Secretos de la cuarta edad - Julián Gutiérrez Conde - E-Book

Secretos de la cuarta edad E-Book

Julián Gutiérrez Conde

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El cáncer no es lo que más muertes ocasiona en nuestra sociedad sino la soledad, dice la protagonista de Secre-tos de la cuarta edad, una novela sobre esa época de nuestras vidas que está ahí, esperándonos, y que, lo que-ramos o no, se acerca implacablemente, pues hoy es la cuarta y no la tercera edad la etapa en la que el deterioro y el declive realmente se manifiestan. Pero no todo está acabado en esta fase. Las personas siguen vivas y es un periodo para la introspección y de gran sabiduría. Y también una etapa en la que empiezan a salir a la luz secretos largamente guardados…

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SECRETOS DE LA CUARTA EDAD

JULIÁN GUTIÉRREZ CONDE

 

 

Título original: Secretos de la cuarta edad

Primera edición: Diciembre 2022

© 2022 Editorial Kolima, Madrid

www.editorialkolima.com

Autor: Javier Gutiérrez Conde

Dirección editorial: Marta Prieto Asirón

Maquetación de cubierta: Valeria Hernández

Maquetación: Mercedes Galán García

ISBN: 978-84-19495-22-8

Producción del ePub: booqlab

 

No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45)

 

 

A María Luz Gutiérrez Sánchez de la Rozuela, mi tía. No sabes lo que recuerdo nuestras conversaciones, siempre tan especiales e interesantes.

A veces nadie en tu familia llega a conocer ni comprender tu vida; la intimidad de tus sentimientos o tus acciones son solo tuyos.

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN

1. UDALOST (EL SUCESO)

2. KOLIZE (ENCONTRONAZO)

3. ZMATEK (DESCONCIERTO)

4. VPREDU (ENFRENTE)

5. SACKGASSE (ENTRADA SIN SALIDA)

6. BIBLIOPOST

7. WASSERFÄLLE (CASCADAS)

8. ASPIRACE (ASPIRACIONES)

9. STAHLKLEID (EL VESTIDO DE ACERO)

10. UNBEKANNT (INCÓGNITA)

11. RISKOVAT (ARRIESGANDO)

12. IDENTITÄTSWECHSEL (SUPLANTACIÓN)

13. GEBIRGSENERGIE (ENERGÍA DE MONTAÑA)

14. SVOBODA BODNUTÍ (LA PICADURA DE LA LIBERTAD)

15. VIDÍM A SLYŠÍM (VEO Y ESCUCHO)

16. OSAMELOST (SOLEDAD)

17. GLEITEND FEST (FIRME DESLIZANTE)

18. MLUVIT S PANEM MR. SVOBODA (CONVERSANDO CON MR. SVOBODA)

19. PŘEKVAPIVÝ VÝLET (UN VIAJE SORPRESA)

20. ODOLAT (RESISTIR)

21. PRÁVO NE (DERECHO AL «NO»)

22. PRED WDI (ANTE EL WDI)

23. EDIMBURGH (EDIMBURGO)

HECHOS POSTERIORES

UNA NOTA MISTERIOSA

INTRODUCCIÓN

Cuando conocí a Mazúl ya era Zurka y no pude imaginar lo que se ocultaba detrás de aquella persona.

Tenía el pelo blanco y recogido en una coleta de caballo, lo cual era bastante inusual en alguien de su edad.

Su figura, incluso sentada, se mantenía firme y esbelta, con las manos apoyadas ligeramente sobre un bastón, que sostenía con delicadeza delante de sí.

Poseía esa elegancia tan característica de las personas que se muestran despreocupadas por su aspecto y encomiendan todo a una naturalidad que no les hace perder saber estar.

Su cabeza, erguida, fijaba la mirada en aquel lejano el horizonte que cobija la puerta hacia el infinito.

Permanecía tan firme como estática, sin dejar vislumbrar movimiento alguno, concentrada en sus pensamientos. Quizá en aquel momento se encontraba realizando un viaje por quién sabe dónde. Tal vez estuviera reviviendo alguno en concreto, pues parecía una persona con grandes experiencias; o quizá soñaba con poder llevar a cabo algún otro y estaba disfrutando de aspiraciones y deseos.

En cualquier caso me hizo preguntarme, «¿quién será?», y seguí observándola desde la distancia. Pese a sus años, su ser derrochaba viveza y vitalidad.

Quise respetar su paz y contuve mi deseo de acercarme a saludarla, pero me atraía su desconocida personalidad.

Por ese impulso extraño que surge sin que la voluntad apenas participe, algo me atraía de ella. Y, sin desearlo ni darme cuenta, construí un relato de misterio en torno a ella. Se me vinieron a la cabeza inexplicables pensamientos llenos de aventuras. Y, sin embargo, no sabía nada de ella. ¿Cómo habría sido la vida de aquella mujer? Igual me sorprendía al saber que había llevado una existencia plácida, cómoda y monótona, pero me resistía a creerlo.

Desde mi posición la notaba respirar. Con un ritmo estable y diría yo que relajado. Había algo de espiritual que destilaba calma.

A veces, en los lugares y momentos más insospechados, puede encontrarse uno con personas que, sin más razón que su apariencia, resultan interesantes. Viajando solo, como frecuentemente hago, es quizá más fácil que suceda algo así; por lo tanto no me resultó demasiado extraño.

