Qué pasa por la calle - Enrique Blanc - E-Book

Qué pasa por la calle E-Book

Enrique Blanc

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Beschreibung

Este libro es una ventana que devela momentos únicos en la escena del rock latinoamericano; encuentros de primera mano que apelan al insaciable espíritu nómada de su autor y su travesía hacia recónditos rincones del planeta en busca de sonidos únicos y sus excéntricos responsables. Las historias reunidas en estas páginas repasan distintos pasajes de una trayectoria de más de treinta años dedicada a crear textos a partir de la observación, escucha e investigación de canciones, discografías y conciertos. Las crónicas de Enrique Blanc desafían los prejuicios y revelan la influencia de las conexiones personales en la apreciación de la música. Transparentan una indomable melomanía y destacan el poder universal de la música como un puente que conecta cómplices incondicionales en el camino.

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Índice

Prólogo

Juan Carlos Hidalgo

Presentación

La Ciudad de México en los años ochenta

Siguiendo la huella sonora

Cucamonga circa 1990

Inmersión al pop

La España profunda de Seguridad Social

Debate

Cerati en cinco boletos

Instantáneas del Watcha Tour 2000

Oye, pana, ¿qué pasa por la calle?

La noche trágica de Dusminguet

Pernambuco sonoro

Crónica babasónica (redux 2020)

Crónica para una megacidade: São Paulo (lado A)

Celina McCartney

Cinco días musicales en Nueva York

Crónica para una megacidade: São Paulo (lado B)

Orbitando planetas

Sonoro viaje al centro de la Tierra

Argentina 1.0

Un payo muy flamenco

Crónica para una megacidade: São Paulo (epílogo)

Agradecimientos

¿Qué es aquello que más le gusta al hombre?

Una palabra lo resume todo… aventura.

Tom Waits

El tiempo es un jet, se mueve muy de prisa.

Oh, pero qué triste es que todo lo compartido no perdure.

“You’re a Big Girl Now”, Bob Dylan

Prólogo

Juan Carlos Hidalgo

La lectura de Tristeza, la novela que Jack Kerouac publicó en 1960, nos deja la postal de un Jack Duluoz —alter ego del escritor— caminando a la vera de una carretera, agotado por la vivencia plena del mundo, pero con la certeza de que ese espíritu nómada le traería importantes revelaciones.

Así ocurre con el periodista mexicano Enrique Blanc, cuya pasión por la música lo ha llevado a recorrer diversas latitudes para abordar sus tradiciones, encontrar las propuestas más impredecibles del presente y entrever lo que está por venir; es un explorador sonoro consumado.

Durante más de cuatro décadas ha emprendido viajes a diestra y siniestra para fundirse con las ciudades y los barrios, sus artistas y canciones; así es como lo encontramos tomando unas cañas con Jota, de Los Planetas, en Granada; o abriendo brecha en la radio californiana para dar a conocer a Radio Futura a través del discurso maravilloso de Santiago Auserón.

Ahora Blanc ha decidido compilar sus crónicas, pues ya había publicado parte de sus artículos y entrevistas, además de tener una sólida carrera como cuentista. Esto último no es un dato menor, pues de la literatura toma las herramientas para nutrir a una prosa veloz, pero detallista, que emana desde un observador participante.

Es aquí donde podemos recurrir a las ideas de la investigadora brasileña María Geralda de Almeida, cuando describe los conceptos geografía sensible y literatura y expone que ciertos escritores: “tal como ocurre en On the road, toman prestado de la geografía sus toponimias, su calidad paisajística y su contenido humano, y se lo devuelve enriquecidos con nuevos significados” (De Almeida, 2015)1, así ocurre en las crónicas de Blanc.

Siguiendo con los conceptos de Geralda de Almeida, coordinadora del grupo de investigaciones sobre geografía cultural: territorios e identidades de la Universidad de Goiás, se pueden establecer coincidencias con este grupo de textos creados por quien fuera editor de la revista La Banda Elástica y colaborador de diversos medios en México y el extranjero, dado que se preocupa por describir los sitios por donde se desplaza y precisar bebidas y platillos, edificaciones y gente. Es decir, la búsqueda de Blanc va más allá de lo estrictamente musical —abraza la cultura entera y de un modo gozoso—.

Es por ello que, a propósito de estas crónicas y siguiendo a De Almeida:

Es preciso reconocer que la verdad literaria (e incluso la del cronista) es diferente de la verdad científica, porque asume otras vías que no son impenetrables ni misteriosas, pues permiten el acceso a una comprensión del mundo. La geografía y la literatura pueden encontrarse y reconocerse porque el mundo no es un libro ya escrito y su sentido no es inmediato. La literatura no cesa de conferir al mundo, mediante el lenguaje, una configuración humana (De Almeida, 2015).

He aquí uno de los anhelos escriturales de Blanc: mostrarnos la dimensión humana de los artistas, colectivos, productores y todo tipo de personajes que sale a buscar.

