Seguir la noche - Claudio Naranjo Vila - E-Book

Seguir la noche E-Book

Claudio Naranjo Vila

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Beschreibung

Una alocada salida de copas por Valparaíso nocturno expondrá las vidas de un grupo de amigos que viven al margen del orden estatuido: pseudoartistas, eternos estudiantes, parásitos del dinero de otros, expatriados por la dictadura que aún no encuentran su lugar en el país, todos enemigos declarados del día. Sucumben al conjuro de la noche, donde sienten que el tiempo no transcurre, o donde —una y otra vez, como en un encantamiento— vuelve a caer la misma oscuridad sobre la urbe. La noche, donde todo puede acontecer y corren libres los placeres y peligros renegados por el día, para estos seres que navegan a perpetuidad en un barco sin puerto. ¿Existe un antídoto para el encantamiento en que están sumidos? ¿Acaso lo buscan? ¿No es preferible quedarse por la eternidad bajo el hechizo nocturno? ¿La luz del día podrá romper el embrujo? ¿O solo lo ocultará?

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SEGUIR LA NOCHE

Claudio Naranjo Vila

PRIMERA EDICIÓN
Noviembre 2021
Editado por Aguja Literaria
Noruega 6655, departamento 132
Las Condes - Santiago - Chile
Fono fijo: +56 227896753
E-Mail: [email protected]
Sitio web: www.agujaliteraria.com
Facebook: Aguja Literaria
Instagram @agujaliteraria
ISBN: 9789564090009
DERECHOS RESERVADOS
Nº inscripción: 2021-A-9008
Claudio Naranjo Vila
Seguir la noche
Queda rigurosamente prohibida sin la autorización escrita del autor,bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obrapor cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático
Los contenidos de los textos editados por Aguja Literaria son de la exclusiva responsabilidad de sus autores y no necesariamente representan el pensamiento de la Agencia
TAPAS
Imagen de portada: Carla Guerra Villar
Diseño de tapas: Josefina Gaete Silva
A Mila y Luna, por ayudarme a escribir esto.
... en el curso de la vida nos convertimos en muchas personasdiferentes, y es precisamente eso lo que hace que los recuerdosparezcan extraños. Una persona, la última, se esfuerza porunificar todos los personajes anteriores.
Autorretrato, François TruffautQue no consideres como bueno o malo nada de lo que te suceda,ni por tu virtud, ni por tu malicia; después, que seas inmutabletanto al bien como al mal y, en cuanto es posible, te hagas comola imagen de un Dios. ¿Qué se te promete por este ejercicio?Grandes cosas, iguales a las divinas. A nada estarás obligado ynada necesitarás, serás libre, seguro, sin daño;nada intentarás conforme a tu juicio, nada malo te sucederá.De la vida bienaventurada, SénecaLos poemas como pequeñas linternasen que arde aún el reflejo de otra luz.La Semaison, Philippe Jaccottet

ÍNDICE

Dedicatoria

Frases

Seguir la noche

Ella ha vuelto. Después de tantos años y desencuentros, ella aparece. Se pregunta si en realidad fue hasta su mesa a mostrar sus libros, en esa imagen borrosa e incierta de un bar que le dejó la noche anterior. ¿Y quién habrá sido aquel hombre sentado a su lado? No recuerda con certeza lo que ocurrió, solo guarda la sorpresa del encuentro, el alcohol bebido hace que su memoria se asemeje a las imágenes de un sueño. Algo le dice que, de algún modo, es cierto. No cree que ella lo haya reconocido —tan cambiado está—, con el pelo y la barba largas, muy distinto al corte romano y las patillas recortadas que usaba antes. Como en tantas otras veladas, la noche pasada anduvo de un lugar a otro vendiendo sus libros, entró a muchos locales para ofrecerlos y bebió a costa de las pocas ganancias que le dieron sus versos. Los ejemplares, que aún carga hoy consigo, llevan como autor un seudónimo que no sabe si ella recuerda.