Volvería a encontrarme con aquella señora días más tarde. Sostenía su estilográfica en la mano y una libreta abierta delante de ella. Cuando escribía noté que lo hacía con un sosiego envidiable. Daba la impresión de saber perfectamente lo que deseaba que sus trazos reflejaran. Era como si su energía fuera aprovechada internamente antes de convertirse en pensamientos precisos que plasmar en el papel. Quizá los años le habían enseñado a economizar de ese modo.

Tuve la impresión de que alguien así no encajaba demasiado en el mundo en que nos encontrábamos. Y me pregunté cuál sería la razón de su presencia allí.

Así fue como la historia de Mazúl nació ante mí y me topé con una aventura llena de secretos insospechados.

1. UDALOST(EL SUCESO)

Tenía tiempo; la mañana era algo fría pero despejada, así que decidió ir caminando. Primero pasaría por la Institución y luego iría a la editorial. En su cartera llevaba las últimas pruebas de su libro. Con las manos en los bolsillos, silbaba mientras marchaba con su característico estilo de largas zancadas.

De repente, al llegar a la esquina todo se le hizo confuso y borroso. Aquella bicicleta, imprudentemente conducida por la acera, hizo su aparición; escuchó de sí misma un ¡ay! y todo se disipó.

Según le dijeron después, las palabras del cirujano habían sido rotundas:

–Mejorará, y existe la posibilidad de que pueda recuperarse, pero probablemente necesite de asistencia permanente.

Aquel maldito accidente no solo le había fracturado la pelvis y la cadera sino, sobre todo, su trayectoria por la vida, coartando su autonomía. Las cosas ya no volverían a ser iguales y su forma de vida se vería radicalmente alterada.

En un abrir y cerrar de ojos se había convertido en un ser injusta e irremediablemente dependiente.

Rusalka, la persona a quien los servicios de emergencia habían localizado como contacto suyo, se había desplazado hasta el hospital y escuchaba atónita aquellas palabras del médico.

El doctor, que no parecía haber seguido ningún curso de formación sobre amabilidad en la comunicación de malas noticias y al que se veía agobiado y agotado por las largas horas de guardia, fue tan contundente y extremo en sus conclusiones que no dejó hueco a la esperanza.

Lógicamente, tampoco supo dar explicación alguna acerca del modo en que aquello había sucedido.

–Yo solo me ocupo de hacer mi trabajo en Urgencias como cirujano. Los detalles sobre cómo, cuándo y dónde sucedió deberán preguntárselos directamente a los servicios de emergencias o a la Policía en su caso; quizá ellos puedan aclararles algo.

–¿Cuánto tiempo permanecerá hospitalizada?

–Nunca se sabe, pero calcule que no menos de un mes.

–¿Y después?

–Deberá asistir a tratamientos de fisioterapia y recuperación.

–¿Podemos verla?

–Está en Cuidados Intensivos. Deberá pasar al menos 48 horas allí aislada y sedada. A partir de las 72 horas podremos trasladarla a una habitación del área de Traumatología Geriátrica. Entonces podrán verla; antes no será fácil.

Así de resumido fue todo. No hubo más explicaciones. Lacónico, apático y crudo. Tan frío y rápido como el blanquecino pasillo del hospital en que hablaron.

Un poco antes de esa conversación, Franta, el sobrino de Mazúl, había llegado deprisa y corriendo al hospital.

Rusalka y Franta, que se habían conocido tiempo atrás, si bien no tenían demasiado contacto entre ellos, se quedaron perplejos y abatidos.

«¿Qué hacemos?» se preguntaba cada uno de ellos a sí mismo sin conseguir respuesta.

–Qué impotencia –dijo finalmente Rusalka.

–Sí, estamos en el aire, pero la cosa debe ser muy seria.

–Y además parece que de largo recorrido. Confiemos en que, siendo una mujer fuerte y voluntariosa, saldrá adelante y quizá pueda restablecerse por completo.

–Ojalá –expresó Franta.

Pero ambos sabían que aquello era más un deseo sin demasiado fundamento que, por las escuetas explicaciones del doctor, una posibilidad con visos de realidad.

–Al menos parece que saldrá adelante –dijo Rusalka.

* * *

Mazúl, aunque atontada y dolorida, se dio cuenta, sin que nadie se lo dijera, de que algo muy grave había sucedido.

Su cuerpo no respondía a sus deseos y tuvo la impresión de encontrarse bloqueada.

No recordaba nada especial. Sabía que había salido de casa, que había estado en la Institución, donde había entregado unas traducciones; que luego pensaba dirigirse a la editorial; una esquina y nada más. Intentó hacer memoria, pero todo estaba borroso; gente, tal vez un coche, una sirena y nada; solo destellos sin sentido, conexión u orden temporal.

Su espíritu positivo y proactivo, de inmediato se aferró a la idea de que aquello sería temporal y circunstancial; que cuando pudiera concentrarse superaría esa situación, como había hecho tantas otras veces en la vida. Sin embargo, en esta ocasión su intuición se empeñaba en enviarle una impresión mucho más rigurosa y dañina: «Tu vida será diferente», le decía.

Pero Mazúl se esforzó en mirar hacia otro lado sin querer escuchar aquella voz agorera.

