Todos íbamos a ser rockeros y otros cuentos - Claudio Naranjo Vila - E-Book

Todos íbamos a ser rockeros y otros cuentos E-Book

Claudio Naranjo Vila

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Beschreibung

Las calles de Santiago y Valparaíso se entrelazan en estas historias de amor y traiciones, situadas en los años posteriores a la dictadura. Años en que los chilenos se acostumbraron a vivir en una falsa democracia, nacieron monstruos y emergieron fantasmas que los acompañan hasta hoy, en "… una ciudad hecha para ninguno, de miradas oscuras y sucias, donde a nadie le importa una mierda lo que sea del otro y todo está condenado de antemano". Estos relatos dialogan entre sí para construir las vidas de los personajes, como si se tratara de un diario con páginas arrancadas. Escritos en un lenguaje desenfadado y colmado de intimidades, son un espejo de la memoria que, cual embrujo o mal sueño, insiste en volver hasta que se encuentre un antídoto. A su vez, esconden esperanza y un sol que brilla en un nuevo día, borrando la mala memoria.

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TODOS ÍBAMOS A SER ROCKEROS Y OTROS CUENTOS

Claudio Naranjo Vila

PRIMERA EDICIÓN
Mayo 2021
Editado por Aguja Literaria
Noruega 6655, departamento 132
Las Condes - Santiago - Chile
Fono fijo: +56 227896753
E-Mail: [email protected]
Sitio web: www.agujaliteraria.com
Facebook: Aguja Literaria
Instagram @agujaliteraria
ISBN: 9789566039808
DERECHOS RESERVADOS
Nº inscripción: 2021-A-4015
Claudio Naranjo Vila
 Todos íbamos a ser rockeros y otros cuentos
Queda rigurosamente prohibida sin la autorización escrita del autor,bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obrapor cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático
Los contenidos de los textos editados por Aguja Literaria son de la exclusiva responsabilidad de sus autores y no necesariamente representan el pensamiento de la Agencia
TAPAS
Imagen de portada: Carla Guerra Villar
Diseño de tapas: Josefina Gaete Silva
A mis padres

ÍNDICE

I

Todos íbamos a ser rockeros

Fuegos artificiales

Una tarde de nunca más

II

Espejo de sirenas

Relato de una fotografía

Detrás de la máscara

III

El orden de las vidas

Ausencias de noche

Tiro al aire

El enemigo interno

IV

El espíritu de los lugares

Cuento de hada

Viaje de regreso

El mundo que no gira

Fragmentos de una novela inconclusa

La música empiezadonde se acaban las palabras.
E. T. A. Hoffmann
La escritura es originalmenteel lenguaje del ausente.
Sigmund Freud

I

El mundo más bello es, por decir así,un montón de inmundicias esparcidas al azar.
Heráclito

Todos íbamos a ser rockeros

Al llegar para instalar los instrumentos, no sabíamos que esa noche, a raíz de un acuerdo del cual no fuimos parte, después de nosotros tocaba una banda llamada Los Fiskales. Mientras cargaba algunas cajas de cerveza, uno de los empleados nos advirtió de su música punk-rock algo violenta y, al percatarse de que seríamos sus teloneros, dijo que de seguro habría problemas. 

—Yo que ustedes voy a hablar con el administrador para tocar otro día. 

Pero aún era temprano y no se divisaba a nadie con el pelo pintado ni envuelto en cadenas; además, nuestro nombre —Los Enemigos del Silencio— bien podía pasar por punk, aunque sonara algo pomposo. 

—A los pendejos les puede caer bien que seamos medio viejos y no estemos ni ahí con mantener la imagen de serios y adaptados —dije, haciendo un esfuerzo para pensar como un outsider.

