¿Qué hacer en caso de incendio? - Emilio Santiago Muiño - E-Book

¿Qué hacer en caso de incendio? E-Book

Emilio Santiago Muiño

0,0

Beschreibung

Vivimos tiempos extraordinarios: nunca antes ningún ser humano había experimentado una concentración de gases de efecto invernadero como la actual. El cambio climático y la crisis ecológica se están acelerando a un ritmo insospechado y ahora nuestra casa está en llamas. ¿Qué hacemos en un incendio? Mantener la calma y buscar una salida de emergencia. En este libro, Emilio Santiago y Héctor Tejero nos muestran primero la magnitud del incendio que amenaza nuestro futuro y luego tratan de señalarnos una vía de escape hacia la que dirigirnos y ganar tiempo: el Green New Deal. Dado a conocer globalmente por Alexandria Ocasio-Cortez, el Green New Deal es un ambicioso programa de intervención pública y movilización social para frenar los peores desmanes del nihilismo ecológico y social neoliberal

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 392

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Ocasio-Cortez feat. Gramsci

Íñigo Errejón

Según la comunidad científica, 1980 fue el primer año en el que el desarrollo industrial superó la capacidad de carga de la Tierra; esto significa que aquel año la humanidad comenzó a consumir recursos naturales a un ritmo superior al que la Tierra podía regenerarlos. Desde entonces esta tendencia se ha ido acelerando e intensificando hasta que hoy los cálculos más prudentes indican que nuestro consumo de recursos no renovables nos haría necesitar un planeta y medio (muchos más que esto si se generalizasen las pautas de vida y consumo de norteamericanos o europeos). Además, nuestro impacto sobre el planeta, principalmente en forma de cambio climático por el aumento de emisiones de gases de efecto invernadero, se aproxima a cotas irreversibles que comprometerán la vida tal y como la conocemos en la Tierra, y que están actuando ya como multiplicadores de la desigualdad y de conflictos sociales y geopolíticos: a medida que destruimos el medio ambiente y los recursos comienzan a escasear, se tensan las costuras de la convivencia y la estabilidad y se afilan las tendencias del «sálvese quien pueda» y del autoritarismo para el disfrute cada vez más excluyente de recursos menguantes. La destrucción del planeta, por tanto, no es algo que deba preocupar solamente a los amantes de los animales y del paisaje: es una cuestión directamente política, la principal amenaza que se cierne sobre nuestras democracias y sobre el ideal de tener sociedades lo más justas y libres posible.

Por decirlo de forma clara: le hemos declarado una guerra a la naturaleza, por lo tanto, a nosotros mismos, y es una guerra que solo podemos perder. Es urgente ponerle fin a esa guerra y cambiar el modo de relacionarnos como sociedad y con la naturaleza. No hay dudas en la comunidad científica sobre ello y es una idea que cada vez se abre mayor paso como consenso social transversal: la disyuntiva no es si queremos afrontar o no la transición ecológica, sino cuál va a ser su sentido y su orientación. Si vamos a ser capaces de anticiparnos, prever y gobernarla para que sea socialmente justa y sostenible, o si, por el contrario, va a sobrevenir como un conjunto de sucesos y catástrofes que impactan sobre un mundo cada vez más violento, más injusto y menos habitable. La crisis ecológica no es, por tanto, solo una cuestión medioambiental, tampoco es un problema tecnológico, sino ante todo un problema político, de primer orden, porque nos interpela como especie y atañe a nuestra calidad de vida, a nuestra supervivencia y la de las generaciones que vendrán después de nosotros. Aunque aún tímidamente en España, la crisis ecológica, el cambio climático y la necesidad de transición hacia economías y sociedades más sostenibles, se va abriendo paso en países de nuestro entorno y especialmente entre los más jóvenes. Aun así, se presenta todavía como una cuestión «temática», un apartado específico en los programas electorales o una declaración de buenas intenciones. Cuando en realidad estamos más, como defienden los autores, ante una gran oportunidad para la política emancipadora siempre que seamos capaces de convertir lo social y ecológicamente necesario, lo científicamente necesario, en políticamente posible.

Este libro debe ser leído como una propuesta concreta, atrevida y contundente, para convertir la transición ecológica en la dimensión central de un proyecto político radicalmente democrático y popular.

Con su incorporación al discurso de los sectores más avanzados del Partido Demócrata norteamericano y su popularización por parte de la congresista Alexandria Ocasio-Cortez —convertida en un verdadero liderazgo de masas de la nueva izquierda en Estados Unidos— el Green New Dealse ha ido haciendo un hueco incluso en la conversación política española. En Qué hacer en caso de incendio: un manifiesto por el Green New Deal, Héctor Tejero y Emilio Santiago, autores de larga trayectoria de compromiso activista e intelectual en el ecologismo, hacen la primera reivindicación aplicada delGreen New Deal, no para un uso propagandístico, sino como horizonte de una política transformadora y posible hoy, aquí y ahora, en la España de 2019.

Aunque seguramente ellos no llegarían tan lejos, este libro es un manual de instrucciones para un Green New Deal español: por qué es necesario y qué ocurriría en caso de no ponerlo en marcha; en qué consiste; y por qué y cómo es posible desplegarlo políticamente no en un escenario real con condiciones idóneas, sino en el escenario presente, con la difícil correlación de fuerzas actual, haciéndose cargo de todas las limitaciones de la política, pero sin renunciar a los cambios más ambiciosos. Es de agradecer que este libro haya decidido recorrer el peligroso territorio anfibio entre la teoría y la política pública: ni las especulaciones teóricas sirven como excusa para no afrontar las dificultades prácticas concretas, ni la coyuntura y sus estrechos límites tapan las tareas imprescindibles de medio y largo plazo. Se comportan así, sin asideros y con la osadía que requieren los tiempos, como verdaderos intelectuales orgánicos, en el sentido gramsciano de la palabra: aquellos que interpretan y ofrecen las razones teóricas, los nexos culturales y las posibilidades prácticas concretas con las que anudar un bloque histórico nuevo.

