Reflejo y sombra - Virginia Vic Mirón - E-Book

Reflejo y sombra E-Book

Virginia Vic Mirón

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Beschreibung

Violeta aparece de pronto en un lugar desconocido y entre rostros extraños, con una herida que no puede explicar. ¿Cómo ha llegado hasta allí? ¿Qué ha pasado con todos los que conocía? ¿Por qué su pueblo no aparece en ningún mapa? ¿Cómo es que tiene unos poderes que escapan a la lógica? ¿Cuál es la naturaleza de esas pesadillas que parecen ser más que sueños? Rodeada de sus nuevos amigos, la joven irá descubriendo poco a poco quién es ella, y aprenderá a afrontar sus sentimientos y a cuestionar un mundo que nunca fue como le contaron. Reflejo y sombra es la ópera prima de una prometedora autora. Los personajes verosímiles, las escenas impactantes y una tensión narrativa muy bien sostenida son las claves de este relato de fantasía intimista y reflexivo que incorpora también temática actual y cotidiana, como la búsqueda de la propia identidad o la visibilización de los problemas de salud mental y del colectivo LGTBQIA+.

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Primera edición digital: diciembre 2022 Campaña de crowdfunding: equipo de Libros.com Composición de cubierta: Mariona Sánchez Maquetación: Álvaro López Primera corrección: María Luisa Toribio Revisión: Lucía Triviño Guerrero

Versión digital realizada por Libros.com

© 2022 Virginia Vic Mirón © 2022 Libros.com

[email protected]

ISBN digital: 978-84-19435-05-7

Virginia Vic Mirón

Reflejo y sombra

A mi abuela Andrea. Gracias por la luz que desprendes, yaya.

Para mi abuelo Pepe y mi querida nai Yeannette.

El cielo ha ganado dos bellos ángeles, jamás olvidaré el calor de vuestras sonrisas.

«Con el viento fuerte se reconoce la resistencia de la hierba».

Proverbio chino

Índice

 

Cubierta

Créditos

Portada

Dedicatoria

Cita

Prólogo

Reflejo y sombra

Agradecimientos

Mecenas

Contraportada

Prólogo

 

El viento silba con fuerza, es tan intensa su frialdad que cala todos y cada uno de mis huesos. Las baldosas a mis pies, desgastadas por el inevitable paso del tiempo, se camuflan en la infinita oscuridad de esta noche carente de estrellas. La niebla no podía faltar en este ambiente gélido: cubre la villa por completo, apenas me permite distinguir las bifurcaciones y recovecos de las calles.

Mi única guía en este laberinto de asfalto húmedo y escarchado es el persistente sonido de la campana, su tañido estridente me va marcando el camino igual que un faro lejano. Cada campaneo me causa escalofríos, porque… es tan parecido a un grito humano, a los lamentos de un alma en pena… Me detengo un momento para insuflar aire a mis temblorosas manos.

«No mires atrás. Sigue recto, sigue recto…», murmuro, volviendo a caminar, esta vez a un paso más acelerado.

Antaño este pueblo era conocido por ser un espectáculo de luz y color que te cegaba con una infinidad de aromas dulces y afrutados. La vida rebosaba por cada una de sus esquinas: los niños correteaban por estas mismas callejuelas, jugando y riendo entre ellos; los ancianos paseaban y charlaban en grupos reducidos, alimentando a alguna paloma o ardilla viajera que se acercaba a los bancos a curiosear; las flores invadían las casas y jardines de todos sus habitantes.

Recuerdo esos días con nostalgia. Lejanos en mi memoria, porque… «Ya nada queda de mi pueblo natal». El frío y la oscuridad arrasaron con todo, llevándose consigo todo atisbo de color, de olor… «de vida». Al principio creí que el proceso fue súbito, igual que un golpe certero, después comprendí que el color llevaba años diluyéndose, volviéndose poco a poco tan gris como la neblina en la que se han sumergido las casas y la vegetación. Fui tan estúpida por no interpretar las señales, por no entender que todo empezó a torcerse cuando…

Crack.

Un crujido interrumpe mi monólogo interno.

Me ajusto rápidamente la capucha, protegiéndome la cara de esta maldita ventisca, y alzo la cabeza. Observo los alrededores una y otra vez, intento afinar mis cinco sentidos de una manera que roza la obsesión.

Perdí la pista de mis perseguidores poco después de entrar en estas ruinas, pero es mejor no pecar de confiada. Ellos también van tras la campana. No descarto que estén ocultos entre las sombras, acechando como los depredadores que son, por eso cualquier sonido o movimiento, por imperceptible que sea, me perturba. Estoy en un estado de alerta constante: los músculos en tensión, la respiración acelerada y los jodidos nervios a flor de piel. ¿Qué esconderán los arbustos y las copas de los árboles? ¿Es el frío viento lo que sacude sus ramas marchitas… o hay algo más?

Extiendo las manos frente a la niebla, casi puedo rozar sus frías gotas con los dedos. Cojo aire por la nariz. Uno. Uno, dos. Uno, dos, tres. Uno, dos, tres, cuatro. Cuento los segundos en los que retengo el oxígeno antes de expulsarlo despacio por la boca. Tengo que concentrarme primero en regular mi respiración porque no puedo quedarme sin aliento a mitad de camino.

Así es como avanzo: echo a correr, me detengo cuando empiezo a hiperventilar, ando, corro, cojo aire. Y vuelta a empezar.

Si me preguntasen cuánto tiempo llevo vagando sin rumbo por la oscuridad de estas calles, repitiendo en bucle el proceso de andar-correr-respirar, no sabría dar una respuesta certera. ¿Minutos? ¿Horas? ¿Días? ¿Semanas? Vete tú a saber. El reloj digital de mi teléfono móvil no puede marcar la hora en este lugar. La percepción temporal se alteró desde que crucé esa puerta, y si no quiero perder la cabeza (más de lo que ya la he perdido), entonces debo darme prisa.

La campana parece burlarse de mi situación; a veces escucho su tañido más lejos, otras más cerca. Incluso juraría que he llegado a oír pasos secos a mi espalda, pero… «No voy a darme la vuelta. No debo mirar atrás». Eso es lo que ellos quieren: confundirme y asustarme. No voy a darles el gusto de verme gritar como un cachorro perdido. Y si me ven temblar es por el frío. ¡No les tengo miedo a esos bastardos de mierda!

Me muerdo la lengua. Ah, ¡qué ganas tengo de gritarles! Mandarlos al jodido infierno y cagarme en toda su estirpe. Pero si no quiero ser descubierta me tengo que contener y… Joder. Me está costando más de lo que creía.

Sacudo la cabeza y enfoco toda mi atención en la campana. No puedo distraerme más, no. Cerca, más cerca y llegaré a mi destino…

El silencio sepulcral se rompe por los gruñidos de unos lobos. Un resplandor ilumina la estrecha calle donde me encuentro. Puedo verlos a lo lejos y… Bueno, podría decir que no hay que ser un encantador de perros para intuir que tienen hambre y están muy muy cabreados. Prefiero ignorar su rabia y concentrarme en el más grande de todos ellos, una figura blanca e imponente. Su mirada del color del ámbar me dice que podría ver a través de mi alma, o devorarme si se le antoja.

De improviso todos ellos comienzan a aullar.

«¿Y si se ha infiltrado un perro salvaje en sus filas? Son de la misma familia, no sería raro. Ay, mierda. No te distraigas. Tú ve a lo tuyo».

Como si los cánidos pudiesen leer mis pensamientos, todos ellos alzan sus hocicos. Gruñen y echan a correr directos a mi posición. Me quedo inmóvil y cierro los ojos. Je. ¡Ni que fuesen un espejismo! ¡No se van a esfumar porque deje de prestarles atención!

