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En los alrededores de Ushuaia un peligro acecha. Se presenta con la ferocidad y el descontrol de lo salvaje, en medio de un desierto blanco que se expande hasta correr fronteras. El polaco Boris Karakzuk aparece muerto cerca del Lago Escondido. Su cuerpo ha sido mutilado a dentelladas: ambos brazos desprendidos, el abdomen eviscerado, el cráneo con el cuero cabelludo totalmente desgarrado. Los embates de perros cimarrones empiezan a repetirse y multiplicarse como un movimiento irrefrenable, las autoridades deben buscar una salida que genera discusiones en el seno del aparato del Estado, entre sus diferentes fuerzas y estamentos, pero también con actores de la sociedad civil. El desborde es tal, que incluso recrudece una latente hostilidad entre dos naciones. Alegoría de tiempos actuales, Cimarrones es una novela inquietante. El contorno que separa centro y periferia se desdibuja, lo desconocido se presenta como amenaza y los conflictos de intereses postergan una solución hasta el límite de lo trágico. Todo, claro, con la escritura meticulosa de Eduardo Zannoni.
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Seitenzahl: 233
Veröffentlichungsjahr: 2021
Eduardo Zannoni
Cimarrones
Zannoni, Eduardo
Cimarrones / Eduardo Zannoni. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2019.
Libro digital, EPUB - (Ficcionaria)
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-599-559-8
1. Narrativa Argentina Contemporánea. 2. Novelas de Suspenso. I. Título.
CDD A863
Diseño de tapa: Eduardo Ruiz
©Libros del Zorzal, 2019
Buenos Aires, Argentina
Printed in Argentina
Hecho el depósito que previene la Ley 11.723
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Índice
Noticia acerca de cimarrones | 8
I | 10
II | 23
III | 29
IV | 33
V | 42
VI | 51
VII | 58
VIII | 63
IX | 67
X | 72
XI | 76
XII | 82
XIII | 84
XIV | 93
XV | 101
XVI | 105
XVII | 110
XVIII | 118
XIX | 120
XX | 131
XXI | 138
XXII | 145
XXIII | 149
XXIV | 153
XXV | 157
XXVI | 162
XXVII | 168
XXVIII | 172
XXIX | 180
XXX | 186
Los hechos narrados en esta novela pertenecen a la ficción. Los personajes, las situaciones y el desarrollo de su trama, así como el pueblo de San Patricio vecino a Ushuaia y otros escenarios, son fruto de la imaginación del autor. Sin embargo, toda esta ficción ha sido construida a partir de un hecho real: el asedio de los perros cimarrones durante los crudos y blancos inviernos de ese lejano rincón del fin del mundo.
Los hechos narrados en esta novela pertenecen a la ficción. Los personajes, las situaciones y el desarrollo de su trama, así como el pueblo de San Patricio vecino a Ushuaia y otros escenarios, son fruto de la imaginación del autor. Sin embargo, toda esta ficción ha sido construida a partir de un hecho real: el asedio de los perros cimarrones durante los crudos y blancos inviernos de ese lejano rincón del fin del mundo.
Noticia acerca de cimarrones1
El 20 de febrero de 1627, el Cabildo de Buenos Aires registró la primera queja a causa de los daños ocasionados por los perros cimarrones. Los perros llegaron al Río de la Plata en la expedición de Pedro de Mendoza. En esa época, los navegantes los llevaban en sus viajes para utilizarlos en la guerra y en la caza. Parece que Mendoza era muy aficionado a las perdices y codornices y todos los días enviaba a seis soldados acompañados por perros para que lo aprovisionaran de alimentos frescos. Seguramente, durante aquellas cacerías algunos perros debieron apartarse y terminaron viviendo entre los montes y pajonales, multiplicándose hasta llegar a ser una verdadera pesadilla para los habitantes de la colonia. Los perros salvajes atacaban al ganado, en especial al lanar, pero no se detenían tampoco frente a vacunos y caballares, sobre todo los ejemplares jóvenes. En los relatos de los viajeros de la época, abundaban las referencias a manadas de perros cimarrones que causaban terror entre la gente. Para detener los ataques, el Cabildo dispuso muchas veces medidas muy estrictas, como la prohibición de que los vecinos llevaran perros sueltos, ya que era costumbre que el amo saliera acompañado por grandes jaurías de las que se desprendían animales que se sumaban a los cimarrones. También se ordenó que periódicamente los ganaderos salieran a hacer matanzas de perros. Sin embargo, todas las medidas parecían inútiles. En una carta de 1730, un sacerdote cuenta que miles de perros vivían en los alrededores de la ciudad, refugiados en cuevas que cavaban ellos mismos y que en las entradas se amontonaba enorme cantidad de huesos. No sólo el ganado podía ser víctima de los ataques. Las crónicas afirman que muchos viajeros extraviados en la pampa fueron atacados por jaurías de perros cimarrones. Cuando comenzaron a establecerse las estancias, se organizaron grandes batidas para evitar que entraran a los establecimientos.
I
A Alberto Andrade lo ha despertado el sonido, tenue, de un rasguño. Sus ojos tratan infructuosamente de horadar las tinieblas de la habitación, pero se persuade, una vez más, de que es inútil. Las noches de luna nueva en San Patricio, suelen ser de una oscuridad impenetrable, casi siniestra, sobre todo en invierno, como es ahora. Ni tan siquiera es fácilmente distinguible la claridad que tiñe al firmamento cuando despunta el amanecer.
Se incorpora hasta quedar sentado en la cama. Trata de no despertar a Matilde, que parece dormir plácidamente. Pero el intento es vano, porque casi en simultáneo se enciende el velador de su mesa de luz. Los ojos de ella se clavan en los suyos.
—¿Te ocurre algo, Alberto? —pregunta Matilde con la voz pastosa del sueño.
—Nada, mi amor. Dormite —responde él.
—¿Tuviste una pesadilla?
—Puede ser —Alberto se vuelve hacia su esposa y le acaricia la cabeza—. Me despertó un sonido extraño… Algo así como si alguien raspara una puerta de madera —le comenta.
—Ha sido un sueño, tesoro. ¿Quién podría ser?
—No habrás dejado a Mariscal dormir adentro…
—¿Al perro?… —Matilde hace un gesto de desagrado—. Sabés bien que Mariscal duerme en el cobertizo junto a los autos.
Alberto se calza las pantuflas y se coloca la ruana que siempre deja a los pies de la cama.
—Voy a dar una mirada —dice mientras sale del dormitorio—. Veré si todo está en orden.
—Si eso te tranquiliza… Yo sigo durmiendo —responde Matilde y apaga la luz del velador.
Alberto termina de salir de la habitación y camina por el pasillo que comunica con el estar. Se asoma al dormitorio de los niños. Ricardito y Juan Matías duermen plácidamente. Una vez en el estar, rodea el hogar y se acerca a una de las ventanas que dan al exterior. Trata de escrutar la oscuridad. Sólo ve pasar, raudos, un par de automóviles por la ruta nacional que conecta a San Patricio con Ushuaia y mucho más al norte con Río Grande, a unos cien metros de la casa. Después camina hasta llegar junto a la ventana que da al frente y observa el entorno. Sus ojos apenas distinguen el cobertizo donde se guardan los vehículos. Todo está en calma. Nadie merodea. El reloj de pared da cuatro campanadas.
Alberto vuelve sobre sus pasos. Regresa a su habitación. En tinieblas, vuelve a dejar la ruana a los pies de la cama y se introduce entre las cobijas.
“Debo haberlo soñado”, se dice a sí mismo mientras se tapa y trata de conciliar nuevamente el sueño.
***
A las nueve de la mañana, el jeep de la patrulla de la gendarmería, con cuatro uniformados dentro, se detiene frente a la delegación municipal de San Patricio. El comandante de gendarmería Orestes Lobarbo desciende del vehículo y se encamina hacia la entrada de la delegación. Al reconocerlo, el cabo primero Ramón Santibáñez, de la policía provincial, que está asignado a la guardia, se cuadra y saluda militarmente. El comandante Lobarbo corresponde el gesto con cierta apatía, o desgano más bien, y como todo superior más preocupado por la cuestión que lo trae que por el cumplimiento de protocolos encara directamente al cabo primero Santibáñez.
—Necesito ver al delegado municipal, al doctor Alberto Andrade —dice sin rodeos.
—Pregunte al fondo, comandante —responde con algún temor el cabo y señala al interior.
Cuando llega al final del pasillo, Orestes Lobarbo se enfrenta con una empleada que atiende tras un mostrador. El comandante reitera su pregunta. La empleada le informa que el delegado aún no ha llegado.
—¿Se encuentra el comisario Heriberto Urzúa? —pregunta entonces.
La empleada le solicita que aguarde y hace una llamada a través del conmutador. A los pocos minutos, el comisario Urzúa sale del ascensor que comunica con las dos plantas superiores de la delegación municipal.
—A sus órdenes, comandante Lobarbo —dice Urzúa a la vez que hace el saludo marcial—. ¿En qué puedo serle útil?
—Necesito que disponga de uno o dos hombres para que nos acompañen hasta la estepa. Al Lago Escondido, más precisamente. Hemos encontrado un cadáver que no debería quedar solo mientras esperan que llegue la gente de la capital. Ya hemos dado el aviso, y ha quedado un hombre nuestro de consigna en el lugar.
—Debemos reportar la novedad al delegado municipal, al doctor Alberto Andrade —responde el comisario y busca dentro de un bolsillo su teléfono celular. Gira la vista hacia la empleada que está tras el mostrador—. ¿No llegó aún?
—No, señor —responde ella.
El comisario marca un número y aguarda. El delegado municipal responde. Le informa a Urzúa que está en camino. Urzúa le da la noticia del hallazgo que les ha comunicado el comandante Lobarbo, quien le pide que se asigne personal en comisión para montar guardia en la escena hasta que lleguen de Ushuaia el personal de la fiscalía y un médico forense con el experto de criminalística.
—Disponga de dos hombres para que se trasladen en nuestro móvil —responde Andrade.
El comisario Urzúa ordena al cabo primero Ramón Santibáñez, allí presente, y hace llamar al sargento Sebastián Carmona. Decide que ambos queden bajo las órdenes del comandante Lobarbo.
***
San Patricio es un pequeño pueblo que se extiende en una meseta del bosque andino patagónico de praderas extensas y excelentes pastos, a unos cuarenta kilómetros de la capital y a cincuenta o sesenta kilómetros de Tolhuin. Su paisaje está dominado por coligües, ñirres y lengas, aunque en los prados predominan los arbustos que pueblan la accidentada llanura de una vegetación poderosa donde suele verse pastar a las ovejas de la región.
El jeep de gendarmería, seguido del móvil policial, sale de la ruta, serpentea por algunas lomadas y se dirige hacia el Lago Escondido. La comitiva se detiene unos metros antes de llegar a un punto de su orilla pedregosa. Todos bajan de los vehículos y siguen al comandante Lobarbo, quien, a pie, se dirige resueltamente hacia el lugar donde es posible distinguir un cuerpo cubierto por una larga manta. A unos cien metros, hay una camioneta cuatro por cuatro con las luces de posición aún encendidas. Ya ha llegado el personal de Ushuaia: el comisario Pedro Escobedo y el cabo Anastasio Huastala de la comisaría primera. Ambos acompañan al fiscal Luis Sampaolesi, al doctor López Ruiz, médico forense, y al personal de criminalística que lo secunda. Todos ellos, de algún modo, se conocen.
—¿Quién encontró a este pobre cristiano? —pregunta el médico forense levantando la vista—. Su muerte no ha sido precisamente piadosa.
El comandante Lobarbo señala al suboficial de la gendarmería que los acompaña, quien no atina a decir palabra.
—¿Puñaladas? —pregunta mientras se agacha algo tratando de escudriñar al occiso.
—No, no —musita el profesional mientras sacude la cabeza con gesto de resignación—. Más bien se diría que el infeliz ha muerto a consecuencia de brutales dentelladas. Quizás un jabalí cebado de Río Grande… O un perro cimarrón famélico. Se ve que el animal lo sorprendió lejos de su vehículo.
El comandante Lobarbo se agacha aún más. El doctor López Ruiz descubre un cadáver sanguinolento que muestra ambos brazos cercenados, el abdomen eviscerado, uno de los muslos lacerados y el cráneo con el cuero cabelludo totalmente desgarrado.
—¿No será obra de un toro bagual? —pregunta el gendarme haciendo un gesto de repulsión.
—Me resisto a pensar que esto sea obra de un ser humano —dice el doctor López Ruiz sin prestar atención a la pregunta—. El pobre diablo no tuvo forma de defenderse, porque no estaba armado, de manera que no iba en tren de cacería. Tampoco pudo escapar. Lo que me extraña es que el jabalí, si de un jabalí se tratase, bajara a una aguada habiendo alguien cerca. El bicho siempre trata de escapar, de esconderse.
—¿Sabemos algo de la identidad del occiso? —pregunta el fiscal Sampaolesi a Lobarbo.
—Mi gente no revisó ni el cadáver ni sus ropas. No bien avistó al occiso se limitó a dar aviso a Ushuaia y a la delegación de San Patricio en cuya jurisdicción se hizo el hallazgo —responde Lobarbo.
El operador de criminalística, un experto en detectar huellas, muestra una tarjeta manchada de sangre y la alcanza a Sampaolesi. El fiscal la observa con atención.
—Boris Karakzuk —lee—. Vecino de San Patricio —le alcanza el documento al comisario Escobedo, quien recoge los datos en su teléfono celular—. Quizá se trate de un ruso o un polaco… —añade sin convicción.
—Es imprescindible que ustedes también tomen nota —ordena el comandante Lobarbo a los suboficiales de la policía que los han acompañado desde San Patricio— para que den el informe al delegado.
Mientras uno de ellos obtiene un par de fotografías del cadáver con su teléfono móvil, el otro escribe su nombre y apellido.
—En fin —añade el médico forense—, esto es una carnicería. Provisionalmente, les informo que pienso que este desastre no parece ser atribuible a autoría humana, pero daré un informe definitivo y por escrito después de completar los estudios en la morgue.
—Convendría dar un alerta —dice el comandante Lobarbo—. El animal, sea cual fuere, sigue en libertad y sin duda es peligroso. Además de existir el peligro de que ataque nuevamente, no debemos olvidar que puede ser portador de enfermedades contagiosas, como la toxoplasmosis y la triquinosis.
—¡Ja! —exclama en tono grotesco el doctor López Ruiz—. ¡El pobre infeliz que tenemos entre manos no murió precisamente de triquinosis contagiada por el chancho!
—Me ocuparé de trasmitir la novedad —agrega Lobarbo sin hacerse partícipe de la broma.
***
Don Pascual Estévez, jubilado de la municipalidad, recoge la línea que durante buena parte de la mañana tiró a las aguas del Lago Escondido en busca de truchas. Se siente satisfecho al ver, en el cesto que está junto a él, las tres que mordieron el anzuelo. Son buenos ejemplares de salmónidos patagónicos. Calcula que sobrarán para el almuerzo en familia. Ya se ve a sí mismo como un héroe llegando a casa y, esta vez, proclamando su hazaña.
Cuando ha recogido la línea, dando fin a la sesión de pesca matinal, comienza a desarmar la caña de pescar. Casi ha concluido cuando, al alzar la vista hacia donde está estacionada la camioneta que lo trajo y que lo llevará de regreso, ve a los dos perros que están parados y vigilantes un poco más allá, a unos cincuenta metros delante de la camioneta. No debería temer, se dice, porque se trata sólo de perros y él se ha criado con perros de todas las razas y pelajes. Inclusive, en una época fue socio de criadores de huskies siberianos que abundan por aquí. Estos dos, supone, deben ser de gente de la zona, de algún puestero, porque se advierte a simple vista que no son de raza pura; aunque, reconoce para sí, no es frecuente ver por allí a los perros deambulando solos. Pero estos dos perros, que lo observan, algo agitados y jadeantes, le inspiran un cierto temor. Piensa para sí que no son perros comunes; en algo desentonan con el paisaje. Son de mediana alzada y parecen seguir sus movimientos al milímetro. Tienen erizadas las tupidas pelambres de sus lomos, lo cual no es propio en perros que no se sienten amenazados. Por un instante, teme estar frente a dos cimarrones. Levanta el cesto y se pone en marcha cautelosamente hacia la camioneta. Los perros lo siguen observando, inmóviles, y, de pronto, cree escuchar un gruñido hostil. Apura el paso en el mismo momento en que los animales comienzan a acercarse con las fauces abiertas y los ojos que parecen taladrarlo. Estévez atina a dar dos zancadas para alcanzar la puerta de la camioneta. Los perros están ya casi sobre él. Abre la puerta, que por un brevísimo momento le sirve de escudo, y trepa, como puede, a la cabina, aunque no puede impedir que uno de los perros introduzca su cabeza bajo la puerta con su hocico caliente y baboso y lance una feroz dentellada hacia la entrepierna, afortunadamente sin alcanzarla. Estévez ha podido percibir, como si fuese un destello, el instinto asesino del animal, de modo que en una fracción de segundo suelta el cesto que trae en su mano izquierda y trata de cerrar con desesperación la puerta de la camioneta. Pero el cuello del animal se lo impide. Aleja su cuerpo deslizándolo como puede por el asiento para evitar que la bestia intente trepar y lo alcance en una nueva acometida. Hace un nuevo intento de cerrar la puerta; el perro da un aullido al sentir la presión del filo cortante en sus carnes, da un salto hacia atrás y la puerta se cierra. Entonces, de milagro, logra quedar aislado en el interior de la cabina. Afuera, los dos perros saltan, gruñen y le ladran; pronto se disputan las truchas que quedaron en el cesto junto a la camioneta con los restos del equipo de pesca.
Pascual Estévez tiembla como una hoja. Necesita serenarse, pero eso, claro está, no le es posible con las dos bestias al pie de la camioneta, que si pudieran lo desollarían sin piedad. Trata de respirar para calmarse. Busca las llaves de contacto. Por fortuna, las encuentra rápidamente en el bolsillo del pantalón. Arranca y, una vez en marcha, parte como una exhalación.
***
A media mañana, la comisión policial que acompañó al comandante Lobarbo con la patrulla de gendarmería está de regreso en la delegación municipal de San Patricio. El comisario Heriberto Urzúa ha recibido del personal que concurrió al lugar un informe circunstanciado con los datos personales del finado y el estado en que fue hallado el cadáver, tal como lo muestra la fotografía que le tomó uno de los hombres que integró la patrulla.
—¿Boris Karakzuk? —se pregunta a sí mismo el delegado municipal Alberto Andrade—. No creo conocerlo.
—Es de San Patricio —responde del comisario Urzúa.
—¿Y qué hacía en inmediaciones del Lago Escondido a las ocho de la mañana?
—Vaya uno a saber, doctor Andrade, quizá salió a correr… Me refiero a hacer algo de actividad aeróbica.
—¡Pero si hace un frío de cagarse a orillas del lago a esa hora! —exclama el delegado municipal—. ¡No me joda!
***
De regreso a su despacho, toma el teléfono y llama al comisario Pedro Escobedo, de la comisaría primera de Ushuaia. Aguarda unos instantes, y finalmente el oficial atiende.
—Le habla el delegado municipal de San Patricio… —dice Andrade—. Me ha informado el comisario Urzúa que esta mañana personal de la delegación lo acompañó y que hallaron el cuerpo de un hombre a orillas del Lago Escondido.
—Sí, me tocó ir allá. Fue horrible —el comisario traga saliva—. El pobre cristiano estaba deshecho, con las tripas al aire y el cuero cabelludo separado del cráneo. A ese hombre lo mató un animal feroz. El médico forense supuso inicialmente que podría ser un jabalí cebado de Río Grande, aunque yo me resisto a creerlo.
—¿Por qué se resiste a creerlo, comisario Escobedo?
—No me parecen las maneras del jabalí, que, si puede, huye… El hombre no estaba armado.
—¿Imagina acaso que fue atacado por otro animal…, un puma o un perro cimarrón, por ejemplo?
—Francamente, no sé qué pensar… —el policía vacila—. No es frecuente ver pumas merodeando la zona.
—Tiene razón, comisario —Andrade aguarda un momento—. Me parece más bien obra de los perros cimarrones que de vez en cuando invaden nuestros campos durante el invierno. No es la primera vez que perros salvajes han atacado al hombre —Andrade está desconcertado.
—No sé… No sé qué decir —Escobedo no se atreve a arriesgar una hipótesis verosímil.
—¿Completaron los datos de identidad de la víctima?
—Se trata de un vecino de origen polaco, Boris Karakzuk. Cincuenta y cinco años, criador de ovejas y corderos. Vive… Vivía, más bien, en el barrio de La Lomada de San Patricio. Ya se le informó a la familia por teléfono.
Andrade toma nota. Después de cortar la comunicación con el comisario Escobedo, llama a Lester Burgoa, su secretario privado.
—Necesito que nos acerquemos hasta el domicilio de este tal… Karakzuk. Utilizaremos el móvil de la delegación. Seguramente, la policía de Ushuaia está en camino también.
—¿Es el ruso que apareció muerto en el lago? —pregunta Lester, que algo ha escuchado al respecto.
—Sí, aunque parece que no era ruso —aclara Andrade—. Era polaco.
—Es más o menos lo mismo.
***
Mientras viaja en el móvil oficial de la policía del destacamento que conduce Lester, a Andrade lo asaltan extraños presagios. Ha visto la fotografía del polaco virtualmente desollado a orillas del Lago Escondido y, ante ese modo brutal de matar a un ser humano, su única hipótesis es atribuir el hecho a una jauría de perros cimarrones. Él conoce muy bien las incursiones de los perros salvajes. No atina a explicarse qué otro animal de la zona actuaría con semejante ferocidad. Continúa el trayecto y se resigna a no insistir en la búsqueda de conjeturas o respuestas.
La camioneta del destacamento llega a La Lomada. Ingresa al caserío por la calle principal y gira hacia la izquierda por la tercera lateral paralela a la ruta. Avanza unos metros y se detiene ante una vivienda pequeña que sería el domicilio de Karakzuk, según los datos que le pasó el comisario Escobedo. Desciende del móvil y camina unos pasos hasta llegar a la puerta de la casita. Toca el timbre. Al cabo de unos instantes, una joven, adolescente todavía, asoma su cabeza por una hendija de la puerta de calle que está sujeta del lado interno por una cadena. La joven es de bellas facciones, caucásicas sin duda, y denota hallarse angustiada.
—¿Vive aquí la familia Karakzuk? —pregunta Andrade tratando de dibujar en sus labios una sonrisa que es, de cualquier modo, inexplicable.
—Sí —responde la joven desde la puerta entornada.
—Soy el delegado municipal de San Patricio. Vengo… —comienza a decir Andrade, pero no le es posible concluir.
—¿Qué le pasó a mi papá? —interrumpe la joven sin ocultar una fuerte dosis de angustia.
Andrade se siente sorprendido por la reacción de quien lo recibe.
—¿Cuál es tu nombre? —pregunta tratando de sonreír nuevamente.
—Federica —responde ella e insiste—: ¿Le pasó algo a mi papá? Hace un rato vino la policía y se llevaron a mi mamá.
—¿Qué te dijo ella? —inquiere Andrade, porque intenta no ser él quien dé a la joven la horrenda noticia.
—No me dijo nada. Sólo me pidió que me quedase cuidando a mi hermanito hasta que ella vuelva —Federica irrumpe en llanto.
—Entonces, eso es lo que debés hacer —responde el delegado municipal con gesto compuesto después de que la joven se calma. Busca en un bolsillo interno de su chaqueta una tarjeta suya y la extiende a la joven Federica—. Te pido por favor que, cuando vuelva tu madre, le entregues esta tarjeta por si necesitara hablarme por teléfono. ¿De acuerdo?
Federica recibe la tarjeta sin decir palabra. La observa apenas y la guarda en un delantal que lleva puesto. Inmediatamente da un paso hacia atrás, desaparece de la vista, y la puerta se cierra.
Alberto Andrade regresa a la camioneta. Se siente mal por no haberse atrevido a decirle la verdad a Federica.
—Regresamos a la delegación —ordena a Lester, que ha quedado aguardándolo al volante.
***
Ha sido tarea ardua calmar a doña Berta, a quien el comisario Escobedo ha confesado toda la verdad al llegar a la comisaría primera de Ushuaia. La viuda de Boris Karakzuk ha pedido ver el cuerpo de su difunto esposo, pero no la han conducido aún al depósito de cadáveres de la morgue, porque los forenses están trabajando en el cuerpo. Le han exhibido el documento de identidad que fue hallado entre las ropas. La viuda lo ha reconocido, por supuesto.
—¿Sabe, señora, cuál es la razón por la que salió su esposo de la casa esta mañana? —pregunta uno de los policías que acompaña a Escobedo.
—Todos los días sale, no sé a qué se refiere usted.
—Me imagino —replica Escobedo—. Lo que le pregunto es si sabe qué se proponía hacer esta mañana.
—Me dijo que tenía que vigilar la majada, y supongo que fue a los rediles… —la señora deja la idea sin completar.
—¿Por alguna razón especial? —insiste el policía.
—En realidad, no… —doña Berta vacila—. Como le dije, Boris sale casi todas las mañanas… Aunque, le digo, días atrás me dijo con preocupación que los perros estaban otra vez asediando los rebaños.
—¿Otra vez?
La viuda rompe en llanto y se cubre la cara con ambas manos. Se advierte que hablar de la cuestión la llena de angustia. Escobedo trata de calmarla apoyando una mano en su hombro, pero manteniéndose en silencio. Finalmente, cuando recobra la calma, doña Berta atina a decir:
—Creo que Boris estaba asustado en estos días…
—No le entiendo… —atina a decir Escobedo.
—Sentía mucho temor por el ataque de los perros…
—¿Cómo sabía que eran perros? —pregunta el comisario.
—Eso no lo sé —doña Berta piensa un momento—. Él decía que eran los perros salvajes.
—¿Han vuelto?
—Lo vi nervioso, pero Boris no era de contarme las cosas del campo. Usted se imagina… Tendrían que hablar con los capataces.
Se oye la señal del teléfono celular del comisario.
—Está bien —responde después de escuchar unos instantes. Mira a todos—. Nos esperan en la morgue.
II
Después de una tarde invernal, las primeras sombras del atardecer caen sobre San Patricio.
