Raíces - Ana Cristina Del Rosario - E-Book

Raíces E-Book

Ana Cristina Del Rosario

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Beschreibung

Samantha es una joven enredada en las mentiras de su propia mente. Ezequiel, un enfermo que va perdiendo el control de su cuerpo. Dos jóvenes con destinos cruzados, atravesando la niebla de una gran conspiración en busca de la verdad. Samantha no imaginó que aquella mañana, tras tantos años catatónica, podría regresar a su vida. ¿Qué pasó durante su ausencia? ¿A dónde fueron sus amigos? Y, además, ¿quién es ese extraño niño que insiste en comenzar una revolución? Su revolución. Una revolución que falló y la llevó al desastre en que está ahora. Raíces; una historia de recuerdos, locura y magia.

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©Todos los derechos reservados.

©RAÍCES

©ANA CRISTINA DEL ROSARIO FIGUEROA MORALES

Twitter: @CFilosofancias

Edición: Espectro Ediciones

Corrección: Espectro Ediciones

Ilustración: José Daniel Lepe Garrido

Diseño de portada: Nico Liseth

Maquetación: Pabla H. Altamirano

Arte del interior: Diyah Fediawati

©Espectro Ediciones

Página web: www.espectroediciones.cl

Primera edición: 2022

ISBN: 978-956-09695-7-6

ISBN digital: 978-956-09695-8-3

Diagramación digital: ebooks Patagonia

www.ebookspatagonia.com

[email protected]

Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

Para D.

Si tú eres mis ojos, mis manos, mi boca, mi cuerpo,¿Cómo te haría daño sin hacérmelo a mí mismo?

Ley de la empatía, o In La Kech, que buscaba enseñar a los Aztecas y Mayas a pensar en los demás como en ellos mismos. No solo por los humanos, también por las hormigas, los árboles y la Tierra.

PRÓLOGO

Una breve reflexión de Ángel

Fue hace más de cuarenta años cuando le pregunté a mi papá cuál había sido su primera casa. Él es un hombre muy viajero, tan inquieto que aún desconozco la cantidad de trabajos que tuvo en su vida. Siempre me hablaba de uno nuevo. Recuerdo que respondió con una cara de desagrado que nunca había visto en él. Me dijo que la casa estaba llenísima de documentos, cartas, facturas, fotos, basura, basura y tanta basura que desconocía si había alguna puerta secreta para el sótano. Él odiaba estar en esa casa y su mamá nunca salía de ella. Me dijo, riéndose con ese sonido que era en parte tos y en parte carcajada, que su mamá ya parecía otro sillón más. Fue hasta que ella murió que intentó deshacerse de esas montañas de viejas memorias, pero que hubo un incidente desafortunado y la casa terminó quemándose entera. Me dijo que lo único que pudo rescatar fue un viejo libro cómico y ficticio que intenta explicar, en una colección de acontecimientos, una ley que el autor pensó por puro chiste. Me dijo que era lo peor que pudo haber rescatado, pero que, si me servía de algo, me lo quedara.

Me impresionó su portada, tenía una textura que no he encontrado en otros libros, y en las esquinas la única evidencia de que la primera casa de mi papá murió quemada. Recuerdo que pasaba mis tardes intentando probar que la ley no era cierta. Tiraba mi comida al suelo, saltaba de piedra en piedra; incluso llegué, en mi más alocada curiosidad, a intentar acariciar las patas de una araña. Todos mis intentos los anotaba en uncuaderno y trataba de pensar en formas en las que su conclusión pudiera ser algo diferente; algo que me diera a mí la razón.

Nunca lo conseguí, por supuesto, pero mi frustración con el autor fue muy pequeña en comparación a la gratitud que sentí por abrirme las puertas a un mundo que yo desconocía.

Aún hoy, con una vida científica que se ha sumado en mi camino, con tantas cuestiones que he aprendido, tantas teorías, tesis, conclusiones, fórmulas y demás; sigo creyendo lo mismo que creía cuando tenía ocho años: Si algo puede salir mal, por más que imagines que es imposible, por más que intentes cambiarlo con todos tus pensamientos positivos, creyendo que fuerzas superiores escuchan tus plegarias, definitivamente va a salir mal.

CAPÍTULO 1

Memorias en la comunidad de Fuluri:Antes de llegar

A lo largo de mi vida he comprendido que por cada etapa que vivimos nos sucede algo que detiene nuestro ritmo y lo modifica para que podamos ver los intervalos entre cada momento. Cuando cumplí doce años tuve mi primera modificación de ritmo. Todo comenzó cuando desperté y pude notar que me sentía diferente. Normalmente cuando cumplimos años no sentimos nada, por eso me di cuenta al instante de que algo había cambiado. No le di mucha importancia, pues supuse que estaba nervioso por la fiesta que tendría en la noche. Llevaba semanas invitando a mis amigos, planificando qué hacer y prometiendo que nunca volverían a pasársela tan bien. Era la primera vez que hacía un cumpleaños para grandes; uno de verdad. Recuerdo esa emoción inocente que sentía, tan capaz de todo e inseguro de poder hacerlo.