El Green New Deal se traduciría inmediatamente como «Nuevo Pacto Verde», pero conceptualmente remite, en la historia política estadounidense, a la masiva y exitosa intervención estatal desarrollada por Franklin D. Roosevelt y empujada por una intensa presión sindical y social, para hacer frente, en la década de 1930, a los efectos de la Gran Depresión mediante inversiones en obras públicas para generar empleo, políticas fiscales expansivas, estímulo de la demanda y protección de las condiciones de trabajo y la negociación colectiva. El New Deal constituye un ejemplo asentado en la memoria nacional de eficacia de la política económica progresista para hacer frente a graves grietas que estaban hundiendo la economía y fracturando la sociedad. El Green New Deales una actualización que pretende hacer frente a la crisis ecológica y a la creciente desigualdad social, mediante un ambicioso programa en el que el Estado actúa como locomotora o emprendedor principal para afrontar una serie de transformaciones cruciales en las próximas décadas: la descarbonización del sistema energético mediante la producción masiva de energía renovable, la reorganización del sistema productivo para lograr una mayor eficiencia energética y una paulatina reducción del consumo energético, la reorganización de nuestras ciudades y regiones para fomentar una movilidad sostenible, un impulso decidido a la agroecología y la producción sostenible de alimentos saludables y avanzar en el cierre de los ciclos materiales para lograr una economía circular que reduzca los residuos y evite el agotamiento de recursos no renovables. El plan es que estas transformaciones sirvan para abrir una espiral virtuosa que genere empleos verdes de calidad, cierre las brechas sociales y permita encarar los retos civilizatorios ante los que la crisis ecológica nos sitúa.

Este libro recoge la idea del Green New Deal como palanca para aunar dos tareas históricas: afrontar la transición ecológica de nuestra economía y reconstruir el contrato social hecho añicos por el neoliberalismo. Asumen sus autores que ni los desarrollos tecnológicos por sí solos ni todas las evidencias científicas precipitarán el Green New Deal, por lo que su despliegue solo puede ser un hecho político. Y proponen una estrategia para su conquista, que es, en definitiva, nada más y nada menos que un programa de transición para la reforma del Estado y la economía en un sentido ecologista y de redistribución de la riqueza. Utilizan para ello la caja de herramientas de una incipiente corriente de pensamiento neogramsciano, sensibilidad que comparto con ellos y por lo que imagino que me han solicitado este prólogo. El uso de los conceptos de la teoría del discurso y la hegemonía para pensar el Green New Deal—como «guerra de posiciones», «hegemonía» o la propia categoría de «pueblo»—, por una parte, pone a prueba, a mi juicio muy satisfactoriamente, la capacidad del andamiaje teórico neogramsciano aplicado a proyectos de cambio político situados y concretos; refutando así toda la crítica vulgar que —casi siempre sin el menor esfuerzo teórico detrás— lo intenta reducir a trucos de mercadotecnia electoral. Por otra parte, además, abre una riquísima posibilidad derivada del diálogo entre esta corriente de pensamiento y las aportaciones de la ecología política en lo tocante a la forma en que nos relacionamos entre nosotros y con la Tierra, aportando una sensata prudencia que indica que a menudo los cambios que necesitamos no son hacer tabula rasa del pasado, sino más bien ser capaces de proteger, cuidar y renovar lo más valioso que hay en este. Si se me permite la herejía: una suerte de sano conservadurismo emancipador frente a la frenética y depredadora carrera a ninguna parte en la que estamos inmersos.

Una hegemonía verde para construir pueblo

La acumulación de dolores, de malestares o de frustraciones no genera transformación política. A menudo no genera ni siquiera lazos entre quienes los padecen. En particular en nuestras sociedades, el neoliberalismo ha pulverizado tanto las tradiciones y referencias simbólicas como las bases cotidianas sobre las que los subalternos construían comunidad. No ha sido ninguna malvada izquierda posmoderna, como afirman las teorías de la conspiración —¡sorprendentemete idealistas!— que hacen fortuna en las izquierdas folclóricas, sino un amplio y diverso proceso de expropiación y fragmentación de las instituciones, garantías y ritos que nos hacían ser algo en común. El neoliberalismo ha sustituido la sociedad por la ley de la selva, y el pacto por el «sálvese quien pueda», a menudo convertido en el despotismo de los privilegiados y la angustia y la precariedad para la amplia mayoría de la gente, externalizando el grueso de los costes sobre el Sur global, las mujeres y la naturaleza. En ese camino erosiona y disuelve familias, barrios, países y, en definitiva, cualquier lazo social más allá del de la competición y la sospecha. Por ello la primera y más importante tarea de los demócratas es reconstruir el demos, sentar las bases culturales, económicas e institucionales para que sea posible la convivencia con unos mínimos de seguridad, equidad y libertad: poner orden y volver a pactar, reconstruir la sociedad.

En ese sentido la interpelación que nos hace la crisis ecológica tiene una enorme radicalidad política. Es innegable que hay una contradicción entre un modelo económico depredador y un planeta que es finito, que se acaba. Parece difícil de negar también que confiar en que los privilegiados que hoy conducen nuestros Gobiernos y sociedades vayan a corregir el rumbo es poco menos que una irresponsabilidad. Pero, en tercer lugar, parece igualmente claro que el problema del deterioro de las condiciones de vida en el planeta no puede ser enfrentado individualmente, que por muy consumidor responsable, emprendedor u hombre hecho a sí mismo que se sea, para ponerle remedio a la crisis ecológica tenemos que pensar como sociedad, tenemos que anteponer necesidades que, como no se miden en dinero, hasta ahora han sido negadas y tenemos que pensar en un acuerdo intergeneracional no solo entre los hoy vivos, sino también con las generaciones por venir. En resumen, hemos de ser, de nuevo, una comunidad capaz de cuidar de los suyos y de cuidar de su entorno. De refundar un lazo afectivo que nos permita cuidarnos, que nos dé una idea de pasado compartido y un horizonte de futuro en común. No comparto en ese sentido tanto el concepto de «pueblo del clima» de los autores. Creo que, simple y llanamente, la crisis ecológica y la necesaria transición solo se puede afrontar como pueblo y que es, por tanto, una gran oportunidad para construirnos como tal a partir del orgullo y la confianza en nosotros mismos para hacer frente a las dificultades cooperando, pero también del deseo por vivir vidas más libres, más sanas, más hermosas y más felices.

