Rizoma mío - Patricio Rioseco Saavedra - E-Book

Rizoma mío E-Book

Patricio Rioseco Saavedra

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Beschreibung

El rizoma es un tallo subterráneo de algunos vegetales que crece horizontalmente en forma casi infinita, y que puede cubrir enormes extensiones de terreno para generar una verdadera red con la que se comunica con otras plantas de índole similar. La vida humana, al establecer vínculos sociales, familias, núcleos de interés, núcleos de conocidos, comunidades y países que se relacionan entre sí, y que también ocupan enormes extensiones de terreno, supuestamente, para obtener beneficios para todos, debería ser rizomática. El protagonista de este libro nos entrega su propio rizoma, compuesto de recuerdos desordenados pero únicos, que formarán el mapa de una vida para dar origen a un nuevo bulbo a partir del cual aparecerá una nueva clase de existencia.

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Rizoma míoAutor: Patricio Rioseco S. Editorial Forja General Bari N° 234, Providencia, Santiago-Chile. Fonos: 56-2-24153230, 56-2-24153208. www.editorialforja.cl [email protected] Primera edición: enero, 2023. Prohibida su reproducción total o parcial. Derechos reservados.

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor. Registro de Propiedad Intelectual: N° 2022-A-9701 ISBN: Nº 9789563386226 eISBN: Nº 9789563386233

Para Maxi, mi hijo.

INTRODUCCIÓN

¿Qué es un rizoma?

El rizoma es un tallo subterráneo de algunos vegetales que crece horizontalmente en forma casi infinita, pudiendo cubrir enormes extensiones de terreno.

En su trayecto de crecimiento, produce brotes o raíces desde bulbos o nudos que cada cierto espacio forman nuevos nudos. En estos bulbos, se almacenan nutrientes que le sirven de reserva para los tiempos de escasez. Se distribuye el rizoma en forma irregular, y genera una verdadera red que ocasionalmente se comunica con otras plantas de índole similar. No tendría por qué morir, ya que su forma de vida es permanente, se constituye en un continuum, a menos que se lo coseche. La vida humana, al establecer vínculos sociales, familias, núcleos de interés, núcleos de conocidos, comunidades y países que se relacionan entre sí, y que también ocupan enormes extensiones de terreno, supuestamente, para obtener beneficios para todos, debería ser rizomática. El pensamiento funciona, igualmente, de esta manera. Un pensamiento lleva a otro y a otro y a otro, pero no pierde el vínculo con el original, de la misma forma como cuando navegamos por la web. Esta forma de decir y pensar fue desarrollada en filosofía por Gilles Deleuze y Félix Guattari quienes, en la Introducción de su RIZOMA, aconsejan:

“¡HACED RIZOMA y no raíz, no plantéis nunca! ¡No sembréis, horadad! ¡No seáis uno ni múltiple, sed multiplicidades! ¡Haced la línea, no el punto! La velocidad transforma el punto en línea. ¡Sed rápidos, incluso sin moveros! Línea de suerte, línea de cadera, línea de fuga. ¡No suscitéis un general en vosotros! ¡Haced mapas y no fotos ni dibujos!”.

La Multiplicidad y la Libertad son las bases del estudio filosófico de estos pensadores. Abarcar el todo con el pensamiento. Recordar, no importa en qué secuencia, sin una dirección, sin un director o general, va a hacer que tu vida sea al final UN TODO.

