Retrato del artista adolescente - James Joyce - E-Book

Retrato del artista adolescente E-Book

James Joyce

0,0

Beschreibung

Hay que leer Retrato del artista adolescente con ojos absolutamente inocentes, dejándonos conducir solo por las palabras mediante las cuales se crea como obra de arte. En esta dirección Retrato del artista adolescente mantiene nuestro gozo de lectores durante todo su desarrollo siendo fiel nada mas a la exigencia de ir contando, de hacerse existir siempre como una obra redonda en la que nada interrumpe el placer narrativo. El desarrollo de la acción forma sus muchos puntos, los diversos sucesos sobre los que se constituye toda la vida. Para la de James Joyce, la seguridad de su tarea en tanto creador. Retrato del artista adolescente ha trazado el minucioso, unas veces doloroso, otras alegre, destino de su creador.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 435

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Retrato del artista adolescente

Retrato del artista adolescente (1916)James Joyce

Editorial CõLeemos Contigo Editorial S.A.S. de [email protected]ón: Abril 2022

Imagen de portada: RawpixelTraducción: Benito RomeroProhibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

Retrato del artista adolescente

I

II

III

IV

V

I

Había una vez, en una época estupenda, una vaca, ¡muuu!, que bajaba por el camino. Y esta vaca que bajaba por el camino se cruzó con un lindo niño, a quien llamaban el nene consentido...

Su padre le contaba este cuento. Su padre lo miraba a través de un cristal: tenía un rostro peludo.

El era el nene consentido. La vaca bajaba a donde vivía Betty Byrne, quien vendía trenzas de azúcar al limón.

Oh, la rosa silvestre florece
en la verde pradera.

Cantaba esa canción. Era su canción.

Oh, en la vede padeda.

Cuando uno moja la cama, al principio siente algo cálido, pero después se enfría. Su madre ponía una sábana ahulada, que olía muy raro.

Su madre olía mejor que su padre y tocaba en el piano una danza de marineros para que él la bailara. Y él bailaba:

Tralala lala,
tralala tralalira,
tralala lala,
tralala lala.

Tío Charles y Dante aplaudían. Eran más viejos que su padre y que su madre; pero tío Charles era más viejo que Dante.

Dante tenía dos cepillos en su armario. El cepillo con el revés de terciopelo azul era para Michael Davitt y el cepillo con el de terciopelo verde era para Parnell. Dante le daba una pastilla para refrescar el aliento cada vez que le llevaba un pedazo de papel de seda.

Los Vance vivían en el número 7. Tenían un padre y una madre diferentes. Eran los padres de Eileen. Cuando fueran mayores, él se iba a casar con Eileen... Se escondió bajo la mesa. Su madre dijo:

—Stephen ofrecerá una disculpa.

Dante dijo:

—Si no lo hace, vendrán las águilas y le sacarán los ojos.

Le sacarán los ojos.
Pide perdón,
pide perdón
le sacarán los ojos.
Pide perdón,
le sacarán los ojos,
le sacarán los ojos,
Pide perdón.

Los amplios campos de recreo hormigueaban de muchachos. Todos gritaban y los prefectos los animaban dando voces. El aire de la tarde era claro y frío, y después de cada ataque y cada golpe de los jugadores, la grasienta esfera de cuero volaba como un ave pesada bajo la luz gris. Stephen se mantenía en el extremo de su línea, donde no lo viera el prefecto, fuera del alcance de los pies agresivos, y de vez en cuando fingía que corría. Sentía que su cuerpo era pequeño y frágil entre los demás jugadores, y sentía que sus ojos eran débiles y acuosos. Rody Kickham no era así; todos los chicos decían que sería capitán de la tercera línea.

Rody Kickham era un camarada decente, pero Roche el Rencoroso era un asqueroso. Rody Kickham tenía unas espinilleras en su casillero y una cesta de provisiones en el comedor. Roche el Rencoroso tenía las manos grandes. Decía que el postre de los viernes era como un perro atrapado bajo una sábana. Y un día le preguntó:

—¿Cómo te llamas?

Stephen había contestado: Stephen Dedalus.

Y entonces Roche el Rencoroso había exclamado:

—¿Qué nombre es ése? Y cuando Stephen no había sido capaz de responder, Roche había insistido:

—¿Qué hace tu padre?

Stephen había contestado:

—Es un señor.

Entonces Roche había inquirido:

—¿Es magistrado?

Iba de un punto a otro, siempre en el extremo de la línea de jugadores, y corría un poco de vez en cuando. Pero tenía las manos amoratadas de frío. Las metió en los bolsillos de su chaqueta gris con cinturón. Era como si el cinturón le cerrara los bolsillos. Y también para repartir cinturonazos. Un día un compañero le había dicho a Cantwell:

—¡Te voy a dar un cinturonazo!…

Cantwell le había contestado:

—¡Ponte con alguien de tu tamaño! Ve a darle un cinturonazo a Cecil Thunder, me gustaría verte. Te daría una patada en el trasero para ti solo.

No era correcto expresarse de ese modo. Su madre le había dicho que no hablara en el colegio con chicos mal educados. ¡Madre querida! Su primer día, en el vestíbulo del castillo, cuando se despidieron, ella se levantó el velo arriba de la nariz para besarlo: y la nariz y los ojos estaban enrojecidos. Pero él había fingido no darse cuenta que ella estaba a punto de echarse a llorar. Su padre le había dado para sus gastos comunes dos monedas de a cinco chelines. Y le había dicho que escribiera a casa si necesitaba algo, y que, sobre todo, nunca delatara a un compañero, hiciera lo que hiciera. Después, a la puerta del castillo, el rector había estrechado la mano a sus padres, mientras la brisa agitaba su sotana, y el coche se había alejado con su padre y su madre dentro. Le gritaron desde el carro, agitando sus manos:

—¡Adiós, Stephen, adiós!

—¡Adiós, Stephen, adiós!

Se vio atrapado en el remolino de una escaramuza y, temeroso de los ojos brillantes y de las botas lodosas, se agachó por completo para mirar por entre las piernas. Los chicos empujaban, gemían y pataleaban entre restregones de piernas y puntapiés. En eso, las botas amarillas de Jack Lawton sacaron el balón de la escaramuza y todas las otras botas y piernas corrieron detrás. Stephen también corrió un trecho y entonces se detuvo. No tenía caso seguir corriendo. Pronto se irían a casa, de vacaciones. Después de la cena, en el salón de estudio, cambiaría el número que estaba pegado dentro de su pupitre de 77 a 76.

Sería mejor estar en el salón de estudio que allí afuera en el frío.

El cielo estaba claro y frío, pero había luces en el castillo. Se preguntó desde cuál ventana Hamilton Rowan había arrojado su sombrero al foso y si en esa época ya había macizos de flores bajo las ventanas. Un día que lo llamaron al castillo, el mayordomo le mostró las huellas de las balas de los soldados en la madera de la puerta y le había dado un pedazo de torta de mantequilla de la que comía la comunidad. Era agradable y reconfortante ver las luces del castillo.

Era como sacado de un libro. Tal vez el Monasterio de Leicester era así. ¡Y el libro de ortografía del doctor Cornwell tenía frases muy simpáticas. Parecían versos, pero sólo eran frases para comprender la ortografía.

