Razón para matar - Eduardo Zannoni - E-Book

Razón para matar E-Book

Eduardo Zannoni

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Beschreibung

La cercanía instala lo siniestro: la cercanía de los hechos, los personajes, las circunstancias y las resoluciones. Eso parece desprenderse de Razón para matar, pues el lector podrá encontrar aquí la construcción de un policial negro inquietante, un relato sostenido por la amenazadora proximidad de la ficción con la realidad. El abogado Rafael Guignet es encontrado muerto en su residencia. Ese hallazgo dispara la investigación del subcomisario Avilés, que poco a poco irá descubriendo una red de complicidades cuyas resonancias son insospe-chadas: tráfico de drogas, lavado de dinero, corrupción y vinculaciones internacionales. Pero nunca hay crimen sin pasión; la transgresión tiene su doble cara en un juego de infidelidades que serán asimismo el motor del relato. Con esta nueva novela, Eduardo Zannoni no sólo narra una historia atrapante y perturbadora, sino que además nos muestra, con un amplio conocimiento del lenguaje judicial y de sus condiciones, cómo funciona la oscura trama del delito actual y cómo cada situación puede ofrecer equívocos y perspectivas determinantes.

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Eduardo Zannoni

Razón para matar

Zannoni, Eduardo

Razón para matar. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2015. - (Ficcionaria; 0)

E-Book.

ISBN 978-987-599-436-2

1. Narrativa Argentina. 2. Novela.

CDD A863

Foto de tapa: Pablo Galarza

©Libros del Zorzal, 2014

Buenos Aires, Argentina

Printed in Argentina

Hecho el depósito que previene la Ley 11.723

Para sugerencias o comentarios acerca del contenido de este libro, escríbanos a: <[email protected]>

Asimismo, puede consultar nuestra página web:

<www.delzorzal.com>

Índice

Personajes principales | 5

-1- | 7

-2- | 13

-3- | 19

-4- | 23

-5- | 33

-6- | 38

-7- | 44

-8- | 49

-9- | 55

-10- | 57

-11- | 61

-12- | 67

-13- | 73

-14- | 77

-15- | 81

-16- | 84

-17- | 91

-18- | 93

-19- | 96

-20- | 98

-21- | 101

-22- | 104

-23- | 110

-24- | 118

-25- | 121

-26- | 127

-27- | 130

-28- | 132

-29- | 135

-30- | 140

-31- | 145

-32- | 152

-33- | 154

-34- | 159

Personajes principales

Rafael Guignet: abogado, asesinado en su residencia.

Mónica Duprat: viuda de Rafael Guignet.

Analía Chazarreta: ama de llaves de la residencia del abogado Guignet.

Rogelio Avilés: subcomisario de la Policía Federal.

Humberto Cozzolino: sargento primero de la Policía Federal.

Cayetano Ojeda: sargento de la Policía Federal.

Beatriz Teruel: fiscal a cargo de la investigación del asesinato.

Pedro Ramos Terán: juez de instrucción.

Javier Pastrana Caicedo: colombiano, todo servicio.

Marisa Jorgelina Salmerón: la Tigra, amiga de Guignet.

Osvaldo Mayorga: abogado, ex socio de Guignet.

Rosita Martínez: ex esposa de Osvaldo Mayorga.

Antonio Pagani: diputado de la Nación.

Alcides Camacho Riquelme: mexicano, mercenario al servicio del cártel de Sinaloa.

Ariel Maidana: comisario inspector, jefe de la Superintendencia de Drogas Peligrosas de la Policía Federal.

Ramón Ortubia: coronel, director nacional de Inteligencia Criminal.

Jaime Nevares: juez federal en lo criminal.

Juan Carlos Moretti: fiscal federal en lo criminal.

Guido Santoni: encargado de la barra del bar La Medida.

-1-

Observó el cuerpo sin vida, totalmente desnudo, con los ojos bien abiertos, flotando en la enorme bañera tipo jacuzzi que rebalsaba agua. Era el cuerpo de un hombre de mediana edad, más o menos la misma que la suya —algo así como de cincuenta años—, que, se notaba, había conservado un buen tono muscular.

