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Lesa majestad y humanidad. Este volumen compendia una serie de artículos publicados a mediados de los años ochenta, cuando el apogeo de la cruzada contra las drogas exhibe innumerables muestras de su fracaso. En su raíz, los preceptos jurídicos que la articulan parten de una tradición de transgredir la esfera propia del derecho para legislar sobre la moral del ciudadano. Bajo ideologías autoritarias, las leyes dejan de cumplir su función originaria, proteger la integridad física y patrimonial de los individuos, para exigirles acatamiento a uno u otro código de conducta, derivado de cierta entelequia —Dios, la Bandera, la Nación, la Salud Pública, etcétera—. El desobediente comete entonces un delito tipificado desde antiguo como de lesa majestad, figura que convierte a los «crímenes sin víctima» en punibles, al atentar contra el orden público. Los textos recogidos trazan con detalle histórico y rigor técnico distintas manifestaciones nacidas de castigar violaciones metafóricas a entes inmateriales y simbólicos. Entre otras, se examinan los ejercicios de autoridad de la fe, la medicina o la policía; la evolución del crimen de apostasía en la ley romana y la ley canónica, y las Cruzadas contra las Brujas y contra las Drogas. Tras estudiar dichos particulares, abordar las generalidades cierra un aparato conceptual que profundiza en la comprensión del derecho y la libertad.
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Seitenzahl: 316
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Majestades, crímenes y víctimas
Lesa majestad y lesa humanidad
Antonio Escohotado
Caracteriza a nuestro tiempo una creciente preocupación por hacer menos inútiles las cárceles y recortar la crueldad de los antiguos castigos. Otrora seres extravagantes, que merecían sin duda la fulminación, los criminales de hoy van apareciendo como personas movidas por complejos y condicionamientos, que merecen del aparato institucional oportunidades para su rehabilitación. Todo ello resulta desde luego muy loable.
Sin embargo, la claridad con que se plantea esta difícil tarea tiende a hacernos olvidar que el humanismo sólo informará el tratamiento de los delitos cuando haya penetrado a fondo en las leyes penales mismas, y que la reeducación de muchos delincuentes sólo será viable cuando vaya precedida por una reeducación de la propia ley. Es pintoresco moderar las penas del Levítico hebreo o el Fuero Juzgo visigodo y retener sin profundas modificaciones el cuadro de las conductas prohibidas, pues mucho de lo que en esos repertorios se consideraba abominable ya no lo es. Si bastara suavizar el rigor de las penas tendríamos al inquisidor medieval ordenando comparecencias periódicas en comisaría de apóstatas y brujos, o a la Cámara de los Lores decretando narcoterapia para sindicalistas recalcitrantes.
No obstante, si nuestros Estados son laicos, ¿por qué se condena la blasfemia? Si acogen el derecho a la intimidad, ¿por qué persiguen actos sexuales que realizan en privado los adultos con pleno consentimiento? Si reconocen los derechos civiles, ¿cómo pueden proscribir todavía el más elemental, que es fijar el momento y manera de la propia muerte? Si defienden el libre comercio, ¿cómo llaman criminal a quien se lleve su dinero donde le apetezca? Si consagran la libertad de conciencia, ¿cómo osan restringir la elección de sedantes y vehículos de embriaguez? Si se basan sobre la transparencia de las decisiones tomadas por cada ejecutivo, ¿cómo promulgan leyes sobre secretos oficiales? Si ninguna Constitución democrática obliga a obedecer ciegamente órdenes contrarias a sus principios, ¿cómo tantas normas de rango inferior dan por supuesta esa obediencia ciega, amparando el castigo de su omisión y concediendo amnistía a quienes obedecieron? Si admiten la planificación familiar, ¿cómo encarcelan a abortistas? Si consagran el principio de seguridad jurídica, ¿cómo conservan delitos «abiertos» como el de escándalo público, donde cabe casi todo?
¿Se trata acaso de anacronismos aislados? Lamento no poder estar de acuerdo, y no confiar en que el mero transcurso del tiempo inspire un amor por la coherencia en los legisladores sin alguna moción previa de los legislados, aunque sólo sea porque la autonomía y la justicia fueron siempre cosas conquistadas en vez de regaladas, y la inercia de la jurisdicción es mantenerse o crecer, nunca renunciar a algún campo puesto bajo su custodia. Ante todo, pienso que las incoherencias previas —y varias más, a las cuales iré aludiendo— no son en modo alguno casos aislados, sino manifestaciones de un solo fenómeno que merece considerarse unitariamente, porque responde en todos los casos a un mismo fundamento.
«Crímenes sin víctimas» llama a esos y análogos supuestos una corriente contemporánea del pensamiento anglosajón, representada básicamente por juristas y sociólogos. En esencia, esa corriente viene a considerar que la ley positiva puede transgredirse de dos formas: atentando contra la integridad física o patrimonial de las personas, y atentando contra la autoridad de ciertas orientaciones. El primer tipo de crimen lo padecemos nosotros mismos, como hombres que detentan una vida y llegan a poseer por medios pacíficos ciertas cosas; el segundo sólo podemos padecerlo por vía de escándalo, al ofender nuestro pudor atentados contra ciertas entelequias —Dios, la Bandera, la Nación, alguna Iglesia, las Buenas Costumbres, la Salud Pública, el Sano Juicio, etc.— que se reputan víctimas de desacato como podrían serlo un magistrado concreto o un específico agente del orden. Dada la naturaleza inmaterial o simbólica de tales cosas, la agresión será necesariamente metafórica, y sólo el castigo alcanzará el plano de lo real.