La tarde cae en Valparaíso. Al Poeta, quien ha pasado todo el día al borde del abismo, no se le ocurre nada mejor que entrar al Cinzano, un antiguo bar de la plaza Aníbal Pinto, y pedir una cerveza. Sentado en la barra, mirando su rostro en el largo espejo que cuelga detrás de las botellas, se dice que ha llegado el momento de enfrentar de una vez por todas la situación que lo mantiene colgando de un hilo.

De algo está seguro: no andará tras ella. El reencuentro (un deambular incesante por la noche, por todas las noches que lo trajeron hasta este momento, como si su peregrinaje hubiera sido un largo camino de vuelta), más que la posibilidad de un nuevo comienzo, debe ser algo así como el fin de un tiempo, un epílogo que cierre y de sentido a los días que, de otro modo, se habrían perdido en la memoria. “Todo reencuentro debe ser la metáfora de una realidad que sucedió de otra forma”, y tantas otras excusas que se da a sí mismo a falta de las certidumbres que habrían dejado las cosas como estaban, es decir, como una relación lejana que terminó mal y no había manera de recuperar. Además que Mila, por quien debe en verdad preocuparse —tras su repentina y misteriosa desaparición—, no puede quedar relegada al fondo de la imagen.

El Cinzano está casi vacío, solo un par de oficinistas ocupan las mesas. Es temprano y aún no suben al escenario los viejos cantantes de tango y bolero, a entonar sin mayor variación las canciones de todas las noches para los turistas que llegan a comer o tomarse un trago, a empaparse con algo del pasado esplendoroso de la ciudad que ahora se cae a pedazos lenta pero sostenidamente.

Refugiado en el bar, con la cerveza a medio beber, como tomando aire antes de sumergirse en lo que traerán las próximas horas, se dice que está bueno de todo esto, tiene que extirpar lo que queda de ella, y de ese patético personaje que fue en otras latitudes del tiempo, presa de pasiones tristes y días sin objeto, víctima de las pruebas que se interpusieron en su camino. Para ello pretende seguir las señales de alguien que lo guía de forma misteriosa, a través de los parajes sinuosos y llenos de peligros de los abismos de la noche.

Como un rehabilitado que de golpe recuperaba largos años de abstinencia, recordé tu número. Esperé a que mis amigos salieran del baño, cerré la puerta de la cabina y marqué. Entre sorprendido y decepcionado, escuché una voz diciendo que el número que acababa de marcar no existía y que consultara la guía. La grabación volvió a empezar, mientras le daba un puñetazo a la puerta. “Todo está perdido —pensé—, nunca más sabré de ella”. Escupí en el water y paseé de un rincón a otro de la cabina para hacer memoria. “¡Claro! ¿Cómo pude ser tan tonto? Si desde entonces agregaron otro dígito a todos los teléfonos de Santiago”. Hundí los botones de mi celular otra vez.

Esperé a que alguien contestara, estaba inquieto y movía los pies de un lado a otro, como si bailara. Hacía varios meses que te había vuelto a ver, de casualidad y a lo lejos, en una de las mesas del bar Liguria; tan extraña a mí, riéndote con gente desconocida. Mientras aún esperaba, la música del bar trajo de vuelta una vieja melodía, nombrando tantas cosas que ya no estaban. Me puse a tararear la canción hasta que salió tu voz.

Después de tu sorpresa y los saludos de rigor, hubo un silencio en que debí explicar el motivo de mi llamada.

—Sé que ha pasado mucho tiempo, pero mira —traté de demorar las palabras para que no se notara lo nervioso que estaba—, mañana me voy de viaje y… algo me dijo que debía llamarte. Ojalá no te moleste.

—No seas tonto, para nada —dijiste, Alejandra—. Qué coincidencia, el otro día estuve leyendo unos poemas que me regalaste… hace ya tanto tiempo.

—¿Y cómo eran?

—Superbonitos… Y cuéntame, ¿te casaste?