Se sorprendió a sí misma cuando, en un momento de soledad, notó como unas lágrimas perdidas recorrían su rostro. ¡Ella, que estaba seca y nunca lloraba porque no aceptaba demostraciones de debilidad!

Pero, en esa ocasión, su otro Yo se había descontrolado y desbocado.

Claro que sabía que aquellas eran cosas que podían suceder; incluso había tenido conocidos cercanos a los que les habían ocurrido. Pero ¿a ella? ¿Cómo iba a sucederle algo así a ella? Siempre había sido una persona con buena suerte y gran fortaleza.

Y, de repente, otro flash de su mente la interrogaba: «¿Qué ha ocurrido?».

¡No!; a ella esas cosas no podían pasarle. De ninguna manera.

Intentó moverse, pero un fuerte dolor se lo impidió. No supo qué le hizo más daño, si su pelvis o la sonrisilla incisiva de aquel otro Yo que le hizo sentirse vulgar cuando le espetó: «Eres igual que todos; ¿acaso te creías especial?».

Aquello la agredió. Si en aquel momento hubiera conseguido tener fuerzas, se hubiera lanzado sobre aquel cruel y ofensivo ente que abusaba de su debilidad; pero no consiguió moverse. Se dio cuenta de que, además del dolor y de su falta de reacción, estaba fuertemente atada a la cama y paralizada.

Aquel estado nervioso hizo que finalmente se sintiera agotada y cerró los ojos procurando relajarse. «Si no puedes nadar contra la corriente, únete a la fuerza del río», recordó que solía decirle su padre.

Esperaba que el sueño la envolviera, pero no lo consiguió. La desazón no la dejaba.

Alguien anónimo le dijo algo así como: «Estás nerviosa; descansa un poco y te encontrarás mejor».

No fue capaz de identificar quién se lo decía, ni tampoco hizo mucho esfuerzo en averiguarlo. Con toda sinceridad, y aunque pareciera de mala educación, tampoco le importó demasiado.

En ese momento le importaba mucho más encontrar su propio ser.

Al poco tiempo notó un cierto sopor que lentamente le fue embriagando y dominando su voluntad, que para entonces ya se había entregado a la idea de que necesitaba relajarse y descansar. Su natural rebeldía en ese momento no le sería de ninguna ayuda.

«El sueño será al menos una liberación», pensó.

* * *

Al despertarse notó que debía estar sedada. Tenía la boca rabiosamente seca. Su lengua se pegaba al paladar y le costaba despegar los labios.

Abrió lentamente los ojos y lo primero que le llegó fue esa fría luz blanquecina que parecía expresamente pensada y creada para una habitación de hospital. Luego sintió algo cálido que se aferraba a su mano y lo agradeció.

Aún tardó un tiempo en darse cuenta de que alguien cogía su mano. Después, un rostro se le acercó sonriente.

–¿Cómo estás? –le dijo.

¿Qué hacía aquella persona en su habitación? ¿De qué sueño se trataba?

Aún no sabía identificar muy bien quién era. En cualquier caso, respondió:

–Bien.

Fue una respuesta automática; casi un acto reflejo que le salió sin saber muy bien por qué. Era una expresión que había aprendido a usar, quizá porque reforzaba su fortaleza; era lo que le habían enseñado que se debía decir.

«Quejarse no vale de nada», había escuchado siempre «y dar lástima tampoco». Los mensajes recibidos durante la niñez se graban para siempre.

Así había vivido, y eso formaba ya parte habitual de su modo de ser y afrontar la existencia. No sabría decir si era algo innato a ella por herencia genética o si lo había ido adquiriendo a través de su educación y vivencias. Tampoco sabría si hubo un momento crítico o clave en su transformación, si es que lo hubo.

Sin embargo la realidad era muy diferente a lo que había manifestado. Se encontraba aturdida, desubicada, dolorida, inquieta y desganada.

«Demasiados sentimientos de debilidad», se dijo disgustada. Y optó por permanecer callada.

«Aprieta los labios y lucha», le habían dicho siempre.

«¿Quién será la persona que se encuentra así?», se preguntó. Porque desde luego ella no era. ¡No!; ella no era así; jamás lo había sido.

Ella era fuerte, decidida, clarividente en su rumbo y sacrificada; repleta de una energía que sabía conducir con firmeza hacia el propósito que deseaba conseguir. Y con una sonrisa donde ahora sentía un denso reseco.

–Estate tranquila, Mazúl –escuchó.

Aquella voz le sonaba, pero no conseguía identificarla. No podía ponerle nombre ni rostro. No fijaba bien la vista y todo se le emborronaba, como le sucedía cuando en una novela no sabía lo que quería decir, ni quién lo dice ni cómo decirlo.

«Tendré que hacer lo que hacía con lo escrito en esos casos; romperlo todo, tirarlo y comenzar de nuevo». Liberarse de lo hecho, olvidarlo y evitar que la limitara o angustiara.

Se sentía, sin embargo, tan desalentada como cuando echaba un borrador al fuego con el trabajo de meses. Era un acto de reconocimiento de su descontento; un duro «empezar nuevamente de cero» porque no había encontrado salida. Era renunciar a alcanzar la cumbre de la montaña cuyo pico se había prometido escalar.

¿Por qué en ese momento le había venido a la mente eso de arrojar un centenar de folios manuscritos a la papelera o al fuego? ¿Qué tenía que ver con ella?