Stuart Hall recuerda que la actividad política no refleja mayorías construidas en otro terreno, como la economía o la geografía, sino que, por el contrario, las construye. Aquí está toda la diferencia del enfoque neogramsciano, que es el que emplean los autores del libro, con el que tradicionalmente ha imperado en las izquierdas más mecanicistas. Para estas últimas, la política tenía que desvelar la verdad, que una vez proclamada tendría efectos y desharía las identidades «mentirosas» o de falsa conciencia (por ejemplo, que haya trabajadores que piensen o deseen con las categorías de sus jefes). Por el contrario, para el enfoque constructivista, lo que los hechos sociales signifiquen socialmente está siempre sometido a una disputa discursiva —que no solo se libra con palabras, sino también con hábitos, instituciones, sanciones, etc.— y, por tanto, la política es una actividad de construir sentidos compartidos que articulen a los diferentes en una dirección común. Para los primeros se trata de insistir con el suficiente ahínco en los datos. Para los gramscianos, se trata de articular, con los materiales culturales existentes, un relato que haga que lo que uno considera socialmente cierto sea también vivido por los demás como políticamente verdadero. Llamamos a esta capacidad hegemonía, que no es imposición, primacía ni suplantación, sino paciente generación cultural de un horizonte que integra a los distintos, incluyendo a los adversarios aunque sea en forma subordinada. Ahora bien, como ningún hecho social tiene una traducción política necesaria, ni un lugar preasignado, cualquier orden producido es necesariamente inestable y está en negociación y tensión constantes, y esta apertura permanente es precisamente la que garantiza la libertad y la democracia.

Laclau demostró cómo esta articulación de lo diferente en torno a una dirección común siempre se hace a partir de un elemento concreto o particular —una reivindicación o pertenencia— que se convierte en algo más allá de su particularidad y que llega a ser un paraguas para la asociación de ideas o demandas muy diversas. En medio de la lucha discursiva, una dimensión particular acaba cargándose de un valor suplementario al de su significado concreto y pasa a designar y a agrupar a un conjunto más amplio que cobra un nuevo sentido, que es más que la suma de las partes. Esta dimensión además define el carácter ideológico del pueblo así construido, en tanto en cuanto señala su afuera y sus adversarios. Por citar solo dos ejemplos: en España la lucha contra los desahucios pasó a significar mucho más que la reivindicación concreta de las personas en riesgo de perder su vivienda, para convertirse en un símbolo general que agrupaba a un creciente pueblo indignado con el statu quo; para el bloque actual de la derecha, por ejemplo, la defensa de la tauromaquia reviste un sentido que trasciende las corridas de toros —a las que muchos de sus defensores ni acuden ni siguen— para encarnar, en un discurso nacionalista reaccionario, una frontera que divide a los defensores de España y sus tradiciones de los enemigos de España.

A esta demanda que hace de eje articulador de un nuevo interés general la he llamado en otras ocasiones dimensión ganadora, que es una expresión que los autores recogen y utilizan. Es imposible saber cuál será en cada caso la dimensión ganadora que permita construir una hegemonía distinta y es un error que conduce a la impotencia y la frustración concederle a alguna demanda o pertenencia la primacía por razones estadísticas o, peor, porque lo digan los manuales. Especialmente en los tiempos de hiperfragmentación y cinismo del neoliberalismo, la práctica más útil es hacer un mapa del sentido común de época para buscar, en sus grietas, contradicciones o deseos sin realizar, las materias primas de una posible hegemonía nueva. No es tanto descartar y rechazar de plano lo existente, puesto que esto conduce al aislamiento y la marginalidad, ni tampoco aceptarlo acríticamente, lo que conduce a la resignación y la disolución. Se trata más bien de indagar en qué medida algunas de las creencias, valores y preferencias estéticas hoy existentes pueden ser rearticuladas en un todo que les asigne un sentido diferente, que produzca un afecto diferente. Hacer yudo con el sentido común de época o, si se prefiere, caminar con un pie en las creencias hoy dominantes y con el otro en sus posibilidades aún por venir.

Pues bien, sin que haya nada de necesario en ello, hoy en España el ecologismo reviste importantes condiciones para, en colaboración y mestizaje con el feminismo, convertirse en esa dimensión ganadora o ese eje sobre el que se articule una hegemonía nueva que sustituya la precariedad y la disgregación por una comunidad democrática y abierta, capaz de cuidarse y afrontar la crisis ecológica con planificación en lugar de con desigualdad y miedo. Dado que la construcción de un pueblo descansa más en elementos culturales, afectivos, estéticos y aspiracionales que en la letra pequeña de los programas, es fundamental indagar en el sentido común realmente existente, siempre gelatinoso y contradictorio, en busca de las grietas, los huecos o las creencias o deseos ambivalentes que hoy juegan un papel de mantenimiento de lo establecido, pero que podrían ser resignificados en un sentido transformador: aquello que Gramsci llamaba los «núcleos de buen sentido» presentes en toda cultura popular y concepción de época. En la medida en que la hegemonía es una relación que tiene que renovarse y negociarse siempre de nuevo, cualquier orden vive en un equilibrio inestable, no pudiendo satisfacer plenamente sus expectativas. Esto es particularmente cierto en tiempos en los que el neoliberalismo pone en cuestión una buena parte de las seguridades y expectativas transmitidas de generación en generación en las últimas décadas.