El trayecto de una vida es el recuerdo. No hay pasado ni futuro, solo presente y este, rápidamente, se convierte en pasado. Los bulbos de este rizoma que es la vida y sus conexiones le dan continuidad, mas, al igual que este elemento subterráneo, las líneas de fuga cubren áreas de sensibilidad momentánea que llevan a otros lugares, a otros recuerdos. Es difícil recordar linealmente. El recuerdo nunca es un punto, siempre una línea que se dirige desde el pasado, al presente. El recuerdo no tiene futuro ni pasado pues está ocurriendo hoy y conlleva cambios, lo que hoy recuerdo, a lo mejor ya no será lo que recuerde mañana y eso debo aceptarlo. Nuestra vida humana está hecha de recuerdos y cada integrante de la humanidad, recuerda a cada instante. En algún momento y lugar, estos recuerdos/pensamientos se encontrarán y formarán la red que llevará a los “recordantes” a la unidad y, finalmente, a la comprensión. La modernidad nos da el ejemplo más claro de lo que es un desarrollo rizomático. Los diferentes intentos de crear una inteligencia artificial se basan en las redes neuronales cada vez más complejas y amplias del machine learning. Infinita red de conexiones e interconexiones, sin una dirección predefinida. Donde llegue, será el punto de partida, que ya no será el mismo puesto que fue modificado durante el desarrollo de esta red. Nunca un punto, siempre una línea, dicen Deleuze y Guattari, ese concepto asegura el progreso. Un mapa cambia constantemente, el dibujo se desvanece, no permanece, la foto es solo un momento. El esquema de tu vida lo estás haciendo todo el tiempo. De eso trata lo que escribo. De recuerdos desordenados pero únicos, núcleos que dan origen a otros recuerdos que formarán el mapa de una vida que seguirá creciendo en la medida que sea alimentada por otros recuerdos. En algún momento esta multiplicidad de recuerdos se encontrará y formarán un todo, a lo mejor un nuevo bulbo a partir del cual aparecerá una nueva clase de existencia.

Por otra parte, y apoyando ahora con algo tangible los preceptos filosóficos antes enunciados, recién hemos aprendido que la vida no es binaria, gracias a los trabajos de los investigadores Romain Boisseau, David Vogel y Audrey Dussutour (Proceedings of the Royal Society of Biologycal Sciences, abril 2016) que han investigado un organismo aun inclasificable como animal, vegetal u hongo, que no tiene género, Physarum Polycephalum, llamado coloquialmente Blob, que vive y piensa, sin tener corazón ni cerebro, desde hace 500 millones de años, antes de que cualquier animal apareciera sobre la tierra y, por supuesto, muchos millones de años antes de la llegada del último invitado, el hombre. Es un organismo unicelular que no se multiplica como sabemos lo hacen “normalmente” las células, que se dividen de dos en dos, sino que sus múltiples núcleos se dividen a voluntad, y hacen crecer al individuo en forma infinita y en cualquier dirección. Puede entrar en períodos de latencia (no muerte) por mucho tiempo y “revivir” con posterioridad. No requiere de otro individuo en su proceso vital y se ha descubierto que posee la no despreciable cantidad de 720 sexos. Pero ¿qué es el sexo? ¿Qué es el género? Creo que solo una de las miles de manifestaciones de vida que podemos encontrar en nuestro propio medio, a nuestro alrededor, junto a nosotros y que contribuyen por igual, sino más, al desarrollo diverso tanto de la creatura humana y sus comunidades como del mundo en que vivimos.

Es mi intención hacer un todo, una vida, a partir de recuerdos no compartidos, sin una organización jerárquica, que no consistan en memoria familiar, sino en recuerdos propios, no contaminados por los de los demás, si es que eso puede ser posible.

Patricio Rioseco Saavedra,

Concepción, Chile.

CAPÍTULO I Infancia y pubertad

Patricio Rosco o Pato, como familiarmente lo conocen, es un médico de gran experiencia que se encuentra en el último tercio de su vida. Algunas de las afecciones propias de la edad y otras, producto de la forma en que hasta aquí ha llevado su existencia, comienzan a aquejarlo y siente que el tiempo se le está acabando. Molestias, dolores, menoscabo de sus capacidades físicas lo inquietan y desea, antes de comenzar a perder la capacidad de pensar y de hilar recuerdos, como ha observado que les ocurre a muchos de sus pacientes y conocidos, que ya no están, desvelándose cada noche, intentar recordar, más temprano que tarde.

