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Harper F, Historias en Femenino Segundas primeras impresiones es el esperado regreso de la autora de Cariño, cuánto te odio que nos vuelve a sorprender con una comedia romántica en la que no todo es lo que parece y demuestra lo importante de las nuevas oportunidades. Ruthie Midona lleva años trabajando en la administración del complejo Providence, a la entera disposición de los adinerados residentes y de las especies raras de tortugas que rondan por el impecable césped. Sigue una rutina sin apenas cambios. Hasta que conoce a Teddy Prescott, el hijo del nuevo propietario de Providence, y su nuevo vecino. Alto, tatuado y con el pelo más maravilloso del mundo, Teddy está ahorrando para hacer realidad su sueño de abrir un salón de tatuajes. Es la definición personificada del riesgo, y deja deslumbrada a Ruthie a primera vista… hasta que la confunde con una ancianita. Ruthie descubre la forma perfecta de vengarse de Teddy y su insultante primera impresión: las residentes más excéntricas acaban de poner un anuncio (¡sí, otro!) en busca de un ayudante personal a quien atormentar. Las Parloni tienen noventa años, son unas pequeñas amenazas andantes y ninguno de sus ayudantes ha durado ni una semana. Ruthie reconoce a un pusilánime en cuanto lo ve y está más que dispuesta a ofrecerles a Teddy. Para sorpresa de Ruthie, Teddy demuestra ser el empleado definitivo y despliega su encanto por toda la villa, incluido el corazón de Ruthie, llenándolo con su visión chispeante, nunca seria, de la vida. Pero con el futuro de Providence pendiendo de un hilo y los planes de la familia de Teddy amenazando con destruir el pequeño universo de Ruthie, ¿estará Teddy ahí cuando más lo necesite?
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Seitenzahl: 517
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
Segundas primeras impresiones
Título original: Second First Impressions
© 2021, Sally Thorne
© 2021, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.
Publicado por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.
© Traductora: Sonia Figueroa Martínez
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Diseño de cubierta e ilustración: Connie Gabbert
ISBN: 978-84-18976-11-7
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
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Epílogo
Agradecimientos
Una carta de parte de Sally
Carta de presentación de Melanie relativa al Método Sasaki
Prólogo
Para Taylor Haggerty
Uno de los supuestos beneficios de trabajar en la oficina administrativa del complejo residencial para mayores Providence Retirement Villa es que recibo comentarios sobre todos y cada uno de los aspectos de mi estilo de vida y de mi apariencia, los quiera o no. (No los quiero). Estas son las tres preguntas que siempre me hacen los residentes:
• ¿Cuántos años tienes? (Veinticinco).
• ¿Tienes novio? (No).
• ¿Por qué no? (Los motivos son diversos, y ninguno de ellos les convencería).
—En la vida hay más cosas aparte del hecho de tener novio —le dije en una ocasión a la señora Whittaker, mientras caminábamos hacia su casa. El suelo estaba resbaladizo por la lluvia, así que iba tomada de mi brazo—. Estoy justo donde quiero estar, ayudándoles a todos ustedes.
—Ruthie, querida, en eso tienes razón. Eres una buena trabajadora, pero los novios son una parte muy agradable de la vida. Yo tuve tres al mismo tiempo en una ocasión. —Entró en la casa poco a poco, con el bastón golpeteando contra las baldosas. Justo cuando yo estaba pensando para mis adentros que la había entendido mal, añadió por encima del hombro—: Se conocían entre ellos, así que todo iba como la seda. Madre mía, ¡qué agotamiento tenía yo encima! Eres más guapa que yo en mi juventud, podrías probar a hacer algo así.
Me quedé allí, parada en el escalón de la entrada, batallando contra el impulso de hacer varias preguntas sobre lo que acababa de oír; básicamente, mi principal duda era la siguiente:
• ¿Cómo?
La señora Whittaker tiene ochenta y siete años, y yo creo que todavía podría ligar más que yo. Pienso a menudo en aquella conversación.
Mientras Sylvia (mi jefa) está de crucero, puedo usar su mesa de trabajo y disfrutar de las buenas vistas que tiene. Estoy escribiéndoles un correo electrónico a los de mantenimiento, y al mismo tiempo estoy lidiando con la oleada diaria de melancolía de las tres de la tarde. Tengo preparado un yogur para este preciso momento. Melanie Sasaki, la ayudante temporal, ocupa en estos días la mesa que suelo usar yo; lo de moderarse es un concepto que no le queda nada claro, así que come a las 10:30 y estoy oyendo cómo le suena el estómago mientras abro mi yogur.
De repente, en un arranque desesperado que rompe el silencio, me dice sin más:
—Ruthie, estaba pensando en ti.
Yo preferiría que no lo hiciera.
—Deja que termine este correo para los de mantenimiento primero, después hablamos.
Sí, ya sé que parezco una capulla estirada, pero para sobrevivir como directora interina durante los próximos dos meses he intentado establecer una política de «Silencio, por favor». Cuando Sylvia está aquí, jamás le hablo si está tecleando… o clicando, o a menos que ella me hable primero.
¡Hacía años que no me sentía así de relajada!
—Tendríamos que crearte un perfil para buscar pareja por Internet —insiste Melanie, que seguro que hablaría incluso estando bajo anestesia general.
—¿Cómo sabes que no tengo uno? —contesto yo, rompiendo mi propia norma sobre lo de guardar silencio.
Está tomándome el pelo, eso está claro. Los habitantes de Providence son, por regla general, brutalmente sinceros conmigo, pero siempre de forma bienintencionada.
—Ni siquiera tienes una cuenta de Instagram, así que no eres exactamente de las que se lanzan a conocer gente nueva. ¿He acertado?
Pues sí, ha acertado. Vuelvo a activar los Escudos del Silencio.
—Déjame terminar esto, Mel.
Hago un cambio en la solicitud que estoy escribiéndoles a los de mantenimiento: el ¿Se puede saber dónde cojones estáis? lo reemplazo por un más diplomático Tal y como solicité en mi último mensaje. Sí, YouTube me sirve para aprender algo de bricolaje, pero hasta cierto límite.
Una vez que eso está enviado, encuentro un documento de Word titulado RUTHIE_PERFIL en mi carpeta personal; según el historial, no he vuelto a abrirlo desde que lo creé el año pasado en un extraño momento de soledad, cuando lo de buscar pareja por Internet me pareció buena idea durante unos segundos. Quién sabe, puede que no sea tan descabellado. ¿Un útil borrador básico de un perfil personal que me ayudará a encontrar a mi hombre ideal? Si no tuviera a Melanie observándome fijamente, lo leería más tranquilamente.
¿Te apetece que te lleve a casa a conocer a mis devotos padres?
Soy un alma muy vieja (24 años que parecen 124). Solo he visto un pene al natural brevemente, y no me impresionó tanto como para ir en busca de otro (aunque supongo que debería hacerlo). Busco un alma gemela que tenga paciencia, alguien con quien acurrucarme abrazadita y que me avise si llevo mal abrochada la rebeca. Vivo y trabajo en un complejo residencial para mayores; a este paso, acabaré por jubilarme aquí.
Vale, la única actualización que le haría a esto es que ahora tengo veinticinco años que parecen ciento veinticinco.
—¿Has terminado ya? —me pregunta Melanie, como si fuera mi impaciente supervisora.
Yo contraataco después de borrar las pruebas del delito.
—¿Cómo llevas la ficha del nuevo residente que te pedí que metieras en el sistema?
Ella frunce los labios, como diciendo «menuda aguafiestas».
