¿Qué es ser un ser humano? - Javier Aranguren Echevarría - E-Book

¿Qué es ser un ser humano? E-Book

Javier Aranguren Echevarría

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Para algunos el ser humano es una especie más entre tantas otras. Reducido a la condición de animal, evolucionado cuando no máximamente dañino, sólo sería otro eslabón en el proceso evolutivo, sin trascendencia. Defender su superioridad sería caer en especismo, un modo insidioso de creerse superior. La moral, la dignidad, solo serían superestructuras culturales, ficciones. Para otros lo despreciable es justamente la condición biológica. El ser humano sería un 'yo' interior que se sirve de un cuerpo, ajeno a su verdadero ser, que debe encontrarse libre de cualquier condicionamiento natural mientras decide quién quiere ser. Los humanos son inventos de la decisión humana: cultura, no naturaleza. En este ensayo, fruto de casi treinta años de docencia, el autor tiende puentes entre ambas doctrinas proponiendo un punto medio –la naturaleza cultivada, la artificialidad natural, la excentricidad– que explique qué es ser un ser humano.

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JAVIER ARANGUREN

¿QUÉ ES SER UN SER HUMANO?

EDICIONES RIALP

MADRID

© 2024 byJavier Aranguren

© 2024 by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid

(www.rialp.com)

Preimpresión: produccioneditorial.com

ISBN (edición impresa): 978-84-321-6625-9

ISBN (edición digital): 978-84-321-6626-6

ISBN (edición bajo demanda): 978-84-321-6627-3

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

A Czesława Kwoka y las mártires anónimas.

A las niñas de Dorothea Rescue Centre. A los niños de Kwetu Home of Peace, en Nairobi (Kenia), con el deseo de que tengan una vida buena.

ÍNDICE

Introducción

I. ¿Qué es un cuerpo vivo?

1. Lo que son las cosas que son

a) El cambio y las estrellas

b) Rotuladores, gatos y lugares

c) Papeles, jinetes y materias imposibles de pensar

2. El mundo fabricado, el mundo vivo

a) Lo artificial de la cultura

b) La naturaleza viva

3. Pruebas de vida

a) Automovimientos radicales y discretos

b) Cuanto más vivo, más uno

c) Intimidad: el ‘dentro’ del viviente

4. Definición de alma

a) Jugando con las siglas para destacar la forma

b) Identidad que configurando crea

c) Las causas del ‘David’

5. Dualismo e identidad (también sexual)

a) Extraterrestres y Descartes

b) «Sangre, carne, huesos, venas y partes semejantes»

c) Los nuevos dualismos de la postmodernidad

II. Sensibilidad y cultura

1. Sobre la experiencia del mundo

a) El límite y el sobrante formal

b) Sensibilidad y circum–mundo, o qué le importa a un animal

2. La caricia y el cocinado

a) Identificar la realidad: objetos, operaciones, facultades

b) Caricia, intimidad, afecto: a vueltas con el tacto

c) Cultura que se come, naturaleza que se cocina

d) Buen gusto, normas de educación y fiesta

3. De rastros, melodías y colores

a) El olvido del olor

b) Animal que habla, animal que escucha

c) Lenguaje que oculta, silencio que grita

d) Cuando se ve lo visto: praxis

4. Una conclusión que es una tesis

a) ¿Podemos saltar sobre nuestra propia sombra?

b) Ecología mundana vs. ecología humana: una paradoja

III. El mundo interior

1. Percepción: la construcción de la realidad

2. Sentido común: un límite de la neurociencia

a) Diversos sentidos del ‘sentido común’

b) Neurociencia y psicologismo: ¿hay un más allá del cerebro?

3. El mundo imaginado

a) Desmaterializando

b) ¿Quién puede ser creativo?

4. Memoria, identidad personal y reconocimiento

a) La auténtica isla del tesoro

b) Ejercicio memorístico y etapas de la vida

c) ‘¿Quién soy?’: memoria e identidad personal

d) Nostalgia y filiación divina

5. La inclinación hacia el futuro

a) Suponiendo lo que se avecina

b) Planes, proyectos y crecimiento

c) Anhelo, acción, problemas

IV. Conocimiento, persona, voluntad

1. El experimento de Avicena y la pequeña Keller

2. Distintas caras de la inteligencia

a) El cajón y la luz

b) En presencia de la presencia mental

c) Esa parte de ti que no muere nunca

d) Inteligencia y persona

3. Despertar y dejar ser

a) Lo ideal y lo concreto

b) ‘Dejar ser’. Breve reflexión sobre el aborto

4. Historia de la voluntad

a) Voluntad clásica, o del deseo

b) Voluntad moderna, o de la violencia

c) Voluntad en el cristianismo, o del amor

5. Dinámica de la voluntad

a) El ser que dice ‘sí’

b) Ley, violencia, amor necesario

c) ¿Querer o conocer?

V. Apertura animal, apertura humana

1. Modelos de aprendizaje

a) El conocimiento inconsciente de los animales

b) ¿Por qué leer Madame Bovary?

2. Romper el círculo

a) Centralidad animal y excentricidad humana

b) Mirar desde ninguna parte

3. Rasgos del creador de problemas

a) Capacidad de novedades

b) Apertura vs. perspectivismo

c) Biológico y biográfico: la familia

4. ¿Y si todo esto fuera una gran mentira?

a) Genes y memes

b) Calicles contra bienpensantes

c) Máscaras, teoría de género y evolución

d) Dificultades de los críticos

5. Cambiar de paradigma

a) Situaciones de excentricidad

b) La ambición de Mr. Hundert: magnanimidad y reglamentos

c) Epifanía con carro de compra

6. Conclusión: ¿qué es ser un ser humano?

Bibliografía citada

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Dedicatoria

Índice

Comenzar a leer

Fuentes y bibliografía

INTRODUCCIÓN

Hace unos meses en un programa de radio preguntaban a un filósofo alemán cuál era la pregunta principal de la filosofía. Inmediatamente respondió:

—La pregunta central es ‘qué es ser un ser humano’.

Me hizo sonreír, pues en esos días andaba yo buscando un título para estas páginas, y sin querer me lo había proporcionado.

Algunos dirán que el horizonte de la filosofía es mucho más amplio, que la cuestión antropológica podría considerarse secundaria. Antes estaría el arte de pensar bien, facilitado por la lógica. O la pregunta sobre el ser en general, de la que la antropología es un epígrafe, y que da lugar a la metafísica. O el interrogante sobre Dios, con el que se mide la capacidad de nuestro pensamiento y que afronta las importantes cuestiones del origen y el sentido.

Sin embargo, la pregunta sobre el ser del hombre es determinante, al menos para nosotros. Este libro pretende enfrentarse a ella.

¿Es problemático lo que somos? ¿Acaso no nos basta con serlo?

Parece que no: los seres humanos tendemos a la reflexión. Esa actitud reflexiva en la que nos ponemos al margen del sucederse de las cosas para contemplarlas desde fuera, nos incluye a nosotros como tema. No solo somos lo que somos, sino que intentamos entenderlo. Y dependiendo de a qué conclusiones lleguemos o nos lleven, actuaremos de una manera u otra sobre nosotros mismos, sobre nuestros semejantes y sobre el mundo en general. La crisis ecológica o las injusticias sociales son claros exponentes de lo que aquí se indica.