No, no me había casado. Me dieron ganas de terminar la llamada cuanto antes, parecía un gesto inútil solo porque me iba del país unos días, aunque siempre me rondara el fantasma de los hijos de exiliados, el temor a salir del país y no poder volver.

—En la empresa me han hecho ofertas para que me quede afuera, pero me gusta vivir acá —dije.

—Sabía que te iba a ir bien.

—Ahora me voy por una semana y quise despedirme.

¿Despedirme de qué, de quién? ¿Acaso eras la misma de antes?, me pregunté, mientras pasaba mi mano por el pelo. Temí que mis palabras sonaran demasiado comprometedoras, después de no saber de ti en tantos años.

—¡Qué bueno que llamaste! Avísame cuando vuelvas, sería rico que nos juntáramos.

Después de colgar con un “Seguro que sí, claro. Estamos en contacto”, salí del baño con una gran sonrisa y me adentré por uno de los salones del bar Liguria. Las mesas ocupadas, la gente parada afuera esperando poder sentarse, la música tan fuerte que obligaba a gritar para escucharse, las paredes llenas de afiches de cantantes, futbolistas o los clásicos pósteres del Moulin Rouge pintados por ToulouseLautrec, nada de ese ambiente sobrecargado de estímulos podía molestarme después de hablar contigo.

Encontré a mis amigos en la barra, amigos que solo podía llamar así cuando, borracho, me sentaba en cualquier lado e invitaba a todos a un trago. Podía pasar la vida entera allí, aunque nadie se quedara tan tarde como yo y emigrara a otras mesas, estando con todo el mundo sin estarlo de veras, hablando estupideces un rato: fútbol, rock, mujeres, trabajo. Además que Paula (o alguna otra como ella, les decía a mis amigos de esa noche) siempre estaría esperando en el departamento, con sus platos naturistas según la última moda, y los discos que creía cultos porque eran de música correctamente clásica como Vivaldi o Albinoni. Esa mina llamada Paula, tan mimadora y servil, dejaba la cama preparada cosa de llegar y acostarme, además de una nota llena de cariño debajo de la almohada cuando no podía esperarme. Era tan estúpidamente buena y acogedora, abnegada hasta ser odiosa y sonriente cuanto más la rechazaba.

Alguien cerca de mí en la barra celebró mi comentario. Las conversaciones se sucedían y también los tragos. Mis amigos plantearon que usar drogas no era muy distinto a chantarse antidepresivos o calmantes para la ansiedad.

—Lo que pasa con la droga es que no hay que pagarle a un medicucho para que te la dé y cuesta más conseguirla, pero a la larga igual te sube el ánimo y hace la vida más llevadera, siempre que no abuses…

—… siempre que no abuses —complementé—, o terminarás por caer en las manos de los mismos medicuchos que al final se saldrán con la suya, te enchufarán los remedios y…

—Así que te vas de viaje. —El tipo sentado a mi lado se giró para mirarme, no sabía su nombre—. Volvamos al baño a emparejarnos la nariz, después pedimos otros tragos para desearte un bon voyage.

—No, yo paso, compadre. Tengo que levantarme temprano.

Aunque insistieron, me puse de pie. “Por una mina como Alejandra, estoy dispuesto a dejarlo todo”, pensé para mis adentros al estrecharles la mano, pero era difícil mantener ese ritmo de vida tan agitado sin la ayuda de mis amigos. Sobre todo al día siguiente, cuando despertara con dolor de cabeza y los nervios de punta, y tuviera que manejar hasta el aeropuerto dejando el auto estacionado allí, deseando que Paula no me llamara al celular como en mi último viaje, para pedirme algo tan exasperante y tierno como un osito de peluche de regalo. Luego de que el avión despegara y pudiera desabrocharme el cinturón de seguridad, pediría un whisky tras otro para pasar la resaca de la noche anterior.