—No sé por qué no quieres aprovechar mi verdadero talento, el que no puedo poner en mi currículum. —Hace una pausa teatral—. ¡Hacer que la gente encuentre amorcito del bueno! Si supieras a quién tienes sentada enfrente, estarías aprovechando esta oportunidad sin pensártelo dos veces.
No se puede negar que la oferta resulta tentadora cuando ves que una persona está tan segura de sí misma.
—Bueno, la verdad es que tienes un montón de cosas en el currículum.
Melanie extiende los brazos por encima de la cabeza.
—Estoy viviendo a tope la vida de trabajadora temporal, ya lo sabes. Voy pasando el rato con todos los trabajos hasta que encuentre el ideal para mí. Y lo mismo en lo que a los hombres se refiere. Respóndeme a esto sin pararte a pensar: ¿estás lista para enamorarte?
—Sí. —No soy lo bastante fuerte como para contener dentro de mí la palabra, y es humillante la fuerza con la que ha salido mi respuesta.
Cada noche, como parte de mi ronda de seguridad, recorro el extremo oeste de Providence para asegurarme de que la puerta corredera que protege los contenedores de basura tenga el candado echado. Sí, ya sé que nadie quiere robar la basura. Me apoyo en la valla metálica y bajo la mirada hacia las luces de la ciudad… Mi alma gemela podría estar justo ahí, bajo esa luz estrellada en concreto, pero soy demasiado gallina como para ir en su busca, y esa realidad me tiene el corazón que parece un dolor de muelas: si no me ocupo de él pronto, es posible que al final haya que extraerlo de raíz.
Cada noche, al revisar el candado, contemplo las luces y le pido de nuevo perdón a mi alma gemela.
Melanie está mirándome abiertamente con tanta empatía que trato de disimular lo mucho que significa ese «Sí».
—A ver, todo el mundo espera encontrar…
—Shhh… No, no, no… —insiste hasta que ceso en mi intento de guardar las apariencias—. No te preocupes, voy a ayudarte.
Mel ha tenido tres citas como mínimo en las tres semanas que lleva aquí, todas ellas en un bar de tapas al que llama «la Cúpula del Trueno». Antes de cada una se pone una extensión en el pelo (una coleta negra excesivamente larga), y me hace revisarla desde todos los ángulos habidos y por haber; ah, y también anota los detalles de cada cita, «por si me asesinan». ¿Confía en mí para ser su testigo ante la policía? No sé hasta qué punto debería sentirme halagada.
Consulto el calendario otra vez… Pues sí, así es, solo lleva tres semanas aquí. Quizás debería aprovechar la oportunidad de consultar con esta profesional tan curtida, es como una electricista para mi vida amorosa.
—Bueno, ¿qué pone en tu perfil?
Siempre lleva el móvil en la mano, puede abrir la aplicación sin tener que bajar la mirada.
—Mira, yo puse esto: «Exigente princesa de veintidós años, japonesa por parte de padre. Así soy y no me arrepiento de nada. ¡Llévame a vivir aventuras! Absténganse raritos, pitos pequeños, pobretones y espantajos».
No puedo afirmar de forma categórica que yo descartaría de antemano a alguien por alguno de esos factores.
—Pero ¿qué pasa si resulta que tu alma gemela es alguna de esas cosas? Un… rarito pobretón o…
Miro fijamente el plátano y el bálsamo labial que tengo encima de la mesa. La vida está llena de variables. El cuello se me está perlando de sudor bajo la coleta.
—No lo será —contesta Melanie con convicción—. ¿Crees en lo de las almas gemelas? Qué sorpresa, no me lo esperaba de ti. —Me observa con cara de «¡Ooohh, qué dulzura!»—. Eres toda una romántica, ¡qué calladito te lo tenías!
—No hace falta que me ayudes, lo haré yo misma.
Mi intento de dar marcha atrás llega demasiado tarde, ella ya ha tomado las riendas del caso por su propia cuenta; después de pasar a una página en blanco de su colorida libreta decorada con purpurina, procede a preguntarme:
—Nombre: ¿prefieres Ruth o Ruthie Midona?
—Ruthie está bien.
Da pie a menos rimas graciosillas. Los profesores solían usarme como fuente de información si tenían que ausentarse del aula y se encontraban con un caos al volver (vamos, que para ellos era como la caja negra de un avión), y de ahí salió una frasecita que solían decirme en el colegio: «Qué cruz de Ruth». Era la chica que iba a misa y usaba zapatos de tiendas de segunda mano; mis compañeros de clase tenían ponis y motos de agua.
Melanie también está distraída.
—Ah, tengo un mensaje. De cero a diez, le daría un cuatro. Mira, ¿lo ves? Un pito. —Me muestra la pantalla y sí, en efecto, es un pito. Necesitaría un plátano o un bálsamo labial para verlo a escala. Ella hace una mueca burlona mientras prepara una respuesta—. Siempre contesto con una foto del pito de una cebra, eso les ayuda a ver las cosas con algo de perspectiva. —Y procede a mostrarme también el pito en cuestión.
¿Qué pito humano merecería un diez de diez? Me doy cuenta de que esta es la primera página de una demanda. Pitos en el lugar de trabajo, Sylvia se pondría furiosa.
—Deberíamos trabajar, la verdad es que no tengo tiempo de salir con nadie. —Archivo varios documentos en la A de «Aburrida».
—Venga ya, claro que tienes tiempo. No entiendo cómo has aguantado dieciséis años en este lugar.
—¿Cuántos años crees que tengo? —Veo cómo baja la mirada hacia mi ropa—. Llevo seis años aquí, Mel. No dieciséis.
—No te ofendas, pero yo tengo contrato hasta Navidad y eso ya es una eternidad.
Ante semejantes palabras, dichas además en un tono de total desolación, tan solo puedo responder:
—Tengo un yogur de sobra si lo quieres.
—¡Uy, sí, por favor!
Y ambas hallamos las fuerzas necesarias para continuar.
—Tengo veinticinco años. —No sé por qué, pero me da un poco de vergüenza admitirlo.
—¡Veinticinco! —lo dice maravillada mientras lo anota—. ¡Solo tienes tres más que yo!, ¿cómo puede ser? —Se da cuenta de cómo ha sonado eso y procede a intentar arreglarlo—. Pero tienes muy buena piel. Solo me refiero a que eres muy madura y tal, dirigiendo este lugar.
Voy a usar el formato de perfil que me ha sugerido.
—Plebeya poco exigente de veinticinco años, así soy y me arrepiento de muchas cosas.
Ella suelta una risita y golpetea la libreta con el boli. Sus ojos oscuros me observan penetrantes, con mirada crítica.
—¿Cómo sabes que eres poco exigente?
—Mírame.
—No solo es cuestión de apariencia. —Melanie es una persona caritativa. No estoy mal, pero tampoco soy nada del otro mundo—. ¿Te gusta que tu chico esté encima de ti a todas horas? Mandándote mensajes de texto cada dos por tres, llevándote a un montón de sitios, regalándote cosas… ¿Quieres que esté obsesionado contigo o prefieres a alguien que te dé algo de espacio? —Se da cuenta de algo—. ¡Uy, perdona! Si no te van los hombres, pues genial también.
—Pues la verdad es que no lo tengo claro. —Intento explicarme mejor al ver que me mira perpleja—. Me gustan los hombres, pero no sé si quiero tenerlo encima a todas horas.
(Mentirosa, eso me encantaría).
(Bueno, eso creo).
—¿Cómo era tu último novio?
—Eh… —Lo único que se me ocurre es que era muy religioso, así que junto las manos como rezando. Espero que eso sea respuesta suficiente—. Ha pasado mucho tiempo.
Ella entorna un ojo con suspicacia.
—¿Cuánto, exactamente?
No puedo responder a eso sin exponerme a una total y absoluta crucifixión.
