Se vende cuerpo - Ricardo García Manrique - E-Book

Se vende cuerpo E-Book

Ricardo García Manrique

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Beschreibung

Los grandes avances de la medicina y la cirugía ofrecen, cada vez más, la posibilidad de salvar vidas y de mejorar considerablemente su calidad gracias al trasplante de órganos. Sin embargo, esto abre un complejo debate ético entre el derecho de los enfermos a la mejor atención médica y el derecho a la integridad corporal de cada persona. En la actualidad, hay muchos más pacientes esperando un trasplante que donantes. Esto ocasiona que, en muchas sociedades, se considere automáticamente a cada difunto como donante de órganos si no hay una declaración explícita de no donar. La situación se torna aún más compleja cuando el objeto del debate son los órganos de personas vivas. En este libro, el autor trata de dar respuesta a las numerosas cuestiones que se plantean alrededor de la posibilidad de un sistema de compra y venta de órganos. Se trata de una obra fundamental, en un momento en que la política ya no puede seguir ignorando este tema, sino que debe legislar sobre él en consonancia con nuestra visión sobre el cuerpo y el ser humano.

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Ricardo García Manrique

SE VENDE CUERPO

El debate sobre la venta de órganos

Herder

Este libro se ha elaborado como parte del Proyecto de Investigación «El Convenio de Oviedo cumple 20 años: propuestas para su adaptación a la nueva realidad social y científica» (MINECO DER 2017-85174-P).

Diseño de la cubierta: Toni Cabré

Edición digital: José Toribio Barba

© 2020, Ricardo García Manrique

© 2021, Herder Editorial, S.L., Barcelona

ISBN digital: 978-84-254-4651-1

1.ª edición digital, 2021

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com)

Herder

www.herdereditorial.com

Índice

1.EL APOGEO DEL HOMO OECONOMICUS
2. ¿PUEDE SER JUSTO UN MERCADO DE ÓRGANOS?
¿Cómo sería un mercado de órganos?
Argumentos a favor
Un mercado presuntamente justo
3. ARGUMENTOS CONTRA LA VENTA DE ÓRGANOS
4. EL ARGUMENTO DE LA DESIGUALDAD
Formulación y examen general del argumento
Consentimiento viciado, coacción y explotación
La desigualdad de los intercambios mercantiles
La desigualdad derivada de un precio injusto
La desigualdad vinculada con la naturaleza específica de lo corporal
De la desigualdad a la degradación
5. EL ARGUMENTO DE LA DEGRADACIÓN: ANÁLISIS PRELIMINAR
Formulación y limitaciones del argumento
Lo degradante
Prácticas y tratos degradantes
Prohibir o desalentar
Ventas degradantes
Mercado y ciudadanía
6. EL ARGUMENTO KANTIANO: LA DEGRADACIÓN INDIVIDUAL
Formulación del argumento
Pérdida de órganos y suicidio parcial
Degradación intrínseca
La falacia de la división
7. MÁS SOBRE PERSONAS, CUERPOS Y COSAS
El cuerpo diseminado
Tres quintos de persona, una pierna seca, monstruos y embriones
Cosas no apropiables
Reproducción y sexualidad
Seres encarnados
8. MALDITO DINERO: LA DEGRADACIÓN COMUNITARIA
El altruismo amenazado
El efecto de comercialización
El pluralismo valorativo
La confusión universal
Las razones del cuerpo
De lo comunitario a lo individual
9. DIGNIDAD Y LIBERTAD
Tres objeciones
Sobre la falta de fundamentación
Sobre la inconsistencia
Sobre la restricción de la libertad
La libertad como capacidad para la autonomía
Dos dimensiones de la dignidad
El dilema dignidad-libertad reconsiderado
10. LA VENTA DE ÓRGANOS: UNA PRÁCTICA DE ALTO RIESGO
BIBLIOGRAFÍA
INFORMACIÓN ADICIONAL

1.EL APOGEO DEL HOMO OECONOMICUS

Hay cosas que pueden venderse y otras que no. En sociedades de mercado como las nuestras, lo que puede venderse es mucho y muy importante, y quizá la hegemonía contemporánea de eso que llamamos neoliberalismo contribuya a que sea todavía más, reduciendo así el ámbito de lo no comercial. Sin embargo, sería claramente falso afirmar que todo puede comprarse, porque muchas otras cosas, también muy importantes, siguen quedando al margen del mercado. Las hay de distintos tipos: unas se reparten igualitariamente entre todos (el acceso a los bienes públicos, como una carretera o un parque, y también el disfrute de las libertades y prestaciones que constituyen el contenido de los derechos fundamentales); a otras no se puede acceder lícitamente de ningún modo (como la pornografía infantil); un tercer tipo de cosas son de tal naturaleza que ni pueden conseguirse mediante un precio ni tampoco distribuirse por otros medios (como la amistad o el amor). Por decirlo de otro modo, hay cosas que podrían venderse, pero que no se venden porque así lo hemos decidido (o viceversa: hay cosas que podrían no venderse, pero que se venden), y hay otras que tampoco se venden, pero porque no podrían venderse aunque quisiéramos.

Es posible que haya por ahí algún extremista partidario de que todo pueda venderse, o de que no pueda venderse nada, pero a la gran mayoría de la gente, más moderada, le parece seguramente bien que unas cosas tengan precio y que otras no lo tengan, cosas que a su vez puedan conseguirse solo por medios no monetarios, o que no puedan conseguirse en modo alguno. Sin embargo, estar de acuerdo en esto no significa estarlo acerca de qué cosas han de caer en el ámbito de lo comercial y cuáles fuera de él. Las drogas, el sexo, la gestación humana o la educación son instancias muy diversas de una larga lista de cosas cuya comerciabilidad es controvertida.

