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"Historia elemental de las drogas" propone un documentado y ameno recorrido histórico por la evolución de los diversos tipos de droga y sus usos, desde los ritos religiosos para acceder a la verdad revelada en determinadas sociedades hasta la invasión del crack y las drogas de diseño, desde las guerras del opio hasta el estallido de la psiquedelia. Esta síntesis de la monumental "Historia general de las drogas" analiza la evolución de las actitudes ante las drogas a lo largo de la historia; su utilización con fines religiosos, terapéuticos o meramente hedonistas; la reacción del Estado y los problemas que conlleva la prohibición, la anatemización y la persecución policial... La obra aporta un enorme caudal de información y plantea un acercamiento al universo de las drogas que huye de tópicos, banalizaciones y visiones simplistas. Afirma Escohotado en el prólogo que «aunque hasta hace poco fuese un campo reservado al sensacionalismo periodístico, o a abstrusos manuales de toxicología, la particular historia de las drogas ilumina la historia general de la humanidad con una luz propia, como cuando abrimos una ventana hasta entonces cerrada al horizonte y las mismas cosas aparecen bajo una perspectiva nueva».
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Seitenzahl: 266
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Índice:
La Antigüedad remota
El mundo griego
El mundo romano
El fin del paganismo
Islamismo y ebriedad
Drogas, concupiscencia y satanismo
El resurgir de la medicina
El descubrimiento de América
El fin del Viejo Régimen y las guerras del opio
El siglo XIX
La reacción antiliberal
La cruzada en sus inicios
Nuevas drogas
Una paz farmacrática
La rebelión psiquedélica
El retorno de lo reprimido
La era del sucedáneo
Algunas riendas del asunto
Aunque hasta hace poco fuese un campo reservado al sensacionalismo periodístico, o a abstrusos manuales de toxicología, la particular historia de las drogas ilumina la historia general de la humanidad con una luz propia, como cuando abrimos una ventana hasta entonces cerrada al horizonte, y las mismas cosas aparecen bajo una perspectiva nueva.
En 1989, cuando terminaba una larga investigación sobre el tema –que acabó ocupando tres volúmenes de letra pequeña y exiguos márgenes–, el previsible destino de ese libro era descansar en los anaqueles de distintas bibliotecas universitarias, sugiriendo al estudioso tomar en cuenta el peso de unas y otras drogas en la evolución de la medicina, la moral, la religión, la economía y los mecanismos de control político.
No imaginé que produciría cinco reimpresiones en cuatro años, ni que contribuyese a abrir un debate público sobre la cuestión, pues dudo de que siquiera uno entre cada cien compradores se haya tomado el trabajo de leerlo, y sospecho que la inmensa mayoría lo tiene en su casa como tiene un atlas, para hacer alguna consulta puntual cuando venga el caso.
Pero la dramática gravedad que el asunto ha llegado a adquirir en nuestros días, sumada al hecho de que compromete directa o indirectamente a todos –saltando fronteras de sexo, edad y condición social–, sugiere ofrecer un resumen drástico, adaptado a la prisa del hoy, donde en vez de acumular análisis y materiales de conocimiento simplemente ordeno hechos básicos.
Quien quiera ir más allá de la crónica esquemática (o saber en qué me baso para afirmar tal o cual cosa) puede consultar Historia general de las drogas. Quien quiera informarse por encima, a grandes rasgos tan sólo, quizá tenga bastante con una historia elemental. En cualquier caso, a este segundo lector le dedico el libro.
Por droga –psicoactiva o no– seguimos entendiendo lo que hace milenios pensaban Hipócrates y Galeno, padres de la medicina científica: una sustancia que en vez de «ser vencida» por el cuerpo (y asimilada como simple nutrición) es capaz de «vencerle», provocando –en dosis ridículamente pequeñas si se comparan con las de otros alimentos– grandes cambios orgánicos, anímicos o de ambos tipos.
Las primeras drogas aparecieron en plantas o partes de plantas, como resultado de una coevolución entre el reino botánico y el animal. Ciertos pastos, por ejemplo, empezaron a absorber silicio, obligando a que los herbívoros de esas zonas multiplicaran el marfil de sus molares, o quedaran desdentados a los pocos años de pastar. De modo análogo, algunas plantas desarrollaron defensas químicas ante la voracidad animal, inventando drogas mortales para especies sin papilas gustativas o un fino olfato. No es improbable que algunos humanos mutasen al probar las psicoactivas, y cabe interpretar tantas leyendas sobre la relación entre comer algún fruto y el paraíso –comunes a todos los continentes– como recuerdo de viejos trances con ellas.
