Según la tradición - Sheri Whitefeather - E-Book

Según la tradición E-Book

Sheri WhiteFeather

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Beschreibung

Nick Bluestone había hecho un juramento: se casaría con la viuda de su hermano gemelo, y criaría a su pequeña siguiendo la tradición comanche. La deseable Elaina sería su esposa, pero Nick nunca podría olvidar que aquella decisión la había tomado su hermano, no ella. Elaina había decidido casarse, pero intentaba convencerse de que la atracción que sentían no le había influido. Lo que sentía por Nick era mucho más intenso y peligroso que la simple atracción. Una vez, le había entregado su corazón a un Bluestone. ¿Se atrevería ahora a rendirle su alma a otro comanche?

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Sheree Henry-Whitefeather

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Según la tradición, n.º 1095 - marzo 2018

Título original: Comanche Vow

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-214-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

Nick Bluestone esperaba en el aeropuerto. Se negaba a deambular nervioso de un lado a otro, había tenido cuatro semanas para preparar el plan, para pensar en la misión que se había comprometido a llevar a cabo.

¿La misión?, se preguntó en silencio. No se trataba de ninguna operación militar, sino de una promesa que le había hecho con todo su corazón a su hermano, de un juramento comanche.

Nick respiró hondo y pensó en Elaina, la mujer con la que había prometido casarse. No había vuelto a verla desde el verano en que enterraron a Grant, el verano en que, juntos, lloraron por la muerte de su hermano gemelo. Dos años más tarde, de pronto, ella accedía a visitarlo en Oklahoma, acompañada de su hija.

Nick suspiró. No era solo una visita de vacaciones, se trataba de mucho más. Elaina no tenía ni idea de que Nick pensaba proponerle matrimonio, ¿cómo iba a saberlo? Nick había guardado aquella promesa en secreto, haciéndose a la idea y esperando el momento oportuno para decírselo.

Nick observó a los pasajeros que entraban en la terminal. De pronto la vio. El pulso se le aceleró instantáneamente. Apenas conocía a Elaina. Le gustaba, claro, pero jamás se había atrevido a contemplarla en detalle, a mirarla de otra forma que como a su cuñada.

Pero ahí estaba, alta y esbelta, con su melena de color castaño: demasiado atractiva como para no fijarse en ella. Incluso con vaqueros, era toda una dama, el tipo de mujer por el que un hombre arriesgaría su vida y su corazón. ¿Era esa la razón por la que su hermano Grant se había sentido atraído hacia ella?, ¿por su gracia y su belleza, por su susurrante sensualidad?

Se suponía que debía proteger a la mujer de su hermano, recordó nervioso. Dedicarle su vida, empeñar en ello su honor. Contemplar a Elaina hacía de ese juramento algo real, intenso.

Nick dominó su ansiedad y miró a su sobrina de doce años. Lexie estaba más alta que la última vez que la había visto, pero seguía siendo bajita para su edad. Llevaba una gorra de visera ocultando sus ojos oscuros, vaqueros holgados y camiseta varias tallas más grande. Parecía un chico, más que una adolescente problemática.

Lexie levantó la cabeza y sonrió. Tenía el rostro fino y anguloso, la piel suave y delicada. Sí, era una mujer. Dulce, cabezota y confusa hasta la desesperación. Nick se acercó a darle la bienvenida sin dejar de mirar a Elaina con el rabillo del ojo.

–Hola, Lexie.

–Tío Nick.

Lexie se acercó a él, y Nick la abrazó con toda naturalidad. Lexie era su ahijada, la niña de sus ojos. Era todo lo que le quedaba de Grant, y su intención era protegerla.

Nick alzó la visera de su gorra y sonrió. Los cabellos de Lexie, casi tan cortos como los suyos, le rozaban la nuca lisos, apenas sin peinar. Según parecía la chica no perdía el tiempo en arreglarse, cosa que divertía mucho a su padre. Ni lazos ni cintas para la hija de Grant. Lexie prefería el deporte o las cartas a la Barby.

Y luego estaba Elaina, con sus curvas femeninas, un jersey de color champán, vaqueros ajustados y botas de piel. Y esos ojos, pensó Nick. Más azules que el más radiante lapislázuli. Elaina Bluestone, el nombre encajaba.