La pregunta acerca de qué es ser un ser humano recibe hoy respuestas muy diversas, a menudo paradójicas o contradictorias. Unos proponen reducir al hombre a la condición animal. Cierto evolucionismo a menudo presupone que no hay trascendencia alguna en el hombre pues no seríamos más que otra entre las demás especies: el mono desnudo, un eslabón. La misma noción de especie deviene problemática: las diferencias entre unos seres y otros solo son de grado, no esenciales. Si se defiende la superioridad de la persona se pecaría de especismo. Desde esta perspectiva, asuntos como la moral o la dignidad deben entenderse como superestructuras culturales, fabricadas por nosotros, que tienen como objetivo disimular una verdad básica: los humanos son seres instintivos y crueles atrapados en la red de sus pulsiones.

En el extremo opuesto se encuentran quienes desprecian la dimensión biológica e identifican al humano con el yo, una entidad espiritual/mental/interior ajena al cuerpo y, en consecuencia, a la necesidad de los seres naturales. El yo es independiente del cuerpo y debe decidir acerca de la construcción de su propia identidad. Esse est percipi: el ser es lo que cada yo neutral y libre percibe, decide. El yo se autorrealiza desde una perspectiva completamente cultural. Lo biológico o natural serían cadenas impuestas, heteronomía, que ahogan las capacidades creativas del espíritu.

En este trabajo pretendo tender puentes. No por una vocación diplomática, sino porque me parece que en el medio es donde se da el acierto. Me muevo en sintonía con las propuestas de Aristóteles y Santo Tomás, pero también con las más actuales de Plessner, Scheler, Gehlen, Cassirer o Spaemann. El puente principal es que para responder a la pregunta sobre ‘qué es ser un ser humano’ es necesario caer en la cuenta de su condición dehorizonte. El hombre es un cuerpo vivo de alma espiritual. Solo atendiendo a ambas dimensiones en su unidad (inteligencia deseante, deseo inteligente; cuerpo vivo racional) es posible hacer justicia al ser que el hombre es.

Es por tanto fundamental revivir el descubrimiento de la composición hilemórfica en los cuerpos del mundo material, composición que aplica también al ser humano. Sin esa doctrina, clásica y nueva al mismo tiempo pues siempre está por comprender, es casi inevitable el dualismo. Y el problema del dualismo es que consiste en un fallo de lectura acerca de la realidad que impide llegar a puerto. De hecho, es fuente de doctrinas paupérrimas desde el punto de vista intelectual que, sin embargo, dominan el discurso público. Ese es el tema del primer capítulo.

La composición hilemórfica se desvela también fundamental para entender la sensibilidad humana. Ella muestra de forma especialmente significativa la síntesis entre lo material y lo espiritual, entre cuerpo e inteligencia. Al exponer los sentidos se observa con claridad cómo la persona supera en esencia, no solo en grado, la experiencia animal del mundo. La sensibilidad humana, como el hombre mismo, hay que entenderla desde la cultura, lo que obliga a afirmar la paradoja de que, dado su modo de existir, el hombre es por naturaleza artificial. Esta es la temática de los capítulos segundo y tercero.

Pero la sensibilidad no es el último estadio de nuestra actividad como vivientes. Somos capaces de entender el mundo en general y de querer lo que conocemos o la realidad en sí misma. Estas actividades radicalmente diferenciales respecto al mundo animal son el momento idóneo para centrar la mirada en el ser personal: la luz, la fuente y el hontanar desde quien se da la apertura al mundo y el compromiso con él. El capítulo cuarto se centra en estos asuntos.

El quinto retoma la temática de la distinción entre los animales y el hombre. Primero, atendiendo a sus distintas motivaciones a la hora de aprender. Segundo, investigando la diferencia entre centralidad instintiva y excentricidad. Esta expresión recoge nuestra capacidad de mirar desde ninguna parte rompiendo la inclinación natural por defecto que nos dificulta despertar a la realidad. Esa diferencia, además, se da de forma solidaria con la realidad humana, es decir, libremente.

¿Qué es ser un ser humano? es el fruto de los veintisiete años que he dedicado a la docencia. La necesidad de explicar ese asunto me obligó a dar vueltas a estas pregunta una vez y otra. Algunas intuiciones son de los primeros años de mi trabajo universitario, otras se han decantado con el pasar de los cursos, la experiencia, las lecturas y la edad. En muchas ocasiones surgen de la conversación con alumnas y alumnos en clase. Son ellos quienes me han ayudado a entender la filosofía como saber vivo, no como modalidad académica.

En noviembre de 2019 un cáncer de colon me obligó a pedir la baja laboral durante casi un año. Superada la enfermedad me reincorporé de nuevo a mi trabajo docente. No sabía que seguirían las secuelas de la cirugía. Fueron estas las que me obligaron a sacar ‘bandera blanca’ y pedir una baja laboral con visos de ser definitiva. Ese ‘descanso forzoso’ me sirvió de ocasión para sentarme a escribir: los condicionamientos nacidos de nuestra vulnerabilidad pueden convertirse en actos de libertad y vida del espíritu.

Además de a mis alumnos, tengo muy presentes a mis maestros, especialmente los de mis años de formación en la Universidad de Navarra. Y a mis maravillosos colegas de la Universidad Francisco de Vitoria, quienes durante mi enfermedad y baja se han convertido en fortaleza y apoyo, en casa y comunidad.

I. ¿Qué es un cuerpo vivo?

1. Lo que son las cosas que son

a) El cambio y las estrellas

Dirijamos la mirada a nuestro entorno. Llamémosle a este mundo. Cielo y tierra; nubes; piedras y árboles; carreteras, alcantarillas, libros, zapatos; tiempo que pasa, espacio que nos rodea; otras personas, algunas que son importantes en nuestra vida, tantas desconocidas; el reloj, la comida, agua para beber, ruido. Podríamos decir que el mundo es la totalidad de las cosas que existen. ‘Lo que existe’ es lo que los filósofos llaman entes. El ente es lo que es. Por ejemplo, cualquiera de las realidades que se han citado en este párrafo.

Nos rodea el mundo físico, del que nosotros mismos formamos parte, pues somos cuerpos entre los cuerpos. ¿Cómo son estos cuerpos? ¿Hay algo común a todos ellos? ¿Podemos saber de su composición? No me refiero tanto a los elementos químicos que aparecen en la tabla periódica, sino a la cuestión de cómo es posible que en general haya cuerpos.

Los primeros filósofos tenían como meta descubrir el arché. Esta palabra significa principio. De Tales en adelante querían descubrir lo común a los seres del cosmos. Decían que era el agua, lo indeterminado, el espíritu, los números, el fuego, el ser. Todas las respuestas tienen su sentido, y ahondar en ellas es algo que merece la pena. Una especialmente diáfana es la que propuso Heráclito de Éfeso (muerto en torno al 480 a. C.). Este autor defendía que el movimiento es lo común a los seres del mundo físico. Lo decía con una breve frase que ha hecho fortuna: panta rei, todo cambia. Su metáfora sobre el rio es brillante: nadie se baña dos veces en el mismo río porque cuando intenta volver a acceder a él el agua de entonces ya ha pasado, y el bañista es más mayor y no es estrictamente idéntico, y esa nube de antaño no existe más, y…: la inestabilidad de las cosas es tan grande que Heráclito consideraba que eso —ser inestable, es decir, no ser del todo todavía— es la característica más universal del cosmos, es el principio y la causa de todo. La contingencia sería la entraña de la realidad, un fundamento de inconsistencia.

¿Es así? Quizá baste con mirar cualquier foto del lector de hace dos o cinco años. O tratar de recordar lo que entonces pensaba. Con que se asombre de que ese bebé de mofletes hinchados ya no parece estar en ninguna parte y, poco a poco, va repitiendo algunos rasgos del rostro de sus padres. O con que piense qué ha sido de esas amistades que se presumían eternas. De forma bastante menos melodramática basta con seguir durante una semana cualquier aplicación del teléfono móvil sobre el tiempo atmosférico: el cambio climático es el ser del clima. El cambio en general parece aquello en lo que consiste todo.