Sea como fuere, durante millones de años gran parte de los vegetales y frutos fueron venenosos y pequeños, como la mazorca del maíz arcaico (superviviente en Mesoamérica) o la vid silvestre. Sólo con la revolución agrícola del Neolítico aparece un grano no tóxico y suculento en los cereales, así como muchas leguminosas comestibles y una amplia gama de frutos con abundante pulpa.
Esto disparará cambios de incalculable repercusión, pues territorios antes habitados por 15 individuos podrán alimentar a 1.500. En algunas cuencas fluviales –gracias a sus medios de irrigación y desagüe– el modelo de horda animal evoluciona hacia formas más afines a la colmena y el termitero: pautas de autosuficiencia, articuladas sobre grupos de sexo y edad ante todo, dan paso a pautas de interdependencia, basadas sobre una compartimentación por clases, cuyo reflejo son élites hereditarias de poder. Nace la historia en sentido estricto, con los primeros lenguajes escritos y grandes monumentos perdurables. Nacen también la servidumbre hereditaria, los impuestos en trabajo y especie, las guerras de expansión imperial.
1. Las culturas de cazadores-recolectores –sin duda las más antiguas del planeta– tienen en común una pluralidad abierta o interminable de dioses. Hoy sabemos que en una muy alta proporción de esas sociedades los sujetos aprenden y reafirman su identidad cultural atravesando experiencias con alguna droga psicoactiva. Tales tradiciones son por eso un capítulo tan básico como hasta hace poco olvidado en aquello que religiones posteriores, propias de culturas sedentarias, llamarán verdad revelada.
Antes de que lo sobrenatural se concentrase en dogmas escritos, y castas sacerdotales interpretaran la voluntad de algún dios único y omnipotente, lo percibido en estados de conciencia alterada fue el corazón de innumerables cultos, y lo fue a título de conocimiento revelado precisamente. Las primeras hostias o sagradas formas fueron sustancias psicoactivas, como el peyote, el vino o ciertos hongos.
2. Por otra parte, sólo el tiempo irá deslindando fiesta, medicina, magia y religión. Enfermedad, castigo e impureza son al principio la misma cosa, un peligro que intenta conjurarse mediante sacrificios. Unos obsequian víctimas (animales o humanas) a alguna deidad para lograr su favor, mientras otros comen en común algo considerado divino.
Esta segunda forma de sacrificio –el ágape o banquete sacramental– se relaciona casi infaliblemente con drogas. Así sucede hoy con el peyote en México, con la ayahuasca en el Amazonas, con la iboga en África occidental o con la kawa en Oceanía; numerosos indicios sugieren que otras plantas se usaron de modo más o menos análogo en el pasado. Desde la noche de los tiempos, ingerir algo que es tenido por «carne» (o «sangre») de cierto dios puede considerarse un rasgo de la religión natural o primitiva, frecuente también en ceremonias de iniciación a la madurez y otros ritos de pasaje.
Pero si bien hay una gran diferencia entre el sacrificio cruento y el incruento, entre el regalo de una víctima y el banquete sacramental, ambos tipos pueden fundirse en ritos como la misa, donde el recuerdo del chivo expiatorio Cristo («cordero que lava los pecados del mundo») crea un pan bendito y un vino bendito, cuerpo y sangre del propio sacrificado.
Muy notable resulta que la palabra griega para droga sea phármakon, y que pharmakós –cambiando sólo la letra final y el acento– signifique chivo expiatorio. Lejos de ser una mera coincidencia, eso muestra hasta qué punto medicina, religión y magia son inseparables en los comienzos.
3. La más antigua fusión de estas tres dimensiones es el chamanismo, una institución extendida originalmente por todo el planeta, cuyo sentido es administrar técnicas de éxtasis, entendiendo por éxtasis un trance que borra las barreras entre vigilia y sueño, cielo y subsuelo, vida y muerte. Tomando alguna droga, o dándosela a otro –o a toda la tribu–, el chamán y la chamana tienden un puente entre lo ordinario y lo extraordinario, que sirve tanto para la adivinación mágica como para ceremonias religiosas y terapia.
Es curioso que –en su Metafísica (A 984 b 18)– Aristóteles atribuya a Hermótimo de Clazomene, un individuo con perfiles chamánicos evidentes, la invención de la palabra Nous, que traducimos por «inteligencia». Las tradiciones sobre Hermótimo cuentan que abandonaba a menudo su cuerpo, unas veces para encarnarse en distintos seres vivientes y otras para viajar a dimensiones celestes o subterráneas.
