Queerlequin: Sabor a sol - I.A Lynx - E-Book

Queerlequin: Sabor a sol E-Book

I.A. Lynx

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Beschreibung

«Entonces surgió en ella un deseo irresistible de sentir la piel de Agnes sobre la suya y se detuvo en sus movimientos. Fue fácil desabrocharle el corsé y sus pechos supieron a manzanas prohibidas cuando Hedda permitió que sus labios los probaran».Todo está dispuesto: mientras la señora Friberg está en la iglesia, Hedda se pone los pantalones y esconde su pelo con una gorra antes de huir de casa. Hedda está a punto de empezar una nueva vida en la gran ciudad con Agnes, la mujer que ama. Dejará atrás su vida de niñera para vivir como Jonas, el marido de Agnes. Es una sensación maravillosa, pero Hedda descubre que es difícil vivir con un secreto tan grande.Sabor a sol forma parte de la serie Queerlequin, colección de erótica incluyente. -

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I.A. Lynx

Queerlequin: Sabor a sol

Translated by Osvaldo Rocha

Lust

Queerlequin: Sabor a sol

 

Translated by Osvaldo Rocha

 

Original title: Smak av solsken

 

Original language: Swedish

 

Copyright © 2017, 2021 I.A. Lynx and LUST

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726933529

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

Capítulo 1

La Sra. Friberg siempre solía decir que dormía como un tronco luego de beber una taza de té de manzanilla fresca. Hedda esperaba que eso sucediera ahora. Estaba a punto de hacer la cosa más magnífica de su vida. Todo estaba preparado. Casi todo, se recordó a sí misma, tratando de percibir algún ruido en el dormitorio de la Sra. Friberg. Pero estaba en completo silencio. A pesar de la oscuridad, no le resultó difícil evitar la tosca mesa de madera en el centro de la habitación y el armario alto junto a la puerta principal. Una vez fuera, se puso los zapatos y se los ató con el corazón palpitándole fuerte en el pecho. La sangre se precipitaba en sus oídos, de modo que era casi imposible identificar si había algún sonido proveniente del interior. Quizás la Sra. Friberg se había despertado por la manija que había empujado hacia abajo. Hedda se sentía como una niña traviesa mientras jugueteaba con los cordones de los zapatos. Pero no se encendió ninguna lámpara y la puerta principal permaneció cerrada detrás de ella. Sin más demora, se puso el abrigo alrededor de los hombros y comenzó a caminar rápidamente hacia un bosque negro como el carbón. En una mano llevaba una linterna y en la otra un trozo de papel gastado. A la tenue luz de la linterna, apenas era posible leer, pero ella ya sabía lo que había en la nota.

 

Querida:

El sol baña todo mi cuerpo. Cuando el sol esté en su punto más alto, te estaré esperando. Tú sabes dónde. Todo está listo.

A.

El sol se había perdido de vista y se acercaba la medianoche. El suelo estaba lleno de raíces traicioneras y ramitas que sobresalían, pero a la luz de la linterna Hedda podía deslizarse casi sin obstáculos por los senderos tan conocidos.

El aire estaba húmedo y frío y le incomodaba. Claro, un paseo nocturno por el bosque puede sonar romántico, pensó Hedda, pero era un fastidio que hubiera tantos mosquitos revoloteando así en medio de la noche. Se defendía de ellos con la mano. En cualquier caso, no había nada romántico en su inminente encuentro con Alfred en la cabaña.

Sintió que el bosque se abría finalmente y desembocaba en un claro. Vislumbró la pequeña cabaña que había visitado todos los veranos hasta hacía cuatro años. La hierba amortiguó el ruido de sus pasos cuando se escabulló hacia la parte trasera de la cabaña. Cuidadosamente, puso la linterna junto a la pared de la casa y se puso de puntillas para mirar por la ventana. Era imposible ver algo en la oscuridad. ¿Estaba Alfred allí? ¿Estaba solo? El viejo Granlund debía de estar acostado a salvo en su cama en el otro extremo de la casa, pero los gemelos, los hermanos pequeños de Alfred, dormían juntos en la cocina. Se imaginó que a los dos niños de doce años se les pondrían los ojos como platos al ver el rostro de una chica conocida fuera de la ventana de su hermano. ¿Se despertarían si llamaba a la puerta? Para suerte suya, no tuvo que averiguarlo, ya que en ese mismo momento oyó que se aflojaba el pestillo y la ventana se abría silenciosamente. Apenas pudo distinguir el rostro ansioso y sonriente de Alfred en la abertura oscura.