¿Qué es el tiempo sino cambio? Ayer, ahora, mañana. Pensemos en la noción de instante: el ya, el ahora. ¿Cuánto dura un instante? Nada. Pero, ¿dónde está el ayer, hace una semana, el segundo que acaba de pasar mientras se leía esta frase? Ya han pasado, ya no existen. ¿Y el futuro? Todavía no es. Lo expresó magistralmente Francisco de Quevedo:

Ayer se fue; mañana no ha llegado;hoy se está yendo sin parar un punto:soy un fue, y un será, y un es cansado.En el hoy y mañana y ayer, juntopañales y mortaja, y he quedadopresentes sucesiones de difunto.

Insistió también con otros versos, dedicados a Roma, sepultada en sus ruinas:

¡Oh Roma en tu grandeza, en tu hermosura,huyó lo que era firme y solamentelo fugitivo permanece y dura!

Lo único que no cambia es el cambiar, lo único que no nos deja es el marchar: solamente lo fugitivo, no las grandes construcciones eternas que apenas duraron unos años. ¿Qué somos pues, nosotros y todo cuanto nos rodea, sino instante que pasa, que ya no es lo que fue, que todavía no es lo que será? Pero el instante es casi la nada: tiene la longitud de un punto, en cuanto nace ha perecido (Inciarte, 2004, pp. 83-98 y 99-116). Heráclito parece tener razón. ¿O no?

Cuando se estudia la historia de la filosofía se descubre que frente a Heráclito surgió la figura inmensa de Parménides, quien sostuvo justo lo contrario: el ser es, el no ser no es, el movimiento es tan solo apariencia. Tuvo que llegar Platón para buscar un equilibrio, distinguiendo entre dos órdenes de realidad (el de las apariencias, el de las ideas) con los que trató de dar cabida a ambos pensadores. Aristóteles le cubrió la apuesta, distinguiendo entre el mundo sublunar (el nuestro, caracterizado por la materia, la potencia, la presencia del no ser), y el mundo de las estrellas, un firmamento inmóvil que contemplamos en el cielo. Caer en la cuenta de estas dos dimensiones le llevó a afirmar que

las pocas ideas que podemos alcanzar sobre las cosas celestiales nos dan, gracias a su excelencia, mayor placer que todo nuestro conocimiento acerca del mundo en que vivimos; del mismo modo en que una breve mirada a las personas que queremos es más placentera que el trato relajado con otros asuntos, sin importar su número o su tamaño (Partes de los animales, 644b 32–35).

Pero lo que el lector tiene entre manos no es un texto de historia de la filosofía. La tarea que nos hemos planteado es otra: entender el mundo del que formamos parte para poder así preguntarnos qué significa que nosotros formemos parte de este mundo. Si resulta que este mundo material se caracteriza por estar hecho de cuerpos, y que todos estos cuerpos tienen en común estar sometidos a cambio, parece lógico cuestionarse si hay distintos tipos de cambio y qué significa para las cosas cambiar. Eso será pasar de la observación a la deducción. Luego, cuando tratemos de ordenar y nombrar lo que hayamos descubierto, estaremos en condiciones de buscar la fundamentación de nuestro conocimiento.

b) Rotuladores, gatos y lugares

Pensemos en cualquier cosa. Por ejemplo, un rotulador de los que se usan para escribir en el pizarrón del aula. O una piedra. O un gato. Da lo mismo. El rotulador se encuentra sobre la mesa. El profesor lo agarra, lo destapa, apunta algo en la pizarra, y lo deja sobre la repisa que hay a los pies de esta. ¿Qué ha cambiado? Nos centramos solo en el rotulador. Le han pasado muchas cosas pero, para hacerlo breve, diremos que ha cambiado el lugar. Antes estaba en la mesa, ahora en la repisa. No parece algo demasiado grave, ¿verdad?

Tal vez la respuesta pudiera afinarse señalando que nuestra frase literalmente dice que lo que ha cambiado no es el lugar, sino la cosa (el rotulador) de lugar. El cambio no afecta al lugar, sino al objeto. Basta con pensar en cualquier GPS: esas máquinas indican unas coordenadas que son completamente independientes de los objetos que circulan en ellas. Es el coche el que se va moviendo, las coordenadas permanecen. El movimiento se dice del coche, no de la coordenada. Y el lugar se dice del rotulador, no del lugar. Igual que el peso no es dicho del peso pues los kilos son de paja o hierro, no de kilos.

El cambio de lugar afecta al rotulador, lo caracteriza. Y, sin embargo, es algo que lo afecta de un modo débil o, por usar el término habitual en el idioma de los filósofos, accidental. ¿Por qué? Porque lo que la cosa es, rotulador, se mantiene tanto en la mesa como en la repisa. Hay un sujeto que permanece en ese movimiento, y del que se dice, se predica, ese cambio: el rotulador. No ha cambiado lo que la cosa es, sino el dónde de la cosa (mesa, repisa).

¿Ocurre algo parecido con otras características de los cuerpos además del lugar? Parece que sí. Por ejemplo, pensando ahora en el gato, que nos dará más juego, dicho animal cambia de lugar, pero también de edad (no tendrá siempre tres años), de tamaño (crece), de color (le llegan canas), de postura (se estira, adopta posición de caza) o en sus experiencias (cuenta con cierta capacidad de aprendizaje, con memoria). Todo esto, de un modo más pobre sin duda, podríamos aplicarlo también a nuestro rotulador, pues con el paso del tiempo se va secando, lo sacan del estuche, alguien mordisquea la tapa, sirve para escribir clases de antropología o de fisiología animal, etc.

¿Qué ha cambiado? El rotulador, el gato. ¿Pero cómo ha cambiado? En alguna, o en muchas, de sus circunstancias. Sin embargo, él sigue siendo lo que es. El bebé de los grandes papos es ahora la chica de melena larga, o el chico que juega al rugby en posición de melé, y devendrá en una mujer con la espalda cargada que disfruta con sus amigas haciendo pilates, en un señor casi sin pelo que se apoya cansado en un bastón y dirige desde la barrera las obras que se ejecutan en su barrio. Bebé, joven, adulto, siempre se habla de la misma persona, del mismo sujeto. ¿Cómo llamar al cambio en el que se mantiene lo que algo es pero varían sus circunstancias? Es decir, ¿cómo llamar al cambio que, alterando a la cosa, no altera lo que la define de manera esencial?

La tradición filosófica utilizó este término: cambio accidental. En él distingue dos órdenes de la realidad.

Por un lado,

lo que algo es

. Nos referimos con eso a una dimensión más radical que el lugar que se ocupa, aunque ocupar un lugar (o tener una edad, o un tamaño, o determinada postura) sí sea una característica esencial del rotulador, del gato, de cualquier cuerpo. Eso ‘más radical’ recibe el nombre de

sustancia

. La sustancia se refiere al ser, al sujeto, en el que se dan esos cambios que se han relatado: rotulador, gato, la persona que es primero bebé, luego joven, luego adulta. Se pueden utilizar otros nombres para referirse a sustancia:

esencia

(lo que algo es),

definición

,

naturaleza

(entendida no como un paisaje lleno de árboles y ríos, sino como el principio de operaciones de un ser dado: el gato, por naturaleza, maúlla y trata de cazar ratones), e incluso

sustantivo

(nombre), ya sea este ‘rotulador’, ‘gato’ o ‘Isabel’.