Llamativamente, el nivel de conocimientos sobre botánica psicoactiva depende de que en un territorio pervivan formas de religión natural, administradas por chamanes y chamanas. Así lo indica una comparación entre el continente americano y el euroasiático: aunque la masa del primero es muy inferior –e inferior sea también la variedad botánica en general–, el Nuevo Mundo conoce diez plantas psicoactivas por cada una de las conocidas en el Viejo. El dato cobra mayor relieve considerando que no escasean en Europa y Asia algunas iguales o parecidas a las americanas. Pero América, a diferencia de África y Eurasia, ha sido ajena a los grandes monoteísmos hasta hace pocos siglos.
4. La ebriedad es una experiencia a veces religiosa –otras sólo hedonista– que el hombre antiguo practica con variadas sustancias psicoactivas. El Ahura-Mazda, libro sagrado del zoroastrismo, dice «sin trance y sin cáñamo» en una de sus líneas (XIX, 20), y hay menciones a setas psicoactivas en otros himnos a viejas deidades de Asia y el norte de Europa. La antigua palabra indoirania para cáñamo (bhanga en iranio, bhang en sánscrito) se usa también para el trance inducido por otras drogas. Opuestos tajantemente a cualquier bebida alcohólica, los arcaicos himnos del Rig Veda hablan de la ebriedad como aquello que «encarama al carruaje de los vientos», y mucho más tarde –en el siglo i– Filón de Alejandría sigue vinculándola a actos de júbilo sacramental; en su tratado sobre la agricultura afirma:
Pues tras haber implorado el favor de los dioses (...) radiantes y alegres se entregaban a la relajación y el disfrute (...) Se dice que de ello le viene el nombre a embriagarse, porque en eras previas ya era costumbre consentirse la ebriedad después de sacrificar (De plantatione, XXXIX, 162-163).
5. Sin embargo, dentro de la ebriedad sacramental conviene distinguir entre posesión y viaje. Apoyada en drogas como alcohol, tabaco, daturas, belladona y otras análogas, la ebriedad de posesión induce raptos de frenesí corporal donde desaparece la conciencia crítica; acompañados por música y danzas violentas, esos raptos son tanto más reparadores cuanto menos se parezcan a la lucidez y el recuerdo. En sus antípodas, la ebriedad de viaje se apoya sobre drogas que potencian espectacularmente los sentidos sin borrar la memoria; su empleo puede ir acompañado por música y danza, pero suscita ante todo una excursión psíquica consciente, introspectiva antes o después.
La ebriedad de viaje, que es la propiamente chamánica, pudo tener su foco de irradiación en Asia central, desde donde se extendió a América, al Pacífico y a Europa. La de posesión reina en África, y desde ese centro pasó quizá al Mediterráneo y al gran arco indonesio de islas, donde el amok constituye una de sus manifestaciones más claras; en tiempos históricos invadió América con la trata de esclavos, y bajo nombres como vudú, candomblé o mandinga goza hoy allí de bastantes adeptos.
I. LA ANTIGÜEDAD REMOTA
Las plantaciones de adormidera en el sur de España y de Grecia, en el noroeste de África, en Egipto y en Mesopotamia son probablemente las más antiguas del planeta. Eso explica que su opio tenga dos y hasta tres veces más morfina que el de Extremo Oriente.
La primera noticia escrita sobre esta planta aparece en tablillas sumerias del tercer milenio a.C., mediante una palabra que significa también «gozar». Cabezas de adormidera aparecen también en los cilindros babilónicos más antiguos, así como en imágenes de la cultura cretense-micénica. Jeroglíficos egipcios mencionan ya el jugo extraído de esta cabeza –el opio–, y lo recomiendan como analgésico y calmante, tanto en pomadas como por vía rectal y oral. Uno de sus empleos reconocidos, según el papiro de Ebers, es «evitar que los bebés griten fuerte». El opio egipcio o «tebaico» simboliza máxima calidad en toda la cuenca mediterránea, y aparece mencionado ya por Homero –en la Odisea– como algo que «hace olvidar cualquier pena».
1. Si el cultivo de adormidera parece originario de Europa y Asia Menor, el de cáñamo remite a China. Los primeros restos de esa fibra (fechables hacia el 4000 a.C.), se han encontrado allí, y un milenio después en el Turquestán. Un tratado chino de medicina –escrito en el siglo i, aunque sobre materiales que dicen remontarse al legendario Shen Nung, redactado treinta siglos antes– afirma que «el cáñamo tomado en exceso hace ver monstruos, pero si se usa largo tiempo puede comunicar con los espíritus y aligerar el cuerpo».
