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"Haría mal en anticipar el sino de lo trágico. Los lectores —se dijo— podrían sentirse influidos por las premoniciones ominosas, lo cual suele ser nefasto; es preferible dejar que los recuerdos fluyan, recreando las vivencias del pasado, para que unos y otras hagan posible sacar las propias conclusiones al final del relato." Con esas palabras, el narrador de "La herencia", que da título a este volumen, ofrece algunas claves para leer tan perturbador conjunto de cuentos. La memoria, las vivencias del pasado, la posibilidad de abordar y comprender los hechos desde diferentes perspectivas son los ejes de estas historias que no pocas veces conducen a la tragedia. Pero lo más inquietante es que aquí lo trágico es un signo que resuena en lo cotidiano: en el seno de una familia en conflicto por un testamento, con una historia impronunciable de relaciones, celos y traiciones mutuas; en la convivencia de los vecinos de un edificio en que la introducción de un simio, que recuerda a Poe, trastorna el habitual desarrollo de los días; en la conservación de un secreto que pone en juego las bases morales de toda una existencia; en el luto por la muerte de una esposa que ha sembrado una incertidumbre, es decir, en la reproducción indefinida de la fatalidad… Contundentes, probables, turbulentos, tan diversos como diversos son sus narradores, estos relatos vuelven a dar cuenta de la solidez y originalidad de la pluma de Eduardo Zannoni.
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Seitenzahl: 220
Veröffentlichungsjahr: 2021
Eduardo Zannoni
La herencia
Zannoni, Eduardo
La herencia / Eduardo Zannoni. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2016.
Libro digital, EPUB - (Ficcionaria)
Archivo Digital: descarga
ISBN 978-987-599-461-4
1. Narrativa Argentina Contemporánea. I. Título.
CDD A863
©Libros del Zorzal, 2016
Buenos Aires, Argentina
Printed in Argentina
Hecho el depósito que previene la Ley 11.723
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Índice
La herencia | 5
El secreto | 71
El del mono | 108
Lo que cuenta son los proyectos | 119
Una noche en lo de la Coca Yasky | 127
Nochebuena | 135
Miguelito Sánchez | 144
El fantasma del stripper | 151
Luto de la memoria | 161
La herencia
1
Cuando llegaban a sus manos antiguas fotos con escenas de familia y descubría en ellas a personas que seguramente habían muerto hacía veinte, treinta o más años, a Gerardo solía poseerlo un extraño sentimiento. No sólo se veía transportado al pasado, sino que, además, algo parecía revelarle misteriosamente el hálito de vida que, por un brevísimo instante, la imagen recreaba. Era como si, por milagro, las escenas familiares y sus protagonistas lograsen dar un salto al presente, a un tiempo que, en realidad, no sólo les era extraño, sino también ajeno; un tiempo que jamás les había pertenecido.
Fue justamente mientras hurgaba en un desván, en el que halló un grueso álbum que contenía fotografías envejecidas, que Gerardo revivió un trozo de su propia historia. Le resultó inevitable que lo poseyeran los espectros que acuden cada vez que son conjurados por los recuerdos. Sobre todo porque le hicieron evocar los acontecimientos que rodearon a la muerte de tío Lautaro.
Gerardo nunca hubiese imaginado que la muerte de tío Lautaro desencadenaría una tragedia como la que les tocó vivir. Si bien habían pasado ya muchos años de los infaustos sucesos que se proponía narrar, tuvo la impresión de que la memoria los había fijado hasta en sus mínimos detalles, de modo que se mantuviesen tan vívidos como el primer día. Pero logró persuadirse por sí mismo, no obstante, de que haría mal en anticipar el sino de lo trágico. Los lectores —se dijo— podrían sentirse influidos por las premoniciones ominosas, lo cual suele ser nefasto; es preferible dejar que los recuerdos fluyan, recreando las vivencias del pasado, para que unos y otras hagan posible sacar las propias conclusiones al final del relato.
