Río entre las piedras - Manuel Fons - E-Book

Río entre las piedras E-Book

Manuel Fons

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Beschreibung

Compilado por Antonio Marts (Guadalajara, 1976), sin ser específicamente una antología, este libro se conforma de 27 cuentos de 27 autores ilustrados por 27 ilustradores en torno a la ciudad de Guadalajara, México. Cada autor tendría libertad de situar su historia donde quisiera con el único requisito de que Guadalajara fuera el espacio geográfico donde se desarrollara, o que por lo menos se hiciera una referencia sutil a la ciudad. […] Otro aspecto que desde el principio quedó claro fue que no se trataría de una antología, tampoco una selección tipo "lo mejor de…", ni una lista como a las que nos han acostumbrado las redes sociales. No se intentaría hacer tabula rasa con los narradores de esta ciudad, incluyendo a unos y excluyendo a otros, ni proclamarlo como "el libro" sobre la misma. […] Al final, la suma da como resultado 27 narradores y 27 ilustradores, además de René Tapia quien se encargó de diseñar la portada. 27 historias sin un orden específico para leer, se puede comenzar de atrás para adelante, a la mitad del libro, o saltando entre las páginas de manera aleatoria como si de los tracks de un álbum se tratara. No hay más orden que aquel que cada uno quiera darle. […] Pero éste es sólo un ejercicio, una más de las posibilidades de lectura con el pretexto de Guadalajara como espacio narrativo. Deseo que disfruten de este río de historias, que se vuelvan cómplices de estos autores e ilustradores y sobre todo, le den a la ciudad un lugar en su biblioteca personal.

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Manuel FonsBea Ortiz WarioGabriela Torres CuervaAndrea BárcenasEnrique BlancScott NeriCecilia MagañaPaulette JoNydia PandoAlejandro ArmentaNylsa MartínezLiliana CamachoMariana MotaMónica Cervantes Sánchez MocersaHilda FigueroaGabriela IbarraRafael MedinaDiana MartínLuis Martín UlloaFabián QuinteroCecilia EudaveJorsFernando de LeónLizeth ArámbulaRamsés FigueroaPatricia GarcíaGabriel MartínSara Paulina ArámburoSara MiauBerenice CastilloChop SueyHÉCTOR PALACIOS edgarseisElizabeth ViveroCarlos AriasMagusbundusCástulo AcevesPedro Sánchezrogelio vegaGuillermo CastellanosCarlos BustosSergio VicencioJ. Raúl RoblesManuel CetinaRodrigo ChanampeMaría MagañaGodofredo OlivaresAndrea CaboaraÉdgar VelascoTopiltzin BMAbril PosasPaulina Magos Peras y manzanasRafael VillegasCasus OlivasAveBarreraElena Guerrero Amable desconocida

Geografías narrativas

A manera de introducción

El día que vi la película Paris, je t’aime me pareció que sería interesante llevar esa idea a un libro en el cual la ciudad de Guadalajara fuera el espacio geográfico y en el que cada autor —porque sería un libro colectivo— situara su historia en alguno de los barrios o colonias más representativos de la ciudad. Después pensé que, a partir del primer cuento, el siguiente debería comenzar justo en el punto donde terminaba el anterior, como una especie de continuación con diferente narrador y otros personajes.

Así surgió este proyecto que al final no fue como se imaginó en un principio; preferí que cada autor tuviera libertad de situar su historia donde quisiera con el único requisito de que Guadalajara fuera el espacio geográfico donde se desarrollara, o que por lo menos se hiciera una referencia sutil a la ciudad.

Otro aspecto que desde el principio quedó claro fue que no se trataría de una antología, tampoco una selección tipo «lo mejor de...», ni una lista como a las que nos han acostumbrado las redes sociales. No se intentaría hacer tabula rasa con los narradores de esta ciudad, incluyendo a unos y excluyendo a otros, ni proclamarlo como «el libro» sobre la misma.

Se trató más bien de encontrar un rasgo común entre los escritores participantes, y éste fue que la mayoría son originarios de la ciudad, otros se han avecindado en ella o la habitaron por un periodo más o menos importante para el desarrollo de su narrativa.

Se hizo una invitación directa a participar en el proyecto en la que se mencionaba la premisa para ser incluidos, la mayoría aceptó; hubo quienes declinaron debido a la carga de trabajo que tenían en esos momentos, porque no contaban con un cuento de las características solicitadas o carecían de interés en escribirlo. Los menos ignoraron la invitación.