Por otro,

alguna circunstancia de ese algo

: el lugar donde se encuentra, la edad que tiene, los idiomas que sabe… Se trata de características profundamente reales, no de ‘movidas mentales’, que afectan a esa cosa como lo hacen los adjetivos: la califican sin resultar determinantes. El rotulador, ya sea en la mesa o en la repisa o en el bolsillo de un profesor que distraído se lo lleva, es rotulador. Siempre estará ocupando un sitio (pues es un cuerpo material, y la materia ocupa espacio), pero no le resulta determinante qué sitio en concreto ocupa: sea este o aquel, sigue siendo la cosa que es. El lugar concreto donde se encuentra (no el hecho de ocupar un lugar) es una determinación adjetiva de la cosa. Podemos decir también, con la tradición, que es una determinación

accidental

.

Al decir accidental no se entiende esta palabra en el sentido ordinario de accidente, es decir, como el «suceso eventual que altera el orden regular de las cosas» (accidente de tráfico, que se te caiga al suelo la sopera porque tropezaste al transportarla). Tampoco como una «irregularidad en el terreno», tipo río o montaña (accidente geográfico), sino como «cualidad o estado que aparece en algo, sin que sea parte de su esencia o naturaleza» (DRAE).

El cambio accidental, como cuando movemos un rotulador de la mesa a una repisa, ayuda a distinguir dos dimensiones reales en las cosas: la sustancial (lo que es por esencia o naturaleza) y la accidental (lo que califica de algún modo a esa cosa, esencia o naturaleza, como estar aquí o allí). A veces se recuerda que la palabra sustancia (que también se puede escribir substancia) viene de sub–stare, en latín, estar debajo. Si se interpreta desde una perspectiva meramente física, se entiende erróneamente. Piénsese en una cebolla: la sustancia no aparece si se van quitando capas hasta descubrir su núcleo. Quitadas todas las capas ya no queda cebolla. La sustancia no es el cogollo. Sustancia y accidente no son como una persona vestida, como si debajo del abrigo, la blusa, el pantalón, la piel, la carne y los huesos, estuviera lo importante.

Acudamos de nuevo al DRAE. El diccionario define sustancia como el «conjunto de características permanentes e invariables que constituyen la naturaleza de algo». Es sustancial al rotulador ocupar un lugar, tener una edad o un peso. En cambio, no le es sustancial encontrarse sobre la mesa, o haber sido fabricado hace ya tres meses. Toda sustancia tiene accidentes, es en los accidentes, pero ningún accidente particular afecta sustancialmente a esa cosa. A la vez, ser una cosa es ser una sustancia: los accidentes no son por sí mismos: se dan en la sustancia. Lo rojo es del vestido o de la sangre, no de lo rojo. Tampoco se dicen uno de otro: el lugar no es rubio y joven. Estar ahí, el color de su pelo y su edad se dicen de Isabel, que seguirá siendo ella misma cuando cambie de sitio, encanezca, se vaya haciendo mayor.

c) Papeles, jinetes y materias imposibles de pensar

Además del cambio accidental, el que afecta al adjetivo de un nombre, podría ocurrir que cambiara el mismo sustantivo. Es decir, que una sustancia deje de ser y comience a ser otra. Es algo que ocurre constantemente. Si se prende fuego a trozo de papel, el resultado no afecta al lugar, el tiempo o la cantidad de papel que uno tenga, sino al ser papel del papel: deja de ser, se convierte en ceniza. El papel no es ceniza. Lo que define a lo que tuvimos (algo que sirve para envolver, sobre lo que se puede escribir un cuento o las cuentas de la casa) ya no está en la definición de lo que tenemos (una cosa gris que casi es polvo).

Un caso similar mucho más claro es el paso de la vida a la muerte. Por ejemplo, se estrella un pájaro contra una ventana y se le rompe el cuello. Nada de lo que definía al ave (la capacidad de volar, de comer, de poner o fecundar huevos, sobre todo el hecho de estar vivo) queda en el cadáver resultante. Mantiene el color, el aspecto exterior, el peso, pero no es un pájaro.

¿Qué ha cambiado en ambos casos? Puede haber ocurrido algún cambio accidental (por ejemplo, entre el blanco del papel y el gris de la ceniza), pero lo que ha cambiado es el ser de la cosa, su naturaleza, su definición, su esencia: lo que era ya no es, lo que no era empieza a ser. Y como lo que algo es esencialmente lo denominábamos sustancia, en este caso hay que hablar de cambio sustancial.

Surge rápidamente una pregunta: ¿existe alguna conexión entre lo que era y lo que es?, ¿se encuentran ambas realidades enlazadas de algún modo? La experiencia dice que sí. Si al quemar un papel apareciera una flor o una paloma blanca que se echa a volar, hablaríamos sin duda de truco de magia. Nos sorprendería, porque lo segundo no estaba anunciado en lo primero. En cambio, entendemos la relación de continuidad entre papel y ceniza, a la vez que parece claro que el papel no es la ceniza y que no se diferencian entre sí del mismo modo en que el rotulador que está en la mesa se diferencia de ese mismo rotulador en la repisa. En este segundo caso, la cosa es la misma; en el otro es precisamente la definición del ser de la cosa lo que cambia.

¿De qué modo podemos justificar la relación de la ceniza con el papel? A Aristóteles se le ocurrió explicarla por medio de dos palabras: potencia y acto. La hoja es en acto papel y en potencia ceniza, del mismo modo en que el pájaro en acto es potencialmente cadáver. Tan es así que se torna en cadáver si se rompe el cuello y deja de respirar. La distinción de potencia y acto también la podemos reconocer en el nivel accidental del cambio. El rotulador sobre la mesa está en potencia de encontrarse en la repisa: solo necesita que el profesor lo mueva de un sitio a otro.

Estar en potencia es un modo real de ser. Estar en la repisa es una cualidad positiva no actualizada del rotulador; convertirse en cadáver es una cualidad positiva no actualizada del pájaro. Sin embargo, la potencia no conduce al acto necesariamente. Cada uno de nosotros estamos en potencia de multitud de cosas que nunca llegaremos a realizar. Por ejemplo, si vivo en Cuenca durante toda mi vida profesional significa que no podré desarrollar mi profesión en Santiago de Chile, aunque esté en potencia (tenga la capacidad de) hacerlo. Análogamente, cada alumno de la universidad está en potencia (tiene la capacidad) de matricularse en cualquiera de los grados que esa universidad y todas las del mundo ofrecen: son cientos las posibilidades que se abren ante los ojos de un estudiante. Y, sin embargo, se limitará a estudiar un grado concreto, tal vez un máster y un doctorado, e incluso otro grado más, o tres. Pero cualquiera vería ridículo que intentara estudiarlos todos: «¡Ponte a trabajar!», le acabarían diciendo. Y es que el saber ocupa tiempo, y lo adquirimos a pasos, y debemos elegir cómo concretar nuestras capacidades: las potencias son infinitas, los actos serán más limitados pues no nos da ni el horario ni el presupuesto ni las ganas para hacer todo lo que podemos hacer.

La potencia y el acto se dicen de los adjetivos/accidentes y de los sustantivos/sustancias. Me puedo teñir el pelo de verde, o venir de casa a la universidad, o leer o no determinada novela. También puedo empezar a ser o morir.