Fue pasando las fotografías, una tras otra; volvió a asistir a la ceremonia de su bautismo, en la cual sólo le fue posible reconocer a sus padres, muy jóvenes por entonces; se detuvo en fotografías de algún cumpleaños de su niñez celebrado en un salón de fiestas, rodeado de los compañeros y amiguitos de ese momento, y reconoció a varios de ellos; en otra toma, en una reunión familiar, sus padres y sus tíos, en su casa, aparentaban ser felices. “¿Lo serían realmente?”, se preguntó Gerardo mientras evocaba los años felices de su propia juventud. No estaba tan seguro. Vio a tía Claudia entre ellos y también a tío Lautaro y a sus abuelos, don Francisco Cabanillas Álzaga y Pilar Morel, por entonces todavía en la plenitud de su madurez. Al ver esa fotografía, los fantasmas del pasado de la familia lo poseyeron. Gerardo tuvo, en ese momento, la convicción de que no lo abandonarían mientras no hubiese concluido de contar la historia que lo atormentaba. Para aliviar en algo sus tormentos, decidió escribirla en tercera persona.
Francisco Cabanillas Álzaga y Pilar Morel se habían casado hacía exactamente setenta años. Entonces, él era un joven abogado, hijo de Modesto Cabanillas, un famoso médico cirujano y antiguo dirigente demócrata, y de Paulina Álzaga Iraola. Francisco fue el menor de cinco hermanos. Pilar, a su vez, era hija de don Salustiano Morel y doña Zelmira Iraola (emparentada con los Álzaga Iraola; de hecho, Francisco y Pilar eran primos hermanos), ambos de tradición conservadora también, con estancias en Tandil y Balcarce. Su hermano menor fue don Lautaro Morel, de quien más adelante se harán las pertinentes referencias.
Se conocieron en la iglesia de Nuestra Señora del Pilar, que en su hora fundaran los franciscanos junto al convento de los Monjes Recoletos. Ambas familias solían asistir con sus por entonces jóvenes hijos e hijas casaderas a la misa de once los domingos, al igual que lo hacían otros patricios y familias de la aristocracia porteña de aquel momento. La salida de la misa de once era propicia para los saludos protocolares en el atrio y en sus inmediaciones, y esos saludos, a su vez, la ocasión para el encuentro de los jóvenes que se conocían allí y que concretarían más tarde, con la aprobación de sus familias seguramente, una relación sentimental que culminaría en el matrimonio, tal como se estilaba en ese tiempo. La circunstancia hacía no sólo previsible sino también aceptable la cita, concertada de antemano y tácitamente bendecida por el entorno. Era difícil que las intenciones resultaran sospechadas de ser aviesas, y por eso facilitaban una invitación a caminar, después llegarse a una confitería del centro y tomar algo antes de regresar cada cual a su casa.
La misa de las once en la iglesia de Nuestra Señora del Pilar era un oficio religioso relevante; una rutina, hoy en buena medida obsoleta, que se repetía cada domingo y que, aunque para muchos fuese apenas pour la galerie, congregaba a lo más granado de la aristocrática sociedad porteña de la primera mitad del siglo xx, que con su presencia exteriorizaba su acatamiento al precepto dominical. Por eso, la misa era un verdadero acontecimiento social. Pero don Francisco y doña Pilar no eran, por entonces, católicos practicantes como llegaron a serlo en su madurez —al menos durante un tiempo—, después de que ambos, siguiendo el influjo de ejemplaridad de los acomodaticios de la política vernácula, abrazaron la cruzada de los cursillos de cristiandad ideados por monseñor Juan Hervás y por el creador del Opus Dei, monseñor De Escrivá y Balaguer. Los cursillos hacían furor en esa época, porque habían inspirado a los militares usurpadores del poder, por cierto gracias al carisma de los sacerdotes que los habían importado desde la España del Caudillo “por la gracia de Dios” a sus respectivas diócesis. Si bien estos hechos parecieran ajenos a nuestra historia, no lo son, pues sitúan el contexto social y familiar que rodeó a lo que se contará.