¿Cómo se sumaron los ilustradores? Me gustan los libros ilustrados, los aprecio, como lector y como diseñador. Fue por eso y por una extraña afición a complicarme la existencia, que decidí que cada historia contaría con el trabajo de un ilustrador el cual, con su interpretación gráfica, complementara los cuentos.

Curiosamente con los ilustradores sucedió casi lo mismo que con los autores; algunos de inmediato se sumaron, otros no disponían de tiempo para un nuevo proyecto, unos pocos no respondieron, o bien tan sólo recibimos respuestas automáticas con un número de cuenta para depositar.

Al final, la suma da como resultado 27 narradores y 27 ilustradores, además de René Tapia quien se encargó de diseñar la portada. 27 historias sin un orden específico para leer, se puede comenzar de atrás para adelante, a la mitad del libro, o saltando entre las páginas de manera aleatoria como si de los tracks de un álbum se tratara. No hay más orden que aquel que cada uno quiera darle.

Me retractaré un poco: el acomodo de los cuentos en el libro sí es una sugerencia de lectura para quien guste aceptarla. El camino comienza con el texto de Manuel Fons que, me atrevo a decir, bien puede ser la carta de presentación de esta colección de cuentos, pues a través de un fino sentido del humor, que enmascara una crítica mordaz, desnuda a una Guadalajara contradictoria, oportunista, hipster, intelectualoide.... Ese mismo tono humorístico lo mantiene Gabriela Torres para luego dar paso a cuentos más realistas de Enrique Blanc, Cecilia Magaña, Nydia Pando, Nylsa Martínez, Mariana Mota, Hilda Figueroa y Luis Martín Ulloa; la ruta da una vuelta gradual hacia la fantasía con los cuentos de Rafael Medina, Cecilia Eudave, Fernando de León, Ramsés Figueroa, y Gabriel Martín, enseguida podemos disfrutar los cuentos de Berenice Castillo, Elizabeth Vivero y Héctor Palacios que se encuentran a medio camino entre la fantasía y la ciencia ficción. Una nueva desviación nos conduce hacia el terror con la plumas de Cástulo Aceves, Rogelio Vega, Carlos Bustos y J. Raúl Robles. No menos terrorífico, aunque de nuevo con un giro en el timón, un par de textos incómodos sobre la pederastia y el abuso producto de la imaginación de Rodrigo Chanampe y Godofredo Olivares. Abandonamos lo obscuro para volver a la ciudad en su lado más punk con Édgar Velasco, Abril Posas y Rafael Villegas. Como epílogo el cuento desde la distancia de Ave Barrera.

Pero éste es sólo un ejercicio, una más de las posibilidades de lectura con el pretexto de Guadalajara como espacio narrativo. Deseo que disfruten de este río de historias, que se vuelvan cómplices de estos autores e ilustradores y sobre todo, le den a la ciudad un lugar en su biblioteca personal.

ANTONIO MARTS

Guadalajara, noviembre de 2015

Apenas y se le había visto en público (circulaban un par de videos tomados en el aeropuerto y las fotos borrosas que un paparazzo capturó en un restaurante de Chapalita), pero las comunidades culturales, pseudoculturales y comerciales reaccionaron con gran entusiasmo. La impresión general era que, con el famoso cineasta aquí, Guadalajara ya no era tan provinciana, ni tan católica, ni tan emergente; su sola presencia le daba un aire cultural, cosmopolita, un rostro de primer mundo.

Mientras Woody Allen estaba recluido en su casa, según se rumoraba, escribiendo una novela, sus frases circulaban en toda la ciudad, por medios analógicos y digitales; la gente las recitaba de memoria para probar su alto nivel cultural. Entre lectores la más citada era: «Tomé un curso de lectura rápida y leí Guerra y paz en veinte minutos. Tenía algo que ver con Rusia», pero las que vendían más playeras eran: «Alístate en el ejército, contempla el mundo, conoce gente interesante, asesínala» y «La última vez que estuve dentro de una mujer fue cuando visitaba la Estatua de la Libertad».

De un día para otro aparecieron legiones de «alleners», distinguidas en dos categorías. Los primeros, copiaban la superficie: usaban lentes gruesos de pasta, eran vegetarianos, tartamudeaban muletillas en inglés y fingían todas las fobias que conocían de nombre: hidrofobia, acrofobia, claustrofobia, aracnofobia, agorafobia. Los segundos escribían a máquina y emulaban su obra: creaban personajes neuróticos, artistas de clase media con éxito o fama moderada, ancianos intelectuales que se acostaban con jóvenes hermosas y las adoctrinaban sobre literatura, arte moderno, cine y filosofía.

