Seducida por un libertino - Louise Allen - E-Book

Seducida por un libertino E-Book

Louise Allen

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Beschreibung

Él ya no era un joven soñador… ni ella tampoco Lady Perdita Brooke llevaba a gala el mantener la calma en las ocasiones comprometidas, no en vano había tenido que soportar el escándalo que había comprometido su puesto en la sociedad… excepto cuando se enfrentó de nuevo al más devastador de los hombres, Alistair Lyndon. El joven soñador que una vez conoció era ahora un calavera endurecido, que había olvidado por completo la apasionada noche que pasaron juntos, unas horas que a ella le quedaron grabadas a fuego en la memoria. Ahora Dita tenía la oportunidad perfecta de recordarle la química que hervía entre ellos. Provocarle debería ser un juego delicioso, teniendo como tenía todas las cartas en la mano… ¡hasta que Alistair sacó el as que tenía escondido en la manga!

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Seitenzahl: 368

Veröffentlichungsjahr: 2012

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Melanie Hilton. Todos los derechos reservados.

SEDUCIDA POR UN LIBERTINO, Nº 505 - junio 2012

Título original: Ravished by the Rake

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Internacional y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0181-3

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Uno

Calcuta, India

7 de diciembre de 1808

Aquel fresco era una bendición. Dita cerró su abanico por ver si era capaz de convencerse de ello. Estaban en la estación fría, de modo que a las ocho de la tarde hacía el mismo calor que cualquier día del mes de agosto en Inglaterra. Menos mal que al menos había empezado a llover. ¿Cuánto tiempo había que vivir en la India para acostumbrarse a su clima? Una gota de sudor le cayó por la espalda mientras recordaba lo que había sido desde marzo hasta septiembre.

Aun así, aquellas temperaturas tenían algo que decir en su favor y es que te hacían sentir deliciosamente relajada. De hecho, era prácticamente imposible sentirse de otro modo, ya que una se veía obligada a prescindir de cuantas prendas permitía la decencia y únicamente se vestía con muselinas exquisitamente finas y vaporosas sedas.

Iba a echar de menos aquella indolencia felina y sensual cuando volviese a Inglaterra, ahora que su año de exilio tocaba a su fin. Y el calor tenía otro valor añadido, pensó, observando el grupo de señoritas reunidas en el salón de recepciones al que se accedía desde el Marble Hall de Gobernación: aquellas rubias blancas como la nata se volvían todas rojas y se llenaban de parches colorados mientras que ella, la gitana, como la llamaban a escondidas, apenas mostraba signos externos de ese mismo calor.

No le había costado demasiado adaptarse a levantarse antes del amanecer para poder montar con la fresca, a dormir y no moverse durante las tardes largas y abrasadoras y a reservar las noches para fiestas y bailes. De no haber sido por aquellos rumores sucios y malintencionados que la seguían a todas partes, podría haberse reinventado allí, en India. Y en cierta medida estar allí la había cambiado, añadiendo un filo más cortante a su lengua.

Pero deseaba tanto volver a Inglaterra… deseaba volver a ver el verde, a sentir la llovizna, las nieblas y la suavidad del sol. Y su deseo estaba a punto de verse cumplido: iba a volver a casa con la esperanza de que su padre la hubiera perdonado y de que su reaparición en sociedad no volviese a dar cuerda a las malas lenguas.

«Y si ocurre?», se preguntó mientras abandonaba la terraza y entraba en el salón sin que su rostro reflejase ni un ápice de la inquietud que sentía. «Pues que se vayan todos al infierno, empezando por las matronas de lengua venenosa y continuando por los calaveras que me creen suya solo por el hecho de dirigirse a mí. Cometí un error y confié en un hombre, pero eso es todo. No volverá a ocurrir».

Los remordimientos eran una pérdida de tiempo. Cerró la puerta con energía y repasó con la mirada el salón con sus altísimos techos y su doble fila de columnas de mármol.

El Bengal Queen zarparía para Inglaterra al final de aquella semana y prácticamente la totalidad de su pasaje se había congregado allí, en la recepción ofrecida por el gobernador. Iba a tener ocasión de conocerlos muy bien a todos durante los meses siguientes. Había algunos hombres importantes que viajaban por cuenta de la East India Company, un puñado de oficiales del ejército, varios comerciantes, algunos con sus esposas e hijas y unos cuantos jóvenes de buena familia que trabajaban para la Compañía y que empezaban a subir los peldaños de la escalera de poder y riqueza.

Con una sonrisa volvió a abrir su abanico y miró a dos de ellos: los gemelos Chatterton, que estaban al otro lado del salón. El indolente y encantador Daniel y el decidido y apasionado Callum… a su madre no le disgustaría demasiado que volviese a casa comprometida con Callum, que de los dos era el que no estaba comprometido aún. No es que fuese una pareja brillante, pero ambos eran los hermanos menores del conde de Flamborough, jóvenes divertidos pero que no provocaban ni un simple aleteo de su corazón. Era posible que ningún hombre volviese a despertar en ella esa sensación, ahora que había aprendido a desconfiar de su juicio.

La tímida Averil Heydon la saludó con la mano. Estaba junto a un grupo de matronas y Dita le dedicó una sonrisa un tanto distraída. La buena de Averil: tan bien educada, tan perfecta… y tan guapa. ¿Por qué sería ella una de las pocas jóvenes de buena familia y solteras a las que podía soportar en la sociedad de Calcuta? Seguramente porque era una heredera que no se regodeaba con el hecho de que la hija de un conde hubiera sido enviada a la India en desgracia, a diferencia de aquellas otras que consideraban a lady Perdita Brooke como una competidora a la que había que abatir a cualquier precio. La sonrisa se le endureció. Que lo intentasen. Ninguna lo había conseguido por el momento, seguramente porque habían cometido el error de pensar que a ella le importaba contar con su aprobación o su amistad.