Esta discrepancia no ha de extrañar, porque estamos convencidos de que el trazado de esa línea que demarca lo comercial afectará a valores importantes, y lo estamos tanto si nos inclinamos por un criterio general más mercantilista como si lo hacemos por uno que lo sea menos. Al igual que Michael Sandel (el autor de What Money Can’t Buy), se puede estar preocupado al ver que cada vez más cosas engrosan la lista de lo que se puede comprar, porque se generará desigualdad social o degradación de lo valioso; o, como Brennan y Jaworski (los autores de Markets Without Limits), se puede pensar que lo mejor es precisamente eso, que el ámbito de lo comercial sea lo más extenso posible para que la libertad sea más extensa y la eficiencia en la producción y la distribución de los bienes sea superior.

La relevancia política de esta querella es difícil de exagerar, porque es la que enfrenta a liberales y socialistas desde hace décadas (la invectiva marxista contra el capitalismo no es otra cosa que la denuncia de los males que derivan de que pueda comprarse el trabajo ajeno: la explotación del hombre por el hombre, la alienación individual y colectiva). Desde otra perspectiva, podemos concebir la historia de los derechos humanos, el máximo estándar normativo de nuestra época, como el empeño por reducir paulatinamente el ámbito de lo comercial y ampliar a cambio el de aquello a lo que se accede mediante la mera condición de persona o de ciudadano, y no mediante el dinero que cada uno pueda tener.

El cuerpo humano, ¿es posible venderlo? Y, si es posible, ¿debemos permitirlo? La pregunta puede sonar paradójica si la tomamos en sentido literal, puesto que vender el cuerpo parece equivalente a vendernos a nosotros mismos y ¿cómo podríamos? «Vender el cuerpo» ha sido tradicionalmente una expresión metafórica, acaso metonímica, con la que se ha designado la prostitución. Las prostitutas (aquí el femenino parece aconsejable, por ser muy mayoritario) lo que suelen hacer es mantener relaciones sexuales a cambio de dinero, de manera que tras la prestación de sus servicios siguen conservando su cuerpo, luego no es el cuerpo lo que venden, sino alguna otra cosa relacionada con él de manera estrecha. Quizá «alquilar el cuerpo» sea una expresión más ajustada para designar lo que hacen las prostitutas, aunque tampoco es muy precisa o específica, puesto que también otras actividades podrían ser calificadas así; en realidad cualquier actividad laboral: es difícil imaginar que alguien trabaje sin recurrir de uno u otro modo a su propio cuerpo. De todas formas, también es difícil negar que unas actividades son, digamos, más corporales que otras. Una de las que más es la maternidad subrogada; pero tampoco aquí se vende el cuerpo, sino que más bien se alquila; o, si la expresión no gusta, se implica de manera muy especial en una actividad laboral, la de gestar el hijo de otros.

En sentido estricto, si no el cuerpo entero, lo que sí puede hacerse es vender sus partes y sus productos. «Puede hacerse» significa que es fácticamente posible, no que lo sea jurídicamente. En efecto, el desarrollo de las biotecnologías ha convertido en cosas susceptibles de transmisión útil a un buen número de biomateriales humanos. Primero fue la sangre y después las células reproductivas y ciertos órganos y tejidos. En todos estos casos, uno puede desprenderse de un producto o parte de su cuerpo y transmitirlo a cambio de un precio. Es en este sentido en el que hablaré aquí de «vender el cuerpo». Se trata, por tanto, de ventas parciales, con el resultado de que uno sigue poseyendo su cuerpo (no podría ser de otro modo), bien tal cual era antes de la venta (si se trata de la venta de un producto corporal, como el esperma o la sangre), bien reducido de alguna manera (si se trata de la venta de un órgano no regenerable, como el riñón). Utilizada de este modo, la expresión «vender el cuerpo» se entiende bien y además es correcta, siempre y cuando se asuma que se trata de una venta parcial.

Podemos vender, pues, partes y productos de nuestro cuerpo, pero ¿debe permitirlo el derecho? La cuestión es más controvertida de lo que puede parecer a primera vista. Es muy posible que el sentimiento de repugnancia que genera la venta del cuerpo siga siendo mayoritario entre la gente, pero desde los campos de la filosofía, la economía o la bioética son muchos los que se muestran a favor de legalizar ese comercio, apuntando a la existencia de buenos argumentos e insistiendo en que ni la repugnancia ni cualquier otro sentimiento constituyen una base racional para prohibir nada. En el plano del derecho positivo, y dado que sigue rigiendo la regla general de la extracomercialidad, podríamos pensar que la cuestión es pacífica. Sin embargo, esa regla general ya no lo es tanto. En España, por ejemplo, la compraventa de sangre y plasma está prohibida internamente, pero es un hecho que el Estado español compra esos productos corporales en el extranjero. También está prohibida la compraventa de gametos (esperma y óvulos), pero tanto la donación de esperma como la de óvulos es recompensada con dinero, de 30 a 50 euros en el caso del esperma y en torno a 1000 euros en el caso de los óvulos. Que esta cantidad sea calificada como «compensación» en vez de como «precio» no impide que nos preguntemos si realmente nos hallamos ante una compraventa en vez de ante una donación.

Además de controvertida, la cuestión participa de esa misma relevancia moral y política que muestran todas las que tienen que ver con la mayor o menor extensión del ámbito de lo comercial. Tanto más si tenemos en cuenta que de lo que se trata es de algo tan especial y tan simbólico como el cuerpo humano, cuya colonización mercantil, ha escrito Jeremy Rifkin, sería «el hito culminante del homo economicus».1 Los valores en juego son los mismos, pero su afectación puede ser más aguda. Los partidarios de la comerciabilidad de lo corporal invocan la libertad de poder hacer con nuestro cuerpo lo que queramos, pero también la mayor eficiencia del mercado a la hora de generar recursos (en este caso, por ejemplo, a la hora de disponer de más órganos para trasplante o de más gametos para las técnicas de reproducción asistida). Por el otro lado, sus detractores suelen invocar la igualdad y la dignidad, que se verían menoscabadas si ese comercio se permite. Siendo así, nos hallaríamos ante un conflicto entre valores distintos, sujetos por tanto a una inevitable y difícil ponderación.