Estábamos algo canosos y con nuestras tenidas de Los Beatles en The Cavern, antes de sus trajes de sastre y de que les llegara el éxito que los arruinó para siempre, creíamos irradiar un espíritu rebelde. Claro que había otras referencias, como Los Rolling Stones, que con sus setenta y tantos encima seguían tocando. Pero ellos no estaban y nosotros sí. 

Cada uno tomó su arma de combate: Guillermo, la batería; Cristián y Mauricio, sus guitarras; y yo, el bajo. No estábamos todos para entrar los equipos —faltaba el Guatón Vargas—, así que el teclado quedó en el Kleinbus. Nadie sabía cómo ubicarlo ni nada sobre él, aparte de lo que había querido contarnos. Cristián preguntó si el Guatón sabía que íbamos a tocar de teloneros, más encima de una banda punk.

—Este huevón nos metió en el medio tete. Puede que también te haya cagado con algo de plata cuando fue a hablar con el administrador.

Si hablamos de la noche memorable de nuestra presentación en el ambiente musical, no es posible hacerlo sin mencionar al Guatón Vargas. Cristián no lo tragaba, pero no todos pensábamos lo mismo. Con el Guatón no había punto medio: o era considerado un visionario o un completo charlatán. Recuerdo la noche sentados en Las Lanzas, un bar de la plaza Ñuñoa que vivía del esplendor de tiempos pasados, cuando dijo que se le había ocurrido primero la idea de anteponer canciones de otros grupos como citas musicales a los temas propios. Se lo comentó a los Mal Corazón, a quienes les echaba una mano con los arreglos de su primer disco, y entonces apareció Fue de los Soda como introducción a uno de sus temas. La idea no tenía nada de novedosa, sabíamos que Oasis empezaba sus conciertos conI am the walrus, y que Jim Morrison recitaba sus poemas antes de cantar. Nos reímos un poco, pero a Cristián no le causó gracia y se levantó de su asiento. 

—¡Hasta cuándo te venís a reír de nosotros, guatón culiao! —Lo tomó de la camisa y dio vuelta su vaso al estirarse sobre la mesa.

El Guatón se paró, yo estaba sentado a su lado y también me puse de pie, tomándolo de los brazos para contenerlo, mientras Guillermo se llevaba a Cristián para afuera. Se alejó diciendo que le iba a sacar la chucha por mentiroso y embaucador. Pensé que en el fondo Cristián seguía resentido porque de nuevo lo pusimos de segunda guitarra, alegando que le bajábamos el volumen para que no se escuchara, todo porque le gustaba tocar entrecortado, fuerte y algo country como a Lou Reed. 

Por un momento se hizo el silencio en las otras mesas, seguro esperando a que alguien se fuera a las manos. El Guatón no dejó pasar la ocasión y, algo más calmado, me pidió que lo soltara y luego giró su enorme cuerpo hacia quienes nos miraban. 

—Gracias, gracias. —Sonrió y levantó los brazos como frente a una ovación—. Ojalá les haya gustado nuestraperformance, a veces hay que hacer cosas así para captar la atención de la gente. Voy a presentarles a la banda… Los Enemigos del Silencio… que pronto estará tocando en… ¿cómo se llama la disco esa que está cruzando la calle?

—La Batuta —dijo alguien en una de las mesas que, de un momento a otro, se habían convertido en nuestro público.

—Eso, en La Batuta. Así que estén atentos a los afiches y no se lo pierdan. Los chicos tocan de miedo. 

Apuntó hacia donde estábamos Mauricio y yo, no nos quedó otra que saludar con una sonrisa.

Algunos aplaudieron, luego volvió la conversación a las mesas y se olvidaron de nosotros. 

—¿Qué es eso de Los Enemigos del Silencio? —pregunté.

—Un nombre, nada más. —El Guatón Vargas se encogió de hombros—. Era una sugerencia, si quieren lo cambian, nadie se va a acordar.

No cambiamos el nombre con que nos bautizó esa noche, en ausencia de Guillermo y Cristián, quienes seguían afuera y no nos lo perdonaron con tanta facilidad.