Cabe dudar de que cosas tales como Dios o la Nación sufran verdadero menoscabo debido a palabras o escritos, y no es menos problemático que lo divino o la comunidad política salgan ganando con quemas masivas de hechiceros o prácticas bélicas contra vecinos; lo que no parece discutible es el potencial de abuso aparejado a la defensa de entes análogos. Constatamos, por ejemplo, que desde los romanos en adelante el crimen contra la salus publica —aparentemente uno de los menos metafóricos— ha sido cajón de sastre para cristianos, paganos, magos, lujuriosos, revolucionarios, socialtraidores y hasta mendigos; de hecho, ya en el 186 a.C. el senadoconsulto sobre bacanales que exterminó a diez mil personas con procedimientos sumarísimos se amparaba en necesidades de salubridad general, a las que recurrió también Hitler para cazar judíos. En curioso contraste, fenómenos como Chernobil o Bhopal son accidentes en vez de atentados contra la salud pública.
Pero, a mi entender, la expresión crímenes sin víctimas tiene como único aunque claro inconveniente su anticipada luz, que convierte a la víctima hipotética en no víctima para el derecho, y carga el análisis con un preconcepto innecesario. En otras palabras, al decir «sin víctima» parece que decimos sin razón, injustamente, entrando el debate en las procelosas aguas de lo moral y lo inmoral. Para evitarlo quizá convendría atender a una venerable institución, reconocida en innumerables elencos punitivos hasta hace bien poco, que es la lesa majestad. Sugiero, en consecuencia, que las categorías nucleares no sean delitos con y sin víctimas, sino delitos de lesa majestad y delitos de lesa humanidad. Los segundos despojan, estafan, lesionan y matan a individuos, mientras los primeros atentan contra prerrogativas y monopolios de ciertos entes —cuando mucho jurídicos— que no satisfechos con guardar intacto un patrimonio material (o quizá como base para un duradero usufructo del mismo) exigen acatamiento ante criterios particulares sobre lo bueno y lo malo, lo verdadero y lo falso.
Tal como el rey no sólo se declaraba rey vitalicio por decreto divino, sino sujeto inmensamente sagaz, magnánimo y justo, y tal como a ningún gremio hegemónico le ha bastado controlar tales o cuales actividades, y ha exigido además ser considerado excelentísimo, intachable e infalible en su especie, es propio de quienes soportan el peso externo de la púrpura extralimitar una función, y de los juzgadores entrar en aquello que sólo la continencia individual podría regular satisfactoriamente. Visto desde esa perspectiva —que constituye nuestro prius como animales sociales— los llamados crímenes sin víctima son siempre crímenes de lesa majestad, considerando tal cualquier rechazo de un poder absoluto al nivel de la opinión. Pero las páginas que siguen tratarán de mostrar que ni uno solo de los tipos delictivos hoy clasificables como de agresión metafórica o daño hipotético —desde la astrología al separatismo, y desde la homosexualidad al librepensamiento— ha dejado de herir a alguna majestas respaldada y explotada por funcionarios celosos de su excelsitud.
Lo propiamente nuevo es que ahora estos viejísimos y pluriformes crímenes de lesa majestad empiezan a aparecer pura y simplemente corno crímenes de lesa humanidad, disfrazados de lo contrario, que en definitiva no defienden sino un desprecio por la libertad y la dignidad humana.
Con todo, si a esa categoría de delitos no la conociésemos por sí misma, como rechazo de algún poder absoluto ofendido por el pluralismo o la diferencia, la conoceríamos por sus características de procedimiento, pues no sólo en lo que defiende sino en cómo debe defenderlo se revelan puntuales analogías de estructura, a pesar de que las acusaciones recaigan sobre los más dispares fenómenos. Además de borrar habitualmente la distinción entre hecho consumado y posibilidad, autoría y encubrimiento, la lesa majestad se vindica siempre con recompensas a delatores anónimos (sorteando así el problema de la prueba testifical) y convocando cruzadas para hacer frente a una peste en sentido estricto (sorteando así el problema de la prueba documental). Sin la delación pagada, el secreto y el recurso a la pasión linchadora que todavía duerme en el corazón de los hombres no se progresa en ese campo, y a los efectos de mostrarlo me pareció oportuno incorporar más adelante notas con pormenores sobre la persecución religiosa en el bajo Imperio romano, la caza de brujas en los comienzos de la Edad Moderna, y la cura de toxicómanos desde el Tratado de Shanghai (1906) hasta la Gran Depresión (1929). Quien quiera documentarse un poco comprobará sobre las fuentes que los argumentos de Diocleciano para perseguir a fieles de Cristo, los del Papado para perseguir las artes mágicas y los de la farmacracia para proscribir la automedicación apenas difieren en un par de expresiones.
En contraposición con ello, los delitos que he llamado de lesa humanidad —perseguidos por la brigada que en todas partes se llama de «lo criminal»— no admiten desde luego parejos fundamentos, ni parejos métodos. Al contrario, de quien quisiera usar los sistemas empleados por el inquisidor y el comisario político para reprimir el robo, el chantaje o el homicidio pensaríamos que se había vuelto loco de remate, que intentaba fomentarlos o que se lucraba con su comisión.