Mi estrategia funciona porque me ignoran, pasando a mi lado sin apenas rozarme. En pocos segundos los escucho ladrar con fuerza; sus gruñidos molestos se entremezclan con otros sonidos más agudos.

Humanos.

Mierda. «Ya están aquí».

Prefiero evitar la carnicería que tiene lugar a dos metros de mi nuca y corro, corro lo más rápido que puedo en dirección contraria a los cánidos. El eco lejano de unos pasos retumba en las baldosas. ¿Cuántos son? ¿Cómo han podido encontrarme? ¿Acaso no se sienten afectados por la distorsión espaciotemporal de este pueblo? O puede que todas esas perturbaciones hayan ido a peor por el miedo y seguramente ellos controlen mejor esta emoción que yo.

El pelaje del lobo albino resplandece. Su brillo choca contra el suelo, rebotando hasta una superficie oxidada. Gracias a ese resplandor por fin encuentro la maldita campana, y bajo la misma visualizo la catedral. Su tañido es más potente, es tan fuerte que daña mis oídos. El estruendo es comparable a tener el campanario a un centímetro de mi cabeza, cuando realmente se encuentra a una distancia de cinco metros. Me veo obligada a cubrirme las orejas con las manos mientras avanzo a un ritmo más lento.

«Venga. Solo un paso más y llegaré a la entrada».

Otra rama cruje.

En una sola fracción de segundo una bola luminosa impacta contra la puerta de la iglesia, forzándome a retroceder. Más bolas radiantes rodean la entrada, tan bellas y letales como un fuego fatuo. Los ojos comienzan a arderme ante esa repentina explosión luminosa, cegándome la vista. Por mucho que intento cubrirme los ojos, esta maldita luz sigue perturbando todos mis sentidos como si estuviese mirando directamente hacia el astro rey.

Ni siquiera escucho a alguien acercarse, y no me doy cuenta de su presencia hasta que noto unas manos rozándome la cabeza, quemando mi capucha y descubriendo así mi rostro. Aprieto los dientes de pura rabia y frustración.

—¿Creíste tener una mínima posibilidad contra nosotros?

—¡Chiquilla insolente! Podrás esconderte, pero jamás huir.

—Podemos verlo todo, Violeta. Nada escapa a nuestros ojos.

Varias voces se alzan sobre la luz cegadora; esos tonos ásperos y chirriantes me taladran los tímpanos. Aunque no puedo ver, sé que me han acorralado.

Un silbido anuncia un golpe que no puedo parar. El metálico sabor de la sangre no tarda en llenar mi boca. Por inercia me llevo las manos al estómago, palpando a través de la ropa en busca de la herida. Uno. Uno de ellos ha aprovechado la situación y me ha apuñalado por la espalda. Es el modus operandi de estos bastardos. Tendría que haberlo visto venir.

«Maldita sea… Casi lo tenía».

Ese único pensamiento atraviesa mi mente de lado a lado. Mi vista se desenfoca y me desplomo contra el suelo. Las fuerzas me abandonan…

1. La villa de la campana

 

Vista desde fuera, cualquiera pensaría que esta escena no tiene ningún sentido. Incluso me atrevo a imaginar las preguntas de quien sea que la presencie, sea humano o algún ente superior con la clara tendencia a putear al resto de mortales: ¿quiénes son esas personas? ¿De dónde vienen esos lobos? ¿Qué importancia tiene la campana?

Esas son las mismas preguntas, junto a otras tantas, que yo misma me hice hace mucho mucho tiempo. Os prometo que os daré las respuestas. Todo a su debido tiempo, valga la redundancia.

Empecemos por el principio.

Todo comenzó con el Big Bang. Sí, esa explosión repentina en la oscuridad del espacio exterior. Parece que un dios aleatorio o ente desconocido inventó los fuegos artificiales antes de tiempo, y con ellos los retos absurdos que causarían furor en internet. Ya me imagino el título del vídeo viral de ese momento: «Mezclo estas sustancias químicas tope tronchas y no sabéis lo que pasará a continuación. Pista: SALE MAL». A partir de ahí todo se desmadró, la humanidad se fue al carajo porque nos cargamos a los dinosaurios; y los extraterrestres, al ver el panorama, decidieron irse por donde habían venido.

Vale, vale. Mejor paro, aunque…. Una buena bromita para romper el hielo nunca viene mal, ¿no? Sobre todo cuando estás metida en un buen lío, sangrando cual cerdo en el matadero y a las puertas de la muerte. Supongo que Noah me ha pegado su macabro sentido del humor, es lo que tiene convivir tanto tiempo con una o varias personas. Ya sabéis lo que dicen: la confianza da asco.

Sí, sí. Mejor me voy centrando, porque ya me estoy yendo por las ramas. No va a ser fácil recordarlo todo, tampoco lo fue escribirlo. Aun así, tengo que hacerlo. DEBO hacerlo.

«Las páginas de mi diario se me van entremezclando con el caos de mis recuerdos».

Je. Dicen que es muy bueno desahogarse a través de la escritura, sacar toda la mierda que llevas dentro. Es un proceso catártico de esos. Confieso que me aterraba la idea de explorar en el fondo de mi mente, de encontrarme con respuestas que no me gustasen.

Mi mente trabaja a toda velocidad, procesando cualquier detalle que pueda ayudarme a salir de este marrón.

En fin, como dirían en esa traducción chapucera de aquel videojuego para nada conocido: allevoy.

Hace dos o tres años (lo siento, las fechas no son mi fuerte), vivía con mis amigos y mi familia en Villacampana del Tajo (o Villacampana, para abreviar), uno de los muchos pueblos tranquilitos que puedes encontrar en el amplio y llano territorio manchego; en concreto, entre las regiones de Toledo y Ciudad Real. Como bien sabéis, el queso y el vino son los productos nacionales de cualquier zona de La Mancha, además del tan famoso don Quijote y sus locas aventuras y desventuras. Mi pueblo tampoco era la excepción, aunque tenía algo que lo diferenciaba del resto: las flores.

Tenía de todos los tipos existentes, hasta aquellas que solo podían florecer en otras partes del mundo. Ibas paseando por las calles y no era raro encontrarte flores de lo más variopintas por el camino, y vendedores ambulantes que te prometían ayudarte a dar con la variedad perfecta tanto para tu jardín como para el interior de tu casa. El lugar donde podías encontrar las flores más extrañas era en la catedral del Ángel, justo en el centro del pueblo. Era el edificio más alto, construido con una roca grisácea muy resistente, provisto de una gigantesca campana en su cima. Esa campana era lo más importante de mi pueblo, además de las dichosas flores. Nadie sabe qué vino antes, si la villa o la campana, pero las personas que se asentaron allí no tenían mucha imaginación. Relacionaron la campana con el río más cercano a Toledo y… ¡bingo! ¡Ya tenemos nombre para el pueblo!

Circulan miles de historias sobre el origen de esa campana. Todas las noches emite un intenso brillo, como la luz de un faro en mitad de la tormenta: algunos dicen que ese resplandor se debe a la luz solar que absorbe su cubierta metálica, otros creen que debajo del metal oxidado se ocultan joyas de valor incalculable. Da igual cuál sea el origen de ese brillo, porque su importancia va más allá de su estética antigua de vete-tú-a-saber-de-qué-año y su posible valor monetario: la campana nos marca el momento del día en el que el sol aparece y desaparece en el horizonte.

Nuestro pueblo se encuentra rodeado no solo de un campo extenso de flores y cultivos, sino también de unas montañas lejanas de nieve casi perpetua. Si quieres entrar y salir de Villacampana del Tajo debes cruzar un puente de piedra lo bastante extenso como para permitir el paso de máximo dos coches o un autobús escolar; si te apetece pasear puedes corretear por el campo, siempre que no pises el cultivo de ningún vecino. No recomiendo pasar por el lago ubicado debajo del puente, salvo que no te importe nadar en esas aguas sucias ni rezar por no pillar alguna infección.