Además, hay que observar que esos cambios necesitan un sujeto (un sustrato) en el que producirse. En el cambio accidental parece muy claro: no cambia el lugar, sino el rotulador de lugar; no cambia la edad, sino el gato de edad. El rotulador y el gato son los sujetos que sufren o experimentan los cambios. ¿Qué experimenta el cambio de papel a ceniza, de pájaro al cadáver? Parece evidente que ni el papel ni el pájaro pueden ser sujetos de ese cambio porque en el resultado (ceniza o cadáver) ya no hay ni uno ni otro (papel o pájaro). Precisamente lo que deja de ser en el cambio sustancial es el sujeto, la cosa que era. ¿Entonces? Resulta necesario postular que algo tiene que permanecer como base de ese cambio. Si al quemarse el papel no quedara sustrato alguno sobre lo que se diera el cambio, no habría nada, no quedaría nada. Pero de la nada no sale nada. Sin embargo, el papel se quema y aparece la ceniza. Tiene que haber algo que permanezca en ese movimiento. A esto en la tradición filosófica se le ha llamado materia. La materia es el sustrato que permanece en el cambio sustancial. Mejor, es donde se da ese cambio. Quizá un ejemplo sirva para aclararnos.

Tenemos un bloque de arcilla. Se acerca el día de la madre y en nuestro esfuerzo por regalar decidimos elaborar una escultura. Uno es poco habilidoso, de modo que se conforma con moldear algo similar a un cenicero o a un jarrón. Otro, realmente ducho, esculpe la figura de Napoleón a caballo con la bestia sobre sus dos patas traseras y el jinete con la capa al viento. Un tercero, competente también en escultura pero no tan dado a los aspavientos artísticos, prefiere preparar el busto de su madre, de manera que ella pueda colocar su rostro sobre el piano de la esquina del salón. En los tres casos hay un sustrato común: la arcilla. Sin ella no sería posible elaborar ni el cenicero, ni el Napoleón ecuestre, ni el rostro materno. Es la base material de todas esas posibilidades. Sin embargo, al entregar el regalo no se le dice a la madre: «Aquí tienes un trozo de arcilla». Más bien se entrega un cenicero, un Napoleón, un retrato. Es decir, lo que define al regalo no es la arcilla, sino el modo en que esa arcilla ha sido dispuesta que, además, nombra al conjunto. Si en vez de arcilla fuera mármol o marfil, cambiaría la materia del objeto, aunque seguiría viéndose definido por la disposición de esa pieza: como cenicero, como Napoleón o como retrato.

La arcilla tiene la potencia de ser todas esas cosas. En cambio, no se actualiza en todas ellas, sino como una opción concreta, definida. A ese actualizarse se le da el nombre de forma, que es lo que sustancialmente define a la cosa. La forma dispone una materia de tal modo que es cenicero o jinete o rostro; papel o ceniza; pájaro o cadáver. Y la materia puede estar actualizada como alguna de estas cosas y encontrarse en potencia de ser otra. Por ejemplo, si empiezo con la escultura del Napoleón Condotiero pero mi capacidad plástica es más pobre que mis deseos y me queda algo más parecido a un muñeco de Playmobil que a una obra de Bernini, puedo acabar decidiéndome por el retrato y, mejor todavía, por el cenicero: las tres posibilidades se encontraban en el bloque inicial de barro.

Otro ejemplo. En el mundo antiguo a las cartas se les echaban unas gotas de cera, el lacre, sobre los pliegues de la hoja, de manera que la misiva quedara cerrada y solo la pudiera leer el destinatario al romper la cera. El autor del escrito aprovechaba para dejar su huella en ese material todavía blando: con un sello, que podía estar en una barrita metálica o en un anillo, dejaba marcado el remite del envío. Dependiendo de quien fuera quien escribía (el emperador, el jefe, la abuela) quien recibiera el mensaje podía adivinar la autoridad del mismo. La cera podía recibir cualquier sello, pero la clave estaba en qué sello le hubiera sido impreso. A la vez, sin cera el sello era una herramienta inútil, pues él mismo se encuentra en el anillo o en la cera, pero nunca solo. La cera es la materia, el dibujo del sello la forma.

Parece claro que se puede decir que la forma es lo que define el ser de la cosa. Al estar dispuesto de esta manera y no de otra, lo que se regala es cenicero, jinete o rostro, lo que se tiene es papel o ceniza, pájaro o cadáver. En consecuencia, la forma (sustancial) es el acto primero que define a una cosa. He puesto sustancial entre paréntesis porque también se puede hablar de forma accidental: estar en la repisa o en la mesa, mantener una postura corporal u otra, son cambios accidentales de la disposición de la forma de un cuerpo.

¿Cómo definir entonces materia? Si la materia es donde se da la forma, y la forma es lo que define, habría que decir que en propiedad la materia no tiene definición precisamente porque cualquier definición implica una determinada actualización, y el acto es formal. Definir es delimitar, marcar contornos o fronteras, distinguir algo respecto de las demás cosas, destacar. Al disponer la arcilla como cenicero o como jinete la estoy delimitando, la estoy dando una forma en vez de otra. ¿A qué? A la materia. En conclusión, si la materia es donde se da la forma, por sí misma tiene que ser informe; y si dar forma es actualizar de modo que algo sea esto y no otra cosa, entonces la materia es lo contrario al acto, es decir, potencia, y por tanto no es susceptible de definición (acto). «Es lo que sin ser algo, tampoco es nada»; «es casi nada». Podemos decir también: la materia pura (una materia sin ningún tipo de forma) es potencia pura. Y ser potencia pura es indicar que no es nada en concreto, aunque no sea la nada.

—Estás hablando de arcilla en tu ejemplo. Pero la arcilla es ‘algo’. De hecho no es ni mármol ni marfil.

En efecto. El ejemplo tiene ese límite, pues la arcilla es ‘algo’. Y ser algo significa contar ya con cierta actualidad, tener determinada forma: la arcilla no es ni mármol ni marfil. Pero esto en realidad no es un obstáculo. Si alguien quiere pensar verdaderamente qué es la materia prima (o la materia pura, o la potencia pura) basta con que ‘desarcille’ la arcilla, ‘desmarmolice’ el mármol y ‘desmarfilice’ el marfil. Pero cualquiera de estas cosas en realidad solo podrá hacerlas de refilón. Y la razón es evidente: siempre que pensamos, pensamos en algo (solo se conoce si hay algo conocido). Pero ser algo denota acto, es decir, forma. Conclusión: no se puede pensar de modo directo la materia, es un concepto límite para la inteligencia humana.

Que sea límite no significa que sea especialmente profundo o interesante. Más bien al contrario: la materia prima es tan poca cosa que ni siquiera tiene un contenido pensable. Pero esto no supone que merezca nuestro desprecio: la materia es clave, pues sin ella no existirían los cuerpos. Volvamos al ejemplo del regalo. Es posible que decepciones a tu madre si le dices que le regalas un cenicero/jinete/retrato pero que lo tienes en tu cabeza y no lo has ejecutado en arcilla porque la materia te suscita desdén. Sin la materia no hay regalo. Pero tampoco papel, ni pájaro, ni cuerpos, ni realidad material. La materia va incluida en la definición de esa misma realidad.

¿Qué convendría decir entonces? Que la clave no está ni en la materia ni en la forma, sino en el resultado de la síntesis de ambas: el cuerpo. A fin de cuentas, lo que hay son los cuerpos, los que se mueven son los cuerpos, los que cambian de lugar y peso o los que empiezan a ser y dejan de ser son los cuerpos. Lo que existe es materia formalizada, formas materializadas. La idea del retrato de mi madre adquiere realidad si y solo sí la ejecuto en un bloque de arcilla. El mundo físico son cuerpos que están compuestos por materia y forma. En griego a la materia se le llama hyle, que originariamente significa madera, es decir, el material con el que se construye. Por su parte, forma se dice morphe. De la composición de ambos principios, esto es, de la composición hilemórfica, surgen las sustancias, los cuerpos, el ser de las cosas que son.

