Se movía sobre las aguas - Andrés Boden - E-Book

Se movía sobre las aguas E-Book

Andrés Boden

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Beschreibung

Este libro está integrado por nueve relatos. Hablar de ellos como conjunto implica detectar ese elemento común que emerge como cardumen hacia la luz, hacia el aire, y que también, y en un tris, se sumerge en lo más oscuro para buscar, para perseguir, a veces para huir. Eso es lo que hace Boden cuando narra: nos conduce por la superficie, a veces calma, a veces picada, nos ofrece el cielo azul y el cielo violeta, con los soles del día y de la noche, cuando de golpe nos hace bucear y descendemos, con él, con los personajes, hacia un fondo que está allí, lo sabemos, pero que permanece siempre incierto.

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Andrés Boden

SE MOVÍA SOBRE LAS AGUAS

CUENTOS

NARRATIVA

Boden, Andrés

Se movía sobre las aguas / Andrés Boden. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Metrópolis Libros, 2022.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-8924-43-4

1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título.

CDD A863

© 2022, Andrés Boden

Primera edición, agosto 2022

Diseño y diagramaciónLara Melamet

Corrección Martín Vittón y Karina Garofalo

Conversión a formato digital: Libresque

Hecho el depósito que establece la ley 11.723. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin la autorización por escrito de los titulares del copyright.

Editorial PAM! Publicaciones SRL, Ciudad de Buenos Aires, Argentina

[email protected]

www.pampublicaciones.com.ar

Peces y sapos

I

Ezequiel le apretó el dedo con una rama. El sapo dio un salto y se infló. Sus ojos eran cavidades quietas, la piel era granulosa y marrón, y las patas se doblaban hacia adentro, rozándose. El chico se acercó en cuclillas y deslizó un dedo sobre el lomo del anfibio, que latía. Luego, lo levantó y las patas traseras del bicho se agitaron en el vacío. Luz se tapó los ojos y torció los labios en una mueca de asco.

—¿Te da miedo? —preguntó Ezequiel.

—Es muy feo.

—¿Decís? —Acercó el bicho hacia ella, que tambaleó y retrocedió.

—No me gusta.

—Estás temblando. Tenés miedo.

—No, es que…

—Está bien asustarse. El pis de sapo puede dejarte ciega.

Apretó el abdomen del anfibio y le apuntó. Ella cerró los párpados y se tapó la cara con las manos.

—¡Basta, malo! —gritó.

—Es mentira, tonta. No hace nada.

—Vos sos tonto.

Ezequiel soltó al bicho, que cayó removiendo la tierra. Se puso a croar y escapó a los saltos.

—Le voy a decir a papá.

—No.

—Sí.

—No fue nada. Perdón.

—Tonto.

Detrás de ellos había un hombre sentado en un banco de cemento. Las hojas de un sicomoro se proyectaban en sombras sobre su buzo. Apenas se veían los ojos, ocultos por la capucha. Tenía barba hirsuta y labios gruesos. El olor que desprendía provocó que Luz arrugara la boca. Sostenía al sapo entre los dedos.

Salió de la sombra y avanzó hacia ellos. La chica se fijó en las uñas negras de los pies y en los pelos enrulados que escapaban de sus sandalias.

—El pibito te mintió —dijo mientras examinaba al sapo—, pero no del todo.

Ezequiel se plantó delante de su hermana y endureció las cejas. Ella atrapó la mano que él había dejado extendida en la espalda y la apretó.

—La parte cierta —continuó— es que los sapos tienen un veneno. Es para defenderse, pero no es una amenaza para nosotros. Si siente una mordida de otro bicho o apretándolo así, larga el líquido. ¿Ven?

El hombre aplastó al bicho con la mano y, después, lo acarició. Mostró las yemas de los dedos húmedas, y se las secó en el pantalón de corderoy. El sapo se le resbaló de la mano y se alejó perdiéndose entre los arbustos.

—Es un buen animal, inofensivo —concluyó.

Los chicos escucharon los gritos de su padre llamándolos. El hombre sonrió y retrocedió para volver a sentarse a la sombra del sicomoro. Sacó un papel para armar del bolsillo y una bolsa de tabaco. Pasó la lengua sobre el papel y lo anudó para envolver las hebras.

—Nuestro papá nos llama —dijo Ezequiel.