En este libro nos limitaremos al análisis del debate sobre la legalización de la venta de órganos destinados a trasplante, que es el que ha alcanzado un mayor vuelo teórico de entre los que abordan la comercialización de lo corporal, quizá porque es el que puede llegar a tener una mayor trascendencia práctica. Son muchos los que esperan un riñón o un segmento de hígado para mejorar sensiblemente su salud o incluso para salvar su vida; si hacemos caso a quienes lo defienden, un mercado de órganos podría aumentar la oferta y reducir esa espera, argumento que les parece suficiente para legitimarlo. Sin negar este argumento, los partidarios de mantener el actual sistema de donación gratuita insisten en que es más igualitario y menos degradante. ¿Cómo resolver este conflicto? A mi juicio, detrás de cualquiera de los valores invocados (vida, salud, igualdad, dignidad) está la libertad, o nuestra naturaleza de seres libres, y de lo que se trata es de determinar de qué modo la servimos mejor. Con ese fin, claro está que no quedará más remedio que preguntarse, una vez más, qué es lo que ha de entenderse por libertad, y así estar en condiciones de comprender rectamente el sentido y el peso del resto de los valores que protagonizan el debate. ¿Somos en verdad más libres simplemente porque el ámbito de lo comercial sea más extenso? ¿Somos más libres si mejoramos nuestra expectativa de vida o nuestra salud, incluso al precio de corromper una práctica social altruista como es la donación de órganos? La desigualdad social y la degradación de lo valioso que tanto preocupa a algunos, ¿no son acaso una desigualdad en la libertad y una degradación de la libertad? Tendremos que responder a estas preguntas y, al hacerlo, es posible que podamos iluminar ese oscuro panorama compuesto por valores diversos y en apariencia inconmensurables.

El debate sobre la venta de órganos, además de ser relevante por sí mismo, lo es también porque su análisis puede ayudarnos a la hora de abordar otros problemas cercanos. Por supuesto, el más genérico de la comercialización de otras partes o productos del cuerpo; más allá de este, otros en los que el cuerpo se percibe como especialmente involucrado: los de la gestación subrogada y la prostitución son dos de los más evidentes, y a ellos haré alusiones puntuales a lo largo de estas páginas. Enfrentarnos a nuestro objetivo principal (si ha de legalizarse o no la venta de órganos) requiere un esclarecimiento del sentido y el valor de «lo corporal», y lo que pueda salir de este empeño será útil para todos esos otros asuntos en que lo corporal está implicado. Como tantas veces ocurre con los asuntos de la ética aplicada, puede que al final lo más interesante no sea formarse una opinión precisa sobre si un mercado de órganos es legítimo o no lo es, sino mejorar nuestra comprensión de lo que somos y de lo que podemos llegar a ser.

1J. Rifkin, «Foreword» a A. Kimbrell, The Human Body Shop. The Engineering and Marketing of Life, Nueva York, Harper Collins, 1993, p. IX.

2. ¿PUEDE SER JUSTO UN MERCADO DE ÓRGANOS?*

La compraventa de órganos humanos está prohibida por el derecho internacional y por la mayor parte de los sistemas jurídicos nacionales.1 Sin embargo, desde hace ya tiempo se viene proponiendo su legalización por parte de filósofos, economistas y especialistas en bioética, como un medio eficaz para paliar la escasez de órganos para trasplante.2 Esta posición a favor de un mercado de órganos es seguramente minoritaria, pero no desdeñable, porque se apoya en sólidos argumentos, o por lo menos más sólidos que los de quienes sostienen la posición contraria, cuyos apoyos principales suelen ser la invocación de la tradición, la intuición, la repugnancia social y el statu quo jurídico y fáctico, más que argumentos racionales propiamente dichos.

El argumento más contundente a favor de la legalización de la venta de órganos es seguramente este: con ella aumentaría la oferta de órganos disponibles para trasplante, y este aumento contribuiría a mejorar la salud y a salvar la vida de muchas personas.

Un ejemplo significativo es el de Gary Becker, uno de los más reputados economistas de las últimas décadas y Premio Nobel en 1992. En un artículo publicado en 2007, Becker trató de justificar la capacidad de un mercado de riñones para aumentar la oferta y así reducir considerablemente las listas de espera. Gran parte del artículo se ocupaba del aspecto empírico de la cuestión, pero en sus últimas líneas aparecía el argumento moral de fondo a favor del mercado:

La respuesta más efectiva a los críticos de la compraventa de órganos es que el sistema actual [el que prohibe la compraventa] impone una carga intolerable a miles de individuos enfermos que sufren y a veces mueren mientras esperan años hasta que pueden disponer de un órgano compatible. El aumento de la oferta producido por el pago eliminaría su espera en buena medida.3

La de Becker no es una propuesta aislada, ni tampoco es una propuesta descabellada. Desde luego, es evidente que faltan riñones y otros órganos para trasplante, y también lo es que, si dispusiéramos de un número mayor de órganos, la salud de muchas personas mejoraría y muchas vidas se salvarían. En cambio, no es tan evidente:

(a) Que el establecimiento de un mercado de órganos aumente su oferta, acaso porque la mercantilización de los órganos humanos pueda implicar una reducción del número de donantes,4 o porque no parece plausible creer que, en una sociedad avanzada en términos de riqueza e igualdad, la gente esté dispuesta a vender sus órganos.5

(b) Que la otra fuente de obtención de órganos humanos (la extracción a partir de cadáveres) sea incapaz de satisfacer la demanda, siquiera sea porque es una fuente que todavía no ha sido aprovechada al máximo, tal como debería serlo.6