Queda de ese modo sugerido, a título preliminar, que la lesa majestad puede verse desde su qué y desde su cómo. Si alguien se interesara por su origen habría de remontarse quizá a la revolución urbana del Neolítico, cuando ciertos grupos de cazadores-recolectores pasaron a ser poderosos termiteros, con un rey-dios y su séquito que en exigencias de abnegaciones para todos los demás individuos eran por completo equivalentes al desmesurado abdomen de la hormiga reina, vomitando sin parar huevos cuya crianza exige una movilización frenética de todos los individuos. La servidumbre y la realeza sagrada son sin duda instituciones coetáneas e indisociables.
Pero merced a una laboriosa historia de cambios y restauraciones, dentro de esos hormigueros llegó a florecer como esperanza la ciudadanía, algo equidistante entre el llamado salvaje y el vasallo o esclavo, que no acaba ni de erradicar ni de admitir las exigencias de cualquier majestas. En nuestros días, los teóricos del crimen sin víctima afirman que si esos tipos delictivos no son identificados uno a uno y expulsados del derecho se ahondará el desprecio ante la ley, y ese alto coste ni siquiera servirá para permitir un lento funeral de las viejas majestates, porque su espacio será usufructuado de inmediato por otras nuevas, aquellas que convirtieron la realeza sagrada en sagrada razón de Estado, la infalibilidad papal en infalibilidad de la medicina, los privilegios del noble por sangre en bulas para determinadas corporaciones, etc. En otras palabras, si los crímenes de lesa majestad tienen hoy algo de anacronismo no por ello tienden menos a mantenerse e incluso crecer. Lo único que se ha modificado en ellos es el nombre.
Por otra parte, la simple reflexión desapasionada sobre este tema tropieza con obstáculos psicológicos de notable envergadura. El apoyo o rechazo a la idea misma de majestad —sagrada o laica— ha llegado a interiorizarse en dos tipos básicos de carácter, que ya desde la antigüedad clásica ejemplificaron con nitidez los atenienses y los romanos. El principal título de orgullo para los griegos era la parresia o libertad de expresión, dentro del derecho del ciudadano a un autogobierno limitado sólo por el autogobierno de los demás, y debido a ello preferían «la pobreza en la democracia a la prosperidad en los regímenes de fuerza» (Demócrito, fr. 251). El romano, por el contrario, valoró siempre más el mando sobre otros que el control sobre sí mismo, y no dudó en aceptar la más absoluta sumisión ante el Estado si se le concedía a él un poder comparable sobre su familia y clientela; por eso en latín parresia sólo puede traducirse con términos directamente peyorativos: la libertad de expresión no es el orgullo del ciudadano sino la prerrogativa de sujetos investidos con auctoritas, y quien piense otra cosa incurre en rebeldía (contumacia), abuso (licentia) o intervención a destiempo (petulantia).
Queda, pues, a cargo del lector determinar si lo expuesto en esta colección de textos expresa cordura, o más bien sólo contumacia, licencia y petulancia. Pero si el lector es de los que se sienten realmente preocupados por la rehabilitación de vastas colonias penales contemporáneas, no puedo resistirme a recordar que un destierro de los crímenes sin víctima acabaría al menos con tres cuartas partes de los reclusos, multiplicando grandiosamente los medios para custodiar y reeducar a la minoría restante.
Salvo una excepción —el ensayo Magia y derecho— todos los textos incluidos en este volumen han aparecido previamente en periódicos o revistas científicas. Son por eso unidades autónomas, aunque fueron escritos con cierta pretensión de organicidad. Su sucesión, y la distribución en secciones, se explican mediante una brevísima sinopsis de sus cuatro partes.
I. Donde se tratan brevemente casos concretos de crímenes con hipotéticas víctimas, y casos de no crímenes con bastantes víctimas. Los primeros conciernen a los agredidos por blasfemia, demencia e indecencia, en breves análisis sobre la autoridad de la fe (Libertad de conciencia), la autoridad de la medicina (Medicina y disuasión), la autoridad policial (Ishtar y la señorita Butler y Las reglas del juego) y la autoridad del resentimiento (Culturas funerarias). Los segundos examinan ciertas bondades contemporáneas, en breves análisis sobre la inevitable propaganda (Telarañas en la novedad), la energía imprescindible (Una grieta en las cajas de Pandora) y el sano deporte (El precio de la gloria).
II. Donde se trata la evolución del crimen de apostasía en la ley romana (Derecho y moral) y en la ley canónica (Magia y derecho), atendiendo a sus aspectos sustantivos y procesales.
III. Donde se examina la Cruzada contra la Droga, en sus lecciones antiguas (Dionisos y la orgía), en sus orígenes recientes (La creación del problema: 1909-1929), en sus manifestaciones contemporáneas (El experimento mental y La era del sucedáneo) y en su previsible curso futuro (Farmacracia y automedicación), junto con una entrevista (La delirante historia del delirante asunto).
IV. Donde se abordan generalidades, para redondear el acuerdo o desacuerdo, a nivel conceptual (La esperanza en la razón), político (Nación y república), y vital (Adiós a todo y Saber y recuerdo).
Uno se pregunta cómo será la obra llamada Teledeum, que una compañía de teatro estaba representando en Valencia hasta hace algunos días. Del particular sólo llega la densa noticia de que ha sido procesada penalmente, por delitos de blasfemia y «contra la libertad de conciencia». La querella se basa, al parecer, en sostenidas burlas y agravios allí vertidos contra los dogmas y ritos de una confesión religiosa.