El hombre apenas se fijó en el chico mientras armaba el cigarro. Después probó varias veces con un encendedor que fallaba dando chispazos. Cuando prendió, acercó la llamita al cigarrillo y dio una larga pitada, y observó a los chicos en silencio. La bocanada que largó se estrelló contra las hojas y se fragmentó en hilos de humo.

—Vamos —dijo Ezequiel, y arrastró a su hermana.

 

Héctor hacía visera con las manos para evitar el sol. Apoyó el codo sobre el techo del auto y volvió a mirar el reloj. Calculó mentalmente que, con el tanque lleno, tenía para tirar unos días, y luego se acarició la barba. Sus hijos no aparecían y comenzaba a preocuparse. Se arrimó hasta un viejo que descansaba en una silla de plástico, al lado de la entrada del baño de la estación. Le preguntó si había visto a dos chicos: una nena y un nene. El hombre se sacó el sombrero de mimbre y se rascó la cabeza. Cuando estaba por responderle, Héctor sintió unas manos pequeñas aferradas a su pantalón. Era Luz, que lo abrazaba. Ezequiel caminaba detrás con las manos en los bolsillos.

—Acá están. Dale, que nos tenemos que ir —dijo Héctor y acarició el pelo lacio de su hija.

—Papá, Eze me mostró un sapo y me dijo mentiras, que me iba a dejar ciega y…

—¡Ezequiel! —gritó Héctor. El chico lo ignoró y se metió en el auto—. ¿Cómo te tengo que decir que no asustes a tu hermana? ¿Cuántas veces lo tengo que repetir?

Iba a continuar pero se detuvo porque Ezequiel se empequeñeció con la vista nublada. Luz pasó por debajo de su brazo y se acomodó en el asiento.

—No es nada, papá. Ya lo perdoné.

—Bueno… sigamos viaje —suspiró.

Luz miró a su hermano y le sacó la lengua. El chico se mantuvo frío y volvió la vista a la ventana, mientras su padre ponía en marcha el motor. El muñeco del jugador de fútbol colgado en el espejo retrovisor empezó a bambolearse.

Durante el viaje, Ezequiel se concentró en el margen de la ruta, donde se repetían los campos de trigo. Luz le pidió a su papá que pusiera el disco de Shakira. Cantaron los estribillos juntos mientras el chico mantenía el silencio. Héctor bajó el volumen de la música al notar su mutismo.

—Les voy a pedir que sean buenos con su abuela.

—¿Como ella fue con nosotros? —preguntó Ezequiel hosco.

—Los quiere conocer y recuperar el tiempo perdido. Háganlo por su mamá.

—Si no fue buena con mamá —dijo el chico.

—¡Ezequiel, basta!

—Es la verdad —lo desafió.

—Les pido una mano, por favor.

Ezequiel no respondió y volvió a mirar por el vidrio. En el horizonte se empezaban a amontonar nubes violetas, alrededor de un sol naranja.

—Yo voy a ser buena con la abuela, papá.

—Lo sé, mi amorcito, lo sé.

Miró al frente, aferrado al volante. Los rayos del sol morían sobre el vidrio en haces amarillos que desnudaban el polvo flotante.

II

Avanzaron por calles de tierra, custodiados por filas de árboles enfrentados simétricamente, hasta un portón de madera. Héctor bajó a abrir, erraba al pisar el barro. Después, cruzaron un sendero, entre ombúes que se torcían como cuerpos encorvados, y llegaron a un claro donde estaba la casa. Era de paredes ocres y techo plano, con un patio soportado por columnas de cemento cubiertas de enredaderas. Al lado de la puerta de entrada, sentada en un banco de madera, estaba Isabel fumando. Llevaba un vestido blanco que caía en pliegues hasta los tobillos. El pelo era gris y lo tenía atado hacia atrás en un rodete. La piel arrugada parecía estar a punto de quebrarse, pero los ojos eran firmes. Héctor la saludó y presentó a los chicos. La anciana los observó mientras apagaba el cigarrillo. Luz se agarró de la mano de su padre, espiando a la mujer con timidez. Ezequiel, con las manos en los bolsillos, miraba un pájaro que saltaba en el techo. Isabel se acercó a la chica, se arrodilló y la beso en la frente. Después se fijó en el chico, que la evitaba. Con las palmas sacudió su vestido y los invitó a entrar.