Lo que sigue, en consecuencia, es un recorrido por algunos de los elementos discursivos que a nuestro juicio son susceptibles de ser articulados en una narrativa verde que pueda trastocar los términos de la conversación política española devolviendo la iniciativa a los demócratas frente al empuje de los reaccionarios. Son, si se quiere, unos apuntes para el combate cultural por una hegemonía en la que la transición ecológica sea la palanca de una ofensiva general y de largo aliento por la soberanía popular, la justicia social y la sostenibilidad de la vida en el planeta, que abra un ciclo de disputa posneoliberal.

En primer lugar, la propia formulación Green New Deal remite a que la transición ecológica sea una oportunidad para rehacer el contrato social roto por la expansión de privilegios para unos pocos y precariedad para la mayoría. Anudar la cuestión social y la cuestión ecológica es fundamental para asegurar un bloque social suficiente como para que estas propuestas se conviertan en políticas públicas sostenidas en el tiempo. Solo será sostenible una transición ecológica socialmente justa, que conecte el cuidado de la Tierra con la mejora de los empleos y las vidas de quienes más lo necesitan. Eso es particularmente importante en nuestro país, donde la valoración del estado de bienestar y de la intervención del Estado en la redistribución de la riqueza y la cohesión social es aún, pese a toda la machacona artillería neoliberal, ampliamente mayoritaria, llegando incluso a no pocos votantes conservadores.

Además, es de justicia anudar lo social y lo ecológico, ya que los costes del deterioro medioambiental, en la salud, en la alimentación, en el tiempo de transporte o en la calidad de vida, se distribuyen de manera inversamente proporcional a las responsabilidades: quienes más contaminan sufren poco o nada las consecuencias mientras que los países, barrios y capas sociales que menos recursos consumen y contaminación producen son aquellos que más efectos padecen. Contra las lecturas simplistas que creen que lo verde es «posmaterial» es difícil encontrar algo que incida más en el reparto de condiciones mínimas para la vida cotidiana que la justicia climática.

En segundo lugar, en nuestro país «lo verde» encuentra un amplio grado de consenso transversal y respaldo científico, reforzado por su conexión en el imaginario colectivo con «Europa» y la «modernización», dos significantes íntimamente ligados en el discurso progresista sedimentado durante al menos cuarenta años y aún muy presentes en un país con una identidad nacional inestable y hasta cierto punto herida y subalterna. Estos significantes son cruciales para explicar el potencial de innovación económica y yacimientos laborales de futuro asociados a la transición ecológica. Al igual que ha podido pasar con los derechos LGTBI, los avances en medidas ecologistas a menudo han recibido un primer caudal de apoyo, al menos igual de importante que el convencido de su justicia, por el argumento de que es un vector de modernidad que ya están aplicando en países de nuestro entorno europeo.

En tercer lugar, «lo verde» tiene capacidad para conectar con un clima de época contradictorio que calificaría de «nostalgia del futuro», en el que se mezcla la fascinación por la innovación tecnológica y el futuro junto con la añoranza de una calidad de vida, de relacionarse, de comer o de ocio que asociamos con un modo de vida de un pasado a veces idealizado, alejado del frenesí y la cultura de lo inmediato y lo efímero hoy reinante y en el que se valorizan los placeres lentos o ancestrales que estaríamos perdiendo. Que se trate de dos aspiraciones a priori contradictorias no aminora en absoluto la carga de deseo que puede tener el encuentro de ambas. La propia cultura del consumo y la publicidad ofrece y valoriza permanentemente lo vintage, lo «auténtico» o «artesanal», que se estaría perdiendo, lo que es hermoso por ser pequeño y sencillo. Entronca también, y esto tiene una importancia crucial, con una creciente preocupación por la salud y el cuerpo, toda vez que las enfermedades y muertes asociadas a la mayor contaminación, a la peor alimentación y a la destrucción de la naturaleza se han disparado y son una preocupante y abrumadora evidencia científica. El Green New Dealtiene que desplegarse acompañado de una ofensiva cultural y estética para producir un deseo de transición, que tiene un anclaje privilegiado en una época que, ante la incertidumbre del futuro, mira con dulce nostalgia aspectos de un pasado más «humano» que en un proyecto ambicioso pueden ser conservados o recuperados al mismo tiempo que perfectamente conciliados con los avances tecnológicos que consigan hacernos la vida más sencilla y la relación con el planeta más eficiente y menos depredadora.

En último lugar, en una época de desarraigo y crisis identitaria, en la que con la misma fuerza que el ansia de seguridad material se manifiesta el ansia de pertenencia, de sentirse parte de algo que trasciende al individuo y sus aplicaciones en el teléfono móvil, la transición ecológica y su revalorización de lo local, de la producción de cercanía frente al transporte al otro lado del mundo, de la defensa de la renaturalización y el arraigo con el territorio, ofrece una importante perspectiva de lugar frente a la despersonalización del espacio. Lo que el geógrafo norteamericano John Agnew llama sense of place como el conjunto de memorias, hábitos e identidades asociadas a un territorio que ya no es mera cantera de materias primas o lugar de paso de transporte, sino que es vivido y apropiado culturalmente por una población. El ecologismo debe llamar la atención de las fuerzas democráticas y progresistas sobre el imprescindible anclaje que los discursos emancipadores tienen que tener en lugares concretos, en sus mitos y sentidos de pertenencia. No es solo que necesitemos «sentirnos de algún sitio», es que la tarea de reconstruir la comunidad es la de reconstruir los vínculos entre nosotros y de responsabilidad y cariño con la Tierra, que no se valora igual en abstracto como en concreto: la tierra que uno ha aprendido a caminar, a conocer y a respetar. No estoy de acuerdo con los autores en oponer estas vinculaciones más «cotidianas» a las más trascendentales y, en concreto, a la identidad nacional. Sostengo que la construcción de un pueblo es siempre un fenómeno nacional-popular y que cualquier propuesta transformadora tiene que estar muy atenta para entroncar con las creencias o memorias más enraizadas en el imaginario nacional, como demuestra que el Green New Deal haya hecho fortuna al vincularse simbólicamente con el New Deal de hace un siglo. Es posible y deseable levantar ideales de patria ecológica y de cuidados, de orgullo de un pueblo que sabe cuidar de los suyos y de su tierra, y en este punto la hibridación entre el ecologismo y el feminismo es deseable y virtuosa: puesto que ambos han puesto la reproducción de la vida en el centro de sus apuestas políticas, constituyendo los mejores vectores de renovación del pensamiento emancipador.