“No puede ser que lo de un rato atrás sea la última vez, ¿por qué soy tan drástico conmigo?”. Manejé de vuelta a mi departamento, recordando que, después de unos tragos, al igual que otras noches, con mis amigos ocasionales fuimos al baño. Pusimos el pestillo a la puerta, conversamos sobre chicas y nos juramos amistad eterna. Descolgamos el espejo y esparcimos sobre la superficie el polvo blanco, lo molimos y ordenamos finamente unas líneas. Luego nos turnamos el dollar que alguien sacó, billete que fue aspirado de nariz en nariz. Los más entusiastas lamieron los restos adheridos al espejo. Cuando me lo pasaron de nuevo, miré que no hubiera rastros de polvo en mi nariz. La sensación de embriaguez se disipó. Después de eso mis amigos volvieron a la barra a conversar todos los tragos que el mozo les ofreció una y otra vez, mientras yo sacaba mi celular para ir a la cabina del baño a llamarte, Alejandra. Andaba tan falto de fuerzas que a cada rato necesitaba otra línea para reanimar mi cuerpo. Surgías como una buena excusa para dejarla: adiós a Las Vegas, pero la botella de escocés no me la quitaba nadie. “No, mejor guardo dos papelillos al fondo de un cajón del escritorio, por si acaso”, pensé al abrir la puerta de mi departamento.

—Estás pasado a trago —dijo Paula, cuando me tendí a su lado.

—No sabía que ibas a estar.

—¿Qué onda? ¡Si siempre te espero! Ya, acuéstate. Te despierto mañana.

Aunque no preguntó, le dije que había estado toda la noche hablando con alguien de la oficina y afinando los últimos detalles del viaje. Respondió que estaba bien, pero me hizo prometer que no tomaría más. Entonces, como insistía en que hiciera de mi departamento un lugar más acogedor, llevando ella por iniciativa propia plantas y pequeños adornos, le hice jurar que no desembalaría las cajas de mudanza mientras yo no estuviera, servían para sentarse y era probable que no permaneciera durante mucho tiempo entre esas paredes.

Así era mi vida, Alejandra, en eso me transformé lejos de ti.

—Te empaqué unos trajes livianos. —Paula apagó la luz—. Allá es verano.

La olvidada imagen de ella cobra vida con cada paso que da hacia la noche. Ha salido del Cinzano y, con las manos en los bolsillos del abrigo, esquiva a la gente que camina por la calle Esmeralda. La interminable corrida de micros no permite descender de la vereda para adelantar al tropel de asalariados y estudiantes. Llega hasta el reloj Turri, toma el ascensor Concepción y una vez arriba, pasa por el Café Turri y luego dobla a la izquierda por la calle Papudo. Se adentra por el Paseo Atkinson, con sus bancos ocupados por parejas y turistas. Desde el mirador ve que algunas luces de las calles abajo están encendidas y el sol se ha marchado de la bahía.

De pronto siente que alguien lo llama. Sentados en la terraza del Hotel Brighton, el Estudiante y el Jote hacen gestos con las manos para atrapar su mirada. El Poeta al final se da por aludido, pero luego los observa, sin decidirse a bajar las escaleras y llegar hasta la mesa, o darles la espalda y seguir contemplando la última luz del día que se desvanece. El Estudiante insiste, ahora haciendo la mímica de empinarse un vaso y el Poeta termina por ir a su encuentro.

—Murillo, ¿qué te habías hecho? —Se pone de pie y estrecha su mano.

—Vengo saliendo de la oficina. —El Poeta separa una silla de la mesa para sentarse.

—¡Sí, claro! El día que tú trabajes será el mismo que yo salga de la universidad. —El Estudiante le da palmadas en la espalda—. Llegaste justo ahora que nos íbamos a tomar algo.

—Pero este lugar es muy caro.

—¡Qué más da! Me llegó una platita de mi tía de Santiago. Deja contarte de dónde vengo.

Santiago, piensa el Poeta ahora que el Estudiante la ha nombrado, la ciudad que es como una muchacha etérea que no sabe seducir, no sabe mantener ningún amor, todos los regalos que le hacen los desecha y destruye, una muchacha cuya casa hecha de naipes se deshace con el viento. Así ve aquella ciudad efímera que derriban a cada rato para levantar nuevos edificios a la moda.