Sus detractores eran mucho menos, pero también formaban dos flancos: unos tildaban sus películas como un asqueroso onanismo estético, puesto que todo remitía a él y a sus traumas; los otros lo acusaban de ser un insensible burgués, por reproducir en sus películas un mundo de fantasía para snobs, e ignorar en forma cínica la realidad social de las mayorías. No obstante, esas diatribas eran un murmullo en medio del big bang.

Era tal la influencia de Woody Allen, que en Providencia aparecieron decenas de psicoanalistas y en Avenida Vallarta se replicaron como Oxxos toda suerte de bares y cafés dedicados al jazz. Uno imitaba una escena de Sweet and Low Down, con todo y el guitarrista rasgueando los ritmos manouche, sentado en una luna dorada horrorosa. La Universidad de Guadalajara y el Iteso le ofrecieron sus doctorados honoris causa, pero el artista, en ambos casos se limitó a enviar un discurso de agradecimiento aderezado con chistes sobre Kierkegaard y Freud. Un joven videoasta creó su versión «allenesca» de Guadalajara, con pintores, poetas, bailarinas y personas cultas que jugaban ajedrez en la acera del ayuntamiento, escuchaban música culta en el Degollado, discutían sobre el escorzo en el «Hombre de fuego» sentados en los equipales del Café Fénix, frente al Expiatorio, al tiempo que vivían sus amores cambiantes e impredecibles como la frase improvisada de un saxofón.

En medio de esta efervescencia, los ciudadanos exigieron un cambio de rumbo político que hiciera juego con el nuevo look intelectual de Guadalajara. Surgió el partido rojiazul, constituido por jóvenes universitarios, ninguno mayor de treinta años, que prometió invertir en educación y cultura, abrir carriles para ciclistas en las avenidas importantes, iniciar el más grande programa de reciclaje de la historia, garantizar el respeto a todas las expresiones religiosas, políticas y sexuales, dar asilo a perseguidos de todo el mundo, volver inteligentes a todos los edificios y habitantes de la zona metropolitana.

¿Qué es una estrella supernova?

Con el partido rojiazul en el poder, los teatros, los museos, las bibliotecas, dejaron de ser la chatarra espacial de Guadalajara y se volvieron sus constelaciones más luminosas. Los partidos de futbol, los payasos callejeros, los comerciantes informales, las películas tipo Fast and Furious, quedaron de la Calzada «para allá»; de la Calzada «para acá», sonaba la Quinta Sinfonía de Mahler, se proyectaban los clásicos de Bergman y Fellini, había presentaciones de novelas existencialistas, musicales de Broadway, teatro de Ionesco al aire libre. Incluso dentro de esa mitad de la ciudad surgió una subdivisión: en los escenarios importantes sólo se exhibían espectáculos de primer mundo; para los artistas locales, se destinaron los lugares menos visibles del centro, pequeños cafés o enormes bodegas donde no dañaran la imagen de la urbe.

La iniciativa pública y, sobre todo, la privada, transformaron de forma milagrosa la zona de Puerta de Hierro en una pléyade. Había boutiques de Gucci, Armani, Dolce & Gabbana, un cubo de Apple, teatro de Broadway, un museo de Ronald Hubbard, galerías de arte contemporáneo, restaurantes, casinos, librerías de cinco pisos; entrar ahí era como viajar a otro país, de forma económica y expedita, sin papeleos, sin maletas, sin manoseos en los aeropuertos. Carlos Slim entró después a la competencia, pero lo hizo en forma sonora, como una big band, cuando erigió en la Avenida Acueducto el Woody Hall, una sala de conciertos deconstructivista, con acabados de cristal, diseñada por Frank Gehry en honor al ícono de la Gran manzana. Faltaban algunos detalles para terminarlo, pero se presumía que ese edificio sería mejor que los escenarios de su tipo en Nueva York, más moderno, con mejor acústica, luminoso como estrella supernova; el Woody Hall sería la torre de Babel que daría a Guadalajara fama internacional.

Para inaugurarlo, dentro de dos meses celebrarían una charla con tres famosos neoyorquinos: Woody Allen, Paul Auster y Scarlett Johansson. Esta vez la presencia del cineasta estaba confirmada porque en ese mismo evento le entregarían las llaves de la ciudad. Las únicas condiciones del artista, como cuando tocaba con su banda en el Café Carlyle, eran que la gente no se le acercara ni le hablara, y que los reporteros mantuvieran una prudente distancia.