Estos son los mimbres, ciertamente alentadores, para una práctica contrahegemónica que rearticule ideas, prejuicios y expectativas hoy existentes bajo la hegemonía neoliberal y les dé un sentido transformador, vinculándolos a un proyecto de transformación social y ecológica. Si es cierto que, como apunta George Monbiot, todas las grandes narrativas políticas o religiosas son «narrativas de restauración», el Green New Deal, la transición ecológica, es la voluntad de reconstruir la comunidad y una relación sostenible y responsable con la naturaleza, de recomponer lo rasgado por la codicia, el desorden y los privilegios de unos pocos para volver a generar confianza en el futuro y garantías para ser libres de vivir sin miedo al mañana.

La clave de la utopía posible que encarna el Green New Deal es su gestión del mientras tanto, que es donde las propuestas de futuro se juegan su credibilidad como horizontes movilizadores: el Green New Deal no es la solución a todos los problemas sociales y ecológicos, pero sí es un principio sencillo, capaz de suscitar amplios consensos, pero a la vez de clara orientación democratizante y antioligárquica y, por tanto, capaz de construir un bloque histórico verde. Tiene la virtud de permitir a las fuerzas progresistas recuperar la iniciativa y abrir un ciclo de reformas en las que la anterior construya mejores condiciones materiales, antropológicas, institucionales y de correlación de fuerzas para emprender la siguiente, más ambiciosa. Para ello es fundamental construir mayorías transversales que produzcan, acompañen y empujen a los Gobiernos a desarrollar el paquete de políticas públicas por la descarbonización de la economía, la eficiencia energética y la apuesta por una agroalimentación sostenible y ecológica. Pero esto no será el fin del partido, sino apenas saltar al terreno de juego: las victorias electorales deben abrir la puerta para una larga guerra de posiciones, en la que las conquistas institucionales, culturales y de tejido comunitario vayan haciendo un camino difícilmente reversible hacia una sociedad más justa, más libre y más verde.

Nuestra casa en llamas

«Quiero que actuéis como si nuestra casa estuviera en llamas. Porque lo está».

GRETA THUNBERG en el Foro de Davos

Nuestra casa común está en llamas. El capitalismo industrial, que lleva doscientos años quemando combustibles fósiles para acelerar su persecución infatigable de beneficio económico, ha alterado radicalmente el clima del mundo. Y esto no es un relato científico o mediático: es ya una experiencia cotidiana de la que todo el mundo puede dar buena cuenta con ejemplos sencillos. Árboles que florecen prematuramente, refranes que ya no se cumplen, o tomarse las cañas de Navidad en manga corta, como si viviéramos en el hemisferio sur, son experiencias cada vez más normales. Apenas pequeñas olas, en nuestras todavía apacibles orillas, de la gran tormenta histórica que se está gestando mar adentro. Y que ya agita el planeta en forma de guerras exacerbadas por sequías o éxodos migratorios de proporciones bíblicas. Hoy ya vivimos en un planeta un grado más caliente que el de nuestros tatarabuelos. A finales del sigloXXI, los nietos de nuestros hijos nacerán en un mundo en el que los gases de efecto invernadero habrán podido añadir medio, uno, dos o hasta tres y cuatro grados más a nuestra fiebre planetaria. Si finalmente la temperatura del incendio sube más, puede que sencillamente no haya nietos.

¿Qué hay que hacer en caso de incendio? Encontrar un punto intermedio entre relajarse y entrar en pánico. Y después actuar. Ni minimizar el problema, ni darlo por perdido. Es indudable que la crisis ecológica, de la que el cambio climático es solo una manifestación entre otras, interpela a la humanidad con una urgencia inédita. E igual de evidente es que nuestras sociedades no han demostrado todavía estar a la altura. Las reglas del juego han cambiado, porque nunca antes fallar había significado perderlo todo. Esta es la novedad tremenda de nuestro tiempo: de las cenizas de este incendio puede no surgir ningún fénix.

Por ello conviene no creer en las palabras de aquellos que nos han conducido hasta aquí cuando hoy insisten, por todos los medios de propaganda a su alcance, en afirmar que la situación está tecnológicamente bajo control. Pero la enorme responsabilidad de la crisis ecológica tampoco puede abrumarnos y paralizarnos, hasta el punto de asumir la supervivencia entre los escombros como el único margen de maniobra posible. Porque no nos engañemos: este fuego no es un rito de paso. Destruye sin purificar. Sabemos ya lo suficiente sobre cómo es nuestra especie para afirmar que nada profundamente liberador podrá nacer del derrumbe de nuestra casa común.