—Hedda —dijo Alfred—. ¿Eres tú?

—Creo que nadie más se armaría este lío a través del bosque en medio de la noche.

—¡Chss! — siseó él. Los gemelos están dormidos.

Con ambas manos en el alféizar de la ventana se asomó a la ventana y sus ojos brillaron con temor, o fascinación, a la luz de la linterna en el suelo.

—Tengo todas las cosas —dijo—. He conseguido las tijeras y también los papeles.

—¿Dónde las escondiste?

—Espera un poco.

Desapareció en la oscuridad de la habitación y ella escuchó un sonido sordo y rasposo desde el interior. De repente, algo salió por la ventana.

—¿Puedes coger esto?

Hedda recibió una pequeña caja de madera. Poco después llegaron una bolsa de tela y una sombrerera y ella las apiló sobre la hierba.

—¿Y cómo me llevo todo esto por el bosque?

—Bah, no te preocupes —susurró Alfred—. Ya se te ocurrirá algo. Te conozco, Hedda.

Hedda se subió a la caja de madera para estar a la par de Alfred. Luego le puso una mano en el antebrazo y le dedicó una sonrisa que quizás apenas podía ver en la oscuridad de la noche.

—Gracias, Alfred —dijo—. Muchas gracias por toda tu ayuda. No tienes idea de lo feliz que estoy de que hagas esto por mí. No conozco a nadie más en el mundo que haría algo así por mí. Todos los demás…

—Nada que agradecer —interrumpió Alfred—. Te quiero. Sabes que eres como una hermana para mí, Hedda. Quiero que seas feliz.

Quizás sonaba como algo sacado de una novela tonta, pero Hedda sintió que las palabras le llegaron al corazón.

—Ojalá nos volvamos a ver pronto, Alfred.

—Espera, hay otra caja.

Era una gran caja de madera, mucho más pesada de lo que esperaba. Sorprendida, vio cómo la caja se le escapaba de las manos y caía al suelo en un golpe sordo. Percibió el rostro aterrorizado de Alfred en la ventana y escuchó su jadeo.

—¿Todo bien? ¡Hedda!

De repente escucharon ruidos desde el interior de la casa. Antes de que Hedda pudiera decir palabra, Alfred le indicó que se diera prisa, y apenas tuvo oportunidad de tirar del pestillo de la ventana cuando apareció una luz tenue en la puerta de su habitación. Hedda se quedó petrificada durante unos segundos y vio que el viejo Granlund se acercaba a la jamba de la puerta. El viejo dijo algo que Hedda no pudo percibir, porque se había apresurado a tirarse boca abajo en la hierba para evitar su mirada.

 

Entonces notó, con enorme alivio, que no podía verla en la oscuridad. Así que apiló las dos cajas y puso la sombrera encima, recogió la bolsa e hizo todo lo posible para levantar las cosas silenciosamente. Esta vez estaba preparada para el peso y pudo cargar las cosas casi sin problemas. Antes de comenzar a andar por el bosque, miró por última vez a través de la ventana y rezó al bosque y los árboles para que esta no fuera la última vez que veía a su amado amigo Alfred. Luego se alejó dando tumbos por la casa, a través del jardín y por el bosque nocturno.