Lo primero que noté al despertar fue un sabor a sangre en mi boca que, como ya sé ahora, después de años de experiencia, es un sabor más parecido al cobre que al hierro. No encontré una causa al ver mis dientes en el espejo, pues ninguna de mis encías estaba sangrando. Sin embargo, estuve todo el día sintiendo ese sabor ácido. Se volvió molesto cuando lo mezclé con alcohol durante la noche.

También estaba torpe, todo se me caía de entre los dedos, pero supuse de nuevo que eran los nervios e hice el ridículo cuando mi padre me quiso dar un apretón de manos como felicitación y tuve que pensar por un instante con cuál mano debía responder. Noté que estaba irritado y no quería verme a los ojos; él nunca quería verme a los ojos. Solía decirme que yo estaba enfermo, basando su hipótesis en un defecto que tengo de nacimiento. El color del iris de mis ojos no es un color común, no es marrón, ni verde, ni azul; es un color amarillo mostaza. Durante el día es muy brillante, en cambio por las noches el color se espesa y cualquiera diría que tengo problemas hepáticos. Es por eso que desarrollé el hábito de estar siempre bajo los rayos del sol, evitando las sombras; para que de esa manera nadie piense igual que mi padre y solo vea que mis ojos brillan.

Los planes estaban saliendo bien en la fiesta, la mayor parte de mis amigos llegó, incluso acompañados de desconocidos, pero los síntomas que estaba desarrollando comenzaron a llamar, finalmente, mi atención. Momentos espontáneos, como la risa de alguien, el baile de una persona, la forma de una botella entre mis manos, o el sabor de unas papas fritas, se presentaban ante mí como irreconocibles, cuando eran situaciones que ya había vivido muchas veces antes.

Mi mente estaba cada vez más difusa y necesité sentarme para tomar aliento, pero yo estaba en una discoteca y lo único que tenía para sentarme era uno de esos bancos altos que no dejan a nadie sentirse cómodo ni seguro. Peor aún fue cuando los vi volverse más altos que yo, y con ellos a las personas que me rodeaban. Me había convertido en un enano entre bailarines ebrios, una diminuta célula que estaba por ser pisada por todos. Empecé a temblar, y a respirar muy rápido mientras lágrimas pequeñas y avergonzadas salían de mis ojos.

—¡Ezequiel! ¿Qué te está pasando? —Escuché a mi primo gritar a mi lado, pero no pude responderle que no entendía nada de lo que estaba pasando, ni que necesitaba salir de ahí de inmediato, pues algo terrible estaba por sucederme. Intenté correr, pero mis piernas no se movieron. Intenté hacer algo por salvarme, pero las luces del salón me atraparon, se volvieron un remolino eléctrico que cubrió mi visión y perdí la conciencia.

Tras un pequeño tramo elevado, arraigado a dos paredes de tierra, se escondía bajo las enredaderas y algunos restos de basura, la parte trasera de un autobús que se había quedado sin llantas, sin sillones y sin nada que lo identificara como una herramienta de tránsito. Augusto, el abuelo de Samantha, les había contado a ella y a Esteban que ese había sido el viejo transporte público del país. Uno que por lo general tenía una capa de pintura roja y, sobre ella, líneas, frases, calcomanías, luces y lo que el conductor quisiera usar para expresar su bienvenida a los pasajeros.

Dentro de ese pedazo de bus enterrado, Esteban y Samantha habían instalado lo necesario para dejar su marca. Carteles, fotografías, mantas, incluso una flor de lavanda. Todo resguardado con más enredaderas, más basura, más tierra. Ellos eran los únicos que sabían cómo entrar y Augusto era el único, aparte de ellos dos, que sabía dónde estaba.

Cuando tenían apenas siete años, Samantha y Andrea, una niña pecosa de cachetes grandes y rizos oscuros y bien formados, estaban explorando el bosque de su colonia. Las dos reían en silencio escondidas entre la hierba, mientras escuchaban tras unos altos arbustos que casi parecían árboles, la voz del niño nuevo; ese que se acababa de mudar y venía de algún país frío y extraño. Sabían que él era el que cantaba en secreto, creyendo que nadie lo escuchaba. Estaban muy seguras, porque a ellas, ese niño les gustaba.

Después de varios días, Samantha lo siguió sin que se diera cuenta, para saber a dónde iba y confirmar que era de él aquella voz. No solamente se encontró con que sí era Esteban el que cantaba, sino que también descubrieron el autobús abandonado; lugar que les pareció perfecto para hablar de todo lo que acontecía en sus vidas.

—¿Andrea también lo sabe? —preguntó Esteban. Samantha, después de once años de conocerlo, le confesó que no era la única que sabía que él cantaba a escondidas, también que tenían un lugar secreto de reunión. Cubriéndose la mitad de la cara con su mochila, esperó a que él dijera algo más. Sabía lo importante que era para él cantar en el bosque solo. Lo hacía para recordar de dónde venía, para mantener en su memoria las viejas canciones de un país que dejó atrás sin entender mucho por qué. Samantha sabía que lo hacía también porque, a veces, el mundo era demasiado para él y debía encontrar una manera de regresar a sus raíces y reconstruirse a partir de una melodía distante.