Los grupos conservadores y ultraconservadores estaban furiosos. Según sus voceros, Guadalajara se estaba convirtiendo en la Sin City por culpa de Woody Allen, pues era un pederasta, un ateo, un blasfemo, un decadente y, desde que llegó a la ciudad, sólo había traído los peores vicios de Nueva York: la vida nocturna, las bebidas embriagantes, las mujerzuelas. Por su culpa los jóvenes se embrutecían con vinos caros, llegaban a sus casas a altas horas de la noche y hacían bromas sobre el complejo de Edipo.

En todos los estratos socioeconómicos surgieron rumores relacionados con el llamado «fenómeno Allen». Los más sonados eran:

a) «el Tío Sam exige de vuelta a sus enemigos políticos. Los agentes de la CIA ya caminan en nuestras calles»;

b) «el gobierno tapatío está desapareciendo a los opositores en campos de concentración ubicados en Huentitán el Bajo»;

c) «el siguiente golpe del gobierno es contra la iglesia. Van a incautar sus bienes y a convertir los templos en librerías, teatros, escuelas de cine;

d) «están preparando el terreno para que Woody Allen sea el próximo gobernador».

Cada quien creía el rumor más cercano a sus ideas y lo abrillantaba con información propia. Algunos sospechaban que esos relatos eran un ingenioso marketing para generar más intriga y curiosidad sobre la ciudad; así parecía confirmarlo la creciente cifra de turistas.

A muchos tapatíos les encantaban esas historias porque, por primera vez, todo mundo se interesaba en Guadalajara; esos relatos eran una evidencia de su altura. Las novelas de los escritores más ambiciosos del país ya no sólo se ubicaban en Estocolmo, Tokyo, Berlín, Moscú; ahora ocurrían en la Colonia Moderna, en el Café D´Val, en la Escuela de Música. El artista urbano Banksy, diseñó un esténcil donde Woody Allen tocaba su clarinete vestido de mariachi. Obras de teatro, coreografías, documentales, orquestaciones, series escultóricas, estaban edificando una Guadalajara cultural, mítica como París, Londres o Nueva York. El éxito de la ciudad era tal, que en Yucatán y Querétaro ya había ganado el partido rojiazul, y amenazaba con expandirse hasta tomar las riendas del país.

Faltaban dos semanas para el magno evento que llevaría el brillo de la Perla Tapatía a todos los confines del universo y en la ciudad había una gran expectación. Aún trabajaban a marchas forzadas varios cientos de personas en los últimos detalles del edificio, pero nadie tenía la menor duda de que estaría listo para el gran día. Se repavimentó la Avenida Acueducto y le impostaron árboles al camellón para que luciera más orgánica. Ni el gobierno, ni la iniciativa privada, ni el narcotráfico, escatimaron en recursos para que la avenida luciera como Campos Elíseos, Oxford Street o la Quinta Avenida.

Una semana antes de la gran inauguración, la manzana donde vivía Woody Allen fue cercada para alejar a los admiradores, paparazzi, reporteros que asediaban su casa y se dispuso una valla humana con cientos de elementos de seguridad para evitar que algún loco perturbara el reposo del cineasta. Los serigrafistas no se daban abasto con la producción masiva de objetos conmemorativos. Se redujo veinte kilómetros el límite de velocidad para los choferes de transporte público y a todos los indigentes del centro los hospedaron con viáticos pagados al otro lado de la Calzada.

¿Cómo se forman los hoyos negros?

La fresca mañana de otoño en que premiarían al astro neoyorquino, ocurrió uno de los sucesos más insólitos, un acontecimiento de primer mundo, en el peor de los sentidos. Cuando apenas asomaban los primeros rayos de luz, un avión privado que sobrevolaba el cielo de la Colonia Americana cayó en picada y se estrelló sobre la mansión de Woody Allen. El impacto produjo un estruendo aterrador y desató un terrible incendio. Dos personas captaron con las cámaras de su celular la colisión y las llamas que, en unos minutos, convirtieron la apacible residencia del artista en un infierno. Los vecinos, gritaban y se movían erráticos, pero no hubo ninguno ni tan héroe ni tan loco como para exponer su integridad física por una causa claramente perdida.