Inmemorial es también el empleo del cáñamo en India. El Atharva Veda considera que la planta brotó cuando cayeron del cielo gotas de ambrosía divina. La tradición brahmánica cree que agiliza la mente, otorgando larga vida y deseos sexuales potenciados. También las principales ramas del budismo celebraron sus virtudes para la meditación. En usos médicos, la planta formaba parte de tratamientos para oftalmia, fiebre, insomnio, tos seca y disentería.
La primera referencia mesopotámica al cáñamo no se produce hasta el siglo ix a.C., en tiempos de dominio asirio, y menciona su empleo como incienso ceremonial. El brasero abierto era ya frecuente entre los escitas, que arrojaban grandes trozos de hachís sobre piedras calentadas y precintaban el recinto para impedir la salida del humo. Una técnica parecida usaban los egipcios para su kiphy, otro incienso ceremonial cargado con resina de cáñamo.
El cultivo del cáñamo es también muy antiguo en Europa occidental, según datos paleobotánicos. Ya en el siglo vii a.C. los celtas exportan desde el enclave de Massilia (Marsella) cuerdas y estopa de cáñamo a todo el Mediterráneo. Muchas pipas (y la propia casta de los druidas, expertos en filtros y medicamentos) indican que esa cultura conoció su empleo como droga.
2. El uso de solanáceas alucinógenas –beleño, belladona, daturas y mandrágora– también se remonta a viejos testimonios en Medio y Extremo Oriente, aunque la variedad y cantidad de este tipo de plantas sea muy alta en Europa. El dios galo Belenus –versión céltica de Apolo, la deidad más chamánica del panteón griego– es el origen de la palabra «beleño». Ligadas tradicionalmente con el brujo y su oficio, a estas plantas se atribuyen fenómenos de levitación, fantásticas proezas físicas, telepatía y delirios, cuando no la muerte por intoxicación aguda. A juzgar por los sabbats del Medievo, quizá fueron los druidas antiguos quienes aprendieron a dominar estas violentas drogas, empleándolas en contextos tanto ceremoniales como terapéuticos, al igual que para hacer filtros.
América no conoce el beleño, la mandrágora y la belladona hasta el Descubrimiento, pero sí son autóctonas allí daturas (de la especie Brugmansia), y ante todo el tabaco, otra solanácea psicoactiva que es la droga reina del continente. Con fines recreativos, religiosos y terapéuticos, así como en ritos de pasaje, tabacos de mayor o menor potencia se mascan, fuman y beben desde Canadá a la Patagonia.
3. Sobre las plantas de tipo visionario no hay en Europa ni en Asia testimonios antiguos tan claros, sin duda por la hegemonía de posteriores monoteísmos. Aunque la amanita muscaria es autóctona y muy abundante en Eurasia, y también parecen ser autóctonas algunas variedades de hongos psilocibios (en puntos tan alejados como Bali y Gales), el empleo de drogas visionarias potentes, más activas que el cáñamo, o se mantuvo velado bajo el secreto mistérico o fue abolido más tarde. Sólo los chamanes de Siberia y otras zonas septentrionales de Europa parecen haber mantenido desde siempre usos rituales de setas psicoactivas.
En América, sin embargo, se conocen docenas de plantas muy visionarias. Ya en asentamientos preagrícolas –del séptimo milenio anterior a nuestra era– se han encontrado semillas correspondientes a esta familia. A partir del siglo x a.C. hay piedras-hongo entre los monumentos de la cultura de Izapa, en la actual Guatemala, que seguirán esculpiéndose por distintos puntos de Mesoamérica durante más de mil años. Al siglo x a.C. se remontan también deidades de la cultura chavín, cuya sede fue el actual Perú, que en algunas tallas de piedra sujetan un cacto visionario. Al siglo iv a.C. pertenece una pipa en cerámica con forma de venado, que tiene entre los dientes un botón de peyote.
Pictóricas y escultóricas, las obras maestras americanas relacionadas con este grupo de drogas no tienen paralelo en la Antigüedad; entre las más asombrosas están el mural de Tepantitla, en uno de los templos de Tenochtitlán, y la estatua de Xochipilli, dios de las flores, cuyo cuerpo y peana aparecen recubiertos por plantas psicoactivas.
En África, donde los estudios de campo son todavía muy insuficientes, es sin duda autóctona la iboga, que la etnia fang venera en ceremoniales parecidos a los del peyote entre huicholes mexicanos. Su principio activo pertenece a la misma familia de la LSD 25.