Ella nunca había escuchado una voz que cantara de una forma tan real y tan limpia como lo hacía él. Esperó a que la regañara o a que le preguntara por qué no se lo había dicho antes.

Pero él tenía algo diferente que decir:

—Realmente sabemos muy poco de las personas que conocemos.

Samantha notó la decepción en la mirada de Esteban. Él creía que era un secreto solo entre los dos.

—No fue mi intención esconderlo. Estábamos muy pequeñas, ella posiblemente ya lo olvidó.

—Sí, no te preocupés. Es solo que, me pongo a pensar que sabemos muy poco, ¿no creés? ¿Cuánto de las personas que conocemos hay en la superficie? ¿Cuánto nos muestran?

—Seguramente es muy poco, tendemos a esconder lo que no nos conviene que otros sepan o lo que creemos que está mal que sepan.

—¿En verdad nos conocemos, Sam? ¿O solo lo que nos conviene?

—¿Ya estás conmigo Samantha?

Escuchó una voz distante, masculina. Quiso darle una cara a esa voz y solo pensó en Esteban y de inmediato se sumergió en una memoria que pasó ante ella como un sueño. Estaba con él en su escondite, en ese lugar al que iban todos los sábados para alejarse de la ciudad y del ruido. Él le entregaba su regalo de cumpleaños, una caja de cartón cerrada con una cinta. Cuando la abrió, sus ojos se pusieron vidriosos. Era un collar con un dije de girasol. Su abuelo la llamaba así, “girasol”, y para Esteban, él era la persona que más había influido en sus vidas. Ese dije representaba algo más que un regalo.

—Samantha, ¿me escuchas?

El sueño acabó y volvió a escuchar esa voz. No pudo abrir sus ojos y se sumergió en otro sueño, en el que alguien la llamaba desde un grupo grande de personas. Todas llevaban banderas de su país y caminaban entonando el himno. Ella era líder de ese grupo, ella era la nieta de Augusto y todos se apoyaban en ella.

—Samantha.

Escuchó la explosión de una bala que entró por su costado. Un dolor insoportable la paralizó, la dejó sin aliento. Comenzó a gritar y abrió los ojos.

—Samantha, estás segura conmigo.

Finalmente pudo recobrar la conciencia. Estaba en un cuarto oscuro y frío que parecía estar bajo tierra. Un hombre tomaba su mano. No podía ver su rostro, pero con su voz intentaba tranquilizarla. El dolor había desaparecido, pero la había dejado agitada y sin palabras.

—¿Ya me puedes escuchar, Samantha? —Su voz apacible era un contraste con lo que ella sentía.

—Sí, pero no puedo respirar bien. —El dolor que ella había sentido segundos antes la había llevado al borde de un ataque de pánico. Ahora estaba en la oscuridad, un extraño le hablaba y no sabía dónde se encontraba.

—Sí puedes, solamente estás nerviosa. Necesito que confíes en mí. Estás segura en este lugar.

—No puedo —respondió con la voz entrecortada.

—Respira profundo, todo está bien.

Ella se permitió tomar aire, tranquilizarse. Comprendió que no ganaba nada con alterarse. Él la ayudó contando los segundos que tardaba en inhalar, contener el aire y exhalar. La hizo repetir el ejercicio más de cinco veces y ella comenzó a sentir que se quedaba dormida.

—¿Dónde estoy? —preguntó cuando ya se había olvidado de la pesadilla y era más sencillo para ella pensar en el presente.

—En un lugar seguro —respondió esa voz anónima en la oscuridad. El hecho de no poder ver el rostro de la persona no le inspiró confianza a Samantha.

—Eso ya lo dijiste, pero no me ayuda.

—No puedo decirte dónde estás. Es mejor si nadie lo sabe; por eso es un lugar seguro.

—¿Y por qué estoy aquí? ¿Cómo sé que puedo confiar en ti? Es difícil si tenés las luces apagadas.

—¿Preferís si las prendo? Las tengo apagadas porque estabas durmiendo.

—Por favor, necesito ver con quién estoy hablando.

Lo escuchó levantarse e imaginó que era alto por sus pasos pesados. Cuando prendió la luz pudo comprobarlo. Era un hombre joven, con hombros anchos y piel morena. Se puso los anteojos, porque ahora sí necesitaba ver, y se acercó a Samantha con una expresión preocupada.

—Soy el doctor Erick Najarro. —Hasta ese momento no había notado que llevaba puesta una bata de doctor. Se veía desarreglado y posiblemente desvelado—. No ha sido fácil recuperarte de lo que te han hecho; llevo meses planeando cómo sacarte de donde estabas. Pero ya lo logré, estás lista para volver a casa.

—Pero, no recuerdo nada. ¿Qué fue lo que me pasó? —La memoria más reciente que tenía era la del disparo que le habían dado durante la manifestación que ella organizó. Buscó si aún llevaba vendajes que protegieran su herida, pero solo encontró una vieja cicatriz, casi imperceptible.