La vida es una sucesión continua de acontecimientos que pueden estar inscritos en lo que llamamos “el destino” y que, por lo tanto, tarde o temprano nos afectarán. La memoria, al parecer, ya le juega malas pasadas; los recuerdos vienen en oleadas y no logra ponerlos en un orden cronológico. Se angustia, porque cree que ya es tarde para llegar a buen término con la revisión que ha decidido iniciar, pero como toda su vida ha sido un gran lector, las lecturas de filosofía vienen en su ayuda. Se acuerda en un momento de Gilles Deleuze y de Félix Guattari y su Rizoma y se convence así mismo de que el orden no tiene importancia. Lo importante es recordar. Recordar y registrar los recuerdos ya que el trayecto de una vida es precisamente eso, los recuerdos. No importa en qué secuencia. Todo lo que tú recuerdas, se refiere en última instancia a ti y forma un todo coherente contigo mismo.

La mayoría de los relatos de memorias que Patricio ha leído comienzan con la apertura de un baúl de los recuerdos o con el encuentro fortuito de algún objeto largamente olvidado y querido. Él no tiene un baúl, un muñeco de cera, porcelana o trapo, ni siquiera antiguas fotografías ni una pieza de ropa en la que se pueda apoyar con la finalidad de ayudar a la memoria a dar forma a los recuerdos de niñez. (Georges Perec: W o el recuerdo de la infancia, LOM 2005) Se ha cambiado tantas veces de domicilio a través de la vida que todo lo físico ha ido quedando atrás, olvidado. A lo mejor su baúl de los recuerdos reside en algún lugar de su cerebro, tal y como al parecer el estudio moderno de neuroimágenes lo sugiere, desde donde se pueden procesar los eventos pasados y darles forma.