El Guatón llegaba de otra noche en Las Lanzas, cuando con Mauricio nos bajó la nostalgia y quisimos regresar a los barrios de nuestra juventud. El mozo llevó el mismo jarro de borgoña con duraznos de años atrás. El matrimonio de Mauricio tambaleaba y ahogábamos por un rato sus penas. También tenía mis dramas personales, pero no creía que hablando de ellos se solucionaran. Me estaba separando por tercera vez y guardaba el terrible presentimiento de que las minas habían estado más enamoradas de mi cuenta corriente que de mí.

Mauricio había sido nuestra primera guitarra, un tipo dócil que podías dejar sentado en la barra del bar y pasarlo a buscar cuando la función estaba por empezar. Entonces se acomodaba su Fender y nada más existía, solo le importaba sacar lágrimas a las cuerdas lo más fuerte que pudiera. Pero con él ya no hablábamos de música, esas cosas se habían perdido en el tiempo. Si por efectos del alcohol, la amistad o la equívoca memoria los recuerdos nos empujaban hacia allá, nos quedábamos callados un rato y después continuábamos la conversación en otra cosa. 

Aburrido de escuchar sus quejas y sentirme llamado a lamer sus heridas, me puse a observar las otras mesas. Los tubos fosforescentes iluminaban a oficinistas con la corbata suelta, niños disfrazados de hippies y góticos inaugurando la noche. En el espejo sobre la barra del bar, sentado cerca del baño, contemplé a un gordo con el pelo largo alrededor de la cabeza calva, sacaba un acordeón de su estuche. No había visto uno de esos instrumentos desde que estaba en la universidad y a veces iba con mis compañeros a las tanguerías de la calle San Pablo. Después de repasar un rato las teclas, hizo el intento de tocar un tema.

—Ayer Ingrid se llevó a los niños a la casa de su mamá —decía Mauricio, pero no le prestaba atención.

El gordo tocaba sin preocuparse de nadie alrededor, cambiando de una canción a otra sin respetar la nota de base. A la segunda vuelta sobre la misma melodía, entendí que intentaba sacarHello, goodbye. Era la oportunidad para que Mauricio no empezara otra ronda de lamentos. Después de terminar con McCartney, se puso a jugar con escalas básicas, así que fui a su mesa y lo halagué por el tema, invitándolo a tomar un trago con nosotros. Aceptó y pedimos dos jarros más de borgoña.

—No está mal para ser la primera vez que toco uno de estos. —Hundió los dedos en el fondo del vaso, volvieron con trozos de durazno que se llevó a la boca—. Lo compré hace años en un remate y nunca lo saqué de su estuche, hasta ahora.

Esa noche nos contó que era tecladista, lo abandonó después de humillarse durante años tocando para músicos que jamás reconocieron su talento.

—A Lucybell nunca le perdonaré que no me haya incluido en los créditos de su primer disco. —Se pasó la mano por los mechones blancos para peinarlos hacia atrás.

Nosotros, un poco ebrios, nos dejamos llevar y hablamos de Los Nuevos Extremeños. Entusiasmados le contamos de los festivales de colegio en los que participamos, de una gira por el sur que a última hora se canceló. Y eso. No había más que decir sobre nosotros, ni reportajes ni discos ni nada, desde entonces hasta ese momento había un gran vacío.

—Es lo que siempre les digo a los chicos indecisos: ¿por qué creen que tienen que llenar papeles y más papeles sentados en un escritorio de por vida? 

Su descarnada honestidad me tomó por sorpresa. En el fondo, tenía razón, pero había deudas que pagar y horarios de trabajo que cumplir. Aunque era cierto que estaba harto de levantarme temprano para ir a la consulta, después llegar a la casa y rabiar con los hijos, cuando en realidad podía ir olvidándome de las obligaciones por las cuales abandoné el camino. Por lo demás, los cabros ya estaban hediondos y peludos, me tomaban en cuenta solo para pedirme plata.