4. Los estimulantes puros, basados en drogas como cafeína y cocaína, hunden igualmente su uso en la noche de los tiempos. El arbusto del coca es originario de los Andes, y desde el siglo iii a.C. hay esculturas de rostros con las mejillas hinchadas por la masticación de sus hojas. También son americanos el guaraná y el mate (que contienen cafeína), y el cacao (que contiene teobromina, una sustancia muy afín). En India e Indonesia se obtienen efectos muy análogos gracias al betel, una droga poco conocida en Occidente pero mascada hoy por una décima parte de la población mundial. En China usan desde hace cuatro o cinco milenios el té –que contiene cafeína y teína– y la efedra, un estimulante mucho más concentrado. De África son originarios la nuez de cola, un estimulante cafeínico que prolifera en la costa occidental, y el kat, un arbusto que se consume en Yemen, Somalia y Etiopía. Aunque el café es arábigo en origen, su hallazgo como tal droga se producirá muy tarde, hacia el siglo x de nuestra era. Europa y Oriente Medio son las zonas que menos estimulantes vegetales conocen en la Antigüedad.
El efecto genérico de estas drogas es una inyección de energía, que faculta para comer menos y trabajar más. Nunca sirvieron para producir trances de posesión o viaje, y son desde los comienzos fármacos profanos, que el acomodado usa por gusto y el pobre por necesidad. En la naturaleza del efecto está también que su usuario sea un usuario regular, y recurra a ellas varias veces al día.
5. Las plantas productoras de alcohol son prácticamente infinitas. Para obtener una tosca cerveza basta masticar algún fruto y luego escupirlo; la fermentación espontánea de la saliva y el vegetal producirá alcohol de baja graduación.
Una tablilla cuneiforme, del 2200 a.C., recomienda ya cerveza como tónico para mujeres en estado de lactancia. Poco más tarde, hacia el 2000 a. C., cierto papiro egipcio contiene el mensaje: «Yo, tu superior, te prohíbo acudir a tabernas. Estás degradado como las bestias.» En otro papiro hallamos la admonición de un padre a su hijo:
«Me dicen que abandonas el estudio, que vagas de calleja en calleja. La cerveza es la perdición de tu alma.» Pero cervezas y vinos están en el 15 % de los tratamientos conservados, cosa notable en una farmacopea tan sofisticada como la del antiguo Egipto, que conoce casi 800 drogas distintas.
Poco más tarde, en el siglo xviii a.C., la negra estela de diorita que conserva el código del rey babilonio Hammurabi protege a bebedores de cerveza y vino de palma: su ordenanza 108 manda ejecutar (por inmersión) a «la tabernera que rebaje la calidad de la bebida». Rara vez se ha ensayado un remedio tan enérgico contra la adulteración de una droga.
Muy numerosas son las referencias al vino en la Biblia hebrea. Tras el Diluvio viene el episodio de Noé, que «se embriagó y se desnudó» (IX, 20-21). Unos capítulos más tarde, la desinhibidora droga reaparece en la seducción de Lot por sus hijas. El Levítico prohíbe al rabino estar borracho cuando oficia el culto o delibera sobre justicia, pero la actitud hacia el vino –expuesta en el Salmo 104, que lo canta con acentos casi báquicos– es sin duda positiva. De ahí que sea imposible cumplir la ley siendo abstemio, pues en todas las ocasiones de señalada importancia social (circuncisión, fiestas, matrimonios, banquetes por el alma de los difuntos) es correcto apurar al menos un vaso.
Sin embargo, el Antiguo Testamento distingue puntualmente entre vino y «bebida fuerte». Isaías y Amos –los profetas más críticos con borracheras de reyes y jueces– hablan casi siempre de «bebidas fuertes», cosa que desde luego no se refiere a caldos de mayor graduación alcohólica (pues los aguardientes sólo aparecerán milenios después), sino a vinos y cervezas cargados con extractos de alguna otra droga, o varias. Hay en Asia Menor tradiciones sobre mezclas semejantes –empezando por el vino resinato al que aluden Demócrito y Galeno–, y ese tipo de práctica explica varios enigmas; por ejemplo, la mención de Homero a vinos que podían ser diluidos en 20 partes de agua (Odisea, IX, 208-211), la de Eurípides a otros que requerían al menos 8 para evitar el riesgo de enfermedad o muerte (Cíclopes, 145 y ss.), y noticias sobre banquetes. Como bastaban tres copas pequeñas para quedar al borde del delirio, un maestro de ceremonias fijaba –consultando con el anfitrión– el grado deseable de ebriedad para los asistentes.