El interior de la casa tenía un living con sillones de tapizados rosa y blanco. Enfrente de ellos había una chimenea con fuego encendido. Ezequiel observó un mueble con puertas de madera tallada donde se amontonaban estatuillas religiosas. Estaba Jesús en distintas etapas de su vida, los reyes magos y santos que elevaban la mirada. Se destacaba una virgen de cerámica con las manos extendidas y una capa rosada.

A Luz le llamó la atención un cuadro sobre la pared. Era una mujer con un vestido turquesa. Se hamacaba en un bosque lleno de árboles y flores celestes. La observaban un hombre desde el suelo y estatuas de ángeles. Después, vio una mecedora que había junto a una ventana y se sentó para bambolearse. Héctor miraba un mueble de estantes vidriados que tenía trofeos y diplomas.

—¿Qué son? —preguntó Ezequiel intrigado.

—Son premios que ganó tu mamá.

Luz saltó de la mecedora para mirarlos. Eran dorados y plateados, copas con asas y otras sin ellas, de distintos tamaños; algunas eran columnas coronadas con mujeres bailando o corriendo.

—Mamá era una campeona.

—Sí, lo era —dijo Isabel.

Luz tomó una caja pequeña que había debajo de los trofeos y la abrió. Apareció una bailarina con un vestido rosa que comenzó a girar, mientras sonaba una musiquita.

—¿Te gusta? —le dijo la anciana.

—Sí.

—Era de tu mamá. Podés quedártela.

—¿En serio? —dijo Luz emocionada.

La mano de Héctor, apoyada sobre el mueble, tembló, y Luz lo tomó de la manga mientras le preguntaba qué pasaba. Isabel los interrumpió, dijo que era tiempo de que conocieran el resto de la casa. Él respondió que sí, aliviado, y arrastró a los chicos detrás.

 

Luz estaba acostada y miraba la sombra del ventilador que colgaba del techo. Un tictac no la dejaba dormir.

—¿Estás despierto? —preguntó, pero solo obtuvo silencio por respuesta—. ¿Ezequiel?

—¿Qué pasa?

—No puedo dormir.

—No pienses y vas a ver cómo te dormís.

Se quedó pensando mientras escuchaba el tictac del péndulo del reloj empotrado en la pared.

—¿Qué te parece la abuela?

—Nada.

—Me gusta mucho la casa. Está llena de historias de mamá. La abuela es re buena y seguro la quería un montón.

—No lo demostró.

—¡Sí! ¿No ves cómo guardó todos los premios? Mamá era muy inteligente.

—Si tanto le importaba, no habría desaparecido.

Luz se cubrió con la frazada hasta el cuello y corrió la almohada para estar más cómoda. Todavía no podía cerrar los ojos.

—La amaba. Estoy segura.

—No me importa. Dejame dormir.

—Voy a ser buena con la abuela y le voy a preguntar muchas cosas.

—Como quieras. Ahora callate.

—Seguro que la trataba como una princesa en esta casa tan grande.

Escuchaba la respiración regular de su hermano y pensó en todas las cosas que iba a averiguar al día siguiente.

III

—¡Mirá, un pececito!

Ezequiel se acercó hasta el borde y miró al fondo turbio del agua, en el que vibraban escamas naranjas. Las enredaderas y el musgo cubrían la fuente. En el centro había una columna que terminaba en un recipiente que derramaba agua. El chico pasó su mano por la superficie para removerla. Luz lo miró enojada y gruñó.

Isabel se acercó hasta donde estaban los chicos para sentarse junto a ellos. Llevaba un vestido a cuadros, atado a la cintura por una faja.

—¿Te gusta? —le sonrió a su nieta.

—Vimos un pez. Era naranja, brillante.

—Hay más de uno.

—Era muy lindo.

La anciana buscó en un bolsillo del vestido y sacó un recipiente pequeño. Desenroscó la tapa y dejo caer un montoncito de algo que parecían hojas trituradas. El pez naranja y otro plateado subieron hasta la superficie y comenzaron a devorar los pedacitos dispersos. Luz observaba fascinada.

—¿Sabés que tu mamá pasaba mucho tiempo en esta fuente?

—¿En serio?

—Sí. Le gustaba darles de comer. ¿Querés hacerlo?

Luz agarró el recipiente y les tiró el contenido entero. Los peces removieron el agua peleando por el alimento. Chocaron y se sacudieron en remolinos de burbujas.

—No tenés que darles todo —dijo la anciana.