—Compadres, si ustedes quieren volver a tocar —golpeó con la mano la mesa—, ¿por qué se hacen tantos problemas?

Hacía tiempo que soñaba con juntar de nuevo a la banda. A esos muchachos algo envejecidos que salían de sus trabajos, ebrios en algún bar o sacando guata frente a la tele, encontrarlos uno a uno y decirles que no tenían que seguir viviendo así, que todos tomáramos nuestros instrumentos y nos reincorporáramos al sonido eterno. Porque íbamos a ser de nuevo rockeros, aunque durara una sola canción y se nos fuera la vida en ello. 

Volvió a aparecer la imagen de lo maravilloso que habría sido ir de ciudad en ciudad componiendo canciones en las piezas de hotel, dando fiestas con las groupies después de los conciertos, viviendo la vida que nos fue prometida y que forzosamente dejamos de lado. Decirle al público cuando miráramos para abajo: “Chicos, aquí estamos. Un poco carreteados quizá, los años no pasaron en vano, pero nadie nos pudo quitar las ganas de incendiar sus oídos hasta la madrugada”.

Bueno, porque aún quería esas cosas era que me hacía tantos problemas. Recordé cuando estaba por salir del colegio y le dije a mi padre en una sobremesa que quería estudiar Música. 

—¡No te voy a estar manteniendo cuando no encuentres pega en ninguna parte y te estés cagando de hambre! —Golpeó la mesa con el puño—. Aquí el que no estudia algo de verdad se me pone a trabajar altiro —sentenció, dando por concluido el tema.

Para rematarla, a los pocos días de rendir la Prueba de Aptitud me llevó a la casa de un amigo suyo que era médico. En el tercer piso de la inmensa casona tenía su propio estudio de grabación con varias guitarras, bajo, batería y un piano. 

—¿Sabes cómo logré tener todo esto? —preguntó, sin esperar una respuesta—. Primero trabajé en algo que diera plata y después me dediqué a la música.

Lo suyo no era el rock, sino el jazz, que en el fondo era un tipo de música orquestada hecha para viejos que no tenían necesidad de arriesgar nada.

Del Guatón Vargas nos despedimos en la calle y lo abrazamos, acordando desempolvar los instrumentos y volver a tocar. 

—Nunca tuvimos un tecladista, pensamos que sería bueno incorporar nuevos sonidos a las cuerdas —dije, congraciándolo. 

Le dimos nuestras tarjetas, las miró con incredulidad a la luz del foco de la calle y quedó en llamarnos, iría a ensayar adonde fuera que dijéramos.

El fin de semana siguiente, Cristián nos invitó a un asado en su casa. Con Mauricio llevamos nuestras guitarras acústicas. Dejamos la carne asando, a la esposa de Cristián y a la polola nueva de Guillermo preparando las ensaladas y nos sentamos bajo la sombra de unos damascos. Después de varias cervezas hablamos de lo que tanto habíamos negado hasta entonces: ¿alguno de nosotros había compuesto nuevas canciones? ¿Qué tal si hacíamos la prueba de tocar algunos de nuestros antiguos temas? Dije que, por mi parte, nada había cambiado, era cosa de salir de la consulta para que empezara a pensar en notas y melodías. Hablamos del Guatón Vargas. Con Mauricio exageramos sus virtudes, Cristián y Guillermo no dijeron nada. Quizá tenían razón y el silencio era señal de que se trataba de una gran huevada, solo un montón de viejos nostálgicos recordando un grupo del colegio que se terminó al entrar a la universidad. De todos modos, después de comer —como un gesto amable de darnos en el gusto— Cristián llevó una guitarra, Guillermo sacó un bongó de la maleta del auto y nosotros fuimos a buscar nuestras seis cuerdas para hacer una sesión unplugged. Sonábamos mal y nos deteníamos a cada rato para ponernos de acuerdo en los tiempos y la nota de base. De a poco fuimos entrando en calor. Cuando oscureció, las mujeres y los hijos entraron a la casa y nosotros, como antes, fuimos a comprar más cervezas y tocamos bajo las estrellas hasta la madrugada.