El Poeta saluda al Jote sin mirarlo a la cara. Sabe que si está aquí significa que quiere conseguir algo, solo es cosa de esperar a que aparezca lo que busca.

Los amigos se miran los unos a los otros en silencio durante un instante, como diciendo, bueno, aquí estamos una vez más. Aunque el Poeta tiene la oportunidad de hablar, ¿cómo decirle al Estudiante que ella anda por ahí? Jamás le ha contado sobre su pasado, una vida anterior donde no pudo ser lo que ansiaba. Si lo cuenta, entonces tendría que explicar que antes fue alguien distinto, casi como si se tratara de otra persona. Solo a Luna le ha dicho algo, pero lo adornó con una historia de amor para hacer llorar a cualquiera. No, no se lo confidenciará al Estudiante, que forma parte de la tribu de amigos que el Poeta llama los errantes de la noche, llegados o expulsados de otros lugares, al igual que él, eternos buscadores que encontraron refugio en Valparaíso y para quienes cualquier día es bueno para volver a empezar de las cenizas del ayer; los errantes que también cargan con una cantidad de historias de fracaso que es mejor callar y dejar en el olvido. Sí, es preferible seguir formando parte de estos seres sin pasado que viven en un eterno presente, que solo comparten aventuras actuales.

El Estudiante sonríe y cuenta que junto con la platita, su tía le envió un montón de libros de muchos autores que no conoce, tienen que juntarse en otro momento a hojearlos.

—Habías ofrecido unos tragos —dice el Poeta.

—Estoy llamando al mozo.

—Ese tipo prefiere a los turistas, dejan mejores propinas. —El Jote levanta un poco la voz, como queriendo que lo escuche.

—Te tengo que contar de una lectura de poesía de la que vengo. —El Estudiante deja una mano levantada para llamar al mozo—. ¿Quieres blanco o tinto?

—¿Para qué despreciar la hospitalidad? Tomemos una y después seguimos con la otra —responde el Jote.

—Decías algo de una lectura de poesía. —El Poeta lo mira con atención.

—¡Ah, sí! Resulta que los de la Facultad no me avisaron que en realidad era una peña en apoyo al paro de los estudiantes. Sabes cómo hablan esos tipos, de compañero para acá, compañero para allá, que este año nos dieron menos plata para el crédito fiscal que nunca y aquí nadie entra a clases hasta que todos entren gratis, compañero.

—¿Y qué hay de novedoso en eso? En la facultad donde estudió Luna también están en paro.

El Poeta vive con su amiga Luna. Lo llevó a su casa del cerro Bellavista al saber que gastaba el dinero que no tenía en una pensión. La casa es antigua, con un techo muy alto y varias piezas sin uso. Allí tiene un dormitorio con un gran ventanal que mira a la bahía. Tuvieron un romance, pero después se dieron cuenta de que no funcionaba y siguieron siendo amigos. Al Poeta le gusta tener amigas con quienes ha hecho de todo y no tiene que andar en plan de conquista, ni poniéndose celoso porque a veces estén con otros tipos.

—Sí, está bien el paro de estudiantes, pero ese no es el punto. Cuando llegué al restaurante en la playa Las Torpederas donde habían organizado el acto, alguien tocaba una canción de protesta acompañado por una guitarra y un bombo.

—Nada nuevo bajo el sol, así son los actos.

—Es que a mí no me gusta que no me avisen de qué se trata, después llego allá y resulta que mi poesía no tiene nada que ver con aquello. Bueno, de todos modos busqué algo para leer. Tenía ganas de hacer callar a esa turba de endemoniados que aprovechan la buena intención de unos cuantos dirigentes para ir a drogarse y quemar neumáticos.

—Te haces mala fama solo por el gusto de hacerlo.