Le tomó una eternidad llegar a casa entre tanta oscuridad. Se sentía como un animal de carga; las cajas le rozaban las manos y las caderas, y la sombrerera le obstruía la vista. Una vez que se acercó al borde del bosque, se detuvo, colocó las cajas en el suelo y se quedó perpleja por unos momentos mientras miraba en dirección a la cabaña. Alfred le había dado muchas más cosas de las que había imaginado. ¿Qué podría hacer ahora para evitar que la Sra. Friberg comenzara a sospechar? Aunque estaba agotada, le dolía el cuerpo y le dolían las manos, hizo un último esfuerzo y reunió una gran pila de ramitas, musgo y conos, y luego hizo todo lo posible para ocultar los objetos debajo de ella. Al final, estaba tan cansada y sudorosa que decidió que era suficiente. Con suerte, nadie pasaría por allí antes de las nueve de la mañana. «¡Pero solo faltan un par de horas!», pensó y sintió un hormigueo en su interior. Cuando salió del bosque descubrió que ya había comenzado a amanecer. Se apresuró a subir los escalones y, una vez en casa, se quedó dormida profundamente, pero sin soñar.

Capítulo 2

La Sra. Friberg cerró la puerta de golpe al entrar a la cocina por la mañana, pero no notó las manos ni la falda de Hedda que todavía estaban debajo de la colcha. Sin llamar la atención, Hedda se secó las manos con delicadeza en las sábanas. Las sábanas se habían coloreado de rojo. No de sangre, sino del color rojo con que estaba pintada la pared de la casa del viejo Grankvist. Hedda seguramente la había tocado por accidente durante la excursión nocturna.

—¡Vaya, ya es de mañana! —exclamó bostezando ruidosamente—. Pero qué cansada estoy.

La Sra. Friberg miró en su dirección, pero después se fue a atarse un delantal.

—Debe de ser el té de manzanilla de ayer —continuó Hedda—, todavía sin quitarse la colcha. Me ha dado un pequeño dolor de cabeza.

Esta vez, la señora Friberg reaccionó.

—¿Ah, sí? ¿De verdad te duele la cabeza? Déjame buscarte algo, espera aquí.

La Sra. Friberg tenía gran interés por los remedios caseros y las hierbas medicinales. Cuando salió al jardín para recoger algunas hojas de menta, Hedda se levantó del sofá, se puso el vestido e intentó quitar frenéticamente el último residuo de pintura roja de la sábana. Hizo la cama y cerró la tapa del sofá de la cocina. «Así está bien», pensó, «al menos ahora no descubrirá nada hasta que me haya ido».

En realidad, la Sra. Friberg nunca se había molestado en ofrecerle una cama adecuada cuando estaba de visita y Hedda no podía culparla: habían pasado años desde la última vez que estuvo en la península. Cuando sus padres aún vivían, la enviaban allí todos los veranos. En ese entonces, la Sra. Friberg estaba casada con el tío de Hedda. Pero su tío había fallecido de una enfermedad y, poco después, los padres de Hedda habían perdido la vida en un accidente de barco. Hedda tenía diecisiete años entonces y tuvo que aceptar un trabajo como niñera con una familia rica, pero agradable. Estuvo trabajando allí durante cuatro años, hasta hacía dos semanas. La niña de la familia, Amanda, tenía la edad suficiente para cuidar de sí misma. La habían enviado a un campamento de verano y, finalmente, a un internado. Hedda no tenía adónde ir. La señora Friberg le había ofrecido un techo a cambio de ocuparse de las tareas diarias que la viuda ya no podía hacer sola. Pero la Sra. Friberg se había vuelto dura y amargada tras la muerte de su esposo y Hedda no tenía planeado quedarse mucho tiempo. Había pasado las cortas semanas con la Sra.

 

Friberg haciendo planes con Alfred. El corazón le empezó a latir con fuerza al pensar que se acercaban las nueve y que ya había llegado la hora.

La Sra. Friberg le dio varias hierbas y recetas, tras lo cual caminaron en silencio alrededor de la cabaña. Hedda abrió la portilla de la estufa de leña y barrió las cenizas viejas. La Sra. Friberg se quedó tarareando para sí misma mientras movía las hojas de menta en la tetera. Entonces, habló de repente.

—Entonces, ¿adónde fue la Srta. Hedda anoche?

Hedda sintió la boca seca y la Sra. Friberg empezó a tararear y ajustar los cordones de su delantal.