–Vaya desconcierto –dijo, aunque nunca supo si había llegado a balbucear aquellas palabras.

¿Habrían llegado a salir de su boca y las habría escuchado ese que cogía su mano? ¿Las entendería en su caso?

Fue entonces cuando sintió que en aquella estancia al menos estaban tres: ese desconocido que apretaba y daba calor a su mano; ella misma, que intentaba abrir los ojos, que sentía aquella terrible sequedad y deseaba controlar la situación; y ese otro Yo interior con quien mantenía una conversación tan íntima como secreta.

Cerró los ojos de nuevo. Necesitaba bucear a ver si encontraba el ansiado «lugar de la calma».

La sobresaltó una especie de tumulto blanco y desconocido que la rodeaba, le hacía preguntas, revisaba, palpaba, opinaba y daba instrucciones dirigidas nunca supo a quién.

Todo aquello la agitaba y envolvía en un torbellino nuevo y desconocido.

«¡Vaya forma de despertarme!», pensó. Y recordó una expresión que en su día escuchó a su abuelo cuando alguien le comentó que no ponía demasiado interés en escuchar...

«Para lo que hay que oír», había respondido.

Nunca había valorado en exceso, por no decir en nada, las opiniones de grupos tumultuosos.

«Tienen más interés en escucharse a sí mismos que en el valor real de lo que expresan», decía. La «sesera» es mucho menos pretenciosa.

Su abuelo era algo elitista, es cierto. Marginaba todo lo que no tuviera «dos dedos de frente». El «sinsentido», sobre todo si era engolado, le sacaba de quicio.

A quien vivía en las montañas y había tenido una vida dura, las sandeces no le aportaban nada.

«Pero ¿qué hace mi abuelo por aquí?», se preguntó. Y trató de sentir el contacto con aquella mano áspera que tomaba la suya siempre con el mayor cariño, o escuchar aquella voz melodiosa con la que conversaba.

Pero no estaba. Debía ser su «otro Yo» haciendo jugarretas.

Nunca supo cuánto después, porque en cuestión de control del tiempo estaba muy perdida, nuevamente notó que alguien irrumpía en la habitación.

Una voz aguda y gritona decía sorpresivamente:

–¿Cómo está mi enferma?

Adormilada como estaba, ni se molestó en contestar. Sentía necesidad de ocuparse de sí misma más que de mostrarse educada.

–¿No me quieres hablar? –insistió, con ese agudo tono que se clavaba en los tímpanos.

La verdad es que ni entendía mucho lo que pasaba ni le apetecía esforzarse por entenderlo. Solo sentía un rechazo indefinido; tal vez por la estridencia de aquella voz.

Tampoco tenía muy claro si se refería a ella con aquellas expresiones que parecían fórmulas hechas y despersonalizadas.

–A ver; dame ese bracito.

Entonces vio una figura de bata blanca colocando un frasco que, junto a otros, colgaban sobre su cabeza. Luego cogió su brazo y lo extendió sobre la cama.

–A ver el pinchacito.

No comprendía ni a qué venía tanto diminutivo ni a qué obedecía esa manía de hablar sola, pero aún se despistó más cuando le dijo:

–A ver, corazón, que te voy a poner la medicación.

–¿Qué es? –preguntó con esfuerzo.

–Pues lo que te ha mandado el médico.

–Ya supongo –le dijo–, pero ¿qué es?

–Un calmante –alegó sin más.

–Ya –confirmó con cierta desgana.

–Ahora duérmete, cariño –le recomendó mientras salía.

Un descuidado portazo puso punto final a esa curiosa visita.

Lo sucedido le dejó algo atónita. No contestó «Ahora no tengo ganas», que era como se sentía por no escuchar de nuevo aquella voz de pito; prefirió no darle más vueltas al asunto y lo aparcó a un lado. Su mente podría encontrar muchos otros caminos más interesantes y agradables en los que concentrarse antes que en aquella sandez.

2. KOLIZE(ENCONTRONAZO)

Notó que la puerta volvía nuevamente a abrirse, pero esta vez con calma, y sintió cómo unos pasos se acercaban casi de puntillas. Eran unos andares respetuosos y cordiales que parecían empeñados en evitar molestar.

Una figura se acercó hasta su cama. Le cogió la mano; era aquella misma mano cuyo calor había sentido antes.

–Hola –le dijo con delicadeza.

–Hola –respondió.

Por primera vez en todo ese tiempo fue capaz de esbozar una sonrisa.

Rusalka estaba allí y fue una gran alegría experimentar su compañía.

–¿Qué tal te encuentras? Hoy tu aspecto es mucho mejor. Tienes más color y se te nota más despierta.

–Estoy dolorida –le dijo.

–Supongo que los analgésicos están haciendo su trabajo –le sonrió.

–Sí, no me puedo quejar. Oye, ¿qué me pasó? No recuerdo nada.

–Tampoco yo tengo una información muy precisa. Al parecer fue un accidente con una bicicleta. Alguien que conducía alocadamente o que perdió el control te atropelló.

–¿Y?

–Bueno, te trasladaron aquí. Entraste inconsciente por Urgencias y te operaron.

–¿De qué?

–Tenías la pelvis y la cadera rotas; tuvieron que intervenirte. Supongo que el doctor te lo explicará.