Wolsey murió en el Monasterio de Leicester
donde los monjes lo enterraron.
El cancro es una enfermedad de las plantas;
el cáncer, es una de animales.

Sería agradable recostarse en la alfombra frente al fuego, sus manos sosteniendo su cabeza y pensar en estas frases. Se estremeció como si el agua fría y viscosa rozara su piel. El malvado Wells lo había empujado al foso porque no había querido cambiar su cajita de rapé por la cansada alazana de él, supuesta ganadora de cuarenta carreras. ¡Qué fría y viscosa estaba el agua! Un chico había visto una vez que una rata saltaba al foso. Madre estaba sentada con Dante junto al fuego esperando que Brígida trajera el té. Tenía los pies en el guardafuego de la chimenea y sus zapatillas con abalorios estaban tan calientes que despedían un olor muy agradable. Dante sabía muchas cosas. Le había enseñado dónde estaba el canal de Mozambique y cuál era el río más largo de América, y el nombre de la montaña más alta de la luna. El padre Arnall sabía más que Dante porque era sacerdote, pero tanto su padre como tío Charles decían que Dante era una mujer muy lista e instruida. Y cuando Dante hacía ese ruido después de comer y se cubría la boca, le había dicho que se llamaba acidez estomacal.

Una voz gritó desde el otro lado del campo de juego:

—¡Todos adentro!

Después otras voces gritaron desde los de tercero y primer curso:

—¡Todos adentro! ¡Todos adentro!

Los jugadores se agrupaban sonrojados y enlodados, y él los siguió, contento de volver a entrar. Rody Kickham tomaba el balón por la atadura grasienta. Otro compañero le dijo que le diera una última patada; pero Rody se metió sin siquiera contestarle. Simon Moonan le dijo que no lo hiciera porque el prefecto estaba mirando.

El chico se volvió a Simon Moonan, y le dijo:

—Todos sabemos por qué lo dices. Tú andas de lambiscón con McGlade.

Lambiscón era una palabra extraña. Su compañero le decía así a Simon Moonan porque éste solía atar las mangas falsas del prefecto, quien fingía enfadarse. Pero la palabra sonaba feo. Una vez el se había lavado las manos en el lavabo del Hotel Wicklow, y después su padre jaló la cadena y el agua sucia cayó por el agujero de la palangana. Y cuando toda el agua desapareció lentamente, del agujero de la palangana salió un ruido parecido a esa palabra: lamb. Sólo que más fuerte.

El recuerdo de eso y del aspecto blanco del lavabo, le dio escalofríos. Había dos grifos, y al abrirlos salía el agua: fría y caliente.

Él sentía frío y después un poco de calor. Y podía ver los nombres grabados en los grifos. Era una cosa muy extraña.

Y el aire del pasillo también lo hacía estremecer. Era un aire extraño y húmedo. Pero pronto encenderían el gas y al arder haría un leve ruido como una cancioncilla. Siempre ocurría lo mismo: cuando sus compañeros dejaban de hablar en el salón de recreo, se podía oír muy bien.

Era la hora de hacer sumas. El padre Arnall escribió una bastante complicada en el tablero, y después dijo:

—¿Quién ganará hoy? Vamos, York! iEsfuérzate, Lancaster!

Stephen hacía su mejor esfuerzo, pero la suma era muy compleja y él no sabía qué hacer. La pequeña insignia de seda, prendida con un alfiler al frente de su chaqueta, comenzó a temblar. No era muy bueno con las sumas, pero se esforzaba por hacerlo bien para que York no perdiera. La cara del padre Arnall parecía amenazadora, pero no estaba enojado: reía. Entonces Jack Lawton tronó los dedos, el padre Arnall revisó su cuaderno y dijo:

—Correcto. iBravo, Lancaster! La rosa roja gana. ¡Vamos, York!

iContinúa!

Jack Lawton lo miraba de reojo. La pequeña insignia con la rosa roja destacaba, porque llevaba una camisa azul marino. Stephen sintió que su cara también enrojecía, al pensar en todas las apuestas acerca de quién obtendría el primer lugar en elementos químicos, Jack Lawton o él. Algunas semanas Jack Lawton ganaba la tarjeta de primero, y otras él. Su insignia de seda blanca no dejaba de temblar, mientras trabajaba en la siguiente suma y oía la voz del padre Arnall.

Después, toda su ansiedad desapareció, y sintió que su cara se refrescaba. Pensó que debía de tener la cara blanca, pues la notaba muy fresca. No obtuvo la respuesta para la suma, pero no importaba.

Rosas blancas y rosas rojas: era agradable pensar en esos colores. Y las tarjetas para el primer, segundo y tercer lugar también tenían colores atractivos: rosa, crema y azul claro. Era agradable pensar en rosas de colores azul claro, crema y rosa. Tal vez una rosa silvestre podría tener esos colores, y se acordó de la canción de la rosa silvestre que crece en la verde pradera. Pero no podía existir una rosa verde. O tal vez existiera en alguna parte del mundo.

Sonó la campana, y los alumnos comenzaron a salir de los salones, y a llenar los pasillos hacia el comedor. Se sentó mirando las dos marcas de mantequilla que había en su plato, pero no pudo comer el pan húmedo. El mantel estaba húmedo y carcomido. No obstante, se bebió de un trago el té poco cargado que vertió en su taza un mesero torpe, ceñido de un delantal blanco. Se preguntó si el delantal del mesero también estaba húmedo, o si todas las cosas blancas eran húmedas y frías. Roche el Rencoroso y Saurin bebían chocolate que sus familias les enviaban en latas. Decían que no podían beber el té, que era como bazofia. Sus compañeros decían que sus padres eran magistrados.

Todos los chicos le parecían muy extraños. Todos tenían padres y madres, y ropas y voces diferentes. El anhelaba estar en casa y apoyar su cabeza en el regazo de su madre. Pero no podía; y por lo tanto, anhelaba que terminaran el juego, los estudios y las oraciones para meterse a la cama.

Bebió otra taza de té caliente y Fleming le dijo:

—¿Qué tienes? ¿ Te duele algo o qué te pasa?

—No sé —dijo Stephen.

—Lo que anda mal es tu panera -—dijo Fleming , porque estás pálido. Ya se te pasará.

—Por supuesto —dijo Stephen.

Pero lo malo no era eso. Pensó que estaba enfermo del corazón, si el corazón podía estarlo. Fleming fue muy amable al preguntarlo.

Sentía ganas de llorar. Apoyó los codos en la mesa y se puso a taparse y destaparse los oídos. Cada vez que se destapaba los oídos, oía el ruido del comedor. Era un estruendo como el de un tren por la noche. Y cuando se tapaba los oídos, el estruendo cesaba, como cuando un tren entra a un túnel. Esa noche en Dalkey el tren había hecho el mismo estruendo, y, después, al entrar en el túnel, el estrépito se apagó. Cerró los ojos, y el tren siguió sonando y callando; sonaba y callaba otra y otra vez. Era agradable oírlo atronar y callarse, para después salir del túnel y después callar otra vez.

Comenzaron a llegar por la estera del centro del comedor sus compañeros del curso superior, Paddy Rath, Jimmy Magee, el español a quien dejaban fumar y el pequeño portugués de la gorra de lana. A continuación se llenaron las mesas de los de primero y los de tercero.

Y cada uno tenía un modo distinto de caminar.

Se sentó en un rincón del salón de recreo, fingiendo mirar una partida de dominó, y una que otra vez pudo oír la cancioncilla del gas. El prefecto estaba en la puerta con varios chicos y Simon Moonan ataba sus mangas falsas. Les contaba algo acerca de Tullabeg.

Después se quitó de la puerta y Wells se acercó a Stephen y le dijo:

—Cuéntanos, Dedalus, ¿besas tú a tu madre antes de acostarte?

Stephen contestó:

—Sí.

Wells se volvió a los otros y dijo:

—Miren, aquí el compañero dice que besa a su madre todas las noches antes de irse a la cama.

Los otros chicos dejaron de jugar y voltearon a mirarlo, riendo.

Stephen se sonrojó ante sus miradas y dijo:

—No la beso.

Wells dijo:

—Miren, aquí el compañero dice que él no besa a su madre antes de irse a la cama.

Todos rieron de nuevo. Stephen hizo el intento de reír con ellos.

Sintió calor en todo el cuerpo y, por un momento, no supo qué hacer.

¿Cuál era la respuesta correcta? Había contestado de dos maneras, pero Wells de todos modos se reía. Wells debía conocer la respuesta correcta, porque estaba en tercero de gramática. Trató de pensar en la madre de Wells, pero no se atrevió a mirarlo a la cara. No le agradaba la cara de Wells. Wells había sido quien lo había empujado al foso el día anterior porque no había querido cambiar su cajita de rapé por la vieja alazana de Wells, vencedora en cuarenta carreras.

Había sido una verdadera maldad: todos los chicos lo dijeron. ¡Y qué fría y qué viscosa estaba el agua! Y un compañero una vez vio que una rata muy grande saltaba y se sumergía en el verdín.

La viscosidad fría del foso cubría todo su cuerpo; y cuando sonó la campana para estudiar y se formaron filas desde los salones de recreo, sintió dentro de la ropa el aire frío del pasillo y de la escalera.

Todavía trató de pensar cuál era la respuesta adecuada. ¿Estaba bien besar a su madre o estaba mal? Y, ¿qué se conseguía con eso, besar?

Él levantaba la cara para decir buenas noches y después su madre inclinaba la suya. Eso era besar. Su madre ponía los labios sobre la mejilla de él; sus labios eran suaves y le humedecían la mejilla; y producían un ruidito: beso. ¿Por qué las personas hacían eso con sus rostros?

Sentado ya en el salón de estudio, abrió la tapa de su pupitre y cambió el número que estaba pegado dentro de 77 a 76. Faltaba mucho tiempo para las vacaciones de Navidad; pero llegarían, porque la tierra giraba siempre.

Había un dibujo de la tierra en la primera página de su libro de geografía: una pelota enorme rodeada de nubes. Fleming tenía una caja de lápices y una noche que no tuvieron clase había iluminado la tierra de verde y las nubes de marrón. Era como los dos cepillos en el armario de Dante: el cepillo con el respaldo verde para Parnell y el cepillo con el respaldo marrón para Michael Davitt. Pero él no le había dicho a Fleming que las pintara con esos colores: Fleming los había elegido solo.

Abrió el libro de geografía para estudiar la lección, pero no podía acordarse de los nombres de las ciudades de América. No obstante que todos eran sitios diferentes con nombres diversos. Todos estaban en países distintos y los países estaban en continentes y los continentes estaban en el mundo y el mundo estaba en el universo.

Pasó las páginas del libro hasta llegar a la guarda y leyó lo que había escrito allí: su nombre y dónde estaba.

Stephen DedalusClase de elementosColegio Clongowes WoodSallinsCondado de KildareIrlandaEuropaEl MundoEl Universo

Él había escrito esto; y Fleming había escrito de broma en la página opuesta:

Me llamo Stephen Dedalus e Irlanda es mi nación.Clongowes es donde vivo y el cielo mi aspiración.

Leyó los versos al revés, pero así ya no eran poesía. Después leyó de abajo a arriba lo que había en la guarda hasta que llegó a su nombre. Eso era él: y entonces volvió a leer la página hacia abajo. ¿Qué había después del universo? Nada. Pero, ¿había algo alrededor del universo para señalar dónde se terminaba, antes de que comenzara la nada? No podía haber un muro, pero podría existir allí una línea muy delgada, que rodeara todo. Era monumental el pensar en todas las cosas y en todos los lugares. Sólo Dios podía hacer eso. Intentó imaginar qué idea tan grande debía ser eso, pero sólo pudo pensar en Dios.

Dios era el nombre de Dios, igual que su nombre era Stephen. Dieu quería decir Dios en francés y era también el nombre de Dios; y cuando alguien le rezaba a Dios y decía Dieu, Dios sabía de inmediato que era un francés quien rezaba. Pero aunque había diferentes nombres para Dios en las distintas lenguas del mundo y aunque Dios entendía lo que le rezaban en todas las lenguas, sin embargo, Dios seguía siendo siempre el mismo Dios, y el verdadero nombre de Dios era Dios.

Se cansaba mucho al pensar de ese modo. Le hacía sentir que su cabeza era muy grande. Pasó la guarda del libro y miró con aire cansado la tierra verde y redonda entre las nubes marrón. Se preguntó qué era lo correcto: optar por el verde o por el marrón, porque un día Dante había roto con unas tijeras el respaldo de terciopelo verde del cepillo para Parnell y le había dicho que Parnell era un hombre malo. Se preguntó si discutían en casa acerca de eso. Eso se llamaba la política. Había dos partidos: Dante defendía a un partido, y su padre y el señor Casey a otro, pero su madre y tío Charles no defendían a ninguno. El periódico mencionaba esto todos los días.

Le molestaba no comprender bien lo que era la política y no saber dónde terminaba el universo. Se sentía pequeño y débil. ¿Cuándo sería él como sus compañeros que estudiaban poesía y retórica?

Tenían voces atronadoras, unas botas muy grandes y estudiaban trigonometría. Eso estaba muy lejos. Primero venían las vacaciones y luego el siguiente trimestre, después vacaciones y trimestre otra vez y a continuación otras vacaciones. Era como un tren que entraba y salía de túneles y como el ruido de los muchachos en el comedor, cuando se tapaba los oídos y después se los destapaba. Trimestre, vacaciones; túnel, salir del túnel; ruido y detenerse. ¡Qué lejos estaba! Lo mejor era irse a la cama y dormir. Sólo las oraciones en la capilla, y, después, la cama. Sintió un escalofrío y bostezó. Sería agradable estar en la cama una vez que las sábanas se hubieran calentado un poco.

Primero, estaban muy frías para cubrirse con ellas. Le dio un escalofrío al pensar lo frías que estaban al principio. Pero después se calentaban y uno se dormía. Era agradable estar cansado. Bostezó otra vez. Las oraciones nocturnas y después la cama: sintió un escalofrío y le dieron ganas de bostezar. Estaría muy bien en unos cuantos minutos. Sintió un calor reconfortante que se esparcía por las sábanas frías, cada vez más caliente, más caliente, hasta que todo estaba caliente para siempre; sin embargo, todavía tiritaba un poco y seguía sintiendo ganas de bostezar.

La campana llamó a las oraciones nocturnas y él salió del salón de estudio en fila detrás de los demás; bajó la escalera y siguió por los pasillos hacia la capilla. Los pasillos estaban escasamente alumbrados, al igual que la capilla. Pronto, todo estaría oscuro y en reposo. En la capilla se sentía un aire gélido y tenebroso y los mármoles tenían el color del mar por la noche. El mar estaba frío día y noche; pero estaba más frío de noche. Estaba frío y oscuro bajo el dique, junto a la casa de su padre. Sin embargo, la tetera estaría al fuego para preparar el ponche.

El prefecto rezaba encima de su cabeza y él se sabía de memoria las respuestas:

Oh, señor, abre nuestros labios:y nuestras bocas pronunciarán tus alabanzas.¡Acércate a ayudarnos, oh, Dios!¡Oh, Señor, apresúrate a protegernos!

La capilla tenía un helado olor a noche. Pero era un aroma santo.

No era como el olor de los campesinos viejos que se arrodillaban en la parte de atrás de la capilla en la misa de los domingos. Olía a aire, lluvia, turba y pana. Pero eran unos campesinos muy piadosos. Le echaban el aliento en la nuca desde atrás y suspiraban mientras rezaban. Vivían en Clane, contaba un muchacho: había allí unas cabañas, y él había visto una mujer a la puerta de una cabaña con un niño en brazos al pasar en los coches que vienen de Sallins. Sería agradable dormir una noche en esa cabaña, frente el humeante fuego de turba, en la oscuridad iluminada por el hogar, en la cálida oscuridad, respirando el olor de los campesinos, de aire, lluvia, turba y pana. Pero, ¡vaya que el camino estaba oscuro entre los árboles! Cualquiera se perdería en la oscuridad. Le daba miedo pensar cómo sería.

Oyó la voz del prefecto que decía la última oración. El rezó también para librarse de la oscuridad que había afuera, bajo los árboles.

Visita, te lo rogamos, oh, Señor, esta vivienda y aparta de ella todos los engaños del enemigo. Que tus ángeles santificados entren en nuestra casa aquí para mantenernos en paz; y que tu bendición nos cubra siempre, por Cristo Nuestro Señor. Amén.

Le temblaban los dedos al desnudarse en el dormitorio. Les ordenó que se dieran prisa. Debía desnudarse, arrodillarse, decir sus propias oraciones y estar en la cama antes de que apagaran el gas para no irse al infierno cuando muriera. Se quitó las medias, se puso rápidamente el camisón de dormir, se arrodilló tembloroso al lado de la cama y repitió de prisa sus oraciones, por el temor de que apagaran el gas. Sintió que su espalda se estremecía, mientras murmuraba:

Bendice, oh Dios, a mis padres y consérvamelos, bendice, oh Dios, a mis hermanitos y consérvamelos, bendice, oh Dios, a Dante y a tío Charles y consérvamelos.

Se santiguó y se metió rápido a la cama, enrolló el extremo del camisón entre los pies, se acurrucó bajo las frías sábanas blancas, y se estremeció, tiritando. Pero no iría al infierno cuando se muriera; y el temblor pasaría. Alguien deseó buenas noches a los muchachos del dormitorio. Miró un momento por encima del cobertor y vio alrededor de la cama las cortinas amarillas que le aislaban por todos lados. La luz se redujo despacio.

Los zapatos del prefecto se alejaron. ¿Adónde? ¿Escaleras abajo y por los pasillos, o a su habitación en el extremo del pasillo? Vio la oscuridad. ¿Sería verdad que por la noche se paseaba por allí el perro negro con unos ojos tan grandes como los faroles de un carruaje?

Decían que era el alma en pena de un asesino. Un largo escalofrío de miedo recorrió su cuerpo. Veía el oscuro vestíbulo de entrada del castillo. Unos criados viejos vestidos con ropas ajadas estaban en el cuarto de planchar, en lo alto de la escalera. Era hacía mucho tiempo. Los criados viejos estaban inmóviles. Allí había un fuego encendido, pero el vestíbulo estaba oscuro. Una figura ascendía por la escalera, desde el vestíbulo. Llevaba una capa blanca de mariscal; su cara era pálida y singular; mantenía una mano apretada contra su costado. Dirigía una extraña mirada a los criados. Ellos lo miraban, y al ver la cara y la capa de su señor, comprendían que venía herido de muerte. Pero lo que miraban era sólo oscuridad: sólo aire oscuro y silencioso. Su amo había sido herido de muerte en el campo de batalla de Praga, al otro lado del mar. Estaba de pie en el campo, con una mano se apretaba el costado, su cara era pálida y extraña y usaba la capa blanca de un mariscal.

¡Cuánto frío sentía y qué extraño era pensar en esto! Toda la oscuridad era fría y extraña. Ahí había caras extrañas y pálidas, ojos enormes como faroles de carruaje. Eran las almas en pena de los asesinos, las figuras de los mariscales heridos de muerte en los campos de batalla, al otro lado del mar. ¿Qué pretendían decir que sus rostros tenían expresiones tan raras?

Visita, te lo rogamos, ¡oh Señor!, esta morada y aparta de ella todo...

¡Irse de vacaciones a casa! Sería estupendo, le dijeron sus compañeros. Era cuestión de subirse temprano a los coches a la puerta del castillo, una mañana de invierno. Los coches rodaban sobre la grava. ¡Viva al rector!

¡Hurra! Hurra! ¡Hurra!

Los coches pasaban frente a la capilla y todos se descubrían la cabeza. Corrían alegremente por los caminos rurales. Los conductores señalaban con sus látigos hacia Bodenstown. Los chicos gritaban animados. Dejaban atrás la granja Jolly Farmer. Los gritos animados no cesaban. Pasaban por Clane gritando y alborotando. Las campesinas se asomaban por sus puertas; los hombres, estaban aquí y allá.

Un olor delicioso flotaba en el aire invernal: el olor de Clane, a lluvia, aire invernal, turba humeante y pana.

El tren estaba lleno de compañeros: era un tren largo, largo, de chocolate, con adornos de crema, Los empleados iban de un lado a otro, y abrían y cerraban las portezuelas. Estaban vestidos de azul oscuro y plata; tenían silbatos de plata y sus llaves producían un sonido rápido y musical: clic-clic, clic-clic.

Y el tren corría sobre las tierras llanas y dejaba atrás la colina de Allen. Los postes del telégrafo pasaban sin cesar. El tren seguía y seguía. Conocía bien el camino. Había faroles en el vestíbulo de la casa y guirnaldas de ramos verdes. Ramos de acebo y hiedra alrededor del gran espejo; y acebo y hiedra, rojo y verde, entrelazados por las lámparas. Acebo y hiedra verde, alrededor de los antiguos retratos de las paredes. Acebo y hiedra, por él y por la Navidad.

Encantador...

Toda la familia. Bienvenido, Stephen! Comentarios de bienvenida. Su madre lo besó. ¿Fue correcto eso? Su padre es ahora un mariscal: más que un magistrado. Bienvenido, Stephen!

Ruidos...

Hubo un ruido de anillos de cortina que se corren por una barra, y de agua vertida en jofainas. En el dormitorio se escuchó un ruido de personas que se levantan, se visten y se lavan: un ruido de palmadas conforme el prefecto iba y venía, indicando a los chicos que se alistaran. La luz de un sol pálido mostraba las cortinas plegadas y las camas revueltas. Su cama estaba muy caliente, y él tenía la cara y el cuerpo ardiendo.

Se levantó y se sentó en el borde de la cama. Estaba débil. Trató de ponerse las medias. Se sentía horriblemente mal. La luz del sol era fría y extraña.

Fleming le dijo:

—¿No te sientes bien?

No lo sabía. Fleming añadió:

—Regresa a la cama. Le voy a decir a McGlade que no estás bien.

—Está enfermo.

—¿Quién?

—Díselo a McGlade.

—Regresa a la cama.

—¿Está enfermo?

Un chico lo detuvo por los brazos mientras se soltaba la media que colgaba del pie, y se metía de nuevo en la cama.

Se acurrucó entre las sábanas, satisfecho por su tibia sensación.

Oía a sus compañeros que hablaban de él, mientras se vestían para ir a misa. Decían que había sido una crueldad empujarlo al foso.

Después cesaron las voces; se habían ido. Una voz sonó al lado de su cama:

—Dedalus, ¿no nos irás a acusar, verdad?

Esa era la cara de Wells. Lo miró y se dio cuenta que Wells tenía miedo.

—No fue a propósito. ¿Seguro que no lo harás?

Su padre le había dicho que nunca acusara a un compañero, hiciera lo que hiciera. Negó con la cabeza, dijo que no, y se sintió satisfecho.

Wells dijo:

—No fue a propósito, palabra de honor. Fue sólo por broma. Lo siento.

El rostro y la voz se alejaron. Stephen lo sentía porque tenía miedo. Miedo de que fuera alguna enfermedad. Por ejemplo, cancro, que era una enfermedad de las plantas; cáncer, que era una enfermedad de los animales, u otra distinta. Eso ocurrió mucho tiempo atrás, afuera, en los campos de recreo, a la luz del atardecer, arrastrándose de un lado a otro, en el extremo de su línea, un pájaro pesado volaba bajo, a través de la luz gris. Se iluminó la Abadía de Leicester. Wolsey murió allí. Los mismos abades lo enterraron.

No era la cara de Wells, era la del prefecto. No fingía. No, no: estaba enfermo de verdad. No fingía. Sintió la mano del prefecto sobre su frente. Y sintió el contraste de su frente calurosa y húmeda, contra la mano húmeda y fría del prefecto. Así se sentía tocar una rata: viscoso, frío, húmedo. Las ratas tenían dos ojillos saltones. Una piel suave y viscosa, unas patitas diminutas encogidas para el salto y unos ojos negros, brillantes y saltones. Saltaban muy bien. Pero las mentes de las ratas no podían comprender la trigonometría. Cuando estaban muertas, se quedaban tendidas de costado. Se les secaba la piel. Y sólo eran cosas muertas.

El prefecto estaba allí otra vez y su voz estaba diciendo que se tenía que levantar, que el padre Ministro había dicho que tenía que levantarse, vestirse e ir a la enfermería. Y mientras se vestía lo más de prisa que podía, el prefecto declaró:

—¡Tenemos que ir a visitar al hermano Michael porque estamos muy nerviosos! ¡Suceden cosas terribles cuando estamos nerviosos!

¡Temblamos horriblemente cuando estamos nerviosos!

Era agradable escuchar eso. Era para hacerlo reír. Pero no se podía reír porque le temblaban las mejillas y los labios: así es que el prefecto se tuvo que reír él solo.

El prefecto gritó:

—¡Paso redoblado! ¡Ya!

Bajaron juntos la escalera, siguieron por el pasillo y pasaron los baños. Al pasar por la puerta, Stephen recordó con un vago temor el agua tibia, terrosa y estancada, el aire húmedo y tibio, el ruido al sumergirse y el olor de las toallas, como a medicina.

El hermano Michael estaba a la puerta de la enfermería, y por la puerta del oscuro gabinete, a su derecha, venía un olor como a medicina. Era de las botellas que había en los estantes. El prefecto habló con el hermano Michael, quien, al contestarle, le llamaba señor. Tenía el pelo rojizo, veteado de gris, y una expresión extraña. Era singular que siempre sería un hermano. Y era extraño que no se le pudiera llamar señor porque era hermano y porque tenía un aspecto distinto a los demás. ¿Acaso no era suficientemente santo, o por qué no podía ser como los demás?

Había dos camas en la habitación y en una estaba un compañero, que cuando los vio entrar, exclamó:

—¡Vaya! ¡Si es el pequeño Dedalus! ¿Qué te sucede?

—Ya era hora —dijo el hermano Michael.

Era un compañero de tercero de gramática. Mientras Stephen se desnudaba, el otro le pidió al hermano Michael que le trajera una rebanada de pan tostado con mantequilla.

—¡Usted puede! —exclamó.

—¡Uy, sí, mantequilla! —dijo el hermano Michael—. Te vamos a dar tus papeles de alta en la mañana, cuando venga el doctor.

—¿Sí? —dijo el chic—. ¡Si todavía no estoy bien!

El hermano Michael repitió:

—Te daremos tus papeles, te lo aseguro.

Se agachó para atizar el fuego. Tenía una espalda larga, como los lomos de los caballos que jalan el tranvía. Meneaba el atizador con seriedad y asentía con la cabeza al de tercero de gramática.

Después se marchó el hermano Michael. Y al cabo de un rato, el compañero de tercero de gramática se volvió hacia la pared y se quedó dormido.

Esa era la enfermería. Entonces, estaba enfermo. ¿Habían escrito a casa para decírselo a sus padres? Pero sería más rápido que fuera uno de los clérigos a contarlo. O si no escribiría él una carta para que la llevara el clérigo.

Querida madre:

Estoy enfermo. Quiero irme a casa. Ven por favor y llévame contigo. Estoy en la enfermería.

Tu hijo que te quiere,

Stephen

¡Qué lejos estaban! La luz del sol era fría al otro lado de la ventana. Se preguntaba si moriría. Uno se moría igual en un día soleado.

Podía morir antes de que viniera su madre. Entonces, habría una misa de difuntos en la capilla, como le habían contado los compañeros, cuando se murió Little. Todos los alumnos asistirían a la misa vestidos de negro, todos con caras tristes. Wells estaría también, pero ningún compañero lo miraría. El rector iría vestido con una capa negra y de oro, y habría grandes cirios amarillos ante el altar y alrededor del catafalco. Y sacarían lentamente el ataúd de la capilla y le enterrarían en el pequeño cementerio de la comunidad al otro lado de la gran calle de tilos. Y Wells lamentaría lo que había hecho. Y la campana doblaría lentamente.