Un día se encuentra en Pernambuco comiendo peixe y en otro momento recorre la geografía estadounidense viajando en un autobús Greyhound junto a Café Tacvba y Aterciopelados, entre otros. En este libro, lo encontramos yendo a toda prisa en Buenos Aires en su afán inagotable de abarcarlo todo (y comer un asado con Tweety González, el cuarto Soda Stéreo), pero también aparece en un after doméstico en los primeros años de La Maldita Vecindad y atestiguando una pelea; nada es imposible en los alocados periplos de Enrique.

Me es preciso compartir y explicitar una conexión que desde mucho años he establecido a propósito de la escritura periodística de Blanc, en el entendido de que es un sibarita no solo en lo musical —¿quién más ha promovido a Arnaldo Antunes y Marisa Monte con tanto denuedo? —, ya que al leer sus textos nos entreveramos con las urbes y los poblados, sus rincones y bebidas espirituosas (más algún otro venenito complementario). ¿Es necesario considerarlo un periodista gonzo?

Blanc es a la crónica musical de viaje lo que Anthony Bourdain representa para la de recorridos gastronómicos; ambos poseen una personalidad magnética, un espíritu aventurero y algo transgresor. Además, transpiran una energía tremenda para aprender (y aprehender) el mundo. Ahí donde el chef y presentador propone y titula uno de sus libros Comer, viajar, descubrir, Blanc, nacido en Ciudad de México, pero asentado como tapatío, agrega toda una carga musical adicional y siempre exquisita.

El cocinero y conductor de la serie No reservations —que le dio fama global— apuntó: “Si soy un defensor de algo, es de moverme. Tan lejos como puedas, tanto como puedas. Al otro lado del océano, o simplemente al otro lado del río. Camina en los zapatos de otra persona o al menos come su comida. Es ganancia para todos”.

Enrique Blanc no solo se pone ese calzado, hace suyas las cervezas y los vinos, para de esta manera compenetrarse también con las letras de las canciones y la manera de utilizar los instrumentos, el estudio, las salas de concierto, los bares y mucha, mucha carretera.

Estas crónicas transcurren a toda velocidad, fluyen, se expanden sobre los aeropuertos y las calles de ciudades tan fascinantes como São Paulo, Quito o Madrid; siempre canturreando aquello de “Forjarán mi destino / Las piedras del camino”, que canta Seguridad Social en clave dylaniana y que se filtró en este libro.

Para Blanc, vivir es escribir y escuchar música, que al final se funden como un todo, es por ello que le viene bien vincularlo con la idea de una geopoética, una noción que relaciona a la geografía y el lenguaje literario, establecida por Kenneth White durante los setenta y que reivindica: “el espíritu nómada —el del pensador y el del poeta—… y reconcilia la observación con la imaginación” (White, s. f., como se citó en De Almeida, 2015).

El también autor de No todos los ángeles caen del cielo, Sudor añejo y sardina y Flashback: La aventura del periodismo musical hace suyo un planteamiento de Jean Luc Tissier cuando apunta: “El escritor puede ser un vigía atento y un descriptor acucioso de ciertas transformaciones paisajísticas y modos de vida…”. Es así que Blanc pasa por los salones del hotel Biltmore de Los Ángeles para alternar con Tito Puente y Celia Cruz, camina por el rumbo de Hollywood para comprar discos junto a los Babasónicos, festeja en Guadalajara con Manú Chao y hurga en los sonidos emergentes de Quito.

Con su escritura ofrece al lector la posibilidad de relacionarse con otros mundos posibles y muchísimas músicas excitantes que desvelan una forma más estética y libertaria de habitar en este plano existencial. Lo que es gran logro, uno que transcurre con la recomendación de vivir a través de la sabiduría de las canciones: “Un amor real, es cómo dormir y estar despierto / Un amor real es como vivir en aeropuertos”; es por ello que Blanc tiene la maleta, el pasaporte y las memorias siempre listos.

1 De Almeida, M. (2015). "América lírica y poética de Jack Kérouac On the road (En el camino)". Cultura representaciones sociales (10), núm. 19.

Presentación

Gran parte del ejercicio del periodismo musical se lleva a cabo al inte­rior de una habitación, con los audífonos puestos y la vista clavada en la computadora, siguiendo las palabras que aparecen en esta y que formulan un juicio o idea acerca de la música que se filtra por los oídos en ese momento. También hay otros ámbitos: una sala de prensa, el bar del vestíbulo de un hotel —como aquel donde charlé con Gilberto Gil, en Miami, o aquel otro donde lo hice con Daniel Melero, en Madrid, entrevistas publicadas en Flashback: La aventura del periodismo musical, antología de textos personales publicada por la Editorial de la Universidad de Guadalajara en 2012—, que sirven de escenario para emprender una entrevista que luego se materializará en la página de un diario o una revista para compartirse con el mundo.