–¿Cuánto tiempo llevo aquí?

–Cinco días.

–Y ¿cuánto más tendré que estar? ¿Cómo quedaré después de esto?

–No lo sé. El doctor deberá orientarnos, supongo.

–Bien.

–Franta ha estado aquí.

–¿Franta?

–Sí, tu sobrino.

–¿Cómo se enteró?

–Yo se lo dije. Sé que es la familia que te queda, el más cercano a ti, y me pareció que era lo que debía hacer; al fin y al cabo...

–Hiciste bien, hiciste bien.

–Me alegro –respondió.

Vio a Rusalka algo triste, quizá preocupada, pero no quiso preguntar más.

–¿Qué hora es? ¿En qué día estamos?

–Hoy es martes y ahora son las cuatro de la tarde.

Miró hacia arriba a la izquierda, donde estaban aquellos botellones cuyo contenido goteaba hacia su brazo.

El cansancio la vencía; los ojos volvían a pesarle y los párpados pedían descanso. Necesitaban silencio y tranquilidad. No quería saber más; ni sobre su estado ni sobre sus perspectivas. Necesitaba calma; ya llegarían las noticias.

–Gracias –fue lo último que dijo.

A pesar de su voluntad se encontraba inquieta. El mensaje, sobre todo el de la «rotura de pelvis», había hecho mella en ella; sonaba a algo serio, de complicadas consecuencias y recuperación difícil para una persona de edad avanzada.

* * *

–¿Cómo está mi enfermita?

Otra vez se precipitó sobre ella aquella voz chillona mientras dormitaba tras una violenta apertura de puerta que conseguía dar un portazo hasta al entrar.

–¿Estabas dormidita, cielo?

Supuso que su cara lo decía todo. Probablemente era una excelente profesional sanitaria, pero no comprendía aquel trato; ni era «su enfermita», ni mucho menos su «cielo».

Sabía que eran fórmulas hechas que quizá había copiado de alguien, pero ni le gustaban ni estaba dispuesta a tener que soportarlas. Ahora el problema era cómo hacérselo entender sin que se molestara.

«¿Cómo se sentiría ella si yo la llamara ‘mi enfermerita’ o ‘mi cariño’?».

¿Actuaba así con todos, o simplemente con quienes se encontraban ingresados en el área de Geriatría?

Volvió a intentarlo por otro camino.

–¿Qué es esa medicación?

–Un calmante que le ha mandado el médico.

–Ya lo supongo –le dijo–. Pero ¿qué es?

–Pues calmante.

–Ya, ¿y cómo se llama?

–¿Y para qué quieres saberlo, cariño?

Aquello le hizo ponerse algo más firme.

–Pues mire; no solo es curiosidad, sino además interés. Al fin y al cabo, yo soy quien pone el cuerpo en el que se introduce esa medicina.

–No te preocupes, cielo –le contestó.

–Pues, para no preocuparme, dígame por favor el nombre del medicamento –le respondió con cierta aspereza.

–Ya se lo explicaremos a sus familiares.

–¿Y por qué no a mí, que soy la paciente?

Hubo un alto con cierta tensión, pero aquella mujer siguió con su mecánica.

Insistió de nuevo, hablándole con calma, pero con firmeza y voz templada.

–¿A usted le gustaría estar en mi situación y que le respondieran de ese modo?

–No te disgustes, cariño.

Esta vez colocó su mano sobre el lugar donde debía conectar la aguja. Se aferró a él con firmeza y ya seriamente le dijo:

–Dígame el nombre del medicamento.

Por fin lo consiguió; no del modo que le hubiera gustado, pero no estaba dispuesta a ceder ante aquella persistente actitud.

La enfermera se quedó muy seria.

–Mire –le aclaró–, no quería tener que llegar a esto ni pongo en duda su profesionalidad, pero por favor, simplemente le pido que no se confunda. Yo solo soy una anciana que está enferma. No soy idiota.

No entendía que las cosas tuvieran que llegar a ese extremo, pero a veces no quedaba más remedio.

La situación acabó con un seco «adiós» de la asistente y, por supuesto, el consabido y habitual portazo de salida.

«Penco» se dijo para sí Mazúl. Esa era una expresión tradicional que solían emplear en aquellas situaciones tanto su madre como su abuela.

Una sonrisa se dibujó en su cara. Eso, y el hecho de haber plantado cara, sin perder la educación, a una situación que le parecía inadmisible podrían ser señales de cierta recuperación, «al menos de carácter», se dijo.

Pero eran circunstancias innecesarias y para Mazúl incomprensibles, que suponían un desgaste que en nada ni a nadie ayudaba.

Los siguientes en entrar fueron Rusalka y Franta.

–Buenas tardes –la saludaron.

–Hola, tía; me alegro mucho de verte. Espero que te encuentres bien.

–Hola, queridos. Aquí estoy; sigo dolorida y más o menos igual. Lo que más me preocupa es que no consigo moverme.

Llevaban un papel con ellos.

–Nos han dado esto en la recepción de enfermería. Creo que has pedido un informe sobre tu medicación.

–No es así, pero bueno, no está de más –aceptó, y a continuación les contó el incidente que había tenido.

–Bueno, veo que el carácter no se te ha resentido –le sonrió Rusalka.

–Sí, el ánimo es importante –insistió Franta.