Podía oír el tañido. Repitió para sí la canción que Brigid le había enseñado.

¡Din-dón! iLa campana del castillo!¡Adiós, madre mía!Que me entierren en el viejo cementerio junto a mi hermano mayor.Que sea negra la caja que seis ángeles detrás vayan: dos para cantar, dos para rezar y dos para que se lleven mi alma a volar

¡Qué hermoso y qué triste era eso! Qué hermosas las palabras cuando decía: Que me entierren en el viejo cementerio! Un estremecimiento le pasó por el cuerpo. ¡Qué triste y qué hermoso! Le daban ganas de llorar en silencio, pero no de llorar por él, sino por esas palabras tristes y hermosas como música. ¡La campana! ¡La campana!

Adiós! ¡Adiós!

La fría luz solar era aún más débil y el hermano Michael estaba a la cabecera de la cama con un cuenco de caldo. Le dio gusto, porque tenía la boca ardiente y seca. Podía escuchar que los demás jugaban en los campos de recreo. Y el día transcurría en el colegio como si él estuviera allí.

El hermano Michael iba a salir y el compañero de tercero de gramática le dijo que no se olvidara de regresar a contarle las noticias del periódico. Le dijo a Stephen que se llamaba Athy y que su padre tenía muchos caballos de carreras que saltaban de manera espléndida; y que su padre le daría una buena propina al hermano Michael siempre que quisiera, porque era muy atento y siempre le contaba las noticias del periódico que recibían todos los días en el castillo. Había noticias de todas clases en el periódico: accidentes, naufragios, deportes y política.

—Ahora los periódicos no hablan más que de política —dijo—.

¿También tu familia habla de eso?

—Sí —dijo Stephen.

—En la mía también —fue la respuesta.

Después se quedó pensando un rato, y añadió:

—Dedalus, tu apellido es poco común, y el mío, Athy, también.

Mi apellido es el nombre de una ciudad. Tu nombre parece latín.

Después preguntó:

—¿Eres bueno con los acertijos?

Stephen contestó:

—No mucho.

El otro dijo:

—A ver si puedes contestar éste: ¿En qué se parecen el condado de Kildare y la pernera de los pantalones de un muchacho?

Stephen analizó cuál podría ser la respuesta y después dijo:

—Me rindo.

—En que los dos contienen "un muslo". ¿Comprendes el chiste?

Athy es la ciudad del condado de Kildare y a thigh (un muslo) es lo que contiene la pernera.

—Ah, ya comprendo —dijo Stephen.

—Es un acertijo muy viejo —dijo el otro.

Y después de un momento:

—¡Oye!

—¿Qué? —dijo Stephen.

—¿Sabes? Se puede preguntar ese acertijo de otro modo.

—¿Puedes? —dijo Stephen.

—El mismo acertijo —insistió—. ¿Conoces la otra manera de preguntarlo?

—No.

—¿No te puedes imaginar la otra forma?

Y miraba a Stephen por encima de las ropas de cama mientras hablaba. Después se recostó en la almohada y dijo:

—Hay otro modo, pero no te lo voy a decir.

¿Por qué no lo decía? Su padre, el dueño de los caballos de carreras, también debía ser magistrado como el padre de Saurin y el de Roche el Rencoroso. Pensó en su propio padre, en las canciones que cantaba mientras su madre tocaba, y en cómo le daba un chelín cada vez que le pedía seis peniques, y sintió pena por él porque no era magistrado como los padres de los otros chicos. Entonces, ¿por qué lo envió a él a ese lugar con ellos? Pero su padre le había dicho que no se sentiría extraño allí porque en ese mismo sitio su tío abuelo había ofrecido un discurso al libertador, hacía cincuenta años. Era posible reconocer a las personas de esa época por los trajes antiguos: y se preguntaba si entonces los estudiantes de Clongowes usaban trajes azules con botones de latón y chalecos amarillos y gorras de piel de conejo y bebían cerveza como los adultos y tenían galgos para atrapar liebres.

Miró a la ventana y vio que la luz del día se había hecho más débil. Habría una nebulosa luz gris en los campos de juego, donde ya no se oía ruido. Debían de estar en clase haciendo los temas o tal vez el padre Arnall les leía una leyenda extraída de un libro.

Era raro que no le hubieran dado ninguna medicina. Tal vez se las traería el hermano Michael cuando regresara. Le habían dicho que en la enfermería daban de beber muchos brebajes nauseabundos. Pero ahora se sentía mejor que antes. Sería agradable mejorar poco a poco. De ese modo, le darían un libro. En la biblioteca había un libro acerca de Holanda. Tenía unos nombres extranjeros encantadores y dibujos de ciudades y de barcos con un aspecto inusitado.

Hacían que uno se sintiera feliz.

¡Qué pálida estaba la luz en la ventana! Pero era agradable. El reflejo del fuego subía y bajaba por la pared. Se parecía a las olas.

Alguien había echado carbón y él escuchó voces. Hablaban. Era el ruido de las olas. O tal vez las olas hablaban entre sí, mientras subían y bajaban.

Vio el mar de olas, de enormes olas oscuras que se levantaban y caían, oscuras bajo la noche sin luna. Una lucecilla brillaba en el extremo del muelle, por donde entraba el barco: y vio una muchedumbre congregada a la orilla del agua para ver el barco que entraba en el puerto. Un hombre alto estaba de pie sobre la cubierta, mirando hacia la tierra oscura y llana: y bajo la luz del muelle vio la cara: era el triste rostro del hermano Michael.

Lo vio levantar la mano hacia la multitud y lo escuchó hablar por encima de las aguas, con voz potente y quejumbrosa:

—Está muerto. Lo vimos tendido en el catafalco.

Un gemido de tristeza se elevó de la muchedumbre.

—¡Parnell! ¡Parnell! ¡Ha muerto!

Todos cayeron de rodillas, sollozando de dolor.

Y vio a Dante con un vestido de terciopelo marrón y con una capa de terciopelo verde colgada sobre los hombros, que iba, altiva y silenciosa, entre la muchedumbre arrodillada a la orilla del mar.

En el hogar llameaba una intensa fogata roja; y bajo los brazos adornados con hiedra del candelero, estaba puesta la mesa de Navidad.

Habían venido a casa un poco tarde y, no obstante, la cena todavía no estaba lista, pero su madre dijo que lo estaría en un santiamén.

Estaban esperando a que se abriera la puerta del comedor y entraran los criados, llevando las enormes fuentes con sus pesadas tapas de metal.

Todos esperaban: el tío Charles, sentado lejos, en lo oscuro de la ventana; Dante y el señor Casey, en las butacas que estaban a ambos lados del hogar; Stephen, entre ellos, en una silla y con los pies apoyados sobre un ennegrecido taburete. El señor Dedalus se miró en el espejo de encima de la chimenea, atusándose las puntas de los bigotes y después, levantando los faldones de su chaqueta, se quedó de pie, de espaldas al hogar, y de vez en cuando sacaba una mano debajo de su faldón para atusar una punta de sus bigotes. El señor Casey inclinaba la cabeza hacia un lado y, sonriente, se daba golpecitos con los dedos en la nuez. Y Stephen sonreía también porque ahora ya sabía que no era cierto que el señor Casey tuviera una bolsa de plata en la garganta. Se reía al pensar cómo lo había engañado ese ruido argentino que el señor Casey acostumbraba hacer. Y cuando intentó abrirle la mano para ver si tenía escondida allí la bolsa de plata, había visto que no se le podían enderezar los dedos: y el señor Casey le había dicho que sus tres dedos se habían quedado agarrotados al hacer un regalito para la Reina Victoria.

El señor Casey se golpeaba la nuez y le sonreía ¿ Stephen con ojos somnolientos. En eso, el señor Dedalus le dijo:

—Sí. Ahora eso está bien. ¡Oh!, hemos dado un buen paseo, ¿no es cierto, John? Sí... Me pregunto si hay algo parecido a una cena esta noche. Sí... Bien: hoy consumimos una buena ración de ozono, al dar una vuelta por la Punta. ¡Fue estupendo!

Se volvió hacia Dante, y dijo:

—¿Usted no ha salido en todo el día, señora Riordan?

Dante frunció el entrecejo, y contestó escuetamente:

—No.

El señor Dedalus abandonó los faldones de su chaqueta, y se dirigió hacia el aparador. Sacó de un compartimiento un gran frasco de cerámica lleno de whisky, y comenzó a verter lentamente el líquido en una botella de mesa, inclinándose de vez en cuando para ver cuánto había servido. Después volvió a poner el frasco en el compartimiento, sirvió un poco de whisky en dos vasos, agregó otro poco de agua y volvió con ellos a la chimenea.

—John, un dedito de whisky —dijo—. Sólo para abrir el apetito.

El señor Casey cogió el vaso, bebió, y lo colocó cerca de sí, sobre la repisa de la chimenea. Después dijo:

—Bueno, no puedo dejar de pensar en nuestro amigo Christopher al fabricar...

Le dio un ataque de risa y tos, pero continuó:

—...fabricar el champán para esas personas.

El señor Dedalus rió ruidosamente.

—¿Te refieres a Christy? —dijo—. Hay más astucia en una sola verruga de su calva, que en toda una manada de zorras.

Inclinó la cabeza, cerró los ojos y, después de lamer los labios con fruición, comenzó a hablar, imitando la voz del dueño del hotel.

—Y su voz es tan suave cuando le habla, ¿sabe usted? Se le escurre hasta las papadas, Dios lo bendiga.

El señor Casey todavía luchaba con su ataque de risa y tos.

Stephen rió al ver y escuchar al hotelero mediante el rostro y la voz de su padre.

El señor Dedalus se puso el monóculo y, bajando la vista hacia él, dijo con calma y amabilidad:

—¿De qué te ríes tú, querido?

Entraron los criados y colocaron las fuentes sobre la mesa.

Después entró la señora Dedalus y se distribuyeron los lugares:

—Siéntense ustedes —dijo.

El señor Dedalus fue hasta la cabecera de la mesa y dijo:

—Vamos, señora Riordan, siéntese. John, siéntate, amigo.

Miró hacia donde estaba sentado el tío Charles, y exclamó:

—¡Señor!: aquí hay un ave esperando por usted.

Cuando todos ocuparon sus lugares, colocó una mano sobre la tapa de la fuente; la retiró y dijo de inmediato:

—¡Ahora, Stephen!

Stephen se levantó de su asiento y bendijo los alimentos:

—Bendícenos, Señor, y a estos tus dones, que vamos a recibir por tu generosidad, por Cristo, Nuestro Señor. Amén.

Todos se santiguaron y el señor Dedalus, con un suspiro de satisfacción, levantó la tapa de la fuente, perlada de brillantes gotitas en el borde.

Stephen contemplaba el pavo gordo que había visto, atado y pinchado sobre la mesa de la cocina. Sabía que su padre había pagado por él una guinea en la tienda de Dunn, el de D'Olier Street, y que el hombre había pellizcado la pechuga del ave para mostrar su buena calidad, y recordaba que el hombre había dicho:

—Lleve ése, señor. Es el mejor.

¿Por qué el señor Barret de Clongowes llamaba "mi pava" golpe con la palma de su mano? Pero Clongowes estaba muy lejos, y el denso y cálido olor del pavo, del jamón y del apio salía de los platos y de la fuente, y en el hogar llameaba un gran fuego rojo; y la hiedra verde y el acebo rojo hacían feliz a cualquiera. Y después, al finalizar la cena, traerían el enorme budín de frutas secas, tachonado de almendras peladas y ramitas de acebo, con llamitas azules alrededor y una banderita verde ondulando en el centro.

Era su primera cena de Navidad y pensaba en sus hermanitos y sus hermanitas, recluidos en el cuarto de los niños, esperando, como tantas veces lo había hecho él, a que llegara el budín. Su amplio cuello bajo y su chaquetilla de Eton lo hacían sentirse extraño y con más edad. Y esa misma mañana, cuando su madre lo había conducido al salón vestido para misa, su padre había llorado. Era porque le había recordado a su propio padre. Y tío Charles también dijo eso.

El señor Dedalus cubrió la fuente y comenzó a comer de manera voraz. Después, dijo:

—Pobre y viejo Christy, casi doblegado con el peso de tanta pillería.

—Simon —dijo la señora Dedalus—, no le has servido salsa a la señora Riordan.

El señor Dedalus cogió la salsera.

—¿En serio? —exclamó—. Señora Riordan, tenga piedad de este pobre ciego.

Dante puso ambas manos sobre el plato y dijo:

—No; gracias.

El señor Dedalus se volvió entonces hacia tío Charles.

—¿Y usted, señor?

—Estoy tan repleto como el correo, Simon.

—¿Y tú, John?

—Todo bien. Ocúpate de ti mismo.

—¿Mary?... Mira, Stephen, aquí hay algo para que se te rice el pelo.

Vertió salsa en abundancia en el plato de Stephen y volvió a colocar la salsera sobre la mesa. Después preguntó al tío Charles si estaba tierno. Tío Charles no pudo contestar porque tenía la boca llena, pero afirmó con la cabeza que sí lo estaba.

—Nuestro amigo le contestó muy bien al canónigo. ¿No les parece? —dijo el señor Dedalus.

—No pensé que se atreviera a tanto —dijo el señor Casey.

—Padre, yo pagaré los diezmos cuando ustedes dejen de convertir la casa de Dios en una casilla electoral.

—Una respuesta muy eficaz —dijo Dante—, para que cualquiera que se llame católico se la brinde a un sacerdote.

—La culpa es sólo de ellos —dijo con tono suave el señor Dedalus—. Hasta el más tonto les puede sugerir que con centren su atención en los asuntos religiosos.

—Eso es religión —dijo Dante—. Cumplen con su deber previniendo a las personas.

—Vamos a la casa de Dios —intervino el señor Casey—, a rogar humildemente a nuestro Creador y no a escuchar discursos electorales.

—Eso es religión —volvió a afirmar Dante—. Hacen bien.

Deben dirigir a sus ovejas.

—¿Y hacer política desde el altar? —preguntó el señor Dedalus.