(c) Que la donación de órganos no conlleve riesgos significativos para la salud de los donantes. De hecho, se ha propuesto que la obtención de órganos de donante vivo sea considerada una práctica muy restringida, y subsidiaria respecto de la obtención de órganos de cadáver. Esto, por razón de esos riesgos y porque en muchos casos el perjuicio causado a la salud del donante puede ser mayor que el beneficio para la salud del receptor, por ejemplo si la esperanza de vida de este es corta.7

(d) Que no sea posible incentivar de otro modo igualmente eficaz la donación de órganos en vida, mediante compensaciones distintas del «precio» que no supongan una compraventa propiamente dicha. Así, por ejemplo, en relación con el sistema español de trasplantes, se ha sugerido que el establecimiento de un mecanismo de compensación o ventaja para los donantes (o sus familiares: esto, en el caso de donaciones de cadáver) no pone en riesgo la justicia, siempre y cuando el Estado controle los procesos de extracción y trasplante de órganos y los asigne de acuerdo con criterios de necesidad o, en general, de justicia sanitaria.8 No discutiré aquí específicamente las propuestas alternativas de incentivación, puesto que: o bien pueden ser consideradas como una forma de venta (si el incentivo, monetario o no, puede considerarse un precio), y en este caso vale lo que se diga sobre la venta; o bien no pueden ser asimiladas a una venta (porque el incentivo no equivale a un precio), y entonces nos hallamos ante un asunto diferente del que nos ocupa.

Sin embargo, con el fin de evaluar la bondad de propuestas como la de Becker y otras afines, voy a dar por bueno que todo esto es así: que la mercantilización de los órganos aumentaría su oferta; que los órganos procedentes de cadáver no resultan suficientes; que los daños para el donante son mínimos o, en todo caso, mucho menores que los beneficios para quienes reciben el trasplante; y que otras vías para incentivar la donación no bastan para generar un aumento de oferta que satisfaga la demanda, o que el aumento de oferta que generan es en todo caso menor que el que genera el mercado. Por supuesto, un legislador que se dispusiera a legalizar el comercio de órganos debería tener en cuenta no solo una evaluación moral como la que me dispongo a llevar a cabo, sino también si efectivamente las cuatro afirmaciones empíricas anteriores son verdaderas.

¿Cómo sería un mercado de órganos?

Charles Erin y John Harris han articulado con cierto detalle la propuesta de un mercado regulado y «ético» de órganos humanos.9 Su triple punto de partida es el que hemos dado por bueno: los trasplantes salvan vidas y mejoran la salud de muchos; hay escasez de órganos; y un mercado de órganos la reduciría.10 Su propuesta es interesante porque establece con cierta precisión las condiciones en que sería legítimo, o éticamente aceptable, un mercado de órganos, y también porque esas condiciones permiten descartar una buena parte de las objeciones morales dirigidas contra el comercio de órganos. Estas objeciones valen, pues, para algunos mercados, pero no para todos; por eso, si se trata de articular un argumento contra cualquier mercado de órganos, tomar la propuesta de Erin y Harris como referencia puede ser una buena idea.11

El mercado que proponen Erin y Harris tendría las siguientes características:

(a) Sería un «monopsonio» público, esto es, un mercado en el que solo hay un comprador, que es público (pensando en su país, los autores apuntan al National Health Service; para otros países, cualquier otra institución con funciones similares serviría).

(b) Sería un mercado circunscrito geopolíticamente al ámbito de un Estado (o unión de Estados, como la Unión Europea), de manera que solo los ciudadanos de esa unidad política podrían vender sus órganos, y solo ellos podrían recibir uno de esos órganos (más precisamente: solo los beneficiarios del sistema sanitario de ese Estado, sean o no «ciudadanos» strictu sensu; pero seguiré hablando de «ciudadanos» para simplificar).

(c) El precio de compra sería único y fijado por el comprador. Debería ser «lo suficientemente alto para atraer a los vendedores», y hay que suponer que variaría en función de la oferta y la demanda (los autores no son muy explícitos en este punto).12

(d) La asignación o distribución de los órganos se realizaría al margen de criterios mercantiles y de acuerdo con «una concepción justa de la prioridad médica». Sin embargo, los vendedores de órganos tendrían prioridad a la hora de recibir un órgano, si más adelante lo necesitaran. Es decir, el comprador compra órganos, pero no los vende, sino que los asigna de acuerdo con una lógica que podemos llamar «ciudadana».

Además de presentar las asumidas ventajas de un mercado de órganos (en síntesis: salvar vidas y mejorar la salud), las ventajas adicionales de un mercado como este serían por lo menos las siguientes:

(a) Se evitaría la explotación de los habitantes de los países pobres, puesto que solo los ciudadanos podrían vender sus órganos. De otra manera, aquellos serían explotados no solo porque acaso el acto mismo de la compra del órgano podría suponer un abuso de su hipotética situación de pobreza extrema, sino porque contribuirían al sistema de distribución (vendiendo sus órganos), pero no podrían beneficiarse de él (al no ser beneficiarios del sistema sanitario del país de referencia).

(b) Se evitaría (al menos en alguna medida) la explotación de los vendedores: en primer lugar, porque se prohibirían las transacciones directas entre el vendedor y el destinatario último del órgano, que pueden pensarse generadoras de mayor explotación que si es la comunidad la que compra los órganos; en segundo lugar, porque cabe suponer (aunque los autores no lo dicen de forma expresa) que el precio sería mínimamente justo; en tercer lugar, porque los vendedores serían compensados no solo mediante el precio, sino además por la prioridad a la hora de recibir un órgano si lo necesitaran.

(c) Se evitaría beneficiar a los ciudadanos ricos en el reparto de los órganos, puesto que los órganos serían asignados según criterios no mercantiles, sino de «justicia sanitaria». Es decir, la capacidad económica de aquel que necesita el órgano devendría irrelevante a la hora de conseguirlo.