Aunque haya excepciones, burlarse y agraviar rara vez lleva lejos; es fácil caer en el panfleto de mal gusto, chapotear en el resentimiento o buscarle peras al olmo simplemente. Como no he visto la obra de Els Joglars, todo ese aspecto del asunto queda fuera de juego. Es el hecho en sí de que una representación teatral sea perseguida criminalmente lo que mueve a serias reflexiones. Thomas Jefferson era ya anciano cuando fue informado de ciertos planes para la condena de un libro, por ofensas a la religión; tomó entonces la pluma y escribió a la autoridad administrativa en funciones una carta memorable, «Constituye un insulto a nuestros ciudadanos —decía allí— poner en duda si son o no seres racionales; y ofende a la religión suponerla incapaz de atravesar la prueba de la verdad y la razón.» En el último párrafo vaticinaba un gran éxito al libro si acabara siendo prohibido: «Todos los hombres de este país considerarán un deber comprárselo, para reivindicar su derecho a adquirir y leer lo que les plazca.»
De la misma mano había surgido veinte años antes, en 1799 el primer proyecto de ley sobre libertad de opinión —libertad incondicionada— presentado ante una asamblea política occidental. El Bill de Virginia empezaba considerando que el Hacedor quiso libre la mente, pues la creó irreprimible por medios físicos, y que cualquier intento de influir en ella usando intimidación «engendra hábitos de hipocresía y perversidad, falsas religiones».
Impreso en edición bilingüe nada menos que en el París de 1786, este Bill será desarrollado por los radicales franceses como Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano. De hecho, nuestra Constitución acoge su espíritu al reconocer y proteger el derecho a «difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro modo de reproducción» (artículo 20).
Sin embargo, no quisiera pasar por alto un modo muy distinto de entender las cosas. El emperador Shih Huang Ti fue un hombre con ideas grandiosamente simples. Levantó la Gran Muralla para defender del enemigo externo, y quemó la escritura para defender del enemigo interno. Por mandato suyo fueron destruidos los anales de gobiernos previos y, en general, cualesquiera textos, excepto unos pocos de herboristería y adivinación. Su expresa meta era «dar al pueblo paz y orden», ideal que repetirán los autócratas posteriores con rara unanimidad. A primera vista podría parecer barbárico ejecutar y desterrar a ilustrados, o castigar la posesión de libros prohibidos con una marca grabada a fuego y trabajos forzados. Mirándolo más despacio, en términos comparativos, este estadista dio muestras de clemencia y hasta magnanimidad; se abre camino la impresión de que apenas hubo cinco centenares de ejecutados, mientras la mayoría de los scholars sólo sufrió destierro.
Como extremos de un solo torniquete, hecho para estrangular las esperanzas del hombre renacentista, los católicos y protestantes europeos fueron bastante más lejos que Shih Huang Ti. En 1529, por ejemplo, es otro emperador, Carlos V, quien decreta que la lectura, la compra o la posesión de libros prohibidos constituye delito, y que su castigo será la decapitación para los hombres y el enterramiento en vida para las mujeres, salvo que se trate de casos más graves (posesión de libros no para el autoconsumo, sino para el tráfico), donde el castigo será la hoguera; William Tynsdale, entre otros, traductor al inglés del Nuevo Testamento y del Pentateuco, probará la seriedad de esta ley a los siete años de su promulgación, cuando sea quemado en un castillo cercano a Bruselas. El específico «Índice» español de Valdés (1559) contempla la misma pena para quien posea «literatura sagrada en lengua vulgar». Desde luego, a los reformistas siempre les pareció una abominación cualquier índice, pero cometeríamos una magna injusticia excluyéndolos del delirio. En 1623, la fugaz república puritana inglesa ordena demoler toda clase de teatros, y prohíbe las frívolas representaciones; por entonces, sus correligionarios americanos persiguen brujas lascivas y venden irlandeses en el mercado de esclavos de Virginia: aunque tengan la piel blanca, su alma es tan negra como la de los demás papistas.
Esto no es todo. Recordemos que el proceso inquisitorial —católico y protestante— se basa en la presunción de culpa para quien llegue a ser encartado, y que Inocencio IV autorizó expresamente (desde 1252) el uso de torturas para obtener la confesión del reo. Los excelentes trabajos de Caro Baroja sobre este tipo de causas nos aclaran que podían servir como testigos niños pequeños, débiles mentales, dementes furiosos y enemigos declarados del reo. La presunción de culpabilidad —y los modos de «atestiguarla»— hacían muy raro que el acusado alegara inocencia, y, cuando así era, la actitud inducía una acusación suplementaria por réprobo recalcitrante, con infalible condena al tormento. En jueces célebres, como Bodino y De Lancre, está atestiguada la costumbre de prometer a cambio de una confesión penas inferiores a la capital, y luego —para no transgredir la palabra dada— delegar en algún colega no comprometido la prosecución de la causa, y la reparadora sentencia a muerte.
Comentando el (por contrapartida) muy benigno proceso de brujería a un adolescente zuñi, ya Lévi-Strauss vio perfectamente que este tipo de acusaciones tiende siempre a promover un consenso simbólico entre los miembros de cierto grupo, nunca a analizar con mínima objetividad cómo, por qué y hasta qué punto un determinado individuo ha hecho o no algo. El acusado está allí como pieza de un ritual conducente a que otros puedan sentirse unidos y reafirmados en una idea particular de la realidad. «De amenaza a la seguridad física del grupo —dice la Antropología Estructural— pasa a ser el garante de su coherencia mental»; en otras palabras, «gracias al culpable, la hechicería deja de ser un conjunto difuso de sentimientos y representaciones mal formulados, para encarnarse en ser de experiencia».