–Hola –la saludó Nick–. ¿Qué tal el viaje?

–Bien, un poco cansado –contestó ella. Sus miradas se encontraron por un segundo. Ella apartó la vista instantáneamente–. Tuvimos que esperar en el aeropuerto de Texas.

–Sí, viajar puede ser agotador.

Nick y Elaina no se abrazaron. Él tomó su bolsa de mano y trató de actuar con naturalidad. Según parecía, a ella no le gustaba mirarlo a los ojos, pero Nick se figuraba que su parecido con Grant la ponía nerviosa. Últimamente también a él lo ponía nervioso.

–Vamos a la cinta a buscar el equipaje.

Los tres esperaron junto al resto de pasajeros a que aparecieran sus maletas, y mientras Lexie se ajustaba la mochila y Elaina buscaba atenta el equipaje, Nick volvió a recordar.

Dos años atrás había visitado a Grant en Los Ángeles, un viaje que no solía hacer. Los dos hermanos de sangre comanche se parecían físicamente, pero sus estilos de vida pertenecían a mundos distintos. Grant había abandonado la casa familiar para alcanzar el éxito en los negocios en California, mientras Nick, guarnicionero dedicado al trabajo de las pieles, permanecía en casa, en sus raíces. Los dos habían salido a cenar juntos para celebrar la última noche de Nick en Los Ángeles. Habían ido a cenar a un restaurante especializado en carnes, y luego habían parado en un bar a echar unas partidas de billar. No habían consumido más que unas pocas cervezas, pero ambos bromeaban sin parar.

–Vas a fallar ese tiro –había dicho Nick–, así que me tienes que dejar conducir ese misil tuyo al que llamas coche.

Grant había sonreído observando la octava bola, lanzándola después hacia una de las esquinas de la mesa, por donde tenía que colarla.

–No voy a fallar este tiro, hermanito. He visto cómo conduces.

Grant no falló, y Nick no condujo el Porche. Fue Grant quien condujo aquella noche y quien fue asesinado de un disparo. Nick volvió a revivir una vez más el dolor. Aún podía recordar el instante, los segundos en que sostuvo a su hermano moribundo en brazos. Había tratado de cerrarle la herida, de cortar la hemorragia de su pecho.

Sabía que no podía hacer nada por él, pero era incapaz de rendirse. No hubiera podido vivir sin su hermano. A pesar de que la vida y sus distintas elecciones los habían separado, seguían compartiendo un mismo corazón, una misma alma. Había momentos incluso en los que el uno leía en la mente del otro, sentía las emociones del otro. Aquella oscura noche de verano Nick había sentido morir a su gemelo. Grant había susurrado unas palabras que él jamás olvidaría: «Cuida de mi familia… como en los viejos tiempos. Sé para ellos el comanche que debí ser yo. Enséñale a mi hija… protege a mi mujer.»

Como en los viejos tiempos. Era el último deseo de un hombre moribundo. Y el peor temor de un hombre vivo. Grant le había pedido que ocupara su lugar… que se convirtiera en marido y padre para la mujer y la hija que él dejaba atrás.

–Aquí están.

–¿Qué? –preguntó Nick, absorto en los recuerdos.

–Las maletas.

–Ah, claro. Dime cuáles son.

Las mente le daba vueltas. Llevaba dos años batallando, tratando de prepararse para la responsabilidad de casarse con Elaina y educar a Lexie. Nick agarró las maletas preguntándose qué futuro le esperaba. ¿Accedería Elaina a casarse con él?, ¿cómo reaccionaría al saber que había sido el culpable de la muerte de Grant? Elaina no sabía nada del terrible error que había cometido, del error que le había costado la vida a Grant. Nadie lo sabía, ni siquiera la policía de Los Ángeles. Nick seguía guardando aquel secreto en su interior, arrastrando culpabilidad y pena día a día.

 

 

La casa de Nick era una de esas singulares casas de campo con un enorme porche, un camino de grava, y hierba y árboles por todas partes. Era más o menos como Elaina esperaba, un poco apartada, con vecinos dispersos aquí y allá.