(d) Se preservaría (al menos en alguna medida) el valor intrínseco de los órganos, puesto que su uso estaría restringido a fines sanitarios y su distribución seguiría criterios de necesidad.

Un mercado de órganos (en particular, de riñones) similar en algunos aspectos al propuesto por Erin y Harris es el que está vigente en Irán desde 1988: es un mercado limitado a los ciudadanos, y el Estado paga una parte del precio del riñón. Sin embargo, las transacciones son directas entre el vendedor y el receptor del órgano (aunque mediadas por una agencia sin ánimo de lucro) y este paga una parte variable del precio, a la que hay que sumar una parte fija pagada por el estado.13 De cara a evaluar la bondad de la compraventa de órganos desde un punto de vista moral, no creo necesario tener en cuenta el modelo iraní, porque no parece aportar ventajas (morales) al modelo de Erin y Harris y acaso sí alguna desventaja, como la que supone que el receptor del órgano haya de pagar al menos una parte de su precio.

Cécile Fabre también ha propuesto un mercado regulado de órganos.14 Las diferencias con la propuesta de Erin y Harris son: (i) los órganos serían comprados por agencias no gubernamentales sin ánimo de lucro, a cambio de un precio fijado por el Estado (lo que quiere evitar Fabre es que un mismo sujeto sea quien fije el precio y quien compre, para evitar que los precios tiendan a la baja y se perjudique indebidamente a los vendedores); (ii) el precio fijado por el Estado debería ser un precio justo, en el sentido de que evitase la explotación de vendedores y de compradores (Fabre insiste expresamente en la justicia del precio, cosa que Erin y Harris no hacen); y (iii) las agencias venderían los órganos a los pacientes. Esta última es la diferencia más significativa, esto es, que los receptores pagarían un precio por el órgano; pero, para valorar este rasgo de su modelo, hay que tener en cuenta que la propuesta de Fabre se encuadra en un más amplio sistema de redistribución de órganos, que incluye su confiscación por razones de salud.15

Lo que postula Fabre es el deber ciudadano de ceder órganos a quienes los necesitan para llevar una vida mínimamente decente (a minimally flourishing life), si esa cesión no conlleva un daño grave (por ejemplo: quien tuviera dos riñones habría de ceder uno a quien no tiene ninguno). Esto explica que, más allá del sistema confiscatorio, quienes quisieran comprar un órgano lo harían por razones no estrictamente sanitarias sino, digamos, de «perfeccionamiento» (el ejemplo que pone Fabre es el de quien, teniendo un solo riñón, quiere ser atleta de élite, para lo que, según parece, se necesitan dos riñones); de aquí que se justifique el pago de un precio por el órgano, pues ese perfeccionamiento queda fuera de lo sometido a la justicia distributiva. La propuesta de Fabre es digna de consideración, pero no lo haré aquí porque desborda el objeto de este libro. A la hora de evaluar la bondad de un mercado de órganos, supondré que no se ha establecido un mecanismo confiscatorio y, por eso, no tendré en cuenta la propuesta de mercado de Fabre, cuyas especificaciones dependen de la previa existencia de ese mecanismo.

En definitiva, y volviendo a la propuesta de Erin y Harris, su intención es la de definir los rasgos de un mercado que pueda ser considerado justo, o lo más justo posible. Este es el tipo de mercado que ha de interesarnos. Así, a la hora de argumentar contra un mercado de órganos, no tiene sentido imaginar el peor de los posibles desde el punto de vista de la justicia, porque sería fácilmente descartable. Es más razonable fijarse en aquel que ha sido ideado con el fin de evitar sus efectos más perniciosos. Se trata, así, de examinar la tesis favorable a la legalización de órganos en su mejor versión, y la propuesta de Erin y Harris se le aproxima bastante.

¿Qué argumentos cabe aducir a favor de la legitimidad de un mercado como este? Por lo menos, los cuatro que siguen.

Argumentos a favor

Salvar vidas y mejorar la salud

A mi juicio, el argumento más fuerte a favor de la puesta en marcha de un mercado como el que proponen Erin y Harris, u otro similar, es el que ya he avanzado: aumentaría la oferta de órganos disponibles y con ello ayudaría a salvar la vida de muchas personas o a mejorar significativamente su salud (por ejemplo, la vida o la salud de quienes están a la espera de un trasplante renal o hepático), a cambio del daño mucho menor que sufriría quien se desprendiera de su órgano. Tal como lo expresa Stephen Wilkinson:

El argumento es sencillo. Permitir (o fomentar) la venta de órganos […] salva vidas porque (al menos parcialmente) reduce la escasez de órganos para trasplante. Salvar vidas es un buen fin, y la venta de órganos es pues defendible como un medio para lograr ese fin.16

Además de sencillo, el argumento es fuerte: por una parte, el valor de la vida y de la salud parece indiscutible; por otra parte, el medio empleado (la venta de órganos) garantiza la promoción de ambos fines.

Respetar la propiedad

Un segundo argumento es el que se basa en la supuesta propiedad del propio cuerpo. Si cada uno es dueño de su cuerpo, lo es también de las partes y productos del mismo y, por tanto, tiene derecho a hacer con esas partes y productos lo que mejor le parezca, incluyendo su venta.

Este argumento presenta dos problemas, uno relativo a la premisa y otro relativo a la deducción de la conclusión. La premisa es seguramente falsa en cualquiera de los dos sentidos en que se tome: en sentido jurídico-positivo, no es cierto que seamos dueños de nuestro cuerpo, porque nuestro cuerpo no es un objeto patrimonial, o apropiable, bajo ningún sistema jurídico vigente; en sentido filosófico-jurídico (o, si se quiere, en sentido moral), tampoco parece cierto que debamos ser dueños de nuestro cuerpo, esto es, no hay razones para modificar el régimen extrapatrimonial del cuerpo humano.