Los reporteros locales aparecieron primero que los bomberos para registrar con sus cámaras la consunción de la casa. Cuando los medios internacionales llegaron al lugar de los hechos, ya sólo quedaba una pila de escombros ennegrecida por el fuego. Los analistas de la televisión aprovecharon la ocasión para informar que la gente «de a pie» extrañaba su antigua ciudad, tranquila, sin cámaras en cada esquina, sin batallones de extranjeros apoderándose de restaurantes, bares, teatros. Según ellos, la gente estaba harta de que todas las frecuencias radiofónicas estuvieran saturadas con música de cámara u óperas en alemán e italiano que duraban hasta cuatro horas. Además culpaban al gobierno de esa catástrofe: si el hombre más connotado de la ciudad no estaba seguro, ¿quién podría estarlo? Su interpretación era que ese atentado tenía la rúbrica del fascismo y, si no actuaban rápido, Guadalajara entera correría con la misma suerte.

Los medios de comunicación de todo el mundo informaron que en el Palacio de Gobierno se presentó un tumulto de inconformes: amas de casa, estudiantes, trabajadores honestos, para exigir la destitución inmediata del gobernador. Scarlett Johansson, Paul Auster y otras celebridades regresaron en bandada a Nueva York. Desde la tarde de ese día, el aeropuerto Miguel Hidalgo y Costilla, tenía saturados sus vuelos internacionales. En el noticiero estelar de Carlos Loret de Mola, se informó que las fuerzas policiacas trataron a la gente con la mayor brutalidad y, en consecuencia, había decenas de heridos y, tal vez, un muerto. Las cámaras de Televisa también registraron a algunos tapatíos desesperados, suplicando ayuda del exterior para liberarlos de esa dictadura.

Y fue así como implosionó el «fenómeno Allen», dejando fuego y escombros por toda la ciudad. Los restaurantes, cafés y foros de primer mundo, impagables para el grueso de la gente, fueron cerrando sus puertas. Las zonas de Chapultepec y Puerta de Hierro quedaron en ruinas, como un pueblo fantasma. Despacio, como un atardecer, se fueron esfumando los lentes de pasta, el jazz, el teatro del absurdo, los medios internacionales, las estrellas, las playeras con chistes cultos.

En los días siguientes se restituyó el gobierno tradicional y volvió el viejo orden, los partidos de futbol, los poetas locales, las canciones de sólo tres minutos. Ya sin Woody Allen, la ciudad recuperó sus formas y colores reales, su rostro genuino; la Pequeña Manzana volvió a ser la Perla Tapatía.

No quedaron restos del artista, pero en Lennox Hill, el barrio donde vivía en Nueva York, levantaron una escultura en bronce y grabaron con tipografía Windsor una de sus frases, la que mejor abreviaba su sentido del humor, su ingenio, su vida, su muerte: «Este año soy una estrella, pero ¿qué seré el próximo?, ¿un hoyo negro?».

Cuando la conocí, lo primero que vi en ella fue que estaba buenísima. Lo demás me cayó encima precipitadamente, como una tormenta. Nunca me han atraído las mujeres de cuerpo perfecto, me da la impresión de que son de otro planeta o que han venido a este mundo sólo a burlarse de los que tenemos mucho de más o de menos.

Mi caso es el segundo: de chico, mi familia hizo gala de una imaginación creativa superior y durante años me llamó así: Flaco. Flaco para acá, Flaco para allá. Con artículo cuando se trataba de algo formal, en tercera persona: El Flaco hizo esto. ¿Quién crees que fue?, pues el Flaco. Buenos para echarme la culpa y para provocar en otros desconfianza hacia mí. Puede que sea por eso, pero entre mi familia y yo hay una repugnancia indisoluble. Cuando me ven, me abrazan y me dan un beso al aire, me aprietan, mientras sus lenguas viperinas dicen a mi oído: Flaco, Flaco. Se me hace que fue por tanto recordatorio malintencionado que nunca pude engordar ni un kilo. Así empieza esto. Yo flaco como un estambre y ella buenísima. No es un gran comienzo, pero es lo que tengo.

Cuando llegué al taller de crucigramas por primera vez, Candy, la moderadora, empezaba a explicar cómo se llevarían a cabo las dinámicas. Mientras daba una presentación de sí misma, dio un par de vueltas alrededor de la mesa; con una sonrisa inocente y un cuerpo imposible de ignorar, impactó prácticamente a todos los que ahí nos encontrábamos, antes de posar su esponjoso trasero en la silla de la cabecera. Siguió con su exposición, aun cuando nos tomó unos segundos retomar la atención en lo que decía: todos los días trabajaríamos con una letra, elegida al azar del alfabeto. Contándome a mí, éramos diez en total, entre hombres, mujeres y Candy, la maestra espectacular. Expuso con lentitud algunos ejemplos, como si se hubiera tomado un ansiolítico antes de salir de su casa. Ya después supe que arrastrar las erres era algo cotidiano en su discurso.

