar las consecuencias de haber salido de su sagrada rutina.

Cuando volvió, un café la esperaba junto a la caja.

—Desayuna algo, yo te cubro hasta que termines —dijo Andreus al pasar por su lado, caminó con una sonrisa hacia una mujer con traje de oficina que acababa de entrar.

Gaia no pudo evitar sonreír, ese chico era un sol. Tomó el café y entró en la cocina, donde fue recibida por la amable sonrisa de Colette.

—¿Noche dura?

—Bastante tranquila, la verdad. —El dolor de cabeza no decía lo mismo—. Pero no estoy acostumbrada a dormirme tarde. —Colette la miró con una ceja levantada— Sí, sí, lo sé, no hace falta que lo digas.

—Yo no dije nada. —Levantó las manos, inocente.

Colette era una atractiva treintañera, madre de dos hermosos niños que a veces debía llevar al café por cambios en los horarios de su marido. Esos eran días en que había que luchar para sacar a Gaia de la cocina, esos niños tenían algo que la hipnotizaba. Tan educados, tan cariñosos, igual de dulces que su madre, uno a veces no podía creer la corta edad que tenían.

Andreus apareció por la ventana que conectaba la cocina con el café, dejó pinchado un pedido y tocó la campanita.

—¿Hay mucha gente?

—No, y puedo manejarlo. Desayuna tranquila. —Volvió a desaparecer.

Tomó el café de a sorbos, ansiosa por terminar pero incapaz de beberlo de un solo trago por la temperatura que amenazaba con quemarle todo el esófago.

—Toma, come. —Colette dejó un sándwich de pan tostado frente a ella que sabía aún mejor de lo que lucía.

—¿Qué haría sin ustedes? —habló con la boca llena.

—Te habrían despedido hace tiempo.

Y tenía razón. Sin ellos cubriéndola con cada tardanza, o conteniéndola para que no saltara a la yugular del jefe, la habrían despedido antes de empezar. Incluso dependió mucho de ellos en sus primeros meses, cuando aún no sabía ubicarse entre las calles serpenteantes y no conocía a nadie en Helios.

La mañana fue tranquila, para alivio de Gaia y su resaca. Era fin de mes y los clientes solían decaer, esos últimos diez días en los que no se recibían más de veinte personas por turno. Solo se mantenían las personas usuales, los “fieles” como los empleados los llamaban en secreto, aquellos que trabajaban cerca de allí y hacían una parada obligada en el café cada mañana.

Tuvo tiempo suficiente para hablar con sus compañeros y Theodore no salió en todo el día de su oficina, lo que de por sí era un alivio. Podría decirse que una buena mañana, bastante normal, a excepción de esa sensación que no podía quitarse desde la noche anterior, como un aceite impregnado en su cuerpo. Más de una vez volteó hacia el ventanal que daba a la calle, pero nunca había nadie allí.

A las cinco de la tarde llegaron los reemplazos y Gaia aprovechó para salir tan rápido como pudo. Estaba cansada, necesitaba llegar a casa, tomar un analgésico y descansar lo que no había podido la noche anterior. Andreus salió, mochila al hombro, cuando ella sacaba la cadena de su bicicleta.

—Mierda, tienes una cara terrible.

—Estoy agotada. —Él miró la bicicleta, contrariado.

—¿Quieres que te lleve? Puedes venir caminando mañana y te vuelves en la bicicleta.

—No, gracias. Mañana tengo el día libre y no quiero que la bici quede aquí durante dos días.

—¿Cómo hiciste para que te lo dieran? Con todas tus tardanzas yo te haría trabajar más horas, no menos.

—Ventajas de tener una buena relación con el jefe.

Mentira. Era la que peor se llevaba con el dueño, pero su mala relación no impedía que Theodore cumpliera con los derechos de sus trabajadores. Se podía decir muchas cosas del viejo amargado, pero había que reconocerle estar en todas las de la ley.

—Seguro, a ver cuándo le hablas bien de nosotros.

—No lo sé, ¿ustedes qué me darán a cambio?

—¿Salvarte de sus regaños no es suficiente?

—Puede ser, puede ser… Lo pensaré.

Su celular comenzó a sonar, el ringtone de una película animada se oía apagado a través de la tela. Gaia rebuscó en su mochila, el simple sonido acentuaba su migraña y tuvo que luchar para encontrarlo entre todas las cosas que tenía.

—¿Hola?