El Poeta piensa que el Estudiante es como un niño grande, dispuesto a cometer cualquier travesura inofensiva para divertirse; además, le gusta escribir sobre temas contingentes en forma irónica. El Poeta no considera que eso sea poesía, pero es entretenido y, sobre todo, es su amigo y lo deja hacer sin criticarlo. “Qué más da —piensa—, ya lo ha dicho Nicanor Parra: ‘todo es poesía menos la poesía’ ”. Cada uno tiene su estilo, algunas veces han hecho recitales poéticos juntos y lo han pasado bien. Ahora la verdad es que no tiene ganas de escucharlo, sino de cobijarse en la creciente penumbra, apoyando su espalda en el respaldo de la silla y bebiendo de su vaso.

—¿Qué te pasa, Murillo? Estás tan callado.

—Sí. ¿Dónde está esa erudita manía tuya de interrumpir a cada rato para intercalar textos o poner notas al pie de la página? —agrega el Jote.

—Bueno —continúa el Estudiante, sin esperar respuesta—, la cosa es que entré al local y me encaminé hacia el claro entre las mesas que hacía de escenario. Esperé un rato a que terminaran de cantar y hablé con uno de los dirigentes, explicándole que yo era un POETA invitado al encuentro de POESÍA. Así me dijo el tipo que habló conmigo en el Proa, aunque a esas alturas tenía claro que no era como lo habían pintado. El tipo ni se inmutó y dijo que después del próximo discurso vendría mi turno. Me llevaron a un costado del escenario, pasándome un vaso de vino navegado. Escuché el aburrido discurso, vinieron los aplausos de rigor, me tomé al seco el vaso y esperé a que me anunciaran. Como nadie lo hizo, avancé hasta el micrófono.

—¿Qué me vas a contar ahora, Estudiante? Deja tomarme otro trago mejor —dice el Poeta.

—“No sé de protestas ni de grandes discursos —dije— solo sé que el poeta debe cantarle al amor y a la vida y estar con los que sufren”. Como a todos, me aplaudieron, algunos gritaron consignas políticas, siguieron con viva el compañero Neruda, los poetas son la voz del pueblo, la poesía es de quien la usa no de quien la escribe… Esperé a que terminaran esa seguidilla de lugares comunes para largarme a recitar.

—Me imagino que no leíste lo que esperaban, sino cualquier otra cosa, como un maldito dadaísta. Hablemos de otra cosa —dice el Jote.

—Pero espera, si estoy por terminar… Entonces, claro, me puse a recitar unos versos que se me ocurrieron en el momento, tú sabes, cargados a la rima y a la palabra crepúsculo. La gente no entendía, se quedaron congelados como esperando a que continuara, solo aplaudieron cuando el tal compañero dirigente se puso a hacerlo. “Bien por el compañero —dijo—, pero ahora nos va a recitar algo en apoyo al paro de los estudiantes. Vamos, compañero, danos tu palabra de apoyo al pueblo”. Entonces hice como que daba vuelta unas hojas y seguí con la rima y la onda romántica. ¡Ja, ja, ja! Fue muy cómico, debiste haber estado ahí.

—Sí, igual cómico. Oye, ¿qué pasa con las amigas que prometiste? —El Jote trata de llevar el tema hacia lo que le interesa.

—Tranquilo, ya van a aparecer. “Saquen a ese huevón fome”, decía alguien desde el público. “A este huevón lo mandó el rector para boicotear el paro”, decía otro. Empezaron a tirarme vasos de plástico y yo, muy serio, seguía recitando. En medio del bombardeo, hice una reverencia de agradecimiento lo más señor Corales posible, cuando en un abrir y cerrar de ojos patearon la puerta y entraron los pacos al restaurante, y quedó la embarrada: empujaron sillas, lanzaron bombas lacrimógenas, levantaron sus lumas para dejarlas caer sobre la gente, tironeándolas de la ropa para llevarlas a la micro apostada afuera.

—Entiendo, el espectáculo se dio vuelta del escenario hacia el público. —El tono del Jote es lánguido.