No lo niego. Uno tiene que asumir sus decisiones. Cuando vi el anuncio en el Sólo ofertas del OXXO, me pareció una modalidad interesante para una ciudad en la que lo más excitante son los talleres de cuento, por lo general en manos de urracas que creen saber todo de todo. Después del último intento, cuando saliera huyendo de un instituto cuasi cultural, creí que todo contacto humano se había acabado para mí. Fue cuando el destino me dio otra posibilidad y precisamente, en el mismo recinto: ¿A quién se le ocurre inscribirse en un taller de crucigramas? A mí. Yo lo hice. Caí en la trampa de la novedad y me enredé en un infierno llamado Candy. Una buena historia pudo surgir de nosotros, pero me dejé hipnotizar por su modo de mover ese cuerpo imposible y todo ardió sin remedio.

Que ella fuera la guía del taller de crucigramas me sorprendió. Por lo general las moderadoras son gordas, viejas o cuando menos, han sido traspasadas por la pica de la amargura. Convocó, con una risita de por medio, a que nos conociéramos: Lo que quieran decir, siéntanse libres que a eso venimos a este taller. Los demás la trataban con familiaridad, como si se conocieran desde siempre. Si alguna mirada sentí cuando me tocó mi turno, fue precisamente la de ella. Dije cualquier cosa, lo primero que se me ocurrió. Después hicimos palabras con la i, con la a, en seguimiento a un programa de lo más insulso. A la salida, Candy me increpó con cara de salvadora de almas: ¿Por qué no te gusta el ambiente bohemio de Guadalajara? Y a mí que me encanta. Amo esta ciudad, la amo. Seguramente algo se me había salido en mi discurso de presentación, si no, ¿cómo podía saber de mis intolerancias? No tenía ni puta idea de quién era yo y ya me estaba preguntando por qué. Dotada de un cuerpo lleno hasta los bordes de una osamenta discreta y menuda, era consciente de su magnificencia. Mientras seguía cuestionando y caminaba inquieta, como hacen todas las que se saben buenas, supe que era de Jalapa y tenía pocos años en la ciudad. Todo esto me lo dijo, junto con las preguntas, mientras bajábamos la escalera y nos dirigíamos a la salida del instituto; el mural de José Clemente Orozco nos siguió con sus ojos paradójicos de festividad y calma, de libertad y prisión, de vida y muerte. El guardia nos dijo adiós a todos, en especial a ella, quien corrió a su coche a buscar un papel donde tenía apuntada la dirección de un lugar; regresó diciendo que no estaba, pero que no importaba porque nos podíamos ir juntos. Que la siguiera, esa fue la indicación. Todavía antes de subirse a su auto, cuando yo ya estaba dentro del mío, la vi despedirse de beso de los otros miembros, a todas luces sus amigos, no sin antes arrancarles la promesa de que también llegarían al lugar. No me cuestioné si realmente deseaba ir, de haberlo hecho me hubiera ido a beber una cerveza solo, como acostumbraba al salir de aquellas sesiones de cuento. Para mí, que soy un tipo aburrido, me pareció una idea aceptable lo del taller de crucigramas para matar el tiempo entre el trabajo y esa primera cerveza de la noche. Pero ella ordenó y yo me dejé llevar, como un títere.