—Perdón.

—Dejala que haga lo que quiera —la cruzó Ezequiel.

—Le estoy enseñando.

—No tenés por qué. No sos nadie para ella.

—Ezequiel… —intervino Luz, pero no logró que el chico parara.

—Nunca nos visitaste y ahora actuás de abuelita…

—Solo quería contarles cosas de su mamá.

—Vos no la querías. Si no, la habrías visitado para cuidarla.

—Basta, Eze —dijo Luz.

—Vos sos chiquita. No te metas.

El chico agarró una piedra del suelo y la tiró donde estaban los peces, que se sumergieron coleteando.

—¿Por qué hiciste eso, malo? —Luz se abrazó a las piernas de la abuela.

—Son solo peces… —dijo y enrojeció. Cerró los puños hasta sentir las uñas lastimando las palmas.

—Ezequiel, no es necesario…

Pero la anciana no pudo terminar. El chico se dio vuelta y se alejó avergonzado. Ella quiso seguirlo pero no pudo desprenderse de la nena.

—No es malo, abuela. Está raro, nada más. Lo voy a buscar.

—Sí, solo…

—Vas a ver, ahora lo traigo y te pide perdón.

La chica se besó el índice dos veces, haciendo una cruz. Isabel se dejó caer rendida sobre el borde de la fuente, mientras veía cómo Luz se perdía en el jardín.

IV

Avanzó por un pasillo angosto, rodeada de flores. Disfrutó el olor de las rosas y las hortensias, mientras pisaba el rocío. La vegetación estaba crecida y el camino se fue estrechando. Al final tuvo que empujar las flores para acceder al jardín, pero al hacerlo se rasgó el índice con una espina. Un hilo de sangre le cayó del dedo. Lo llevó a los labios para cortar el sangrado.

El jardín estaba repleto de hojas ocres caídas. Sin rastros de Ezequiel. Solo había una chica, sentada frente a un lienzo al lado de la pileta, que mojaba el pincel en un vasito de plástico. Sentada frente a un lienzo, mojaba el pincel en un vasito. Tenía un vestido celeste y llevaba el pelo castaño atado por un moño. Se detuvo a contemplar el cuadro, abstraída.

—¿Vos quién sos? —preguntó Luz con un hilo de voz. Pero la chica se mantuvo silenciosa y cargó el pincel con acrílico para continuar la pintura.

Héctor observó la pila de discos amontonada junto al gramófono. Estaban las mujeres más representativas del jazz: Billie Holiday, Ella Fitzgerald, Sarah Vaughan. Removió el polvo que cubría el rostro de Nina Simone. Llevaba un corte carré que le tapaba las orejas y la mirada fija se perdía en un público invisible.

—Es mi colección —Isabel apareció por detrás con un cigarrillo en la mano.

—A Helena le gustaba mucho.

—Yo le pasé la afición.

—Le encantaba sentarse al lado de la ventana a escuchar los discos —dijo Héctor, y sus pupilas temblaron—. Se acurrucaba con los brazos sobre las rodillas. Podía hacerlo durante horas. Al final era una de las pocas cosas que la calmaban. Siempre quise acompañarla pero nunca entendí mucho el jazz. Ese era su espacio…

—Comprendo.

—Era su momento, sola en un mundo al que no tenía acceso.

—Era una mujer especial.

—Sí, lo era.

 

En el cuadro era de noche. El cielo era un remolino de pinceladas negras y azules. La luna bañaba de manchas blancas el mar. A lo lejos se veía la sombra de un barco pequeño, iluminado por un farol. En primer plano había un pez plateado que saltaba sobre la superficie del agua. Las gotas congeladas por el instante brillaban alrededor.

—Es lindo —dijo Luz, pero la chica no respondió nada—. Sos buena para dibujar, a mí me gustaría pintar así.

La artista apoyó la mano sobre la rodilla y el pincel se le movió entre los dedos, goteando sobre el pasto.

—Hay una fuente con peces acá. Seguro la viste. Hay uno naranja y el otro es plateado como ese —Luz señaló el cuadro—. Mi hermano también es bueno para dibujar, ¿sabés? Lo estoy buscando, capaz lo viste pasar. Es morocho y tiene el pelo cortito.

La chica extendió el brazo hacia atrás y luego con fuerza, hacia adelante, sin soltar el pincel. Las gotas de pintura azul cubrieron el pez y se fundieron con el mar.