Y Averil, gracias a Dios, también embarcaría en el Bengal Queen, ya que tres meses era un tiempo demasiado largo para tener que soportar una única y restringida compañía. De camino hasta allí solo había podido contar con su rabia, principalmente dirigida hacia sí misma, y con un baúl lleno de libros para hacer más llevadero el viaje. De vuelta a Inglaterra pretendía disfrutar del viaje.

—¡Lady Perdita!

—¿Lady Grimshaw?

Se esforzó por parecer atenta. Aquella vieja arpía también figuraba entre el pasaje de la nave, y Dita había aprendido a elegir sus batallas.

—Lleváis un color poco adecuado para una joven soltera, querida. Y el tejido es demasiado vaporoso.

—Es un sari que me he adaptado, lady Grimshaw. Encuentro que el blanco y los tonos pastel me roban el color de la cara.

Dita conocía bien sus puntos fuertes y cómo realzarlos: aquel verde oscuro realzaba el de sus ojos y los mechones más claros de su melena castaña. La delicada seda flotaba sobre su ropa interior de batista como si fuera una nube.

—Ejem… ¿Y qué es eso que se oye por ahí de que salís a montar a campo abierto al alba? ¡Galopando, nada menos!

—Hace demasiado calor para salir a galopar a cualquier otra hora del día, madam. Y además, me acompaña el mozo de cuadras.

—Un mozo no es nadie ni aquí, ni allí, muchacha. Es un comportamiento vergonzoso.

—La velocidad del paso de un caballo creo que no tiene nada que ver con el decoro, madam —espetó con dulzura, y se alejó antes de que aquella insoportable mujer añadiese algo más. Con un gesto le pidió a uno de los sirvientes una copa de ponche, otro comportamiento que la misma mujer consideraría vergonzoso. Tomó un sorbo mientras caminaba y arrugó la nariz al notar la cantidad de araq, un licor al que eran muy aficionados en la India, pero se detuvo al ver una ligera conmoción en la puerta que anunciaba la llegada de alguien.

—¿Quién es? —Averil apareció a su lado señalando la puerta—. Por Dios, qué hombre tan guapo.

Y se abanicó enérgicamente mientras lo miraba.

Desde luego alto sí que era. Alto, delgado y bronceado, y con un pelo negro y cortado sin compasión. Dita dejó de respirar un instante, pero luego lo hizo hondamente. No, claro que no podía ser Alistair. Era cosa de su imaginación. Su traicionero cuerpo se alarmó antes de sentir un escalofrío de excitación.

El hombre entró cojeando, impaciente, como si su cojera le fastidiase, pero decidido a ignorarla. Una vez dentro, examinó la sala con aplomo. El escrutinio llegó a Dita: la miró brevemente a la cara, luego bajó al borde de su escote y pasó a mirar a Averil. Parecía un pachá inspeccionando las nuevas adquisiciones para su serrallo. Pero a pesar de su desconocida arrogancia, supo quién era. Su cuerpo sintió quién era con todos sus sentidos. Era él. Alistair. Después de ocho años. Tuvo que controlarse para no echar a correr.

—Insufrible —murmuró Averil, que se había puesto de un rojo furioso.

—Insufrible, sí; arrogante, sin duda —respondió Dita sin molestarse en bajar la voz. «Ataca», le dijo su instinto. «Golpea antes de que te debilites y pueda volver a hacerte daño»—. Además, se cree un héroe romántico. ¿Has reparado en su cojera? Propia de una de esas novelitas románticas.

Alistair se detuvo. No fingió no haberla oído.

—Una joven que combina inteligencia con el gusto por la literatura barata.

Los años pasados no habían apagado sus ojos ámbar de mirada curiosa que de niña siempre le habían parecido propios de un tigre. Los recuerdos florecieron, algunos agridulces, otros solamente amargos, otros tan vergonzosamente excitantes que se sintió algo mareada. Se irguió para devolverle la mirada en silencio, pero él no la había reconocido. Le vio volverse e inclinarse ante Averil.

—Os ruego me disculpéis si he sido yo el causante de vuestro sonrojo. No es habitual tener tanta belleza ante los ojos.

El movimiento expuso el lado derecho de su cara. Empezando en la mejilla, justo al lado de la oreja, atravesando la mandíbula y yendo a perderse en el cuello, había una cicatriz a medio curar que se ocultaba bajo la blanca corbata. Llevaba la mano derecha vendada. Había sido herido, y de consideración. Dita contuvo el impulso de tocarlo, de pedirle que le contara qué había pasado, tal y como habría hecho en el pasado.

Oyó que su amiga contenía el aliento.

—No es necesario que os disculpéis.

Averil asintió con frialdad y se alejó en busca de la protección de las señoras de edad y desde su santuario se volvió a mirar. Su expresión resultó bastante cómica al darse cuenta de que Dita no la había seguido.

«Debería disculparme con él, pero nos estaba mirando tan descaradamente… y me ha dado un desplante igual que hizo la última vez». Además, se había disculpado solo con Averil. Su belleza no merecía los halagos de aquel hombre.

—Mi amiga es tan generosa como hermosa —dijo, y aquellos ojos de tigre, de mirada aún cálida tras contemplar la retirada de Averil, se volvieron hacia ella. Frunció el ceño—. Es capaz de perdonar a casi todo el mundo, incluso a los libertinos más presuntuosos.

Al parecer Alistair era precisamente eso.