Los nombres cambian. Ahora la Sagrada Congregación de la Inquisición Romana se llama Congregación para la Doctrina de la Fe. El Index Librorum Prohibitorum —catálogo ingente iniciado hacia el siglo V— dejó de publicarse hace muy poco, en 1966, a propuesta del cardenal Ottaviani, cabeza de la mencionada congregación, Títulos otrora muy honoríficos, como Gran Inquisidor o Martillo de Herejes, ya no lo son tanto. Los descendientes nominales de quienes prendieron fuego a la Biblioteca de Alejandría y desmembraron en la calle a su directora, la geómetra Hipatia, prefieren tolerar a personas de otra opinión —antes heterodoxos incinerables— y poder reclamar así respeto para las propias creencias. Se diría que, frente a un pasado de fanática intolerancia, los sectores progresistas de las grandes sectas prefieren correr un piadoso velo, e incluso reconocer los errores de una política ya superada.
Y bien, con los brazos abiertos debería recibir quien no pertenece a sectas a los que, perteneciendo a ellas, cifran en un respeto al discernimiento individual el verdadero humanismo.
Sin embargo, algunos entienden el respeto a sus creencias en el sentido de que no puedan ser puestas en tela de juicio, escarnecidas y denostadas como todas las demás, y como ellos mismos —con todo derecho— denostan, escarnecen o ponen en tela de juicio ideas o creencias ajenas. Convendría recordar a estas personas que el atropello a una creencia no consiste en discutirla, sino en la salvaje práctica de perseguir a quienes la profesan. No logro evitar una sonrisa al imaginar lo que sentiría el querellante contra Teledeum si las cofradías organizadoras de procesiones en Semana Santa fuesen procesadas por idolatría, embriaguez de la comparsa o atentado contra la sana razón; y aprovecho para aclarar que —a mi juicio— tales medidas serían odiosa tiranía. Por eso mismo, quienes sientan herida su autonomía espiritual por lo que piensen o digan otros no deberían apresurarse a denunciar agresiones. Cuando a un ortodoxo, por el mero hecho de serlo, se le trate como han sido tratados los distintos heterodoxos durante más de un milenio, entonces y sólo entonces será el momento de apelar a la «libertad de conciencia».
Lo inquietante es que un hombre sólo concede libertad de conciencia a otro cuando se la concede a sí mismo. Sabe a amarga parábola el que quienes ahora solicitan cortesía y buenas maneras para su fe fantasean en sus ratos libres una España imperial con Torquemada al frente de la brigada de costumbres, exterminando judíos y moriscos, hechiceros, ilustrados y hugonotes. ¿No será que estos querellantes son mucho, mucho menos numerosos que antes? Así lo creo, y no se me ocurre un mejor augurio de progreso.
Un polémico diálogo entre médicos y filósofos —por una parte el doctor Vallejo Ruiloba, presidente de la Sociedad Catalana de Psiquiatría, y por otra Fernando Savater— plantea cuestiones de interés general sobre el tratamiento de trastornos mentales, y en especial sobre el delicado asunto de las intervenciones psiquiátricas involuntarias. No oculto mis preferencias por las razones del filósofo, pero querría incorporar al prometedor diálogo algunos datos y perspectivas, quizá no del todo redundantes.
El reconocido marco de esta polémica son las ideas del médico y pensador Thomas Szasz, autor de un incendiario ataque por la retaguardia a su profesión. Tras algunas décadas de ejercicio como prominente psiquiatra, Szasz pasó a defender una psicoterapia que denomina «humanista», explicada en una serie de libros con llamativos títulos: El mito de la enfermedad mental (1961); Ley, libertad y psiquiatría (1963); Justicia psiquiátrica (1965); Psicoterapia autónoma (1967); Ideología e insania, o la deshumanización psiquiátrica del hombre (1970); La fábrica de la demencia: estudio comparado de la Inquisición y el movimiento de Salud Mental (1970); La era de la demencia: una historia de la hospitalización mental involuntaria presentada en textos selectos (1973); Química ceremonial (1975); Herejías (1976) y La teología de la medicina (1977).
Para Szasz cualquier intervención psiquiátrica involuntaria justifica la coacción como «tratamiento», y nadie debería ser privado de su libertad salvo cuando atente contra la persona o los bienes de otro. La reclusión por locura o peligrosidad social resulta «incompatible con los principios éticos de una sociedad libre». El doctor Vallejo Ruiloba no está de acuerdo, aunque su tono mesurado indica una disposición a considerar el asunto con la imparcial atención del pensamiento. Mantiene que «no es un atentado a la libertad el hecho de tratar la enfermedad mental incluso contra la voluntad de la persona que padece el trastorno», y que los tratamientos forzosos no tienen vínculo alguno con la herencia de una Inquisición que —como él mismo recuerda— «hasta el siglo XIX quemó en la hoguera o hacinó en cárceles o asilos a los enfermos mentales junto con el resto de los marginados».
Entiendo que antes de decidir entre posturas tan antagónicas convendría precisar en qué consiste el arsenal terapéutico utilizable voluntaria o involuntariamente.