Encontrado el equilibrio entre la falsa seguridad y el miedo paralizante, el siguiente paso es actuar sobre las causas del incendio. Paradójicamente, si el cambio climático ha llegado hasta este punto es porque los procesos socioeconómicos que lo generan han adquirido, en nuestra sociedad, el estatus de un fenómeno meteorológico. Ante ellos nuestros Gobiernos y Parlamentos se limitan a organizar rituales: procesiones de santos o danzas de la lluvia de nula eficacia. Llegó la hora de asumir lo que son esos procesos: dinámicas sociales sobre las que podemos intervenir —aunque no pueden ser domesticadas y controladas a voluntad— a través de la política. La que se hace en los Gobiernos y la que se hace en las calles. Hace casi diez años redescubrimos en las plazas el precioso hábito de no confundir lo real con lo que existe e incidir en ese espacio por construir. Se trata de nunca más volver a olvidarlo, a pesar de los contratiempos, de los sinsabores y de los obstáculos que aparecerán por el camino. Cuando el primer Podemos cerraba sus actos con una canción de Vetusta Morla, el último verso concentraba bien este aprendizaje: «No fue un golpe maestro, dejaron un rastro, ya pueden correr». Todo consiste en no perder ese rastro.

Carlos Fernández Liria siempre insiste en una idea esencial: el Antiguo Régimen no estaba «preñado» de capitalismo. Más bien cuando el mundo feudal fue disolviéndose, algunos elementos sociales quedaron sueltos, flotantes. Su encuentro casual fue recombinado políticamente por los planes políticos de unos intereses sociales muy concretos que supieron ganar. Así nació la estructura capital. Lo mismo sucederá con los elementos sociales que van quedando descolgados de este capitalismo autodestructivo. Nada preconiza que el cambio sistémico en marcha tenga un sucesor asegurado: ni la singularidad tecnológica con la que sueña Silicon Valley, ni el colapso ecológico como preludio de nuestra extinción, ni la solución fascista cuyas primeras manifestaciones electorales parecen ganar terreno en Occidente elección tras elección. Aunque el paso del tiempo es irreversible, y en un mundo regido por límites biofísicos no todo es posible, no hay argumento cósmico ni hacia arriba ni hacia abajo: la historia no es más que sucesión de coyunturas, de contingencias, que adquieren su forma final en las luchas sociales y políticas de cada época.

Y nuestra coyuntura en 2019 es, por primera vez en la historia de la sociedad industrial, favorable para poder hacer política de mayorías ecológicamente ambiciosa. Esa oportunidad se llama Green New Deal. Con todos sus límites y con todas sus contradicciones, el Green New Deal es un contragolpe en campo contrario en los minutos finales del partido. Sería un lujo propio del peor esnobismo intelectual y del peor narcisismo político no intentar, al menos, que nuestras sociedades marquen ese gol en el descuento. Es verdad que el Green New Deal no nos permitirá apagar el incendio. Pero sí mitigarlo, conseguir tiempo, forzar una prórroga. Mucho más de lo que ahora tenemos.

La historia no se predice, como se hace con un eclipse. Se protagoniza; lo que pasa por instalarse en esa delgada franja de habitabilidad política entre ni darla ni por ganada ni darla por perdida; y por afrontarla desde estrategias que ni se queden cortas ni se pasen de largo respecto a la época que a uno le ha tocado vivir. En definitiva, si la ventana de oportunidad se había convertido en la gran metáfora del ciclo político que empezó con el 15M, llegó la hora de transformarla en la ventana de socorro. Esa que hay que romper para escapar.

No es necesariamente una mala noticia. Hasta el presente la impugnación de los indignados ha tenido mucho más de reacción defensiva ante lo intolerable que de propuesta ofensiva hacia algo mejor. En tanto que no podremos extinguir el incendio sin una transformación profunda de todo nuestro sistema social, la crisis ecológica nos permite también explorar formas para reinventar una vida colectiva mejor. Porque una de las claves para ganar es conectar ecología y deseo: la sobreabundancia material producida como lo hace el capitalismo, que obliga a reducir a tan poco la mayoría de las vidas, destruye al mismo tiempo nuestros ecosistemas y nuestra antropología. Podemos aspirar a una felicidad mejor que la del empacho permanente, insomne e hiperactivo al que nos obliga un mercado en perpetua expansión. Desgraciadamente, un planeta que arde no necesariamente ilumina. Actuar contra el cambio climático y la crisis ecológica es tremendamente urgente, es tremendamente importante y repetir esto una y otra vez es tremendamente irrelevante a nivel político. Decía Stuart Hall que la política no refleja las mayorías, sino que las construye. Por eso, el gran reto al que nos enfrentamos en las próximas décadas es articular una nueva mayoría social capaz de transformar lo ecológicamente necesario en políticamente posible. Un reto así será claramente un proceso mestizo, polifónico y desordenado, que necesitará que muchos empujemos en una dirección parecida, aunque de forma contradictoria, sin agotar en ello nuestras diferencias. Este libro quiere ser parte de ese camino. Hemos querido hacer un libro que, dentro del rigor, fuese ágil y por eso hemos evitado notas al pie y bibliográficas, incluyendo simplemente una bibliografía comentada al final para quien quiera profundizar en los temas que se tocan. Como todo libro es parcial e incompleto, repite algunas cosas muchas veces y otras no las trata con la profundidad que debería. Al fin y al cabo, es hijo de las trayectorias militantes de sus autores y de su posición particular en la sociedad. Harán falta otras voces, muchas, que critiquen, completen y corrijan lo aquí escrito. Las esperamos ansiosos.

01

Declaración de

emergencia climática

«Estamos en estado de emergencia climática».

KARIN NANSEN, presidenta de Amigos de la Tierra

Tiempos extraordinarios

Vivimos tiempos extraordinarios. Extraordinarios y oscuros. Durante miles de años hemos disfrutado de un clima relativamente estable, en el que las sociedades humanas han prosperado y han caído, han alcanzado logros culturales deslumbrantes y protagonizado viles episodios de barbarie, han vivido en paz y han hecho la guerra. Esa época ya terminó. Desde hace doscientos años estamos alterando profundamente el clima del que depende la base material en la que se asienta cualquier sociedad, cualquier economía, cualquier tipo de vida en común.