Empezamos a reunirnos por las tardes después del trabajo en la casa de Mauricio, llenábamos el vacío que dejaron Ingrid y los niños. El Guatón Vargas se dejó caer y en silencio nos seguía desde un rincón con su teclado Yamaha. A ratos perdíamos la mística, los temas no prosperaban, por más que el Guatón ayudara con los arreglos. Entonces recordaban que era el único de nosotros que no era amigo desde el colegio, un extraño al cual no podíamos hacerle tanto caso, así ganaba terreno la idea de Cristián: solo grabar un demo y pagar en una radio para que lo tocaran, oponiéndose a la visión del Guatón de hacer un live concert, porque no iba a llevarnos a ninguna parte y solo podía traernos problemas.

—No calzamos ni con la nueva ola ni con el hip-hop ni con el trap ni con nada —decía Cristián—, vamos a terminar haciendo el perfecto ridículo.

Una tarde en que nos mirábamos las caras largas a falta de inspiración, Guillermo tocó el timbre para que fuéramos a la calle, tenía algo que mostrarnos. Cuando íbamos saliendo entonó con la bocina el tema La cucaracha. No lo podíamos creer, estaba sentado al volante de un auténtico Kleinbus. Tenía pintado un signo de la paz sobre el logotipo Volkswagen y flores de colores a los costados.

—El antiguo dueño se vino manejando desde San Francisco. Con el dolor de su alma, me lo vendió para salir de sus deudas.

Fuimos a comprar más cervezas, tocando la bocina con el estéreo a todo dar. Lo estábamos pasando muy bien, aunque pareciéramos personajes sacados de una mala película gringa, pero que todos alguna vez habíamos visto.

—No nos daremos ni cuenta cuando vayamos manejando y toquen uno de nuestros temas —dijo Guillermo.

Después de esa sobredosis de optimismo, grabamos un demo con dos canciones. A Guillermo, que era mejor parecido y bueno para convencer, le encargamos que fuera a hablar a la televisión, a ver si podíamos aparecer en algún matinal u otro programa de poca monta para dueñas de casa o cesantes, pero que servirían para lanzarnos al estrellato. Veía los titulares en los diarios:

Los genios que escondió el rock latino
Abandonan éxito profesional para dedicarse al rock

En la tele bastó que preguntaran nuestra edad para jubilarnos antes de tiempo. Lo mismo en los sellos, aunque el boom del rock en tu idioma hubiera vuelto. Entonces llegó la noche de cervezas y borgoñas en Las Lanzas, cuando el Guatón y Cristián casi se fueron a las manos, la noche memorable en que nos devolvió la confianza y, de pasada, nos presentó en sociedad.

—Compadres, si ustedes de verdad quieren tocar, ¿por qué les importa tanto hacerlo para otras personas? ¿Por qué no lo hacen solo para ustedes mismos? —Nos miró a Mauricio y a mí, agitándose en su asiento y levantando los brazos igual que un profeta.

Como siempre, tenía toda la razón del mundo. Si era algo que en realidad queríamos hacer, no habría nadie capaz de impedirlo. Después agachó la cabeza y bajó la voz, como si fuera a revelar un gran secreto. Tuvimos que acercarnos más a la mesa.

—Tienen que partir de abajo, sin recurrir a la posición social que algunos de ustedes han alcanzado, eso mata el rock. Toquen primero en locales chicos, que la gente los conozca, para que después lleguen triunfantes a los sellos musicales con su carpeta bajo el brazo, refregándoles en la cara a esos cabrones los afiches y recortes de diarios con sus presentaciones.

—Este huevón nos metió en el medio tete. Puede que también te haya cagado con algo de plata cuando fue a hablar con el administrador.