Debería haber dado media vuelta, abrir el abanico y que se fuese a molestar a otra, pero le resultaba difícil moverse, cuando apartar la mirada de sus ojos la condenaba a posarla en sus labios. No es que sonriera, pero la comisura de su boca se hundió hasta formar un hoyuelo en su mejilla. Un hombre tan arrogante y masculino como él quizá pudiera tener algo tan encantador como un hoyuelo, pero aquellos labios sobre su piel, sobre su pecho….

—He sido justamente reprendido.

Hubo algo provocador en su modo de contestar, algo que le produjo un escalofrío, aunque no podría decir por qué. Entonces se dio cuenta de que estaba hablando con ella como lo haría con una mujer y no con la mocita a la que tan cruelmente había despreciado.

Dita se dijo que se podían contener los rubores por pura fuerza de voluntad, particularmente si no se tenía una idea muy exacta de cuál era el motivo. Él no la había reconocido, y aunque llegara a hacerlo lo que había ocurrido tanto tiempo atrás carecía de importancia para él. En su momento se lo había dejado bien claro.

—No parecéis estar demasiado arrepentido, señor —replicó.

Más tarde o más temprano se daría cuenta de con quién estaba hablando, pero no iba a darle la satisfacción de reconocerlo y de concederle importancia a ese hecho.

—No he dicho que lo estuviera, madam. Solo que me daba por reprendido. El arrepentimiento no es de mi agrado, ya que supondría renunciar al pecado o ser un hipócrita, y ¿qué solaz hay en todo ello?

—No tengo idea de si sois un hipócrita o no lo sois, señor, pero desde luego nadie podría acusaros de ser en extremo galante.

—El primer golpe ha sido vuestro —señaló.

—De lo cual os ruego me disculpéis —dijo ella. No iba a comportarse tan mal como él, pero su lengua le ganó la partida—. Pero no tengo intención de mostrar compasión, señor, ya que es obvio que disfrutáis con las pendencias.

De joven había sido siempre intenso, incluso iracundo. Y esa intensidad mutaba milagrosamente en fuego y pasión cuando hacía el amor.

—Desde luego —respondió, moviendo los dedos de la mano vendada—. Deberíais ver a mi oponente.

—Creo que no me gustaría. Parecéis haberos acometido a sablazos.

—Casi.

Algo en su tono burlón y culto contenía aún el acento del West Country. Una oleada de nostalgia de sus verdes colinas, los abruptos acantilados y las aguas frías del mar la asaltó, sobreponiéndose incluso a la sorpresa de volverse a encontrar con Alistair.

—Aún conserváis el acento del West Country —le dijo de pronto.

—De North Cornwall, cerca de Devon. ¿Y vos?

«Él también lo echa de menos», detectó.

—Yo también provengo de aquellas tierras.

Sin pensar le ofreció la mano, que él tomó con la que tenía sana, la izquierda. No llevaba guantes y sintió su palma cálida y endurecida por las riendas. En otra ocasión se tuvieron también así, tan cerca, y ella detectó y malinterpretó la necesidad en sus ojos, a la que respondió con irreflexiva inocencia. Él la llevó al paraíso y después se burló de ella por su insensatez.

Ya no podía seguir jugando. Más tarde o más temprano terminaría averiguando quién era, y si se lo ocultaba deduciría que seguía recordándolo, que seguía dándole importancia a lo que había ocurrido entre ellos.

—Mi familia vive en Combe.

—¿Sois una Brooke, de la familia del conde de Wycombe? —se acercó más para estudiar su rostro, aún sin haber soltado su mano. «Demasiado cerca. Demasiado masculino. Alistair. Dios mío, cómo ha madurado»—. Pero… ¡pero si sois la pequeña Dita Brooke! ¡Os recuerdo toda brazos, piernas y nariz! —sonrió—. Recuerdo que os metía ranas en el bolsillo del delantal y que andabais por todas partes. ¡Cómo habéis cambiado! Entonces tendríais doce años, ¿no?

La sonrisa le quitó al menos doce años.

—Dieciséis —replicó con toda la frialdad que fue capaz. «Toda brazos, piernas y nariz»—. Yo os recuerdo, a vos y a vuestras ranas. Erais un muchacho desvergonzado. Pero solo tenía dieciséis años cuando os fuisteis.

«Tenía solo dieciséis cuando os besé con todo el fervor y el amor que me llenaba, antes de que vos me utilizaseis para después arrojarme de vuestro lado. ¿Era demasiado torpe, o demasiado estúpida?»

Una sombra oscureció sus ojos burlones y por un instante la miró frunciendo el ceño, como si quisiera atrapar un elusivo recuerdo.

«No parece acordarse… o cuando menos no lo admite. ¿Cómo ha podido olvidarlo? Quizás hayan pasado tantas mujeres por su vida que lo de una mocosa como yo era entonces sea totalmente irrelevante para él».

—¿Dieciséis? ¿Teníais dieciséis años? —frunció el ceño mirándola fijamente—. No… recuerdo.

Pero parecía seguir intentando definir el recuerdo.

—No tendríais por qué.

Se soltó de su mano, hizo una breve inclinación y se alejó. «¡Ni siquiera se acuerda! Me partió el corazón y ni siquiera recuerda haberlo hecho. Eso es todo lo que signifiqué para él».

Daniel Chatterton la interceptó en el centro del salón y ella le dedicó una agradable sonrisa. «Ya no soy aquella chiquilla tonta», se dijo, decidida a dejar de huir. «Soy una mujer de mundo, elegante y original. Eso es lo que soy: original. Otros hombres me admiran, y me alegro de haber vuelto a encontrarme con Alistair… así podré reemplazar las fantasías por la realidad». Quizás así conseguiría, por fin, olvidarse de la hora maravillosa que pasó en su lecho.