—Han pasado muchas cosas contigo, Samantha. Te metiste con personas muy peligrosas.

Ella imaginó que se sentaba para asimilar lo que Erick le estaba diciendo, pero el peso de la incertidumbre fue más grande que ella. —¿Cuánto tiempo ha pasado desde la manifestación?

Él titubeó, pero sabía que en cualquier momento tendría que decirle la verdad.

—Cinco años, para ser exactos.

—¿Cinco? ¿En qué momento? ¿Por qué todo ese tiempo no lo recuerdo? ¿Qué es todo lo que ha pasado? —Ahora sí consiguió sentarse.

Las palabras de Erick fueron como una palanca para terminar de despertarla. Si tanto tiempo había pasado, ahora era más vieja. Hizo un cálculo mental; ahora tenía 26 años y no sabía de qué manera los había vivido.

—No te querían despierta, Samantha. Estabas en un coma inducido.

—¿Eso es posible? —Acababa de despertar y ya estaba volviendo a convencerse de la maldad de los seres humanos y su capacidad de hacer cualquier cosa para lograr sus intenciones—. ¿Por qué no me mataron y ya? —Supuso, reflexionando, que para matarla tendrían que ser seres humanos más bondadosos. Dejarla vivir, después de todo, le causaría más sufrimiento que la muerte—. ¿Qué hospital era ese?

—El Hospital de Asunción.

—¿Ese hospital? ¡Pero si es privado!

—Lo sé —respondió él, cabizbajo. No quería verla a los ojos—, pero ya estás bien. Ya eres libre de ese lugar.

—Esteban y Andrea, ¿sabés algo de ellos? —preguntó Samantha. Si eso le habían hecho a ella, no pudo evitar preocuparse por lo que pasó con sus amigos.

—No, yo solo te encontré en el hospital al que me transfirieron y supe de inmediato que debía ayudarte. No sé nada de otras personas.

—¿De mis papás sabés algo?

—Sí, ellos… Mañana los vas a ver. Te llevaré a tu casa. Pero creo que por ahora tenés que comer algo. Si querés, descansá mientras preparo la cena.

Agradeció su cuidado mientras él se levantaba para irse, pero el saber que al día siguiente vería a sus padres hizo crecer en ella una intranquilidad que no estaba segura de cómo quitarse.Sabía que pensar en descansar era absurdo, pues no podría ni cerrar sus ojos.

El comedor era una mesa pequeña, afuera de los dos cuartos que tenía el apartamento. Frente a él había una gran ventana, cubierta por una cortina que Samantha lamentó que fuera necesario mantener cerrada. Había un sillón para dos personas y un baño compartido. Era un apartamento demasiado sencillo para ser comprado; Erick lo había alquilado solo para salvar a Samantha. Aunque quisiera estar agradecida con él, no tenía apetito y, de la abundante comida que le había preparado, solo comió algunos bocados.

Él intentó conversar, pero ella tenía mucho en qué pensar. A sus padres nunca les había hablado de sus intenciones de seguir los pasos de su abuelo. Se lo prohibieron el día en que Augusto no regresó y lo único que recibieron de él, semanas después, fue su ropa y un aviso de parte del gobierno de que había fallecido. Jamás encontraron el cuerpo para enterrarlo.

Ahora debía explicarles todo lo que había hecho y pedirles perdón. Ellos lo merecían. “¿Por qué no me mataron y ya?”, seguía pensando.

CAPÍTULO 2

Memorias en la comunidad de Fuluri: Antes de llegar

Cuando desperté me encontré en un hospital rodeado de familiares y amigos que habían llegado a ver cómo estaba. El único que faltaba era mi padre; él siempre se alejaba cuando había problemas y prefería mantener la distancia si yo necesitaba de su ayuda.

Nadie se atrevió a informarme cuál era la explicación de lo que me había ocurrido, porque estaba claro para todos que no me sentía nada bien. Tenía un fuerte dolor de cabeza que no me dejaba abrir los ojos y de ellos salían lágrimas. Mi corazón estaba oprimido, un terror inexplicable me había poseído; como si el mundo se estuviera acabando, como si me hubiera perdido de todo. Cada sonido, cada sensación, cada recuerdo despertaban en mí sentimientos que no comprendía; eran tan intensos que solo podía expresarlos con gritos. Nunca había estado tan vulnerable a la nada, y mi pánico se agravó cuando pude percibir un entumecimiento en todo el lado izquierdo de mi cuerpo. Tenía que esforzarme bastante para moverlo, sumando que advertí un gran dolor muscular general, como si hubiera corrido una maratón el día anterior. No pude contenerme más y comencé a gritar por ayuda, necesitaba que alguien me salvara de ese momento ajeno e insólito. De inmediato fueron a buscar a un doctor, quien minutos después, luego de pedirle a mi familia y amigos que nos dejaran solos, llegó a explicarme lo que estaba sucediendo:

—Ayer por la noche tuviste una convulsión tónico clónica,Ezequiel. —No pude ver al doctor porque no quería abrir mis ojos, tenía una fuerte migraña. Pero supuse, por su tono de voz, que era joven y le preocupaba mi reacción a sus palabras.