La forma es el principio que hace que algo sea lo que es; la materia es el principio donde se da el algo; el algo (el compuesto hilemórfico, la conjunción de forma y materia) es el cuerpo, que es lo que hay en la realidad. La forma es el acto de una materia que es la potencia y entre estos dos co-principios acaece lo real. Es importante insistir en esto: son co-principios de la realidad física. Nunca se podrá experimentar forma en estado puro o materia en estado puro, sino cuerpos, es decir, materia formalizada o forma materializada. Dicho de otra manera: todo lo que es, es forma que actualiza una materia. La realidad son los cuerpos que resultan de la composición de materia y forma. Lo real es el compuesto, es decir, los cuerpos. Materia y forma son co-principios de la realidad física.

Analizando los dos tipos de cambio hemos recorrido un primer trecho de camino. Nos ha servido para distinguir lo accidental de lo sustancial y la materia de la forma. También para introducir esos dos términos fundamentales: potencia y acto. Terminemos con un matiz necesario: las nociones de sustancia y accidente no son paralelas a las de forma y materia. La razón es que toda sustancia del mundo material responde a la composición hilemórfica, es decir, está compuesta por forma y materia. En cambio, por definición la forma es lo que se da en la materia, el acto de la materia, y por lo tanto la forma es inmaterial. A la vez las nociones de potencia y acto se aplican en ambas parejas: la sustancia siempre es en acto, mientras que los accidentes pueden estar en acto o en potencia. El rotulador se mantiene en el cambio accidental de lugar, pero si está en la mesa en acto entonces solo está en la repisa en potencia, esto es, como una posibilidad. Una persona puede ser abogado en acto o en potencia (dependiendo de si ha estudiado derecho o no, de que vaya o no a estudiarlo a lo largo de su vida), aunque siempre durante su vida será en acto persona, ser humano.

Ahora podemos seguir avanzando.

2. El mundo fabricado, el mundo vivo

a) Lo artificial de la cultura

Lo que existen son los cuerpos. Son estos los que cambian de modo accidental o sustancial. Son estos los que responden a la composición hilemórfica: en el mundo físico no existe la forma sin materia ni la materia sin forma, aunque seamos capaces de pensarlas por separado (más las formas que la materia, pues podemos definir —señalar esencias—, mientras que la materia carece de definición —es donde se dan las definiciones—, y al no ser en acto ni delimitada no es directamente pensable).

El siguiente paso es obvio: ¿qué tipo de cuerpos existen?

Como filósofos, debemos dirigir nuestra mirada a las diferencias fundamentales. Podríamos fijarnos en otros detalles, tal y como escribe Jorge Luis Borges en «El idioma analítico de John Wilkins» (2004), cuando se refiere a

cierta enciclopedia china que se titula Emporio celestial de conocimientos benévolos. En sus remotas páginas está escrito que los animales se dividen en (a) pertenecientes al Emperador, (b) embalsamados, (c) amaestrados, (d) lechones, (e) sirenas, (f) fabulosos, (g) perros sueltos, (h) incluidos en esta clasificación, (i) que se agitan como locos, (j) innumerables, (k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, (l) etcétera, (m) que acaban de romper el jarrón, (n) que de lejos parecen moscas.

La razón de esta y otras clasificaciones de Borges responde, dice el autor argentino, a que «notoriamente no hay clasificación del universo que no sea arbitraria y conjetural. La razón es muy simple: no sabemos qué cosa es el universo». ¿O sí lo sabemos y Borges exagera?

Miremos en nuestro entorno, ¿qué tipo de cuerpos podemos distinguir? Si apuntamos a lo esencial, y no a la lista de esa enciclopedia china, podríamos señalar lo siguiente: inertes o vivos, por un lado; artificiales o naturales, por otro. Atendamos primero a la segunda distinción.

¿Qué diferencia un cuerpo artificial de uno natural? Hay varios puntos de disparidad, pero uno principal: los seres artificiales, al menos todos los que por ahora conocemos, hacen referencia a la actividad del ser humano. Y existen en relación con las personas. Es decir, los seres artificiales son productos de la cultura humana. Esto es lo principal. Sin la presencia del hombre, los seres artificiales ni están ni se les espera. Las consecuencias de esta afirmación son tres:

Primera, que su ser se lo da su función. Son lo que son en la medida en que funcionan, en que cumplen la finalidad para la que fueron pensados o diseñados, o al menos se encuentran en potencia de cumplirla. Un sillón desfondado, una mesa que ha perdido una pata, la bombilla fundida, son objetos aptos para la basura, para hacer leña, para coleccionar si se quiere, pero ya no son propiamente ni sillón, ni mesa, ni bombilla. Han pasado de objetos a trastos o cachivaches. Al ser artificial es la utilidad lo que lo define y lo caduca. Se habla con frecuencia de la obsolescencia programada: las máquinas son diseñadas de modo que finalice su vida útil antes de que físicamente se rompan. Avanza el software más rápido de lo que tarda en estropearse el hardware, buscando mejoras en la experiencia de usuario que también provocan que la rueda de consumo no se detenga. La máquina que ya no funciona es como la máquina rota, y como mucho tendrá un valor nostálgico o museístico. Los seres artificiales pueden ser superados, quedarse viejos, como tantos gadgets electrónicos que en menos de un lustro desaparecen del mercado porque son subsumidos por máquinas más completas y eficaces (cámara, reproductor de MP3, antes el Walkman, ahora integrados en el teléfono móvil).

Segunda, existen por el hombre y tienen en el hombre su causa. De hecho, cuando el ser humano olvida o abandona los seres artificiales estos se degradan de manera vertiginosa porque les falta toda posibilidad de automantenimiento. Piénsese en la ciudad de Chernóbil, en el norte de Ucrania. Es de sobra conocido el accidente de la central nuclear cercana a ese asentamiento. La fuga de material radioactivo de uno de los reactores obligó a la evacuación de unas 116 000 personas. En la zona de exclusión cercana a la central, a la que está prohibido acceder por el elevado índice de radiación, se encuentra la ciudad de Prípiat. Fundada en 1970 para los trabajadores de la central y sus familias, se construyó pensando en levantar un entorno agradable y arquitectónicamente lleno de detalles y belleza. Contaba con un arbusto de rosas por habitante, anchas avenidas, parques y cafeterías y una gran noria. Era un lugar agradable para vivir que disfrutaba de un clima templado. El 25 de abril de 1986 sucedió el accidente. La ciudad quedó desalojada 36 horas más tarde. En ese breve lapso, cincuenta mil personas abandonaron sus casas y sus cosas, pues no les estaba permitido llevar nada consigo. El lugar es desde entonces una ciudad fantasma. Las humedades han ido devorando los pisos, en los que cuelgan las fotos familiares. En las mesas se ven los dibujos pintados por los niños, algo frecuente en una ciudad con una media de edad en su población de 25 años. Abundan los carritos de bebé, automóviles en las calles, armarios con ropa. La vegetación ha ido creciendo y devorándolo todo: el asfalto, las aceras levantadas, los cristales rotos. El polvo y la suciedad, la fuerza de la naturaleza, cubren las instalaciones. Y el óxido, la humedad, la decadencia. Sin la mano del hombre, Prípiat ha perdido toda la fuerza que la presentaba como el enclave más floreciente de Ucrania: yace degradada como un cadáver.