Si esto fuera una película para adolescentes, en este momento se insertarían varias escenas: yo vestida para la fiesta de graduación durante un baile lento con un Joven Devoto llamado, literalmente, Adam. Pasamos entonces a una escena en la que estamos los dos en una cama individual, parcialmente desnudos; Adam está de espaldas a mí, los sollozos sacuden sus hombros. Si crees que ese recuerdo no puede ir a peor, a ver qué opinas si te digo que:
• Mi padre es reverendo.
• Adam acudió a él a la mañana siguiente para pedirle consejo.
• Sí, consejo sobre el pecado que había cometido conmigo.
• Pues eso.
En cuanto a mí, la tarea de aconsejarme fue trasladada a mi madre, quien me dijo que papá estaba «profundamente decepcionado» por mis «decisiones»; al parecer, la decepción fue tan grande que no hemos tenido una conversación en condiciones desde entonces, y yo no he vuelto a tomar una mala decisión.
—Quieres reactivar tu vida social. —Melanie procede a escribirlo en su libreta—. He redactado los perfiles de todas mis amigas y el de mi hermana mayor, Genevieve. Y resulta que mi vestido de dama de honor es de color pistacho, así me lo agradece.
¿Una hermana prometida en matrimonio? Vaya, entonces tiene unas credenciales de peso, pero esto empieza a parecer el comienzo de otra película para adolescentes y no tengo intención alguna de participar en ella.
—No publiques nada sin mi permiso, por favor.
—Claro que no. —Se la ve tan sorprendida que me avergüenzo de haber sido tan suspicaz—. Crearemos un calendario de actividades para hacer en casa y empezaremos muy poquito a poco, y al final estarás en la Cúpula del Trueno con un tipo de lo más sexi besándote el cuello. No elegiremos al primero que aparezca; para cuando me vaya de aquí, tendrás pareja.
—¡Eso es totalmente imposible! —alcanzo a decir, boquiabierta.
—No, no lo es cuando sigues el Método de Melanie Sasaki. —Lo escribe y lo subraya un montón de veces—. El Método Sasaki, ¡qué bien suena! Parece el título de un libro de autoayuda, ¡podría ser una serie de Netflix! —Ha vendido los derechos a los diez segundos de tener la idea.
Ella no es la única que está adelantándose a los acontecimientos, yo misma todavía estoy dándole vueltas al concepto ese de los besitos en el cuello y el tipo sexi. Para cuando Melanie haya obrado su magia y se marche de aquí, estaré viendo el especial navideño de mi serie favorita, Un regalo del cielo, sentada en mi sofá con alguien que quiere besarme. ¿Será realmente posible algo así?
—Bueno, ¿qué me dices? ¿Te apuntas al Método Sasaki? —Melanie esboza una sonrisa de oreja a oreja—. ¡Será genial!
—¿Me lo puedo pensar? —Digamos que soy una persona que prefiere pensarse bien las cosas.
—Quiero una respuesta antes de salir del trabajo este viernes. —Estamos a lunes.
Melanie se gira hacia su ordenador y se pone a teclear. Justo cuando estoy pensando que ha ocurrido un milagro (¡está trabajando un poco!), en mi ordenador suena un aviso: se me solicita que confirme una reunión para este viernes a las cinco de la tarde. ¿El tema a tratar? El Método Sasaki, por supuesto. Clico en aceptar y, sin más ni más, esta conversación no se da por terminada, tan solo ha sido reprogramada.
Después de comernos nuestros respectivos yogures, Melanie empieza a introducir en el sistema la información del nuevo residente; pero, ahora que se ha puesto a trabajar, la verdad es que me gustaría que siguiéramos charlando. Hace una tarde preciosa, a través de la ventana puedo ver el pulcro camino que conduce a las viviendas: setos perfectos, hierba esmeralda y un cachito de cielo azul.
—Me gustan las vistas que tiene Sylvia desde esta silla.
Melanie contesta sin dejar de teclear.
—¿Tienes pensado conseguir su puesto?
—Sí, ella dice que podrá jubilarse tranquila si no pasa nada desastroso.
Yo creo que se refiere a que lo hará antes de que las cosas se pongan serias. La empresa Prescott Development Corporation (PDC) adquirió Providence dieciocho meses atrás, y tiene fama de someter a sus adquisiciones a una glamurosa remodelación para readaptarlas. Al principio nos preguntamos si Providence terminaría convirtiéndose en un centro de salud y bienestar, en un «hotel boutique» o en el lugar de rodaje de algún reality show, pero transcurrió el tiempo y no pasó nada. No hubo visitas ni llamadas, no apareció ni una sola excavadora, aunque al final se recibió un comunicado impreso en un papel con membrete de la PDC: resulta que se habían modificado todos los contratos de alquiler para establecer como fecha de vencimiento el 31 de diciembre del año próximo.
Cuando fui a ver a la señora Whittaker (la de los tres legendarios novios) para entregarle los documentos donde se detallaba el cambio en el contrato, me dijo lo siguiente: «No pasa nada, querida, ya estaré muerta para entonces. ¿Tienes un boli?». Básicamente, algunos de los residentes se lo han tomado con despreocupación y buen humor, mientras que otros se dedican a chismorrear sobre teorías conspirativas. Las llamadas de los familiares eran un sinfín de preguntas llenas de tensión y nerviosismo, preguntas a las que seguimos sin poder dar respuesta todavía; quién sabe, es posible que para las navidades del año próximo estemos desmantelando esta oficina.
Nos esforzamos por intentar impresionar a los de la PDC y que vean qué inversión tan perfecta han hecho: les mandamos con regularidad tanto informes financieros como adorables recortes de periódico donde se mencionan nuestras contribuciones a la comunidad, pero nuestro papá corporativo está demasiado ocupado como para prestarles atención a nuestras notas llenas de sobresalientes y a nuestras perfectas funciones de danza. Somos las que consiguen los logros y quedan en el olvido, y no me importa. De verdad que no.
Melanie se gira a mirarme.
—¿Oyes eso? Se acerca un escúter. Te toca a ti.
—Ayudar a los residentes es una de tus tareas; la principal de todas, probablemente.
—Es que todos son tan viejos, y con esa piel transparente… No lo soporto.
Al ver que se levanta de la silla y se mete en el baño con el móvil en la mano, salgo para hacer un servicio donde se pide desde el vehículo. Oigo de inmediato una voz estridente.
—¡Con lo que pagamos aquí, tendrían que hacer algo con el tema de las tortugas!
Son las hermanas Parloni, que vienen colina abajo echando chispas. La que lleva la delantera es Renata, la mayor, que acaba de cumplir noventa y un años. Le dejé una tarjeta de felicitación en el buzón y me fue devuelta hecha pedacitos, pero eso da igual. Yo ya sabía que haría algo así.
—Ten más cuidado, están en peligro de extinción.
Quien ha contestado es Agatha, más conocida como «Aggie». A sus ochenta y nueve años es la hermana menor, y lo que dice es cierto: son tortugas que están en peligro de extinción, y están por todas partes. Providence es el lugar del planeta con la mayor densidad de población de tortugas de caparazón dorado. Las dos hermanas van maniobrando para pasar con los escúteres entre los lentos bultos que salpican el camino, y yo tengo el corazón en un puño.
—¡Soy yo la que corre peligro en este lugar! —contesta Renata, a voz en grito—. ¡Me dan ganas de convertirlas en peinetas!
Detienen las motos eléctricas al llegar a mi altura. Britney Spears suena a todo volumen en una radio portátil que Aggie lleva en la cesta delantera de la suya.