El subcomisario Avilés reconoció al instante al abogado Rafael Guignet. Por un momento sus recuerdos le permitieron evocar algunas de las memorables defensas penales que habían tenido a Guignet como protagonista. Era imposible no recordarlo: un abogado astuto que sabía ser instigador de policías corruptos, pero que también era aborrecido por la policía honrada, y muchas veces temido por jueces y fiscales, porque tenía la habilidad de trazar estrategias sutiles para tergiversar el significado de ciertos hallazgos, pesquisas e investigaciones; llegado el momento, era capaz de utilizar argumentos que lograban contradecir, casi siempre con éxito, pruebas de una contundencia tal que habrían podido conducir a su defendido a una irremisible condena.

El policía entró con sumo cuidado al baño ubicado en suite junto al dormitorio principal del primer piso de la residencia del fallecido, tratando de no pisar los charcos que lo habían inundado. Se acercó al cadáver y, agachándose algo para poder verlo mejor, escrutó su entorno. Se advertían rastros de sangre que coloreaban el agua de un rojo tenue. El sargento primero Cozzolino, que integraba la patrulla y secundaba al subcomisario Avilés, lo miró y reflexionó casi como si hablara para sí mismo:

—Pudo golpear la cabeza con alguno de estos comandos, perder el equilibrio… o… sufrir un mareo, quedar inconsciente, caer dentro de la bañera y ahogarse —dijo Cozzolino.

—Es una hipótesis —Avilés hizo un gesto como si dudase—. No advierto a simple vista heridas, aunque de algún lado salió esa sangre que hay mezclada con el agua —repuso sin inmutarse, casi—. También es posible que lo hayan golpeado y después lo hayan sumergido inconsciente hasta ahogarlo, para hacernos creer la hipótesis que usted sugiere. ¿No le parece?

—Sí, sí… Claro… —coincidió el sargento con algo de temor reverencial, y asintió levemente, sin quitar la vista del cadáver.

—De todas formas no nos corresponde a nosotros, al menos por ahora, develar esas u otras hipótesis. Lo primero será escuchar a los de policía científica y a los médicos forenses que se harán cargo de la autopsia. —Hizo una pausa—. Le sugiero, sargento, que no corramos el riesgo de contaminar la escena del crimen. Salgamos de aquí y mientras esperamos la llegada del fiscal y su séquito busquemos algún lugar para comenzar a interrogar a la mujer que encontró al finado y nos llamó. ¿Cómo me dijo que se llama…?

Cozzolino consultó su agenda.

—Analía. Es algo así como el ama de llaves —respondió.

—¿Es la persona que dio aviso a la policía?

—Eso me informaron al asignarme a su patrulla, señor.

—Vamos, pues.

Ambos policías descendieron las escaleras y se dirigieron a un pequeño estar en la planta baja, cercano a la entrada. Había dos o tres reporteros de un canal de televisión y un camarógrafo husmeando allí que, inexplicablemente anoticiados del hecho, como suele ocurrir, montaban guardia para hacer su trabajo. Seguro ya habrían tomado algunas fotografías del lugar. Al verlos, Avilés les pidió que aguardasen fuera de la casa, pues no habría declaraciones aún, y el interior era, por lo menos hasta ese momento, un ámbito íntimo que debía quedar sustraído a la curiosidad morbosa de la gente. Después se acercaron a dos agentes uniformados que flanqueaban en silencio a una mujer madura (digamos de unos sesenta años), que estaba sentada en una pequeña poltrona.

—Está bien —dijo a ambos—. Pueden retirarse ahora.

Los agentes se retiraron y dejaron solo al subcomisario y al sargento primero Cozzolino con la mujer.

—Soy el subcomisario Rogelio Avilés —comenzó por decirle— y quien me acompaña es el sargento primero Humberto Cozzolino. —El sargento hizo una leve inclinación de cabeza como saludo amistoso—. Ambos pertenecemos a la brigada de homicidios de la Policía Federal y junto al juez de instrucción y al fiscal de turno estaremos a cargo de la investigación de este caso. Por ahora le haré algunas preguntas, y más tarde se la citará a la seccional o a la fiscalía para que preste testimonio formal. ¿Me comprende?