En realidad, no tiene memoria propia de su infancia. Es la memoria de otros la que moldea su niñez. Tiene presentes en la mente fugaces instantes que le hacen recordar olores, en su mayoría agradables, sabores, en su mayoría deleznables y, más que nada, sentimientos y sensaciones, todo acompañado de algunas imágenes que aún perduran y hacen o constituyen una experiencia. Por ejemplo, el olor y el sabor de las galletas de miel que le daban para Pascuas o cerca de Navidad en el Colegio Alemán, donde estudió de pequeño, degustadas en una sala más bien obscura, apacible, rodeada de estantes con libros, quién sabe a quién dirigidos, ni siquiera de qué trataban, madera en las paredes y una sensación de paz y silencio que seguramente en casa no encontraba. No eran los dulces ni tortas en casa de la abuela, horneadas por sus tías, tan comentadas por todos los hermanos cuando llegaban a reunirse. A lo mejor era el hecho de estar allí y no en casa donde como ocurre en todas las casas, en todas las familias, había discusiones, prisas, quehaceres propios de cualquier hogar, o la ausencia de sus padres que trabajaban fuera, pero, cuando evoca su infancia primera, ese es el primer recuerdo que se le viene a la cabeza. El sabor del pan remojado en leche que la nana de entonces le servía al desayuno y también a la hora de once, le gustaba ver cómo el pan se embebía de leche y luego, el sabor que se percibía al sacarlo con la cuchara y llevárselo a la boca. Era invierno y probablemente una estufa calentaba el que llamaban comedor del diario, en el que les servían a los menores. También aquel era un lugar agradable ya que tenía ventanales que se abrían a un jardín que imagina siempre florido en primavera y verde en invierno, cubierto por la lluvia torrencial de ese entonces. Ahora, todo el mundo sabe que ya casi no llueve. Recuerda los veranos en el campo familiar pero no el pleno verano sino los últimos días de vacaciones, cercanos al mes de marzo, vecinos al otoño, en que el sol de la tarde no era blanco luminoso ni amarillo sino más bien anaranjado y daba una tonalidad terracota a todo, apacible, y evocadora. Le gustaba quedarse hasta tarde en esa presencia que, poco a poco, delineaba mejor las copas de los árboles y coloreaba el cielo lejano. Era el silencio, el verdadero silencio de no decir nada, de no escuchar nada hasta que comenzaba el canto de los grillos, cigarras o quien sabe qué insectos. En esos momentos, se sentía tranquilo, en paz. Nada le molestaba, nada le preocupaba, solo ser testigo del atardecer, de cómo la noche comenzaba. Aparecía una primera estrella y con eso, ahora sí, el temor a la noche obscura de los campos. A lo mejor a todos los pequeños les ocurría algo similar pues intentaban retrasar al máximo el momento de irse a la cama escuchando en aquel gran comedor de la casa familiar las típicas historias del campo, del diablo que caminaba por sobre el techo, de los aparecidos, de los OVNIS que de vez en cuando alguien había visto pero, inevitablemente llegaba el momento en que se debían ir al gran dormitorio de los niños y se apagaba la última vela que daba algo de claridad. Sobrevenía, entonces, para él la ceguera. Una negrura infinita, intentaba ver sus manos pasándolas una y mil veces por sobre la cara con los ojos desmesuradamente abiertos, pero no percibía absolutamente nada. Es probable que sus hermanos y primos sintieran igual, pero ese era el momento de su terror. Esperaba con la vista dirigida fijamente hacia donde se ubicaban los postigos de madera que cubrían las ventanas, esperando ver algo de claridad, pero la negritud no le dejaba hasta que seguramente el sueño lo vencía y despertaba en la mañana nuevamente a la visión. Nunca dijo nada, era tan fácil haber dicho que necesitaba algo de claridad para poder estar tranquilo y dormirse sin miedo, pero su timidez de entonces, y también de ahora, no se lo permitía. Venía el desayuno, con el pan tostado sobre la cocina a leña, untado en una generosa capa de mantequilla y, luego, a planificar el día. Ese era otro momento que le era desagradable pues sabía que, invariablemente, se expondrían al sol caliente del verano por largas horas, caminando por rutas polvorientas y complicadas, transpirando con la piel caliente y la cara enrojecida para llegar a algún lugar donde no se podía descansar o estar tranquilo. Por lo general, eran casas de familiares o conocidos, en donde abundaban los perros que ladraban y exponían sus dientes a los recién llegados, a los desconocidos. El miedo a los insectos, arañas, culebras o ratones lo atenazaba durante esos paseos. Tal vez alguien lo tomaba por la mano. Recuerda, eso sí, el haber hecho largos trechos sobre los hombros de su padre. Los hermanos se turnaban para gozar de ese privilegio. Desde allí se podía ver mejor el horizonte hacia el que se dirigían y la larga o corta fila de caminantes que eran. La altura le daba seguridad. No pisaría barro, tierra, excrementos de animales, secos o frescos, que eran, a su parecer, abundantes en esos caminos. El polvo que se levantaba en algunas partes, al caminar o al correr, le molestaba. Se le secaba la nariz y no tenía otro remedio que humedecérsela con su propia saliva para lograr respirar con facilidad. Recuerda que lo primero que hacía, al llegar al lugar de destino, era mojarse la cara y aspirar el agua por la nariz, para luego sonarse en un pañuelo que salía sucio de tierra o polvo, Ya podía respirar. Tal vez a todos les sucedía lo mismo, pero jamás vio a sus hermanos en esas tareas. No recuerda interacciones con sus iguales. Siempre fue un niño solitario, taciturno y callado, que imaginaba mundos donde no los había. Bajo una piedra, en el musgo fresco, en las mañanas cubierto por el rocío de la noche, bajo el cual habitaban los duendes que poblaban los cuentos que les hacían escuchar. Sus duendes y enanos eran solo de él. No eran como los de aquellos cuentos, él se incluía en su diario vivir y percibía el olor a pasto tierno, bosques de árboles no conocidos y paseos interminables por aquellos parajes ignorados durante los cuales ocupaba gran parte del tiempo y que, seguramente llamaba la atención de los mayores pero jamás le preguntaron. Es muy probable que, hoy en día, sobre la base de esos parámetros de conducta y según el CIE (Clasificación Internacional de Enfermedades) se le catalogara como portador de TEA (Trastorno del Espectro Autista). Poco recuerda de juegos con sus hermanos y primos. Según el decir de otros, era un debilucho, siempre le sucedían percances y debía excluirse de los juegos luego de algún accidente menor o mayor. Era para ellos el “Pato aporreado”. Dos hechos se le presentan en la memoria. No en la de los otros ya que van acompañados de intensas sensaciones corporales. En el centro del gran patio de la casa de la abuela, había un naranjo y, a su alrededor, los niños jugaban a la gallinita ciega. Una vez le tocó ser dicho personaje y, cubiertos los ojos con un pañuelo, debía correr y sujetar a alguno de sus primos o hermanos para cambiar roles. Corrió y de pronto se sintió violentamente detenido por una pared muy dura. De inmediato experimentó un dolor muy intenso en la cara y comenzó a brotarle un líquido tibio de la nariz. Era sangre. Se la había quebrado al chocar con el tronco del naranjo. No recuerda que más sucedió posteriormente o que atención recibió. El otro instante presente lo sitúa en el mismo patio, sentado apoyado contra una pared de la casa, viendo como Alfonso, un mozo de la casa conversa con una de las nanas, sujetando un gran estante. Tiene un gran bigote y al parecer está fumando. En el momento en que decide botar la colilla y aplastarla con el tacón del zapato, deja de sujetar el mueble y este se vuelca hacia donde está Pato. Escucha un grito, al parecer externo a él y luego recibe un fuerte golpe en la cabeza. No recuerda nada más. Ni dolor, ni sensación alguna de desmayo ni otro síntoma. Tampoco recuerda qué sucedió después. Solo lo que recuerdan otros: fractura de cráneo (hundimiento de cráneo parietal derecho). ¿Qué se hizo? ¿Qué hicieron? ¿Hospitalización? No lo sabe, pero eso no tiene importancia ya que no está en su memoria, no está en su sentir.