En dos siglos la temperatura media del planeta ha aumentado 1,1 ºC por encima de la media preindustrial. Acostumbrados a nuestra experiencia cotidiana del tiempo atmosférico puede parecer poco. Al fin y al cabo, 1 o 2 ºC es un cambio de temperatura que no percibiríamos a lo largo del día. Sin embargo, en términos climáticos, es decir, a nivel planetario y geológico, un aumento de 1 ºC de la temperatura promedio es un cambio gigantesco. Por hacernos una idea, entre la última glaciación, en la que los glaciares cubrían casi toda Gran Bretaña y el nivel del mar era 120 metros inferior, y la actualidad hay unos 4-5 ºC de diferencia.

Pero lo importante no es solo el aumento de temperaturas que estamos sufriendo, sino su ritmo. Vivimos tiempos extraordinarios: la velocidad a la que estamos cambiando la temperatura del planeta es desconocida hasta la fecha. Unas 14.000 veces más rápido que lo que ha ocurrido en los últimos 600.000 años. Como señala Andreu Escrivà en su imprescindible Aún no es tarde, al ritmo en que aumentaba la temperatura en el Cretácico —cuando los dinosaurios más o menos—, se hubiese tardado 52.000 años en aumentar la temperatura media un grado. Nosotros lo hemos conseguido en ciento cincuenta. Punto, set y partido para el capitalismo. El aumento acelerado de las temperaturas es muy importante porque cuanto más rápido cambien, menor tiempo tienen los ecosistemas para adaptarse —¡y nosotros en ellos!—. Y porque la mayoría de sistemas físicos naturales que reducen la concentración de CO2 en la atmósfera funcionan en una escala temporal más lenta.

Aunque tenemos evidencias científicas muy sólidas de la existencia del cambio climático desde hace más de treinta años, en el último lustro esta evidencia está llegando masivamente a la opinión pública. No es de extrañar: los años más calurosos desde que tenemos registros de temperatura —más o menos desde el siglo XIX—, han sido 2015, 2016, 2017 y 2018. Entre principios de 2015 y julio de 2016 cada mes fue el más cálido registrado durante quince meses seguidos. Otra cifra: desde febrero de 1985 todos los meses han sido más calurosos que la media del siglo XX. Es decir, todos los que en 2019 tengan menos de 34 años no han vivido un solo mes que haya sido más frío que la media. Esto es una auténtica locura. En un clima estable lo que uno espera es que en promedio la mitad de los meses sean más fríos que la media y la otra mitad más caliente. Pero el clima ya no es un sistema estable, y si no hacemos nada, no lo será en muchas décadas.

Burn, baby, burn

El calentamiento global se debe a la emisión de gases de efecto invernadero por la quema de combustibles fósiles: petróleo, gas natural y carbón; y, en menor medida, a la deforestación. Y esto es un problema, porque ambos procesos están en el centro mismo de la manera en que la sociedad industrial produce lo que necesitamos para vivir.

Los gases de efecto invernadero (GEI) están presentes de forma natural en la atmósfera terrestre. Es más, sin su presencia la Tierra sería una roca fría y muerta, como Marte. El más abundante es, de hecho, el vapor de agua (H2O), seguido del dióxido de carbono (CO2), el metano (CH4), el óxido nitroso (N2O) y el ozono (O3). A estos hay que añadirles otros de mucha menor concentración, como son los hidrofluorocarburos. Como todos los planetas del sistema solar, la Tierra recibe su energía en forma de radiación solar. Una parte, la más peligrosa, es filtrada por la capa de ozono —que, por cierto, ni ella ni su famoso agujero tienen nada que ver con el cambio climático—. El resto es o bien reflejado por las nubes y otras partes del planeta como los polos, o bien absorbido por la Tierra. La Tierra a su vez emite radiación en forma de calor al espacio exterior hasta alcanzar un equilibrio térmico a una determinada temperatura. Los gases de efecto invernadero, que no interfieren con la radiación que llega del Sol, son capaces de reflejar parte del calor emitido de nuevo hacia el planeta, calentándolo. De hecho, más que como un invernadero, estos gases actúan como una manta. Cuanto mayor es la concentración de estos gases, más calor reflejan de vuelta hacia la Tierra y, por tanto, más se calienta esta.

El sistema climático terrestre es terriblemente complejo y dinámico. Pero, a diferencia del tiempo que hará dentro de una semana, su comportamiento es bastante predecible. Por ejemplo, sabemos que, a largo plazo, la temperatura de la Tierra sigue una relación casi lineal con la concentración de gases de efecto invernadero. A mayor concentración, mayor temperatura. Y aunque existen diferentes gases de efecto invernadero con diferente potencia, el CO2 es el que permanece durante más tiempo en la atmósfera y, por tanto, el que determina el aumento de temperatura a largo plazo. Por eso, los científicos tienden a expresar la concentración de todos ellos en cantidades equivalentes de CO2.

Durante los últimos miles de años la concentración de CO2 ha permanecido más o menos estable en unas 275 partes por millón (ppm). Sin embargo, desde hace unos doscientos años esta ha aumentado de forma continua, especialmente los últimos cuarenta años, hasta alcanzar la concentración actual de 411 ppm. El motivo de este aumento es que, desde la Revolución Industrial, la expansión de la economía capitalista se ha basado en la quema de combustibles fósiles, cuya sombra material ha implicado, entre otros grandes cambios en los usos del suelo, un vertiginoso proceso de deforestación.

Cuatrocientas once partes por millón. La última vez que la Tierra tuvo dicha concentración de CO2 fue en el Plioceno, hace entre cinco y dos millones de años. La temperatura media era 3-4 ºC mayor. El nivel del mar era 20 metros más alto, y en el polo sur, donde las temperaturas locales eran unos 20 ºC superiores a la actual, había hayas y coníferas. Los primeros restos de Homo sapiens que conocemos tienen unos 300.000 años, es decir, ningún humano hasta nosotros había experimentado esta concentración de CO2. Sin duda, vivimos tiempos extraordinarios.