—No me puedo creer que no idolatréis al aventurero que vuelve a casa, lady Perdita.

Al parecer su expresión no era tan opaca como creía y se encogió de hombros. Sin duda la mitad de los presentes habían escuchado sus palabras, y se podía imaginar fácilmente las risillas que intercambiarían las más jóvenes. Chatterton le hizo un gesto a un criado que pasaba.

—¿Más ponche?

—No, gracias. Está demasiado fuerte.

Eligió una copa de zumo de mango. ¿Se habría sentido así por culpa del araq? Sin él quizás hubiera visto a ese otro hombre con otros ojos y no le habría afectado tanto.

Al llevarse la copa a los labios percibió que en su mano había quedado un rastro del perfume de Alistair: cuero, almizcle y algo más elusivo y especiado. Antes no olía así. Su perfume no era tan complejo, ni tan embriagador. Había madurado intensamente. Pero ella también.

—Si os referís a Alistair Lyndon, ese ser tan insolente que se acaba de dirigir a la señorita Heydon y a mí, le conozco desde que era un crío. Entonces ya era un indolente, y parece haber cambiado poco.

Sintió que volvía a enrojecer, ella, que nunca se sonrojaba.

—Se marchó de su casa cuando rondaba los veinte poco más o menos.

Veinte años y once meses. Ella le había regalado un precioso peine de cuerno para su cumpleaños y le había bordado con gran esfuerzo una pequeña caja para llevarlo. Seguía en el fondo de su joyero, de donde nunca había salido, ni siquiera cuando se fugó con el hombre del que se creía perdidamente enamorada.

—Es el vizconde Lyndon, heredero del marqués de Iwerne, ¿no?

—Sí. Las tierras de mi familia lindan con las de la suya, pero no somos grandes amigos.

Al menos habían dejado de serlo desde que su madre cometió la torpeza de demostrar lo que pensaba de la segunda esposa del marqués, apenas cinco años mayor que Dita. Sumado al hecho de que entre las dos familias ya habían surgido ciertas fricciones a costa de las tierras, y dado que no había hijas que pudieran promover las relaciones sociales, ambas familias apenas se veían y no hubo incentivo alguno para olvidar la afrenta.

—Lyndon se marchó de su casa por un desacuerdo con su padre —continuó en tono indiferente—, pero creo que nunca se habían llevado bien. ¿Qué está haciendo aquí? ¿Lo sabéis?

Era una pregunta bastante razonable.

—Unirse a la fiesta de los pasajeros del Bengal Queen. Tengo entendido que vuelve a casa. Se dice que su padre está muy enfermo, así que es probable que Lyndon ya sea marqués —miró por encima del hombro de Dita—. Os está observando.

Sentía su mirada como la gacela siente el acecho del tigre en las sombras e intentó no perder la compostura. Tres meses en una diminuta cabina entelada pegada a un hombre que seguro seguía deleitándose con hacer maldades… aquella vez no iban a ser ranas en el bolsillo del delantal, de eso estaba segura. Si llegaba a sospechar cómo se sentía, qué había sentido por él, no tenía ni idea de cómo reaccionaría.

—¿Ah, sí? Qué descarado.

—También me está mirando a mí —añadió con una triste sonrisa—. Y no creo que se deba a que mi chaleco le inspire admiración. Estoy empezando a sentirme de más en este trío. La mayoría de hombres fingirían no estaros observando, pero la expresión de ese hombre es como la de quien guarda algo de su propiedad.

—Insolente es la palabra que mejor le describe.

No es que la considerara de su propiedad ni mucho menos, sino que habiéndole prestado su atención y habiéndola rechazado ella no iba a estar satisfecho hasta que la tuviera mirándole con ojos de carnero degollado, que es como el resto de niñas tontas lo mirarían.

Dita se giró ligeramente para quedar de perfil ante el vizconde y pasó un dedo por el chaleco de Chatterton.

—Puede que lord Lyndon no lo admire, pero yo he de deciros que es una seda preciosa. Y que os sienta a las mil maravillas.

—¿Estáis flirteando conmigo, lady Perdita? —preguntó él con una sonrisa—. ¿O simplemente pretendéis molestar a Lyndon?

—¿Quién, yo?

Abrió los ojos de par en par. Estaba disfrutando con aquello. Había vuelto a encontrarse con Alistair y el cielo no se había derrumbado sobre su cabeza; quizás incluso llegase a sobrevivir. Enderezó con soltura la corbata de Daniel, decidida a echar más leña al fuego.

—¡Sí, vos! ¿No os importa que me pida explicaciones?

—No tiene por qué. Contadme más cosas de él para que pueda evitarle mejor. Hacía años que no lo veía.

Y dedicándole una sonrisa, se acercó a él unos centímetros más de lo que exigía la propiedad.

—Debería probar yo también esa mirada meditabunda. Parece funcionar con las señoras. Lo único que sé de él es que ha estado viajando por oriente unos siete años, lo cual encaja en lo que decís de que se marchó de su casa. Es un hombre rico. Se dice que incluso ha llegado a matar por un negocio de piedras preciosas y que su debilidad son las plantas exóticas. Tiene coleccionistas por todo el mundo que le envían ejemplares de sus rarezas a Inglaterra. El dinero no es inconveniente para él, según se dice.

—¿Y cómo se hirió? —le preguntó, pasándole el abanico por el brazo. Alistair seguía observándolos. Lo sentía—. ¿En un duelo?

—Nada tan inocuo. Al parecer fue un tigre, un devorador de hombres que tenía aterrorizado a un pueblo. Lyndon salió en su busca a lomos de un elefante y la bestia atacó y se llevó en las fauces al mahout. Lyndon saltó y lo atacó a cuchillo.