Esa actitud básicamente favorable al alcohol tiene su exacto opuesto en la religión de la India desde sus primeros himnos. Sura, el nombre de las bebidas alcohólicas en sánscrito, simboliza «falsedad, miseria, tinieblas» (Satapatha Brahmana, V. 1.2.10), y seguirá simbolizándolo en el brahmanismo posvédico. Tampoco serán gratas las bebidas alcohólicas al budismo, aunque por diferentes razones; el santón budista prefiere el cáñamo como vehículo de ebriedad, mientras el brahmán guarda una sociedad rigurosamente cerrada, donde desinhibidores tan poderosos como las bebidas alcohólicas amenazan el principio de incomunicación absoluta entre castas.
No puede decirse lo mismo de China y Japón, territorios muy afectos al vino de arroz –al parecer desde siempre. De África apenas sabemos nada en este aspecto, salvo que no hay tradiciones vinícolas y sí muchas cervezas, hechas a partir de distintos vegetales.
En formas como el pulque, también América conoce fermentaciones alcohólicas de baja graduación desde los orígenes. Pero no hay allí vides cultivadas hasta el segundo viaje de Colón.
II. EL MUNDO GRIEGO
Hasta las polis o ciudades-estado griegas, las únicas opciones humanas son el nómada autosuficiente, que vive en pequeños grupos rodeado por grandes territorios vírgenes, o el hombre-hormiga de las grandes culturas agrícolas y urbanas, sometido a la arbitrariedad de un rey-dios y a rígidos sistemas de castas. Pero los griegos inauguran un tipo intermedio de sociedad, donde niveles densos de población son compatibles con un escrupuloso respeto por la libertad individual. Su resultado será una eclosión deslumbrante de conocimientos y expresiones artísticas.
1. Terapéuticamente, el reflejo de esta actitud es la escuela hipocrática, que presenta la enfermedad y la cura como resultado de procesos naturales. Al deslindar sus actos de la magia y la religión, el hipocrático niega validez a cualquier cura basada en una transferencia simbólica del mal desde alguien a otro, rompiendo así con la institución del chivo expiatorio. En vez de utilizar algún pharmakós o chivo para que absorba la impureza ajena, la nueva medicina usará el phármakon o droga adecuado; ante una epidemia de cólera, por ejemplo, será sensato usar un fármaco astringente como el opio, e insensato sacrificar a algunos jóvenes –con la letanía
«sed nuestras heces» o «pagad la culpa del pueblo»–, pues eso parece ahora una crueldad tan monstruosa como inútil.
Las drogas ya no son cosas sobrenaturales, sino –como dice el Corpus hippocraticum– «sustancias que actúan enfriando, calentando, secando, humedeciendo, contrayendo y relajando, o haciendo dormir» (IV, 246). En su naturaleza está curar amenazando al organismo, como cura el fuego una herida al desinfectarla, o como soluciona alguna patología el bisturí de un cirujano. Lo esencial en cada una es la proporción entre dosis activa y dosis letal, pues sólo la cantidad distingue al remedio del veneno.
Teofrasto –un discípulo directo de Aristóteles, autor del primer tratado de botánica conocido– expone con claridad este punto de vista al hablar de la datura metel (una de las solanáceas más activas) en los siguientes términos:
Se administra una dracma si el paciente debe tan sólo animarse y pensar bien de sí mismo; el doble si debe delirar y sufrir alucinaciones; el triple si ha de quedar permanentemente loco; se administrará una dosis cuádruple si debe morir (Hist. plant., IX, 11, 6).
Nicandro de Colofón, un «farmacópolo» o experto en drogas del siglo ii a.C., evalúa el margen de seguridad para el opio de modo parecido.
Los griegos percibieron también el fenómeno que hoy llamamos tolerancia, aunque en vez de ver allí las huellas de un hábito indeseable vieron, más bien, un mecanismo de autoinmunización. Según Teofrasto:
Parece que algunas drogas son tóxicas debido a la falta de familiaridad, y quizá sea más exacto decir que la familiaridad les quita su veneno, porque dejan de intoxicar cuando nuestra constitución las ha aceptado y prevalece sobre ellas (Hist. plant., IX, 17, 2).
2. Además de vinos y cervezas, los griegos usaron con fines ceremoniales y lúdicos el cáñamo y otras solanáceas (beleño, belladona, mandrágora), en ocasiones mediante sahumerios o inciensos. Conocían también un extracto de hachís con vino y mirra para estimular reuniones privadas.
Sin embargo, ninguna droga tuvo una popularidad comparable al opio. En tiempos de Hesiodo, la ciudad que luego se llamaría Sicion se llamaba Mekone (esto es: adormidera), y la planta fue siempre un símbolo de Démeter, diosa de la fecundidad. Las casadas sin hijos portaban broches y alfileres con la forma de su fruto, y los enamorados restregaban pétalos secos para averiguar por los chasquidos el futuro de su relación.