Todo eso (salvo nadar en ese chapapote que tenemos por lago) solo puedes hacerlo de día, porque está terminantemente prohibido salir por la noche. Tenemos un toque de queda a una hora concreta, más temprano en el frío invierno, aunque siempre coincide con que sea justo veinte minutos antes de la puesta de sol. La campana será tocada a esa hora, avisándonos de que volvamos a nuestras casas a paso raudo. De niña no entendía las razones de esta medida tan radical, y eso que mis padres y profesores no cesaron de explicárnoslo en las extensas clases de historia: escondidos en las montañas habitan unos lobos, unas bestias sanguinarias que invaden nuestro pueblo al caer la noche, llevándose entre sus fauces al incauto que haya decidido saltarse el toque de queda. Esta prohibición lleva en vigor desde que el tatarabuelo del alcalde Jade, una de las personas más sabias y a la par una de las cabezas pensantes de Villacampana del Tajo, decidió tomar cartas en el asunto para proteger a la población.

Y entonces os preguntaréis: si el problema son unos lobos, ¿por qué no los cosen a tiros y sanseacabó? Más de uno se lo ha preguntado, y la respuesta nunca me ha gustado: «Esas bestias no son simples lobos, Violeta».

A partir de ahí cada persona se montaba su propia teoría. Unos decían que eran animales modificados genéticamente, otros decían que había que eliminarlos de manera pacífica para no alterar el ecosistema de la fauna colindante, los más supersticiosos votaban por la opción de los demonios que venían a llevarse nuestras almas al infierno, y aquellos más abiertos a las teorías de la conspiración pensaban en alienígenas. Sea cual sea la respuesta, el alcalde Jade ya nos comentó en su momento que los científicos de todo el mundo estaban investigando el problema. Y, mientras tanto, los pueblos afectados como el nuestro debíamos mantener la calma con el fin de evitar la histeria colectiva.

«Todo se solucionará. Tened paciencia». Cada año el alcalde repetía el mismo mensaje, cual insistente anuncio de lotería navideña. Mientras tanto, la situación con los lobos no mejoraba, aunque sí podíamos presumir del buen comercio de flores y alimentos tanto dentro como fuera de Villacampana del Tajo. No todo eran malas noticias, y así se mantuvo todo hasta que llegamos al comienzo de esta historia.

Dejad que os ponga en situación: corría el año 2023, dos semanas después de mi decimoctavo cumpleaños, creo que fue… justo a inicios de noviembre. Me dirigía hacia la plaza central, a pocos metros de la catedral del Ángel, para reunirme con mis amigas y discutir nuestros planes de futuro. Debido a la amenaza constante de los lobos y a la creciente preocupación por el estado de nuestro planeta, los gobernantes de todo el mundo decidieron realizar pruebas enfocadas a facilitarnos la elección de estudios superiores, y así nos asignarían un trabajo acorde con nuestras cualidades. Tras alcanzar la mayoría de edad te esperaban meses y meses de cursos, entrevistas, test de personalidad y demás pruebas del estilo. Recuerdo muy bien mi ansiedad, mi preocupación por el futuro. Todos mis compañeros, entre ellos mis amigas, parecían estar tan seguros sobre lo que querían ser de mayores… Los amantes del campo se dedicarían a la agricultura, los ases del deporte se apasionaban en su gran mayoría por ser futbolistas, los compañeros con mayores notas se decantaban por estudios científicos, alguno que otro decidía la rama de las artes y la interpretación, ¡y tampoco faltaba el listillo de turno que quisiera hacerse famoso en algún reality show! Y al final estaba yo en el grupo de los indecisos, de los pringados que no tenían claro qué hacer con sus vidas.

«¿Seré la única imbécil que no sabe dónde caerse muerta?».

Tan sumergida estaba en mis pensamientos que apenas prestaba atención al paisaje de mi alrededor. Ya conocía de memoria los detalles de todas las casas con sus repetitivos tonos pastel, las calles salpicadas por baldosas grisáceas, las oxidadas puertas de nuestro instituto, la fuente de piedra en la plaza central…, todo ello invadido por el aroma constante de las flores que te impregnaban de diversas tonalidades y olores hasta saturar tus sentidos con tantos estímulos. Cómo no, el paraíso para los alérgicos al polen.

—Vaya cara más larga traes, Violeta. ¿No has descansado esta noche?

Una voz dulce y repentina cual aleteo de un colibrí me sobresaltó. Al alzar la cabeza me encontré con el rostro de mi mejor amiga a poca distancia del mío. Los ojos color chocolate de Sara tenían un brillo especial, quizás una mezcla de curiosidad y preocupación. Como ligero contraste estaba su sonrisa, que siempre me transmitía calma y paz, cual calor del sol en una tarde veraniega.

—No es nada que no solucione con una buena siesta, Acacia —me apresuré a responder, suspirando.

—¡Oye! ¡No me llames así! ¡Me haces sentir vieja! —exclamó mi amiga, colocando los brazos en jarras y sacudiendo la cabeza. La fina trenza que recogía sus largos cabellos caoba se sacudió de un lado a otro de su rostro, llegando a impactar contra mi cara en el proceso.

—¿Prefieres que te llame Rapunzel? Con esa melena das el pego.

—No sé qué nombre suena más a persona mayor, si ese o Acacia —refunfuñó Sara.

—Quizás si tus padres tuviesen mejor gusto con los nombres habrían elegido uno que se ajustase a tu personalidad, oh gran Sara Rapunzel Acacia de Todos los Santos.

El tono irónico de una voz familiar se unió a nuestra conversación. A nuestras espaldas, sentada sobre la superficie rocosa de la fuente, Melisa había cerrado el libro que estaba leyendo para agitar la mano con energía y así avisar de su presencia. Entre risas nos acercamos a ella.

—Otra vez tarde, Violeta. ¿Se te pegaron las sábanas? —me preguntó Melisa, recolocándose las gafas sobre el puente de la nariz. Así enmarcaba sus sonrosados pómulos y casi ocultaba el reflejo gris de su mirada.

—Dime tú cómo puedes dormir si no tienes ni puta idea sobre tu vida laboral ni tampoco sobre cómo solucionarán la movida esta de los lobos ni… ¡Ay!

Sara me dio un golpe en el brazo, cortando mi discurso.

—Piensas demasiado, Vio. ¡Somos muy jóvenes para andar rallándonos con los asuntos de los adultos! —me reprochó, reprimiendo un leve bufido.

—Además, no eres la única con todas esas preocupaciones en la cabeza. Todavía tienes tiempo para pensártelo. Los profesores están aquí para ayudarnos a tomar la mejor decisión, no le des tantas vueltas —añadió Melisa—. En cuanto a los lobos…, ni la hija de Jade está preocupada por ellos. Nosotras no deberíamos ser menos.

—Anda, que menudo ejemplo has ido a poner, Mel. Esmeralda, con todos esos lujos, tiene toda la vida resuelta. La invasión de unos animales salvajes debe ser la menor de sus preocupaciones —indicó Sara, sentándose en la fuente a su vera.

—Con tanto dinero no sé por qué sigue en este pueblo. Podría irse a vivir adonde le diese la gana… —murmuré.

—Le gustará la tranquilidad de Villacampana. ¿Quién no desearía vivir en un sitio tan pacífico como este?

—Salvo que quieras dedicarte al campo, a pescar y, si te da la vena, a cuidar animales de granja, no le veo mucho futuro aquí, Sara —insistí.

No podía comprender cómo alguien con el estatus de Esmeralda prefería nuestra villa por encima de una ciudad lujosa. Normalmente las personas ricas despreciaban los pueblos por considerarlos inferiores a su estilo de vida, ¿acaso ella no compartía ese pensamiento tan cerrado?