—Qué heroico —se burló, pero pensó en las garras, en los enormes colmillos blancos, y se estremeció. ¿Qué empujaba a un hombre a acercarse tanto a una muerte tan horrible? La herida debía parecerse mucho a la de un sable; los colmillos de un tigre tenían que ser igualmente terribles—. ¿Qué le pasó al mahout?

—No tengo ni idea. Lástima que Lyndon haya perdido su atractivo por esa cicatriz.

—¿Perdido? No lo creáis —sonrió, desplegando su abanico. ¿El atractivo? Lo que podía haber perdido era la vida—. Pronto sanará completamente, y ¿no sabéis que cicatrices como esa resultan muy atractivas para las mujeres?

—Lady Perdita, ¿me disculpáis si os robo a mi hermano? —era Callum Chatterton, el hermano gemelo de Daniel—. He de hablar con él de asuntos muy aburridos, me temo.

—Pretende apartarme del peligro antes de que me desafíen —replicó, con un gesto de hastío—. Pero no tengo duda alguna de que piensa hacerme trabajar.

—Id, señor Chatterton —contestó ella, riendo al ver su expresión de agobio—. Trabajad duro y no corráis riesgos innecesarios.

Permaneció mirándolos un momento, pero no era el abarrotado salón con sus pilares de mármol lo que veía, sino un movimiento sobre la hierba quemada por el sol: la muerte vestida de rayas doradas y negras avanzaba despacio, una explosión de músculos y terror. El mahout gritaba y un hombre arriesgaba su vida para salvarlo. Su fantasía de que los ojos de Alistair eran como los de un tigre no le pareció ya tan poética.

Impulsiva como siempre, dio media vuelta. Tenía que pedir disculpas por su comentario y sellar la paz. Había pasado tanto tiempo desde aquella magia, desde el dolor que la había quebrado… entonces no significó nada para él y tampoco debería significarlo ya para ella. Alistair Lyndon llevaba demasiado tiempo acosando sus sueños.

Pero Alistair ya no la estaba observando, sino que se había aproximado a la señora Harrison y estaba escuchando casi al oído algo que ella le contaba en voz baja, la mirada clavada en los abundantes y visibles encantos de la dama.

Así que el decidido joven del que se había enamorado tiempo atrás era ahora un vividor, y la atención que les había dispensado a su amiga y a ella era algo habitual en él. Un vividor valiente, pero un calavera al fin que había sentido curiosidad por saber qué había sido de su vecinita después de tantos años.

Le dolía que ni siquiera recordase lo que había ocurrido entre ellos, pero debía aprender a ocultar su orgullo herido, porque solo eso iba a poder ser. Además, había encontrado a una dama que se ajustaba mejor a su carácter que ella: la reputación de la señora Harrison anunciaba que estaría encantada de entretener a un caballero del modo que su mutuo deseo les sugiriera.

Dejó su vaso en una mesa. De pronto se sentía cansada de tanta gente, del ruido, del calor y de sus propios fantasmas. Al llegar a la puerta, el criado salió de las sombras de los pilares.

—Mi silla, Ajay.

El criado se apresuró a cumplir sus órdenes y mientras ella fue a decirle a la señora Smyth-Robinson, que sustituía aquella noche a su tía como carabina, que se marchaba.

Estaba cansada y le dolía la cabeza. Ojalá estuviera ya en su casa de Inglaterra y no tuviera que volver a hablar con ningún hombre, y menos con Alistair Lyndon. Pero se obligó a despedirse de los conocidos y a caminar balanceando elegantemente las caderas para disimular el hecho de que no tenía curvas de las que presumir, manteniendo la sonrisa en los labios y la barbilla alta. El orgullo era, a veces, lo único que le quedaba.

Alistair supo que aquella avispa de ojos verdes abandonaba el salón al mismo tiempo que aceptaba la invitación de Claudia Hamilton para tomar con ella una última copa, aunque tenía serias dudas de que la dama en cuestión estuviera pensando en irse a dormir. Había conocido a su marido en Guwahati comprando seda y estaba de acuerdo con Claudia en que era un hombre aburridísimo. Estaba claro que necesitaba que alguien la entretuviera, una idea interesante, aunque desde luego no iba a dejar que su encuentro alcanzase la categoría de affaire ni siquiera durante los días que le quedaban antes de embarcar. No era proclive a compartir, y no albergaba dudas de que la dama era generosa con sus favores.

—Ahí va la señorita Brooke —comentó Claudia con desprecio—. Una descarada es lo que es. Se cree que por tener fortuna y porque su padre sea conde puede acallar el escándalo y su falta de atractivo. Vuelve a Inglaterra a bordo del Bengal Queen. Supongo que piensan que lo que hizo ya se ha olvidado.

—Su familia es vecina de la mía —comentó Alistair, convencido de que debía ofrecer una explicación a su interés—. La última vez que la vi era una niña.

No le sorprendería oír su nombre mezclado en un escándalo, ya que era lo bastante testaruda y capaz de cualquier cosa. De niña era un marimacho temerario e impetuoso, siempre pegada a sus talones, capaz de subirse a cualquier árbol, pescar y montar cualquier caballo. Y de mostrar sin tapujos sus afectos.

Vagamente recordó tener sus brazos alrededor del cuello y recibir un beso de sus labios el día antes de que hiciera el equipaje y se quitara de los zapatos el polvo de Castle Lyndon.