Al entrar a La Batuta, vimos que el Guatón Vargas estaba sentado de lo más tranquilo en la barra y fumándose un cigarrillo. Cristián tuvo que tragarse sus palabras. Nos saludó y luego echamos un vistazo alrededor. Cerca del bar había una escalera para bajar a la pista de baile y más allá el escenario. En las paredes se veían las cajas de huevo para el retumbar del sonido y los tarros de leche mal pintados como focos. Era triste el lugar vacío y con las luces encendidas, pero hice el esfuerzo de imaginarlo lleno de gente.

—En un par de horas tendremos a un montón de chiquillos exaltados, rogándonos que repitamos las canciones —le dije a Cristián.

—Mira, con tal que toquemos bien y no nos bajen del escenario, me doy por satisfecho. 

Antes de que se escondiera el sol tuvimos todo acomodado. En un momento me acordé de un seminario de cardiología al cual debía asistir en Casa Piedra a la mañana siguiente. A la cresta. Pensé que había estudiado y trabajado lo suficiente para empezar a hacer lo que quisiera. 

Al rato hicieron su entrada Los Fiskales. Los tres jóvenes, en cueros negros desgastados, chaquetas probablemente heredadas de sus padres o abuelos, nos miraron entre curiosos y burlones. En la puerta los esperaba un séquito de jóvenes vestidos a su semejanza. Dejaron sus instrumentos apilados en un rincón y se fueron sin hacer prueba de sonido.

De madrugada cortaron la música envasada, prendieron unas pocas luces y los chicos se acercaron de forma automática al escenario. Había gente por todas partes: se empujaban frente a la barra del bar, se apoyaban en las barandas sobre la pista de baile y quienes estaban afuera del local se apretujaron en la escalera. Casi todos llevaban el pelo pintado y vestían de cuero. Era esperable que algunos se rieran de nuestra edad, de los copos modelados con gomina y los cueros ajustados. Nos habíamos ocultado gran parte de la noche en el Kleinbus, fumando yerba y repasando algunos temas con las guitarras acústicas, solo entramos un poco antes para tomarnos una cerveza. 

—Se equivocaron de lugar —dijo uno de ellos—, aquí no es el concurso del doble de Elvis.

No los dejamos seguir. Nos abrimos paso hasta el escenario, ajustamos los instrumentos y aplacamos rápido las risas con nuestro sonido. Retumbó primero la batería y luego hicimos entrar las guitarras y el bajo. Al fin fuimos nosotros convertidos en música que rebotaba en las cajas de huevo y entraba en sus oídos. Le regalé una sonrisa al Guatón Vargas, mientras resbalaba por las cuerdas de mi bajo. Me miró serio. En definitiva tenía muy poca pinta de rockero, a pesar de haberse vestido entero de negro (un buzo de lycra muy ajustado y una chaqueta new wave, con grandes hombreras a lo Bowie, sin respetar la ropa que acordamos usar la noche anterior). Estuvo silencioso, incluso con la yerba que fumamos en el Kleinbus. 

Al otro extremo del escenario, delante de la batería, Mauricio y Cristián hacían sus headbangs de forma sincrónica. En plena catarsis, frenamos con violencia el sonido, tal como ensayamos. No hubo aplausos, entendimos que con los punks no iba eso de reconocerle al artista su virtud, pero tampoco hubo risas y nos sentimos bien.

De ahí en adelante cualquier recuerdo se torna vago. Si alcanzamos a tocar algo y luego el Guatón nos interrumpió, o si les dije que el próximo tema era en la mayor y después pidió hablar, no sabría decirlo. Lo hemos repasado varias veces y ninguno logra precisarlo. Maldito guatón. Ahí empezó a recitar ese poema interminable. Creo que los punks nunca se han reído tanto ni volverán a reírse así en su vida.