Renata fue editora de moda en el pasado, la muy endiablada se viste con marcas que una ni siquiera sabe que existían. En YouTube hay vídeos de un desfile de moda de 1991 en el que le dijo a la cara a Karl Lagerfeld que era «un verdadero muermo». Él respondió con algo mucho peor en francés, pero ella lo considera un triunfo; según sus propias palabras, «él no supo dar una respuesta creativa».
La revista Hot or Not desapareció hace mucho, pero no puede decirse que Renata se haya jubilado del todo (le veo logos de distintas marcas por toda la ropa).
Yo aspiro a llegar a tener el estilo de su hermana, Aggie Parloni: traje gris, blusa blanca y mocasines negros; cabello blanco y fino muy corto; inteligente, pulcra y razonable. Me llevo genial con ella. Aunque se trata de una persona callada y tranquila, es bastante ruidosa debido a su radio: resulta que en la emisora local hay un concurso en el que puedes ganar 10 000 dólares si repiten una canción en un mismo día y, aunque no necesita el dinero ni ninguno de los otros premios, siempre está intentando ganar. Esa sensación de expectación en plan «¿Y si me toca a mí?» que experimenta desde el inicio del concurso hasta el sorteo del premio es lo que le resulta adictivo.
—¿Ha habido suerte? —le pregunto elevando la voz.
Ella baja un poco el volumen y me entrega unos sobres, están prefranqueados y listos para salir en el correo de la tarde. En su interior habrá cupones de participación de concursos tipo «¡Adivina la palabra escondida!», «¡Reúne cinco vales para llevarte el regalo!» o «¡Dinos el nombre de este yate y entrarás en el sorteo!».
—Tuve un pequeño golpe de suerte —lo dice con cierta reserva, como si supiera que van a tomarle el pelo.
—¡Ganó un frisbee! —Renata suelta una risotada—. Vamos a invitar a los vecinos a jugar un rato con él, ¿no? ¡Vamos a romper unas cuantas caderas!
Mi imaginación crea la imagen en mi mente, y por poco se me pixela la vista.
—¿Necesitan algo más? —Es muy mala señal que el asistente que tienen no haya bajado con ellas.
Renata esboza una sonrisa malévola.
—Necesitamos otro.
Entiendo perfectamente bien a qué se refiere.
—¿Qué ha pasado con Phillip?
Ella me ignora y se baja las gafas de sol con un desparpajo que yo no llegaré a tener jamás. Su mirada se dirige hacia el interior de la oficina y se detiene en la silla vacía de Melanie.
—¿Dónde está esa esbirra asiática tuya tan mona? ¿O no es políticamente correcto llamarla así? He encargado una preciosa peluca negra inspirándome en ella.
—No, no puede llamarla así. De ninguna manera. —Le sostengo la mirada hasta que veo que lo ha comprendido—. Pero, en lo que a la peluca se refiere, Melanie se sentirá muy halagada. Está atareada echándole un vistazo a sus redes sociales en el baño.
La risotada de Renata siempre me da un chute de energía: es el equivalente de Providence a hacer reír a la chica popular del cole.
—¡Ah, la juventud de hoy en día! En el retrete, como debe ser. Me gustaría tener el Instagram ese.
—¿Es demasiado tarde para que intentes usarlo?
La pregunta se la hace Aggie, que es una instigadora encubierta. Pues vale, muchas gracias. Antes de que termine la jornada de hoy estaré tomándole fotos con ambientación urbana a su hermana, que estará apoyada contra una pared de ladrillos.
Renata entorna los ojos y me mira como si yo fuera la portada de una revista, pero una portada sin nada de glamur.
—Hoy se te ve muy avejentada, jovencita. ¿Dónde está la visera que te compré en Navidades? ¡Te van a salir manchas! ¡TE LO ESTÁS BUSCANDO! —lo grita tan fuerte que asustará a los pájaros—. ¡Mira mis manos llenas de manchas! ¡MANOS DE VIEJA! —De buenas a primeras, al oír una nueva canción que empieza a sonar en la radio, se vuelve hacia su hermana—. Esta canción estaba sonando por la mañana. ¡Corre, llámales!
Aggie revisa su libreta.
—La que pusieron a las 09:09 fue Billy Jean, esta es Thriller. Dile lo que le hiciste a Phillip.
—Le di el par de bragas con el estampado gracioso y le dije que las planchara —lo dice con actitud triunfal—. ¡Quién iba a pensar que pedirle algo tan simple sería la gota que colmaría el vaso!
—Agarró sus llaves y se fue sin más —apostilla Aggie con resignación—. Dos días y medio, aguantó más que la mayoría.
Hay gente que se va de safari para entretenerse, pero Renata Parloni prefiere dar caza a un tipo de presa muy concreto.
—Hace tiempo que no tenemos un gótico, quiero uno que esté pensando en su mortalidad a todas horas.
Ah, ya está recargando su arma. Yo intento ponerme seria y digo con firmeza:
—Teníamos un trato, vamos a poner un anuncio que sea razonable. Voy a buscarlo. —¡Imagínate que pueda decirle a Sylvia que he solucionado de una vez por todas este atolladero de las Parloni!
Entro en la oficina, y vuelvo a salir poco después con una carpeta.
—Lee el anuncio anterior, a ver qué es lo que tiene de malo —me dice Renata.
—«Puesto vacante: Dos ancianas muy, pero que muy viejas que viven en el complejo residencial para mayores Providence Retirement Villa buscan asistente varón para explotarlo y humillarlo (pero de buen rollo)».
—¿Qué tiene eso de malo? —me pregunta.
Las dos están meneándose ligeramente sobre sus respectivas motos, no hay quien pueda quedarse quieto cuando suena Thriller. Yo misma voy cambiando de pie para intentar reprimir el impulso de echarme a bailar.
—La discriminación de género es ilegal, aquí pone que solo pueden optar al puesto los hombres.
—No me interesa mangonear a una mujer, termina de leer el anuncio.
—«Algunas de las tareas son: comprar en boutiques, salir a comprar comida basura y hacer halagos de forma sincera. Ser atractivo es un extra añadido, pero no somos tiquismiquis». —Miro a Aggie, intento que entren en razón—. Yo creo que eso tampoco es legal. Con un anuncio así no van a encontrar a nadie que les sirva de verdad, hasta ahora solo han conseguido…
Renata me interrumpe.
—Jóvenes delgaduchos con monopatines y profundas ojeras; niñitos inútiles que no saben pelar una naranja ni usar una palanca de cambios manual.
Saco de la carpeta mi borrador del nuevo anuncio y lo leo en voz alta:
—«Se busca cuidador con experiencia para prestar asistencia a dos ancianas. Son dos personas activas que viven en el complejo residencial para mayores Providence Retirement Villa. Tareas domésticas, paseos y recados. Imprescindible: carné de conducir y certificado de antecedentes penales». —Intento no achantarme bajo la mirada asesina de Renata—. Hicimos un trato.
Aggie está de mi parte.
—Ren, yo creo que tenemos que usar este anuncio nuevo. Estaría bien contar con alguien que pueda encargarse realmente de las tareas…, la colada, hacer las camas. Soy demasiado vieja para vivir en semejante desbarajuste por culpa de tu extraño pasatiempo.
A Renata no le sientan nada bien las palabras de su hermana.
—¡Acordamos que cuando fuéramos ricas y viejas…!
Aggie la interrumpe sin miramientos.
—¡De eso hace veinticinco años!, ¡ya has tenido tu venganza contra el género masculino! Sí, es agradable tener a gente joven por la casa, pero ¡no tengo ropa limpia! ¡No tengo una taza limpia para beber café! Déjame vivir cómodamente, mis manos ya no sirven. —Padece neuropatía periférica, y se le entumecen los dedos.
Renata cede un poco.