—Esmeralda no parece una pija repelente como el resto de sus hermanos. Puede que ella sí valore a las personas por cómo son y no por el tamaño de su cartera —expresó Melisa en voz alta, adivinando mis inquietudes.

Tampoco era tan difícil averiguar lo que yo pensaba en todo ese asunto, no era la primera vez que discutíamos sobre la familia más rica de todo el pueblo. Por eso no presté atención al resto de la conversación; poco me importaban las idas y venidas de los parientes de esa chica. En su lugar, mi mirada se centró en el libro que Melisa sostenía entre sus brazos: la cubierta mostraba un gran triángulo plateado que encerraba un círculo, en cuyo interior se alzaba una enorme lechuza dorada que sostenía una margarita en el pico. El título enmarcado en letras de color cobre despedía ciertos destellos bajo la acción de la luz solar.

—… y entonces Argento se marchó con la prometida de Aurio, dejándolo sin la herencia de Rubí. De ahí que esas dos familias no quieran ni verse…

Sara y Melisa seguían enfrascadas en los dramas familiares de los parientes de Esmeralda. Dejé escapar un largo suspiro y, sin pensármelo dos veces, decidí interrumpir su extenso debate:

—Los búhos de Nyx. ¿Sigues enfrascada en la lectura de ese autor anónimo?

Una gran sonrisa se dibujó en el rostro de Melisa. Había captado toda su atención, porque, lejos de molestarse, acercó el libro para que pudiese observar mejor los detalles de la cubierta. Sara reaccionó de inmediato: me dio un leve golpe en el hombro y movió los labios sin emitir sonido alguno. Pude imaginarme perfectamente que querría decirme algo como: «Mira lo que has hecho, has abierto la caja de Pandora», y tuve que reprimir una carcajada.

—Por supuesto, Vi. Todas las obras de Nyx Erabenet son una maravilla. Me fascina cómo puede mezclar la fantasía con el terror en sus fábulas —comenzó a explicarnos Melisa, mientras sus dedos se paseaban entre las páginas del libro, una edición renovada de los cuentos más recientes del escritor.

Ignorando los suspiros de Sara me enfoqué en las imágenes que Melisa nos mostraba. Una de ellas representaba a un grupo variopinto de animales charlando con sus congéneres junto a varios insectos. Los más destacables, además de los búhos protagonistas, eran una ardilla, un conejo, un colibrí, un zorro y un saltamontes. El pelaje de los mamíferos y aves era increíblemente detallado; si se comparaba la ilustración con una foto encontrabas pocas diferencias. Sin embargo, lo más reseñable era el diseño de los búhos, algo que Melisa no tardó en mencionar.

—No hay un búho igual a otro. Las plumas, los ojos… ¡Hasta la forma del pico! Es increíble cómo cambia el patrón entre ellos. Además, este libro muestra cómo estas aves pueden ver más allá de lo cotidiano. El resto de los animales los consideran entes superiores, unos sabios que todo lo ven y todo lo comprenden.

La voz de mi amiga reflejaba el entusiasmo que en ella despertaba la trayectoria literaria de aquel autor anónimo, una emoción que no dudé en compartir con ella.

—Desde pequeña el zorro siempre me ha llamado la atención. Me gusta cómo muestra su astucia sin tener que pintarlo como el malo del libro —expresé en voz alta, acariciando el dibujo donde aparecía representado el susodicho animal.

—No sé dónde le veis lo emocionante a ese libro de cuentos infantiles. ¡Los búhos solo dicen cosas tan lógicas como que el agua moja! Pero…

A pesar de que mi mejor amiga no era tan fanática de Nyx como nosotras dos (tampoco la culpo de preferir otros libros), su tono no mostraba reproche alguno, más bien alivio. O eso me transmitió al pasarme la mano por la espalda y apretarme contra ella en un evidente abrazo amistoso.

—Me alegra que esto te ayude a calmar tu agobio por el futuro, Vi —murmuró, acariciándome el antebrazo.

—No hay mejor medicina que un buen libro, señorita Acacia —añadió Melisa muy burlona mientras se colocaba un mechón oscuro tras la oreja.

—Ja, ja. Muy graciosa, Mel. Si te dejasen, poco tardarías en montar un club de fans para Nyx. ¿Cómo lo llamarías? ¿Nyx Believers? ¿Adictos a los Búhos? ¿Little Owls? —contraatacó Sara con el mismo tono bromista.

Mientras paseábamos a través de las calles del pueblo, Melisa y yo continuamos incordiando a Sara con su nombre compuesto. Y ella respondía con chistes sobre el libro de cuentos, seguidos de algún comentario jocoso sobre los animales de aquel relato.

—¿En qué pensaron tus padres cuando eligieron Acacia como tu primer nombre? —fue una de las preguntas que lancé al aire.

Las respuestas de Melisa estaban al mismo nivel que las mías:

—Quizás en su tatarabuela. O tiene una tía lejana en Francia y no nos lo ha dicho.

—¡Imitaré a vuestro querido saltamontes y me iré brincando del pueblo para dejar de escucharos! —anunciaba Sara en un falso tono solemne.

Visto desde fuera, cualquiera pensaría que acabaríamos peleadas. Se equivocaba. Muchas de esas conversaciones terminaban con las tres echándonos a reír. Poco nos importaba parecer unas niñas, tan solo queríamos disfrutar de nuestra compañía e ignorar los cuchicheos de otras personas. Y eso fue lo que hicimos, charlar y bromear sin parar hasta el anuncio del toque de queda.

Apenas estaba comenzando a ocultarse el sol en el horizonte cuando el agudo sonido de la campana de la catedral rompió nuestra burbuja, trayéndonos de vuelta a la realidad.

—Buenas noches, chicas. ¡Que no os muerdan los lobos!

Melisa fue la primera en despedirse, agitando la mano con energía. Su madre la recibió a la entrada de una de las casas. Nos ofreció pasar la noche las tres juntas, pero rechazamos su oferta: ambas teníamos planes de cenar con nuestras familias, y además nos esperaban unas largas semanas de repaso para las pruebas venideras. Pronto descubrí que esto último tan solo era una excusa de Sara para pasar más tiempo juntas mientras me acompañaba a casa. A diferencia de mis amigas, mi hogar se ubicaba a las afueras del pueblo, cerca de otras viviendas. Pocos edificios ofrecían una vista casi completa de Villacampana del Tajo, y esos eran, por orden creciente, la catedral del Ángel, la mansión de la familia de Esmeralda y las casas de las afueras. En este último caso era inevitable desviar tu atención hacia las flores, los campos de cultivo colindantes y las lejanas montañas nevadas.

Durante el camino nos entretuvimos escuchando un poco de música, todavía contábamos con unos minutos más de margen para llegar a nuestros respectivos hogares a tiempo. Sara apenas hablaba, y cuando decidió darme conversación sentí una extraña presión dentro de mi pecho.

—Violeta, ¿te siguen preocupando esos sueños tan raros que tienes?

El silencio se instaló entre nosotras. A medida que nos acercábamos a mi casa comencé a sentir frío y tirité. Sara lo notó, se desprendió de su chaqueta de cuero y me la colocó encima de los hombros.

—Nunca me cansaré de decirte que vives en una cueva. ¡No me extraña que siempre tengas frío en esta época del año! ¡Si parece que el centro y las afueras están en la otra punta de la tierra!

Su comentario me provocó una sonrisa.

—Ya voy a llegar a casa. No hace falta que me des tu cha…

—Ah, ah, ah. ¡A callar, señorita! De las tres eres la que menos aguanta el frío. Esto para mí es una leve brisa otoñal —me interrumpió Sara, dándome un suave pellizco en la mejilla.

Sara tenía razón, nuestros uniformes escolares no estaban diseñados para protegernos del frío. Ni la blusa blanca con la flor dorada estampada en el lado izquierdo del pecho ni la falda azul marino podían aguantar esa «leve brisa otoñal» de la que Sara hablaba.