Cuando el Guatón agarró el micrófono, los cabros empezaron a pedir a Los Fiskales.

—En nombre de Los Enemigos del Silencio, antes de continuar quisiera leer un poema. —Sacó un papel de su chaqueta.

—¡Cállate, guatón culiao!

—¡Los Fiskales, viejos de mierda!

Muchas voces se levantaron desde el público. Me llegaron escupos, pero por dignidad no me los limpié.

Todas íbamos a ser reinas,

de cuatro reinos sobre el mar:

Rosalía con Efigenia

y Lucila con Soledad...

El Guatón Vargas recitó alternando su vista entre el público y la hoja. Nos miramos las caras sin entender, por completo descolocados, sin atrevernos a cortar el sonido grave de su voz. Solo deseé que un rayo le cayera encima partiéndole el hocico para detener su maldita voz.

En la tierra seremos reinas

y de verídico reinar,

y siendo grandes nuestro reinos,

llegaremos todas al mar.

Terminó de recitar a la Mistral, apagó su teclado y descendió del escenario, mezclándose entre el público que le abría paso sin tocarlo, igual de sorprendidos que nosotros, hasta que subió por la escalera y se perdió en medio de la multitud. 

Desde entonces no lo hemos visto, nadie se tomó el tiempo de buscarlo. Me han contado que en La Batuta todavía está pegado el afiche de promoción de esa noche. Abajo, con letras grandes, le agregaron:

LA NOCHE DE LAS REINAS

Con el baño de escupos y gritos, entré en razón. No quise que Cristián empezara con la lata de que sabía que algo así pasaría y no le hicimos caso. Por lo demás, los cabros allá abajo desconocían que aquello no era parte de nuestro espectáculo, pensé que todavía podíamos sacar algún provecho de la situación. Sacudí a mis compañeros, que seguían paralizados, y a los malditos punks los obligué a tragarse sus carcajadas.

—Así que todos íbamos a ser reinas, ¿eh? —Mi voz fue desafiante en el micrófono.

Eché una mirada a la banda y nos encogimos de hombros.

—¿Seguimos?

—¡Seguimos! —gritó Cristián, y luego le mandó una patada en plena cara a un cabro que intentaba subirse al escenario. 

Hundí la uñeta en las cuerdas sin oír, como situado al borde del ruido, y moví los labios sin escuchar mi canto (en realidad, grité más que canté, según me han dicho). En medio de la canción, como un rápido pestañeo, recordé la noche en Las Lanzas con mis amigos, cuando fundamos Los Nuevos Extremeños. El festival del colegio se acercaba y queríamos presentar algo. Las canciones se fueron dibujando claras en nuestras mentes, crecieron aisladas de la música del local, la tele y el ruido de las mesas. Las escribimos sobre servilletas y entonamos las melodías hasta muy tarde. Cuando se acabó la plata para más cervezas, nos despedimos y caminé hacia mi casa por las calles de Ñuñoa. Entonces me vino la idea de que todos los sonidos en el fondo eran notas de una gran canción universal que aún no había sido escrita: una sirena de ambulancia a lo lejos, el correr del viento a través de las hojas, mis pasos sobre el pavimento, un pájaro nocturno. Eran tantos los sonidos por recoger y tantas las canciones que esperaban ser compuestas. La omnipotencia del borracho me hacía pensar en los proyectos musicales: el álbum que terminaríamos antes de fin de año, las canciones que requerían mínimos arreglos, creí fácil encontrar un sello musical. Iba por la calle celebrando esa noche de triunfos que el futuro traería: los pájaros se contestaban de un árbol a otro, el sol todavía no quería salir. No sé si habré metido mucho ruido al llegar a mi casa; iba contento y nada me importaba. Entré a mi pieza y me tendí sobre la cama, mirando como hechizado mis pósteres derock starscon patillas largas y patas de elefante. La última visión que tuve fue mi pieza que, igual que un disco, daba vueltas sin parar.