Francisco y Pilar tuvieron tres hijas: Doris, Gabriela y Claudia, en ese orden. El matrimonio de las dos primeras no satisfizo las expectativas que los padres alimentaban para sus hijas según la tradición y las costumbres de su generación. Tampoco llenó las expectativas la tercera, que no sólo no se casó, sino que además tuvo un hijo siendo soltera. No era cuestión menor, aunque ya por entonces los tiempos habían cambiado y se asistía a una sociedad más informal y profundamente desacralizada.
Doris se casó con Oscar Caracciolo, un hombre de clase media, que había abandonado los estudios de abogacía para dedicarse de lleno a la política, no precisamente en el partido demócrata conservador, sino en el radicalismo —la Unión Cívica Radical—, lo cual no fue aceptado de buen grado por don Francisco. Pero como no era lerdo ni perezoso para los negocios, prosperó económicamente mediante una agencia inmobiliaria que le había permitido obtener un interesante patrimonio que algunos maledicentes atribuían a negocios turbios vinculados a la política, aunque lo cierto es que jamás se le probaron actos de corrupción o enriquecimiento personal ni trapisondas semejantes. Oscar y Doris fueron los padres de Gerardo y de Zulema.
Gabriela, la segunda hija de don Francisco, se casó con Ángel Soto —todos lo llamaban Lito—, un ingeniero industrial que no practicaba la política (más bien ignoraba todo de ella) y que había montado una fábrica de rulemanes con la que tuvo relativo éxito, como se precisará en el curso del relato. Era un hombre manso, quizás algo falto de carácter y probablemente un tanto timorato. Por eso no supo aprovechar algunas oportunidades que el negocio llegó a posibilitarle en el devenir de su giro. Lito y Gabriela no tuvieron hijos.
Finalmente, Claudia, la menor y más atractiva de las tres hijas, no se casó, como ya se anticipó. Tuvo el descaro y mal gusto de ser madre soltera de Jorgito, cuyo padre no lo reconoció. Claudia jamás quiso revelar el nombre del padre. Este hecho fue un bochorno para la familia que, sin duda, conservaba como resabio los prejuicios que se le habían inculcado. Por eso, Jorgito no fue destinatario de las caricias y los mimos de sus tíos, quienes le retacearon, o lisa y llanamente le negaron, la ternura que de manera natural es el alimento del alma de los niños. Por el contrario, las dos hermanas mayores de Claudia prefirieron alejarse de ella, ignorarla y no verse involucradas en su maternidad. Fue gracias a tío Lautaro, el hermano de doña Pilar Morel, que había llegado a la madurez siendo un solterón irredimible, que Claudia, no obstante el desdén y el menosprecio que le demostraron sus hermanas, pudo sobrellevar con dignidad su maternidad y criar al bebé. Tío Lautaro se hizo cargo de la situación y, como era un hombre de una importante fortuna, no sólo le dio trabajo en sus oficinas, sino que además le asignó un sueldo más que decoroso para permitirle vivir sin depender de sus hermanas o cuñados.
El hombre, de mediana estatura, elegantemente vestido de traje, traspuso la puerta de vaivén del recibidor de las oficinas de don Lautaro Morel. Su secretaria, que ocupaba un pequeño escritorio en uno de los laterales del amplio recibidor cerca de un fichero, se puso de pie y se acercó al recién llegado. Ambos se reconocieron de inmediato.
—¿Cómo estás, Claudia? —preguntó él haciendo una tímida inclinación de cabeza.
—Bien, Lito —respondió ella con frialdad—. Tío Lautaro te está esperando.
Dio media vuelta e ingresó al despacho de Lautaro Morel. Transcurridos unos momentos, volvió a salir:
—Podés pasar —dijo.
Hizo una seña y regresó a su escritorio. Lito ingresó al despacho de Lautaro.
—Cuánto me alegra verte —dijo Lito, desde luego por puro compromiso, mientras caminaba al encuentro de Lautaro, que apenas hizo un gesto amagando levantarse de su sillón, aunque sin llegar a incorporarse del todo.
—¿Cómo andan tus cosas? —preguntó Morel.