Alan Weisman aplica algo parecido al mundo de lo humano. En The World Without Us (2007) realiza el experimento mental de suponer qué será de nuestras cosas en caso de extinción de la especie. En un corto espacio de tiempo (sobre todo si lo medimos en referencia a la duración del universo) la huella de la acción de los hombres habría desaparecido por completo. Eso es lo mismo que decir que lo artificial dejaría definitivamente de ser. De forma inmediata, las especies más en peligro por nuestra capacidad de pesca o caza empezarían a recuperarse; a las 48 horas habría terminado la contaminación lumínica y se verían de nuevo las estrellas; en tres meses bajaría considerablemente el nivel de polución (se experimentó algo similar en las ciudades durante los confinamientos de la pandemia de Covid19); en 20 años los pueblos y carreteras del mundo rural estarían cubiertos por la maleza, las ciudades a los 100 años; antes de los 200 los puentes ya se habrían derrumbado; a los 250 habrían colapsado todas las presas; en un milenio no quedaría huella de los edificios de ladrillo u hormigón; en cincuenta mil años se habría degradado el plástico y el cristal y de los humanos solo quedarían restos arqueológicos; al final, restaría tan solo la basura nuclear, si bien en dos millones de años esa huella también habría desaparecido.

Dos puntualizaciones. Por un lado, que hablamos de un mundo en el que existe el hombre, que existe por el hombre, y que sin el hombre no se explica. Imaginemos que a los cincuenta años de nuestra extinción vinieran unos extraterrestres al planeta Tierra. Ya sin seres humanos, pero todavía manteniéndose en pie las ciudades. Quizá funcionaría algún ordenador e incluso pudieran ir a museos. Los visitantes, en caso de poseer inteligencia, se quedarían asombrados: mirando a la naturaleza podrían concluir rápidamente que hay un carácter cíclico en la vida de las especies en forma de nacimiento, maduración, reproducción y muerte. Verían los movimientos depredatorios de unas especies hacia otras: la vaca contra la hierba, el león contra la vaca. Entenderían la sucesión de las estaciones, dependientes de la inclinación del planeta respecto del sol a lo largo de un año, etc. Sin embargo, si no encontraran imágenes de seres humanos levantando ciudades, no podrían dar explicación alguna de esos edificios, carreteras, puentes, naves o aviones. Son objetos que sin la presencia del hombre no tienen ni posibilidad de ser ni sentido. Los artificios carecen de una fuente propia de realidad.

La segunda puntualización es fascinante. Hemos descrito cómo será el mundo sin nosotros. Podemos por tanto suponer que los procesos de desertización, los tsunamis, las tormentas desatadas, la calma en el clima, los terremotos y las erupciones volcánicas dejarían de tener ni peso ni importancia: no habría testigos de su existencia, y en el fondo vendría a ser como si no pasaran. Al igual que la prehistoria, la posthistoria no tendría entidad por carecer de narradores. El ser humano es el testigo del ser y del devenir de las cosas. Se extinguirían las especies, podría incluso desaparecer la vida, el planeta podría llegar a estallar en mil pedazos: ¿y qué?

El mundo sin nosotros fue descrito por Tocqueville al inicio de La democracia en América (Parte I, cap. 1):

Reinaba en aquellos bosques una oscuridad profunda: mil arroyos, cuyo curso aún no había sido encauzado por la industria humana, los mantenían en una eterna humedad. Apenas se veían allí algunas flores, algunos frutos silvestres y algunas aves. La caída de un árbol derribado por los años, las cataratas de un río, el mugido de los búfalos y el silbido del viento eran lo único que perturbaba el silencio de la naturaleza. Por eso mismo, puede decirse con toda justicia que en la época del Descubrimiento, [América] aún no era más que una tierra desértica. Los indios la ocupaban, mas no la poseían. Es la agricultura lo que hace que el hombre se apropie de la tierra, y los primeros habitantes de la América del Norte vivían del producto de la caza.

Otra imagen es de Carl Sagan (1980), que realiza un paralelismo entre el tiempo del universo y la duración de un año. El Big–Bang habría tenido lugar en el primer segundo del 1 de enero, hace casi 14 millones de años. En marzo haría su aparición la Vía Láctea, hace 11 millones de años. A la altura de agosto se formarían el sol y los planetas, hace 4,5 millones de años. En septiembre apareció la Tierra. En octubre se oxigenó la atmósfera y comenzó la vida en ella. En noviembre, hace 2 millones de años, evolucionaron las primeras células vivas complejas. Hay que esperar al 17 de diciembre para que aparezcan los primeros invertebrados, y al 19 para que lo hagan los peces. El 20 vienen las plantas y el 21 los insectos. Los dinosaurios son del 24. Del 25 los primeros mamíferos y el 27 echan a volar las primeras aves y germinan las primeras flores. Los primates serían del 29 de diciembre. Para los homo sapiens es preciso esperar al 31 hacia las 22:30 horas. Dan las 23:50:50 cuando termina la prehistoria y algunos empiezan a recoger su pasado en dibujos o pictogramas. A las 23:59:56 nace Jesucristo. A las 23:59:59 se descubre América. En esta proporción, un minuto equivale a más de 26 000 años. En esta proporción, ¿cuánto tardaría en desaparecer toda nuestra huella sobre el universo? Realmente muy poco.

Y, sin embargo, vivimos como si lo artificial —el entramado de la civilización y el mundo humano— fuera natural y necesario, como si siempre hubiera sido así y así siguiera siendo. La consideración sobre la falta de entidad del ser artificial, tan cercano al no ser en la medida en que su posibilidad depende de la contingencia de que exista el ser humano que lo construye o elabora, es una excelente vía para alcanzar dos objetivos.

El

primero

, caer en la cuenta de la

fragilidad

de lo humano, quien apenas ha comenzado a existir dentro del gran relato del cosmos y cuya marcha apenas dejaría huella.

El

segundo

, caer en la cuenta de la

grandeza

de lo humano: el hombre es el primer ser que toma conciencia de sí y de su finitud en su aparecer, que toma conciencia del universo, que adapta a sí la tierra hasta convertirla en mundo. Y se sitúa hasta tal punto más allá de los movimientos cíclicos de estrellas y planetas que, en apenas nada de historia (los últimos segundos del último día del año), ha logrado incluso superar su planeta, lanzarse al espacio, y mirarse a sí mismo, también físicamente, desde fuera (cf. Arendt, 1994, Prólogo).

Bien mirado, resulta realmente asombroso.

La tercera característica de los seres artificiales es que su entidad (lo que son) es mínima. Mejor: su entidad es más bien aparente. Podríamos decir, accidental. No solo en el sentido de que no es sustancial, sino también porque es fruto de una cierta casualidad. Ya lo hemos señalado: sin la acción del ser humano el ser artificial no existiría. Esto se puede decir, al menos, en dos sentidos:

refiriéndonos a la humanidad en general, en todas las culturas se han hecho viviendas, ropas, herramientas, enterramientos, cocina, etc., de forma que sin la humanidad tales cosas, tan cotidianas, no hubieran tenido lugar;

refiriéndonos a la creatividad irrepetible de cada uno de los seres humanos, sin la acción de Diego de Velázquez no habría tal cosa como

Las Meninas

, sin la buena mano de Rosario, la cocinera de casa de mis abuelos, no habría probado nunca esa tarta de chocolate tan especial que hacía. Entre las personas se da el espacio para lo nuevo, para el genio. Por eso mismo es devastador el efecto de las guerras, de la violencia, de las políticas antinatalistas, de la pobreza o del hambre: ¿cuántas genialidades nos habremos quedado sin conocer porque sus posibles autores murieron por cualquiera de esos motivos? Es muy necesario subrayar la importancia de la contingencia: un apendicitis en Velázquez durante su infancia, o que se hubiera dejado llevar por la pereza, o que no hubiera dado con los contactos que sin duda necesitó para acceder a ser pintor en la corte, nos hubiera privado también de su magnífica obra.