–Tu padre y yo crecimos en estas tierras –le explicó Nick a Lexie mientras abría la puerta–, pero yo eché abajo la casa vieja y construí una nueva. La de antes era muy antigua.

Lexie simplemente asintió. Después de abrazar a Nick en el aeropuerto se había mostrado muy retraída, tímida y absorta. Nick entró las maletas más pesadas. Elaina y Lexie cargaron con las más ligeras.

–Habéis traído mucho equipaje –comentó él.

–Cuatro semanas es mucho tiempo –respondió Elaina preguntándose en qué lío se había metido.

Lexie no parecía más feliz que en casa, por mucho que no dejara de observar a su tío de reojo. La insensata muerte de Grant había destrozado a su hija, cada año que pasaba estaba peor. Y, encima, su mejor amiga acababa de mudarse dejándola sola. Elaina suspiró. Era maestra, tenía experiencia a la hora de tratar las necesidades de los niños, y sin embargo no podía ayudar a su hija. ¿No era una ironía? Elaina se había tomado incluso unos meses de descanso del trabajo para estar con ella, pero el cambio no había supuesto ninguna diferencia. Lexie echaba de menos la figura paterna, y esa era la razón que la había decidido a visitar Oklahoma. En los últimos tiempos, su hija había mostrado cierto interés por ver a su tío.

Elaina observó a Nick y se preguntó qué tipo de persona sería. No sabía gran cosa de él. En realidad siempre le había parecido un poco salvaje, un poco duro y al margen de la sociedad. Esperaba no tener que pasarse aquellas cuatro semanas buscando un tema de conversación con él. Era Grant quien se ocupaba de Nick cuando este iba a visitarlos a Los Ángeles. Aparte de los días siguientes a la muerte de su marido, aquella era la primera vez que Elaina y Lexie estaban solas con él.

Sin embargo tenía que reconocer su mérito. Nick las había invitado a pasar con él los veranos y algunos días en primavera, y como todos sus intentos habían fallado, por fin las había invitado por Navidad.

Nick les enseñó sus respectivas habitaciones y las llevó al salón a comer las hamburguesas que había comprado por el camino.

–¿Queréis cenar? Podemos hacerlo aquí, en el salón –dijo Nick–. No me importa eso de manchar, aunque me imagino que es obvio.

Elaina y Lexie sonrieron. Sobre la televisión, un plato sucio abandonado, olvidado. Los tres se sentaron en torno a la mesa del sofá, sorbiendo refrescos y mojando patatas fritas en ketchup. Elaina miró a su alrededor.

El salón estaba decorado al estilo Oeste, con un sillón de cuero en una esquina y una librería de roble. Sobre el sofá, una piel de oveja y unos cuantos cojines con dibujos comanches. La mesita de la esquina estaba a rebosar, con una pila de periódicos y revistas. Elaina sintió el impulso de recoger. Ella era así, no podía negar su lado doméstico. Miró por la ventana y vio una escena típicamente campestre. El crepúsculo comenzaba a oscurecer el cielo.

Grant y Nick se habían criado en aquella dura tierra, pero para Nick era su hogar. Era un indio puro, vivía como un vaquero. Grant en cambio prefería los trajes de diseño. Nick siempre llevaba vaqueros. ¿Cómo podían ser tan parecidos, cuando eran en realidad tan diferentes?

Elaina mordió la hamburguesa. Hubiera preferido que Nick no se pareciera tanto a su hermano. No podía evitar compararlos a ambos mientras trataba de recordar la imagen de Grant.

Y sabía que Lexie estaba haciendo lo mismo. Nick, con sus cabellos negros, su mandíbula decidida y sus pómulos prominentes, era el recuerdo de lo que ambas habían perdido. ¿Había sido un error visitarlo en Oklahoma?, ¿esperaba Lexie demasiado de su tío?

Nick encendió la televisión, y Elaina suspiró. Por suerte aquella noche sería tranquila; verían la televisión y se retirarían pronto a deshacer las maletas y descansar.

 

 

A la mañana siguiente Elaina se despertó cansada. Miró el reloj y alcanzó la bata. El día estaba gris, pero entonaba con su estado de ánimo.

Oklahoma. A Grant jamás le había gustado vivir allí. ¿Por qué había creído que esas tierras podrían curar la depresión de su hija? Elaina salió al pasillo y abrió la puerta de su dormitorio.