Las entrevistas pueden realizarse en cafés públicos, barras de bar, camerinos e, incluso, en la calle mientras se camina, como ya se verá aquí, en páginas más delante. Quizás la experiencia más venturosa y rica, en la que uno se decide a conocer a fondo la obra de un creador, está en seguirlo con la determinación de una sombra. Es allí donde la crónica, ese género periodístico que no escatima en lindar con lo literario, se convierte en una herramienta exacta a través de la cual, con lujo de detalle, puede contarse una anécdota, el relato de un instante que se atestigua y del que una serie de reflexiones surgen como consecuencia para trazar ese dibujo en el que no solo caben los apuntes relacionados con el arte del músico en cuestión, su proceso creativo y su entender propio de la composición, sino también los que tienen que ver con su realidad, su vida y la línea de tiempo que transita.

Las historias reunidas en este libro repasan distintos pasajes de una trayectoria de más de treinta años dedicada a crear textos a partir de la observación, escucha e investigación de canciones, discos, discografías y conciertos. Algunas se publicaron en diarios o revistas, pero la gran mayoría son inéditas. Todas ellas apelan al insaciable espíritu nómada que me mueve, es por eso que están narradas desde distintas urbes: de Guadalajara a Los Ángeles, Ciudad de México a Río de Janeiro y Madrid a Buenos Aires.

En sí, la idea detrás de las páginas que vienen a continuación es la de recontar encuentros de primera mano; anécdotas que aluden a las relaciones de amistad que un periodista y un grupo de músicos pueden trabar sin prejuicios de por medio ante el hecho de que esta pueda incidir en las apreciaciones de aquel sobre su trabajo. Ya he dejado claro de cualquier manera que me resulta más tentador y gratificante asumirme como periodista musical que como crítico. En ese sentido, este libro está más cerca de Desayuno con John Lennon de Robert Hilburn —periodista a quien considero uno de mis maestros y mentores— o de 31 ­canciones de Nick Hornby —uno de mis libros de cabecera— que de cualquiera que tenga como objetivo desentrañar determinada creación musical desde el pensamiento crítico. En otras palabras, aquí, la anécdota, su cronología y desarrollo priman. No obstante, tampoco he querido que todo quede solamente allí, sino que la propia anécdota se com­plemente a través de las indagaciones que obtuve en su realización, que seguramente son las que dieron forma al artículo periodístico que apareció publicado en algún diario o revista. En otras palabras, el móvil periodístico que desató una vivencia, más allá del protocolo en el que dos o más personas acuerden formalmente a encontrarse para conversar sobre algo en particular. En ese sentido, varias de las crónicas aquí presentadas tienen un carácter híbrido, incorporando testimonios y diálogos que las enriquecen, sin mermar su eficacia periodística.

En su conjunto, estas crónicas no solo transparentan la irrefrenable melomanía que ha conducido mi vida. Asimismo, constatan el espíritu trashumante que ha dirigido mis pasos hacia recónditas esquinas del planeta en busca de un sonido o su excéntrico responsable. También, dejan muy en claro que la música es un instrumento invaluable y eficaz para hallar cómplices incondicionales y amigos de verdad en el camino.

La Ciudad de México en los años ochenta

Aquel no era un ritual que repitiéramos a menudo. Quizás lo hacíamos un par de veces al año, por el costo que nos representaba y el tiempo que debíamos invertir en él. Además, no siempre estaban Cecilia Toussaint o Jaime López en la cartelera de Rockotitlán. El orden de los hechos era el siguiente: despertaba temprano, después recogía al Che Bañuelos en la esquina acordada y nos internábamos en aquella carretera rumbo a la Ciudad de México, no sin antes haber hecho una minuciosa selección de canciones, poniendo en juego nuestra pasión por las play­lists, que ambos ejercitábamos en la radio. Viajábamos envueltos en un soundtrack que nos hacía imaginarnos personajes de alguna road movie. Al interior del auto sonaban los Stones —desde luego—, Bruce Springsteen, Jackson Browne, Bob Dylan, The Clash, Talking Heads y los BoDeans. Lo mismo clásicos de rock que nuevos exponentes del género en aquel momento. La única condición para ser programados era que entre su repertorio hubiese canciones de viaje y alusiones a polvorientos caminos de asfalto.

En aquellos años, la segunda mitad de los ochenta, tanto Bañuelos como yo teníamos una relación laboral con el micrófono. Él producía una barra semanal en Radio Universidad de Guadalajara, mientras yo escribía guiones para varios programas en Stereo Soul, la frecuencia de rock en la ciudad.

El trayecto tomaba siete horas de camino. Yo iba al volante, aprovechando la vacuidad de la autopista en aquellas horas tempranas de la mañana, con el acelerador a fondo y el estéreo a un volumen de locos. Quizás esa era una manera vehemente de celebrar la vida, que a su vez nos daba la oportunidad de oír la música que deseábamos encajar para siempre en nuestra memoria.