Una cifra mágica

Con la concentración de GEI aumentando, incrementándose con ella la temperatura media del planeta, la pregunta que nos hemos hecho como sociedad es si hay un límite para que este aumento sea «seguro». Existe una respuesta estándar, pero tiene truco. La Cumbre del Clima de 2009 en Copenhague será recordada siempre como uno de los más grandes fracasos de la diplomacia climática. A pesar de las muchas esperanzas puestas en ella, que tuviera lugar un año después del estallido de la gran crisis financiera de 2008 ayudó a que no se llegase a ningún acuerdo internacional relevante en materia de reducción de emisiones. De esa cumbre solo salió algo, una cifra mágica: 2 ºC. Un límite al aumento de temperatura que no deberíamos superar antes del fin de siglo. Hay razones científicas detrás de la elección de este incremento de temperatura. Básicamente se consideró que a partir de +2 ºC existe un riesgo importante de que se produzcan fenómenos que condujeran a grandes aumentos irreversibles de temperatura. Por desgracia, hoy sabemos que esa cifra podría ser una sobreestimación. Sin embargo, lo que hay que resaltar es que este umbral no es un umbral científico sino político. De hecho, en Copenhague muchos países africanos presionaron para que el acuerdo fuese sustancialmente inferior. Para muchas naciones isleñas del océano Pacífico, aumentos de temperatura inferiores a 2 ºC supondrían su desaparición. Como dice el ingeniero británico Kevin Anderson, un aumento de 2 ºC implica asumir la muerte en diferido de mucha gente, especialmente en el Sur global, como efecto. ¿Por qué 2 ºC y no 2,1 ºC, 1,7 ºC o 3 ºC? No hay una respuesta científica adecuada, sino que la decisión de una cifra u otra se establece en una negociación diplomática basada en análisis de costes y beneficios. De hecho, el Acuerdo de París de 2015, el gran acuerdo climático global, ratificó el compromiso de no superar los +2 ºC y añadió además que se hiciese todo lo posible por no superar los 1,5 ºC. El Acuerdo de París fue considerado por todo el mundo un tremendo éxito diplomático. Hasta que Donald Trump anunció en 2017 que Estados Unidos lo abandonaría, solo tres países se habían negado a firmarlo. Sin embargo, al mismo tiempo muchos señalaron que se trataba de un fracaso por dos motivos. En primer lugar, cada país presentaría voluntariamente sus contribuciones a la reducción de emisiones, pero no se establecieron mecanismos coercitivos internacionales para obligar a cumplirlas con mecanismos de sanción. Peor aún, a pesar de que todos los países firmantes se comprometieron a no superar los 2 ºC antes de 2100, cuando se analizan conjuntamente las reducciones de emisiones planteadas por cada país lo que se observa es una tendencia agregada que nos lleva a superar los 3-3,5 ºC en 2100. París 2015: un nuevo y sangrante ejemplo de la profunda desconexión entre teoría y práctica que se ha producido en la diplomacia climática durante los últimos treinta años.

Desde la primera convención marco sobre cambio climático, que tuvo lugar en Río de Janeiro en 1992, se han sucedido decenas de cumbres climáticas generales y específicas. Y el Panel Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), el organismo científico dependiente de la ONU que revisa y sintetiza sistemáticamente el estado actual del conocimiento en lo referente al cambio climático, ha publicado cinco informes, cada uno de los cuales ha ido aumentando la evidencia de la existencia y, sobre todo, de la gravedad de las consecuencias del cambio climático. Aun así, en todos estos años mientras la certeza científica de que nos dirigimos hacia la catástrofe no dejaba de aumentar, la sorda compulsión de la economía se ha encargado de que las emisiones siguieran aumentando. Cada vez más deprisa, los récords se suceden en una especie de competición para entrar en el Libro Guinness del Desastre. A continuación, tres datos estremecedores que darán pistas a los arqueólogos e historiadores del tercer milenio, si es que la humanidad sigue existiendo, de la esencia patológica de nuestro orden social. El primero es que la mitad de todas las emisiones de CO2 producidas durante la Revolución Industrial, desde las primeras chimeneas de las factorías textiles de Manchester hasta las centrales térmicas de carbón que China sigue construyendo y planificando en 2019, se han producido en los últimos treinta años, cuando ya existía aguda conciencia del problema. El segundo, que en los últimos siete años hemos emitido un 10 % de todo lo emitido desde 1750. Y de hecho el tercer dato, para desesperación de muchos, es que 2018 supuso un nuevo récord histórico de incremento en las emisiones de CO2: 37,1 gigatoneladas; lo que implicó un aumento del 2,7 % respecto a 2017, que a su vez había sido el año de mayor incremento interanual de emisiones de toda la era industrial. Todo esto dos y tres años después de la Cumbre de París.

Que este aumento en el ritmo de las emisiones haya ido paralelo a un incremento de la evidencia científica y de la concienciación social respecto al cambio climático es una paradoja aparente. Ojo, spoiler: al final de esta peli de terror ecológica encontramos la dinámica automática e impersonal que emerge de la búsqueda alocada del beneficio y que nos condena a quemar combustibles fósiles para seguir creciendo, también conocido como capitalismo.

Las injusticias del cambio climático

Una de las principales características del cambio climático, que complican enormemente su resolución, es su profunda asimetría o desigualdad. Un aumento de temperatura por encima de los +2 ºC empeorará las condiciones de vida de la humanidad en todo el planeta y hará inhabitables muchas regiones. Pero la catástrofe irá por barrios. O más bien por continentes. Las consecuencias directas no serán las mismas en Nigeria que en Noruega, a lo que hay que añadir que la capacidad de adaptación local tampoco lo será. En un acto de injusticia poética histórica, hay una relación inversamente proporcional entre la contribución al