—¿Por qué lo arruinás? Es un cuadro muy lindo.

La artista giró y observó a Luz. Su mirada distante la mantenía ausente. El reflejo del sol impactó en su cuello y destelló. Tenía un collar con la figura de un pez plateado similar al del cuadro.

—Ese collar… —dijo Luz, pero la chica tironeó hasta romper la cadena.

Después, tiró el collar a la pileta. Le dio la espalda a Luz y puso sus manos entre las rodillas, dejando caer el pincel. Los mechones negros le cubrían la cara.

Luz se acercó hasta la pileta y contempló el agua. Aunque estaba turbia distinguió el collar en el fondo. Desenredó el cordón de sus zapatillas, y las acomodó al borde de la pileta. Luego enrolló su pantalón hasta las rodillas y metió un pie en el agua. En el otro extremo había un sapo marrón, parecido al que había visto en la estación. El bicho la miraba con ojos quietos; debajo de la boca, la nuez le latía. Ella se agachó y mojó su mano, la sacudió una oleada fría y tembló. El reflejo plateado del collar seguía resplandeciendo en el fondo. Solo era meterse unos instantes y lo recuperaría. El sapo no dejó de observarla, se inflaba y desinflaba en el extremo opuesto. Avanzó dando un par de zancadas y desapareció, dejando una estela de círculos concéntricos en el agua.

 

—Usted hubiese podido ayudarla… —Héctor no pudo continuar.

—Siempre quise lo mejor para ella. Puse expectativas muy altas y cuando decidió irse con vos no pude manejarlo. Ya nos habíamos herido mucho, chocaban nuestros orgullos. Los muros que construimos para defendernos una de la otra. Ella era valiente, de una voluntad imposible de torcer, y yo…

—Ella me eligió y la perdió porque usted no le dio opción, debió haberla entendido. Quise darle todo pero no fue suficiente. La amaba, pero me costaba entenderla.

—Héctor…

—Quiero decirle que la perdoné.

—Lo siento muchísimo.

—Déjeme terminar. Cuando recibí su llamado, al principio no quise saber nada. Usted la abandonó, no estuvo ni en los últimos momentos. Por ella le doy esta posibilidad, porque es lo que ella hubiese querido, pero no me es fácil.

—No tengo palabras…

—Usted me desprecia.

—No, ya no al menos…

—Pero los chicos necesitan una abuela.

—Tardé en comprender y al final no tuve fuerza para ir a visitarla. Era mi flor, no la podía ver marchitarse. Pero siento que el veneno, por fin, dejó de correr y deseo pedirle perdón de alguna manera. Rezo por las dos todos los días… Al ver a mis nietos pude verla a ella y… —la voz de Isabel se quebró. La mano le tembló y el cigarrillo cayó sobre la alfombra.

—Le doy esta posibilidad por ellos. Usted es un puente hacia su madre.

—Muchas gracias. Esta segunda oportunidad no la voy a desaprovechar. Es…

La mujer no pudo terminar porque la interrumpieron los alaridos que llegaban desde el jardín. Héctor soltó el disco, cruzó la cocina y atravesó la puerta golpeando el cancel.

Ezequiel sujetaba a su hermana, que tiritaba. La cubría con el cuerpo para darle calor.

—Estaba adentro del agua. No sé por qué se metió.

—Mi amor, ¿estás bien? —Héctor se sacó el suéter, la tapó y comenzó a frotarla—. ¿Por qué te metiste con este frío?

—Por la chica. Esta-taba bus… cando a Eze y apareció y después tiró el collar y yo…

—¿Qué chica?

—Había u-u-una chica. La abuela la tie-tiene que conocer.

Isabel negó con la cabeza. Se acercó a Luz y al ver lo que sostenía se tapó la boca exaltada.

—Había un sa-sapo y la ne-nena, el collar…

—¿Cuál collar? —preguntó Ezequiel.

Luz juntó fuerzas y levantó el brazo. En su mano colgaba una cadenita con un pez plateado en el extremo. Los ojos de Isabel, que estaban húmedos, comenzaron a lagrimear. Se arrodilló frente a su nieta y comenzó a besarla en la frente. Desde la pileta, observaba la cabeza viscosa del sapo, que flotó unos instantes y luego desapareció, dejando un rastro de ondas que se diluyeron sobre el agua turbia.