Los seres artificiales no son por necesidad. Y una vez que son, apenas existen. La siguiente historia la cuenta Plutarco:

El barco en el cual volvieron (desde Creta) Teseo y los jóvenes de Atenas tenía treinta remos, y los atenienses lo conservaron hasta la época de Demetrio de Falero, ya que retiraban las tablas estropeadas y las reemplazaban por unas nuevas y más resistentes, de modo que este barco se había convertido en un ejemplo entre los filósofos sobre la identidad de las cosas que crecen; un grupo defendía que el barco continuaba siendo el mismo, mientras el otro aseguraba que no lo era (Plutarco, Vidas paralelas,Teseo, 23. 1).

Imaginemos que, llevado por la devoción a su fundador, algún ateniense conservara las tablas viejas. Y que con ellas reconstruyera el viejo barco en un almacén dentro de la ciudad. Pasado un tiempo habría dos barcos de Teseo: el nuevo, fabricado con las maderas del viejo; y el viejo, ya completamente formado con las maderas nuevas de reemplazo. En realidad, podría mejor decirse que no existe tal cosa que por sí misma sea el barco de Teseo, o que barco de Teseo no es más que un nombre que se aplica a un buen número de maderos, cabos y velas, y que es ese nombre quien propiamente le da realidad. No había nada en esos tablones que los hiciera uno en sí mismo y por sí mismo. Su mismidad es extrínseca (la proporcionan unos clavos y unos cuantos ensamblajes de cola de milano); su identidad (ser el sujeto que se es) es aparente, accidental. Lo mismo podríamos pensar con un coche al que se le sustituye un espejo. Lo mismo con un ordenador, una bicicleta, una banqueta, la mesa sobre la que escribo.

La entidad de los seres artificiales es mínima, depende de que cumplan su función, sus piezas son sustituibles porque no tienen unidad intrínseca entre ellas, su existencia es por y para el hombre, su ser es ser respecto–a (cf. Heidegger, 2018, § 18). Tampoco son uno con los vivientes que los usan. La persona amputada se sirve de su mano biónica como herramienta, pero ese aparato no forma parte de esa persona. Tampoco forman parte de uno sus gafas, camisa, zapatos, cosas. Los seres naturales (inertes y vivos) se caracterizan justo por lo contrario: mi mano soy también yo.

Si los seres artificiales son realmente tan poca cosa podemos sacar una conclusión de índole ética: parece absurdo poner en ellos el objetivo de la vida o el horizonte de la felicidad. Sin embargo, con mucha frecuencia multitud de personas consideran que lo que tienen es lo que puede realmente hacerles felices, que aquellas cosas de las que carecen son la causa de su infelicidad, y dedican por eso su vida a tener y a adquirir los medios que les permitan tener más: dinero, poder, honor, etc. Viven para y por el trabajo que les abra las puertas a conseguir el dinero con el que compren estatus. Pero la vida buena no puede resolverse en objetos artificiales (casas, coches, relojes, ropas, joyas, perfumes), pues son las realidades más cercanas al no ser de todas las que nos rodean. Es más significativa la mirada inquisitiva de un niño, la respuesta jocosa de un amante, compartir el silencio, cuidar a un ser querido o ser cuidado, alegrarse de la alegría de otro, que la posesión de todo el oro de las minas de Moria de El Señor de los Anillos.

b) La naturaleza viva

Para hablar de los cuerpos naturales podemos servirnos de un texto de Aristóteles. Dice:

A lo que parece, entidades son de manera primordial los cuerpos y, entre ellos, los cuerpos naturales: estos constituyen, en efecto, los principios de todos los demás. Ahora bien, entre los cuerpos naturales los hay que tienen vida y los hay que no la tienen; y solemos llamar vida a la auto-alimentación, al crecimiento y al envejecimiento (Acerca del alma, II 412a 10–15).

La primera palabra que llama la atención del texto es entidades. Ente, participio presente del verbo esse (ser, en latín), es el concepto más universal que existe y lo primero que capta nuestra inteligencia porque se define como «lo que es, existe o puede existir» (DRAE). Los entes, las entidades, son de manera primordial los cuerpos (estamos rodeados de cuerpos, de cosas), y entre ellos son en sentido propio o primero los cuerpos naturales, aquellos que no son transformaciones realizadas por los seres humanos, sino por sí mismos. A fin de cuenta, los seres artificiales se fabrican a partir de los naturales: madera, metales, piedras, elementos químicos. Esa es la primera distinción: cuerpo natural como fuente de los cuerpos artificiales y también como principios de otros cuerpos naturales pues, por ejemplo, nosotros estamos formados por calcio, hierro, oxígeno, agua, etc.

De inmediato Aristóteles propone la siguiente clasificación: entre los cuerpos naturales hay que distinguir dos tipos, los que tienen vida y los que no la tienen. Recordemos el elenco de la enciclopedia china de Borges. La que hace el filósofo griego, ¿es una distinción acertada? ¿No deberíamos distinguir primero entre sólidos, líquidos y gaseosos? ¿O entre cristales, pizarras, mamíferos e insectos? ¿O entre los que vuelan, los que nadan, los que yacen, los que campan por la superficie de la Tierra? Ninguna de estas distinciones tiene el alcance de la que propone Aristóteles: lo vivo y lo inerte, con eso basta.

¿En qué se diferencia lo vivo y lo inerte? En algo tan sencillo y asombroso como vivir. Lo que señala el Filósofo, quien fundó la biología y dedica decenas de páginas a la descripción zoológica, es el carácter netamente diferenciador de la vida. Vivir es una ganancia radical en el campo de los seres, la vida es la piedra de toque de la distinción más importante entre las entidades naturales: ser un viviente o no serlo, la vida o la inercia.

Lo inerte es lo que se deja llevar, lo que no se mueve por sí mismo. Vivir tiene que ver, en cambio, con una acción cuya causa se encuentra en el mismo viviente: aunque le afecten también las realidades exteriores (un empujón, el fuego, el paso del tiempo) el ser vivo se caracteriza principalmente por ser por sí mismo y desde sí mismo. Eso en griego se dice auto, y de ahí la referencia del texto aristotélico: «solemos llamar vida a la auto-alimentación, al crecimiento y al envejecimiento». El viviente no es alimentado desde fuera: recibe nutrientes, pero él tiene la tarea de hacerlos a sí o de morir de inanición; y no crece porque le estiren con poleas o le pongan capas, sino desde sí, expresando su plan vital; y envejece porque al pasar el tiempo va perdiendo control sobre sí mismo y decae.

El ser artificial es pura exterioridad. Los cuerpos naturales tienen un ser interno, propio. En los seres vivos llegan mucho más lejos: hablamos de auto, de dentro, de intimidad, de proyecto.

¿Por qué poner el acento en la vida? ¿No tiene más valor entre los seres humanos la autoconciencia, la capacidad de tomar decisiones, de construir un proyecto libremente? Bastaría con caer en la cuenta del significado de la siguiente frase: «para el viviente vivir es lo mismo que ser». Dicha en otro orden, «la vida es el ser para el viviente». Para lo vivo, vivir no es una característica accidental, como era para el rotulador encontrarse en la mesa o en la repisa de la pizarra. Para lo vivo, vivir es sustancial, lo que realmente le define. Quitarle la vida es desposeerle de todo. Lo expresaba poéticamente Borges al exponer los efectos de un asesinato: