Realidad y substancia - Antonio Escohotado - E-Book

Realidad y substancia E-Book

Antonio Escohotado

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Beschreibung

Hacer filosofía primera puede definirse como el acto de prestar concepto a unas pocas palabras, cuyo contenido en cada tiempo indica la comprensión que el hombre tiene de lo que es. Nada, ser, esencia, razón, materia, forma, espacio, tiempo, causa, accidente, necesidad… tan opacas y transparentes a la vez, tan generosas y tan parcas, ofrecen al sentido que se detiene a penetrar en ellas una visión propia sobre lo real. Este tratado de metafísica restaura el templo del saber antiguo para volver a pensarlas desde el presente, con atención especial a precisar las nociones realidad y substancia.Quien recorre la árida aventura del saber ontológico no se encuentra al término con la tierra prometida, aunque sí con una orientación adaptada a territorios sin mapa.  Sin brújula distinta de invertir la lógica hegeliana -regresando desde el sujeto al objeto, desde la Idea a la Naturaleza-, rastrear la génesis de un ser que es hacer es cartografiar el automovimiento hasta su núcleo, introduciendo el concepto del ánimo en el discurso filosófico.

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Veröffentlichungsjahr: 2021

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Prólogo a la segunda edición

Una década después de publicarse, la reimpresión de este libro me produce cierto desasosiego. Lo escribí con pocas pausas —reelaborando una y otra vez— entre 1972 y 19841, movido por una necesidad tan intempestiva como inaplazable de autoaclaración, cuya consecuencia fue querer refundar casi cada palabra del discurso filosófico, y especialmente dos —realidad y substancia— que parecían a punto de abandonarlo, por demasiado obvias o demasiado vagas.

En los años sesenta y setenta, tan fértiles para la imaginación y la aventura personal, el establecimiento académico estaba marcado por la hegemonía de escuelas muy sectarias, y quien quisiera hacer filosofía en sentido clásico (filosofía primera o "metafísica") se presentaba como invitado de piedra en un almuerzo de flexibles especialistas científicos. Hoy en día lo disciplinar —la competencia del especialista— ha acabado pareciendo algo no ya unilateral sino sencillamente ininteligible, falto de sentido, mientras no resuene allí el resto de la existencia, cosa que explica el generalizado resurgimiento de perspectivas inter y multidisciplinarias. Sin embargo, además de eso había en mi caso un aprecio por la forma tradicional del tratado, que es una manera de topar y topar tozudamente con cierto tema hasta prestarle vitalidad, sistema interno, y que —desde el lado de su aridez— guarda cierto parentesco con unos elementos de álgebra.

En esencia, las páginas siguientes pretenden invertir la lógica hegeliana, regresando desde el sujeto al objeto, desde la Idea a la Naturaleza. Es un ejercicio de arquitectura, tributario del templo antiguo, que aspira tan solo a restablecer una simetría. ¿Por qué simetría? La contestación —abordada con cierto pormenor en el texto— sólo puede aquí ser esquemática: para evitar el monopolio de una conciencia asubstancial, recortando el progresivo destierro —el irrealismo— que acompaña a subjetivar el principio de las cosas; para instalar el tiempo en la objetividad también, distinguiéndola de la objetividad reducida por el sujeto a masa de inercia, donde pasado y futuro son intercambiables, como las oscilaciones de un péndulo sin fricción; para poder afirmar lo que el idealismo afirma, y afirmar igualmente lo que niega; para abrir dimensiones ontológicas a la edad entonces anunciada; para no interrumpir esa poesía en prosa que es la metafísica.

Pero fue un trabajo de sonámbulo en buena medida, donde volver del revés a Hege12enfrentaba una y otra vez con azar y caos como potencias creativas, módulos inmanentes de la acción real. No por eso desaparecía un orden del horizonte, pero era distinto e incluso inverso al clásico, derivado precisamente de amplificar el desorden; de ahí que el núcleo teórico de la obra —los cuatro capítulos dedicados a "la formación del acto"— desemboque en la substancia como realidad accidental. Sólo más tarde leí a Mandelbrot, Prigogine y otros teóricos de lo que ha venido en llamarse ciencia del caos, pava caer entonces en la cuenta de que me había pasado tres lustros adivinando esos perfiles en la bruma, pegado y sin saberlo al nuevo paradigma del saber, una perspectiva tan renovadora de Newton y su mundo como la suya lo fuera respecto de Aristóteles y el suyo.

Meditar sobre el orden habría sido incomparablemente más sencillo partiendo de fractales, estructuras disipativas, bifurcaciones, atractores y otros extraordinarios hallazgos contemporáneos, que permiten al fin concebir lo nuclear del asunto: la irreversibilidad y el desequilibrio como fuente de auto-organización. Pero Fortuna había dispuesto las cosas de modo distinto, con lo cual trabajé siempre a la defensiva —pensando que la física seguía apegada a una termodinámica del equilibrio—, y tratando de compensar esa situación de anacronismo e inermidad con una forma narrativa no tan distinta del more geométrico (que tanto lastra la lectura de Spinoza, por ejemplo). Así, aunque criticase a quienes dicen misa en latín o reparten abstrusos diagnósticos, el esfuerzo por actualizar la filosofía primera tampoco fue ajeno al embozamiento; a tales efectos, no es excusa alegar que este libro apenas hace uso de neologismos, barbarismos o terminología técnica, pues velo es también un discurso con pocos silencios.

Antes de corregir las pruebas de imprenta, estaba decidido a revisar puntuación y erratas exclusivamente. Puesto a la tarea, vi que podía —o mejor debía— reescribir pequeñas partes y, sobre todo, tachar de plano algunos párrafos cargados con oscura pedantería, signo infalible de que la intuición estaba siendo suplantada por una mecánica de ligar lo previo con lo siguiente, a cualquier precio3. Sin embargo, no se han modificado ni ampliado ninguna de las referencias originales a irreversibilidad y auto-organización objetiva, fundamentalmente porque trabajo hace tiempo en un proyecto de aplicar a política y sociedad los descubrimientos realizados en esa línea, dentro del cual se incluye un intento de reevaluar lo que llamamos ciencia.

La primera edición de este libro incluía —en letra más pequeña— los textos que al principio fueron prólogo e introducción respectivamente, más tarde resumidos en un prefacio único, que —visto desde el hoy— no parece digno de mejor letra. Tipográficamente unificados, el prefacio y los dos apéndices ofrecen buena parte de las referencias críticas e históricas que subyacen al desarrollo del argumento básico. Una vez más, sugiero que leer filosofía es ponerse a filosofar, o perder el tiempo. Sólo me queda, pues, hacer votos para que el llamado a esa actividad encuentre algún estímulo en las páginas siguientes.

A Carlos Moya, y muy especialmente a Pablo Fernández, debo el apoyo y —no pocas veces— los conceptos mismos que permitieron convertir el inacabable tractatus en un libro con principio y fin.

Prefacio

Y mientras nos preparamos a demostrar con palabras la naturaleza de las cosas, sin darnos cuenta hacemos lo contrario y demostramos las palabras con las cosas, tarea muy difícil si no imposible.

¿Qué nos queda? Un remedio extremo: que pienses por ti mismo.

F. Sánchez, Quod nihil sicitur (1581).

Del lugar donde se sitúe el observador depende que sea detectada o no una continuidad en la historia de la metafísica. Mirados desde la Tierra como centro, los planetas describen extraños arabescos; avanzan, se detienen, retroceden y vuelven a avanzar con caprichosos ganchos, irritantemente ajenos a las exigencias de un movimiento simple y uniforme, económico. Mirados desde el Sol como uno de los focos en una elipse, los planetas describen órbitas casi regulares y barren en tiempos casi iguales áreas casi iguales, evolucionando todos juntos en una danza armónica.

Tratándose de la metafísica, cualquier intento de ver allí algo distinto de la expresión que cada era se hace de una realidad sentida producirá de inmediato arbitrarios e irregulares arabescos. Establecer el centro real de las evoluciones —el problema ontológico— tropieza aquí, además, con algo paralelo a la vieja pretensión de mantener al astrónomo en la confección de calendarios y almanaques, sin aventurar hipótesis sobre lo que efectivamente pueda acontecer en el firmamento. Esa fue la postura de la academia antigua hasta Kepler, y a nivel filosófico ésa es la postura de la academia moderna, cuando quiere imponer una versión analítica al acto de pensar lo que hay.

El equivalente en metafísica a mirar desde el Sol es ver sus etapas como pormenores en el perdurable interrogante de lo que somos y dónde estamos, contenido primario del «conócete a ti mismo». Sea cual fuere el grado de certeza alcanzado por las respuestas —las metafísicas—, sin ellas el imperio de alguna facticidad se adueña de lo posible, lo necesario y lo real. Las ciencias llamadas exactas pueden decir mucho sobre dónde estamos, e influir destacadamente en lo que somos, pero por principio han de abordar estas cuestiones como abordaría un hombre de otro planeta el apretón de manos entre dos terrestres; esto es, tratando de descomponer el movimiento visible en fragmentos matemáticamente abordables, para poder formular ecuaciones que sometan a alguna ley el oscuro fenómeno. Marcando un claro contraste, en metafísica carece de interés lo que no se alcance por reflexión sobre una experiencia intuitiva propia o, si se prefiere, aquello que no sea exterior e interior al mismo tiempo, supuesto de un modo u otro en todo. Como corresponde a algo que empieza y termina en la intuición, allí el hallazgo es siempre un reconocimiento, un hallazgo de sentido, cuya novedad se agota en poner término a una inatención o a una amnesia.

Hacer filosofía primera puede definirse por eso como acto de prestar concepto a unas pocas palabras, cuyo contenido en cada tiempo indica la comprensión que el hombre tiene de lo que es. Si en vez de ir a esas palabras como signos de una pasada o presente experiencia quisiéramos fijar las condiciones a priori para cualquier experiencia posible (pasando así del terreno natural al trascendental, y del dialéctico al analítico), la historia de la filosofía se convertirá en una secuencia de monólogos arbitrarios e irregulares trayectorias4; la erudición tratará de prestarles un ornamento análogo al que la crítica de arte procura a las obras artísticas, tal como el artificio de los epiciclos de Tolomeo reducía a círculos el errático discurrir de los planetas contemplados desde una Tierra supuestamente inmóvil.

ADECUACIÓN Y DESVELAMIENTO

Siendo una teoría del sentir que piensa la desnudez última de su contenido, la filosofía primera no podrá nunca dejar de ser un asunto de singular densidad ni de exigir un serio trabajo —ante todo de reelaboración— a quien la cultive, en una línea muy semejante a lo que acontece en física teórica o análisis matemático. La propia forma del tratado, inaugurada con Aristóteles, tiene por naturaleza un paciente tejer y construir, que combinando lógica sistemática con espontaneidad produzca finalmente un atisbo dc realidad radical. Olvidarlo, ignorarlo o pretender que todo está explicado conduce a la situación habitual del lector ante la verdadera filosofía, que no es tanto una incomprensión de términos o conceptos específicos como un desconocer pura y simplemente de qué se habla. Acostumbrado a una u otra rutina, pasa por alto aquella unidad o diversidad del pensamiento y lo real, de la libertad y la existencia, que permanece como alimento del espíritu y necesidad incondicionada de lo verdadero.

Heidegger sugirió hace medio siglo que de la relación entre el ser y la verdad depende algo capital. Si el ser se funda en la verdad —como desde Platón pretende el idealismo— tendremos la adecuatio, que a un nivel prosaico puede presentarse como conformidad de la inteligencia con la cosa, pero en definitiva postula la subordinación de la cosa a la inteligencia. Si la verdad se funda en el ser, en cambio, no habrá tanto adecuación como aquello que los griegos llamaron alétheia, un descubrimiento o des-ocultación de lo real. En el primer caso la verdad es un a priori que anticipa la percepción, y que con sus categorías puras legisla sobre una diversidad desparramada, inexperimentable en sí. En el segundo caso la verdad es una physis que lleva consigo el brillo tanto como la oscuridad, no subordinada a las categorías sino fuente de ellas, donde la inteligencia es inmanente.

Desde luego, la verdad de la adecuación en el primer sentido (intellectus ad rem) incluye un momento de contacto entre el pensamiento y lo corpóreo, y por lo mismo participa en el descubrir o desvelar constitutivo de la verdad como alétheia. Sin embargo, visto más de cerca, queda patente que ese contacto es «ideal», porque las categorías no son modos de un ser, sino formas puras de un entender, moldes predefinidos; si esto se mira por un lado es la subordinación res ad intellectus, y simple solipsismo si se mira por el otro. Despojado de su contenido como instinto intelectual o inteligencia que siente, el saber filosófico se convierte en asunto de lo que puede (según sus «condiciones trascendentales») ser, y de lo que cabe experimentar en términos abstractos. Andando el tiempo, con esta transición de la ontología a la teoría del conocimiento la verdad —núcleo de la ciencia lógica— acaba por presentarse como «predicado metalógico» de ciertas proposiciones.

Algunas décadas antes Nietzsche había insistido en que la línea platónica llevaba a ver finalmente en la verdad «una especie de error», entendiendo esa constatación como autoconciencia de una corriente específica, que coincide con el nervio de la metafísica occidental en tanto que metafísica platónico-cristiana: el nihilismo. La irreflexión y las pretensiones edificantes creen poder rehuir el nihilismo refugiándose en filosofías de la conciencia pura o de los puros determinantes materiales, sin comprender que su germen es precisamente esa escisión de lo físico y lo mental.

Sería excesivamente ingenuo suponer que hemos pasado de una verdad como intuición del ser a una verdad legisladora del ser porque resulten más convincentes las razones de Kant que las de Aristóteles. Las filosofías son atestados del ánimo y las ideas dominantes en cada tiempo, y el que ahora alcanza la fase aguda de su crisis encontró en el criticismo una solución de compromiso para múltiples dilemas, que van desde la ruina de lo substancial a coyunturas más prosaicas como la división del trabajo académico5. Con su confianza absoluta en lo matemático y su visión moralizante del mundo, la obra de Kant es totalmente fiel al imperio de la técnica que maduraba desde siglos atrás. Sin perjuicio de volver más detenidamente sobre ello, a nivel ontológico la revolución científica clásica que culmina en Newton consuma tres grandes operaciones. En primer término, aísla pensamiento y extensión considerándolos substancias incomunicables, rompiendo así con el criterio griego de lo físico como vitalidad o automovimiento; la física, antes campo de lo que anima, pasa a ser ciencia de lo inanimado. Son caras de un mismo fenómeno la postulación del yo como fundamento metafísico último y la formulación del principio de inercia, y ambas tesis serán presentadas inicialmente por el mismo hombre, Descartes. Absorbida por el cogito toda espontaneidad, el resto de las cosas —incluyendo el cuerpo propio— se convierte en producto mecánico, que no lleva en sí la causa de su propio estado.

En segundo lugar, con ecos prometeicos preconiza frente al saber contemplativo y descriptivo un saber «operativo» y experimental, que deplora las elucubraciones sobre lo que es o no es algo y quiere averiguar simplemente cómo funciona, con esperanza de acabar haciéndolo funcionar a su arbitrio, lo cual era para F. Bacon «devolver» al hombre a la posición de preeminencia entre los demás seres naturales.

En tercer lugar, mezcla la cuestión evidente (que la matemática podía ser un vehículo de conocimiento extraordinariamente eficaz, y no debía lastrarse con problemas ontológicos si quería dar el salto a unos algoritmos simples sobre el movimiento de los cuerpos visibles) con la cuestión más espinosa de los «principios científicos»6, que suponen una metafísica indeclarada pero muy influyente, con criterios sobre las substancias, el espacio, el tiempo, el movimiento, los límites del saber, etcétera. Es esa metafísica —sobrepasada completamente por la propia ciencia físicomatemática contemporánea— la que sigue adherida a la filosofía propiamente dicha y las llamadas ciencias del espíritu o sociales (pensemos en Comte o Marx), entorpeciendo el planteamiento de las cuestiones y degradando sus respuestas.

A título de último hallazgo, la actitud que enarbola el remendado estandarte de las novedades quiere presentar el momento actual como postmoderno, usando un término cuya vaciedad se muestra de inmediato. Algo posterior a lo moderno indica algo posterior a lo que pretendía ser nuevo, y se define una cosa por su novedad cuando faltan las determinaciones precisas de su concepto; por eso —como hasta la saciedad demuestra la propaganda en todos sus órdenes— nuevo significa aquello que va haciéndose constante y rápidamente viejo, nacido a horcajadas del hastío y la falsa diversidad. Con tales y análogos ismos la filosofía huye hacia delante, al igual que huye hacia adelante la economía posterior a los fisiócratas, invocando futuros halagüeños gracias a un progresivo endeudamiento del hoy, y si quisiéramos acercarnos al fondo del momento actual sería mejor hablar de post-ateísmo, porque ésa es la responsabilidad de la conciencia contemporánea. En efecto, el ateísmo ilustrado fue la penúltima etapa en el olvido del ser: una historia definida por la subjetivización de todo lo substancial, que hace dos milenios comienza sustituyendo al individuo físico por la persona, y que con la llamada filosofía de la existencia acaba desembocando en una invocación a la angustia como muestra de autenticidad humana. Pretendiendo defender el pensamiento racional de críticas como la de Schopenhauer, Marx o Comte, la paradoja del espiritualismo es su falta de espíritu propiamente dicho. Hegel llamaba espíritu, Geist, a la certeza de la razón en su último poderío, a lo racional del mundo real, haciéndolo así sinónimo de una compenetración entre la inteligencia y lo concreto. Para cuando advenga Husserl razón y realidad han desertado a la vez —como todo lo «natural»— y sólo resta una conciencia desprovista de entidad, divagando sobre intemporales vivencias eidéticas puras.

Como el romano de la época imperial, somos espectadores pasivos de circos, y recobrar la substancia de las cosas equivale a rasgar un velo de símbolos insertos en otros símbolos. Tras esa maraña nebulosa pudo otrora encontrarse el Geist como razón histórica, pero realidad y substancia son conceptos interdependientes, y cuando —por una evolución en otros aspectos inevitable— llegamos a la desubstanciación del mundo llegamos también a una superfluidad del término que dice «real». Esa superfluidad se manifiesta en hacerse indiscernible facticidad y realidad. Real pasa a ser exactamente lo mismo que existente, y existente lo mismo que fáctico o «de hecho». Es esto lo que cancela de raíz cualquier metafísica, donde de un modo u otro «se trata de saber si lo existente es verdad o no»7. Nos parece ahora ridículo distinguir lo verdadero de lo dado, sin reparar en que de la indistinción entre ambas esferas se siguen inquietantes consecuencias; por ejemplo, que en vez de adaptar las instituciones a la razón debe ser ésta quien se adapte a aquéllas. De sierva de la fe, como en el medievo, la razón debería —según parece— pasar a sierva de los hechos consumados. Siendo eso imposible, la razón pasa a «carecer de sentido» y desaparece del discurso soi disant científico.

Con todo, una ética que no se extraiga de la razón es incapaz de trascender la moralina, de cuya beatería más o menos farisaica usan otros para ignorar lo justo sin mala conciencia. Amortiguada la intensa anticipación de la muerte que durante el periodo de entreguerras expresan las filosofías de la existencia, la angustia parece haberse desplazado hoy al puro y simple aburrimiento. Aburrido proviene de un viejo verbo castellano (aburar), que significa quemar, consumir, y quemadas van estando un gran número de evasiones. Se diría que los adaptados al insustancial estado de cosas pierden el tiempo en pasatiempos para no perder el tiempo en empresas vanas, y que la vanidad de estas últimas se cifra en ser demasiado exigentes para sujetos acostumbrados al sinsentido de la razón. Por supuesto, le ha sido otorgado a los mortales bastante más para sentir que para saber, como observaba Hölderlin, y sólo muy trabajosamente accede el humano a aquella visión ecuánime que cabe llamar sabiduría. El esfuerzo por ahondar en la naturaleza de lo que es, la ciencia en general, constituye una tarea interminable a todas luces mientras el hombre siga siendo mero hombre, por más que el terreno abierto a la técnica contenga un horizonte de perspectivas grandiosas. Sin embargo, la metafísica es un saber del sentir que es pensar, una decantación en conceptos de la realidad que impresiona en última instancia; por eso mismo es el lugar donde nace y se custodia la idea de la razón y no la simple fe en ella, variante de la fe en otras cosas.

El cambio de los últimos tiempos consiste en que al destino humano de rozar la corteza de las cosas —y sólo laboriosamente ahondar en su substancia— ha venido a añadirse un desprecio, o más bien una absoluta ignorancia, hacia lo que es y busca la filosofía propiamente dicha, considerándolo un atavismo del pasado y no una necesidad permanente del entendimiento. Pasa por filosofía una taxidermia ritual del ayer, hecha por especialistas que proceden como quien ordenase en fichas una biblioteca, cuando no manifestaciones de un common sense que tiene poco de común y menos aún de sentido8. El origen próximo de ello está en la difusión planetaria del pensamiento unidimensional que representa la Iglesia Positiva —anunciada como «nueva religión» por Saint-Simon y sus sucesores—, donde la metafísica se concibe como un estadio histórico que ha demolido a la teología 9 y será demolido por la ciencia10. Por algún motivo, los científicos en sentido estricto de este siglo han sido los menos conmovidos por el anuncio de esa «filosofía científica», y —tras librarse de la indeclarada y acrítica ontología adherida a la física desde Galileo y Newton— han definido la ciencia como «un libre juego de conceptos» (Einstein) , poniendo en evidencia el sofisma de que sea posible un saber puramente experimental y libre de hipótesis, en la línea preconizada por Bacon 11. Más aún, en contraste con la pobreza de una filosofía oficial adherida a desconfiar del saber filosófico, el científico creador desautoriza «el nefasto miedo a la metafísica que se ha convertido en una enfermedad de la filosofía empirista contemporánea»12

No obstante, demorarse en el comentario de esa antimetafísica que es la escuela positivista —por no hablar de otras en gran boga hasta hace poco, como la freudiana o la marxista— se asemeja demasiado a inventar un adversario donde sólo restan molinos de viento, residuos de construcciones intelectuales vencidas por su propia unilateralidad. Más que en ningún otro momento parece haber llegado a su fin la ontología dogmática y edificante, ajena al rigor racional. Por otra parte, parece imposible prescindir de una u otra forma de ontología, con lo cual la distinción no se cifrará tanto en hacerla o no, como en que sea más o menos consecuente y profunda. En justa correspondencia, el campo de la filosofía primera abarca dos problemáticas bien diferenciadas. En primer lugar, es la exposición de un dilatado y preciso fenómeno histórico, que puede estudiarse como un fragmento del ayer, decisivo en la formación de la mentalidad presente y más decisivo aún para seguir la evolución de ciertas nociones y actitudes; así concebida, la metafísica debe estudiarse «arqueológicamente», siendo su conocimiento tan ilustrativo como el de las civilizaciones y los imperios desaparecidos. En segundo lugar, la metafísica —con ese u otro nombre— constituye el ámbito del pensamiento pensándose, el medio de perseguir una experiencia autoconsciente en términos absolutos. Su capacidad para elevarse al estatuto de un conocimiento real dependerá de que logre o no un saber del sentido como sistema de su propia constitución. Esa fundamentalidad está en la base de que su certidumbre tenga una índole distinta a la de otros conocimientos. En efecto, no establece leyes; invita tan sólo a la responsabilidad de pensar libremente, e invita a ello pensando.

Recogiendo una idea de Leibniz, Schelling mantenía que los sistemas filosóficos han tenido razón siempre en lo que afirmaban, no en aquello que negaban. Dicho con otras palabras, lo deficiente de cada tendencia reside de modo invariable en aquello que excluye. Una concepción caduca cuando lo excluido por ella hace acto de presencia, y esta presencia de lo descartado es en sí la concepción siguiente, que lo incluye en el sistema del sentido e incrementa la densidad y amplitud del concepto. El progreso obvio que el positivismo representa frente al espiritualismo exhausto de donde surge sólo tiene como límite lo que se niega a admitir, relacionado en última instancia con la profundidad y la metáfora. El reino de los «hechos», propugnado desde la publicación en 1852 del Catecismo Positivista, no tiene en principio más inconveniente que pasar por alto otros tiempos del verbo «hacer», y en esa misma medida renunciar al concepto de realidad para abrazar el de facticidad. El cumplimiento de su programa contiene el destierro del asombro, la abolición de lo pasmoso en nuestra experiencia, y de ahí el apotegma wittgensteiniano: «no hay enigma»13 Una posición semejante tiene íntimas afinidades —como expuso Heidegger— con un periodo marcado por la generalizada puesta en explotación, por el imperio de la técnica y la voluntad de voluntad.

Con todo, el canonizado estado de cosas no es la realidad, sino una adaptación de la realidad a los intereses de la práctica y la vida social. A esta conclusión que llegó Bergson en Materia y Memoria, una obra cuyo alcance ha ido creciendo con el tedio ante la simplificación positivista. Pero dicha simplificación no es sino una lectura de Kant, a quien invariablemente recurren sus representantes para negar toda razón especulativa, y es a Kant a quien debe retrotraerse la tesis bergsoniana, recordando lo que había dicho la primera Crítica:

Yo no puedo suponer para el necesario uso práctico de mi razón a Dios, la libertad y la inmortalidad sin negar al mismo tiempo las pretensiones de la razón especulativa [...], que transforma las intuiciones trascendentales en objetos de experiencia, haciendo así imposible toda extensión práctica de la razón pura. Tuve, pues, que cancelar (aufheben) el saber para hacer sitio a la fe14.

Términos tan anómalos, en un tratado sobre las condiciones de posibilidad del conocimiento, se completan con la consideración de la Crítica corno «un censor que mantiene el orden público», haciendo que la metafísica

siga siendo siempre el baluarte de la religión, pues la razón humana, dialéctica ya por naturaleza, no puede prescindir de una ciencia que le sirva de freno y evite las devastaciones que una razón especulativa liberada de ley no dejaría de producir en la moral y la religión15

A la luz de estas intenciones programáticas se entiende mejor la alocución de Hegel a sus alumnos cuando inauguró los cursos en Berlín, el 22 de octubre de 1818:

Lo que en todo tiempo pasó por más ignominioso e indigno, la renuncia a conocer la verdad, llegó a ser en nuestros días el más sublime triunfo del espíritu. Este supuesto conocimiento ha usurpado incluso el nombre de filosofía […]. Por ahora sólo os pido que tengáis confianza en la ciencia, seguridad en la razón, confianza y fe en vosotros mismos. El valor para buscar la verdad, la fe en la potencia del espíritu, he ahí la primera condición de los estudios filosóficos; el hombre debe honrarse a sí mismo y estimarse digno de lo más sublime. Jamás sobreestimará la grandeza y la potencia del espíritu. La esencia tan cerrada del universo no conserva fuerza capaz de resistir al valor de conocer; éste la obliga a desvelarse, a revelarle sus riquezas y a hacérselas gozar.

LA METAFÍSICA ANTIGUA

El perfil de la metafísica se obtiene por primera vez en Grecia, tras la rápida y deslumbrante maduración teórica que representan los llamados presocráticos. Poco después, en Aristóteles, aparece el proyecto de un saber sobre la totalidad de lo real. El concepto «totalidad de lo real» surge sobre un fondo preciso, que se ha ido desgajando poco a poco del pensamiento prefilosófico mediante conceptos densos, aunque parciales, de la totalidad. Combinando este conjunto de conceptos fundamentalmente aislados, Aristóteles trae consigo la idea de episteme o ciencia (como el saber evidente-transmisible) y la idea de lo que Fichte llamará mucho después teoría o doctrina de la ciencia (Wissenchaftslehre), aquí «sabiduría primera», cuyo rasgo primordial es considerar el ente como ente (ὄν ᾗ ὄν). A fuerza de repeticiones escolásticas y esotéricas, el ente como ente no parece decir mucho ni culminar de modo grandioso un salto intelectual tan llamativo como el que Platón y los preplatónicos consuman en poco más de dos siglos. No obstante, el ὄν ᾗ ὄν es ante todo acto —el Estagirita dice literalmente «energía»— y ser acto es ser por sí (χαθ’ αυτό) en vez de ser traslaticiamente (χαθ’ αναλογιαν). Ahora bien, ser por sí o fundarse es lo que Aristóteles percibe y define como ousía, un abstracto de ousas, participio de einai16.

Creemos llegar a un conocimiento cuando sabemos lo que es cada cosa, por ejemplo el hombre o el fuego, antes que su cualidad, su cantidad o su lugar [...]. En efecto, el objeto de todas las investigaciones actuales y pasadas está en qué sea lo que es (τί τό ὄν), lo cual conduce a preguntarse qué sea la substancia (τί ᾗ όνσία)17.

Pero la substancia son fundamentalmente los individuos, como aquello que soporta cualidades, cantidades y categorías. Aunque la substancia más noble sea el theos, el concepto de substancia constituye una determinación básicamente plural, cuyo contenido es la particularidad y la individualidad. De ahí que la teoría de la ciencia sea «teología», e inseparablemente «física».

Pura información, inteligencia pensándose en lo inteligible (nous) o más simplemente bios theoretikós, lo divino es un viviente que mueve del modo más interior o «perfecto», como mueve el deseo y como mueve logos al entendimiento, en la dialéctica de un qué y un quién persiguiéndose cada uno en el otro. Aristóteles despersonaliza por completo esa substancia, que acaba siendo ante todo algo con las características de un principio físico y su consiguiente especialización. El motor inmóvil está hecho de éter, que es la substancia fluida e ingrávida, el «quinto elemento» propugnado por el De Coelo18. A pesar de sus características especiales, no es un creador, como tampoco lo fuera el nous anaxagórico, sino un foco de discernimiento que precisa y delimita. Si el demiurgo platónico era un ser «bueno y sin envidia», empleado en hacer del mundo una obra de estética matemática19, el bios theoretikós es sólo un viviente «feliz» según la Metafísica, difundido por todo el cosmos. No se trata, como en Newton, de un Amo supremo —todo él voluntad—, sino de una physis que se autorregula, y que en su autarquía es finalidad inconsciente y espontánea20. Considerado desde esa perspectiva, Aristóteles está mucho más cerca de la actitud contemporánea que todo el XVII y el XVIII europeos. Lo divino no es siquiera vagamente un «autor» como el del Timeo, sino un principio fluido y sutil de movimiento, un viviente al que no se atribuyen poderes ni propósitos de gobierno universal. En realidad, la Metafísica (1074 b) recomienda atender a una remota tradición superviviente a través de mitos, según la cual

las substancias primeras son dioses, y lo divino abraza a la Naturaleza entera, Todo lo demás ha sido añadido más tarde [...], para persuadir a la gente y para servir a las leyes y al interés común [...], pero esa información es uno de los restos que han sobrenadado al naufragio de la sabiduría antigua.

Es el mismo criterio que Spinoza defenderá dos milenios más tarde, con la importante diferencia de que las substancias primeras de Aristóteles son sencillamente los individuos físicos, todos ellos, mientras en el spinozismo el individuo constituye sólo un modo o afección de una substancia absolutamente infinita.

Si volvemos a la determinación de ser acto, propia de los seres o entes, veremos que allí se encierra una certeza metafísica. Las cosas existen cambiando, y esa alteración no es ni una ilusión de la doxa irracional (eleáticos) ni una pasajera cárcel corpórea para las almas (pitagóricos). Verdaderamente no hacen más que cambiar, pero ese cambio obedece a lo que verdaderamente son. «El hecho de ser movidos sólo acontece a los seres cuando es acorde con su concepto»21. Y lo acorde con su concepto, a nivel cosmológico, es una evolución: «De modo general, es visible que lo engendrado resulta imperfecto y se encamina hacia su principio; por consiguiente, lo último según la generación ha de ser lo primero según la naturaleza»22. De hecho, el concepto de substancia lleva implícito un cambio de orientación evolutiva, tal como el concepto de la idea lleva implícito un cambio en la dirección emanativa, inversa, que cristalizará andando el tiempo en la filosofía hermética y neoplatónica. A nuestros efectos presentes, la coincidencia de alteración y realización, de movimiento eterno y cumplimiento de fines inmanentes, determina que el objeto de la filosofía en sentido estricto sea la actividad antes que los hechos, y la naturaleza real física, antes que la idea, Estas precisiones son destacadas insistentemente en la Metafísica al hacer un resumen del pensamiento griego previo, en particular al tomar partido contra el pitagorismo y su variante platónica.

Mirándola de cerca, la doctrina de la ciencia que son los textos luego denominados Metafísica tiene como uno de sus propósitos nucleares salir al paso de lo que su autor consideraba una reclusión en lo abstracto y supramundano; esto es: evitar una «metafísica» en sentido escolástico literal (como el pitagorismo de Platón) , donde la verdad es la idea trascendente y el cosmos físico constituye una reproducción de modelos sin soporte concreto. La expresión impecable de esa ausencia de substancia es cierto parlamento en uno de los diálogos platónicos más densos:

—Si el Uno no participa, pues, del tiempo en modo alguno, antes no acontecía, ni aconteció, ni fue; ahora no ha acontecido, ni acontece, ni es; luego no acontecerá, ni habrá acontecido, ni será. —Verdaderamente (alethéstata).

—Ahora bien, ¿hay otros modos de participar en la substancia que éstos?

—No los hay.

—El Uno entonces ¿tiene parte en la substancia?

—No, según parece23

Para Aristóteles, en cambio, el objeto de toda ciencia pasada y actual es qué sea la substancia, y su camino una descripción radical de la empirie llevada a la coherencia conceptual como discurso del realismo. La respuesta realista —que la posteridad va a llamar «metafísica»— a esta pregunta por la substancia suscita cuatro conceptos de incomparable trascendencia para la historia del saber: individuo, género, materia y forma. Como «substrato real y determinado» la ousía alberga esas cuatro nociones, y cada una expresa un lado de su contenido. El individuo constituye la primera o inmediata, y con individuo se alude al «todo concreto» (synolon) que permanece como uno absolutamente definido y separado de lo demás, no ya carne y hueso, sino cierto tipo de carne y hueso, y en este sentido la substancia es pluralidad ilimitada24Los géneros y especies son también substancias, aunque mediadas o segundas, que —como las ideas platónicas— necesitan hallarse suplementadas por sus miembros individuales, no concibiéndose por sí mismas. El tercer lado es la substancia como potencialidad, subjectum omnium mutationum respecto del cual las substancias primeras y segundas resultan ser fenómenos, y en esa medida es materia (hylé)25, concibiéndose con esto lo que persiste en tanto que determinable. Es propio de la materia aristotélica ser siempre relativa: la arcilla es la materia de los ladrillos, que son la materia del albañil y así sucesivamente, hasta llegar a esta o aquella casa. Como esa determinabilidad no contiene la acción de definirse, representa una substancia sin substancia. Se trata de saber por qué una materia es tal o cual individuo, y es esto —la forma (morphé, eidos)— aquello que constituye la substancia en su verdadero concepto: «un principio de unión» comparable al vaso que recibe vino distinto cada día, de acuerdo con el símil de uno de los comentadores antiguos26.

De los cuatro lados que generan su concepto, sólo uno expresa perfectamente la substancialidad. El individuo o compuesto hilemórfico posee en grado máximo el estado separado y vuelto sobre sí de las substancias; pero es también aquello que no constituye un objeto adecuado de conocimiento por su comprensión infinita y su extensión mínima, siendo así sólo un caso o accidente singular. El universal adolece como substancia del defecto inverso, que es obtener su existencia a través de otra cosa, careciendo de la realidad «separada» exigible a lo substancial. Por su parte, la materia es sujeto (hypokeímenon) en grado eminente, y en esa medida es substancia, pero substancia indeterminada o sólo en potencia, que sirve como soporte del cambio y aguarda «esa especie de physis que no es un elemento material, sino un principio formal» 27

La clave para captar el concepto de substancia es entonces definir lo que Aristóteles entendía por «forma», que queda velado por nociones triviales como el aspecto o la imagen. Llamada en alguna ocasión «meta del devenir», forma debe entenderse como lo que hoy llamamos contenido de información en un sistema, esto es, como aquella estructura que se mantiene vigente mientras una materia va renovándose. En ese sentido, la forma de una célula viva es aquel orden específico que produce su definición, lo que con el curso de los siglos ha venido en llamarse código y programa, y es a esa luz como cobra sentido el concepto «realista» de la materia aristotélica, siempre relativa, donde no hay espíritus y materias, sino seres que son materias unos de otros. Como substancias inmediatas o «primeras» los cuerpos físicos sólo difieren en grado de información; la piedra inerte y el éter intelectual son los extremos de un continuo: colmada la primera de indefinición y fluidamente definidor el último, potencia casi por completo lo uno y acción absoluta lo otro. La forma constituye el «acto» de la materia. La forma pura es energía, la potencia pura es materia, pero no hay hiato entre la pasividad y la actividad. Eso precisamente constituye la tensión interna (lo que llamará Bergson mucho más tarde durée) del reino físico en general, donde no caben substancias sin determinación ni determinaciones sin substancia. Como principio formal, energía significa acción de definir, que a su vez representa la puesta en fines de una existencia, la producción de orden.

LA METAFÍSICA MODERNA

A la pregunta sobre lo que es, Aristóteles ha respondido con una pluralidad ilimitada de substancias particulares que son los «unos» físicos. Físico, espiritual y viviente son aún la misma cosa. La visión resultante, oscurecida de modo adicional por el defectuoso estado de conservación del Corpus aguarda un milenio sin interpretación filosófica propiamente dicha —si exceptuamos a Alejandro de Afrodisia—, hasta que Averroes y los escolásticos encuentren en él al Filósofo. Tomás de Aquino, el más capaz de los comentadores, no puede evitar hallarse comprometido con un espíritu radicalmente distinto; por una parte tiende hacia cualquier afirmación de seres trascendentes al reino físico; por otra, está vinculado a un concepto tan extraño a Aristóteles como el de creación.

Lo nuevo propiamente es el sujeto «personal», la persona romana, que designa al individuo desde una perspectiva ajena a la griega, y expone la general reconversión del ciudadano en súbdito operada por el espíritu de Roma. La totalidad concreta que Aristóteles llama synolon, compuesto o individuo, es absorbida por las máscaras del actor y los papeles teatrales, llamados en latín personae28. De hecho, personatus significa enmascarado, engañoso, falso, y en el origen de que lo individual pase a ser personal está el tránsito de hombres que participan activamente en la vida pública al átomo privado, reconocido exclusivamente como propietario. Ese átomo sólo existe en cuanto detenta derechos sobre cosas externas, como persona jurídica, y la ilimitada arbitrariedad con la cual dispone de su peculio quiere compensar la absoluta arbitrariedad con la cual dispone el Imperio de él. Cuando la miseria interior del romano impulse a abrazar una salvación por la pura fe será lo divino, dios mismo, quien se presente como persona y retraduzca la máscara a faz suprasensible. La condición de todo ello es una condena espiritual del reino físico, un redescubrimiento del dualismo platónico.

Aquello que asombra desde el siglo I en adelante no es la inmanencia del movimiento, sino que haya algo en vez de nada, que exista un mundo. Las ousías pasan a ser creaturas, inaugurando lo que Zubiri llamó «horizonte de la nihilidad». En Heráclito el cosmos era «polvo esparcido al azar, supremamente bello»29. Ahora lo que se ve allí es un Dominus invisible que puede decretar la desaparición del gran teatro, que decretó su comienzo y que trasciende en general. La visión cristiana parte de la providencia y de la destructibilidad, ahonda en el simulacro. El Aquiles homérico prefiere ser siervo de un amo sin recursos que reinar entre los muertos, mientras la cristiandad eleva oraciones pidiendo el fin del mundo físico. Lo correcto para el cristiano es querer morir, odiar genéricamente el «más acá», y si el suicidio se prohíbe no es porque la vida terrenal tenga algún valor en sí, sino porque la existencia de cada fiel no es suya; ofrecerla en cualquier ara distinta del martirio por la fe equivale a una apropiación indebida. Es la problemática de la conciencia desventurada, oscilante entre el horror a la vida y el horror a la muerte, que «muere porque no muere», pero al mismo tiempo se aferra patéticamente a la existencia despreciada.

Con Böhme y Descartes se producen las primeras manifestaciones de una metafísica del yo. En el cartesianismo la concepción platonizante de la forma produce ya un concepto de la materia como res extensa, esto es, como cosa determinada en sí y no como algo relativo que recibe o alberga alguna información, lo cual implica a su vez la escisión entre el pensamiento y lo físico evitada por el saber aristotélico. Para Aristóteles el cuerpo era «el objeto espacial perfecto», porque «tan sólo él viene definido por las tres dimensiones»30. En Descartes el cuerpo se plantea como puro espacio para una geometría, y poco después —en Newton— como masa inerte. Es entonces cuando Locke declara que no hay noción clara de substancia; que las cosas deben tener una «constitución íntima» y que —como sucederá más tarde con los noúmenos kantianos— procede a la vez a afirmar la existencia de cosa semejante y su radical incognoscibilidad31. Sus contemporáneos Spinoza y Leibniz piensan lo contrario, pero el tiempo prepara el concepto de la conciencia de sí como nuevo principio apodíctico. Ahora lo único concebible como concreto y general a la vez es el sujeto, y a título de sujeto está la «persona».

Como ya vimos, sujeto viene de subjectum, lo que yace debajo, que traduce hypokeímenon, cuyo significado es el mismo: lo que está como fundamento, subyaciendo. En Aristóteles sujeto era cualquier substancia «primera», entendiendo por tal cualquier materia informada y, por tanto, un contenido concreto, individual; su realismo partía de la intuición sensible, y se apoyaba firmemente en una substancia múltiple y finita. Lo mediado por la razón es esa multiplicidad de objetos, cuya característica principal y común consiste en dos rasgos esenciales: a) no tener contrario, esto es, darse corno tales objetos precisos o darse su privación (στέρησις) admitir determinaciones contradictorias. Originalmente, la lógica se descubre y desarrolla sobre este subjectum puramente objetivo, que gracias a ella adviene a su concepto.

La inversión del planteamiento se percibe ya en la obra de Galileo. Hay allí una purificación del cuerpo, donde en vez del objeto determinado se capta su determinación ideal y nada más. Movile […] mente concipio omni secluso impedimento, afirman los Discorsi. Gracias a ello podrá establecerse el principio de inercia, que toma por contenido la substancia abstracta, el «cuerpo donde se ha abolido todo obstáculo». Este cuerpo en el vacío significa no ese cuerpo concreto que al desplazarse tropieza con los otros y se mueve en el aire común, poblado de elementos, sino el cuerpo ideal en una situación ideal igualmente. Aleccionado por una bien aprovechada instrucción jesuítica, cuyo fondo es la interpretación del aristotelismo (medieval) en Suárez, Descartes elevará la idealidad del cuerpo a principio yoico. En las Regulae ad directionem ingenii se consuma el paso de una ontología basada en un principio nuevo que, sin embargo, se coordina con la reflexión precedente32.

Cuando, a una generación de distancia de Galileo, Descartes propone la máxima cogito ergo sum, sus contemporáneos cubren todavía con objectum lo que hoy llamaríamos aspecto subjetivo de la cosa, y reservan la expresión subjectum para lo substancial que hoy llamaríamos aspecto objetivo en el conocimiento33. Sin embargo, Aristóteles lleva siglos siendo adaptado por el dogma cristiano, y las mentes renacentistas se vuelven cada vez más hacia el platonismo. Sum, cogito, son dos verbos en primera persona. Su sujeto común es ego. Puesto que sólo la cogitatio es segura y simple como certeza, su sujeto es el sujeto. Esto quiere decir que el soporte de las (cambiantes) determinaciones no es —como hasta entonces— la materia, ni las substancias concretas o físicas, sino el ego. Lo que subyace, el fundamento, no son los cuerpos organizados en especies y géneros, sino la realidad «yo pienso». El sujeto es un yo.

Por lo mismo, aquello que el yo tiene de pronombre para un determinado ser físico queda en suspenso. El ego no es —como hasta entonces— un conjunto singular de efectos y pasiones (un compuesto de materia y forma), y aparece más bien a la manera del móvil galileano, secluso omni impedimento, ideal y abstracto. El hallazgo de este principio representa un bálsamo para el escepticismo de la época, asumido con grandeza por pensadores como Montaigne y Sánchez34.

Hará falta llegar a la epistemología como doctrina de las condiciones trascendentales en el conocimiento para medir la transformación producida. El paso gestado desde la personalización del individuo se hace entonces manifiesto de modo global: la forma de «objetivar» un saber será discernir en él las formas que le impone el «yo pienso», las categorías allí vigentes, que pueden deducirse como principios del entendimiento. Todo lo previamente objetivo pasa a estar en el yo, todo lo subjetivo se convierte en objetividad. Kant, que ha llevado el peso de esta transición, autocensura las últimas consecuencias de su pensamiento. Si en Newton el exceso del espacio sobre la materia reflejaba la sobreabundancia y la superioridad del Dominus incorpóreo sobre lo inerte, en Kant el noúmeno constituirá una especie de reducto de la libertad divina, que preserva la diferencia entre el yo finito y las substancias.

Kant

La doctrina del Schematismus ocupa en la filosofía kantiana el mismo lugar que desempeñaba en la filosofía de Descartes la doctrina de los llamados espíritus animales y la glándula pineal. Nacida sobre la escisión entre res extensa y res pensante, la metafísica cartesiana necesita un punto de contacto que explique enigmas surgidos de esa división y, en particular, la conducta de los seres vivos, que parecen decidir con su res pensante movimientos de su res extensa35. En el kantismo la escisión corresponde a lo sensible y lo inteligible, siendo preciso explicar el procedimiento en cuya virtud «los conceptos pueden referirse a objetos». El schema no es el modo de acceder una impresión a su concepto, sino, a la inversa, el modo de proporcionarse un concepto su imagen. El recurso que permite esto es la vieja (φαντασία del De Anima aristotélico, convertida en «imaginación trascendental». La imaginación no es sensación y, por tanto, no es afección de lo real mismo, pero se las ingenia para producir esa apariencia. La estructura de semejante facultad no merece, según Kant, «demorarnos en un largo y tedioso análisis»36, y por otra parte su operación «es un arte escondido en las profundidades del alma humana»37. Como sabemos, la solución consistirá en vincular los conceptos puros con el tiempo38. El tiempo es el esquema que permitirá la «subsunción» de los fenómenos bajo categorías. Conviene por eso matizar aquella naturaleza «sintética» de la imaginación, que proporciona al entendimiento un mundo sensible acorde con sus categorías. Vemos de inmediato que sensible se está diciendo aquí como ropaje o aderezo de los conceptos puros y, por tanto, no como lo sensible de una alteridad real. En su círculo solipsista, el entendimiento se relaciona con el mundo físico determinando sus propias condiciones como entendimiento. La substancia, por ejemplo, es el esquema de la permanencia en el tiempo, la facticidad (Wirklichkeit) el esquema de la existencia en un tiempo, y la necesidad el esquema de una existencia en todo tiempo.