—¿Por qué? —Creí que me diría que tenía un tumor en el cerebro y lloré con más intensidad escondiendo mi rostro en mi mano derecha.

—Tienes epilepsia —dijo rápidamente, pensando que así me tranquilizaría—; una enfermedad que provoca un desequilibrio eléctrico en el cerebro. Asumo por el entumecimiento que sientes en el lado izquierdo de tu cuerpo, que el desequilibrio está ocurriendo en tu hemisferio derecho; es solamente un síntoma de haber tenido una convulsión. Con el tiempo te sentirás mejor. Hasta ahora, los exámenes que hemos hecho nos indican que tienes una predisposición genética y por la edad en la que te encuentras se ha desarrollado la enfermedad. Aún no lo sabemos, pero es posible que cuando pases esta etapa, las crisis acaben. Esperaremos lo mejor. Por ahora descansa y deja que los medicamentos hagan efecto.

Mi vida cambió a partir de ese diagnóstico. La epilepsia se volvió la prioridad y tuve que hacer muchos ajustes. Las crisis eran más recurrentes de lo que esperaban los doctores; a veces llegaba a tener más de dos convulsiones al día. Debido a su intensidad, era de esperarse que me dejaran destruido, durmiendo por horas mientras el peor síntoma, el terror, se iba disipando. Mi memoria comenzó a deteriorarse y cada día me sentía más incompetente, con mi mente más difusa y mi cerebro más dañado; por cada convulsión me imaginaba cómo el tejido nervioso de ese órgano se iba rasgando. El miedo a caerme y golpearme se hizo cargo de mis decisiones y así dejé de estar solo; mis padres decidieron contratar a una enfermera que me acompañara todo el tiempo para evitar accidentes. Era diez años mayor que yo y se volvió mi amiga más cercana y la persona en la que más podía confiar.

Mi relación con mi padre jamás volvió a ser la misma, aunque nunca fue buena, su idea de que estaba enfermo se confirmó dela manera más fatal; y él no pudo soportarlo. Fue en esa época cuando las discusiones entre él y mi madre se hicieron más intensas y profundas. Él regresaba a casa más tarde de lo normal y siempre estaba de mal humor. Siempre nos saludaba con una mirada despectiva, como si odiara que fuéramos su familia.

Meses después de mi diagnóstico, él expresó su necesidad de dejarnos a mí y a mi madre. Repitió tantas veces que no era por lo que me había pasado, que tenía razones personales por las que lo estaba haciendo, pero yo estaba seguro de que el motivo principal por el que se iba era yo. Nunca fui suficiente para él y ahora sabía que era menos que eso: yo era una carga muy pesada y costosa.

Su partida me dolió, pero preferí su ausencia al constante recuerdo del padre que había sido conmigo.

Mi familia no fue lo único que la enfermedad destruyó, también llegó a cambiar mis sueños. Yo tenía la idea ilusa de llegar a ser un explorador o, más bien, marinero, del tipo de esos que en siglos pasados emprendían aventuras increíbles abriéndose paso en el océano. Pero las preocupaciones de mi madre y las recurrentes convulsiones que me dejaban exhausto, durmiendo por más de diez horas o teniendo ataques continuos, como si nunca fueran a terminar, imposibilitaron el que yo creyera que algún día podría salir de mi ciudad a descubrir nuevos mundos y aprender de sus culturas.

Así me sentí por tres años, desgraciado por una predisposición genética que había maldecido mi existencia. Hasta un día, cuando me reuní con un grupo de doctores que, al observar la poca reacción a los medicamentos, el cambio de mi dieta y otros aspectos de mi vida, predijeron que la epilepsia no desaparecería con la edad y que seguir así me podría causar un gran daño cerebral que no se podría revertir. Me informaron la existencia de una alternativa que podría darme una solución permanente para librarme de esta terrible enfermedad.

En la Biblioteca Central de Asunción no se guarda ningún secreto, o eso es lo que se lee en la entrada, debajo de su nombre, como queriendo afirmar que todo lo que ahí se encuentra es todo lo que hay y nada más. Cada materia está agrupada y dividida en dos edificios de cuatro pisos. En ellos se encuentran todos los libros, todas las obras y todos los documentos al libre acceso del ciudadano. Hay entre ellos un edificio más pequeño que funciona como puente. En él se ubican cuartos llenos de computadoras, otros con sillones y otros con escritorios. La literatura, lamentablemente, se resume a una editorial que lo único que publica son libros para niños, de esos que solo sirven para ayudarlos a crecer. Ninguno puede esconder un mensaje más allá de lo que se lee.

Esa editorial es la única reconocida por el gobierno del país. Los escritores que buscan la libertad en sus obras, que quieren expresar sus universos interiores, crear mundos para digerir, analizar, o simplemente escribir historias que entretengan y que incluso podrían llegar a ser reales, están prohibidos como artistas. Por esa razón, se dice que buscan lo independiente, lo que se esconde, lo que a duras penas logra inmiscuirse de las garras de la autoridad.