—Uno más y me retiro, tendré que esforzarme a fondo para adiestrarlo bien. Encárgate de encontrárnoslo, Ruthie. —Se pone bien la visera—. Me apetece tomar un trago bien fuerte, pero no tengo un jovenzuelo para que me lo prepare. Qué lástima.
—Quién sabe, a lo mejor nos toca la lotería con este último —me dice Aggie, sin mucho optimismo—. Supongo que hay que intentarlo para tener opciones de ganar.
—Voy a encargarme del anuncio y de sus cartas, ¡que pasen una buena tarde!
Todavía debe de quedar un pelín de optimismo en mí, estoy a puntito de llegar a la puerta… pero la voz de Renata suena en el último momento.
—Hay que ponerle gasolina al coche; necesitamos algunos aperitivos para picotear; y pídenos algo de comida para cenar…, tailandesa, pero nada que pique. Ni fideos ni arroz; sopas tampoco, ni coco; nada que lleve cilantro o menta.
Se me acelera el pulso. ¿Cuándo va a terminar hoy mi jornada de trabajo? Pero no puedo dejarlas ahí, desamparadas en lo alto de la colina, muertas de hambre.
—Tenía cosas que hacer esta noche, pero… está bien.
Renata suelta un bufido burlón.
—¿Que tú tenías cosas que hacer un martes por la noche? ¡Venga ya! Mira, sigue dándonos tan buen servicio y te incluyo en mi testamento. —Esta es una táctica muy habitual. Su hermana y yo le afeamos su conducta, y opta por cambiar de tema—. Consíguenos unas flores naturales, algún arreglo elegante. Pero que no tenga lirios, ya sabes que no me gusta sentirme como en mi propio funeral.
Sé perfectamente bien qué tipo de flores harán que me lleve un rapapolvo. Alzo mi rostro al cielo y lanzo una petición: «No podré aguantar mucho más. Por favor, ¡envíanos al Candidato Ideal!».
Renata le da gas al escúter y retoma la marcha.
—¡Cuando termines ven a registrarme en Instagram! ¡Y después nos arreglas el reproductor de DVD! —Su voz va perdiéndose en la distancia—. ¡Y te quedas a ver una película con nosotras! ¡Y después puedes lavarle a Aggie todas las…! —Esto ya es inaudible.
Lo único que tenía planeado para hoy era dar los 127 pasos que separan la oficina de mi casa, darme un baño caliente y ver Un regalo del cielo, pero tendré que salir; por desgracia para mí, la gasolina es una de las pocas cosas que no pueden traernos a domicilio.
—Gracias, Ruthie —me dice Aggie, que ha estado batallando por sacar el monedero del elegante bolso que yo codicio en secreto. Saca dos billetes de cien dólares de un fajo que debe de tener cerca de tres centímetros de grosor—. ¿Tendrás bastante con esto? Ojalá pudiéramos tenerte de asistente, pero Sylvia no lo permitiría jamás. Las chicas como tú son un tesoro.
Si Sylvia me pusiera a trabajar a las órdenes de las Parloni, envejecería diez años en una semana, lo que me convertiría en una mujer de 135 años.
—Encontraré a alguien competente. Necesitan a una persona que se encargue de llevar la casa, la vida será mucho más fácil. —Para ellas y para mí—. Espero que, cuando Sylvia vuelva…
—No te preocupes, le diré que has dirigido este sitio sin ningún problema. —Saca del monedero un tercer billete—. Perdona la actitud de Ren. Ten, aquí tienes un regalo de agradecimiento. —Dirige la mirada hacia su distante hermana y, sin volverse hacia mí, me da el billete de cien dólares más perfecto que he visto en toda mi vida.
—¡Vaya! Gracias, pero no es necesario. —Intento devolvérselo, pero ya ha guardado el monedero en el bolso. Todavía se oye a Renata gritando algo en la distancia—. Esto es demasiado dinero, Aggie.
—Las normas no lo prohíben, así que puedes aceptarlo. Cómprate algo, date un capricho. —Al mirar la sencilla ropa que llevo puesta no lo hace de forma crítica, sino con benevolencia. Todas las prendas están limpias y en buen estado, pero son de segunda mano—. Ve a portarte como una chica de veinticinco años. ¡Qué maravilla ser tan joven! Ese es el único premio que jamás podré volver a ganar. —Y se marcha sin más.
Me guardo en el bolsillo el inesperado regalo y entro de nuevo en la oficina. Melanie ya ha vuelto a su mesa, tiene un auricular colgándole de la oreja y está descalza. Le dejo el anuncio del puesto de trabajo en su bandeja de entrada y pongo los sobres de Aggie en la del correo.
—Publicaremos el anuncio que les gusta a ellas durante un par de días, y después lo cambiaremos por mi nueva versión. ¿Puedo dejarlo en tus manos?
La agencia de empleo que nos consiguió a Melanie se ha negado a seguir lidiando con las Parloni, así que lanzamos la red en Internet para pescar a los nuevos candidatos. Recuerdo mis aspiraciones en lo que a buscar pareja se refiere, y me siento un poco incómoda; al fin y al cabo, ¿no estaré yo haciendo lo mismo?
—Claro, déjamelo a mí —me contesta ella—. Estoy atascada con la ficha de este nuevo residente. ¿Qué pongo aquí, donde me pide la fecha de finalización del contrato de alquiler?
—Todos terminan el treinta y uno de diciembre del año próximo.
—¿Qué pasa después de eso? —Me mira, perpleja—. ¿Se les amplía el plazo? —Se le ocurre una idea—. Ah, es porque todos son…, en fin, ya sabes, porque son viejos.
—No, es nuestra nueva política de empresa. La verdad es que no sabemos lo que pasará después de esa fecha. —Alargo la mano hacia atrás para agarrar el dosier que Sylvia preparó sobre la PDC—. Si tienes un rato libre, puedes leer esto para hacerte una idea. Yo voy a dar una vuelta, pasaré a ver a algunos de los residentes para ver qué tal están.
Melanie abre el dosier, decide que es aburrido y me mira.
—Piensa en el Método Sasaki, en lanzarle una sonrisa al próximo guapetón con el que te cruces.
La verdad es que pienso en ello largo y tendido mientras subo la colina, apartando tortugas del camino con la mano enfundada en un guante de látex, lanzándole a cada una de ellas una sonrisa coqueta de lo más falsa. Tengo claro que, cuando regrese, volverán a estar en medio del camino.
No puede decirse que no me esfuerce al máximo.
Es hora de prepararse, montar en este lustroso corcel y ponerse en camino. Necesitaré lo siguiente para el trayecto:
• Mi molona rebeca (tiene zorros y setas).
• Un moño bien apretado del que no escapen mechones de pelo.
• Dientes cepillados y un toque de brillo de labios rosado.
• Algo de arrojo y valentía (sí, ya sé que resulta raro).
Agárrate bien el sombrero, amiga mía, ¡vamos a cabalgar rumbo al valle y a…! Vale, ¿a quién quiero engañar? Voy a quedarme aquí sentadita, hecha un manojo de nervios. Una vez busqué en Google lo que vale el coche de las Parloni, y mi cerebro olvidó la cifra al instante como si acabara de sufrir un trauma. No me gusta lo más mínimo salir de aquí, ¿y si pasa algo? Alguien podría caerse, podría explotar una boca de riego, ¡una tortuga podría torcerse un tobillo! Me obligo a poner en marcha el (carísimo) motor; cuanto antes me vaya, antes estaré de vuelta para ver el capítulo de hoy de mi serie favorita.
No le he contado esto a ningún bicho viviente, pero soy una de las cien fundadoras del foro más longevo sobre Un regalo del cielo que hay en Internet: Nuestro regalo del cielo. La serie gira en torno al reverendo Pierce Percival; su esposa, Taffy; la estudiosa hija adolescente de ambos, Francine; y dos gemelas de ocho años, Jacinta y Bethany, que siempre están haciendo travesuras.