La psiquiatría institucional se distingue del psicoanálisis y escuelas afines por no pretender tanto una comunicación con el enfermo como la transformación de un paciente que sufre. La cooperación de éste no es, en consecuencia, el factor decisivo y único del tratamiento, sino que el psiquiatra —con la posibilidad de usar también, si le parece oportuno, una psicoterapia de apoyo— aplica o puede aplicar una «somatoterapia», basada en métodos fisiológicos. Estos métodos son fundamentalmente ciertos fármacos, terapia electroconvulsiva, inoculación de enfermedades, shock insulínico, terapia aversiva y neurocirugía.
El electroshock comenzó usándose para provocar violentas convulsiones, que —al parecer— producen resultados muy satisfactorios en casos de depresión, delirio, estupor y esquizofrenia. El tratamiento consiste en hacer pasar por el cerebro una corriente, que no se recomienda superior a medio amperio, a una tensión que no se recomienda superior a los 150 voltios. Últimamente la descarga suele hacerse sobre un solo lado del cerebro (al observarse así una reducción en efectos posteriores como pérdida de memoria, confusión, sensaciones de dislocamiento en el tiempo y la conciencia, etc.). Para reducir las aparatosas convulsiones y el terror del paciente ya acostumbrado a esta terapia, los shocks se administran a veces cuando está sometido a una combinación de narcótico y relajante. La electronarcosis es una variante con corriente débil, usada sobre todo en el Reino Unido y la Unión Soviética.
La inoculación de una enfermedad —en especial, la llamada malarioterapia— fue un tratamiento usado hace algunas décadas para pacientes con sífilis cerebral, aunque hoy se empleen antibióticos. A la fiebre muy alta inducida por la malaria se atribuyeron virtudes terapéuticas.
El tratamiento insulínico consiste en provocar con inyecciones de esta substancia un progresivo descenso de azúcar en la sangre hasta llegar al coma hipoglucémico. En tiempos recientes se emplea con preferencia el método insulínico suave (que evita llegar al coma profundo) para un amplio campo de trastornos, y en particular para casos de resistencia a tratamiento.
La neurocirugía nació en 1891 con el psiquiatra suizo Burkhardt, que comenzó a extirpar partes del córtex a pacientes con la finalidad de hacerlos más dóciles. Gracias a Egas Moniz —Nobel de Medicina en 1949— se perfeccionó el método de la lobotomía, basado en cortar las fibras nerviosas que conectan el córtex y el tálamo, aislando así los lóbulos frontales del resto del cerebro. Este tipo de tratamiento ha producido éxitos espectaculares en la tranquilización de pacientes, modificando profundamente su personalidad.
La terapia aversiva se basa en la producción de reflejos condicionados que obtengan una modificación de conducta. Así, la tendencia del travestido puede tratarse con descargas eléctricas en ciertas zonas, el alcoholismo provocando náuseas en el paciente al probar licor, etcétera. La terapia aversiva puede verificarse con apoyo eléctrico y químico, o simplemente con los recursos que brinda el internamiento. Como los reflejos implantados se borran pronto, el tratamiento requiere a veces ser renovado con asiduidad.
Excluidos por razones teológico-jurídicas los opiáceos naturales, el orgullo de la psiquiatría moderna son los llamados neurolépticos (etimológicamente «sujeta-nervios») o tranquilizantes mayores, cuyo uso desde mediados de los años cincuenta ha producido un notable descenso en el índice de ingresos en manicomios. La clorpromacina (largactil) y sus afines (meleril, etc.) permiten un tratamiento a distancia de trastornos mentales, pues quien los toma queda como sujeto por una invisible camisa de fuerza, estado de petrificación emocional que H. Laborit —el primero en experimentar con ellos (1952)— llamó «lobotomía farmacológica».
Aunque hoy se vendan libremente en todas las farmacias, antes de tomarlos podría interesar a sus usuarios saber que conllevan trastornos muy profundos y duraderos en la capacidad amorosa; el sidéreo individuo que producen se halla siempre al borde de la total frigidez, y un investigador como J. P. Schnetzler veía «motivos para temer que esa anulación del deseo puede resultar irreversible». El mismo añade que «todos estos medicamentos aumentan el apetito; parece como si la libido remontara desde posiciones genitales hasta la oralidad».3
El problema adicional de tranquilizantes como la clorpromacina es que producen obstrucción hepática, agranulocitosis (destrucción de células de la sangre), alergias cutáneas, reacciones neuromusculares semejantes al parkinsonismo y una obesidad característica, entre otros inconvenientes. Según Szasz, en Estados Unidos mueren al año, debido a sobredosis accidental con este tipo de fármacos —en hospitales públicos—, más personas que debido a sobredosis de todos los fármacos ilícitos juntos. Por otra parte, tanto los tranquilizantes mayores como los menores son drogas adictivas, que tomadas en cantidades altas durante un período lo bastante prolongado provocarán intensos síndromes abstinenciales. En el caso de la clorpromacina, la adicción pierde relieve, dado el malestar más o menos vago que caracteriza su efecto. Los químicamente lobotomizados aparecen flemáticos y robóticos, pero no les abandona un sentimiento básico de tristeza; eso explica el llamado «síndrome eufórico», a los dos o tres días de cesar el tratamiento, cuando el cuerpo logra liberarse de la intoxicación.