La mujer asintió. Avilés tomó una silla cercana y se sentó frente a ella. El sargento hizo lo propio y extrajo de uno de los bolsillos del saco un pequeño grabador portátil.

—¿Me puede decir su nombre completo?

—Analía Chazarreta —respondió ella mostrando cierto nerviosismo.

—Se nos ha informado —añadió el subcomisario— que fue usted quien halló el cadáver del doctor Guignet en el baño.

—Yo llamé a la policía…

—Efectivamente.

—Vengo a la casa todos los días a hacer la limpieza. De mañana y también a la tarde. De tarde, para preparar la cena del doctor. Hoy, en especial, me pidió que viniese porque tenía invitados.

—¿Sabe usted quiénes eran los invitados?

Analía se ruborizó algo:

—No, se imaginará…

Avilés meditó un instante.

—Pero seguramente sí cuántos eran.

—Eso sí, naturalmente… El doctor me dijo que hoy esperaba a dos personas, desde luego no me dijo de quiénes se trataba… —La mujer sonrió denotando algo de tristeza—. Pero, según creo, él no hacía reuniones de negocios aquí.

El subcomisario hizo un gesto indicando que había comprendido. Avilés se dirigió a Cozzolino:

—Sería importante individualizar a los invitados. Pueden llegar de un momento a otro. Avise al personal que hace guardia que, si aparecen, los identifique y me haga llegar las señas.

—Sí, señor —respondió Cozzolino y salió hacia la puerta de entrada.

—¿A qué hora calcula que llegó usted a la casa hoy? —preguntó el subcomisario retomando el interrogatorio.

—Entre las cuatro y las cinco de la tarde. —Avilés miró instintivamente su reloj pulsera. Eran casi las siete.

—Cuéntenos en qué circunstancias halló el cadáver del doctor. —El subcomisario señaló hacia la planta alta.

—Le diré… —Analía pensó un momento—. Si bien yo tengo las llaves de ingreso a la residencia, no acostumbré usarlas, salvo que el doctor me lo autorizara, anticipándome que estaría ausente cuando yo llegara. De tal modo que lo que hice hoy fue anunciarme… Quiero decir que toqué el timbre. Una, dos, tres veces, y como nadie respondió, me atreví a entrar utilizando las llaves. En la casa reinaba un silencio absoluto. Pensé que el doctor no había regresado aún de sus oficinas. De modo que fui a la habitación de servicio, donde guardo mis cosas, me coloqué el delantal y antes de comenzar a trabajar en la cocina subí para ver si era conveniente hacer un repaso en las habitaciones superiores de la casa… —Analía hizo silencio y bajó la vista dando por sobreentendido el momento en que se asomó al baño y descubrió muerto al doctor Guignet—. Era imposible no darse cuenta de que estaba muerto.

—¿Tocó algo?

—¡Absolutamente nada! —exclamó el ama de llaves—. Cuando me repuse del susto bajé y llamé al 911. Y me quedé, aquí, esperando.

Cozzolino y un policía uniformado se acercaron a Avilés. El uniformado le dijo algo al oído.

—Será interesante oír su declaración —acotó Avilés—. ¿Vino aquí espontáneamente? —preguntó el subcomisario.

—Así parece. Dice haberse sentido apabullada al ver el despliegue de policía y periodistas al frente de la casa. Da la impresión de que no sabe nada… —dijo el uniformado.

—Puede ser una de las invitadas que esperaba el occiso, según lo que nos acaba de decir la señora —acotó el sargento Cozzolino.

—Quizás. Está bien… Hágala pasar.

Mientras el policía se retiraba, hizo una breve anotación en su libreta. De inmediato se dirigió a Analía:

—Por favor deje sus datos al sargento Cozzolino porque la citaremos a la seccional para que firme una declaración. Y como ahora no tiene nada que hacer aquí, le recomiendo que regrese a su casa.

Cozzolino le indicó que se levantara y caminó con ella en dirección a la salida, mientras tomaba nota de los datos de Analía Chazarreta.