El foro organiza un revisionado anual de toda la serie. Hoy toca el octavo capítulo de la segunda temporada, que es en el que las gemelas echan de menos su casa cuando están en el campamento cristiano y creen ver el rostro de Jesús marcado a fuego en un malvavisco. Cuando vuelva de hacer los recados para las Parloni, tendré que verlo para refrescar la memoria y crear un hilo de discusión.
Con ese objetivo en mente, doy comienzo a esta salida… ¡Madre mía, estoy en el mundo exterior! Estoy llenando el coche con oro líquido en la gasolinera menos concurrida cuando me doy cuenta de que estoy mirando fijamente la espalda de un hombre, un tipo joven con una melena negra muy larga (en comparación, las extensiones de Melanie son una minucia). Que un hombre tenga un pelo lustroso y resplandeciente es un desperdicio, apuesto a que ni siquiera se pone acondicionador ni se corta las puntas. Está sentado de lado en su moto con los tobillos cruzados, con esa gloriosa mata de pelo tan inmerecida alzándose bajo la brisa en ondas azabache.
No se da ni cuenta de mi presencia. Pues vale, no me afecta lo más mínimo.
Este espécimen en concreto tiene unos veintitantos años, y una piel tensa y firme cubierta de tatuajes. Alcanzo a ver un escorpión, un cuchillo y un tenedor, un anillo con un diamante… Es como si su cuerpo fuera la página en la que se ha entretenido dibujando mientras espera a que le atiendan los de la compañía eléctrica. Una senda ascendente de mariposas, una navaja automática, un dónut. Los diseños son muy bonitos, estamos hablando de una persona que se esmeró mucho cuando se hizo dibujar por todo el cuerpo una serie de cosas triviales e inconexas entre sí.
Ninguno de los tatuajes está coloreado, y me dan ganas de abrir mi estuche de colores y ponerme manos a la obra. Empezaría con esa gran rosa abierta que tiene en la cara posterior del brazo; de hecho, creo que usaría un pintalabios rosa. La sesgada punta tendría el tamaño justo para los pétalos, cada uno de los cuales es del tamaño del beso de una mujer.
Él gira la cabeza al notar el peso de mi mirada, tal y como haría un animal, pero no me mira y yo mantengo la mirada puesta en el suelo de hormigón hasta que se gira de nuevo. Me llevo la mano al cuello, noto los latidos de mi corazón. Qué novedad tan interesante, resulta que mi cuerpo sabe que tiene veinticinco años.
Melanie me ha dicho que me arriesgue, que le sonría a algún chico. Bajo la mirada para echarme un vistazo. Mamá me dijo en una ocasión que tengo unas pantorrillas bonitas y mi reflejo en la ventanilla del coche está perfectamente bien, incluso podría decirse que estoy guapetona cuando relajo el semblante.
Imagínate ser un hombre, ¿cómo debes de sentirte cuando te sientas y tu trasero no se expande como una gallina? Si me convirtiera en un hombre por un día, pasaría la primera hora acarreando balas de heno de acá para allá para sudar un poco; entonces, tras hacer acopio de valor, me desabrocharía los pantalones para decidir si ver un pene es una prioridad que vale la pena tener de ahora en adelante. Conforme van pasando los segundos, el Rolls-Royce va engullendo y el desconocido sigue ahí, parado a lomos de su moto. No veo un segundo casco, pero su mochila está llena a reventar. Me preocupa esa cremallera.
Echo el seguro del coche y procedo a comprobar las puertas una a una. «He cerrado las puertas», afirmo en voz baja… y me creo casi por completo mis propias palabras mientras entro a pagar.
El empleado de la gasolinera está hablando por lo bajinis por teléfono, y estoy intentando escoger las chocolatinas blanditas que voy a comprarle a Renata cuando mis oídos captan lo que está diciendo.
—Es un ladrón.
Me acerco a toda prisa a la ventana para comprobar que el coche esté bien, pero el Desconocido Tatuado no se ha movido del sitio. Deposito mi compra en el mostrador mientras el empleado prosigue con su conversación.
—Han pasado más de diez minutos. Ha llenado el depósito de la moto, no tiene para pagar y está pensándose lo que va a hacer. —Empieza a escanear mi compra y me dice el precio total sin hablar, articulando con los labios—. Sí. En cuanto arranque, llamo a la policía.
Miro a través de las polvorientas ventanas. El desconocido tiene los hombros tensos y parece estar sumido en un debate interno, salta a la vista que está en medio de un momento terrible. Yo no me he dado ni cuenta mientras admiraba su trasero, y después he sospechado que podría ser un ladrón. ¿Será verdad que no tiene dinero? Yo estuve en una situación similar en una ocasión, me había ido de casa hacía unas semanas escasas y se me denegaba la transacción con la tarjeta de crédito. Me ardía la garganta por el llanto contenido. Una señora compasiva pagó mi compra antes de esfumarse sin más en la oscuridad de la noche, lo único que me dijo fue lo siguiente: «Devuelve el favor ayudando a alguien en el futuro».
Llegó la hora de pagar mi deuda kármica.
—Yo le pago la gasolina, ¿cuánto es? —Saco mi billete especial de cien dólares.
El dependiente cuelga el teléfono.
—Veinte dólares. Qué generosa, ¿no?
El tonito que usa no me sienta nada bien. Ya estoy a punto de llegar al coche cuando se le oye por el altavoz:
—Surtidor número dos, su gasolina está pagada y puede marcharse. Dele las gracias a su buena samaritana, por favor.
Nosotros dos somos los únicos clientes que hay en la gasolinera, así que ya puedo ir descartando lo de esfumarme sin más en la oscuridad de la noche. Lo intento de todas formas…, y oigo a mi espalda la voz del Desconocido Tatuado.
—Muchas gracias, señora.
—¡De nada!, ¡no se preocupe! —Estoy tan nerviosa que no atino con las llaves del coche, se me caen cosas.
—Acaba de salvarme el culo… eh…, el trasero. Qué día llevo, menuda pesadilla. Me he dejado la billetera olvidada en algún sitio, pero siempre la encuentro; el mundo está lleno de buenos samaritanos como usted. Si me da sus datos, le pagaré en cuanto pueda.
—No hace falta.
Ahora lo tengo justo detrás, la brisa me trae el olor de su ropa de algodón. Bajo la mirada hacia mis mocasines y veo cómo unas grandes manos tatuadas agarran mis compras.
Huelga decir que no voy a decirle eso de que devuelva el favor ayudando a alguien el futuro, seguro que a los hombres les parece una tontería femenina. Pero intentaré tener una anécdota entretenida con la que sorprender a Melanie. Me doy la vuelta hacia él.
—Ya está —me dice, después de recoger las chocolatinas que se me han caído al suelo.
Se endereza y se sorprende visiblemente al verme. Al cabo de un segundo, suelta un largo aullido y, alzando la vista al cielo, grita a pleno pulmón:
—¡Guau, qué maravilla! ¡Espectacular!
Me pregunto si Melanie habrá contratado a un actor guaperas para levantarme el ánimo.
—Joder, estás demasiado bien, ¡me lo he creído! —Al ver que no contesto, sigue hablando—. Desde detrás se te ve perfecta, ¡lo has clavado! —Se echa el pelo hacia atrás, tiene una sonrisa blanca y preciosa—. Me encantan las fiestas de disfraces, ¿puedo ir?