Frente a una de las computadoras del edificio pequeño, se encontraba un niño abstraído por la pantalla. Muchos podrían decir que no estaba haciendo nada, que no jugaba, que no reía. El niño, con su cabello peinado hacia un lado, sus pantalones grandes y su camisa vieja, tenía todo el semblante de los diez años. Pero no reía, él no quería leer libros para niños, él quería más; él quería palabras que hicieran volar la cabeza.

Ese día una duda lo había atormentado, ese día él entendió que nada tenía sentido. Leía la historia del presidente de su país o, lo que podría llamarse: la propaganda de un muy honorable Señor Ernesto Rosas. El primer indígena que logró llegar a ese puesto, el primero que, con solo 22 años, consiguió convencer al país de que lo sacaría de todos sus problemas. Conmovió con sus discursos, inspiró con sus palabras. Abrazó al pueblo como si toda persona fuera su hermana. Pero ¿qué hizo después? ¿Cómo? ¿Con quién? ¿Dónde estaban sus ministros, susdiputados, directores y subdelegados? ¿Dónde estaban su plan y su estrategia de gobierno? Luis no encontraba nada de eso por ninguna parte y solo hallaba más dudas, más información tergiversada, más agujeros e inconsistencias. ¿En qué clase de país estaba viviendo? Uno en el que la permanencia de un aparente delincuente en un puesto tan emblemático era más importante que las desapariciones constantes de personas, el miedo de salir a la calle y los cambios radicales en la obtención de alimentos y demás necesidades diarias.

¿Quién estaba bloqueando aquellos datos? ¿Por qué Luis no era capaz de encontrar lo que supuestamente era esencial conocer de un presidente? Él creyó que era el primero en hacerse esas preguntas; un niño tan pequeño, un niño más consciente que todos los que lo rodeaban.

Luis estaba tan absorto en cada búsqueda nueva que realizaba, que no había notado un mensaje que flotaba en su pantalla:

“Astronomía. cubículo 12. Búscame”.

Era como un telegrama anunciado por su computadora. No entendió con claridad a lo que se refería y lo cerró. Para ninguna materia había doce cubículos, en cada piso había solamente once. ¿A quién tenía que buscar? ¿Por qué?

Cinco minutos después, volvió a aparecer el mensaje:

“Astronomía. cubículo 12. Tengo la información”.

Esperó un momento antes de reaccionar. ¿Alguien lo vigilaba? ¿Alguien espiaba sus búsquedas? Cerró todas las ventanas que tenía en su explorador informático, eliminó su historial sumido en la paranoia y se quedó un momento contemplando la imagen en el escritorio de la computadora. Otro mensaje se presentó:

“Astronomía. cubículo 12. Confía en mí”.

Decidió que era una oportunidad que debía aprovechar. Si alguien realmente lo quería ayudar, estaba dispuesto a confiar. Después de todo, era solo un niño.

Al llegar al piso de astronomía, como ya lo esperaba, no se encontró con doce cubículos, se encontró con once. Alterado, jadeando y tropezando por toda la sala, se frustró al pensar quehabía sido engañado. Pero no se rindió, si le darían información tenía que luchar por ella. Observó con cuidado esperando encontrar otra puerta extra y la encontró en una esquina. Aunque no tuviera número de identificación, decidió intentarlo. Era una puerta corrediza de una habitación oscura que se utilizaba para mostrar las constelaciones del cielo y estudiarlas. Caminó por la habitación intentando ver algo en la penumbra, cuando una de las paredes se deslizó hacia un lado y la luz del exterior lo cegó. Era otra puerta corrediza, pero esa se abría de forma automática. Al salir se encontró con unas gradas que lo dirigían al telescopio . Debajo de esas gradas se hallaba una puerta de madera, que en su placa mostraba un hermoso número 12.

Luis quiso abrir la puerta, pero la chica que estaba adentro, se adelantó; como si ya lo hubiera visto llegar, observándolo detenidamente. No sabía qué hacía un niño frente a ella. Pensó que quizá se había equivocado y buscaba el baño.

—¿Qué querés? —Su tono brusco chocó con el carácter de Luis.

—¿Tú me llamaste?

Su cuerpo gordo se presionaba contra el uniforme blanco y la gabacha azul que estaba obligada a llevar puestos. En una esquina, un carné de diseño mediocre mostraba su nombre de pila: Cassandra. Su cabello castaño estaba por ciertos mechones teñido de color azul y en su nariz gruesa había un pequeño agujero que esperaba acabar la jornada del trabajo para contener un arete negro. Aparentaba tener más de veinte años, pero no más de treinta. Quizá se veía más vieja de lo que era, por el poco cuidado que se daba a sí misma.

—¿Yo te llamé? —No podía creerse que un niño tan pequeño se presentara buscando información de ese tipo. Los niños estaban muy acostumbrados a la forma en que vivían como para darse cuenta de lo que pasaba tras el escenario.