-2-

Unos instantes después reapareció el policía uniformado que le había susurrado al subcomisario al oído, acompañando a una mujer de mediana edad. Era vistosa, o al menos no pasaba desapercibida, y estaba vestida como para provocar (eso pensó el subcomisario), aunque se veía a las claras que estaba absolutamente desorientada. Avilés indicó al agente que se retirara y se apostara cerca del rellano de las escaleras que conducían al primer piso para impedir que los periodistas o cualquier curioso intentasen subir al piso alto antes de que lo autorizase el fiscal. Cuando el agente se retiró, el subcomisario consultó la libreta en la que había anotado su nombre y extendió su mano derecha para saludar a la mujer. La invitó a sentarse en el sillón.

—¿Marisa? —preguntó.

—Marisa Salmerón —respondió ella.

El sargento Cozzolino regresó.

Marisa Salmerón los observaba con curiosidad, pues daba la impresión de que no entendía nada.

—¿Le molestará que grabemos nuestra conversación? —preguntó Avilés—. Es para poder transcribir después su declaración al expediente con la mayor fidelidad posible —aclaró.

—No, subcomisario, no me molestará… —respondió Marisa, lacónica, con voz grave. De pronto se sobresaltó—: ¿Un expediente…? ¿Por qué hay tanto revuelo?

El subcomisario ignoró la pregunta. Cozzolino puso en marcha el grabador.

—¿Su nombre completo es…? —preguntó Avilés.

—Marisa Jorgelina Salmerón.

—¿Puede facilitarle un instante su documento al sargento, por favor?

Marisa Salmerón buscó en un pequeño bolso de mano que sujetaba sobre su falda y sacó un documento de identidad que alcanzó a Cozzolino. Avilés dio tiempo al sargento para que registrara los datos. Una vez que le devolvió el documento, el subcomisario continuó:

—¿Algún parentesco con el doctor Guignet?

Ella negó con la cabeza.

—Aunque lo visito con alguna frecuencia —aclaró.

—¿Él vivía solo aquí?

—¿Vivía, dice…? Sí… ¿Es que… Rafael… murió? —preguntó vacilante Marisa.

—Sí, señora —El tono del policía se endureció algo—. Por eso estamos aquí.

—¡No! —Marisa Salmerón bajó la vista y comenzó a sollozar—. ¿Y de qué murió…? ¿Un ataque al corazón?

—No lo sabemos aún.

—¡Es increíble! —dijo ella sonándose la nariz con un pañuelo que sacó de su cartera.

—¿Le parece?

—No puedo hacerme a la idea… ¡Por Dios!

Avilés decidió mantenerse imperturbable:

—Le repito la pregunta: ¿vivía solo el doctor Guignet?

Marisa tardó en reaccionar. Por algunos momentos pareció estar como ausente.

—Estaba separado de su esposa… —dijo Marisa. Vaciló—. Pero lo que se dice solo —recalcó—, nunca estaba… —Apenas sonrió.

—¿Hijos?

—Dos: Claudio y Marquitos, pero desde que Rafael se separó, ellos viven con la madre.

—¿Conoce usted a la esposa de Guignet?

—¿A Mónica…? Sólo de vista.

—¿Cuál era su vinculación con el doctor Guignet?

—¿La mía? Sólo conocida… —La mujer pareció turbarse algo—. ¿Me comprende?

—Le ruego me disculpe la curiosidad, pero estoy obligado a ser curioso, aunque a mi pesar…, en casos como este —El subcomisario hizo una pausa—. ¿Estaba usted invitada hoy a esta casa?

—Imagínelo…

Avilés sonrió.

—Quizá puedo imaginarlo, pero comprenda que necesito saberlo de sus labios, no sólo imaginarlo.

Marisa demostró cierta molestia, pero comprendió que no tenía más remedio que responder. Decidió cortar por lo sano.

—Le explico, subcomisario. Conozco al doctor Guignet desde hace algunos años porque fue mi abogado, y a partir de entonces mantuvimos una buena amistad. Desde que se separó de su esposa, yo lo visitaba aquí cuando él me invitaba, digamos una, dos, a lo sumo tres veces al mes. No era forzoso que hiciésemos el amor. Tampoco éramos pareja, como se suele decir. ¿Está claro? Ayer me llamó para invitarme a cenar con él. Llegué hace unos momentos y me sorprendió ver a la policía apostada en la entrada… ¿Qué más quiere saber, por el amor de Dios? —La mujer buscó un pañuelo para enjugar sus incipientes lágrimas.

Avilés se quedó en silencio un instante. En ese momento tuvo la convicción de que su interrogatorio mortificaba por demás a Marisa. La vibración del teléfono celular en el bolsillo de su saco le indicó que tenía una llamada entrante. Atendió. Era del policía apostado en la entrada de la casa, quien le informaba que acababan de llegar otras dos personas que decían pertenecer al servicio doméstico. Avilés respondió al policía que las identificaran y las retuviesen en algún lugar apartado de la casa hasta que pudiesen ser interrogadas si era preciso. Guardó el celular y volvió a su interrogatorio.

—Como imaginará, Marisa, no sabemos si la muerte del abogado Guignet se debió a un accidente o si nos hallamos frente a un asesinato. Eso debe investigarse. De todas formas, aunque no le pido que me lo conteste ahora, es posible que deba informarnos con quién estuvo usted antes de venir aquí. Comprenderá que es su coartada…

—¡Por favor, subcomisario! —Marisa adoptó un gesto agresivo—. ¿Qué importancia tiene la identidad de las personas que me visitan o a quienes yo visito?

—Debo aclararle que no me preocupa saber quiénes la visitan o a quiénes usted visita. Le pregunté sólo con quién estuvo usted antes de venir aquí, lo cual es diferente. Me interesa saber si puede explicar…

—¿Es posible que sospeche usted de mí? —La voz de Marisa se volvió algo más chillona—. ¡Si cuando llegué aquí ni siquiera sabía que Rafael…, el doctor Guignet había muerto! ¡Y encima usted me pide que le diga con quién estuve…!

—No le pedí que me lo diga ahora. Pero si es necesario para una eventual investigación, será imprescindible que nos lo informe —reiteró Avilés parsimonioso—. Yo me encargaría de que la información quede en reserva… Me refiero a que no trascienda a la prensa. —El subcomisario endureció su semblante—. Vea, Marisa, si usted posee una coartada y desea callar, es cosa suya, claro. Pero póngase en mi lugar… Yo debería investigar de todas formas, incluso contra su voluntad, y eso, no lo dude, podría provocar un escándalo aún mayor. ¿No se da cuenta?

—Pero… ¿y los daños colaterales que eso pueda causar…?

—Como seguramente comprenderá —la cortó en seco Avilés—, para mí lo prioritario es la investigación de un asesinato —Hizo una pausa—. Pero tranquilícese, porque es posible que no estemos frente a un asesinato sino sólo ante un desgraciado accidente. —Trató de mostrarse más sereno.

El policía cambió de tema.

—¿Sabe o recuerda cuánto tiempo hace que el doctor Guignet y su esposa se hallaban separados?

Marisa pensó un momento:

—¿Cuatro o cinco años…? Algo así. —Se preguntó a sí misma, y respondió con seguridad.

—Pero no estaban… divorciados. —El tono del subcomisario Avilés se parecía más a una pregunta.

Marisa sonrió.

—¡Me pregunta usted cada cosa! —La mujer dio un largo suspiro—. No, no habían iniciado los trámites judiciales, al menos que yo sepa. Aunque… ¿quiere que le diga algo? Tengo entendido que Mónica Duprat en realidad quería divorciarse de Rafael, quien se negaba era él… Así como lo oye.

—¿Mónica Duprat, me dice? —repitió Avilés.

—Sí, la esposa del doctor Guignet…

El subcomisario tomó nota del nombre de la viuda.

—¿Sabe usted por qué el doctor Guignet se negaba al divorcio? —preguntó después.

—Vaya una a saberlo… —Marisa dudó—. No, en verdad no lo sé. Rafael era muy reservado en esos temas.

—Está bien —concluyó el comisario—. Esto es todo por hoy. Le ruego que mañana pase por la brigada a firmar su declaración.