—Gaia, ¿dónde estás? —Petra se oía preocupada, demasiado seria. Gaia se tensó.

—Saliendo de trabajar, ¿qué pasó? —Andreus comenzó a prestar atención en cuanto escuchó la preocupación en su voz.

—Tenemos un problema. Apúrate.

—Voy para allá.

Cortó y metió el celular en la mochila bajo la mirada imperiosa de Andreus. Esperaba que le dijera qué había pasado, pero lo cierto es que ni ella lo sabía.

—¿Pasó algo?

—No lo sé, debo irme.

—¿Segura que no quieres que te lleve? Irás más rápido y siempre vienen bien un par de manos extra.

Lo pensó durante unos segundos, pero al final comprendió que no sería conveniente. Él tenía razón, quizás su ayuda les vendría bien y, definitivamente, iría más rápido en el auto. Pero no sabía qué era lo que estaba pasando, ni si a Petra le haría gracia que involucrara a alguien más en el “problema”. No. Si necesitaban ayuda, siempre podrían llamarlo después.

—No, no, gracias.

—Avísame si necesitan algo, cualquier cosa.

Con un último asentimiento, subió a la bicicleta y puso rumbo a su casa, con cada pedaleada se alejaba más del café y de un preocupado Andreus que la miraba desde la acera.

El camino de regreso se hizo más corto y menos agotador, o quizás fue su apuro por llegar al departamento. Pasó como un rayo por las calles de bajada, esquivó a los pocos autos que daban vueltas y evitó los semáforos. Llegó en poco menos de diez minutos al departamento, pero eso no le quitaba el terror que sentía por lo que estuviera ocurriendo y el pensamiento de que en diez minutos muchas cosas podían ocurrir.

Cuando dejó la bicicleta tirada de cualquier manera en la acerca, no pensó en la desconfianza y la inseguridad que vivió toda su vida en Eos, tan solo tenía cabeza para poner un pie delante del otro y correr por las escaleras hasta el tercer piso.

Suspiró de alivio al llegar, jadeando, a la puerta del departamento. Casi esperaba verlo en llamas, o a la policía en la puerta, pero no, una profunda tranquilidad se asentaba en el pasillo y lo único que hacía eco en las paredes de ladrillo gastado era su respiración superficial en el intento por tomar aire. Lo que fuera el “gran problema” que señaló Petra, no llegaba a traspasar la puerta.

Pegó el oído a la madera, pero nada. Ni un solo ruido dentro de la casa, ni siquiera los ladridos de Athena o la música a todo volumen que Petra solo podía reproducir cuando se quedaba sola... Algo no andaba bien.

Abrió despacio, temía lo que fuera a encontrar detrás de esa puerta, las posibilidades pasaron como flashes por su cabeza en esos cortos segundos en que tardó en entrar, incluso consideró la idea de encontrarse con el escenario de un homicidio. ¿Cuál era el número de la policía? ¿Y de los bomberos? ¿Por qué nunca anotaba esas cosas?

La luz estaba encendida y, luego de un rápido escaneo al living-comedor, sonrió al encontrar lo que había causado el horror de su amiga.

—¡Vanko!

Saltó encima del hombre acostado en el sillón, quien jadeó cuando todo el peso cayó sobre él. Athena ladró.

—Enana… También te quiero, pero estás dejándome sin aire.

Gaia apoyó las manos en su pecho para levantarse y se acomodó para quedar sentada en su estómago, imposibilitándolo aún más para respirar. A él le bastó un solo movimiento para dejarla en el suelo, donde Athena se le acercó para lamerle la cara, tal como siempre hacía con Petra... ¿Y Petra?

—¿Dónde está tu hermana?

—Desapareció en la cocina hace unos veinte minutos, me dejó aquí con la perra y el televisor encendido. Si me preguntas a mí, es mucho mejor compañía de lo que ella podría serlo.

Sonrió ampliamente, ese tipo de sonrisa que derretía corazones y le permitía conseguir lo que quisiera. Era una sonrisa contagiosa, de las que te hacían desear hacer cosas para mantenerla.