Sus padres, ¿estaban presentes en esa época de la vida? Seguro que sí, pero no lo tiene en su imaginario. Tal vez está allí solo el recuerdo de las siestas que dormía al lado de su padre asiéndolo de la mano luego del almuerzo y que, posteriormente, al despertar, él ya no estaba. Se sentía solo y abandonado. Habría deseado que, al marcharse, lo hubiese despertado y se hubiese despedido, pero él no deseaba hacerlo y quería que siguiera durmiendo plácidamente como al parecer lo hacía. Su madre, ¿les leía? ¿Le contaba cosas? No lo sabe, no tiene el recuerdo de ninguno de ellos dándoles las buenas noches o despertándolos en la mañana. Sabe que ella les enseñó a leer y a escribir, pero no lo recuerda.

Recuerda a sus tías solicitándole que tradujera al castellano las indicaciones del Burda Moden, desde el alemán, ya que ellas, al parecer, hacían ropa para la familia. Le gustaba, pues era fácil. Solo leer, sin pensar si era en uno u otro idioma. El papel era brillante y suave, había imágenes de hombres, mujeres, niños con vistosos trajes de colores que le gustaba ver, y los moldes que correspondían a cada uno, con las indicaciones que a ellas les interesaban y que luego dibujaban en papel blanco para recortarlos con grandes tijeras negras, según sus instrucciones. Imagina que después llevaban el molde al paño, lo cosían y se transformaba en alguna de las prendas que había visto en la revista.