Lito se sintió turbado, porque en los últimos tiempos nada andaba bien para él. Eso Lautaro lo sabía de sobra. La recesión económica hacía estragos en las industrias proveedoras de insumos y, según decía Lito, él era una víctima de esa recesión. Había recurrido a préstamos bancarios que no le era posible honrar. Se le había pedido la quiebra, que sólo pudo evitarse recurriendo a un préstamo que le hiciera Lautaro. Este, por ser de la familia, sólo le había hecho firmar pagarés sin garantías reales ni cobro de intereses como lo habría hecho con otro cliente. Ante la falta de pago a su vencimiento, los pagarés habían sido renovados en varias oportunidades. Para mayor desgracia, a Lito acaban de pedirle de nuevo la quiebra.
—No andan muy bien que digamos —respondió Lito—. Probablemente, la empresa podría recomponerse con una inyección de capital que no estoy en condiciones de aportar.
—Te recuerdo que aún me debés…
—¡No hace falta que me lo recuerdes! —lo interrumpió Lito, con un tono que dejaba en evidencia su desesperación—. Sé lo que te debo y, creeme, preferiría no ser deudor tuyo. Pero a vos te consta que no pude pagar mi deuda, mi maldita deuda; te mostré mis libros, mis balances y te demostré que traté por todos los medios de generar los recursos para cancelar los pagarés que tuviste a bien no ejecutarme…, lo cual te agradezco con sinceridad —Su voz se entrecortó.
—Es cierto. Vi tus libros y balances —acotó Lautaro—. Pero como comprenderás, no podés endilgarme tus quebrantos o tus malos negocios. Yo te presté una suma considerable.
—Volvieron a pedirme la quiebra.
—¿Y? —preguntó enigmáticamente Lautaro.
—No es un importe demasiado significativo…
—Entonces… —Lautaro Morel meneó la cabeza como si estuviese por decir una obviedad—. Hacete cargo de la deuda. La que tenés conmigo puede esperar… Yo no tengo apuro.
—No, Lautaro —replicó Lito—. Lo que quiero decir es que el importe de lo que debo no es significativo para vos… Pero yo no puedo pagarla.
—¿Te parece justo que me estés pidiendo que levante otra deuda tuya sin antes cancelar, o al menos comenzar a cancelar, la que tenés conmigo?
Lito se dejó caer en una silla que estaba cerca del escritorio de Lautaro. Se tomó la cara con ambas manos y permaneció en silencio. Lautaro no se inmutó, al menos en apariencia.
—¿No podés pedir la convocatoria de tus acreedores y hacerles una oferta de pago para evitar la quiebra? —preguntó Lautaro.
Lito alzó la vista y asintió en silencio.
—Me parece que deberías pensar en esa alternativa —Lautaro lo aseveró con firmeza.
—Pero el daño comercial…
—No podés evitarlo. Es la única alternativa que tenés para continuar con la producción de la fábrica y, de paso, pagarme a mí. ¡Creo que estás obligado a hacer el esfuerzo para honrar tus deudas!
Lito se puso de pie.
—¿Es tu última palabra? —preguntó.
—Desde luego —corroboró Lautaro.
—Veré qué hago, entonces —dijo Lito, y se despidió de Lautaro con un gesto mínimo. Dio media vuelta y salió del despacho. Antes de abandonar el recibidor, saludó a Claudia, que estaba trabajando en la computadora con la vista fija en la pantalla.
—Adiós, Lito —respondió ella sin apartar siquiera la mirada.
—¿Qué hacés leyendo el diario y bebiendo a esta hora? —preguntó Doris a Gerardo al entrar al amplio y moderno living del departamento de la familia.
—Leo las noticias… —comenzó a decir Gerardo elevando el diario mientras daba un buen trago.
—¿No deberías estar todavía en la oficina de tu padre? ¡Mirá la hora que es!
Gerardo se puso de pie con cara de fastidio. Dejó el vaso de whisky sobre el bargueño. Después se acercó a su madre y estiró la mano para hacerle una caricia, pero Doris dio un paso atrás demostrándole que se sentía realmente contrariada. Gerardo sonrió, socarrón.
—¡Pero mamá! —dijo tratando de justificar su holganza—. Papá está encerrado en su despacho con un par de correligionarios. Como supondrás, está muy ocupado haciendo política.
—¿Y? —preguntó Doris en tono de recriminación.
—Cuando los políticos están en campaña, todo gira alrededor de discursos y encuestas. Vos lo sabés bien, ¿no?
—¡Eso no tiene nada que ver con vos! Dejá de decir estupideces…
—No te angusties, mamita. Cuando papá sea diputado, ya no va a haber problemas… ¡Bah! —Gerardo pretendía sonar divertido sin lograr arrancar una sonrisa a su madre—. Yo voy a ser su secretario privado. ¿No lo pensaste?
—Buena le espera a tu padre…
—¡Ja! ¡¿Y a mí?!
—Pero hoy no sos el secretario privado de nadie. Deberías estar trabajando en la oficina. Sos un caradura. ¡Ya cumpliste los treinta, Gerardo!
Gerardo volvió a sentarse. Hizo unos momentos de silencio.
—Espero a unos amigos —dijo. Y añadió—: Gracias a que estoy acá perdiendo el tiempo, como vos creés, recibí hace unos minutos una llamada telefónica de la escribana Mortaroti, que preguntaba por papá.
Doris se mostró extrañada.
—¿Vos la conocés?
—Sí, claro.
—¿Quién es la escribana Mortaroti? —preguntó Doris intrigada.
—Trabaja en la escribanía que hace las hipotecas de tío Lautaro —respondió Gerardo.
—No sé por qué se le ocurriría llamar acá… ¿No dijo para qué llamaba?
—No, sólo preguntó por papá… Le dije que llame a la oficina, o acá dentro de un rato… A la hora de la cena.
Se oyó el timbre de la puerta de calle.
—¡Alcira! —Doris alzó la voz llamando a la mucama—. Fijate quién llama.
Al cabo de unos momentos, Alcira entró al living. Era muy joven y vistosa y estaba vestida con un delantal y minifalda. Gerardo le guiñó un ojo, lo cual no pasó desapercibido a su madre. Alcira bajó la vista y se limitó a decir:
—Es la señora Gabriela.
—¿Gabi? —preguntó Doris.
—Sí, señora —corroboró Alcira.
—¡La maravillosa tía Gabi! —acotó Gerardo.
—¡Vaya!… —Doris se mostraba sorprendida—. Hacela pasar. ¡Qué milagro!
En cuanto Alcira salió, Doris clavó su mirada en Gerardo en clarísimo gesto de reproche.
—¡No me gusta que le hagas insinuaciones a Alcira!
—¡Pero mamá, no seas tan susceptible! —Gerardo rio tratando de tranquilizar a su madre—. Lo mío con ella son sólo gestos, galanterías.
En ese instante, entró Gabriela, la hermana del medio, elegantemente ataviada. Era menor que Doris, pero diez años mayor que Claudia, la menor de las tres.
—¡Qué sorpresa, vos por aquí! —dijo Doris yendo a su encuentro.
—¡Estás hecha una diosa, tía Gabi, de verdad! —exclamó Gerardo con desenfado.
Doris miró a Gerardo. Conocía a su hijo y su fama de picaflor irredimible. Sin embargo, lejos de causarle gracia, los halagos voluptuosos hacia su hermana le resultaban a las claras un atrevimiento inaceptable, casi un grotesco: Gabriela, su tía, había cumplido ya los cincuenta años, es decir que era veinte años mayor que Gerardo. No obstante, y en favor de Gerardo, conviene decir que Gabriela demostraba total inmadurez cuando alguien, aunque fuese su sobrino, halagaba su belleza de mujer madura.
—¿Te parece? —preguntó Gabriela sonriendo con un disimulado pudor.
—¡Terminala, Gerardo, haceme el favor! —protestó Doris intentando hacer callar a su hijo—. ¡Y vos, Gabi, no le sigas el juego a este caradura!
Pero Gerardo redobló la apuesta:
—Estás hecha una diosa… —Hizo un silencio y entrecerró los ojos mientras la recorría de cuerpo entero—. A ver…, a ver… Noto algunos cambios… Cambios importantes… Sí, sí… ¡Ya sé! Te hiciste las lolas.
—¡¿Qué decís?! —bramó Doris.
—¿Me equivoco? —insistió Gerardo. Gabriela rio exaltando la firmeza del busto—. ¡Tía Gabi está estrenando equipo! —agregó jocoso—. Estás divina. ¿No te lo dijo tío Lito?
—¡Acabá con eso! —volvió a pedir Doris a su hijo. Se dirigió a su hermana—. Debería estar en la oficina de su padre. Trabajando, no cultivando el ocio y bebiendo a esta hora.
Gerardo meneó la cabeza.
—Qué quieren que les diga… No puedo soportar tanto desdén —dijo poniendo cara de circunstancia—. En fin, dada la situación, mejor me voy. Tía Gabi debe de haber venido a revelarte algún secreto.
—¿Qué estupideces son esas? —preguntó Doris de mal talante.
—Cosas de mujeres, a eso me refiero. Un cariño, tía Gabi, y mis felicitaciones… —Dio a su tía un beso en la mejilla y salió.
Doris le ofreció asiento a su hermana en uno de los mullidos sillones.
—Me sorprende verte por acá. ¿Te sirvo una copita?
—¿Guindado?
—Cerizette.
—Está bien, servime.
Doris buscó dos copitas en el bargueño y la botella de licor.
—¿Cómo se te ocurrió venir? —preguntó.
—Quedamos con Lito en encontrarnos acá. Me llamó desde la fábrica después del almuerzo. Me dijo que se encontrará en la oficina con Oscar y vendrán juntos.
Doris miró su reloj pulsera.
—Ya deben de estar por llegar, entonces —dijo mientras servía el cerizette—. Vení, sentémonos… ¿Sucedió algo especial?
—¿Cómo qué? —preguntó Gabriela.
—Digo, nomás. No recuerdo que hoy festejemos nada —respondió Doris.
—Sólo queríamos compartir con ustedes unos momentos. Lito anda bastante preocupado últimamente.
—¿Problemas en la fábrica?
—No sé. Viste cómo es Lito. Se encierra y no hay quién le saque palabra. Y yo también necesitaba hablar con vos.
—La verdad es que ustedes vienen tan poco por acá… Lito y Oscar se encuentran en el club dos o tres veces por semana. En cambio nosotras… ¡Y eso que somos hermanas! Deberíamos visitarnos con más frecuencia.
Gabriela hizo un gesto de preocupación. Se mantuvo observando a su hermana unos momentos.
—Bueno, es que Lito… Vos sabés… Le cuesta tanto decidirse a salir de casa —balbuceó Gabriela.
—No me des pretextos —protestó Doris—. Deberíamos salir un poco… Solas… Aire fresco… Podríamos invitarla también a Claudia… ¿Cuánto hace que no la ves?
El gesto de Gabriela se ensombreció.
—¿A Claudia? No sé cuánto hace… Ya ni me acuerdo, para qué engañarte —contestó.
—Es inútil… No podés perdonarla.
—No volvamos al tema de Claudia —protestó Gabriela.
—¡No podés vivir toda la vida echándole culpas ni guardando rencores! —Doris endureció su voz—. ¡Es nuestra hermana!
Gabriela se sentía mortificada. Hablar de Claudia la sacaba de quicio con bastante facilidad.
—No son rencores. En realidad… Sí, seguramente es rabia. Eso es lo que siento. Mirá… —Dejó inconcluso su pensamiento. Sus sentimientos hacia Claudia carecían de una adecuada explicación.
Doris aprovechó el resquicio.
—¿No pensás que deberíamos darle más apoyo? —preguntó.
—¡¿Apoyo?! Te recuerdo, por si te olvidaste, que Claudia, la nena, la consentida, la regalona de papá, ya cumplió cuarenta años. Y por si lo olvidaste, te recuerdo que se negó a escucharnos, ni a vos, ni a mí, ni siquiera a Lito… ¡Mirá que le habló el pobre!
—¡Lo tuyo son celos, Gabi! —exclamó Doris en claro tono de reproche.
—No me salgas otra vez con el tema de los celos —a Gabriela parecía quebrársele la voz.
—Ella quiso tener el hijo —recordó Doris.
—¿Y?…
—Estaba en derecho, ¿no?
Gabriela explotó.
—¡Su derecho! —gritó casi—. ¿Sabés cómo debe haberse comentado el asunto? ¡Habladurías! ¡Chismes! Me imagino cómo deben haberlo disfrutado todavía la Meneca Álzaga o la otra gorda esa…, la Porota Morales de Suárez Robirosa. ¡Vos las conocés bien! Estamos en boca de todas ellas. Risitas, gestos disimulados, indirectas… ¡Viejas hipócritas!
Doris meneó la cabeza en señal de reprobación.
—Dejá de pensar en esas cosas. No somos tan importantes como vos imaginás. Lo cierto es que Jorgito pronto cumplirá cuatro años. Claudia debe luchar sola con el hijo a cuestas.
—¡Es su culpa! —exclamó Gabriela—. ¿No hubiera sido mejor que nos escuchara? Ni siquiera quiso decir quién es el padre.
—¿Qué ganarías con saberlo?
—Precisamente eso, saberlo.
—Es cosa de ella. Tendrá sus razones… —Doris quedó pensativa—. Aunque por lo menos trabaja, gana un sueldo razonable.
—Se lo tiene que agradecer a tío Lautaro, que la llevó de secretaria privada a sus oficinas… —Gabriela se detuvo y contuvo la respiración unos momentos—. ¡De eso te quería hablar, Doris! —exclamó.
Doris la observó extrañada.
Gabriela bebió el resto de licor que tenía en su copa. Se puso de pie poseída de un intenso nerviosismo.
—A tío Lautaro lo internaron esta mañana.
—¿Qué decís? —preguntó Doris acongojada—. ¿Cómo que lo internaron?
—Un infarto. Está… está en terapia intensiva —balbuceó Gabriela—. Me dijo Lito que lo internaron en el Hospital Alemán. Intentó visitarlo, pero fue inútil. Tiene prohibidas las visitas. ¡Qué momento tan inoportuno!
—¿Qué querés decir?
—Mirá, no puedo engañarte. Lito fue a verlo hace unos días para pedirle un préstamo. Urge pagar deudas de la fábrica. Según me dijo, es la única salida en este momento. Hay riesgos de que no puedan pagarse los sueldos del próximo mes.
—¿Qué le contestó tío Lautaro?
—No sé… Que era difícil. Lito no me dijo gran cosa de lo que conversó con él. Pero ahora… —Gabriela dejó inconcluso el pensamiento.
Doris se acercó a su hermana tratando de adoptar un tono que la tranquilizase.
—Calmate, Gabi. Enseguida vienen los muchachos. Alguna solución se encontrará. Además, vas a ver que tío Lautaro se restablecerá muy pronto.
—Vaya una a saber, a sus años. ¡Mirá si ahora nos embargan la casa!
—¡Pero fijate las cosas que se te ocurren! —dijo Doris.
—Estamos en la ruina. ¡Nos vamos a morir de hambre! —Gabriela rompió a llorar con desconsuelo.
Oscar hizo entrar a Lito a su oficina. Su rostro denotaba contrariedad y desazón. Los correligionarios con los que había compartido la tarde ya se habían retirado. A pesar del mal gesto, Oscar ofreció algo de beber a Lito. Ambos coincidieron en que un buen whisky les haría bien.
—¿Cómo andan tus cosas? —preguntó Lito.
—Andan como la mierda —respondió Oscar mientras servía—. Hijos de puta… Mi candidatura se esfumó. ¡Puff! ¡Me cagaron! ¡El partido tenía otros “compromisos”! ¿Me entendés? ¡Otros compromisos! Mi puesto en la lista de diputados lo ocupará el Cholo Garófalo —Alcanzó el vaso a Lito.
—¿Quién?
—¡El Cholo Garófalo y la reputa que lo parió! ¡Ahora está en la cresta de la ola!
—Y ese tal… Cholo ¿ya aceptó? —preguntó tímidamente Lito, que de política no entendía nada.