Eran días en los que en Guadalajara no había mucho por hacer, especialmente si no eras un apasionado de lo que no sonara a mariachi y buscaras algún concierto al cual asistir. Por entonces, no era habitual que los grupos de la Ciudad de México nos visitaran, salvo contadas excepciones. Localmente había poca oferta. Si bien Gerardo Enciso acostumbraba a presentarse los sábados en el sempiterno Banana’s de avenida Chapultepec, en recitales a los que asistíamos a menudo para, más tarde, los tres refugiarnos en la casa donde vivían él y Bañuelos a beber caguamas y conversar hasta la madrugada, tampoco había mucho más qué hacer en esas calles.

Calendario de Rockotitlán publicado en la revista Las Horas Extras.

Aquellos también fueron días en que Julio Haro y El Personal comenzaban a hacer de las suyas y se presentaban en cafés y librerías. Pero eso era todo. Una carencia en términos de rock que nos acicateaba para marcharnos a la primera provocación en busca de aquello que acontecía con más constancia en la capital.

En la Ciudad de México, solíamos hospedarnos con Julia Palacios, quien también se dedicaba a hacer programas de radio en Rock 101, la emisora que escuchábamos con avidez en esa ciudad. Por su conducto, conocimos a otros locutores, como Jaime Pontones, quien al igual que nosotros era un converso más de la obra de Dylan. También nos acercamos a periodistas y críticos musicales que daban vida a un efímero tabloide de contracultura y rock llamado Las Horas Extras, cuyo editor era Víctor Roura. Aún conservo ejemplares de esa publicación independiente que tuvo una influencia importante en mí. En ese tabloide se publicaba el programa de foros culturales de esa ciudad, entre ellos Rockotitlán. En sus páginas de papel revolución, que pronto se tornaba amarillento, me acerqué a esa noción del capitalino que tenía un espíritu singular, que me evocaba cierta nostalgia por el hecho de haber nacido en esa urbe y de recordar los primeros años de mi vida entre edificios de la colonia Del Valle.

Rondar esas calles invariablemente sugería una y mil aventuras. Infaltable era visitar el tianguis del Chopo, los sábados, y La Lagunilla, los domingos. Pero el móvil de nuestra expedición era asistir al Rockotitlán de Insurgentes y California.

Recuerdo con nitidez la rampa que subías para llegar al vestíbulo del foro y la cabina donde comprabas el boleto para el concierto. A menudo, sobre aquella rampa se hacía una larga fila. Por ello, dado que veníamos de lejos, Bañuelos y yo acostumbrábamos a llegar dos horas antes del concierto para no quedarnos fuera y arruinar nuestra expedición.

Tocara Toussaint o López, invariablemente desfilaban antes otros grupos que completaban el cartel. En aquellas noches vi, en distintas ocasiones, a Botellita de Jerez —quienes en parte eran propietarios del foro—, a Trolebús y a Mamá-Z; grupos cuyos discos me dio Rodrigo de Oyarzábal, a quien visitábamos en la estación de radio donde laboraba, una más de las tareas de nuestra ajetreada agenda en la capital.

Para Cecilia Toussaint, la entonces heroína del rock and roll mexicano, los ochenta fueron los años en que se acompañó de Arpía, el trío que contaba con un tremendo guitarrista, José Luis Domínguez, y una cumplidora sección rítmica conformada por Rodrigo Morales, en el bajo, y Héctor Castillo, en la batería. Con ellos grabó su disco debut en 1987, que editó el sello Pentagrama.

Portada del álbum Arpía. Cortesía de Discos Pentagrama.

A sus veintitantos años, esa mujer guapa de clase media, vestida de negro, con la greña lacia cayendo por sus hombros, agitándose con el micrófono en mano mientras escupía versos nada complacientes como “Le dicen la viuda negra / pues es ardiente y sensual / Su cuerpo es como la noche / y su veneno es mortal…”, detonaba fantasías de todo tipo entre los muchos que nos reuníamos a escucharla. A esa edad, Toussaint era símbolo de una femineidad rebelde e insatisfecha, que no se veía mucho en un México aún muy conservador. Y el rock, que recién asomaba el cuello tras haberse mantenido relegado a loshoyos fonky, era la ceremonia liberadora que la juventud asumía en un horizonte sin muchas opciones todavía. Entonces Toussaint hacía propias las composiciones de López y José Elorza. Su espectáculo estaba muy ligado a su energía como intérprete, así como a una actitud desafiante que ocasionaba revuelo en una audiencia, sobre todo, masculina. Si cantaba versos como Mi peor es nada ni color se dio… de “Me siento bien, pero me siento mal”, aludiendo a una furtiva infidelidad, era obvio que estaba seducida por el espíritu existencialista y transgresor de aquella música electrificada. Eso era algo único en aquella urbe camino a desbordarse en todo sentido, urbana y demográficamente.