–Supongo que voy a necesitar bastante fortaleza para restablecerme –les comentó.

–Sí –dijo, carraspeando, su sobrino.

Mazúl percibió un ligero gesto entre ellos. No le gustó demasiado. Probablemente sabían algo que ella desconocía, pero no iba a insistir para que lo desvelaran. Las discusiones por ese día se habían agotado.

Charlaron de muy diferentes cuestiones con calma. Mazúl se interesó muy especialmente por la vida y actividades de su sobrino, que era a quien hacía más tiempo que no veía.

3. ZMATEK(DESCONCIERTO)

Las expectativas que Mazúl se había creado en torno a su recuperación demostraron ser excesivas. A veces sucede eso con las ilusiones: que generan demasiado entusiasmo pero demuestran ser ciegas.

Mientras las dosis de calmantes fueron elevadas, las cosas no iban demasiado mal, pero en el momento de salir de la cama e incorporarse llegó la realidad y el suplicio. A las dificultades de movilidad se unieron las de incapacidad para llevar a cabo las actividades de cuidado básico diario.

Fue en ese momento cuando Mazúl empezó a preocuparse seriamente. De repente todo había cambiado y ya no era ella misma. La encrucijada que tenía que afrontar se presentaba muy complicada.

Entonces comprendió el sentido de los discretos gestos que había percibido días antes entre su sobrino y Rusalka, su amiga y secretaria.

Sus visitas diarias le resultaban de extraordinaria ayuda para despresurizar su ánimo, sentir apoyo y no obsesionarse. Estar con ellos significaba poder conversar animosamente sobre los asuntos más diversos, e incluso mantener el sentido del humor. Poder trasladar la mente a otros mundos impide caer en la obsesión y mejora la sensación sobre uno mismo. «Distraerse en vida», solía decirle siempre su madre.

–¿Cómo te sientes evolucionar? –le preguntó Rusalka.

–Esto no solo es lento, querida Rusalka, sino muy complicado. La edad es determinante.

–Ya –asintió Rusalka, quien sabía que, si algo molestaría a Mazúl, sería negar la evidencia.

–Lo peor es que compromete y contamina toda tu vida diaria. No sé hacia dónde me va a llevar. Los planes se desdibujan.

–¿Tienes alguna idea?

Mazúl sonrió.

–Las que tengo no me gustan, Rusalka.

–No te preocupes; mientras tengas la cabeza bien podrás seguir haciendo muchas de tus actividades.

–Sí –respondió nada convencida–. ¿Crees de verdad que será un consuelo?

–Sin duda alguna, querida amiga.

–Muchas gracias, Rusalka, pero tú tampoco eres una chiquilla y por mucho que desees hacer... No lo tomes como un reproche –le aclaró con simpatía–. Hay que enfrentarse con la realidad, aunque si te soy sincera no sé muy bien cómo hacerlo.

–Deja que pase algo de tiempo; que las cosas se vayan asentando. A ver los consejos y perspectivas que te dan los médicos y los de asistencia social sobre el modo de organizarse.

–Sí –dijo Mazúl–; esperaremos –dijo. Pero sus ojos dejaron claro que interiormente tenía bastante dibujado el horizonte a que se enfrentaba.

Rusalka cambió de conversación. No quería desanimarla. Sería mejor que lo que fuera necesario lo acometieran cuando Mazúl se encontrara algo más fuerte y recuperada, si bien aquello podía ser un arma de doble filo.

–Hemos recibido una carta del WDI (World Developement Institute) de Edimburgo. ¿Los recuerdas? Te convocan en calidad de invitada a la sesión de primavera.

–Ah, qué amables –respondió Mazúl.

–Sí; nunca se han olvidado de invitarte.

–No sé si podré ir esta vez. Sería la primera en muchos años a la que faltara. Igual habría que advertir a Mr. Woodwarm ¿no crees?

–Bueno, aún faltan muchos meses; casi cinco. Creo que podemos esperar un poco más, si te parece. Salvo que prefieras escribirles una carta ya.

–No, tienes razón. Esperaremos un poco. Me gustaría ir. Esas sesiones son muy interesantes, incluso para un carcamal como yo.

Rusalka no pudo dejar de soltar una carcajada ante la ocurrencia de su amiga.

–¿Sabes una cosa, Rusalka? –le dijo Mazúl con aire de confidencia.

–¿Qué?

–En mis malos sueños veía que la cuarta edad llegaba y me envolvía con su espeso y cerrado manto, pero siempre encontraba maneras de eludirla hasta que terminaba despertándome bruscamente de un mal sueño.

–Sí; es una etapa de largo, y al tiempo muy breve, camino.

–Debo confesarte que siempre le he tenido pánico.

–¿Una mujer como tú teniendo miedo a algo? Francamente no me lo puedo imaginar.

–¿Tan poco me conoces a pesar de los años que llevas como mi secretaria y ayudante?

–Tal vez sea eso. No eres una persona fácil de conocer. Hay algo muy oculto en ti; una especie de niña envuelta en mil y una corazas, de forma que tu imagen externa coincide poco o nada con la realidad.

Mazúl se sonrió y dijo:

–Hay personas que somos así. Nacimos con esa limitación y confundimos a los demás.

–¿Es eso malo?

–Supongo que tiene ventajas e inconvenientes. No es algo provocado, sino que surge de nuestra naturaleza. La imagen que proyectamos no se corresponde con la realidad de nuestro ser.