Además, incluso si la premisa fuera verdadera, la conclusión no se sigue necesariamente de ella. Podríamos ser dueños de nuestros cuerpos, o de sus partes y productos, y aún así no tener el derecho de comerciar con esas partes y productos. Es cierto que, en general, quien es propietario de una cosa puede transmitirla a cambio de un precio; pero los derechos del propietario de una cosa varían en función de cuál sea esa cosa y son establecidos por la legislación positiva. De hecho, y sobre todo entre juristas anglosajones, hay muchos partidarios de atribuir a las partes y productos del cuerpo la condición de cosas apropiables (objetos de propiedad), pero casi todos ellos insisten en que esa condición no compromete con la legalización de su venta. Con la adopción de lo que llaman un property approach a las partes y productos del cuerpo, su intención es más bien garantizar su control y establecer un adecuado sistema de responsabilidad por daños, y entienden, con razón o sin ella, que la institución de la propiedad es la más adecuada para eso. Su razonamiento es, pues, de tipo técnico-jurídico: asumidos ciertos fines, se trata de encontrar el medio jurídico apropiado para alcanzarlos; pero entre esos fines no está la transmisión lucrativa de las partes y productos del cuerpo.17

En cambio, hay quien defiende la propiedad de sí mismo y la posibilidad de disponer libremente de las partes y productos del cuerpo con base en una razón no técnica, sino filosófica, o de principio: como somos seres autónomos, como somos personas, hemos de ser propietarios de nuestro cuerpo y poder hacer con él lo que queramos. Quienes así razonan, suelen ser tributarios de una línea de pensamiento libertaria cuyo más conocido exponente quizá sea Robert Nozick.18 A mi juicio, esta línea de pensamiento es a su vez tributaria de una interpretación equivocada de la tradición liberal y, en particular, del liberalismo de John Locke. Ciertamente, Locke sostuvo que somos «propietarios de nosotros mismos», pero nunca tuvo la intención de atribuir al término «propiedad» un sentido patrimonial cuando lo aplicaba de esta manera reflexiva. Con esta expresión se refería precisamente a que somos seres autónomos, o dotados de personalidad. Ser propietario de uno mismo significa entonces que no podemos pertenecer a otros, no que nuestro cuerpo forme parte de nuestro patrimonio.19

Promover la autonomía

Un tercer argumento a favor de la legalización del comercio de órganos se basa en la idea de autonomía o libertad. Según este argumento, está mal que impidamos a la gente que haga lo que quiera (vender sus órganos) si con ello no causa daño a un tercero (y en este caso no solo no lo causa sino que además produce un beneficio). La ventaja de este argumento respecto del anterior es que no descansa en la muy discutible noción de la autopropiedad y sí en una mucho más aceptable como es la de autonomía o libertad individual. Janet Radcliffe Richards lo expone así:

En una sorprendente contravención de nuestras ideas habituales sobre la libertad individual, impedimos que los adultos suscriban libremente contratos de los que ambas partes esperan beneficiarse, sin daño obvio para nadie más.20

Sin embargo, no estoy seguro de que esta restricción de nuestra capacidad contractual y de nuestra capacidad de disposición sobre partes de nuestro cuerpo haya de resultar «sorprendente», teniendo en cuenta nuestras «ideas habituales sobre la libertad individual», precisamente porque estas ideas también incluyen la creencia en la bondad de ciertas restricciones de esa libertad en relación con la disponibilidad del propio cuerpo y de sus partes y en relación con el ámbito de lo contratable, incluso cuando el daño para los demás no resulte «obvio». Además, que ese daño no sea obvio no significa que no exista, y más adelante trataré de mostrar que ese daño para los demás efectivamente existe. Será entonces cuando vuelva a retomar este argumento. Por el momento, no es necesario recurrir a él.

Mantener la coherencia

Prohibir la venta de órganos, se dice, resulta incoherente con el hecho de que permitamos otras actividades semejantes, como ciertas actividades peligrosas o arriesgadas (escalar montañas, por ejemplo) o incluso como cualquier tipo de actividad laboral.21 Por tanto, si vamos a seguir permitiendo estas actividades, deberíamos permitir también la venta de órganos. A mi juicio, este argumento no resulta convincente, porque se basa en una analogía o bien impertinente o bien discutible.

En primer lugar, en relación con las actividades peligrosas, la prohibición de la venta de órganos no suele justificarse por su peligrosidad, entendida como probabilidad de riesgo físico. Si así fuera, implicaría también la prohibición de la donación de órganos, que, en principio, es igualmente peligrosa, pero que no se prohíbe y que, en todo caso, no suele ser cuestionada por los detractores de la venta. Luego, en este caso, la analogía parece impertinente.

En segundo lugar, en relación con la actividad laboral en general, vender partes de nuestro cuerpo parece una «actividad» muy distinta de la de vender nuestro trabajo. Trabajar supone ejercer una o más capacidades sin que tal ejercicio conlleve necesariamente una pérdida definitiva de nada que sea nuestro. En cambio, vender un órgano supone exactamente eso: perder para siempre una parte de nuestro cuerpo y no tanto ejercer alguna de nuestras capacidades. En este caso, la analogía parece discutible.

Más allá de este somero análisis, tener en cuenta un argumento como este requiere un previo examen de la actividad de vender órganos, que trataré de llevar a cabo más adelante. En realidad, este argumento acaso es una versión del argumento anterior, el de la autonomía: si en virtud de nuestra autonomía se nos permite llevar a cabo determinadas actividades, ¿por qué no se nos permite llevar a cabo la de vender órganos, una actividad supuestamente semejante a esas otras que son permitidas? Solo cuando indaguemos en el sentido y las implicaciones de la venta de órganos estaremos en condiciones de responder a esta pregunta.