Su repertorio no dejaba fuera “Ámame en un hotel”, vaya fantasiosa e irrenunciable invitación para cualquiera de los que allí la veíamos contonearse sobre el entarimado de Rockotitlán. Tampoco “Viaducto Piedad”, con su gráfica descripción del caos de la ciudad que nos aguardaba más allá de la puerta del foro. Ni “Bulldog blues”, que nos ubicaba en el justo momento histórico de una realidad que entraba con violencia por los oídos y definía la situación de un país donde los excesos por parte del aparato que la regía, su insondable corrupción y sus crímenes históricos, revoloteaban ante nuestras narices como moscas atarantadas por una ola de calor. “Detrás del Palacio Nacional está la primera calle de la Soledad…”.Enfrentarse con ella no era solamente sucumbir ante su actitud, belleza y contundencia artística, sino también confrontarse con uno mismo y su lugar en el mundo, en aquella tierra de sinsabores que comenzábamos a entender, a esa edad de juventud que nos hermanaba, en su irresoluble complejidad.

Hablar del rock capitalino en los ochenta era hablar de un momento de transición en el que sucedieron muchas cosas aisladas. Por una parte, estaba la generación a la que se denominó Comrock, por el sello que dio a conocer sus materiales, encabezado por Ricardo Ochoa, músico en activo desde una década anterior que fungía como productor de varios de los grupos que surgieron en su seno: los defeños Dangerous Rhythm —el seminal embrión punk comandado por Piro Pendas— y Punto y Aparte; junto a los tapatíos Kenny and The Electrics, Mask y Los Clips. Por otro lado, estaban por aparecer otros focos de infección como el bar Nueve, La Última Carcajada de La Cumbancha y el Tutti Frutti, en los que florecerían grupos como Las Insólitas Imágenes de Aurora —que a la postre se convertiría en Caifanes—, Maldita Vecindad y los Hijos del Quinto Patio, Casino Shangai, Santa Sabina, Café Tacvba, Simples Mortales, Café de Nadie, Neón, Fobia, El Juguete Rabioso, entre otros, para los que Rockotitlán fue un inspirador antecedente.

También, estaba Jaime. Él era, en gran medida, el autor que respiraba tras el tono crítico, contestatario y lúdico de las letras que vomitaba con audacia Toussaint. Y, tal como sucedía cuando uno se encaraba frente a ella, con él la experiencia era de igual forma transgresora e incomparable.

Recuerdo haberlo visto por vez primera actuando en algún programa insulso de aquel conductor polémico de TV, Raúl Velasco. Me llamó la atención que su canción “Ella empacó su bistec” poco tuviera que ver con los contenidos melodramáticos y de fórmula que, por lo general, habitaban el programa que conducía, Siempre en domingo. Y es que en lo de López prevalecía un humor por demás extraño, además de un uso del lenguaje poco común, más cercano a Chava Flores, Piporro y Tin Tan que a nada que se pudiera rastrear en la canción pop de nuestro país.

Llegar a López fue abrir mil puertas en cuanto a las infinitas posibilidades que ofrece el español —¿debo decir “nuestro idioma mexicano”?—. Allí estaba ese ocurrente trovador cuyo periplo de vida lo había llevado de Tamaulipas a Guadalajara y luego a la Ciudad de México, recogiendo la jerga de los barrios populares para transformarla en un dialecto tan irrepetible como genial, el mismo que dio a sus letras un carácter de originalidad incomparable, elocuente en canciones como “Chilanga banda”, popularizada más tarde por Café Tacvba y contenida en ese lujo de álbum que es Odio Fonky, tomas de buró, producido junto a José Manuel Aguilera.

Encarar a López de noche, bajo el cielo sudoroso de Rockotitlán, armado con una armónica y guitarra, era revelador. Escucharlo entonar cumbias como El mequetrefe, con su alegórico recorrido citadino en líneas como “El mequetrefe es del DF / De Tacubaya, de Bucareli, del mero rumbo rumbero, eh / De la Aragón o de la Merced / Le viene igual, al fin, mequetrefe…” era imaginar aquella urbe a manera de un seductor laberinto. O bien, verlo rehacer baladas de aire acústico como Corazón de cacto, que acusa con crudo desencanto que todo es efímero y provisional: “El amor como un nubarrón / Llueve recio y tupido y luego se va / Y si llega a quedarse, se va evaporando, se va…”es algo que sigo sin olvidar. Canciones queremovían emociones, evidenciando un carácter nacionalista, el mismo que marcó el trabajo de músicos que llegaron después para hacer un rock con identidad propia, innegablemente mexicana. En ese sentido, López fue un pionero de lo que más adelante mostrarían Caifanes, Maldita Vecindad y Café Tacvba. Hallazgos como los suyos fueron los que a la postre, con la complicidad de exponentes similares llegados de Argentina, España, Chile, Colombia, etcétera, germinaron en lo que pronto se llamó rock latino.