Candy, sus amigos y yo, llegamos al camellón de Chapultepec. Para mi asombro, se había convertido en algo muy distinto a lo que yo recordaba. Las imágenes en mi memoria eran nebulosas: un descampado de fraudes con objetos de calidad pésima, pulseras hippies, artículos viejos, rotos. Una imagen surgió como un pinchazo en mi memoria y se me ocurrió contársela. Terrible error. El caso es que una mujer me vendió una escudilla como pieza barroca genuina. Yo le creí, le pagué lo que traía para toda la semana y le di la pulida de su vida. ¿Cuánto hace de eso, interrumpió Candy? Eso no importa, dije y continué: Así la presumí a mis compañeros de departamento cuando todavía tenía el afán de vivir acompañado. Les gustó tanto que ellos la mostraban con orgullo prestado a quienes nos visitaban. Hasta que yo mismo —nadie me lo contó— la encontré en el departamento de Hogar de Aurrerá de Avenida México, entre una hilera de al menos dos decenas de piezas idénticas. No tuve que decirles nada. Lo descubrieron pronto, pues allí hacíamos el súper por turnos. Me empezaron a decir Flaco farolón y quién sabe qué más. Candy no dejó de reírse durante cinco minutos, sus amigos también, hasta que algo se activó en ella y empezó a mover los pies y las caderas y a mirarme de modo inquisitivo. Odio bailar. No supe qué decir y aunque tuve la precaución de decirle que eso no era lo mío, me jaló de la cintura y me metió en ese vértigo que no quisiera recordar, pero que traigo todavía vívido y caliente en mi memoria de flaco. Como la cosa es al aire libre, no puedo decir que me sentía asfixiado, pero sí que poco faltó para que mis rodillas se hicieran pedazos. Flaco de trapo, eso le faltó decir a mi familia. De su juguete me traía Candy, y como sobra decir que soy liviano, pues no creo que le costara ningún trabajo. En eso estábamos, cuando de la media luz repleta de cabezas surgió un grandote con espalda de caricatura y después de un intercambio de códigos y señales aparentemente muy graciosos, la arrancó de mi vista. Ella soltó una exclamación chillona, haciéndose la sorprendida, y se fue para no volver hasta mucho después, cuando yo ya me había cansado de dar vueltas por las jardineras viendo las plantitas, apreciando la evidente campaña de protección a esos pobres tallos imberbes, escuálidos como a sus órdenes. El caso es que ahí estaba, haciéndome pendejo, cuando oí el taconeo y Candy se me plantó enfrente, más cerca imposible, y me plantó un beso. Al rato pasaron a pedir coperacha para el sonido; dimos una moneda ella y otra yo, nos fajamos otro rato y de pronto, le dieron unas ganas enormes de ir al OXXO por una botella de agua. Los ojos de toda Guadalajara se clavaron en ella mientras cruzábamos. Yo soy un simple flaco, que no se espere demasiado de mí, pero ya se me habían encendido los motores y algo apremiante, parecido a un piquete en el culo, me hacía caminar más rápido, casi volar. Si me hubieran dicho en ese momento, párate aquí y fíjate en ese flaco, podría decir que el tipo se veía feliz.

Después de aquella salida hubo otra más, pero todavía es muy pronto para terminar. La segunda vez anunció que íbamos a ir al Salón Corona, que me iba a encantar. Yo ya conocía, y se lo conté: otro error de mi parte. Cubría a veces a un compa que limpiaba las mesas y una vez que no me salieron las cuentas de lo que dejaban los clientes, casi me dan una tranquiza creyendo que yo había robado el faltante. Otra noche me confundieron con él y me reclamaron una cuita de amor. En fin que casi me matan. Entonces, cuando ella soltó esa risa demoniaca, me di cuenta de que yo estaba tratando de hacerme el chistoso al contarle mis penurias con lujo de detalles. Esa vez del Corona, traía Candy un pantalón de mezclilla con roturas intencionales y una camiseta de muñecas de ojos saltones, con cara de sapos, algo así. No traía nada debajo y todo se le movía a cada paso que daba.