-3-

En ese momento entró a la casa la fiscal de instrucción de turno, acompañada de dos o tres corpulentos policías vestidos de civil. Se trataba de la doctora Beatriz Teruel, a quien el subcomisario Avilés conocía muy bien. Era una mujer alta, de un porte elegante, de rasgos aún interesantes y una excelente figura a pesar de que ya había cumplido los cincuenta años. Inexplicablemente no se había casado ni se le conocía pareja, aunque no encajaba en el physique du rôle de la típica solterona. En algunos corrillos de tribunales se comentaba que era lesbiana, lo que explicaría su soltería, pero eran sólo chismes. Tanto lo eran que, a la vez, se había rumoreado en su hora que había accedido a la fiscalía hacía algo así como diez años gracias a la influencia de un juez de la Corte Suprema, casado por supuesto, de quien habría sido amante. Pero Avilés sabía que la versión no pasaba de ser una patraña cargada de maledicencia. Y lo sabía porque después de quedar viudo y solo (con su esposa, prematuramente fallecida, no habían tenido hijos), él y Beatriz habían iniciado una tímida relación sentimental que no pasó a mayores; no obstante, en una ocasión ella le confesó la falsedad del infundio que encubría, en realidad, el deseo insatisfecho de un funcionario del Ministerio de Justicia que había aconsejado su designación.

Al ver al subcomisario, la fiscal esbozó una sonrisa. Era inteligente y había demostrado ser muy eficaz en su desempeño. Ya le habían anticipado quién estaría a cargo de la investigación policial. Avilés se puso de pie y saludó a la doctora Teruel, que extendió su mano para no alterar, en público, las reglas del protocolo.

—Deberíamos dirigirnos a la planta alta —dijo el subcomisario después de que ambos se saludaran.

—¿Me guía usted? —preguntó la fiscal, que no tuteaba en público al policía.

—Desde luego —respondió Avilés, y ambos comenzaron a caminar.

El subcomisario indicó al sargento Cozzolino que permaneciese junto a Marisa Salmerón unos minutos. Cuando arribaron al piso superior, el subcomisario cedió la delantera a la fiscal.

—Es aquí. —Y señaló el baño.

La doctora Teruel ingresó y se quedó unos instantes observando al occiso.

—El doctor Rafael Guignet… Qué fatalidad… En minutos llegarán los de científica y los médicos forenses —dijo ella—. ¿Aventuraste alguna hipótesis, alguna pista?

El subcomisario negó con la cabeza.

—El sargento Cozzolino lanzó la conjetura de un accidente, o sea que la víctima sufrió un mareo, un desmayo hallándose en la bañera, cayó y se golpeó con la grifería; yo planteé la posibilidad de un homicidio encubierto a través de las apariencias de un accidente. Pero en verdad, Beatriz, no son más que especulaciones. No quise mover el cadáver. Dejemos eso a los de policía científica.

La fiscal asintió.

—¿Hay alguien de la familia en la casa? —preguntó.

—Guignet vivía solo. Estaba separado de su esposa, y los hijos viven con la madre. En la casa a lo sumo lo acompañaban, durante parte del día, dos personas del servicio doméstico. Todo indica que no se hallaban presentes cuando el abogado murió. Regresaron hace unos minutos y las retuve en la cocina.

—¡Mierda…! ¿Y quién halló el cadáver?

—Una mujer del servicio doméstico, Analía Chazarreta… El doctor Guignet esperaba a dos invitados a cenar.

—¿A la dama que estabas interrogando cuando llegué? —preguntó la fiscal.

—Es posible. Se llama Marisa no sé cuánto Salmerón… Parece que era una amiguita del abogado, que lo visitaba de vez en cuando. Podía entrar a la casa con la llave que le había facilitado él mismo…

—Sería importante ubicar a la esposa. ¿No dio señales de vida?

—No, al menos que yo sepa. Si no aparece espontáneamente la citaré mañana al departamento para tomarle declaración.

La fiscal salió del baño y dio un vistazo a la habitación.

—Está bien. Te comunico que ya informé del caso al juez de instrucción de turno, me refiero al doctor Pedro Ramos Terán. Como es habitual en situaciones como estas, quedarás a cargo de la investigación preliminar. Me gustaría tener noticias pronto.