Rememorar aquellos viajes a la Ciudad de México es evocar a su vez las entrevistas realizadas para el libro Café Tacvba: Bailando por nuestra cuenta, con Rubén Albarrán y Joselo Rangel —otros dos elocuentes admiradores de López, con quienes en algún momento fraguamos, a manera de homenaje, la creación de Jaime López y su Chilanga Banda, en el marco de la Feria Internacional de la Música (FIM), en 2012—. En sus testimonios, ambos narran expediciones por el centro de la Ciudad de México, emprendidas con el propósito de acercarse a su vida urbana y su submundo cultural; vivencias atadas a la memoria, duraderas y ligadas a canciones que son como un talismán infalible contra el olvido.

Siguiendo la huella sonora

En 1987 producía programas en Stereo Soul. Cuatro o cinco emisiones semanales en las que no se daba cabida a las expresiones musicales cantadas en español. La frecuencia del 89.9 FM, en el cuadrante de la ciudad de Guadalajara, defendía su perfil de rock en inglés y sostenía la idea, que yo compartía en cierta medida, de que el rock en español en ese momento, al menos el que teníamos en nuestro país, salvo contadas excepciones, carecía de calidad y propuesta. Entonces aparecieron los Auserón.

Atendiendo la petición de RCA Ariola, que había editado la colección Rock en tu idioma, que introdujo en México la obra de músicos españoles y argentinos como Los Toreros Muertos, Charly García y GIT, se me consignó por parte de la dirección de la emisora que entrevistara a dos españoles cuyo grupo, Radio Futura, realizaría una presentación promocional por la noche en un club nocturno de la ciudad. Así lo hice. Se determinó que la entrevista se realizaría en el estudio, y no en vivo en cabina, con la idea de archivarla para ser transmitida al aire, si lo ameritaba, en una fecha posterior. Como solamente se tocaba rock en inglés, una charla con un grupo español de inicio quedaba descartada del perfil de programación de la difusora.

Santiago y Luis Auserón llegaron a las instalaciones de la radio a eso de las cinco de la tarde. Los escolté hasta el cuarto donde se llevó a cabo la charla. Luego del obligado protocolo en el que nos presentamos e intercambiamos frases coloquiales, activé la grabadora de carrete abierto y comencé a hacer preguntas. Comparto a continuación un fragmento de aquella charla, una conversación reveladora; la misma que alteró para siempre mi manera de entender y apreciar el rock latino.

—El primer paso ha sido cambiar un poco de atención con respecto a las tradiciones musicales hispanas. Es decir, en España, desde los años cincuenta, toda la tradición del bolero y de la canción hispana era una canción que se consideraba como de la generación anterior y que nosotros no teníamos nada que ver con ella, porque los jóvenes querían una música más enérgica —me respondió Santiago, ante mi curiosidad por saber cuáles eran los problemas técnicos que enfrentaba todo aquel que pretendiera hacer rock con la intención de que sonara latino—. Sin embargo, nosotros, una vez aprendidas las bases del rock and roll, hemos tenido que volver a fijarnos en todas las tradiciones hispanas, porque en ellas hay una sabiduría y un conocimiento de la práctica de hacer canciones, en concreto de la práctica de hacer buenos textos. El problema principal ha sido adaptar la lengua, adaptarla a la métrica y a la rítmica del rock and roll, que es muy rápida y con frases muy cortas. El inglés se presta mucho, pero el español es una lengua cuyas sílabas son duras, por así decirlo. La sintaxis del español es poco flexible. Entonces ha sido una lucha muy dura porque los primeros grupos de rock en español, allá en España, acentuaban mal las palabras o invertían el sentido de la frase de una manera poco ridícula a nuestro juicio.

—O llenaban un verso de consonantes con “tes”, “zetas”, “jotas” que son difíciles de melodizar, de encajar dentro de una estructura melódica —acotó Luis Auserón—.

—Esos problemas estaban ahí y nos era muy difícil superarlos —prosiguió Santiago—. Tuvimos que recurrir a la experiencia de los grandes letristas de la tradición de la canción española y la canción hispanoamericana, por ejemplo, el bolero. No conozco autores, pero sí hemos oído en concreto temas clásicos y también temas nuevos del área latina. Llevamos años oyendo la producción de grupos como Rubén Blades y los Seis del Solar y el Gran Combo de Puerto Rico, bandas de ese tipo en las que las letras son muy eficaces. También anduvimos una temporada por Cuba, tratando de obtener información acerca de la música cubana porque nos parecía que solucionaba problemas. Esto en el campo de las letras. Hemos tenido que volver nuestra atención hacia la tradición de la música hispana para tener frases mejor construidas.

(Santiago hizo una pausa para jalar aire, luego continuó).