—Eh, sí... por eso estoy aquí. ¿Tú tenés información para ayudarme?

—¿A que hagas la tarea?

—Ninguna tarea, el colegio es una tontería. Quiero entender qué hace Ernesto para permanecer en su puesto. —No puede ser, sos muy pequeño. —Cassandra se espantó con lo que el niño le estaba diciendo.

—¿Y eso qué diablos significa?

—Oye, oye, tranquilo con tus palabras. ¿Sabés qué? —Caminó hacia la puerta corrediza de la habitación oscura—. Estoy trabajando, no me hagas perder mi tiempo y andá con tus videojuegos. No entenderías nada de esto, mejor no me molestas.

—¡Pero si yo entiendo!

La puerta se cerró dejando a Luis al pie de las gradas del telescopio. Perdió la paciencia y entró al cubículo doce, donde antes lo había citado Cassandra. No vio nada más que lo mismo que en el resto de cubículos, una mesa y cuatro sillas; perdió todavía más la paciencia y caminó hacia la puerta corrediza de la habitación oscura. Casi se tropieza con las piernas de Cassandra, quien agachada, conectaba unos cables debajo de una mesa gris que él había ignorado antes.

—Estoy ocupada.

—¿Por qué me llamaste entonces?

—Creí que eras otro de esos viejos locos que buscan conspiraciones para entretenerse. Pagan bien por esas historias.

—¿No me darás lo que necesito entonces?

—Nop. Sinceramente, te falta crecer.

Luis sintió la urgencia de levantar la mesa metálica sobre su cabeza para demostrar que no era como los demás niños, ni como los viejos locos, pero sabía que eso no tendría sentido, pues lo haría ver menos inteligente. Aun así, no pudo contener su ira y pateó una de las patas de la mesa.

—¡Oye! —Cassandra no estuvo de acuerdo con su reacción.

Luis suspiró y miró hacia cualquier otra parte para recibir un rescate de la impotencia. No encontró nada. Caminó hacia las gradas del telescopio, las subió y ahí permaneció, quizá pensando en otras cosas, quizá pensando que debía construir un nuevo plan. Él quería información y si la biblioteca —donde no se guarda ningún secreto— no se la quería dar, debía buscar otra manera. Debía insistir. Debía patalear más fuerte.

Frente a los Pozos Negros, junto a la calle Reveladora en la avenida de los Trescientos Espantos, hay un pequeño cerro en el que si se observa de cerca, se logra apreciar una puerta camuflada con tierra, césped y otros elementos falsos.

Ya era muy tarde y la jornada de trabajo de Cassandra había terminado. Para Luis no fue muy difícil seguirla, pues ella vivía cerca del Centro. Tocó el timbre, camuflado por una flor púrpura, y esperó a ver la cara que ella pondría.

No puso ninguna cara.

—Te vi seguirme, ¿lo sabes?

—Necesito que me digas.

—¿Qué te diga qué cosa?

—¡Lo que sea que sabés que no me querés decir!

Cassandra desistió. Le apenaba que el niño tuviera hambre o que se hubiera perdido y luego necesitara llamar a sus padres.

—Pasá pues, pero ¿dónde están tus papás?

—Eso no importa ahora.

Ahí dentro vio lo que menos se esperaba, pero ¿qué podía esperarse de una casa enterrada en un cerro? Era una sola habitación con una estufa, un sillón, un congelador, una silla de madera; algunos trastos e innumerables fotografías y documentos que se esparcían por las paredes, el techo y donde pudieran. Luis empujó unas fotografías que permanecían sobre el sillón deshilachado, mientras Cassandra sacaba un paquete de bizcochos de una bolsa del mercado.

—¿Y cómo te llamás?

—Luis. —Ya comenzaba a sentirse claustrofóbico.

—Bien Luis, podés llamarme Xandra. —Sonrió—. No me llames Cassandra, así me llaman en la biblioteca y honestamente, es un poco… aburrido. Como verás —dijo, estirando sus brazos a los lados y sentándose en la silla—, me preocupo por nuestro mundo.

Él asintió y abrió el paquete blanco de bizcochos, que carente de cualquier marca, especificaba nada más su contenido y su valor nutricional. Observó las fotografías que había empujado, tomó una de ellas cerrando un poco los ojos y mordió el pastelque había sacado, mientras trataba de exprimir un recuerdo escondido en los laberintos de su cerebro.

—¿De dónde sacaste esto? —preguntó con la boca obstruida de comida.

—Internet, ¿por qué?

—Esta mujer se parece mucho a una que mi mamá me presentó cuando la acompañé al trabajo.

Dio la vuelta a la fotografía para que Xandra la viera.

—Samantha Armas. ¿Qué sabés de ella?

—No mucho. Solo que mi mamá la ama y ella es una paciente loca. —Tiró la fotografía junto a las demás—. ¿Por qué la tenés aquí?

—¿De qué trabaja tu mamá? —preguntó arrugando el ceño.

—Es enfermera.

Inclinó su cabeza señalando las fotografías. Quiso evitar que Xandra se desviara de la conversación.