—Además, como seré una cantante de éxito tendré toda la ropa que quiera —añadió, siempre sonriente.

—Y Melisa ganará el premio Nobel porque clonará tu armario para darte toda la ropa que necesites en tus giras interminables —le seguí la broma.

—¡Por supuesto! Y tú serás mi compañera de giras. Seremos tan inseparables como Billie Eilish y su hermano.

Esa última sugerencia hizo que se me escapará una risita traicionera.

—Mmm… Bueno, vale. Me has convencido. Mañana te devolveré la chaqueta —respondí, metiendo las manos en los bolsillos.

Antes de atravesar la verja metálica que separaba mi casa de la calle me despedí de Sara envolviéndola en un fuerte abrazo.

—Ah, sobre esos sueños que te comenté… No les des más vueltas, Sara. No tienen importancia y, bueno, este mes no he soñado nada fuera de lo normal.

Sin esperar su reacción me di la vuelta y me escabullí al interior de mi hogar. La estructura interna era igual que la del resto de las casas de la zona: la planta baja dedicada a la cocina y salón-comedor, la planta superior para los dormitorios y el cuarto de baño. Subí las escaleras en dirección a mi habitación con la clara intención de dormir un poco; tan solo contaba con menos de media hora para descansar antes de reunirme con mi familia para cenar, aunque, si pudiese, dormiría toda la noche del tirón, sin ver a nadie más. Estaba tan agotada que ni me molesté en cambiarme de ropa cuando me desplomé sobre la cama.

Al igual que la de todas las adolescentes (o personitas que están a un paso de comenzar su vida adulta), mi habitación era mi pequeño santuario: sencilla y acogedora, la calma dentro del desorden. Las estanterías repletas de peluches con forma de animales y todo tipo de libros (aparte de los relatos de Nyx y los cuadernos que utilizaba en el instituto) adornaban sus inmaculadas paredes; junto a las mismas destacaba la presencia de un corcho a rebosar de fotos de mis amigos y familia, además de pósteres de diversos grupos de música. Mi mochila, cuyo color verdoso se había desgastado por tantos años de uso, reposaba sobre la mesa del escritorio frente a un montón de ropa que ocultaba lo que antes era una silla en perfectas condiciones.

No sería la primera ni la última vez que me prometía a mí misma ordenar mi habitación, o eso pensaba mientras me escabullía entre las sábanas de la cama sin hacer. Ni cinco minutos de descanso pude tener cuando algo pesado cayó sobre mi estómago, olisqueando el edredón y ladrando.

—Joder, Peluche, ¡déjame dormir! —le increpé a mi mascota.

Me devolvió la mirada una perra de gran tamaño y abundante pelaje blanco, tan característico de la raza samoyedo. El nombre fue idea de Cala, mi hermana pequeña, porque a sus ojos el animal parecía más un enorme perro de algodón de azúcar que uno de carne y hueso.

Peluche siguió insistiendo, posando las patas sobre el cojín. Solté un bufido y me obligué a sacar la cabeza de debajo de las sábanas y a encarar sus brillantes y oscuros ojos.

—No puedo enfadarme contigo si me miras así, ¡pedazo de tramposa!

Peluche volvió a ladrar y me dedicó un generoso lametón por toda la cara. Gruñí.

Al final me incorporé, limpiándome el rostro con una buena cantidad de papel mientras trataba de quitarme de encima a esa gigantesca bola de pelo demandante de mimos. En mitad de aquella pelea de humana versus cánido, la voz de Cala resonó desde el salón.

—¡Viviii! ¡Es hora de cenaaar!

Igual que un maremoto, mi hermana pequeña correteó por las escaleras e irrumpió en mi habitación. Cala era ocho años menor que yo; además de los genes, compartíamos ciertas semejanzas físicas, como la palidez en la piel y los mismos largos y rubios cabellos. Luego, en el resto de los detalles se notaban las diferencias. Aparte de su baja estatura, Cala poseía unas sonrosadas mejillas y un vívido color verde en su mirada, en contraste con mis ojos azules casi grises, acompañados de unas profundas ojeras. Ella siempre fue una chiquilla muy risueña y un tanto hiperactiva. Mi pequeña princesa terremoto.

—¿Cuándo me oíste entrar, peque? —le pregunté, mientras le pellizcaba la nariz.

—Hace un ratooo. Vamos a bajaaar. ¡No hagamos esperar más a mamá y papá! —exclamó Cala, que había arrugado la naricilla ante mi gesto.

Tirando de mi brazo, mi hermanita me llevó al comedor casi a rastras. Peluche nos siguió, agitando su gran cola con energía sin parar de ladrar. Tan solo dejó de hacer ruido cuando nuestros padres la mandaron callar. Debido al ajetreo del trabajo de nuestros progenitores, la hora de la cena era uno de los pocos momentos del día en el que podíamos reunirnos todos juntos en familia, por eso querían aprovecharlo todo lo posible. Ignoré mi cansancio latente y pasamos una agradable velada todos juntos, entre comentarios y sonrisas aderezadas con alguna que otra regañina cada vez que le dábamos comida a Peluche por debajo de la mesa. Nada más terminar mi madre fue la primera en irse a dormir, visiblemente agotada por tantos días de ajetreo laboral. Cala y yo pusimos de nuestra parte al ayudar a mi padre a recoger y limpiar la mesa, después me ofrecí voluntaria para lavar los platos.

Al acabar la velada ardía en deseos de volver a mi habitación a dormir, una necesidad que ni Cala ni Peluche compartían porque ninguna de las dos tenía intenciones de irse pronto a la cama. Como no podíamos hacer mucho ruido para no despertar a nuestros agotados padres la dejé elegir entre todos los libros de cuento de la estantería; esa era una de mis silenciosas estrategias para ayudar a conciliar el sueño a mi alocada hermanita.

—Esta noche léeme Caperucita Roja —me rogó Cala, aferrándose a un gran ejemplar de cuentos populares.

Ese libro no iba a ser necesario para nuestra sesión de lectura, y no era porque conociera de memoria la historia original. Hacía unos años decidí darles otro punto de vista a todos esos cuentos antiguos, realizar unos pequeños cambios. El lobo de mi historia no se comería a nadie. Todo lo contrario, sería el amigo de Caperucita. Su misión sería ayudar a la pequeña a no perderse en el bosque y guiarla por su oscuridad para, por fin, llegar juntos a la casa de su abuelita. Los peligros a los que se enfrentarían por el camino los dejaba a la imaginación de Cala, incluso si estos resultaban ser algo tan extravagante como una manzana voladora o un árbol con dientes de tiburón. Mi objetivo era pura y llanamente conseguir que mi hermanita descansase sin pensar en el toque de queda, y de paso sacarle una sonrisa. Con suerte, ella lograría olvidar, al menos por unas horas, a los lobos que invadían nuestro pueblo cada noche.

—Deja esas preocupaciones a los adultos, peque… —susurré, repitiendo sin querer la misma frase que Sara me dedicó horas antes.

Permanecí unos minutos en silencio, velando su descanso. Peluche dormitaba a su lado, hecha un ovillo entre las sábanas. Tras asegurarme de que ninguna de las dos iba a despertarse, me escabullí del enorme bulto que tenía por edredón y me dirigí a mi habitación.