Gaia quería sentarse con él y conversar durante horas, recuperar el tiempo perdido. Vanko se había marchado de Eos, capital de Aretusa y ciudad en la que aún vivían sus familias, un año antes de que ellas se decidieran por el frío aire de Trinacia. Con todas sus pertenencias apretadas en una pequeña maleta, un día tomó un tren transnacional que lo llevó a Alcíone, la ciudad-estado más grande y húmeda de todo Nuevo Grecia. Habían pasado dos años desde la última vez que lo había visto, y moría de ganas por preguntarle sobre su vida, cómo le iba en Alcíone, qué hacía allí, cuánto tiempo se quedaría, si sabía algo de todos en Eos… Pero tenía una prioridad y primero debía atenderla, luego tendrían tiempo de ponerse al día.

—Ponte cómodo, ya regreso. —Aunque decirlo estaba de más: se había descalzado y se lo veía bastante cómodo, recostado en el sillón y viendo un partido de fútbol.

Al entrar en la cocina lo primero que encontró fue un campo de guerra y a Petra teniendo un ataque de histeria. Harina sobre la mesa y parte del suelo, grajeas de colores esparcidas por doquier, chocolate derretido sobre la cocina. Alcanzó a ver gelatina enfriándose sobre la encimera, masa para galletas estirada sobre la mesa y un fuerte olor a bizcochuelo salía del horno. Allí, en medio del caos, estaba Petra, concentrada en cortar cada galleta y ubicarlas con precisión en la bandeja.

Gaia suspiró y pensó rápido en una forma de apaciguarla, su amiga solo cocinaba cuando estaba molesta, preocupada o muy estresada, y esos eran momentos en que lo mejor era dejarla sola.

—Veo que la llegada de tu hermano fue bien recibida. —Bromeó desde la puerta, a una distancia prudente de Petra y los cuchillos.

—Ese maldito bastardo, solo quiere complicarme la vida —murmuró, mirando con odio la masa estirada.

A diferencia de ella, Gaia adoraba a Vanko. Lo recordaba como el joven siempre cariñoso y atento, como el que la cuidaba y en cada ocasión sabía qué decir al verla triste, el que la trataba como una pequeña hermanita más, si las relaciones de hermanos fueran como las dulces de las películas, claro. Porque lo cierto es que siempre se comportó con ella mucho mejor que con su verdadera hermana, con la que peleaba cada vez que se veían.

Para su relación de animadversión fue un alivio cuando él se fue de la casa de sus padres, un respiro para todos los miembros de la familia que debían soportar los gritos de ambos como el pan de cada día. Desde que Gaia tenía memoria, mantenían esa relación fraternal de amor-odio que solo los hermanos pueden comprender: eran capaces de dar la vida por el otro, pero no soportaban pasar más de dos días juntos. Para ella, en cambio, Vanko era el hermano que nunca tuvo... Aunque el hecho de no vivir juntos, y no ser verdaderos hermanos, debe haber influido enormemente en su buena relación.

—¿Sabes a qué vino?

—No tengo idea, necesitaba escaparme hasta que llegaras. —Los tres sabían que Gaia era la mediación entre ambos, que si ella no estaba presente probablemente una simple conversación terminaría con uno de los dos muertos.

—Bueno, por lo menos tu escape fue productivo —comentó mientras robaba un pedacito de masa de galletas—. Vamos Petra, anímate. Es tu hermano y no lo ves desde hace más de un año… —La idea no parecía convencerla—. Además, por tu trabajo no tendrás que pasar demasiado tiempo con él.

No respondió, ni siquiera la miró mientras terminaba de cortar las galletas y dejaba la bandeja sobre las hornallas apagadas. Las metería al horno cuando sacara el bizcochuelo, al que probablemente le quedaba aún unos cuantos minutos para terminar de cocinarse... Haciendo cálculos mentales sobre tiempo y proporciones, trataba de calmarse. Gaia tenía razón, lo sabía. Hacía demasiado tiempo que no veía a su hermano y lo extrañaba (aunque nunca lo fuera a admitir), echaba de menos incluso las peleas con él.

El principal problema fue el shock inicial, el verlo allí parado frente a su puerta, invadiendo su pequeño mundo después de tanto tiempo, eso fue lo que la llevó a una crisis. Pero no era tan malo, podría soportar los días que se quedara, le mostraría el pueblo y el bar, y sabía que Gaia estaba más que feliz de verlo. Pues bien, entonces que ella se hiciera cargo.

—Tú lo entretendrás mientras esté aquí, así yo podré escapar. —Suspiró cuando a su amiga se le iluminó el rostro con una sonrisa—. Vamos a revisar que ese idiota no haya quemado el living.