Su empleo médico se remonta quizá a los primeros templos de Esculapio, instituciones algo parecidas a nuestros hospitales, donde nada más llegar los pacientes eran sometidos a una incubatio o «ensueño sanador». El tratado hipocrático sobre la histeria –trastorno que los griegos atribuían a «sofocaciones uterinas», anticipándose a Freud– recomienda opio como tratamiento. De Hipócrates le viene en realidad el nombre a esta droga, que traduce opós mekonos: «jugo de adormidera». Heráclides de Tarento –médico de Filipo, padre de Alejandro Magno– contribuyó a fomentar su difusión, preconizándolo para
«calmar cualquier dolor».
3. El envenenamiento obsesionaba en la Antigüedad, sobre todo a los opulentos, y ese temor impulsó la búsqueda de un antídoto –la theriaka o triaca–, que tomado cotidianamente inmunizara al usuario. Lo notable es que, junto a puros venenos –como cicuta y acónito, en dosis homeopáticas–, y a muchas otras sustancias (vegetales, animales y minerales), el opio forma parte de todos estos preparados. Hay mil clases de triacas, más cara y enrevesada cada una que la previa, pero ninguna prescinde de él; cuando Galeno confeccione su Antídoto Magno, en el siglo ii, la proporción de jugo de adormidera ha crecido hasta ser un 40 % del total.
Sin embargo, falta en Grecia quien considere el opio como panacea, y también como cosa despreciable. Desde tiempos de Herodoto –donde hallamos la primera mención explícita a esta droga– hasta los autores de triacas no hay una sola noticia de alguien envilecido por su uso.
4. Este apacible empleo de diversas drogas no significa que los griegos ignoren un «problema de toxicomanía», como hoy decimos. Lo que les diferencia a ellos de nosotros es que la peligrosidad social e individual de las drogas se concentró en el vino. Símbolo de Dioniso, un dios-planta que suspende las fronteras de la identidad personal y llama a periódicas orgías, el vino irrumpió en Grecia –usando las palabras de Nietzsche– como «un extraño terrible, capaz de reducir a ruinas la casa que le ofrecía abrigo».
Esas tensiones son el tema de Las bacantes, el drama de Eurípides. Penteo, tirano de Tebas, decide que el culto a un «extranjero» como Dioniso-Baco merece la muerte, y tras una serie de peripecias –disfrazado de mujer, pero descubierto– acaba siendo comido crudo por su propia madre y sus tías, que habían escapado a los bosques con otras mujeres para celebrar con bacanales la fusión de lo visible y lo invisible, lo viril y lo femenino, el delirio de posesión y la suprema lucidez, pero que tras descuartizar a Penteo recobran su conciencia rutinaria. La tragedia se cierra con un canto de retractación: el dios de la vid es reconocido como tal dios, y será apaciguado con ceremonias públicas periódicas. De hecho, ya sucedía eso al estrenarse Las bacantes: cuatro veces al año –en diciembre, en enero, en marzo y en abril– Atenas celebraba varios días de fiestas dionisíacas, que no imponían la promiscuidad a nadie, pero sí prohibían que alguien impusiera la castidad a cualquier otro, fuese cual fuese su sexo.
Tampoco faltan anécdotas más ligeras sobre el vino. Poetas «viriles y auténticos» –como Homero, Arquíloco, Alceo, Anacreonte, Epicarmo y Esquilo, que según ciertos testimonios vivía en estado de permanente embriaguez– templaban su inspiración con mosto de uva fermentado, mientras los poetas «cultos y trabajadores»
–como Calímaco y Teócrito– se empapaban en la transparencia e imparcialidad del agua.
Las escuelas filosóficas debatían básicamente dos cuestiones. En general, si el vino había sido otorgado a los humanos para enloquecerles o por su bien y, en particular, si –como afirmaban los estoicos– el sabio podía beber sin límite, hasta caer dormido, antes de verse llevado a alguna necedad. Ese aguante exhibe el Sócrates platónico, desde luego, aunque peripatéticos y epicúreos –más realistas– consideraban imposible guardar la cordura por encima de cierta dosis. En lo que respecta a la naturaleza misma del vino, aunque no le falten detractores ilustres (desde Hesiodo a Lucrecio), lo habitual es creer que constituye un «espíritu neutro», capaz de producir bienes o males atendiendo a cada individuo y ocasión. Uno de sus grandes abogados fue Platón, que dice en Las leyes:
¡No vilipendiemos el regalo recibido de Dioniso, pretendiendo que es un mal obsequio y no merece que una república acepte su introducción! (...) Bastará una ley que prohíba a los jóvenes probar vino hasta los 18 años, y hasta los treinta prescriba que el hombre lo pruebe con mesura, evitando radicalmente embriagarse por beber en exceso. A partir de los cuarenta nuestra ley permitirá invocar en banquetes a todos los dioses y, va de suyo, una especial invocación dirigida a Dioniso, en vista de ese vino que, a la vez sacramento y solaz para los hombres de edad, les ha sido otorgado por el dios como un fármaco para el rigor de la vejez, para rejuvenecernos, haciendo que el olvido de lo que aflige al anciano descargue su alma de rudeza, y le preste más jovialidad (671 a, 666 a-c).