Es a la luz de estos métodos, someramente descritos, como procede considerar la legitimación de intervenciones psiquiátricas involuntarias.
Una sola cosa tienen absolutamente en común los tratamientos descritos, y es constituir expedientes prácticos, cuya eficacia no deriva de conocer en detalle el mecanismo por virtud del cual son eficaces. El pastor zamorano que se aplica moho en una herida no se distingue de Fleming por aquello que usa contra las infecciones, sino porque Fleming investigó más el mecanismo en cuya virtud eso funciona.
Tratándose de los remedios psiquiátricos, el funcionar se refiere evidentemente a una remisión de ciertos síntomas, antes que de sus causas; aunque se haya pretendido (raras veces) que la esquizofrenia o la melancolía desaparecen de modo duradero con tranquilizantes, convulsiones, náuseas, comas y lobotomías, parece que cualquier mejora nace más bien de un factor clasificable como disuasión. Es esta eficacia disuasoria lo que, muy comprensiblemente, circunscribe a un estamento especializado su utilización, pues cualquiera de estas terapias podría calificarse de tortura o envenenamiento —y ser perseguida penalmente como tal ante cualesquiera tribunales de la tierra— si no la administra un psiquiatra convenientemente diplomado, en ejercicio de sus deberes terapéuticos. De hecho, casi todas han sido usurpadas alguna vez por los servicios policiales y parapoliciales, considerándose en tales casos graves atentados a la dignidad humana.
El paciente inquisitorial era siempre una pobre alma poseída por el Maligno, y liberada de él mediante exorcismos o fuego. El gran proceso del paciente psiquiátrico es que no constituye un endemoniado para su terapeuta, sino un ser humano como él, merecedor del mismo respeto que él. Sucede, sin embargo, que la libertad humana es libertad de conciencia, y esto apunta a que sólo el propio enfermo mental puede incluirse bajo la etiqueta; conferir a cualesquiera otros esa declaración le expone a grandes abusos. Muy reveladoramente, la disciplina de la salud pública se llamó en su origen Medizinalpolizei, a mediados del siglo XVIII, con la finalidad expresa de «asegurar mayor poder y riqueza al monarca y al Estado», como cuenta G. Rosen en su Historia de la salud mental.
Si un individuo es llevado a la sensación de la muerte por descargas eléctricas o coma farmacológico, y devuelto a ese umbral varias veces a la semana, quizá todos los días o varias veces al día, semejante cosa —o simplemente privarle de libertad de movimiento— sólo parece éticamente sostenible cuando él confía en curarse con el encarcelamiento y sufriendo trances agónicos.
No debería olvidársenos que ser loco constituye un hecho inmemorialmente respetado en todas las culturas y, por tanto, un derecho civil. Si el loco infringe las leyes será recluido, lo cual debe ser bastante. Sólo desde mediados del siglo XII hasta finales del siglo XVIII —coincidiendo con un específico imperialismo teológico—— ha parecido satánica la locura; quienes así pensaban tenían también por satánico el librepensamiento, la fornicación y el uso de ungüentos mágicos. Por otra parte, en muchos casos el arsenal psiquiátrico forzoso no se emplea sólo en los dementes clásicos, sino para situaciones como el suicida, el homosexual, la ninfómana, el indigente incómodo, el intelectual desviado, la cleptómana, el pródigo cuando arriesga una fortuna capaz de sufragar abogados y casos análogos, donde razones económicas o políticas sostienen la rehabilitación. Hace pocas semanas, todos pudimos presenciar en las pantallas de televisión un instructivo episodio de Jacques Cousteau en el Amazonas, donde un psiquiatra peruano usaba neurocirugía con un muchacho de dieciséis años para librarle de su hábito cocaínico; el psicoterapeuta contaba a la cámara que hacía unas treinta intervenciones semejantes al mes, y al menos la mitad de los muchachos lobotomizados superaban su vicio duraderamente.
Desde ninguna perspectiva cae el enfermo psiquiátrico dentro de un grupo claro y tajante de síntomas, como quien padece del riñón o sufre otitis. Si los psiquiatras pretenden retener nuestra confianza, parece necesario que se cumplan dos condiciones.
La primera es que haya un tratamiento específico para cada trastorno específico, lo cual significa, por ejemplo, que si a la psiquiatría institucional se le encomienda el tratamiento de prostitutas y travestidos, debe tener para cada una de estas «enfermedades» curas tan precisas como para la úlcera péptica y la pulmonía, o —en caso contrario— declararlo sin ambages.
La segunda condición es que estas terapias específicas —allí donde las haya—, y en todo caso las inespecíficas, se apliquen siempre a petición del paciente, sin ceremonias de estirpe mágica ni coerción irresistible. No basta sustituir la sotana por la bata blanca, el hisopo por el estetoscopio, para consumar la transición de una teocracia intolerante a una sociedad democrática.
Sólo si cumple las condiciones recién mencionadas parece posible que la psiquiatría se independice del complejo que sostuvo al movimiento inquisitorial. Hará entonces frente con la razón y el libre examen —únicos instrumentos para la ciencia— al problema desde luego gravísimo de los incapaces, los desdichados y los insufribles.