Debía estar roto por el dolor y la humillación, y seguramente ella trató de consolarlo. Es probable que hubiera sido brusco con la chica. Se había bebido casi la mitad de una botella de coñac mezclado con vino, y apenas recordaba nada de lo ocurrido aquel día y aquella noche, y los pocos recuerdos que acudían a su cabeza eran demasiado dolorosos para hurgar en ellos. Dita… no, los recuerdos no le hablaban de un beso de cariño fraternal, sino de un cuerpo desnudo y delgado, capaz de una pasión fiera. Aún se sentía culpable porque sus sueños empapados de alcohol de aquella noche hubieran podido mostrarle semejantes imágenes de una muchacha inocente.

Miró de nuevo hacia la puerta, pero la seda esmeralda ya no se veía por ninguna parte. Dita Brooke ya no era una niña, sino una mujer de fuego que iba a dar mucho que hacer al hombre con el que su padre pretendiera casarla.

—¿Creéis que carece de atractivo?

Era divertido ver la ponzoña con que miraba a aquella mujer más joven que ella, pero no tenía intención de preguntarle por lo del escándalo. Conociendo como conocía el ambiente represivo de los salones ingleses, el escándalo debía ser algo tan terrible como que la hubieran visto besando a un caballero en la terraza durante un baile.

—No tiene figura y es demasiado alta. Su cara carece de simetría, tiene la nariz demasiado larga y un horrible color de piel. Descontando todo eso, es tolerable.

—Un catálogo de desastres, ya veo —corroboró Alistair mientras trazaba círculos en la palma de su mano con el dedo. Claudia ronroneó como un gato y se acercó más a él.

Todas aquellas cosas podían decirse, en efecto, de lady Perdita. La pequeña Dita Brooke había sido tan poco agraciada como un polluelo en su nido, pero por alguna especie de milagro, había crecido para llegar a ser una criatura tentadora y muy femenina. Su porte, una educación exquisita y su deslumbrante personalidad obraban la magia. Y algo que él desconocía: una lengua afilada como un bisturí. Iba a ser divertido probar suerte con ella como encantador de serpientes en el viaje de vuelta a casa.

Dos

—Tranquilo, Khan —Dita acarició el cuello de su enrome semental bayo y sonrió al ver que echaba hacia atrás una oreja para escucharla—. Dentro de un momento podrás correr cuanto quieras.

El animal piafaba y maneaba nervioso, intentando dejar atrás a un carro tirado por bueyes, una calesa de dos ruedas tirada por un hombre, una vaca sagrada de ojos dulces e incluso a un grupo de mujeres que charlaban con sus calderos de cobre sobre la cabeza. El tráfico en Calcuta nunca disminuía, ni siquiera en una mañana de miércoles como aquella, más allá del mediodía.

—Ojalá pudiera llevarte conmigo a casa, pero el mayor Conway cuidará de ti —le prometió al llegar a la cima de la explanada que se abría ante la mole de Fort William. Solo le quedaba un día más para poder montar, pero mejor no pensar en ello. Sus emociones a ese respecto eran demasiado complicadas.

—¡Vamos, adelante!

El caballo no necesitó que se lo repitiera dos veces. Dita se sujetó bien cuando salió al galope sobre la hierba. A su espalda oyó las pisadas del poni gris que montaba Pradeep, el mozo de cuadra, pero pronto se perdieron en la distancia. Su poni jamás podría mantener el ritmo de Khan, y no tenía intención de retener a su montura para esperarle. Cuando se acabara la explanada llegaría a su lado haciendo un ruido reprobador con la lengua y protestando como siempre.

—Lady Perdita, memsahib, ¿cómo voy a poder protegerla de los hombres malos si me deja atrás?

«Aquí no hay hombres malos», se dijo al ver Hooghly River. Los soldados que patrullaban en el fuerte se encargaban de ello. Quizá debería llevarse a Pradeep al salón de baile y dejar que se ocupara de hombres como Alistair Lyndon.

Había conseguido dormir no más de tres horas, aunque la mayor parte se las había pasado dando vueltas y más vueltas y despotricando sobre hombres arrogantes con un gusto espantoso en materia de mujeres… en particular el hombre más arrogante y de peor gusto con el que iba a tener que compartir barco durante semanas. Pero ahora estaba decidida a olvidarse no solo del incómodo encuentro de la noche anterior sino también del inquietante sueño que la había acosado durante la noche.

Lo peor había sido una variante de su pesadilla habitual: su padre abría de golpe la puerta del coche y la sacaba a tirones al patio de la posada, delante de todo un coche lleno de pasajeros que contemplaban la escena boquiabiertos, además de una envejecida lady St. George que ocupaba también su carruaje. Pero en aquella ocasión el hombre alto y de cabello negro que la acompañaba y que cobardemente intentaba huir por la otra puerta no era Stephen Doyle, sino Alistair Lyndon.

Y Alistair no huía como el hombre del que se había convencido que estaba enamorada. En su sueño él se daba la vuelta, elegante y letal, y la luz brillaba en la hoja del estoque con el que amenazaba el cuello de su padre. A partir de ese momento el sueño se volvía confuso y Stephen, en un revoltijo de sábanas de la pensión se transformaba en un joven Alistair.

Y ese sueño había resultado ser tan exacto e intenso, tan excitante que al despertase había tenido que lavarse con agua fría para dejar de temblar.

Había comprendido de pronto a quien se parecía Stephen Doyle: era una versión adulta de Alistair. No se habría enamorado de Stephen porque seguía echando de menos a Alistair, ¿no? Qué ridículo. Después de semejante fiasco, de que a la mañana siguiente el coñac no le hubiera dejado acordarse de nada, había intentado dejar atrás lo que sentía por él y creía haberlo conseguido.

Khan seguía galopando a tumba abierta, demasiado rápido teniendo en cuenta lo poco que faltaba para llegar al punto en el que se iniciaba el foso defensivo. Tenía que girar, y las pequeñas masas de árboles que cerraban la llanura podían ocultar terrenos irregulares o perros perdidos. Comenzó a frenar a su montura pero de pronto un caballo castaño salió de entre los árboles galopando a la misma velocidad que el suyo.

Kahn se paró en seco para evitar la colisión y Dita quedó volcada sobre su cuello, casi sin aliento por el golpe del pomo de la silla. Aunque la crin de Khan se le había pegado a la cara, vio que el otro jinete desviaba a su caballo a la izquierda. En aquella hierba corta y polvorienta la caída era inevitable, por habilidoso que fuera el jinete, y vio resbalar al otro animal, buscar frenético dónde apoyar los cascos y caer sin llevárselos a ellos por delante por los pelos.

Dita levantó la pierna por encima del pomo de la silla y desmontó. El otro animal consiguió ponerse en pie mientras su jinete quedaba tirado en el suelo. Corrió hasta él y se tiró de rodillas a su lado. Era Alistair Lyndon quien estaba caído boca arriba, con los brazos abiertos y los ojos cerrados.

—¡Ay, Dios mío!

«¿Está muerto?»

Le desabrochó los botones de la chaqueta negra y aplicó el oído a su pecho, sobre la camisa. El latido de su corazón era rápido, pero fuerte y rítmico.

Dita dejó salir todo el aire de sus pulmones, aliviada. Tenía que levantarse, ir en busca del médico. Podía haberse roto las piernas o la espalda, pero necesitaba unos segundos para recuperarse del susto.

—Qué agradable encuentro —oyó que decía él con su voz grave, pero antes de que pudiera reaccionar, la rodeó con los brazos y la besó con una falta de urgencia y una apreciación tan sincera que la dejó sin aliento.

Nunca había sido besada de aquel modo, con una desapasionada indolencia como aquella. Cuando contaba dieciséis años ya había estado en los brazos de aquel hombre, y aun siendo joven e ignorante, la había hecho gemir de placer. Ahora era un hombre, y sobrio además, y tuvo la certeza de que aquello no estaba significando nada para él. Era pura malicia.

Y aun sabiéndolo le fue muy difícil separarse, más de lo que debería, y se enfureció consigo misma. Alistair debía haberse pasado los últimos ocho años perfeccionando su técnica, obviamente practicando siempre que se le había presentado la oportunidad, y fue eso lo que le proporcionó el impulso necesario para empujarle por los hombros.

—¡Sois un libertino!

Él abrió los ojos, la miró divertido y se incorporó.

Pero todo regocijo despareció como por ensalmo, tomó aire violentamente y lanzó una ristra de palabras en un idioma que ella desconocía y que terminaba así:

—…maldita sea!

—Lord Lyndon —murmuró ella, haciendo un esfuerzo para no abofeterarle—. Teníais que ser vos el que montara a esa velocidad. ¿Estáis herido? A juzgar por vuestro lenguaje, he de asumir que sí. Supongo que ahora me diréis que vuestro comportamiento se debe a la conmoción, al susto o a alguna otra excusa.

—Cualquier hombre que se precie —respondió él pasándose la mano por los cabellos alborotados y cubiertos de polvo y taladrándola con la mirada—, suele reaccionar sin necesidad de excusa cuando una joven se le lanza sobre el pecho —hizo varios círculos con los hombros—. Sobreviviré.

Tenía sangre en la mano vendada y un arañazo en la mejilla, y el hecho de que aún no se hubiera levantado indicaba que su pierna izquierda no había salido mucho mejor parada.

—¿Y vos? ¿Os habéis hecho daño? —inquirió él—. ¿Y mi caballo? ¿Está bien?

—Pradeep —llamó a su mozo que se acercaba ya—. Recoge el caballo del sahib y asegúrate de que no haya sufrido ningún daño.

Menos mal que no podía entender los comentarios que en la misma lengua de antes estaba haciendo, e intentó no pensar en que el susto le había dejado el corazón alojado en algún punto de la garganta. ¿O sería por culpa del beso? ¿Cómo se había atrevido? ¿Y cómo era posible que ella deseara que volviera a hacerlo?

—¿Y ahora qué vamos a hacer con vos? —preguntó. Mejor centrarse en asuntos prácticos—. Será mejor que mande a Pradeep al fuerte para que envíen una camilla.

Menos mal que era capaz de hablar con coherencia, aunque por dentro sus entrañas fuesen otro cantar.

—¿De verdad os parezco la clase de hombre que toleraría que un par de soldados lo llevasen en camilla? —preguntó mientras flexionaba la mano. El movimiento le valió un gesto de dolor.

—No, por supuesto que no. Eso sería lo más racional, y es absurdo por mi parte esperar que vos lo hagáis —respondió mientras se desataba el pañuelo del cuello—. Sin duda pretendéis quedaros aquí sentado durante el resto del día.

—Lo que voy a hacer es levantarme e ir a por mi caballo en cuanto vuestro mozo lo haya recuperado. ¿Por qué os estáis desnudando?

—Pretendo vendar con mi pañuelo la parte de vuestra anatomía que más lo necesite, milord, aunque en este momento estoy considerando haceros un torniquete con él en el cuello.

Alistair Lyndon la miró con los ojos entornados.

—Yo creía que lo que se hacía en estos casos era hacer tiras de las enaguas.

—No tengo la más mínima intención de destrozar mi guardarropa por vos, milord —se levantó y le ofreció una mano—. ¿Pensáis aceptar mi ayuda para levantaros u os lo prohíbe vuestro orgullo masculino?

Cuando se movía lo hacía rápido y con gracia, y le vio apoyarse en la pierna sana y levantarse con fluidez y sin necesidad de ayudarse de su mano.