Lexie dormía con las sábanas revueltas y el pelo sobre la cara. Tenía el mismo cabello que Grant, corto, negro y muy liso. Los cabellos de Elaina, en cambio, se rizaban demasiado. Si no se peinaba, cada mechón, rebelde, tomaba su camino. Lexie se desperezó. ¿Debía dejarla dormir? Elaina rozó la mejilla de su hija. Ambas echaban de menos las risas que un día habían llenado su casa.

Tres adolescentes habían destrozado su familia, habían asesinado a Grant para robarle el coche. Le habían disparado en el pecho y dejado sangrando en la cuneta. Elaina suspiró, pero no logró olvidar. Su marido, impotente y tembloroso, tirado en la carretera con una bala junto al corazón. ¿Y Nick? Jamás olvidaría su aspecto aquella noche. Grant estaba muerto, y su gemelo, trémulo, estaba cubierto de sangre. Sus ojos miraban ausentes.

–Mamá… –la llamó Lexie despertando.

–Hola, cariño.

–¿Qué hora es?

–Las siete.

–¿Es que vamos a alguna parte con el tío Nick?

–No, que yo sepa –contestó Elaina sentándose al borde de la cama–. Probablemente tenga trabajo.

Sin embargo estaría cerca. Nick tenía el taller justo detrás de la casa.

–Entonces, ¿puedo dormir un poco más?

–Sí, te despertaré más tarde, ¿de acuerdo?

–Bien.

Lexie cerró sus enormes ojos marrones. Era su pequeña y preciosa chicarrona, en medio de la pubertad. Un momento difícil, teniendo en cuenta que se negaba a aceptar su sexo. Elaina volvió a su habitación a vestirse. Se puso unos vaqueros, una camiseta y se peinó con un moño, como tenía por costumbre. Luego se dirigió a la cocina a tomar café, y allí se encontró con Nick.

Estaba apoyado sobre los muebles, con el pelo peinado para atrás y una camisa remetida por los vaqueros. Le costaba aceptar su presencia. Era el pelo, comprendió, lo que más nerviosa la ponía. Nick siempre lo había llevado largo, más allá de los hombros. Sin embargo, a la mañana siguiente de morir Grant, se lo había cortado. ¿Por qué?, ¿para parecerse más a él?

Grant siempre había llevado el pelo corto, no quería parecer un indio. Quería que la gente lo viera como al ejecutivo que pretendía ser. Los estereotipos, había dicho él refiriéndose a su herencia comanche, no eran más que un estorbo.

–Buenos días –saludó Nick con voz ronca–. ¿Has dormido bien?

–Sí, gracias.

Nick, al contrario que Grant, estaba fuertemente involucrado en su cultura india o, al menos, esa era la impresión que tenía ella. Llevaba dos brazaletes de plata: uno ancho, en una muñeca, y otro con el reloj. Llevaba un cinturón de piel con remaches, grabado con dibujos.

Resultaba inconfundible, era evidente su origen indio. Excepto por el pelo, corto. Era del mismo negro brillante que el de Grant. Su viva imagen.

–¿Dónde está Lexie?

–Durmiendo.

–Ah, me preguntaba qué querríais para desayunar.

–Preferiría esperar a Lexie, pero no quiero despertarla hasta dentro de un rato, así que si quieres desayunar, adelante.

–No, puedo esperar.

–¿Puedo tomar una taza de café? –preguntó Elaina viendo la cafetera en el fuego.

–Claro, pero te advierto que está muy cargado.

–No me importa.

Había mentido, no había dormido bien. Se había pasado la noche dando vueltas. Por supuesto, el insomnio formaba parte de su vida desde el momento en que se quedó viuda. Elaina sacó una taza de un armario y se volvió hacia Nick.

–¿Tienes azúcar?

–Ah, sí, claro. Lo siento –contestó Nick abriendo otro armario y tendiéndole un enorme tarro.

Elaina se sirvió azúcar y sonrió. Era típico de los solteros. Jamás se les ocurriría tener azucarero. Nick había sido siempre eso, su cuñado soltero.