Es de las que les encanta preguntar todo el tiempo, como si fuera una obligación o le pagaran una comisión por hacerlo. Es una experta para comunicarse a pesar del ruido, para que su voz se oiga cristalina y directa; así les contó a los otros lo de la escudilla falsa de Aurrerá y cuando estaba a punto de empezar con lo del mesero sustituto, me salió lo gallo bravo y le apreté la mano. Lo tomó como una invitación a bailar. Me preguntó: ¿Todo bien? ¿Cómo iba a ser si yo me estaba cagando? Pero sonreía como el flaco que soy y me dejaba conducir por todos los mirones y mironas que se la tragaban al paso. Lo peor estaba por venir, como aquella vez en Chapultepec. Los nervios tuvieron tiempo de gestarse lentamente, pues lo primero fue un baile de salsa: tres mujeres muy inferiores a la personalidad de la buenísima Candy se discutieron con un baile muy cabrón, de pegarse, de frotarse, de embarrase con todas las ganas. Me gustó, no lo niego; soy flaco pero no estoy ciego y a quién no le gusta ver mujeres. A Candy le cosquilleaban los pies por demostrarles quién era la más buena y que ellas podrían estar más altas, pero ella movía las caderas mejor que nadie y hasta se daba el tiempo para preguntarme ¿estás bien? cada dos minutos. El atasque en la pista se me hizo una grosería para los sentidos de un ser vulnerable como yo. Lo peor: se lo dije. No dejó de decirme que era un anticuado —lo dijo con otra palabra que ya no recuerdo— y que ella me lo iba a quitar. Se quiso hacer la guerrera que lo consigue todo. Lo más provocador, ahora puedo verlo con más claridad a la luz de la nostalgia, era su cara de niña. Eso es matador. Una mujer buenísima con cara de niña. Esa noche bailamos bachata, según me informó, bueno, ella bailó y yo nomás me le pegué lo más que pude para que no se notara tanto mi presencia. Un tal Prince Roy prendió a todos los presentes. Con Juan Luis Guerra le salió lo romántica y me volvió a besar, me dejó acompañarla al baño y chuparle los pezones colorados en lo oscuro. Total que allí nadie se daba cuenta de nada. El flaco fantasioso que soy ya estaba con ganas de meterle la mano más abajo cuando, como si la hubiere picado el mosco del dengue, se prendió otra vez y me jaló a la pista. Sé que soy tieso como rama de árbol, pero no tenía por qué burlarse como lo hizo. Los amigos del taller la rodearon y al cantar de Candy, Candy, Candy, la hicieron bailar como trompo en medio de aquella rueda del infierno. Después se le arrimó uno y luego el otro, quién sabe cuántos serían. Yo estaba alelado viendo cómo se movía, por eso ni sentí en qué momento me aventaban al centro de esas entrañas. Quedé justo enfrente de los pechos sudados de Candy: a punto de brotar del escote. Los ojos de todos estaban en ella, pero en cuanto solté algunos desatinados pasos se volvieron hacia mí. Las risas surgieron de todos lados y mientras más se reían, yo menos conseguía agarrar el ritmo. Me paralicé. Quedé como una estaca, clavado en la tierra con la mirada fija en mi epitafio. Candy no podía más de divertida. En ese calvario me encontraba, cuando se hizo otra vez la sorprendida, echó su gritito matador y se puso a bailar con otro mastodonte que brincó a la pista atléticamente. Me escurrí: algo imposible para una estaca, pero posible para un corazón mexicano que acababa de ser violentado. Todavía alcancé a escuchar el río de burla que corrió tras de mis trancos, casi pude ver flotar mis huesos en las aguas puercas de mi vergüenza. El cabrón aquel era una bestia para la bailada; con ese talento, se pitorreaba de todos los flacos empeñosos de este mundo. Apenas había yo pedido una cerveza en la barra, cuando la vi pasar, no caminando sino bailando hacia la barra con el gorila de verga parada. Al pasar, me dio unas palmadas en la espalda. Se acercó a mi oído y me dijo con la voz más dulce: ¿Estás bien?

La tercera vez, revestida ya en mi memoria con mucha decepción, me esperé a la salida del taller, según yo enfrascado en resolver las palabras del ejercicio. Para entonces ya me había dado cuenta de que la bailada era una cuestión de rutina, de tal forma que al salir como siempre, rodeada por todos, escuché que ella capitaneaba el acuerdo para el dónde de esa noche. Me negué con toda la valentía que me fue posible. Me pareció que mi dignidad de flaco se recuperaba un poco. Pareces mi papá, dijo con el afán de ofenderme. Le pude haber dicho algo memorable, pero me quedé miserablemente callado. Después puso esa cara de ángel, su muy ensayado gesto. Me salió lo macho y me aguanté; ella, más insistente que una alarma de coche que se enciende en la madrugada, no aceptó mi negativa a la primera. ¿Por qué no? ¿Estás bien? ¿Qué te pasa?

Sé que habla de mí con ellos, que los divierte con mis historias. Que se precia de que su alma de socorrista ha fracasado conmigo. Ser flaco tiene sus ventajas; nada resiste más que una vara de nardo, como me decía mi mamá con ojos de amor. Y aunque todavía me acuerdo de lo cerca que tuve a Candy y aquellas cosas que me dejó hacerle, ahora no me queda más que mirarla mientras habla y habla y se mueve y se mueve, mientras estira las erres y se le ocurren los ejercicios más idiotas de la creación, en lo que menea ese cuerpo divino para un lado y para el otro. A veces me invita con el mismo tono en que se dice buenas tardes, ya sin insistencia, con cierta resignación. Siempre digo que no. Llegará un día en que Candy asuma que soy un caso perdido y abandone las cortesías. Y yo aquí sigo, sin atreverme a dejar este absurdo encuentro de crucigramas, de palabras encontradas, de sentidos opuestos. Sin animarme tampoco a unirme de nuevo a esa bola de fuego. Todo se me va en resistir.