Puede que fuese una dulce ironía desearle felices sueños a mi hermanita cuando yo no los tenía. Puede que fuese hipócrita llenarle la cabeza de fantasía y animales amistosos cuando en mis pesadillas moraban lobos más aterradores que los de los cuentos. Desconocía si esos animales eran los mismos que visitaban nuestro pueblo, y… poco me importaba. Siempre que estos hacían acto de presencia en mi subconsciente yo me quedaba paralizada, entre asustada y sorprendida, tanto por su tamaño inusual como por su ferocidad. Cada noche los lobos y otras criaturas ocultas en las sombras me perseguían. Cada noche un majestuoso lobo albino me guiaba entre la maleza, protegiéndome de mis atacantes en todo momento. Las emociones que me invadían al clavar mi mirada en sus ojos rojos, tan brillantes como la propia sangre, eran sumamente contradictorias. Calma, terror, seguridad, inquietud…

En ocasiones, aquella criatura me guiaba hacia un sendero iluminado por la luz de la luna. Allí me esperaba, sentada cerca de un lago cristalino, una figura humana. Debido a la poca claridad y a la oscuridad de su vestimenta, apenas podía distinguir sus rasgos… salvo aquella noche en que pude ver algo más: un largo y fino mechón de cabello, tan rojo como una ardiente llama.

Cada vez que nos encontrábamos me susurraba algo, palabras que jamás alcanzaban mis oídos. Sentía tantísima curiosidad por conocer su identidad, por averiguar cuál sería su mensaje…

Ese día no solo le había mentido a mi mejor amiga, sino que también le había ocultado información sobre esos sueños, porque me había guardado para mí misma la existencia de aquella figura encapuchada. No pude evitar sentirme culpable una y otra vez por esa falta de confianza, puesto que Sara y yo éramos amigas desde muy pequeñas y jamás nos escondíamos nada. Por eso no me esforcé en escuchar a esa silueta misteriosa y traté en vano de restarles importancia a sus esporádicas apariciones en mis sueños.

No puedo decir con certeza qué ocurrió, no puedo asegurar si aquella silueta se percató de que la estaba ignorando. De ahí que no me esperase su siguiente movimiento: descubrió una de sus manos bajo la tenue luz lunar y la colocó sobre mi hombro, acercándose más hasta cuasi rozar sus labios contra mi oreja. Su voz, susurrante como el tenue chocar de las hojas en otoño, por fin alcanzó mis oídos.

—Despierta, Violeta.

2. Vienen los lobos

 

La dulzura y suavidad de su voz tenían que ser las de una chica, sin duda.

En otras circunstancias, su cercanía y aquel susurro me habrían provocado cosquillas en la boca del estómago. Una sensación que nunca llegó porque el paisaje a mi alrededor se fue distorsionando después de escucharla. Tuve pocos segundos para reaccionar, acercar la mano hacia la capucha que ocultaba su rostro y…

Nada. Fue en vano. Se esfumó. Y con ella desapareció la calma.

El cielo y el suelo parecían comprimirse sobre sí mismos, tragándome dentro de un vórtice de infinita oscuridad. Entre toda esa negrura se entremezclaban los gruñidos de los seres ocultos en el bosque y otras voces que conocía muy bien. No podía distinguir ni una sola palabra…, salvo el angustioso llanto de mi hermana.

«¿Pe-peque?».

Desesperada, traté de desplazarme por toda esa marea carente de color. Grité una y otra vez llamándola. Ella seguía sollozando, inmutable ante mi creciente pánico, hasta que llegó un momento en el que extendí más y más la mano. La superficie que toqué estaba helada como la piel de un cadáver.

—¡CALAAA!

Mis propios gritos me despertaron. Sin saberlo me había sacudido tanto que terminé fuera de la cama, envuelta entre las sábanas; las palmas de las manos habían amortiguado mi caída contra el suelo. Inspiré y espiré profundamente, despacio. Tenía que calmarme.

—Fue todo… una pesadilla de mierda… Joder… Parecía… tan real… —murmuré mientras me levantaba del suelo.

A oscuras fui tanteando las paredes de mi habitación hasta encontrar mi teléfono móvil. Acaricié su pantalla táctil, el leve resplandor que emitía aportó un poco de luz.

—¿Medianoche? ¿Solo ha pasado una hora desde que me dormí…?

Todavía aturdida por ese sueño tan retorcido decidí ir a la cocina, dispuesta a tomar un vaso de agua y quizás a perderme en los múltiples canales de la televisión hasta acabar rendida en el sofá. Aún llevaba puesto el uniforme junto a la chaqueta de Sara; más tarde me pondría el pijama y así evitaría llevar la ropa sudada del día anterior.

«Espero no despertar a nadie. Lo que me faltaba es joderles el sueño después de esto», pensé, mientras abría la puerta de mi habitación.

La oscuridad del pasillo me provocó un desagradable escalofrío en la nuca, y el frío que dominaba el ambiente no ayudó a calmar mis nervios. Instintivamente, pulsé el interruptor de la luz. No se encendía. A tientas me dirigí al cuarto de mi hermana, frotándome los brazos y las manos, tiritando. Ella tenía la misma tolerancia a las bajas temperaturas que yo, peor incluso. Si habían saltado los plomos y se despertaba a oscuras, sin duda alguna se asustaría.

—Tranquila, peque. Esto lo solucionamos en un momento. —Hablé en dirección a su puerta a la vez que giraba el picaporte despacio.

Con cuidado, utilicé la pantalla del teléfono a modo de linterna y alumbré la cama de Cala.

—Pe-pero… ¿qué…?

El móvil por muy poco no se precipitó contra el suelo ante aquella aterradora visión. Marcas profundas de arañazos cubrían cada recoveco de la habitación de mi hermana. Las paredes, las estanterías, la cama…, todo mueble quedó destrozado bajo aquellas terribles y desconocidas garras. Muy alterada, destapé las sábanas. Me temí lo peor.

—N-no está aquí…

Dejé escapar un suspiro de alivio al encontrarme a un conejo de peluche despedazado sobre el edredón.

Ese mismo escenario se repitió en el resto de la casa. Más y más arañazos por todas partes, sin rastro alguno ni de mis padres ni de Cala. El primer pensamiento que se me cruzó por la cabeza fue el más desesperado: «Todo es un sueño y tengo que despertar».

Y eso fue lo que hice. Intentar despertar, probando todos los métodos que conocía. Me pellizqué la pierna, le di un golpe a la pared, me mordí el puño, estiré mis mejillas con fuerza. Nada dio resultado.

Mi segunda ocurrencia fue llamar a mi hermana a viva voz, e incluso opté por buscar los números de teléfono de mis padres y hasta de mis amigas. Ni una mísera raya de cobertura. La suerte no me sonreía.

En mi mente retumbaba la leyenda de los lobos tan repetida en Villacampana del Tajo, la advertencia que nos recordaban los adultos cada día, cada hora, cada segundo de nuestra existencia: «Cuando el sol se pone, las criaturas reinantes en las sombras vienen a llevarse a los incautos. Cerrad puertas y ventanas y no salgáis hasta el amanecer… Si no…, vuestras almas serán arrastradas dentro de la fría e insondable oscuridad».

Aun tiritando, apreté los dientes de pura rabia. Sacudí la cabeza. No podían ser los lobos porque seguimos el protocolo habitual. Se… se suponía que no podían entrar en las casas. ¿Qué pudo cambiar desde que desperté? ¿Dónde estaba todo el mundo? Jamás nos explicaron cómo debíamos actuar si no encontrabas a nadie en tu hogar, tampoco si sospechabas que los lobos habían arrastrado a tu familia a «la insondable oscuridad». Quizás, quizás el único consejo que nos darían sería el mismo de siempre: ajustarse al protocolo y no abandonar tu casa bajo ningún concepto. Eso sería lo correcto según el alcalde Jade y sus consejeros.

Hice justo lo contrario. ¡A la mierda el protocolo!

No iba a quedarme de brazos cruzados sin saber nada de mi familia. Además, si los lobos habían entrado en mi casa, nada me aseguraba que no hubiesen alcanzado las casas del resto del pueblo, y tampoco iba a esperar a que me devorasen cual plato de gambas en Nochebuena. Tenía que avisar a toda persona con la que me cruzase, ¡y rápido!

La repentina descarga de adrenalina me hizo olvidar el frío, y salí a la calle sin ropa de abrigo, salvo la fina chaqueta de cuero de Sara, de la que no me desprendí en ningún momento. No podía pensar en nada más que en mi familia, en mis amigos, en el resto de los habitantes de Villacampana. Tuviese o no una relación buena o mala con ellos, o aunque fuesen desconocidos, mejor sería dar la voz de alarma en vez de mantenerme callada y oculta en el interior de mi oscura y destrozada vivienda.

Si soy sincera, una parte de mi decisión se debía al miedo. Al terror de tener que pasar horas y horas en una casa vacía y oscura, a la espera de noticias que a saber si llegarían. Y ese miedo no se desvaneció cuando atravesé la verja metálica y me precipité al exterior.

El paisaje era mucho peor que el interior de mi casa. Calles desiertas, frío más penetrante, ni una sola estrella en el cielo encapotado y… A través de la luz parpadeante de una farola torcida atisbé flores marchitas y árboles arrancados de cuajo, como si fuesen simples hierbajos.

«Esto no ha podido hacerlo una manada de lobos, me niego a creerlo…».

En silencio cavilaba múltiples teorías, desde huracanes hasta monstruos de las sombras, y cada pensamiento era más surrealista que el anterior. El repicar lejano de la campana de la catedral me sacó de mi ensimismamiento. ¿Se trataba de un aviso del alcalde? Solo podía averiguarlo si me ponía en marcha.

Durante largos y largos minutos (¿o puede que fuesen horas?) caminé por las desérticas calles de Villacampana con la única compañía de mis propios pensamientos. Cada vez que estos se torcían alzaba la voz, pronunciando a gritos los nombres de cualquier persona cuyo rostro se me apareciese cual relámpago fugaz en mi mente. Y tan solo el eco respondía a mis desgarradores chillidos, haciendo más y más pesada la presión que reinaba en mi pecho.

¿Cuánto tendría que esperar hasta encontrar alguna forma de vida por el camino? Mi mente me jugaba más de una mala pasada: me hacía creer que podía ver y escuchar formas indefinidas ocultas en el gélido ambiente de Villacampana del Tajo, y me obligaba, por ello, a cambiar de rumbo, confundiéndome y desorientándome, haciéndome por fin perder el rastro del repicar cada vez más lejano de la catedral.

Llegué a dar tantas y tantas vueltas que apenas presté atención a las tenues luces que emergieron sin previo aviso a mi alrededor, flotando cual motas de polvo perdidas en el vacío de una habitación cerrada. Al principio creí que eran producto del cansancio físico y de la frustración de mi mente, por eso opté por ignorarlas. Sin embargo, poco a poco aparecieron más, hasta que me fue imposible seguir negando su existencia. Curiosa, me acerqué a ellas y las observé. Tenían forma de luciérnagas, con grandes alas de mariposa. Revoloteaban en grupo, próximas unas de otras, rozando sus alas con las de sus compañeras. Igual que un choque eléctrico, la luz proyectada se volvía más intensa con cada golpe. Cada vez que producían ese efecto tenía que cerrar los ojos, cegada por aquel resplandor cuya intensidad iba in crescendo, igual que el estridente chirrido de una flauta desafinada.

Las mariposas, ajenas a mi presencia, continuaron su vuelo. Seguí su lento avance con la mirada y me percaté de a dónde se dirigían. Aquella estrecha callejuela solo podía desembocar en un único lugar.

La catedral.

Frotándome las manos decidí seguirlas, dando pasos cortos tras ellas para evitar perturbar su pausado avance. Fue inevitable comparar mi reacción al lento caminar de los más ancianos de la aldea detrás de una marcha fúnebre, una sigilosa costumbre un tanto peculiar si se tiene en cuenta que los difuntos no pueden ser despertados.

Mientras avanzaba seguía atenta a los alrededores. Desviaba el leve resplandor de mi teléfono móvil contra las paredes de las casas, contra las baldosas de las callejuelas, sin encontrar ni un alma por todo lo largo y ancho de Villacampana…, y así fue hasta que las mariposas detuvieron su silencioso avance a pocos pasos de la catedral. Chocaban unas contra otras, nerviosas por una repentina perturbación en el ambiente.

Aullidos.

Pisadas aceleradas.

¡Los lobos se estaban acercando!

Pronto vi a uno de ellos saltar desde la más profunda oscuridad mientras dirigía sus enormes dientes al grupo de mariposas brillantes. Estas emitieron una luz tan potente que proyectó al lobo contra el suelo y me dejó a mí aturdida en el proceso. Los ojos me picaban y dolían más que cuando mi madre machacaba cebollas en la cocina, apenas podía distinguir las formas de lo que parecía ser una extraña pelea.

Dentro de mis tímpanos retumbaban los potentes gruñidos de los lobos, que contrastaban con el tenue tintineo de las mariposas, cuya luz aprendí a evitar porque no deseaba volver a quedarme temporalmente ciega. Así, por fin, mi vista se aclaró y pude dirigirla hacia el cielo nocturno, deseosa de encontrarme a otra persona que pudiese explicarme todo lo que estaba ocurriendo.

«¿Qué coño es esto?».

Un grito se me quedó atascado dentro de la garganta. Tosí con fuerza y me golpeé el pecho para poder expulsar el aire.

No pude verlo antes al salir de mi casa. O quizás no quise verlo.

Ante mi atónita mirada, el cielo lucía extraño. Parecía… ¿roto? Más bien fragmentado. Resquebrajado, igual que un cristal contra el cual alguien arremetió a puñetazo limpio. Cuanto más lo observaba más grietas aparecían en la superficie, y entre ellas emergía algo parecido a humo oscuro. No fui capaz de distinguir si aquel gas presentaba alguna forma conocida. No…, miento. No quería fijarme en ningún detalle más. Todo aquello era demasiado surrealista para ser real.

Los lobos y las mariposas seguían enfrentándose unos contra otros, del todo ajenos al cielo que continuaba rompiéndose encima de nuestras malditas cabezas.

Un resplandor más fuerte me obligó a cerrar los ojos.

«¡Fuego!».

Los lobos desprendían fuego por la boca y por los ojos, llamas cada vez más grandes que chocaban contra el grupo luminoso de insectos.

Aquello fue lo último que necesitaba ver para cubrirme las orejas con las manos, cerrar los ojos y dejar escapar un grito desgarrador. Me sentía al borde del colapso.

—Esto no es real. Sigo soñando, sigo soñando. No creo en esto. No creo en nada. No es real. No es real. Despierta. Joder, Violeta, despierta. Despierta, despierta, despierta. Despiertadespierta. Estonoesrreal. —Murmuraba las palabras de manera atropellada.

La luz de mi alrededor me resultaba muy desagradable. No podía mirar hacia ninguna parte, por eso mantuve los ojos firmemente cerrados. Los destellos parpadeantes provocaron que la bilis acabase subiéndoseme por la garganta hasta dejarme un nudo desagradable. Las piernas me temblaban, amenazando con precipitarme contra el suelo. La presión de mi pecho volvió con muchísima más fuerza, con tanto ímpetu que llegué a creer que mi corazón estallaría sin remedio. Solo… solo deseaba que toda aquella locura terminase, despertar en mi habitación y descubrir que todo fue una maldita pesadilla.

Mis silenciosas súplicas no fueron escuchadas.

Algo cálido impactó contra mi costado y abrí los ojos de golpe. Un quejido de dolor y sorpresa se escapó de entre mis labios. En la oscuridad de la noche, miles de ojos blancos, más brillantes que mil lámparas, aparecieron. Al contemplarlos sentí cómo me faltaba el aire. Caí al suelo de rodillas, llevándome la mano hacia el lado izquierdo de mi estómago. Un líquido caliente resbalaba entre mis dedos, y deseé con todas mis fuerzas que solo fuese agua. Temblaba sin parar, incapaz de dar un mísero paso hacia atrás.

En alguna parte leí que si morías en un sueño también fallecías en el mundo real. Descarté esa hipótesis, aferrándome a la idea rocambolesca de que quizás si esas bestias me devoraban podría despertar de aquella pesadilla, porque… nada de lo que sentía y veía podía ser real.

«Tengo que despertar. Despierta. Joder, Violeta, DESPIÉRTATE».

En menos tiempo del que dura un parpadeo se materializó delante de mis narices una llama azulada. Ese resplandor tintineante se precipitó contra la maraña de criaturas; escuché chirridos y aullidos de dolor. Seguramente alguna de ellas había recibido el impacto de aquel… ¿fuego fatuo? ¿Qué narices era?

No quise comprobarlo y tampoco pude hacerlo.

Antes de que pudiese observar algo más, unos dedos se aferraron a mi muñeca y tiraron y tiraron. No opuse resistencia alguna, todavía intentaba convencerme a mí misma de que seguía soñando. Me seguí aferrando a esa esperanza, incluso al precipitarme hacia la nada.

En algún momento, el suelo a mis pies se había esfumado. Los aullidos y quejidos de aquellas cosas continuaron, tratando de morder y lanzar llamas hacia mi posición.

Tuve suerte, porque ninguno de sus proyectiles volvió a alcanzarme.

Ese paisaje fue tornándose más borroso, quedando solo como un recuerdo en el interior de mis turbulentos pensamientos, como un esbozo de algo que ojalá pudiese olvidar, algo que quisiera borrar de mi mente para siempre.

Mis recuerdos sobre lo que ocurrió después siguen confusos todavía hoy. Vi diferentes tonalidades de luces reflejadas en un millar de espejos, un espacio psicodélico y turbulento que proyectaba mi reflejo una y otra vez, una especie de ilusión óptica demasiado impactante para mis sentidos.

En una milésima de segundo pude distinguir un leve resplandor. Un destello rojo anaranjado.

Entonces… la gravedad recordó cuál era su papel.

Y mi cuerpo cayó.

Todos y cada uno de los resquicios de mi piel impactaron furiosamente contra uno de los espejos. Igual que en un efecto dominó, al producirse ese choque, el resto de los vidrios se resquebrajaron y se desvanecieron junto a las luces.

Ni rastro de sonidos ni escenas perturbadoras. Aun así, el silencio más absoluto no consiguió apaciguar la adrenalina que envenenaba mis entrañas.

3. Bienvenida al fin del mundo

 

Me arrastré a gatas por el suelo, palpándolo con las palmas de mis manos. Estaba frío y duro, consistente. Mareada y todavía aturdida me esforcé por enfocar la vista; intentaba averiguar dónde estaba. La bilis se acumulaba en mi boca cuando reconocí un inodoro al cual me precipité, vaciando el contenido de mi estómago hasta sentir cómo centenares de agujas al rojo vivo me desgarraban la garganta y los pulmones.

Tosí con violencia. Luché por recordar cómo respirar mientras continuaba palpando a ciegas todo lo que estaba a mi alcance: la fría superficie del retrete, la pared, las baldosas del suelo… Encontré un rollo de papel higiénico con el que me limpié con brusquedad el rastro de aquel estropicio.

«Sa… sangre…».

La repentina visión de un líquido escarlata a mis pies casi me cerró la garganta, y me provocó un principio de arcada que conseguí reprimir. Enfoqué mi vista, y por ende toda mi atención, en los detalles de la habitación: un sencillo cuarto de baño provisto de una gran bañera, una encimera unida a un espejo y un inodoro. Parecía más espacioso que el cuarto de aseo de mi casa, y apenas compartía ciertas semejanzas con los que tenían Sara y Melisa en sus respectivos hogares.

—¿Habré llegado a la casa de algún compañero de clase? —murmuré, mientras me apoyaba temblorosa sobre las baldosas que recubrían las paredes.

La piel del costado izquierdo por debajo del pecho me ardía como si hubiese sido golpeada contra un muro de hormigón. A la vez sentía en la cabeza pinchazos que me obligaban a entrecerrar los ojos. En aquella tesitura me encontraba cuando empecé a avanzar despacio, muy despacio, en dirección a la única puerta.

«Tengo que salir de aquí. Y despertar… Cuando la luz aparece en los sueños, despiertas. O al menos es lo que Sara cree».

Mis dedos no llegaron a rozar el picaporte. Mis pensamientos, igual que mi visión, se tornaron borrosos. La poca luz de la habitación se esfumó. Todo… todo se volvió pesado y oscuro.

Mi conciencia, o puede que fuese una proyección de mi mente, flotaba a la deriva en un espacio carente de luz. A veces me llegaba el eco de algunas voces que retumbaban como canicas en una habitación oscura, demasiado lejanas para poder distinguir una sola palabra. Después atisbé la luz parpadeante de una lámpara en el techo, pero no era capaz de construir una imagen mental a partir de todas esas sensaciones caóticas.

Fuese o no un sueño, mi cuerpo estaba relajado. No me quejaría si no despertase nunca, si permaneciese flotando eternamente en aquel vacío eterno. Esa sensación se instauró en mi corazón, hundiéndose en lo más profundo de mi ser como una piedra desapareciendo en el fondo marino.

Un chasquido cambió el paisaje. En mi mente visualicé un cristal roto. Escuché con efecto retardado el sonido de varios espejos quebrándose en mil pedazos. Alterada por esa visión, abrí los ojos. No tardé en arrepentirme, porque todavía tenía la vista desenfocada y la cabeza dolorida. Aunque no podía ver con claridad la habitación donde me encontraba, el resto de mis sentidos me dieron la información que necesitaba: no estaba en mi casa. Tampoco en la de Sara ni en la de Melisa. No reconocía el tacto del colchón a mi espalda, una superficie dura pero mullida, ni tampoco el aroma del ambiente, un tenue matiz afrutado, diría que de naranjas, mezclado con el fuerte olor de un producto desinfectante.

Al apoyar las manos sobre el colchón en un amago de levantarme, una figura borrosa saltó sobre mi pecho, regalándome una caricia húmeda en la mejilla. Traté de quitarme de encima a la considerable bola de pelo, pero esta reaccionó brindándome otra caricia con su húmeda nariz. Observé al felino que ronroneaba sin despegarse de mi rostro. Su pelaje era una mezcla de gris, por la parte del lomo, y blanco, por la tripa; en su cara de pocos amigos se reflejaban unos ojos de un cálido color almendrado. Reconocí la raza al instante: se trataba de un gato persa, muy parecido a la mascota de Sara. ¿Cómo olvidar a Kuri? Detrás de ese enorme copo de nieve peludo se ocultaba un engendro del averno. Aunque su «hermano perdido» parecía ser más dócil y cariñoso, Kuri en esa situación me habría destrozado el brazo a mordiscos.

—Ame. No asustes a nuestra invitada.

El gato alzó la cabeza un instante y volvió a tumbarse como si nada. Por supuesto, eligió mi pecho como cojín; no parecía tener intención alguna de apartarse. Suspiré y, dada mi mala experiencia con los gatos, pensé que lo mejor sería no molestarlo. Decidí incorporarme poco a poco, buscando el origen de aquella voz.

Al lado del edredón, sentada en una silla de madera, me encontré con la alta figura de una persona. Durante unos instantes su larga melena blanca llamó toda mi atención. Creí por un momento que se trataba de un anciano, pensamiento que no tardé en desechar tras observar las finas facciones de su rostro sin encontrar ni un solo atisbo de arrugas en la palidez de su piel.

«Es muy… muy guapa».

Aquel pensamiento repentino hizo que el calor me golpease en la cara. Sacudí la cabeza, intentando enfocar mejor.

—¿Cómo te encuentras?