—Por supuesto —contestó Dante—. Es una cuestión de moralidad pública. Un sacerdote dejaría de ser sacerdote si dejara de advertir a sus fieles qué cosa es buena y qué cosa es mala.

La señora Dedalus soltó su cuchillo y su tenedor para decir:

—Por el amor de Dios, no nos metamos en discusiones políticas precisamente en este día que es distinto a todos los días del año.

—Me parece muy bien, señora —dijo el tío Charles-. iVamos, Simon, ya es suficiente! Ni una palabra más sobre el asunto.

—Sí, sí —dijo rápidamente el señor Dedalus.

Destapó con atrevimiento la fuente y declaró:

—Vamos a ver: ¿quién quiere mas pavo?

Nadie contestó. Dante dijo:

—¡Bonito lenguaje en boca de un católico!

—Señora Riordan, le suplico —dijo la señora Dedalus que ya deje el asunto en paz.

Dante se volvió hacia ella y exclamó:

—¿Acaso voy a quedarme callada mientras se burlan de los pastores de mi Iglesia?

—Nadie dirá una palabra en su contra, siempre y cuando no se inmiscuyan en la política —dijo el señor Dedalus.

—Los obispos y los sacerdotes de Irlanda han hablado —dijo Dante—, y hay que obedecerlos.

—Que abandonen la política —agregó el señor Casey o el pueblo abandonará su Iglesia.

—¿Se da cuenta? —exclamó Dante, volviéndose hacia la señora Dedalus.

—¡Señor Casey! ¡Simon! ¡Dejemos esto en paz de una vez!

—¡No está bien! ¡No está bien! —dijo el tío Charles.

—¿Qué? —se quejó el señor Dedalus—. ¿Vamos a abandonarlo sólo porque lo mandan los ingleses?

—Se había hecho indigno del mando —dijo Dante—. Era un pecador público.

—Todos somos pecadores, y sólo sucios pecadores —dijo con frialdad el señor Casey.

—¡Ay de aquel por quien se comete el escándalo! —dijo la señora Riordan—. Más le valdría que le ataran una rueda de molino al cuello y ser arrojado a los profundos del mar antes que escandalizar a uno de mis pequeños. Palabras del Espíritu Santo.

—Y muy mal lenguaje, si me lo preguntan —dijo con frialdad el señor Dedalus.

—¡Simon! ¡Simon! —exclamó el tío Charles—. ¡El niño!

—Sí, sí —dijo el señor Dedalus—. Quería decir el... Estaba pensando en el mal lenguaje de ese mozo de estación. Bien. Vamos a ver, Stephen! Enséñame tu plato, chico. Cómete eso. Ya está.

Colmó el plato de Stephen y le sirvió al tío Charles y al señor Casey grandes trozos de pavo rociados con salsa. La señora Dedalus comía poco. Y Dante estaba sentada con las manos en su regazo. Tenía el rostro encendido. El señor Dedalus atrapó algo con el cubierto en el extremo de la fuente y dijo:

—Aquí hay un pedazo suculento al que llamamos el obispillo. Si alguna señora o caballero...

Sostuvo el pedazo de ave en la punta del trinche. Nadie habló. Se lo puso en su propio plato diciendo:

—Bueno, no pueden decir que no pregunté. Pero creo que será mejor que lo coma yo mismo, porque últimamente no estoy muy bien de salud.

Le guiñó un ojo a Stephen, volvió a poner la tapa y se puso a comer de nuevo.

Reinó el silencio mientras él comía. Poco después dijo:

—Después de todo, hizo buen tiempo hoy. Y también vinieron muchos forasteros.

Nadie contestó. Volvió a hablar de nuevo:

—Creo que han venido más forasteros este año que la Navidad anterior.

Miró a los demás, pero vio que sus caras estaban inclinadas sobre los platos y, al no recibir una respuesta, esperó un momento y concluyó amargamente:

—Bueno, de todos modos la cena de Navidad ya se había estropeado.

—No puede haber ni buena suerte ni gracia —dijo Dante—, en una casa donde no se respeta a los pastores de la Iglesia.

El señor Dedalus arrojó ruidosamente el cuchillo y el tenedor sobre el plato.

—¡Respeto! —dijo—. ¿A Billy el Grosero o al otro tonel de tripas venido de Armagh? ¡Respeto!

—Príncipes de la Iglesia! —dijo el señor Casey con deliberada burla.

—Sí: el cochero de lord Leitrim —dijo el señor Dedalus.

—Son los ungidos del Señor —exclamó Dante. Son la honra de su país.

—Es un tonel de tripas —dijo con aspereza el señor Dedalus—. Bonita cara, supongo, cuando está en reposo. Pero deberían ver al tipo atiborrándose de coles con tocino un día de invierno. iOh, Johnny!

Contrajo sus facciones en una mueca cargada de brutalidad, mientras hacía un ruido tronante con los labios.

—En verdad, Simon —dijo la señora Dedalus—, no deberías hablar de ese modo delante de Stephen. No está bien.

—Recordará todo esto cuando sea mayor —dijo acaloradamente Dante—; las palabras que oyó en su propia casa contra Dios, la religión y los sacerdotes.

—Pues que también recuerde —le gritó el señor Casey desde el otro lado de la mesa—, las palabras con las que los sacerdotes y sus títeres acongojaron a Parnell y lo persiguieron hasta la tumba. Que recuerde también eso cuando sea mayor.

—¡Hijos de perra! —gritó el señor Dedalus—. Cuando estaba acabado se le fueron encima como ratas de alcantarilla para traicionarle y arrancarle la carne a pedazos. ¡Perros miserables! iVaya que eso parecen! Por Cristo, que eso parecen!

—Obraron correctamente —gimió Dante—. Obedecían a sus obispos y a sus sacerdotes. ¡Debemos honrarlos!

—Es verdaderamente terrible decir que ni siquiera un día del año —dijo la señora Dedalus nos podemos librar de estas horrendas disputas.

El tío Charles levantó ambas manos tratando de imponer paz, y dijo:

—Vamos, vamos, vamos. ¿Acaso no podemos tener ideas propias, sean las que sean, sin estos modales y esas palabras altisonantes? Es una verdadera desgracia.

La señora Dedalus le dijo algo a Dante en voz baja, pero Dante contestó con voz sonora:

—No me callaré. Defenderé mi Iglesia y mi religión siempre que sean insultadas y escupidas por católicos renegados.

El señor Casey empujó su plato con rudeza al centro de la mesa, y plantando los codos frente a sí, dijo con voz ronca a su huésped:

—¿Te he contado alguna vez la historia de ese famoso escupitajo?

—No, John, no me la has contado —contestó el señor Dedalus.

—¿No? —dijo el señor Casey—, pues es una historia muy edificante. Sucedió no hace mucho tiempo en este mismo condado de Wicklow donde nos encontramos ahora.

Se interrumpió de pronto y, volviéndose hacia Dante, dijo con tranquila indignación:

Y le puedo decir a usted, señora, si a mí se refiere usted, que yo no soy un católico renegado. Yo soy un católico como eran mi padre y el padre de mi padre y el padre del padre de mi padre, en esos tiempos en que ofrendamos nuestras vidas antes que traicionar nuestra fe.