A medida que introduce, cauteloso, los pies en el agua casi hirviente de la palangana que ha ordenado le trajesen al despacho, el delegado Andrade cree percibir que el calor asciende por todo su cuerpo y se transmite a él en forma de un suave sopor. Como suele suceder, la calefacción central de la delegación apenas entibia en estos días de crudo invierno. La temperatura ambiente ha descendido de manera significativa. No sería extraño que afuera no se logren superar los cinco grados centígrados bajo cero. Bebe un sorbo del coñac que se ha servido inmediatamente antes, y el calor de la bebida lo reconforta.
—Hoy me sienta mejor el coñac que el vodka —dice, y para hacer perfecto el momento, busca un cigarro en el cofre de sus vicios secos que guarda en el cajón derecho de su escritorio y extrae un Robusto de Cohíba, cubano auténtico, que le ha obsequiado el intendente de Ushuaia. A pesar de no ser demasiado afecto al cigarro de hoja, lo enciende y comienza a fumarlo con fruición. Un humo espeso y perfumado invade el entorno. A su lado, su secretario Lester Burgoa manipula la computadora y responde los correos electrónicos de la tarde.
—El comisario Escobedo le informa datos sobre la autopsia del ruso Karakzuk —dice Burgoa sin quitar sus ojos de la pantalla.
Andrade gira la vista hacia la computadora y sin demasiado entusiasmo responde:
—Te he dicho que era polaco. ¿Qué nos dice Escobedo, Lester?
—Que la muerte del… polaco se ha debido al ataque de un animal feroz… O quizá de más de uno. Pero agrega que no es posible determinar con certeza qué animal sería.
—¿Cómo es eso de que no saben?
—Escobedo no lo dice —responde Burgoa mientras repasa con algún detenimiento el texto del correo—. Pero la jefatura de policía de Ushuaia ha resuelto dar un alerta a la población, ante el peligro de que estén acechando animales feroces que ataquen al hombre, como los perros salvajes que se han visto merodear en la estepa.
—¡Me cago! —Andrade se exalta sin dejar de chupar nerviosamente el Cohíba—. Al hacer la autopsia, se lavan las manos, pero saben muy bien de qué se trata. ¡Ahora cunde el terror en toda la comarca! Ya imagino a todos, en la delegación, acosados por quienes vendrán o llamarán a partir de esta misma noche denunciando haber sido asediados por un lobisón… ¡Nos vamos a volver locos!
Burgoa lanza una carcajada.
—La cuestión no es para reír —agrega Andrade y adopta una expresión de disgusto—. Espero equivocarme. Aunque deberías saber bien el escándalo que provocaron los perros cimarrones cada vez que han aparecido en tropel amenazando a los vecinos. Sé que este invierno, además del ataque al polaco Karakzuk, se han denunciado varios casos, con heridos inclusive…
Se abre la puerta del despacho. Se asoma tímidamente un ordenanza de la delegación.
—Disculpe, doctor Andrade, el señor Estévez pide verlo —anuncia desde el dintel.
El delegado consulta su reloj pulsera.
—¿Pascual Estévez? —pregunta.
—El mismo. Dice que es importante.
Andrade pone cara de fastidio. Son las siete de la tarde, ya pasadas, y naturalmente el horario administrativo de la delegación ha concluido. Es de noche.
—Ahora no lo puedo recibir…
—Ya le dije —se apresura a responder el ordenanza— que usted está reunido con sus colaboradores; agregué que está analizando cuestiones urgentes… Pero me contestó que lo que quiere decirle es algo verdaderamente urgente.
—Que venga mañana a las nueve de la mañana, hoy no puedo recibirlo —Andrade mueve los pies dentro de la palangana para sentir algo más el calor del agua.
El ordenanza asiente en silencio y desaparece.
—¡Qué cuestión urgente puede justificar la insistencia del Cabezón Estévez! —explota Andrade justo en el momento en que se escucha tras la puerta de ingreso al despacho una discusión en tono airado. La puerta se abre y el ordenanza sólo atina a decir que ha sido sobrepasado por el visitante. Estévez se abre paso como puede e ingresa al despacho.