Se echa a reír, y su cuerpo (un cuerpo bien fibrado y musculado) se sacude con las carcajadas. Buena forma de ejercitarse de pies a cabeza. Lo tengo tan cerca que tardo un momento en procesar lo que ha dicho, y es entonces cuando me estrello contra la realidad.
—¿Perdona?
Está mirándome el pecho con obvio interés, todavía llevo las gafas que uso para trabajar con el ordenador colgadas del cuello con una cadenita.
—¡Perfecto! —exclama con tono reverente, antes de estallar de nuevo en carcajadas—. ¿De qué vas?, ¿de una de las chicas de oro?
—No…
—Solo te faltan un collar de perlas y un bastón, ¡menudos zapatos de abuelita! —lo dice como con indulgencia, me da un golpecito en la punta del pie con el suyo—. Tienes hasta el coche de persona mayor para completar el disfraz, ¡has pensado en todo! —Se seca una lágrima—. ¡Te pareces a la abuelita de Piolín!
—No hace falta que seas tan grosero. —Las palabras brotan de mi boca antes de que me dé cuenta de que debería limitarme a contestar algo así como «Sí, va a ser un fiestón, ¡a ver si gano el concurso con mi disfraz!».
Me parece que no he ayudado a una persona que lo necesitara realmente. Los tatuajes son caros y este tipo se ha cubierto el cuerpo con una fortuna. Los inusuales vaqueros de motorista que lleva puestos tienen un montón de costuras y de líneas diagonales, lo que indica un acabado de calidad. Mis ojos de experimentada compradora de ropa de segunda mano detectan el pequeño logo que tiene en el bolsillo: BALMAIN. Muy, pero que muy caro.
Él se da cuenta de que estoy observándole con atención, y alza la comisura del labio en una sonrisa traviesa.
—¿Cuántos años tienes en realidad?, ¿eres una señora de ochenta que se ha hecho un estiramiento facial?
—¡Mi edad no es de tu incumbencia! —Son las palabras que he deseado poder decirles a todos los habitantes de Providence, y ¿resulta que se las suelto sin más a un motorista lleno de tatuajes? Pues qué bien—. Te he pagado la gasolina porque pensaba que estabas en apuros, pero está claro que no necesitabas mi ayuda.
—Solo estaba armándome de valor para llamar a mi padre. —El tipo se rasca la mandíbula y no alcanzo a leer lo que tiene tatuado en los nudillos—. Intento cagarla en horas de oficina para poder hablar con su asistente en vez de con él, así me ahorro el sermón.
—Te daré mi dirección de PayPal, así podrás devolverme el dinero y se lo daré a alguien que lo necesite de verdad.
No puedo escribir en el tique de compra de las Parloni. Tengo una de las tarjetas de visita de Sylvia en el bolsillo, así que tacho su correo electrónico y pongo el mío. El empleado de la gasolinera me lanza una gran sonrisa y levanta el pulgar en un gesto de complicidad, me arde la cara de vergüenza.
El motorista lee la tarjeta que acabo de darle.
—¿Un complejo residencial para mayores? —El iris de sus chispeantes ojos tiene una mezcla de colores que me resulta familiar, aunque no sabría decir a qué me recuerda. Está aguantándose la risa—. Oye, ¿quién eres en realidad…? ¡Eh, espera! —exclama al ver que me meto en el coche a toda prisa y echo el seguro.
Su voz me llega apagada y distante cuando me grita que lo siente. El sentimiento es mutuo, yo también lo siento. Tiene gracia, ¡con qué rapidez puede echarse a perder una buena obra en el mundo exterior! Es como una fruta pudriéndose a cámara rápida.
Miro por el retrovisor mientras espero a que haya un hueco en el tráfico, espero que no intente seguirme. Se ha llevado la palma de la mano a la frente en ese gesto universal que se hace cuando uno mete la pata. Al menos es consciente de ello, la mayoría de la gente que hiere mis sentimientos no se da ni cuenta de lo que ha hecho. Acabo de invertir veinte dólares en una experiencia que me ha recordado por qué mi lugar está en Providence, por qué me cobijo en mi pequeño y seguro foro situado en un lejano rinconcito de Internet.
Activados los Escudos del Mundo Exterior.
—Hoy has estado muy callada —dice Melanie a mi espalda—. ¿He dicho algo que te haya molestado?, ¿qué…?
—Anoche hirieron un poco mis sentimientos. Nada que ver contigo. —Miro cada dos por tres hacia el aparcamiento por si aparece cierto coche.
Después de irme de casa de las Parloni (las dejé dormidas en el sofá, tomadas de la mano), me planté frente al espejo que tengo en mi dormitorio y me miré desde atrás usando uno más pequeño que utilizo cuando me maquillo. Ese tipo tenía razón: vista desde casi todos los ángulos, soy una señora mayor. Les expliqué lo sucedido a mis amigas Austin, JJ y Kaitlynn en nuestro chat grupal de administradoras del foro y, aunque la reacción generalizada fue de indignación (que si menudo idiota maleducado, que si por supuesto que no soy vieja), sus palabras tranquilizadoras no sonaron auténticas porque ninguna de nosotras nos conocemos en persona.
—Mira, Ruthie, eres una buena persona y no mereces que hieran tus sentimientos. Eso lo tengo claro —me dice Melanie, con una amabilidad que agradezco—. Así que dime quién lo hizo y me lo cargo.
—Un desconocido, una persona a la que no volveré a ver nunca más. —Miro el reloj y espero a que pase la oleada de emoción que me constriñe la garganta—. Tengo que centrarme en la reunión, ojalá supiera por qué la han convocado.
—Lo siento, metí la pata hasta el fondo.
Esta mañana llamaron mientras yo estaba subida a una escalera de mano en el exterior del centro lúdico, cambiando una bombilla, y Melanie se encargó de tomar el mensaje. Lo único que anotó fue lo siguiente:
• Jerry Prescott
• Hoy, 15:00
• ¿Mantenimiento?
Se me heló la sangre en las venas al leerlo y, aterrada, le expliqué a Melanie que Jerry Prescott es el propietario de Providence.
—¿Ha llamado su asistente? —le pregunté, y me dijo que no con la cabeza—. ¿Has hablado con el propietario de la Prescott Development Corporation? PDC, ¿te ha mencionado la PDC?
—Me ha parecido un tipo amable.
Lo he intentado todo (incluso una improvisada sesión de hipnosis con la oficina medio a oscuras), pero Mel insiste en que no recuerda nada más. La asistente de Jerry no ha vuelto a llamar.
Ah, una moto acaba de entrar en el aparcamiento… No, no es Prescott, seguro que llega en un coche de alquiler. El motorista se quita el casco, sacude la cabeza hacia atrás y dirige la mirada hacia la oficina. Reconocería donde fuera esa gloriosa mata de pelo.
Una sensación desconocida brota en mi pecho, el corazón me martillea en los oídos. No sabría decir si estoy enfadada o entusiasmada. El tipo de la gasolinera ha venido a saldar su deuda…, o puede que esté aquí para disculparse conmigo o para pedirme más dinero, quién sabe.
—¡Genial!, ¡lo que me faltaba! —Estoy hecha un manojo de nervios por lo de Prescott, ¡no tengo tiempo de lidiar con este tipo!—. Mel, necesito que uses alguna táctica de distracción para quitarme de encima un problemilla.
—Eso se me da de maravilla, yo me encargo. Dime lo que tengo que hacer.
Pero mi boca no se abre y no quiero delegar todavía. La brisa alza su cabello y lo ondea con delicadeza; está sentado en su moto y no parece tener ninguna prisa, igual que en la gasolinera. Y ahí está la misma abultada mochila de ayer; no sé, a mí me parece que ir en moto llevando una tonelada de cosas a la espalda no debe de ser demasiado cómodo.