Oscar bufó:
—¡Qué preguntás! ¡Él mismo se movió en el comité del partido para desplazarme!
—¿Y a vos…? ¿Te borraron así como así? —Lito no parecía entender gran cosa.
—Me bombearon, ¿me entendés? Si tengo suerte, voy décimo en la lista —gritó Oscar, poseído por la indignación.
Lito pensó un instante mientras aprovechaba para beber de un sorbo el contenido de su vaso. Trató de tranquilizar a su amigo.
—Pero entonces… —Iba a continuar, pero se detuvo un momento—. ¡No es tan grave lo tuyo, Oscar! Al fin y al cabo, ir, vas…
Oscar trataba de hacer entender a Lito la causa de sus tribulaciones.
—¡Ir, voy!… ¿Sabés cuántos diputados podemos meter en las próximas elecciones, con suerte y viento a favor?
—No, claro.
—Con suerte… ¡seis!
—¿Y con viento a favor?
—¡Andá a la puta que te parió!
—En una de esas hay sorpresas —reflexionó Lito como para sí mismo—. Uno nunca sabe.
—¡Está clarísimo, me fondearon! Pero escuchame bien, Lito, ¡esto no va a quedar así! ¡No, no! No fui yo quien los fue a buscar, sino que fueron ellos los que me pidieron por favor que… ¡Los que me rogaron!
—¡Por eso mismo! —acotó Lito.
—¿Por eso mismo qué? —preguntó Oscar, furioso.
Lito quedó desconcertado ante la pregunta.
—Se nos vienen todas juntas —atinó a decir, evidenciando su propio pesar—. ¡Qué tendría que decir yo!
A partir de ese momento, comenzaría un diálogo en que cada cual aludiría a sus propias desventuras, sin oír al otro.
—¡Reventados! —gritó Oscar.
—¡La fábrica se hunde! —proclamó en tono de tragedia Lito.
—¡A la mierda con todo!
—¡Toda una vida!
—¡A cagar con el comité!
—¡Y con los rulemanes!
—¡A nadie le importa nada!
De pronto, la expresión de Lito se ensombreció. Su rostro empalideció. Sus ojos parecieron humedecerse algo más que lo normal. Comenzó a bambolear algo la cabeza gacha.
—A veces pensé… No… Mejor no lo digo… —balbuceó mientras se bamboleaba.
—¡Decilo, maricón! —Lo instó Oscar, que había concluido de beber su whisky.
—¿Por qué me decís maricón? —preguntó Lito en tono de reproche. Entonces irguió la cabeza y, después de mirar a Oscar fijamente, se hubiese dicho que poniendo cara de enajenado, metió la mano derecha en el bolsillo de la campera. Sacó de él un revólver y comenzó a blandirlo con evidente nerviosismo.
—¡Acá está! ¿Lo ves? —Lo apuntó hacia su cabeza—. ¡Eso pensé!
Oscar dio un paso atrás aterrado.
—¡Pará! ¿Estás loco? —gritó a Lito.
—¡Eso sería lo mejor!… ¡Pum! ¡Y a otra cosa!
—¡Qué boludeces estás diciendo! —Oscar se acercó algo a Lito, que seguía desvariando.
—Un agujero… Un poco de sangre… ¡Y ya está! ¡Pum en la cabeza! ¡Uno menos!
—¿Uno menos? —Oscar se aproximó aún más a Lito y con la velocidad de un rayo estiró un brazo y le arrebató el arma—. ¡No seas pelotudo, dame eso! —Le gritó mientras se alejaba con el arma en la mano.
Lito quedó aturdido.
—¡Devolveme el arma! —Le exigió.
—¡Ni por putas!
—¡Decime ahora que soy un maricón! —vociferó Lito sintiéndose incapaz de quitar el arma a Oscar.
—¡Estás loco como una cabra! —Le endilgó a Lito—. ¡Hay que joderse! ¡Con un arma encima!
El tono de Lito cambió abruptamente
—¡Bueno, no es para tanto, che!
—¿Qué decís?
—Está descargada —dijo Lito, haciéndose el gracioso, a la vez que señalaba el revólver que sostenía Oscar.