–Bueno, ya sabes que no quería referirme a la maldad en sentido moral.

–¿Me creerías si te dijera que tal vez no sea más que una niñita endeble y desprotegida que necesita cariño? ¿Alguien que ha sabido caminar por la vida pero que jamás la ha comprendido? ¿Alguien que nunca ha tomado una decisión sobre su destino porque siempre le ha venido dado?

Rusalka agradecía aquellas confidencias. Como amiga le hacía sentirse orgullosa y útil en esos momentos por el hecho de serle de ayuda.

–¡Pero si tú siempre has querido estar sola! Nunca quisiste aceptar ninguna de las oportunidades que la vida te ofreció para estar acompañada.

Mazúl impuso unos momentos de silencio en los que solo se sonrió. «Hay muchas cosas, demasiadas en la historia de mi vida, que son desconocidas para todos; incluso para Rusalka», pensó.

Pero ni se inmutó ni quiso decir nada más. Hay explicaciones cuyo uso más inteligente es seguir guardándolas tras el silencio más profundo.

Algo debía emitir erróneamente su imagen para hacer creer, incluso a alguien tan cercana como Rusalka, que ella era una solitaria que voluntariamente había decidido ser así.

Pues una cosa es tener gusto por disfrutar de etapas de soledad y otra muy diferente sentirse sola, que es una especie de encarcelamiento indeseable. Pero, al parecer, debería utilizar mucho tiempo, explicaciones y energía para expresar sus sentimientos, y ese no era el momento ni disponía de la suficiente fortaleza para hacerlo.

Aquella noche Mazúl le dio muchas vueltas a la cabeza. El sentimiento de soledad le hacía daño desde siempre, pero su hiriente aceleración se había acentuado en los últimos tiempos.

Por otra parte tenía la sensación de que no era un problema que le afectaba exclusivamente a ella, sino que estaba muy extendido en una sociedad en la que las personas se habían individualizado y aislado, concentrándose en unas ciudades cada vez más grandes, anónimas y repletas de almas solitarias.

La soledad es una sensación; no es una cuestión objetiva sino subjetiva. Pertenece a la percepción íntima y personal de cada individuo.

Puede alguien encontrarse solo y sentir soledad, o no tener esa sensación. Y puede ser también que alguien se encuentre en compañía, y sin embargo, su sensación de soledad sea absoluta.

«¿Cuál es más dura? Francamente no sabría decirlo» reflexionaba Mazúl.

Hasta ese momento nunca había tenido esa sensación. La actividad profesional y los quehaceres personales la habían mantenido con un ritmo de actividad que mitigaba cualquier oportunidad de saberlo, pero en los últimos tiempos todo había cambiado. El ritmo había descendido y los amigos habían quedado reducidos a la mínima expresión; el resto eran simples conocidos que se encontraban cerca por interés o conveniencia.

No le fue fácil conciliar el sueño en esas condiciones y con aquellos pensamientos, pero al final los calmantes y los tranquilizantes consiguieron hacer su efecto.

Rusalka, cuando la vio tranquila la dejó en la habitación. También ella tenía mucho en qué pensar y creía que debía conversar sobre todo aquello con Franta.

«Mañana regresaré a verla» se dijo.

4. VPREDU(ENFRENTE)

Las noches no resultaron ser lo tranquilas que hubiera deseado. A las molestias, dolores e incomodidades propias de la convalecencia se añadió una inquietud interior que la alteraba.

Observaba, procurando hacerlo con calma y objetividad, la evolución de todo aquello, y llegó el momento de comprender que su porvenir, muy a pesar suyo, requeriría de ayuda bastante prolongada, si no definitiva.

Pero, además, precisaría de una gran fortaleza mental, y eso es lo que más le preocupaba. Sabía que allí estaba en gran parte la clave del restablecimiento. Necesitaría encontrar una nueva ilusión.

Tras hablar con su médico promovió una conversación con Rusalka y Franta. Notó que al planteárselo se quedaron desconcertados.

–Me gustaría que me ayudarais a vislumbrar la solución al problema que voy a tener que afrontar –les dijo.

–¿Cómo te sientes de fuerzas? –le preguntó Franta.

–Pues, sinceramente, las físicas van mejorando, pero tengo asumido que no será fácil que me recupere. Y respecto a lo anímico... –Ella misma se sorprendió de ser tan sincera.

Se hizo un silencio pastoso. Los tres sabían que se acercaba una decisión que no era ni deseable ni iba a ser fácil de asumir.

–¿Os han comentado algo en el hospital sobre las perspectivas que hay?

–Francamente no; imagino que no más que a ti. Pero la recuperación a partir de cierta edad es compleja –aventuró Rusalka en confianza.

–¿Compleja o insalvable?

–Creo que irás mejorando –apuntaló Rusalka–. Necesitarás ayuda de fisioterapia.

–Pero ya no volveré a poder tener una vida normal como la de antes ¿no?

–No será fácil ni demasiado probable, para serte sincera.

–Se acabaron los paseos por la montaña entonces... –dijo Mazúl riéndose.

Cuando algo le dolía intensamente en el interior tenía la costumbre de echar mano de su sentido del humor, que ella sabía bien que solo era una falsa evasión; una absurda expresión que tenía más que ver con la imagen que quería proyectar que con un sentimiento real. Quizá de ahí le viniera su opacidad ante los demás.