Dicen que los niños son como esponjas, que captan e incorporan todo lo que ven y sucede a su alrededor, pero por más que él estruja la esponja, solo logra sacar muy poco de lo propio de aquella edad. Solo historias contadas una y otra vez por muchos y por él mismo, que hacen la memoria del colectivo familiar. Intenta llegar al recuerdo propio, no contaminado con memorias ajenas, pero es muy difícil. A lo mejor la infancia no tiene memoria se dice, tal vez está hecha de fragmentos que se rellenan con lo que hemos escuchado acerca de aquella época de nuestra existencia. Es un trozo de arcilla que se está empezando a moldear, un cuaderno en blanco en el que se comienza recién a escribir (eso lo han dicho muchos, pero no importa repetirlo), lo que importa son las primeras palabras, y eso es lo difícil de encontrar. No tiene en la memoria de esa edad conversaciones como las que se describen en relatos y novelas, con sus hermanos ni primos. Tan solo presencias fugaces de juegos en los que no está seguro de haber participado. ¿Vida de familia? Solo las vacaciones de verano y un hecho que sí quedó grabado en su mente: las monumentales fogatas que su padre encendía la última noche que pasaban en el campo. Todos alrededor del fuego y Rolando, su padre, junto a un primo mayor, alimentándolo con las ramas secas que entre todos habían buscado durante el día. ¿De dónde provenía esa costumbre? No lo sabe y es posible que nadie lo sepa. ¿Cuál era el fin de ese espectáculo? Seguro, despedir el verano con algo monumental que recordar durante al menos los primeros meses del año que recién entonces comenzaba para todos. Si investigamos, esas hogueras son propias del hemisferio norte, para celebrar el comienzo, no el fin del verano. Las hogueras de la noche de San Juan, en Galicia, coinciden con la llegada del solsticio de verano. Tal vez la tradición europea se mantuvo con aquellos que arribaron al continente, pero el clima del sur no es el mismo de aquel del norte. En fin, Pato no tiene claro si otras familias hacían lo mismo durante ese período. Ahora, no sabe de ninguna fogata de verano, salvo aquellas que grupos de jóvenes encienden en las playas, tampoco originales de estos territorios, sino derivadas de la colonización cultural norteamericana. Es posible que, en esas ocasiones, en el campo, se cantaran las típicas melodías rancheras que no eran chilenas, sino mexicanas. ¿Tocaba alguien algún instrumento musical? No lo cree. Luego de horas de observar junto a los demás niños cómo el fuego devoraba la leña reseca del verano, y de observar el espectáculo de las llamas que danzaban su peligroso baile en el centro de aquella fogata, donde las chispas, verdaderas luciérnagas de color naranjo brillante, se elevaban y desplazaban según el capricho del viento, los ganaba el cansancio del día y el sueño. Y eso si lo recuerda, a veces los llevaban a la cama en brazos, ya durmiendo. Esa noche no existía al parecer el terror de la negra ceguera. Al día siguiente, venía el regreso a la ciudad. Eso no lo recuerda. Este recuerdo en particular le hace pensar en La luna y las fogatas, de Cesare Pavese. (1950), quien hace hablar al personaje principal que a través de símbolos intenta recordar, recrear su pasado. El fuego evoca las fiestas y la felicidad de la infancia, pero también el cambio que el individuo sufre con el tiempo. A una inconmensurable distancia de Pavese, lo que desea es recordar, rememorar, a lo mejor en forma desordenada, en la medida que las imágenes de aquel tiempo se le aparecen.

Recuerda también las celebraciones de Año Nuevo. Mucha gente, prácticamente toda la familia en casa de la abuela. Padres, tíos, tías, primos, hermanos y medio hermanos en un gran comedor, cenando algo especialmente preparado durante el día para la ocasión. No recuerda en qué consistía aquel manjar, pero el postre, la mayoría de las veces, eran duraznos al jugo. Era tarde y los menores no participaban del jolgorio nocturno de los mayores. Eso era lógico, pues no eran horas para estar despiertos a esa edad. Recuerda haber sido llevado en brazos al dormitorio y un despertar brusco cuando a las doce de la noche o algo más tarde los adultos venían a darles un abrazo a los pequeños. No era agradable despertarse de esa forma que por lo demás no tenía ningún sentido para ellos, los niños. ¿Qué significaba ese abrazo?

De los días de Navidad en verdad no tiene muchos recuerdos a esa edad temprana. Ni siquiera de la puesta en escena de la apertura de los regalos que seguramente eran muchos. No lo sabe. Sí recuerda a su padre instalando todos los años una luz roja en el frontis de la casa, los días previos a la Navidad. ¿De dónde obtuvo esa costumbre? No lo sabe ni lo sabrá jamás, pero era agradable de ver en las noches esa luz roja encendida. Es probable que aquella costumbre se transmitiera de una generación a otra y su origen se perdiera en aquellos países en que es invierno y hay obscuridad en Navidad. En el nuestro, verano pleno y luminosidad por doquier.