Un mercado presuntamente justo

Tenemos, pues, cuatro posibles argumentos a favor del establecimiento de un mercado de órganos, al menos de uno que reúna las condiciones estipuladas por un modelo como el de Erin y Harris. El segundo de ellos, el basado en la propiedad del propio cuerpo, me parece descartable. En cuanto al tercero y el cuarto, entiendo que requieren mayor elaboración para resultar convincentes. En cambio, el primero me parece lo bastante fuerte como para fundar sobre él una presunción a favor de la legitimidad del mercado de órganos, incluso aunque no se apoye en ninguno de los demás argumentos.22 Esta presunción significa que, a la hora de discutir sobre esa legitimidad, la carga de la prueba ha de recaer sobre quienes la rechazan, esto es, sobre quienes se muestran partidarios de mantener la prohibición de la venta de órganos. Por tanto, son ellos quienes han de buscar y encontrar razones suficientes para desvirtuar la presunción a favor de levantar la prohibición. Esta es la posición que voy a asumir y desde la que se redactan estas páginas.

Desde luego, sabemos que el régimen jurídico vigente en esta materia es el de una prohibición largamente arraigada. Por eso, cabría aducir que la carga de la prueba ha de recaer más bien sobre quienes pretenden abolirla, puesto que lo que se proponen es modificar el orden jurídico establecido, y una regla de la argumentación jurídica es precisamente esa: la de la existencia de una presunción a favor del mantenimiento de las normas vigentes. Sin embargo, entiendo que ya no estamos en esa fase de la argumentación, puesto que los partidarios de la venta de órganos han hecho su trabajo (han ofrecido al menos un argumento sólido) y con él han invertido la presunción. Han dejado la pelota en el tejado de los prohibicionistas y ahora son estos los que tienen que bajarla de ahí.

El argumento a favor del mercado de órganos basado en las vidas que se salvarán o la salud que se mejorará ha sido calificado como «utilitarista» o «consecuencialista», puesto que tiene en cuenta la utilidad o las buenas consecuencias que se seguirán de la acción de permitir un mercado como ese.23 Si así fuera, el partidario de una ética no consecuencialista (por ejemplo, una basada en el respeto de los derechos individuales), podría cuestionar la validez o el vigor de la presunción que acaba de establecerse, dado que se apoya solo en ese argumento. Sin embargo, mi impresión es que se trata de un argumento que puede ser configurado como consecuencialista o como «deontológico» y, de ser así, no compromete con una ética de uno u otro tipo. En efecto, tanto la vida como la salud pueden considerarse no solo como consecuencias beneficiosas sino también como derechos morales y, en su caso, como derechos jurídicos.24

De este modo, el argumento puede enunciarse en términos consecuencialistas: «el establecimiento de un mercado de órganos genera consecuencias beneficiosas para la vida y para la salud de los ciudadanos». Pero también en términos deontológicos: «el establecimiento de ese mercado es una exigencia del respeto por los derechos individuales a la vida y a la salud». De hecho, hay quien ha afirmado que, si la compensación económica por la donación de órganos ayuda a salvar vidas, entonces es la dignidad humana la que exige su establecimiento, y el recurso a la dignidad no parece que tenga nada de consecuencialista.25

En definitiva, la fuerza o validez del argumento en que hemos basado la presunta justicia de un mercado de órganos no parece depender de nuestras creencias generales sobre la ética. Es más, si lo ponemos en términos de derechos, no parece que haya otro derecho sobre el que pueda fundarse una presunción contraria que tuviera que ser ponderada con la presunción a favor. El candidato con más posibilidades sería el derecho a la integridad física. Sin embargo, este derecho se ha configurado históricamente, y hasta la actualidad, como un derecho «negativo» o «reaccional» (una «inmunidad» más que una «libertad»), que protege la intangibilidad frente a intervenciones exteriores no deseadas; pero no se ha desarrollado en relación con la libre disposición, de manera que la cuestión de si podemos o no podemos vender partes de nuestro cuerpo queda fuera de su ámbito y sobre él no podemos erigir la presunción de que el comercio de órganos haya de prohibirse.26

1* Los capítulos 2, 3 y 4 reproducen, con algunas modificaciones, el texto de un artículo previamente publicado («Venta de órganos y desigualdad social», Doxa 42, 2019, pp. 309-332). Agradezco a los editores de la revista su amable permiso para reproducirlo aquí.

El artículo 21 del Convenio de Oviedo (Convenio del Consejo de Europa para la protección de los derechos humanos y la dignidad del ser humano con respecto a las aplicaciones de la Biología y la Medicina, de 1997) establece: «el cuerpo humano y sus partes, como tales, no deberán ser objeto de lucro». La Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea, de 2000, en su artículo 3.2., establece que «en el marco de la medicina y la biología se respetarán en particular […] la prohibición de que el cuerpo humano o partes del mismo en cuanto tales se conviertan en objeto de lucro». Cláusulas similares pueden encontrarse en casi todos los ordenamientos jurídicos nacionales, a salvo de alguna excepción como la de Irán. En 2015 se aprobó el Convenio de Santiago de Compostela, o Convenio del Consejo de Europa contra el tráfico de órganos humanos (sobre este Convenio, véase X. Pons Rafols, «Nuevos desarrollos en la lucha internacional contra el tráfico de órganos humanos: el Convenio de Santiago de Compostela», Revista Electrónica de Estudios Internacionales 31, 2016, pp. 1-36). La eficacia de esta prohibición es solo relativa puesto que, según parece, la compraventa de órganos es una práctica habitual en muchos países del mundo, entre ellos China, India, Pakistán, Egipto, Turquía y Filipinas, aunque lógicamente es difícil saber qué volumen alcanza este tráfico ilegal (E. Rivera López, «Explotación y bioética. Ética individual y regulación jurídica», Revista de Bioética y Derecho 40, 2017, p.10).