—No, no es eso. Los dirigentes, con el lema de que soldado que arranca sirve para otra guerra, abrieron las ventanas, saltaron hacia fuera y todos los siguieron, mojándose los pies en la playa. Sin saber qué hacer también salí, mientras la micro de pacos se ponía en marcha acechando al tropel de estudiantes que corría por la arena. De pronto me detuve creyendo que lo mejor era quedarse ahí mismo, las botas de los pacos cercarían a la masa de gente que iba hacia el roquerío donde terminaba la playa y desde allí no había escapatoria, tarde o temprano tendrían que volver atrás o salir al camino para seguir huyendo y los tomarían presos.

—Elemental, querido Watson —dice el Jote.

—Entonces me devolví, encaramándome por una de las ventanas del restaurante que había quedado desierto, y comí y bebí lo que quedaba mientras el alboroto se diluía. Cuando los pacos se fueron, tomé una micro y me vine con tranquilidad.

—Qué bonita historia, para contarla a los nietos algún día —responde el Jote.

—No, esa historia no se cuenta dos veces. Voy a ir a buscar a alguna de las chicas antes de que ustedes se aburran. —El Estudiante sale del local y se encamina hacia el Pasaje Atkinson.

A mi regreso del viaje me demoré en llamarte, Alejandra. Tuve numerosas visitas a las salas de venta, una rueda imparable de reuniones y el resto del tiempo Paula estaba todo el rato encima de mí. Fue una noche en que volví tarde de la oficina, había pasado a comprar comida china y Paula me decía que no quería comer cosas que no sabía cómo se preparaban, cuando sonó mi celular.

—Es para ti, una mujer —dijo ella, después de tomarlo antes de que yo pudiera alcanzarlo.

Lo dejó sobre la isla de la cocina y luego se cruzó de brazos, mirándome fijo.

—¿Aló?

—Hola, ¿cómo estás? —preguntaste.

—Bien.

—¿Cómo te fue en el viaje?

—Bien.

No fue por la presencia de Paula que apenas hablé, sino porque de pronto volvías a ser una persona extraña perdida en el pasado. Dijiste que te alegraba que me hubiera ido bien.

—Quiero que nos veamos.

—Bueno, así conversamos más largo.

—Te paso a buscar mañana. Dame la dirección. —Para mi sorpresa, dominabas la conversación.

Te dije dónde vivía, nos despedimos y luego colgué.

—¿Quién era?

—Una compañera de trabajo.

—¿Qué quería?

—Unos documentos.

—Y si trabaja contigo, ¿por qué le diste la dirección?

—Bueno… porque no trabaja en el mismo lugar.

—¿Y por qué no puede pasar a buscarlos a tu oficina?

—¡PORQUE NO! —grité para no tener que dar más explicaciones.

Luego di media vuelta, fui al living y saqué del improvisado bar, dentro de una caja de mudanza, la botella de whisky. Los envases de aluminio de la comida china quedaron esparcidos sobre la isla de la cocina sin que nadie los tocara. Llené un vaso y después me senté sobre una caja mirando hacia el ventanal, alternando la vista entre mi figura reflejada en él y las luces de los techos bajos de Ñuñoa. Habría preferido tener al frente las torres de la avenida El Bosque, pero nunca encontré un lugar en ese barrio y mientras esperaba arrendé el primero que le gustó a Paula. A veces pensaba que mi estadía en ese departamento era como la relación con ella: algo circunstancial que, a pesar mío, se prolongaba noche tras noche.

—¿No vas a venir a la cama?

—No tengo sueño, Paula.

—Pero tienes que ir a trabajar mañana.

—Mira, para esos comentarios mejor me voy a vivir con mis papás.

—¿No vivían fuera de Chile?

—Ese no es el punto.

—Bueno, como quieras. Veré una película y después me voy a dormir. Ah… y no vendré mañana, para que puedas estar tranquilo con tu amiguita de la oficina.

Paula, toda blanca de piel, cruzando rápido el living rumbo al dormitorio con su camisón transparentándose, insinuando un cuerpo esbelto de caderas estrechas que apenas latía debajo, tan parecido a su largo pelo liso. Paula siempre tan Paula, tan precisamente como no me gustaban las mujeres.