—Tenéis sangre en los pantalones —observó. Nunca había visto tal cantidad de sangre antes, pero por algún milagro no sintió mareo alguno. Seguramente porque estaba demasiado enfadada. Enfadada y excitada, no podía ignorarlo. Lo había deseado entonces, ocho años atrás, cuando era un jovenzuelo, y en aquel momento estaba sintiendo el aguijón del deseo por el hombre adulto que era. Ella tampoco era ya una niña, y podría plantarle cara a sus propias debilidades.

—Maldita sea…

Él extendió la mano y ella le entregó el pañuelo. No iba a ofrecerse a vendarle la pierna si él podía hacerlo. Aparte de cualquier otra consideración, aquella enervante criatura lo tomaría como otra invitación a más familiaridades y tenía la impresión de que si volvía a tocarle su determinación flaquearía.

—Gracias.

El nudo que hizo parecía funcionar; la hemorragia se estaba deteniendo, de modo que no había necesidad de seguir contemplando aquel muslo bien torneado y comenzó a recomponer su propio atuendo como le fue posible.

—Me han contado que vuestras heridas fueron causadas por un tigre —comentó, empujada por la necesidad de hablar. Quizá no fuese tan fuerte como se había imaginado porque sentía la cabeza extrañamente ligera. ¿O sería por el beso? —. Imagino que el animal salió peor parado.

—Así es —respondió él, tirándose de los puños de la camisa. Pradeep volvió tirando de las riendas del caballo castaño—. Gracias. ¿Está bien?

—Sí, sahib. Se ha roto la rienda, y por eso no pudo sujetarlo cuando se cayó.

El hombre debía pensar que necesitaba reparar su orgullo herido, pero Alistair no parecía preocupado.

—¿Necesitáis ayuda para volver a montar, sahib?

«Dirá que no, seguro», pensó Dita. «Su orgullo masculino no le permitirá responder de otro modo». Pero Lyndon puso el pie sano en las manos unidas de su mozo y dejó que Pradeep lo alzara hasta pasar la pierna herida al otro lado de la silla.

Resultaba interesante comprobar que no se sentía en la necesidad constante de meterse en su papel de héroe, a diferencia de Stephen, que sin duda se las habría arreglado solo aunque con ello empeorase su estado. Frunció el ceño. ¿A qué venía pensar en aquel lamentable espécimen en semejante ocasión? ¿No había decidido quitárselo completamente de la cabeza? Porque en su corazón no había estado nunca, y eso lo sabía ya con certeza absoluta.

—¿Qué fue del mahout? —le preguntó, sujetando al caballo por una rienda.

—Sobrevivió —respondió, mirándola con un insultante aplomo a pesar del estado de su ropa y de sus vendajes—. ¿Por qué lo preguntáis?

—Porque os pareció que valía la pena arriesgar la vida por él. Muchos sahibs no lo habrían hecho —era lo único bueno que había descubierto en aquel Alistair adulto por el momento—. Habría sido doblemente doloroso salir herido y además haberlo perdido a él.

—Era mi empleado, y por lo tanto, mi responsabilidad.

—¿Y los aldeanos que estaban siendo atacados por el tigre también eran vuestra responsabilidad?

—¿Estáis intentando encontrar el lado bueno de mi carácter, Dita? —preguntó con una incómoda percepción—. No os dejéis llevar en demasía. Fue un ejercicio divertido, nada más.

—No me cabe duda. A los hombres os gusta matar, ¿no es así? Y por supuesto vuestra propia estima no os permitiría consentir que un animal os arrebatase a un sirviente.

—Al menos el tigre plantó cara, no como un faisán o un zorro —respondió con una sonrisa, haciendo caso omiso de sus pullas—. ¿Y por qué os interesáis tanto por un hombre que obviamente os irrita?

—Porque yo galopaba tan rápido como vos, y al igual que acabáis de decir, también asumo la responsabilidad de mis actos. Y no es irritación lo que me provocáis, sino exasperación. No me complacen en absoluto vuestros intentos de provocarme con vuestro inusitado comportamiento.

—Solo pretendía actuar como uno de vuestros héroes románticos. Esperaba que una joven adicta a las novelas recibiera complacida tales atenciones. Es la impresión que me disteis.

—El estupor me dejó inmóvil, eso es todo.

Inmóvil, no. Sus labios se habían movido. Se habían abierto. Incluso había rozado con la lengua los suyos por un instante.

—Y no soy adicta a ese pasatiempo como decís. De hecho, creo que quien ha leído demasiadas novelas sois vos, milord.

Y tras soltar la rienda, dio media vuelta hacia donde se encontraba Pradeep sujetando a Khan.

Alistair la vio caminar erguida hasta donde se encontraba su mozo y hablar unas palabras con él mientras acariciaba el morro de su caballo. Parecía no prestar atención a su presencia pero no era así, a juzgar por el rubor de sus mejillas. «El estupor me dejó inmóvil…» ¡Ja! Había respondido a su beso tanto si quería admitirlo como si no.

El mozo le ofreció las manos y ella montó con la facilidad de una consumada amazona. Y una amazona bien entrenada, pensó en un momento en que la falda le perfiló las largas piernas.

Al verla de perfil se dio cuenta de que Claudia estaba en lo cierto: su nariz era demasiado larga y cuando le había mirado muy seria para interesarse por la suerte del mahout había reparado en la suave asimetría que no era aparente cuando sonreía. Y un crítico que no estuviera pensando en besarla habría añadido que tenía la boca demasiado grande y que su figura, por ser demasiado alta y delgada, no seguía los cánones de la moda. Pero el patito feo se había convertido en aquella mujer, que aunque no era claramente hermosa, sí resultaba intensamente atractiva.