Vanko había dejado de ver la televisión cuando el partido terminó, en ese momento solo se reproducía como música de fondo la repetición de las mejores jugadas. Cuando Petra y Gaia aparecieron en el living, lo encontraron sentado en el suelo mientras acariciaba a Athena, quien se había echado sobre su espalda y movía la cola.

—Perra traicionera —murmuró Petra.

—Hermanita… —Mirándolas por debajo de sus gruesas pestañas, utilizó su sonrisa irónica para poner a Petra de los nervios. A Gaia le hubiera encantado que pusiera las cosas más fáciles—. Sabía que mi llegada te emocionaría, pero no creí que tanto como para cocinarme.

—Uno de los postres está envenenado, pero no te diré cuál. Yo que tú, tendría cuidado.

Vanko solo rio, un sonido fuerte que resonó en el departamento e hizo que Athena lo mirara. Se levantó del suelo y tomó asiento en uno de los sillones, con ellas sentadas en el de enfrente.

—Ya había olvidado lo mucho que odio tu risa —dijo Petra con una mueca.

—Por suerte, a Gaia le encanta. —dijo él, guiñándole un ojo, y Gaia sintió la mirada de odio de su amiga cuando rio ante el comentario.

—Que no se te suban los humos, Baros.

—Lo siento chicas, saben que la honestidad es mi peor defecto. —Acompañó el comentario con una sonrisa que habría puesto de rodillas a cualquiera… pero no a ellas. Petra solo simuló arcadas y Gaia era totalmente inmune al “efecto Vanko Baros”. O, bueno, lo era en ese momento.

Efecto Vanko Baros: dícese de la condición que afecta a cualquier mujer (u hombre) que es sometida a los encantos del susodicho.

Población afectada: en su mayoría mujeres (no excluyente), de entre 18 y 35 años.

Síntomas: sudoración excesiva, inicios de taquicardia, nerviosismo crónico y complicaciones en el habla. Ante comienzos de enamoramiento u insana obsesión consulte con su amiga más cercana.

—¿Por qué estás aquí, Vanko? —Petra lo miraba con suspicacia, sospechaba que la llegada inesperada de su hermano no auguraba nada bueno.

—¿Acaso no puedo venir a visitar a mi hermanita preferida?

—Soy tu única hermana y no, no puedes, mucho menos sin avisar.

—Creí que la sorpresa iba a gustarte…

Aunque trataba de mantenerse alegre, algo había cambiado en él, algo que solo en ese momento ambas notaron. Debajo de su sonrisa y fachada despreocupada, estaba nervioso. Lucía descuidado, el cabello castaño le caía sobre los ojos, más largo de lo que nunca lo había tenido, una barba incipiente le cubría la mandíbula y su rostro portaba una palidez insana, que contrastaba con las círculos violáceos debajo de sus ojos.

—Vanko, ¿pasó algo? —Por primera vez, Petra demostró preocupación por su hermano.

—No, no pasó… —Lo interrumpió antes de que pudiera continuar.

—Porque sabes que puedes decirme, ¿no? Aunque no te soporte el noventa y nueve por ciento de las veces, sigo siendo tu hermana. Puedo ayudarte.

—¡Que no me pasa nada, Petra!

Ella se sobresaltó, el arrebato de su hermano la había tomado desprevenida y ahora lo miraba con sorpresa. Vanko nunca le había hecho daño ni a una mosca, sus peleas no iban más allá de los gritos e insultos, y la que siempre atacaba con más fuerza era ella. Gaia lo recordaba como el alegre y despreocupado hermano mayor de su mejor amiga, el que las ayudaba para escaparse e ir a alguna fiesta, el que siempre les conseguía alcohol y las vigilaba para que nada ocurriera. Pero ahora lucía cansado, nervioso y preocupado, para nada como ese joven.

Apoyó los codos en las rodillas y la cabeza en las manos, masajeándose las sienes. Suspiró, sin mirarlas, como si el solo hecho de levantar la vista lo agotara.

—Lo siento, estoy… Estoy cansado, fue un viaje largo y casi no he dormido.

Ninguna de las dos le creía, pero a Gaia le partía el corazón verlo así. Petra lo miraba con desconfianza mientras ella se levantaba y tomaba asiento a su lado. Puso la mano en su espalda y lo acarició entre los omoplatos, un masaje circular con el que trataba de liberarlo de la presión que estuviera sintiendo. Él levantó la cabeza y le sonrió, un gesto cansado que no le llegó a los ojos.

—Nos encanta tu visita, Van