Elaina sorbió café y se preguntó si tendría novia por fin. Era poco probable. ¿Acaso no lo había pillado, en una ocasión, hablando con Grant de ese tema?

–Entonces, hermanito, ¿has conocido a alguien especial? –había preguntado su marido dejándose caer en un sillón de diseño italiano.

Nick, incómodo ante el lujo del apartamento de su hermano, se quitó las botas antes de responder:

–No, tengo que admitir que no.

–¿Sigues probando de flor en flor?

–Sí, ese soy yo. En mayo castañas, en junio pelirrojas.

Ambos rieron y se miraron pícaramente. Elaina hubiera deseado pegarlos, pero en lugar de ello le tiró un cojín a su marido, advirtiéndoles de su presencia. Grant había respondido entonces siguiéndole el juego, y Nick se había ruborizado. Nick Bluestone no era de los que se comprometían.

–Elaina…

Elaina levantó la vista. Nick la observaba. Probablemente se preguntara en qué había estado pensando.

–¿Sí?

–¿Quieres que demos un paseo? –preguntó él con su intensa mirada fija en ella–. ¿O prefieres ayudarme a dar de comer a los caballos?

Elaina se sobresaltó ante su mirada, pero no trató de apartar la vista. No podía seguir evitándolo, era descortés mirar a otro lado.

–¿Crees que necesitaré una chaqueta?

–Puede ser. No hace frío realmente, pero puede que a ti no te parezca lo mismo –sonrió él pícaro–. Tienes sangre californiana.

Y él tenía una sonrisa encantadora, reflexionó Elaina. Una chispa más pícara y juguetona que la de Grant.

–Iré por un jersey.

Elaina trató de sonreír, pero no pudo. La atracción que había sentido hacia Grant también había comenzado, al principio, por aquella traviesa sonrisa.

El aire era puro y cortante. En el horizonte, montañas. Pasaron por delante del taller de Nick y se dirigieron hacia el establo. Delante había una zona circular, de arena, vallada. Grant siempre había descrito el lugar de su infancia como una tierra baldía, pero ella la encontraba bonita. La tierra tenía vetas doradas, y los árboles se despojaban de sus hojas en invierno. Podía imaginar aquel paisaje nevado, como una verdadera Navidad.

–¿Sabes montar? –preguntó Nick.

–Solía ir a montar en Hollywood Hills, pero hace mucho de eso. Desde el instituto, creo.

–No sé por qué, pero Hollywood y la naturaleza me parecen conceptos contradictorios. Ese lugar es horrible.

Elaina rio. Aquellas eran las típicas palabras de un vaquero.

–Pues era bonito, estaba cerca de Griffith Park, aunque supongo que tienes razón al juzgar Tinseltown. Alguna gente lo llama «el horrible Hoollywood».

En esa ocasión fue Nick el que rio. Su risa era rica, sonora. Le gustaba su tono amistoso. Nick se inclinó sobre ella y le dio un puñetazo en broma en el hombro. El pulso se le aceleró. Un mechón de cabellos cayó sobre la frente de Nick, y entonces Elaina comprendió que no llevaba gel fijador. Sencillamente tenía el pelo mojado, se lo dejaba secar al aire de la mañana. De pronto no pudo evitar formular una pregunta que se había estado haciendo durante dos años:

–Nick, ¿por qué te cortaste el pelo?

–Por Grant –contestó él en voz baja, mirándola.

–¿Porque él lo llevaba así?

–No, es una costumbre comanche –explicó Nick mientras sus ojos castaños parecían oscurecerse, adquirir el tono de la soledad–. Es el luto por mi hermano.

Elaina se sintió instantáneamente avergonzada. Debía habérselo figurado. Debía haberlo supuesto. ¿Acaso no lo había visto en las películas? Los indios se herían a sí mismos y cortaban el pelo cuando moría alguien a quien querían. Elaina observó a Nick y se preguntó si se habría herido también, si tendría cicatrices.

–¿Y ayuda?, ¿alivia el dolor?

Nick cerró los ojos. El viento sopló a su alrededor como una flauta silenciosa. Nick no respondió. Simplemente se quedó de pie, con los ojos cerrados, con el corazón latiendo acelerado.

–Nick…

Si había alguna forma de aliviar el dolor, necesitaba conocerla.