—En cuanto a la música, sucede algo parecido: un formato de rock and roll que está hecho por un baterista, un bajista, un guitarrista, tal vez un tecladista, como es nuestro caso, y un cantante es un formato que no tiene percusión como tienen las bandas latinas. Entonces, para incluir las cadencias que provienen del área del Caribe o de Latinoamérica en general, o de ciertos sectores de España; por ejemplo, el sur, donde el compás es muy popular y muy marcado, hay una cultura rítmica muy viva, sobre todo la derivada de las partes más ligeras del flamenco como la bulería, son estilos muy caracterizados por el ritmo. Bueno, introducir esas cadencias en un formato de rock es muy difícil, porque en un combo no hay batería, no hay un ritmo rígido. Y, sin embargo, hay tres o cuatro personas que se ocupan de una distribución del análisis rítmico, de la polirítmica.

Entonces hay una incitación al baile muy grande por parte de estos combos, porque tienen un poderío rítmico. A nosotros eso nos interesa mucho, porque nos parece que ya se acabaron las posibilidades de la disco music en ese sentido, de mover el cuerpo en base a un ritmo machacón: un, dos, un, dos; un ritmo binario muy cansino.

Nosotros creemos que para renovar el panorama del rock and roll, desde el área hispana, se pueden incluir determinadas cadencias, determinados ritmos ya más recortados, más picaditos, para incitar un poco al cuerpo a moverse en un horizonte nuevo.

Es muy difícil aplicar esa experiencia a un formato de rock. Simplemente pasar todo el análisis del ritmo y la percusión a un batería es un trabajo delicado, en el cual hay que invertir mucho tiempo. Nosotros hemos buscado pistas también dentro del área centroamericana, en concreto en la música de Jamaica, en el reggae jamaicano, porque ellos sí utilizan las cadencias del calypso y algunas derivadas de la rumba, que luego pasaron al ska y al reggae. Las utilizan ya bien analizadas, tocadas por batería, sin percusionistas, de tal manera que ya tienen un análisis muy concreto del ritmo. Estos han sido los problemas más fuertes que nos hemos encontrado. Por un lado, el de las letras; por otro, el de los análisis rítmicos. Pero hoy en día ya la formación de Radio Futura dispone de una cierta experiencia para solucionar esos problemas.

La elocuencia y visión de los Auserón cambió mi concepción de tajo en cuanto a que no había futuro para el rock desde la vertiente latina. Años más tarde, Joselo de Café Tacvba me confesó haber tenido una transformación similar a la mía. En algún otro momento, el fallecido Julio Haro, fundador y cantante de El Personal, también me contó con elocuencia lo que atestiguar la actuación del grupo español le había significado. En ese sentido, las ideas compartidas abiertamente por Radio Futura resultaron visionarias. Creo que su semilla plantada en México, en aquella gira de 1987, sirvió en gran medida para inspirar un rock que volteara a ver la riqueza cultural de México; cuyas ideas se complementarían con lo que ya Botellita de Jerez y Jaime López intuían en sus propias cabezas.

Aquella noche asistí a The Plantation para ver en concierto por primera y única vez a los hoy legendarios Radio Futura.

La canción de Juan Perro fue el primer disco de rock en español que se programó completo en Stereo Soul, aderezado por los originales conceptos de los Auserón en voz propia, a partir de la gestión que hice con la dirección de la radio para que ello fuera posible.

Portada del álbum La canción de Juan Perro. Cortesía de RCA Ariola.

Mi encuentro con los Auserón fue el primero de muchos más que tuve con músicos españoles, con los que, admito, ha sido fácil hacer amigos. Gente llevadera, por lo general, con una pasión desbordada por la música y la amistad. En particular, he mantenido a través de los años comunicación con Santiago y su hermana Mariluz, quien está al frente de La Huella Sonora, en Madrid. Ello me ha facilitado seguir de cerca su trabajo y gestionar entrevistas con el ahora líder de Juan Perro cada que se anuncia el lanzamiento de un nuevo disco suyo o una visita a México. Ejemplo de ello fue nuestro encuentro en Guadalajara, cuando Juan Perro fue parte de la serie de conciertos que inauguraron en 1998 el hoy extinto Hard Rock Live. Días más tarde en el Vive Latino, donde él también formó parte del cartel. Fue en los camerinos del Foro Sol donde dimos continuidad a la charla que habíamos dejado pendiente en 1987. Esa noche, luego de una intensa actuación, escuché de su propia voz las razones por las que Radio Futura dejó de existir, mismas que aquí comparto y que originalmente aparecieron en el número 33 de la revista La Banda Elástica, en un texto titulado “Las mestizas revelaciones de Juan Perro”; así como en la sección “Espectador” del diario El Financiero, el 13 de diciembre de ese año.

—Tierra para bailar fue un disco adelantado a su tiempo, un disco de remezclas que para el mundo latino era algo nuevo, pero, además, tiene fusiones muy logradas. ¿Por qué cortar con Radio Futura en ese momento tan inspirado y brillante?

—Las razones fueron muy complejas —espetó Santiago—. Sentíamos una presión enorme, sobre todo por la enfermedad de Enrique Sierra. Él tuvo un trasplante de riñón que no salió bien y hubo rechazo, y sufrió un derrame cerebral. Estuvimos varios años luchando contra su enfermedad y sustituyéndolo con guitarristas de manera muy improvisada. A la vez que teníamos que hacer frente a una multiplicación geométrica de las ventas y a conciertos con cada vez más dificultad para manejar una infraestructura muy grande.