Sucede así que la conexión entre conceptos y objetos es cumplida borrando a estos últimos de la realidad, tal como en Descartes el influjo del alma sobre los inertes espíritus animales se lograba suponiendo que podría afectarse su curso sin afectar su cantidad de movimiento. De hecho, no sólo se borra de la realidad al objeto, sino a la realidad misma, que en cuanto «permanencia de lo real (das Realen) en el tiempo» no es ubicua causa de sí y queda circunscrita al esquema de lo fáctico. La mezcla de sutileza y limitación del punto de vista trascendental se muestra en el conato de distinguir entre facticidad y realidad, tal como aparece en la Analítica de los principios (Lib. II, secc. 3) de la Crítica de la razón pura, a propósito de la diferencia entre magnitud extensiva y magnitud intensiva. Para Kant, son cuantos extensivos aquellas magnitudes donde la representación de las partes hace posible la del todo, que es así una «síntesis sucesiva», como acontece con la masa, la extensión, el tiempo, etcétera. Son cantidades intensivas, en cambio, aquellas que representan grados y donde el todo precede a la parte, como acontece con la densidad, la presión, la profundidad, etcétera. La magnitud extensiva constituye el cuanto en sentido estricto, la inmediata continuidad del número, mientras la intensiva —igualmente continua— es una cantidad cualitativa; conserva la magnitud, pero su acumulación se ha convertido en grado, en totalidad precisada. La magnitud extensiva es propia y simplemente quantum, mientras la intensiva es un quid, un «qué» donde ese monto abstracto ha devenido cualidad sin perder la precisión inicial de pluralismo.

Lo más llamativo de esta distinción es que la magnitud extensiva corresponde, según Kant, a los «axiomas de la intuición», y la intensiva a las «anticipaciones de la percepción». Dada la posición respectiva de intuir y percibir en la «arquitectónica» del entendimiento, podemos sacar en conclusión que toda existencia es una magnitud abstracta como mera intuición, y que toda realidad percibida contiene un grado de existencia. Apoya esto que la intuición pura se refiera a entes sólo formales e imperceptibles en sí —como el espacio y el tiempo—, siendo en esa medida indiferente a la cualidad, y determinándose sólo como concreción de lo abstracto o magnitud. Su ámbito es así la existencia (Dasein), que también cabe llamar facticidad (Wirklichkeit). Pero determinada como perceptio la intuición expone algo más, una totalidad inmanente que se gradúa. Esto sería la realidad (Realität), donde la materia no contiene sólo una cantidad, sino una cantidad de cualidad39, un ente «objetivo» en sentido propio que no proviene de agregación y que, por el contrario, se diversifica a partir de una unidad original. Con todo, esta interesante distinción entre Wirklichkeit y Realität queda en estado germinal, cuando no contradicha expresamente por otras partes de la Crítica40.

Desde el momento actual, y fundamentalmente desde la crítica de la Crítica que son el pensamiento de Bergson y del Zubiri tardío, parece procedente afirmar la autonomía de la objetividad física o, cosa idéntica, la autonomía de lo real. «Lo inteligido no es una parte física de la inteligencia, pero el acto mismo de inteligir es algo físico. Lo "físico" se contrapone a lo "intencional” »41. La filosofía kantiana se inaugura de modo explícito42como escudo de la moralidad y la religión, y precisamente por el camino de «frenar» y «controlar» la libertad de especulación. En efecto, el kantismo presenta como finitud de la razón una dependencia de la sensibilidad, para a continuación declarar que la sensibilidad es el resultado del entendimiento. En el universo de la primera Crítica no hay jamás algo que se dé con una configuración suya, que simplemente sea intuido en su actividad, porque —parafraseando a Rilke— el sujeto tiene los ojos vueltos hacia dentro, colocados como trampas alrededor de la salida.

No hay inconveniente alguno en reconocer que toda presencia pertenece a la sensibilidad. Pero sí en que la sensibilidad pertenezca al entendimiento trascendental. Esto implica abolir toda receptividad, toda afección propiamente dicha, y es lo que conduce a la primera tesis discutible: que la sensibilidad sea forma. La sensibilidad no es un molde que determine en cuanto al aspecto (eidos) una materia, un caos o un vacío; la sensibilidad determina la presencia, aunque no como su género o su forma ideal, sino como contenido. Poner todo el énfasis en la sensibilidad como principio formal es suprimir pura y simplemente toda sensibilidad, cambiar su fuerza por la injerencia de un observador «trascendental», que en definitiva nada puede observar sino sus hábitos de observación. Aunque como propedéutica la Crítica de la razón pura no tenga parangón histórico, incurre en el círculo vicioso de extralimitar algo (en este caso, el entendimiento) para moderar luego la extralimitación, pero dejando subsistente el principio del extralimitarse como diferencia entre intuición y concepto. Parece que hay en un lado la receptividad de la intuición y en el otro la construcción del concepto, sólo que esa receptividad no es realmente la recepción de cosa o actividad alguna. No se llama sensación porque un contenido la afecte, sino porque es un «hecho» que comprende una «multiplicidad»; al ir en busca de la diversidad justificativa de eso múltiple el lector de Kant descubre que tampoco hay nada preciso en tal dirección, que la multitud es sólo la forma pura «tiempo» aplicada a la sensibilidad.

No otro es el motivo de que en las imágenes del filósofo trascendental se perciba siempre mucho más de lo que se ve. Me refiero al descubrimiento —tan utilizado luego por Husserl— del objeto como conjunto implícito: el árbol que veo «íntegro» aunque ciertas partes resulten invisibles desde cualquier posición. En esa nivelación de lo efectivamente visto con lo anticipado —que Bergson llamará «espacialización»— el filósofo trascendental ve del mismo modo lo que está ante el sentido y lo que no, porque en definitiva todo es cosa prevista. De semejante restricción en la sensibilidad deriva la proposición aprendida de Hume, teórico del hábito como fuente del sentido: el «enlace» de las impresiones no se halla dado en ninguna impresión. Evidentemente, si las impresiones son anticipaciones, lo que unifica en cierto objeto preciso una pluralidad de actos es por fuerza algo exterior a él. Por eso cabe decir que es lo mismo enlace de las impresiones y referencia a un objeto; como los objetos son impresiones reunidas, enlazar «según regla» o entender es indicar un objeto, y de ello se extrae como consecuencia que no hay objeto sin concepto. Sin embargo, físicamente, el hecho de no haber objeto sin concepto significa algo distinto: el objeto expone el ejercicio de una acción que, coincidiendo enteramente con el despliegue de cierto contenido, es idéntica a su concebirse. Para el kantismo, en cambio, significa que sin tracción o referencia a una forma pura no hay concreción; o, si se prefiere, que toda concreción en la presencia proviene de asociaciones verificadas por un observador trascendental.