No recuerda enfermedades ni remedios: Solo recuerda y piensa ahora que es un recuerdo contaminado con conversaciones ya de adulto, con sus hermanos: el aceite de bacalao. Era una poción que al parecer todos los niños de entonces debían tomar una vez al día para estar sanos. Todos debían tomarlo de modo que su madre o la nana los colocaban en fila, de mayor a menor y les echaban en la boca el dichoso aceite. Una cucharada sopera. Sí recuerda el olor. Fuerte y persistente. ¿Sabor? No hay descripción. Debe haber sido malo, pues le parece ver a su hermana mayor haciendo arcadas y emitiendo algún ruido de desagrado luego de tragarlo. Otra memoria que posiblemente tuvo relación con alguna enfermedad infantil es aquella de una estada en el campo, por un tiempo relativamente largo, y durante el invierno, al cuidado de la tía Techa, dibujante y pintora de la familia, quien le hacía dibujar los paisajes que los rodeaban. Eran bonitos, aunque lluviosos y todos esos dibujos mostraban árboles inclinados por el viento, sin hojas y mucha lluvia. Nubes, obscuridad. No eran coloridos o los colores que usaba eran más bien opacos. Ahora recuerda que lo que más le agradaba dibujar eran los troncos de los árboles con sus cortezas irregulares, rugosas. Al parecer tenía cierta habilidad para el arte pues la tía siempre encontraba que sus obras eran magníficas. ¿Las guardaría? De esa época era también el “jugo de carne” que le daban a beber a media mañana. Le gustaba, era rico, de sabor muy agradable. ¿La receta? Se exprime la carne cruda y el líquido resultante se prepara de alguna forma. ¿Tendrá algún beneficio? Quién sabe. Pero le gustaba.

Otro recuerdo: sufría de enuresis, es decir, se orinaba en las noches sin darse cuenta, pero lo que recuerda efectivamente es que en una ocasión soñaba con tener deseos imperiosos de orinar y no encontraba la sala de baño. En un instante dado, tomaba un zapato y comenzaba a orinar en su interior. Sintió un alivio instantáneo pero muy luego despertó completamente mojado por un líquido de temperatura muy agradable. Se quedó muy quieto hasta que se durmió y en la mañana, lo despertó el frío causado por el líquido ahora helado. No recuerda lo que sucedió más tarde. Es probable que lo retaran, que lo castigaran, pero sus hermanos le han contado que, en ese entonces, le habían colocado el mote de “Chingue meón”. No recuerda que se lo hayan dicho en ningún momento, pero es también probable que la mente haya borrado ese recuerdo como forma de protegerlo de futuros traumas.

En casa de la abuela, que era el lugar de encuentro de toda la familia, recuerda ver, desde el comedor del diario a través de un gran ventanal, en días de sol, un gran jardín, maravilloso, pleno de flores de diferentes colores y formas, donde zumbaban las abejas y a su abuela, siempre vestida de negro, en luto permanente, escogiendo rosas, claveles y quién sabe qué otras flores para hacer un bello ramo, que sería colocado en el centro de la mesa del comedor oficial. Al abuelo no lo conoció, pero si tiene en el recuerdo una gran fotografía que presidía el comedor de esa casa en la que aparece un señor muy serio, de cejas muy pobladas, ojos de color verde y mostachos con los extremos arriscados.

¿Cuánto dura la infancia? Conceptualmente es el período entre el nacimiento y los cinco años. Es el periodo durante el cual se supone se estimula y potencia la cognición, las capacidades o habilidades motoras, comunicativas y afectivas. Pero no sabemos cómo vamos adquiriendo esas capacidades ni cómo las ejercemos, bien o mal. Nadie le dijo jamás: “Bravo, estás aprendiendo”. Nadie dijo tampoco: “Fin de la infancia, comienza la pubertad”.