Al final, éramos cuarenta personas en carretera. Todo era muy complejo. Y con el hándicap de tener a Enrique, de tener que buscar sustitutos cada dos por tres. Logramos un sustituto estable, un inglés que nos gustaba mucho, Ollie Halsall. Era un guitarrista importante que había colaborado con Kevin Ayers, uno de los grandes nombres de la escuela de Canterbury en los setenta, del rock británico más experimental.

Ollie se integró a Radio Futura y realmente le gustaba el grupo. A nosotros nos encantaba tocar con él porque éramos sus fans desde adolescentes. Tener a Ollie en Radio Futura era una barbaridad. Pero pasa que Ollie se enamoró de una chica que consumía heroína, él se enganchó también y falleció. Aquello ya empezaba a colmar el vaso.

Otro detalle anecdótico que indica el tipo de situación que vivíamos en ese momento tuvo que ver con un productor de conciertos con el que llevábamos trabajando diez años. Éramos ya amigos, había una relación personal de amistad. Estábamos con todos estos problemas: Ollie enganchado, Enrique enfermo, todo a la vez. Este productor, amigo de años, cuando acabamos la gira en la plaza de toros de Las Ventas, ante veintidós mil personas, a tope, ¡va y se fuga con el dinero! Todo eso es anecdótico, pero eran señales. ¿Es que queremos ir por este camino? Luego, para que todo eso funcionase, había que dedicarse más al negocio que a las canciones. Había mucho éxito, pero a la vez amargura. Como si el éxito nos estuviera sentando mal. Esto nos obligó a plantearnos qué es lo que queríamos hacer con nuestras vidas. ¿Queremos dedicarnos a los negocios o queremos dedicarnos, a lo mejor un poco, más humildemente, a seguir aprendiendo a hacer canciones? A seguir alucinando como chavitos con el sonido, aunque nos hagamos viejos, pero teniendo la libertad de hacerlo con la mente abierta. Decidimos elegir esta opción. Por eso se acabó Radio Futura.

He mantenido interés en la obra de Santiago Auserón pese a que por un tiempo sus discos dejaron de cruzar el Atlántico. Así que, cada dos por tres, lo busco e intento ponerme al día en cuanto a lo que sigue haciendo este trovador incansable que a la postre se convertiría en un gran ensayista de lo musical, publicando textos luminosos como El ritmo perdido: Sobre el influjo negro en la canción española (2012) o los relatos sobre sus incursiones en Cuba, Semilla del son: Crónica de un hechizo (2019).

Una vez que salió al mercado Cantares de vela, su disco de 2002, volví a cruzarle una serie de preguntas por correo electrónico, entre las que iba incluida la siguiente: ¿cargas todavía el estandarte del rock latino? ¿A dónde crees haber llegado con él?

Si rock latino significa meterle el pulso eléctrico afroamericano a la lengua romance, la denominación puede ser útil, pero no me gusta cargar con ella si nos referimos a la sopa de estilos que hoy se reconoce como mestizaje. Me gustaría más bien orientarme hacia una depuración desnuda, de la que el blues original o el son campesino siguen siendo ejemplos nobles. El problema es que nosotros hemos nacido en un terreno musicalmente movedizo. La cuestión está en buscar el equilibrio entre lo que más le toca a uno. En mi caso, el rock, el rhythm and blues, el soul primero; y el son tradicional después; esos fueron los palos esenciales de la baraja. En Cantares de vela me he acercado al jazz por razones de sonoridad y expresión vocal. Con ello procuro destilar algo claro, que no amargue la boca cuando cantas en lengua natal. Hace falta tiempo para acercarse uno solo al grado de depuración que la comunidad consigue a lo largo de siglos. El escritor de canciones contemporáneo no parte de una fuente clara, sino de la confusión, y entonces lo esencial es un problema que cada uno ha de resolver a su modo. Creo haber dado un paso con Cantares de vela en ese sentido. Pero necesitamos aliados para compartir la aventura. Las canciones no existen si no son compartidas.

En 2011 volví a buscarlo a propósito del lanzamiento de Río Negro. Hablé con él, nos pusimos al día y le hice algunos cuestionamientos acerca de su oficio y su perspectiva de las cosas entonces. La entrevista salió publicada en el número 476 de la revista Día Siete.

En realidad, no hay referencias tradicionales propiamente españolas de las que uno pueda echar mano en el terreno de la canción popular como no sean la copla o el flamenco —me dijo en aquella ocasión—. Los que venimos del rock y el blues estamos huérfanos de padre y madre. El rock español es una entelequia todavía, un proyecto en curso que fracasa cada diez años. Cada vez que está a punto de madurar una generación, la industria y los medios lo abandonan a su suerte.