—¿Se refiere a que hice algo de ruido en la noche? Lo siento mucho.

—Oh no, no había ruido. Es solo que la cama estaba vacía cuando me levanté para mirar el fuego.

Hedda no tenía idea de que la Sra. Friberg solía levantarse para mirar el fuego durante la noche. Le parecía innecesario. Siempre estaba apagado por la mañana cuando se despertaban y Hedda tenía que encenderlo de nuevo.

—Pero no hace falta vigilar el fuego a media noche.

Trató de hacer que su voz sonara alegre a pesar de que sabía que no afectaría a la dura Sra. Friberg.

—Lo que pasó es que no podía dormir —agregó Hedda—, así que fui a dar un paseo por la cabaña. Espero que no sea algo malo.

—No quiero saber de paseos nocturnos. Nunca se sabe qué rufianes acechan, Srta. Hedda. Rufianes u otras cosas desagradables…

Hedda sabía muy bien a qué se refería con cosas

desagradables y esto la hizo sonreír para sí misma donde estaba sentada mientras ponía palos y trozos de corteza en la estufa de leña.

—Oh, no tiene de qué preocuparse, Sra. Friberg —dijo con franqueza—. No voy a escaparme a ver a ningún hombre en la noche. En cualquier caso, no hay candidatos adecuados aquí en la península.

La Sra. Friberg murmuró algo inaudible entre el crujido de la bolsa de harina que estaba moviendo. Quizás era algo sobre «ese mocoso mugriento», el apodo con el que la Sra. Friberg se refería a Alfred. Desde que Hedda podía recordar, a ella y Alfred se les había permitido ser amigos. La familia Granlund era considerada como de menor categoría que los Friberg y, por tanto, inadecuada para socializar, «y no hay nada más que decir al respecto», solía sentenciar la Sra. Friberg.

Sin embargo, durante las dos semanas que habían pasado desde la llegada de Hedda, la Sra. Friberg había estado inusualmente callada respecto a la familia Granlund. «Quizás sea porque ahora ya soy mayor», pensó. Tal vez había empezado a ser considerada una mujer vieja sin posibilidades de casarse. Este pensamiento le provocó una risa que rápidamente convirtió en una tosecilla.

—¿No estará enferma la Srta. Hedda?

La pregunta llegó de inmediato.

—No, solo es un poco de tos. Es verdad que tenía dolor de cabeza, pero no hay de qué preocuparse.

—Entonces no habrá iglesia el día de hoy. Fatiga, dolores de cabeza y tos. No podemos arriesgarnos a contagiar a toda la congregación con una gripe como esta en pleno verano.

—No, no, no soy ningún peligro. Tengo muchas ganas de ir a la iglesia.

—Nada de eso. Tendrá que esperar hasta la próxima semana, Srta. Hedda.

La señora Friberg le dio la espalda y dedicó toda su atención a la olla. No hubo espacio para más discusiones. Entonces Hedda sonrió en secreto para sí misma. ¡Había sido muy fácil!

Capítulo 3

A las ocho y media la Sra. Friberg se fue sola a la iglesia y Hedda cruzó el patio y se adentró en el bosque, encontró las cajas, la sombrerera y el saco y los llevó hasta la cabaña. Luego cerró la puerta, se quitó las horquillas, se abrochó el vestido, se quitó las botas y se arrodilló frente a la caja más grande. Estaba asegurada con una correa de cuero gruesa con la que tuvo que luchar un poco. Dentro estaba exactamente lo que Alfred le había prometido. Una chaqueta simple, un pantalón oscuro, una camisa, un par de tirantes y un chaleco a juego con la tela de la chaqueta. En la parte inferior había incluso un par de calzoncillos de algodón blanco algo desgastados que Hedda sostuvo frente a ella con partes iguales de curiosidad y asco. «Espero que no estén usados», pensó riendo mientras se los ponía. Se sentía extraño tener pantalones largos ajustados alrededor de las piernas, pero los tirantes los hacían inesperadamente cómodos en la cintura.