No quise arrancarme al bar, pero un solo trago era insuficiente y me serví otro. Me dieron ganas de volver a escribirte, una necesidad que no sentía desde que estaba contigo. Busqué papel y lápiz en mi maletín.

Como si el tiempo no hubiera transcurrido y aquello recién empezara a suceder, su imagen olvidada cobró vida y olvidó los días que olvidaron el sendero de regreso.

Tomé otro sorbo del vaso. Era curioso cómo se entrelazaban las palabras sin esfuerzo, sin proponérmelo, urdiendo una trama tan parecida a nuestra historia.

No sabía cuántas noches habían pasado desde que ella lo despidió en la puerta de su casa, la noche en que todo terminó, cuando sus labios se tocaron por última vez y él se marchó, recogiendo las migas por el camino que ya no podría llevarlo de vuelta, a través de calles frías y solitarias que no desembocaban en ninguna parte, hasta que ella destrenzara el tiempo perdido y quisiera que regresara...

Aquella noche en que empecé a escribir otra vez para ti, no sé en qué momento caí dormido. Sentí los pasos de Paula entrando al living. Encendió la luz y dijo algo de un vaso dado vuelta y que yo estaba desparramado sobre las cajas. Después me habló al oído, sosteniéndome para que me levantara y fuera a acostarme. Algo como un recuerdo quedaba atrás, algo que debía recoger y guardarme en el bolsillo, pero sentía el cuerpo pesado y los brazos colgándome débiles a los lados no eran capaces de atrapar nada.

Con ayuda de Paula me tiré en la cama y no supe más.

Que empiece la noche, ahora que Valparaíso tiende con lentitud su manto de luces, los barcos flotan entre una y otra oscuridad, esparcen sus luces en fragmentos sobre el agua y forman un sendero a orillas del cielo. Que caigan las antiguas imágenes y se desdibujen las viejas calles, nada más existe que este tiempo suspendido en la penumbra.
Un pájaro ciego y sordo canta en medio de la noche, un pájaro fantasma que jamás encontraremos, sus alas se baten en retirada de los focos que intentan alcanzarlo. El pájaro con su canto atraviesa todos los espacios, sigamos el canto huyendo de las luces, el pájaro se comerá las migas y no encontraremos nuestro camino de regreso, solo el canto de lo que alguna vez fue el camino.
La noche viene y va, vuela hacia todas partes, quiere perderse de vista en el intenso negro, mientras abajo los cerros se encienden de forma monótona; revolotea en pleno vuelo, da vueltas en espiral.
Luego de un rato de oscuridad que parece eterno, las formas secretas comienzan a emerger de las sombras, los seres nocturnos que escondió el día despiertan y sus cuerpos estirándose arrojan suaves quejidos. Han esperado en sus guaridas para asomarse a la calle, sus ojos avanzan como tragaluces bebiendo de los oscuros deseos, en la soledad del canto nombran de nuevo todas las cosas, y las formas falsas con que nos ha engañado la luz se desvanecen.
El odio de las miradas del día, los ojos heridos por la luz, de nada hay que huir, la noche en sí misma es una huida, es perderse dentro de algo que no se encuentra, es un pájaro ensimismado esparciendo una música indescifrable, una música que antes hemos escuchado y no sabemos dónde. El imán de la oscuridad trae el canto, pero no al pájaro.
El pájaro surca el cielo, recorre todos los horizontes, canta a pesar de que la noche se vendrá abajo.
La luz derribará la fugacidad de su aleteo y su canto volverá a los espacios olvidados. La noche tiene su tiempo contado; por más que bata sus alas, por más que haya entregado sus ojos, se estrellará contra un vidrio sin poder entrar, pero quedarán las escenas nocturnas, una canción que ilumina por un instante un rincón fugaz de la memoria.
Pasaste a recogerme más tarde de lo acordado. Estaba nervioso y tomé unos cortos de vodka mientras esperaba, así el olor a alcohol no se notaría como con el whisky