2 D. Satz, Why Some Things Should Not Be for Sale. The Moral Limits of Markets, Oxford, Oxford University Press, 2010, p. 189.

3 G.S. Becker y J.J. Elías, «Introducing Incentives in the Market for Live and Cadaveric Organ Donations», Journal of Economic Perspectives 21, 2007, p. 22. Una versión resumida de su propuesta se encuentra en id.,«Cash for Kidneys: The Case for a Market for Organs», Wall Street Journal, 18 de enero de 2014.

4 R.M. Titmuss, The Gift Relationship. From Human Blood to Social Policy, Londres, Penguin, 1970, p. 277; E. Garzón Valdés, «Algunas consideraciones éticas sobre el trasplante de órganos», Isonomía 1, 1994, pp. 151-189; S.M. Rothman y D.J. Rothman, «The Hidden Cost of Organ Sale», American Journal of Transplantation 6, 2006, pp. 1524-1526; D. Satz, Why Some Things Should Not Be for Sale, op. cit., p. 192; R. Ogien, Le corps et l’argent, París, La Musardine, 2010, pp. 114-115.

5 E. Rivera López, Ética y trasplantes de órganos, México, UNAM/Fondo de Cultura Económica, 2001, p. 179.

6 P. de Lora, «Justicia y distribución de recursos. El caso de los trasplantes de órganos y tejidos», en M. Gascón Abellán, M.C. González Carrasco y J. Cantero Martínez (coords.), Derecho sanitario y bioética. Cuestiones actuales, Valencia, Tirant lo Blanch, 2011, pp. 1013-1029; y «El trasplante de órganos y el “caso del tranvía”. ¿Por qué no confiscamos órganos de cadáver?», Jueces para la Democracia 74, 2012, pp. 11-25.

7 L. Buisan, R. García Manrique, M. Mautone, M. Navarro, Documento sobre trasplante de órganos de donante vivo, Barcelona, Observatorio de Bioética y Derecho de la Universidad de Barcelona, 2011, pp. 25-27.

8 M. Atienza, Bioética, Derecho y argumentación, Lima, Palestra, 2010, p. 129 y «El derecho sobre el propio cuerpo y sus consecuencias», en M. Casado (coord.), De la solidaridad al mercado. El cuerpo humano y el comercio biotecnológico, México, Fontamara, 2016, p. 56. La bibliografía bioética favorable a la implantación de algún sistema de incentivos a la donación de órganos es muy extensa. Por todos, véase Working Group on Incentives for Living Donation, «Incentives for Organ Donation: Proposed Standards for an Internationally Acceptable System», American Journal of Transplantation 12/2, 2012, y las referencias que incluye este trabajo. En relación con la incentivación de la donación de sangre, véase A. Puyol, «Ética, solidaridad y donación de sangre. Cuatro perspectivas a debate», Revista de Bioética y Derecho 45, 2019, pp. 52-54. En general, sobre los incentivos o nudges como política pública a explorar, véase C.R. Sunstein, On Freedom, Princeton, Princeton University Press, 2019.

9 C.A. Erin y J. Harris, «A monopsonistic market, or how to buy and sell human organs tissues and cells ethically», en I. Robinson (ed.), Life and death under high technology medicine, Manchester, Manchester University Press, 1994; «An ethically defensible market in organs. A single buyer like the NHS is an answer», British Medical Journal 325, 2002; y «An ethical market in human organs», Journal of Medical Ethics 29, 2003.

10Id., «An ethical market in human organs», op. cit., p. 137.

11 La propuesta de Erin y Harris ha sido criticada por demasiado restringida (J. Radcliffe Richards, «Commentary. An ethical market in human organs», Journal of Medical Ethics 29, 2003, p. 140), pero esto lo dejaremos aquí de lado, precisamente porque de lo que se trata es de saber si incluso una propuesta tan restringida es aceptable.

12 Para hacernos una idea aproximada del precio de un órgano humano, podemos tomar en consideración la estimación de Becker y Elías: en un sistema de precio libre, un riñón costaría entre 5 000 y 25 000 dólares; pero buena parte de ellos estaría disponible en torno a 15 000 dólares (G.S. Becker y J.J. Elías, «Introducing Incentives in the Market for Live and Cadaveric Organ Donations», op. cit., p. 3).

13 R. Matesanz, «Irán: un mercado regulado de órganos», 20 minutos, 14 de marzo de 2018; M. Mahdavi-Mazdeh, «The Iranian model of living renal transplantation», Kidney International 82, 2012, pp. 627-634.

14 C. Fabre, Whose Body is it Anyway? Justice and the Integrity of the Person, Oxford, Oxford University Press, 2006, pp. 149-152.

15Ibid., pp. 98-125. Un modelo confiscatorio, pero de órganos de cadáver, lo defiende también Pablo de Lora (P. de Lora, «Justicia y distribución de recursos. El caso de los trasplantes de órganos y tejidos», op. cit.). En la misma línea, Pol Cuadros y Ángel Puyol han propuesto un deber cívico (jurídicamente vinculante) de donar sangre (P. Cuadros Aguilera, «Salus populi, principio de no lucro y deber cívico de donar sangre», Revista de Bioética y Derecho 40, 2017, pp. 115-124; Historia y crítica de la donación de sangre, Cizur Menor, Civitas, 2018, pp. 241 ss.; A. Puyol, «Ética, solidaridad y donación de sangre. Cuatro perspectivas a debate», op. cit., pp. 54-56).

16 S. Wilkinson, «The Sale of Human Organs», Stanford Encyclopedia of Philosophy (online), 2015, p 3.

17 En efecto, hay quien sostiene que el régimen propietarista se justifica con independencia de nuestra opción por el régimen mercantil, por ejemplo porque reduce la vulnerabilidad ante la desposesión (S. Douglas, «Property Rights in Human Biological Material», en I. Goold, K. Greasley, J. Herring y L. Skene,