5. Para completar esta perspectiva del mundo griego es preciso aludir a los Misterios de Eleusis, que se fundaron en fecha muy temprana –antes de redactarse los poemas homéricos, sin duda–, y fueron durante más de un milenio el símbolo espiritual de su cultura. Sabemos que la iniciación acontecía en otoño, de noche, y que los peregrinos –llamados epoptés o testigos presenciales– recibían una pócima (el kykeón) compuesta por «harina y menta»; juraban también por su vida guardar absoluto secreto sobre el detalle de la experiencia.
La iniciación sólo se vedaba a los homicidas, y acudieron reyes, cortesanas, mercaderes, poetas, siervos, gentes de muy variado oficio y procedencia. Entre ellos había personas con la capacidad intelectual de Sófocles, Píndaro, Platón, Aristóteles y Marco Aurelio. En el siglo ii sabemos que cada otoño acudían allí entre dos y tres mil personas. Cicerón, uno de los iniciados, dejó dicho que:
Los Misterios nos dieron la vida, el alimento; enseñaron a las sociedades la costumbre y la ley, enseñaron a los humanos a vivir como humanos» (De leg., II).
El kykeón eleusino bien pudo contener harina contaminada por un hongo visionario (el cornezuelo del centeno y otros cereales, tanto silvestres como cultivados), que hoy sigue creciendo en la llanura de Raros, muy cerca de Atenas, donde se celebraban los ritos. Es un cornezuelo mucho menos tóxico que el de otras regiones europeas, aunque muy psicoactivo; para obtener sus efectos basta pasar por agua las gavillas de cereal y luego tirarlas, pues –al revés que los componentes venenosos– la amida del ácido lisérgico es hidrosoluble. Considerando que esa agua fue el vehículo utilizado por los administradores del santuario nos explicamos –sin recurrir a milagros o a simple credulidad de los fieles– el hondo e infalible efecto de la iniciación.
6. La religión eleusina –basada en un solo acto de gran intensidad, orientado a producir una experiencia extática de muerte y resurrección– fue probablemente una ingeniosa adaptación de viejos ritos chamánicos a la nueva cultura que Grecia empezaba a ser, como un puente entre los cultos naturales, propios de aldeas, y los cultos civiles –puramente formales– que empezaban a consolidarse en ciudades surgidas al amparo del desarrollo comercial. Este modelo tendría un inmenso éxito en toda la cuenca mediterránea, y a su sombra florecerán Misterios localizados –como los de Sabazios y Samotracia– o itinerantes, como los dedicados a Baco, Isis, Mitra, Attis y otros dioses, que abrían templos allí donde fuesen solicitados por una feligresía suficiente.
Todos guardaban estricto secreto sobre el detalle de la iniciación, y todos administraban algún equivalente del kykeón sacramental. Algunos –como los Misterios egipcios, o de Isis– fueron diseñados por un miembro de la familia eumólpida, administradora perpetua del santuario eleusino.
III. EL MUNDO ROMANO
El criterio de esta civilización en materia de drogas se calca del griego. La lex Cornelia, único precepto general sobre el tema, vigente desde tiempos republicanos hasta la decadencia del Imperio, dice:
Droga es una palabra indiferente, donde cabe tanto lo que sirve para matar como lo que sirve para curar, y los filtros de amor, pero esta ley sólo reprueba lo usado para matar a alguien.
Sabemos que en tiempos de los Césares no era infrecuente fumar flores de cáñamo hembra (marihuana) en reuniones –para «incitar a la hilaridad y el disfrute»–, costumbre que pudo venir tanto de la sociedad ateniense como de los celtas. Hay también un edicto del emperador Alejandro Severo, que como consecuencia de algunas intoxicaciones prohíbe usar datura estramonio y polvo de cantárida o mosca española en burdeles napolitanos. Sin embargo, las plantas fundamentales de Roma fueron la adormidera y la vid.