—Pues ella fue líder de un motín que no tuvo mucho éxito. Fue hace cinco años y no pasó nada después de eso. Ninguno de los que estuvo con ella quiso hablar por miedo a las consecuencias y, como ya sabés, no tenemos los medios de comunicación que antes nos mantenían al tanto; tengo nada más esas fotos y el recuerdo de un tercero que ni siquiera estuvo presente en el acto, así que no confío mucho en su juicio. Estaba por tirarlas ya, ocupan espacio innecesario aquí. Me dijiste que tu mamá trabajó con ella, ¿en dónde?

—En un psiquiátrico. ¿Crees que se relacione con el motín?

Xandra jamás pensó que Samantha estuviera en un lugar como ese, aunque sabía que el gobierno era capaz de hacer cosas así.

—¡Obvio que se relaciona! Esa Once es siniestra.

—¿Once?

Xandra descubrió una buena idea detrás de la conversación.

—Hagamos un trato.

—¿Qué clase de trato? —Luis se inclinó hacia adelante con los brazos cruzados sobre su estómago, desesperado por obtener los datos que buscaba desde la mañana.

—Vas con tu mamá y conseguís toda la información quepodás de Samantha. Me traes algo bueno, algo fresco. Si no sé las cosas que me traigás, te doy toda la información que querás de nuestro honorable gobernante.

—¿Cómo voy a hacer eso? Mi mamá nunca quiere hablar de las cosas privadas de sus pacientes. Posiblemente logre que me diga que es muy chistosa y que le pintó unas mariposas.

—Yo qué sé. Con esa mente criminal que tenés podés idearte algo útil. Yo sé que podés. Me seguiste hasta acá para conseguir información, ayudáme con esto.

—Está bien, pero dame algo fresco a mí también. —Estiró su mano derecha para estrecharla con la de ella.

—¡Ja! Contenido más fresco no podrás imaginarte. —Sus manos estaban frías, sus mentes hervían de ideas.

Dos años antes de que Samantha despertara, afuera del aeropuerto el futuro de Agatha ya estaba decidido. La madre de Esteban se dirigió segura a la entrada del lugar tratando de no mirar atrás, pero Maggie, su hijo menor, la detuvo con desesperación. Llevaba toda la mañana llorando por lo que estaba a punto de pasarle, sabía que jamás regresaría a Asunción y la vida que le esperaba lo agobiaba. Agatha tomó la cabeza de Maggie entre sus manos y le suplicó que se tranquilizara.

—Van a pensar que te estoy secuestrando, por favor, deja de llorar.

No sabía exactamente qué palabras podrían funcionar para calmarlo, nunca había estado en una situación así y normalmente era a ella a la que debían ayudar con sus arranques de emociones. Esteban la había dejado sola lidiando con el asunto y Henry se había adelantado con la excusa de que él debía encargarse de las maletas. No soportaba ver a su hijo sufrir tanto y se lamentaba de saber que Maggie estaba dejando su niñez en ese país. Al llegar al nuevo, después de haber pasado por tanto dolor, sería una persona diferente y eso quizá lo convertiría en un hombre.

—Nos va a dejar el avión Maggie, por favor, ya estuvo. Ella intentaba no pensar en nada, no simpatizar con su hijo, ni acercarse un milímetro a sentir un poco de lo que él sentía; pues sabía que en el momento en que lo hiciera, perdería todo el control y ese viaje se convertiría en un desastre.

Esperó pacientemente a que dejara de gritar que no quería irse y aunque no tuviera la fuerza para cargar a un niño de su edad, lo tomó entre sus brazos y no dejó que volviera a detenerla.

—Nos vamos porque nos vamos, a este lugar ya no pertenecemos.

Lo llevó renqueando hasta el lugar donde debían entregar sus boletos y a partir de ahí, Maggie no tuvo nada más que hacer que rendirse, era hora de despedirse de su pasado.

Dentro del avión se encontraron a Henry con los asientos reservados. Agatha tomó el asiento entre ellos dos para poder cuidarlos con la mirada y ser rodeada con su calor. Maggie se sentó junto a la ventana y observó el paisaje que mostraba el aeropuerto pegando su cabeza al vidrio. Aun lloraba, en silencio.

—Iré a buscar a Esteban, creo que fue al baño —dijo Henry levantándose del asiento que estaba junto al pasillo.

Maggie fijó su mirada en él mientras se alejaba; no podía creer que a su edad tuviera que soportar tantas cosas y encima de eso, tener un padre que olvida hasta los detalles más importantes de su vida. Con más rabia que tristeza, le dijo a Agatha lo que pensaba:

—Odio a Samantha con todo mi ser.

Agatha permaneció inerte viendo hacia el frente. No lo miró a los ojos cuando le respondió, pero a partir de ese momento, Maggie decidió callar durante el resto del viaje.

—Hoy nos olvidamos de su nombre. Jamás conocimos a esa persona y jamás la volveremos a conocer.

CAPÍTULO 3

Memorias en la comunidad de Fuluri: Antes de llegar

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