–Sed sinceros, ¿creéis que podré volver a vivir en mi casa?

–Mmmmm –explicó dubitativo Franta–. Quizá después de un tiempo de mejoría.

Rusalka, sin embargo, se mantuvo en silencio, lo que le demostró que tenía aún más dudas.

Si una virtud tenía Mazúl era su facilidad natural para ver venir las cosas desde la distancia. Había algo intuitivo en su ser que se lo facilitaba sin esfuerzo. Eso, que por una parte era una notable ventaja, en otras ocasiones le causaba desasosiego; todo dependía de que el porvenir que vislumbrara fuera razonable o, por el contrario, anunciara tormentas indeseables.

En cualquier caso, hacía años que veía acercarse todo aquello; no obstante, siempre había ido encontrando el modo de sobrellevarlo, e incluso había concebido fórmulas para sortearlo. Pero sabía que, siendo su carácter como era, cuando se acercara el momento no lo aceptaría con facilidad. Su espíritu rebelde emergería.

Ya, incluso desde las estribaciones de aquella inevitable cuesta de descenso en la vida, había empezado a encontrarse incómoda y desasosegada. Cada vez que escuchaba a alguien desear que llegara el momento de alcanzar la tercera edad y retirarse, pensaba para sí que era un ignorante o hablaba sin reflexionar. Indudablemente podría disponer de mucho tiempo para sí, pero no contaba con que el entorno cambiaba, la actividad caía bruscamente, las relaciones se debilitaban y reducían, y el cuerpo empezaba a mostrar enseguida los primeros achaques. Siempre había pensado que una cierta dosis de adrenalina era el mejor nutriente para la salud.

Aquel «mundo plateado» no era tan brillante como se decía; tenía muchos tonos opacos a los que no se prestaba atención. Y, además, para una persona como ella, con la «virtud» de poder viajar a kilómetros de distancia futura, la cuarta edad se presentaba como algo demasiado amenazador; por eso había ido adoptando medidas que le permitieran alejar un destino por el que sentía un íntimo rechazo.

–Sabéis lo que amo mi autonomía e independencia –comentó.

Rusalka y Franta asintieron.

–Creo que habrá que pensar en formas de que no la pierdas; simplemente será un proceso de adaptación.

–Sí; un proceso irreversible de caída progresiva –les comentó sin poder evitar emitir una señal de tristeza.

Aquel consejo que su abuelo siempre le daba, «Preocuparse por lo inevitable no ayuda, sino que empeora las cosas», le parecía tan certero como sabio pero de muy difícil aplicación.

* * *

La conversación para decidir el nuevo rumbo que la esperaba fue la más difícil. Sintió que sus queridos Franta y Rusalka tuvieran que verse envueltos en algo tan desagradable e indeseado, pero lo inevitable surge de repente sin consideración alguna para con nada ni nadie.

Juntos estudiaron las posibilidades de poder reestructurar su casa y organizarla de modo tal que, con ayuda de terceros, pudiera seguir viviendo en ella como deseaba; pero por más opciones que analizaron y consultas que hicieron con expertos, no fueron capaces de encontrar una solución factible, clara y razonable.

–¿Podría existir alguna solución temporal? –preguntó con intencionada ingenuidad Mazúl.

Se hizo un silencio más que sospechoso.

–¿Alguna decisión provisional que me permitiera una recuperación física suficiente y me devolviera después un grado de autonomía que, siempre con ayuda, me permitiera volver a vivir en el entorno de mi hogar? –volvió a insistir esta vez con tono de petición de una respuesta clemente.

Hubo caras de duda, hicieron consultas, pero ninguno de los más experimentados en estas situaciones le dieron ningún tipo de horizonte claro. Sus rostros de circunstancias lo decían todo.

Procuró no demostrar su decepción. Se sentía injustamente tratada, agredida y ofendida. ¿Cómo podía estar pasando eso? ¿Por qué no había más soluciones?

–Creo –dijo Rusalka haciendo un notable esfuerzo– que lo mejor será que asumas la situación en que te has visto envuelta y que procures ver su lado positivo. Tienes la cabeza en excelente estado, podrás continuar involucrada en actividades intelectuales y –modestamente añadió– siempre nos tendrás a tu lado.

Ella sonrió con agradecimiento, pero no pudo dejar de mostrar que todo aquello le parecía injusto, insuficiente y hasta ofensivo. ¿Por qué? Esa pregunta rebotaba como un martillo pilón en su cerebro.

–Rusalka está en lo cierto. Debes cuidarte y cuidar tu cabeza. Lo más inteligente y útil es no hacerte daño. Debes esforzarte por asumir las circunstancias y acomodarte a ellas del mejor modo posible. Según evoluciones iremos encontrando mejores soluciones que te hagan sentirte mejor. –Fue Franta quien insistió ahora.

Su cerebro le decía que tenían razón, pero un impulso interno la encorajinaba y empujaba en dirección diferente. Siempre había gestionado su pobre «libertad» y había tomado sus propias decisiones; había creado su lugar de refugio y ahora todo eso se veía desmontado inesperada e inexplicablemente.

Lo de no haberlo buscado y el sentirse injustamente tratada era lo que más la ofendía.

* * *

–¿Cómo está la