—¿Quién es ese? ¿Le conoces? —me pregunta Melanie, que se ha acercado a mirar.
—Me debe dinero. No preguntes. —Vaya, resulta que me gusta ser misteriosa. No tenía ni idea.
—¿Cómo que no? ¡Tengo un montón de preguntas en mente! Ojalá hubiéramos acordado ya usar el Método Sasaki, así podría aconsejarte a fondo. Ese de ahí está fuera de tu alcance, chica.
No sé por qué ha tenido que decir eso. Yo soy una inepta social, él está montado en una moto; mis años de estudiante de secundaria no han quedado tan lejos, tengo claro cuáles son las combinaciones que resultan imposibles en la vida real. Tengo esa familiar sensación de resquemor cerca del pecho, como si Melanie hubiera hundido el pulgar en un melocotón blandito.
—No se me ocurriría ni por asomo…
Melanie hace oídos sordos a mis protestas y prosigue en su papel de consejera.
—Llevas todo el día dolida por… La verdad es que no tengo ni idea de lo que te pasó. No voy a permitir que este tipo te haga daño. Él es un Lamborghini y tú estás aprendiendo a conducir, pisarías el acelerador y te estrellarías contra una pared. Saldrías herida.
—No es lo que te imaginas, de verdad que no. Te has hecho una idea equivocada.
—Veo a un chico malo. ¿Tú también lo ves? —No tengo más remedio que asentir—. Lo que necesitas es un hombre agradable y adecuado para ti, alguien que no destruya tu corazón. No prestes dinero jamás; no te metas en situaciones que puedan hacerte daño. —Lo último lo dice ceñuda y con actitud protectora. Me toma del brazo, me da un apretón y me sujeta con fuerza—. Cuánto me alegro de repente de que nunca salgas a ninguna parte.
La vergüenza que siento se suma al amistoso gesto de su hombro apoyado contra el mío, y reacciono con cierta aspereza.
—¡No soy idiota, Mel! Ni se me pasa por la cabeza la posibilidad de estar con un tipo así.
Menuda mentirosa estoy hecha, claro que se me pasa por la cabeza; de hecho, puedo imaginármelo todo a la perfección.
Siento el crujido de la grava bajo mis pies; estoy colocándome entre sus rodillas, hundo la mano en su pelo y giro el puño con delicadeza para instarle a echar la cabeza hacia atrás; sus ojos brillan sorprendidos, tiene una nueva carcajada en la punta de la lengua, me deja que siga sujetándolo. Hago que se le enciendan las mejillas al decirle algo sincero, y entonces bajo la boca hacia la suya y…
La voz de Melanie interrumpe mi ensoñación.
—No me extrañaría que fantasearas. —Vale, me ha pillado. Procuro disimular, ella sigue como si nada—: Qué pelo tan bonito tiene, ¡puede que sea incluso mejor que el mío! Uf, le odio. —Me suelta el brazo y se pasa las manos por la coleta.
El motorista, como intuyendo que está siendo el centro de atención, se recoge su larga cabellera negra en un moño que sujeta con un coletero que lleva en la muñeca. Perfecto, el resto de la población estará más segura si tiene enfundada semejante arma.
—¿De verdad que no vas a decirme de qué le conoces? ¡Dime al menos cómo se llama!
—No lo sé.
El hombre sin nombre permanece ahí sentado, bostezando cual león rugiendo en la jungla. Una tortuga se le acerca a la bota y él la recoge, le dice algo y juguetea delicadamente con ella sobre la palma de su mano antes de depositarla en el jardín. En este momento, el proceso mental de la tortuga en cuestión es algo así como: «Qué grandote que es, y guapísimo y divertido, pero ¿por qué ha tenido que hacerme eso? No es que me haya hecho daño, pero… tampoco me siento bien del todo».
A lo mejor está ensayando lo que va a decir. Bueno, un buen discurso combinado con ese torso y con la devolución de veinte dólares podría hacerme recuperar la fe en la (joven) humanidad. Por alguna extraña razón, soy incapaz de quitarle los ojos de encima a esta persona.
Va pasando el tiempo, cada vez falta menos para que llegue Jerry Prescott. Tengo que recobrar la compostura.
—Voy a salir un momento para deshacerme de él.
—¡Yo me encargo! —me dice Melanie.
Un sedán último modelo aparece antes de que pueda responderle, ¡es el coche de alquiler que esperaba ver llegar! El conductor acelera y estaciona con rapidez junto a la moto, los frenos chirrían cuando se detiene. Esa tortuga habría quedado hecha una tortita extraplana. Un hombre baja del coche y sí, es Jerry Prescott; he hecho una búsqueda exhaustiva de información en Internet (podría decirse que he sido un pelín obsesiva), así que puedo afirmarlo con total certeza.
Le dice algo al Desconocido Tatuado y le da una palmadita en el hombro, en plan «Eh, amigo, ¿qué tal?». Todos los hombres forman parte de un gran club del pene. Uy, mala elección de palabras por mi parte, porque lo que me viene ahora a la cabeza mientras miro al Desconocido Tatuado es «gran» y «pene»…
Me aparto de la ventana a base de fuerza de voluntad y, mientras yo me pongo a recolocar vasos de agua sobre la pequeña mesa, Melanie procede a narrar lo que ocurre:
—Van a entrar juntos; el más joven está levantando otra tortuga del suelo; se la enseña al más viejo, que se enfada; vienen por el camino; conversación intensa; le hinca un dedo en el pecho; ya no puedo verlos, pero están a punto de llegar a la puerta.
—¡Toc, toc! —Es Jerry Prescott anunciando su presencia desde el umbral antes de entrar, y yo me sobresalto a pesar de todo.
El Desconocido Tatuado, por su parte, se queda en el umbral de la puerta. En una mano tiene una tortuga de caparazón dorado pedaleando en el aire, en la otra sostiene la pesada mochila.
—Buenas tardes, señor Prescott. Encantada de conocerle, soy Ruthie Midona. —Serpenteo por el reducido espacio y le estrecho la mano—. Estoy al mando en ausencia de Sylvia Drummond.
Sueno atildada y anticuada, con mi rebeca y mis mocasines soy la viva imagen de toda una eficiente secretaria. ¡Ay, Dios! Todavía llevo las gafas de lectura colgadas al cuello, y seguramente no han pasado desapercibidas.
—Ah, ¡hola! —El tipo joven me saluda con familiaridad, como si fuéramos viejos amigos—. Anoche tuve un sueño muy interesante donde salíais tus gafas y tú.
Decido que no he oído eso.
—Y ella es Melanie Sasaki, mi ayudante temporal.
—Ruthie, Melanie, ¡un placer conoceros! —nos dice Jerry, antes de estrecharnos la mano enérgicamente. Es la versión madurita del típico guaperas alto y moreno, y tiene una sonrisa que debe de haberle costado una fortuna en el dentista—. Mi equipo me ha hablado mucho de ti en la oficina central, Ruthie. Eres mucho más joven de lo que esperaba.
—Sí, me lo dicen mucho.
El Desconocido Tatuado sonríe de oreja a oreja (otra dentadura que ha costado una fortuna). Le sostengo la mirada y le digo con firmeza:
—Ahora estoy ocupada, lo siento. —En otras palabras: «Lárgate de aquí».
—Es Theodore, mi hijo. —Jerry se gira hacia él—. Ven, preséntate.
—Hola, soy el hijo de este hombre. El Prescott pequeño e inexperto.
Su padre le mira ceñudo al oír semejante tontería.
—Aunque solo fuera por una vez, ¿podrías tomarte algo en serio? ¡Suelta ya esa tortuga! —Se disculpa a toda prisa cuando Theodore sale a liberar a su cautiva—. ¡Cuánto lo siento!
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