Lo que este idealismo demuestra inequívocamente es la insuficiencia de la «sensación» para explicar nuestra idea del mundo; la necesidad de contar con aquello que desde los griegos se denomina imaginación (φαντασία) y razón. Por lo mismo, los objetos conocidos no son independientes del conocimiento como principio formal, pero en modo alguno pueden considerarse productos de ese principio tan sólo, salvo en el preciso caso de lo que Kant llamaba ilusión (Schein). Ante esa circunstancia caben dos alternativas. Una, que es la kantiana, consiste en estudiar las condiciones a priori de posibilidad y no salir del terreno crítico, donde la metafísica encuentra un refugio ante ataques provenientes de la física y las demás Naturwissenchaften; otra, que es la de las ciencias y la filosofía en sentido tradicional, consiste en buscar y definir las estructuras objetivas, la información vigente en los conceptos o fenómenos, procurando evitar con recursos adecuados a cada caso las aberraciones suscitadas por la posición misma de un observador físico; así acontece, por ejemplo, con la teoría de la relatividad o el principio de indeterminación postulado por la mecánica cuántica, donde no se parte de abstracciones como un tiempo y un espacio absolutos, sino de premisas concretas como la velocidad de la luz, la intensidad de un campo o la unidad de energía y masa43.

Los herederos de Kant

Como contraprestación por su hallazgo del a priori, la filosofía trascendental debe escindir lo objetivo en dos esferas. La primera es la objetividad del sujeto, la segunda es el objeto como cosa en sí, incognoscible por definición en cuanto no puede considerarse síntesis de relaciones, y lo que no sea relación queda como simple quimera. El resultado inmediato es un corte entre lógica y ontología, contra el que reaccionarán vivamente los herederos del idealismo crítico —Fichte, Schelling, Hegel—, considerando insostenible el concepto de noúmeno e inconsecuente la cesura impuesta entre sujeto y objeto. En efecto, la pieza maestra de la Crítica era la apercepción como «unidad objetiva de la autoconciencia», que originalmente fundía ambos lados del conocimiento. Los epígonos kantianos van a partir de esa síntesis original de la apercepción, desarrollando en su integridad el sistema de las consecuencias aparejadas a la metafísica del sujeto.

Primero hay el énfasis fichteano en un yo absoluto equiparado —discutiblemente— a la substancia de Spinoza; luego vienen los esfuerzos de Schelling por describir la Naturaleza como odisea del Espíritu —en el marco de una filosofía de la «afirmación»— y, finalmente, la grandiosa síntesis de la metafísica occidental que es Hegel, cuya obra reúne lo esencial de Aristóteles, el espíritu del cristianismo y el de la filosofía crítica. La obra de estos pensadores es, a grandes rasgos, una transformación del ser en hacer y, por lo mismo, una teoría de la acción. Este tratado quiere, sin embargo, mostrar que esa teoría de la acción acaba siendo una teoría de acción subjetiva, una doctrina de lo absoluto como identidad dentro de la contradicción, y no una teoría de lo absoluto como pluralidad y diferencia. El móvil último es siempre la reflexión, y la actividad obedece a una dinámica identificativa. En el capítulo VIII de la Fenomenología, que prepara el salto a la nueva dimensión de la Lógica, Hegel afirma como «meta» única del espíritu «saberse a sí mismo» y en el último capítulo de la Lógica define la idea infinita por «su propio absoluto conocimiento de sí».

Para Hegel, lo específico de la idea es ser esencialmente proceso, porque su «identidad» sólo es libre siendo «negatividad absoluta». La negatividad que recorre el sistema hegeliano «mediando» todo lo «inmediato» es un modo profundo de expresar la asunción de la actividad por los actos, una manera de descubrir la Tathandlung viviente, que deshace la ilusión del devenir como condición extraña al contenido más propio de lo real. Dado que la idea es proceso, toda definición de lo absoluto es «falsa» y expresa una identidad «abstracta» que se mantiene «en reposo». En esa misma medida es preciso atestiguar el carácter subjetivo de la idea, y a esos efectos no hay texto más revelador que el comentario al epígrafe 215 de la Enciclopedia de las ciencias filosóficas:

Lo infinito trasciende lo finito, el pensamiento trasciende el ser, la subjetividad trasciende la objetividad. La unidad de la Idea es subjetividad, pensamiento, infinitud, y debe distinguirse esencialmente de la idea como substancia.

Lo absoluto no es entonces el ejercicio de una acción que se particulariza en indefinidos modos —como en Bruno, Spinoza o Leibniz• —, sino una acción que extrañándose de sí en esos indefinidos modos vuelve al término sobre su propio fondo y se reconoce precisamente como subjetividad44. La vida natural no proporciona esa reflexión del espíritu en el espíritu, ni parece en general vocada a cosa distinta de la pura flexión. La vocación del acto a la mismidad que es el Geist sella la producción como producción del propio concebirse concibiendo, donde se suspende el vacío suscitado por la pura acción. Como reflejo y reproducción, el espíritu y el género viviente tienen la estructura de la idea en sentido platónico: sustantivación de la determinación pura que aparece corno recuerdo de sí en lo determinado, a lo cual corresponde al carácter de un ejemplar (del género), una imagen (del espíritu) o una copia (de la idea). El conflicto o la oposición real se verifica entre algo que se niega o «resiste» al ser reflexivo —la objetividad,— y el ser reflexivo mismo o sujeto, cuando lo primero se capta como «flexión» del ser reflexivo antes de rebotar en su reflejo.

De ahí los múltiples textos de Hegel en los cuales constata que el concepto atraviesa y «penetra» la objetividad tan pronto como logra superar su «mala» subjetividad, que es el psicologismo. En la dimensión del conocimiento que sucede a la dimenSión de la vida acontece en principio lo contrario. La subjetividad abstracta del género (humano) debe objetivarse, llenarse de mundo y cancelar su conciencia de sí como actividad formal ubicua. Pero inmediatamente después se verifica la Aufhebung de la idea de la verdad por la idea del bien, que es otra forma de describir la apropiación del yo teórico fichteano por el yo práctico45, la «voluntad». A pesar de todas sus críticas al idealismo subjetivo, el sistema hegeliano hace sinónimas las expresiones yo y ser por sí, y en la transición desde el segundo al tercer momento del método queda enteramente manifiesto. El término del segundo momento —la teoría de la esencia— es la substancia de Spinoza, pero ella es sólo «necesidad» y no «libertad», sólo ser y no sujeto. Es entonces cuando la Enciclopedia afirma que «esa liberación se llama Yo mientras se considera existiendo para sí, y espíritu libre desarrollada en su totalidad»46. El resultado último constituye «la simple relación consigo mismo, que es el ser»47, y el titánico esfuerzo de la lógica especulativa hegeliana consiste en ir consolidando el principio de identidad dentro de la continua contradicción inherente al hecho de ser ante todo proceso. El proceso que es la acción queda reducido así a una reflexión, y el «método» no pasa de ser un tránsito en dos tiempos: de la irreflexión a la reflexión exterior, y de la reflexión exterior a la reflexión interior.

LA FILOSOFÍA CONTEMPORÁNEA

En la herencia de Hegel queda su maravillosa capacidad para captar la dinámica del pensamiento, aquella viveza que en él cobra cualquier concepto, o el hecho de que sean las cosas mismas quienes parecen exponerse desde sí en vez de ser ofrecidas en el destello unilateral de cierto aserto. Treinta años después de morir su noción más fértil al nivel popular —la de «espíritu objetivo», adoptada sin reservas por Comte— significa nación, clase o Estado. Lo que ese Volkgeist tenía de idea absoluta se presenta casi de seguido como misticismo infundado, mundo cabeza abajo e ilusión metafísica. La pleamar de lo positivo, uno de cuyos ingredientes principales es el constructivismo marxista, enfatiza aún más la subjetividad del pensamiento, sensible ante todo a un proyecto de transformación técnica del mundo. Lo subjetivo se consolida así totalmente, hasta aquel punto donde comienza a declinar por su propio incondicionado imperio. El significado estrictamente «metafísico» de esa consolidación es que la substantia mundi se toma exclusivamente como fundamento (hypokeímenon, subjectum). Los límites del «fundamento» corno expresión de lo real son precisamente los límites de la filosofía contemporánea.