Para el doctor Vallejo Ruiloba «la psiquiatría debe intentar que la gente viva, aunque no lo desee, cuando la elección proceda de un estado psíquico anómalo». Unas líneas más adelante aclara que «actualmente, una depresión bien tratada se soluciona en un período breve». Me complace en extremo que así sea, y tengo curiosidad por saber qué método se emplea a tal fin; pero lo que realmente me preocupa ahora es el tipo de conexión semántica que se establece entre deseos suicidas y anomalía psíquica. Tras «solucionar» la depresión con terapia electroconvulsiva o con drogas, pongamos por caso, si el paciente, semanas o meses después, vuelve a decidir que no le merece la pena vivir, ¿es esto signo de que ha recaído en anomalía psíquica y necesita nuevo tratamiento involuntario?
La historia muestra muchas veces que el desarrollo de un saber se ha visto abocado a un conflicto con la intolerancia y el prejuicio. Sin ir más lejos, ése ha sido el caso de la filosofía en varias épocas, el de la disección durante el medievo, el de la astronomía durante el Renacimiento o el de la biología evolucionista a lo largo del siglo XIX. No deja de ser llamativo que los psiquiatras hayan logrado adaptarse sin el menor problema a toda clase de sociedad. En Estados Unidos, sus ethical standards exigen de ellos «una atenta consideración a las expectativas morales de cada comunidad, empleando modestia y precaución en declaraciones públicas». Esto explica que florezcan con la misma pujanza en Rusia y en Brunei, en Suiza y Paraguay.
En todas partes el psiquiatra es el médico oficial de la mente, a quien se confiere un monopolio de fármacos y tratamientos, un diploma público y una elevada consideración social. Se trata de saber si por añadidura es razonable que él pida o —peor aún— que el Estado quiera conferirle un derecho a la intervención somatoterápica sin consentimiento.
Inmersa en el aparato del poder, la psiquiatría institucional tiene hoy afinidades con el tema de la pieza sobrecargada en ajedrez, que debe cumplir demasiadas funciones al tiempo. Es una profesión dividida en antagónicos criterios; uno nace del respeto y la atención hacia quienes sufren, combinado con un propósito de conocer la naturaleza humana; otro brota del deseo de cortar cualquier desviación. Uno surge de la tolerancia, y el otro de aquel hecho ofrecido por Procusto a sus huéspedes, cuyas rígidas medidas imponían cortar o alargar por medios mecánicos al durmiente.
El primero halla su más pura expresión en el gesto de Philippe Pinel, cuando en 1792 ordenó quitar los grilletes a cuarenta y nueve internos en el manicomio de Bicétre, El segundo aparece ejemplarmente en el primer tratado de psiquiatría —las Investigaciones sobre las enfermedades de la mente (1812)—, donde Benjamín Rush, su autor, propone que los anormales y viciosos pasen conjuntamente a ser tratados como enfermos psiquiátricos. «En lo sucesivo —dijo— será asunto del médico salvar a la humanidad del vicio, como hasta ahora lo fue del sacerdote. Concibamos a los seres humanos como pacientes en un hospital. Cuanto más se resistan a nuestros esfuerzos por servirlos, más necesitarán de nuestros servicios.»
Creo que el dilema es una vez más respaldar o no el paternalismo, venga de donde venga. Las democracias contemporáneas nacieron cuando se consumó una separación entre la Iglesia y el Estado, Pero sus principios —ese espléndido monumento de libertad y dignidad— sólo sobrevivirán si se consuma el divorcio de la Medicina y el Estado. Vemos sin dificultad los abusos a que ha llegado ese concubinato en la Alemania nazi y en los países de filiación estaliniana. Lo que nos pregunta un psiquiatra como Szasz es cuándo nos atreveremos a constatar que lo mismo ocurre —ahora mismo— en las llamadas sociedades libres, y tiende a crecer.
Una arcaica costumbre babilonia, con multitud de ecos en la cuenca mediterránea, exigía que al menos una vez toda mujer acudiera a sentarse en las escalinatas del templo de Ishtar y aceptara al primero que pusiese una moneda de plata en su regazo. Ese día la mujer se convertía en «hieródula» o ramera sagrada. Hace unos cuarenta siglos las hieródulas permanentes —sacerdotisas de Ishtar— eran un estamento de altos funcionarios públicos, y el derecho las protegía del escándalo con los mismos preceptos que amparaban la reputación de las patricias casadas. En aquella sociedad algunos muchachos aprendían de los escribas esos signos como grabados al azar por las patas de muchos pájaros que son para el lego los grafismos cuneiformes; pero no se hacían hombres así, ni casándose o aprendiendo a usar las armas. Los hacía hombres —conocedores del bien y del mal— la cohabitación con una hieródula durante algún tiempo.
Por otra parte, ese dulce examen de selectividad se vio contestado muy pronto. La Epopeya de Gilgamesh cuenta la historia de un gran. rey que no quiso morir y vivió sus últimos años amedrentado ante la «futura casa de polvo»; en los años de plenitud había seducido impetuosamente a doncellas y desposadas, y cuando la propia Ishtar se le aproximó con zalamerías tuvo la insolencia de responder:
—Amaste al semental que se enardece en la batalla, pero le sometiste a brida, espuela y látigo, le hiciste galopar catorce horas diarias y le diste de beber agua lodosa. ¿Cuál de tus pastores te ha gustado siempre?
Convocada por Ishtar, la asamblea de los dioses acordó que el arrogante fuese castigado con hipocondría crónica y la muerte de su mejor amigo. Este hombre —un ingenuo salvaje convertido en humano por obra de una hieródula— profirió en su agonía una maldición que desde entonces no ha dejado de perseguir a las siervas de Ishtar: