Ser Niño Huacho en la historia de Chile - Gabriel Salazar Vergara - E-Book

Ser Niño Huacho en la historia de Chile E-Book

Gabriel Salazar Vergara

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Beschreibung

Un clásico de la producción historiográfica nacional. A partir de diversas fuentes G. Salazar se enfoca en reivindicar la importancia de un protagonista olvidado en la historia de Chile: niños y jóvenes de los sectores populares.

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© LOM ediciones Segunda edición LOM 2023 Impreso en 1000 ejemplares ISBN Impreso: 9789560016584 ISBN Digital: 9789560017185 RPI: 158.739 Primera edición LOM 2006 ISBN: 9789562828611 Este texto fue publicado la primera vez en Revista Proposiciones Nº 19. Editorial SUR, 1990, como Ser niño huacho en la historia de Chile(s. XIX) Diseño y diagramación: Ángela Aguilera Imágenes del interior fueron obtenidas de La infancia en el Chile Republicano, 200 años de imágenes, 2010. LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago Teléfono: (56-2) 28606800 [email protected] | www.lom.cl Impreso en los talleres de Gráfica LOM Miguel de Atero 2888, Quinta NormalSantiago de Chile

Presentación a la segunda edición

Hace treinta y tres años que Ediciones Sur publicó en la revista «Proposiciones N°19» (1990) el artículo Ser niño huacho en la historia de Chile (siglo XIX), del historiador Gabriel Salazar, y diecisiete años de que LOM publicara la primera edición de esta obra, luego de haberle propuesto a su autor hacer de dicho artículo un libro dirigido a un público más amplio que poco y nada conocía de la vida de las niñas y niños del siglo XIX, y menos aún imaginaba las condiciones de existencia de las familias e infancias pobres que han sido invisibilizadas en nuestro devenir histórico. Fue así como el año 2006 aparece en la colección Bolsillo Ser niño huacho en la historia de Chile, al que se le sumaron dos textos del mismo autor, los que de algún modo actualizaban la mirada respecto de las y los huachos, niñas, niños y adolescentes de inicios del siglo XXI, además de hacer evidente que la historia que vivimos los adultos toca y envuelve también a las infancias, arrasando muchas veces con ellas. Los títulos de estos textos son: Crisis, malestar privado y el mensaje de los cabros chicos; Prefacio a La guarida de los príncipes.

En estos diecisiete años hemos reimpreso numerosas veces este libro, y al poco tiempo de reponerlo en librerías, queda nuevamente agotado. ¡Y ya son 37.000 los ejemplares vendidos! Esta noticia, tanto a Gabriel como a nosotros –los editores de la obra– nos llena de satisfacción. La intuición que tuvimos, cargada de emoción por el texto, así como por la necesidad de compartirlo con nuevos lectores y lectoras, ha tenido la respuesta que imaginamos. Tiendo a pensar que algo ha resonado en la biografía de cada uno de los y las que buscan y leen este libro, y que un hilo sensible nos hermana con los hechos aquí relatados.

Ser niño huacho en la historia de Chile nos lleva al siglo XIX, mientras los textos que se suman nos anclan en el siglo XX y nos proyectan hasta ahora, tercera década del siglo XXI, donde comenzamos a ver los efectos de la implosión y explosión de esa «bomba de tiempo» de la que nos habla aquí Gabriel. La implosión se profundizó con la imposición violenta –un golpe– del modelo neoliberal, que corroe y transforma el alma y la convivencia nacional, dejando en el descampado y la orfandad –producto del desmantelamiento del Estado– ya no solo a las infancias, sino al núcleo familiar que se crea y recrea según sus posibilidades para sostener y reproducir la vida. Y respecto de la explosión, comenzamos a sentir sus efectos durante las décadas de la postdictadura.

En enero de 1990 el gobierno de Chile suscribía la Convención sobre los Derechos del Niño, adoptada por la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas el año 1989. Pocos meses después se iniciaba el largo camino de transición hacia la democracia, que esperanzaba a la mayoría de nuestros compatriotas. Sin embargo, lo que siguió no fue más que la consolidación del modelo económico y la cultura neoliberal que nos regía, bajo una democracia bien protegida de sus ciudadanxs. Se naturalizó el trabajo precario y las prolongadas horas laborales. Por otro lado, se cultivaron los anhelos del «tener» para «ser», la desarticulación de los lazos sociales. ¿Y qué pasó con los derechos de los niños y las niñas, si todos los adultos salieron a trabajar para pagar deudas, para comprar lo que «había» que tener, para emprender? Para muchos ya no hubo casa ni familia. Se agrega a esto la aparición del tráfico y comercio de drogas, que ha minado poblaciones y comunidades fragilizadas, fortaleciéndose en estas últimas décadas las bandas que controlan y disputan barrios, jóvenes, niñas y niños.

Según un reciente informe entregado por el Centro de Estudios del Ministerio de Educación, entre los años 2021 y 2022, cincuenta mil estudiantes abandonaron la educación formal. Y entre el 2004 y el 2021, fueron 227 mil estudiantes, de entre 5 a 24 años, los que salieron del sistema escolar. ¿Dónde están esos niños, niñas y jóvenes? ¿Qué hacen hoy?

El huacho y la huacha de este siglo XXI ya no son solo lxs hijxs de padres ausentes o desentendidos, o los entregados en orfelinatos. La situación es grave y de una complejidad distinta. ¿Qué hacemos entonces frente a estxs hijxs «de la medida de lo posible», de la naturalización de un orden de las cosas? ¿Más leyes punitivas, más policías, más cárceles?

El desafío es enorme y multidimensional. Seguiremos en deuda con las infancias del presente y del futuro si es que no tenemos la capacidad de llevar adelante transformaciones estructurales que limiten los privilegios y devuelvan la dignidad a todo un pueblo.

Esperamos que este libro siga contribuyendo a la generación de conciencia y promueva sujetxs históricxs que transformen el devenir.

Silvia Aguilera MoralesLOM edicionesSantiago, enero de 2023

A modo de presentación

A los diez años creía que la tierra era de los adultos. Podían hacer el amor, fumar, beber a su antojo, ir adonde quisieran. Sobre todo, aplastarnos con su poder indomable. Ahora sé por larga experiencia el lugar común: en realidad no hay adultos, solo niños envejecidos. José Emilio Pacheco, Niños y adultos

Presentamos esta nueva edición de Ser niño huacho en la historia de Chile en momentos en que su autor, Gabriel Salazar, logra un merecido reconocimiento por su trabajo historiográfico al recibir el Premio Nacional de Historia 2006.

Nos alegra enormemente este hecho, porque en él sentimos también el inicio de un reconocimiento a los sujetos históricos que el trabajo de Gabriel, y otros tantos historiadores, ha venido visibilizando, luego de adentrarse por huellas y recovecos, por caminos recónditos e innombrados por la historiografía tradicional.

Haciendo gala de un perspicaz ímpetu escudriñador, inquisidor, develador, Gabriel Salazar va desempolvando, picando con pasión identitaria, logrando penetrar hacia las capas más profundas, hasta llegar al subsuelo omitido, negado. Producto de esta faena, diversos fragmentos han quedado regados en la superficie del sitio historiográfico. Al reunir los pedazos de esta corteza social, este historiador va haciendo aparecer un conjunto de siluetas, de seres, de sujetos que finalmente logramos visibilizar con nitidez, hasta llegar a sentir cómo van rompiendo el silencio y anonimato.

Ser niño huacho en la historia de Chile viene a ser un virtual pórtico por donde podemos acceder a recorrer esta historia (no «la otra historia»), guiados por el relato de uno de los huachos, hijo, nieto, tataranieto, de una de las tantas Rosarias Araya, quien muere en el parto, desesperada por su pobreza y culpabilizada por haber parido cuatro hijos.

A medida que nos adentramos en esta historia, nos damos cuenta de que no es un relato que nos resulte vago, desconocido, sin conexión con nuestra propia vida. Por el contrario, empezamos de alguna manera a reparar que tenemos un «cierto aire», que en algo nos parecemos a ellos. ¿O es que acaso Rosaria Araya, mujer pobre, precaria de posesiones esenciales para vivir –quien será la fugaz anfitriona que nos adentra hacia la profundidad del relato–, no vuelve a traernos la desesperación frente a su drama en el llanto de María, Rosa o Ana, mujeres pobres de este siglo XXI?

Al igual que las mujeres y los pobres, los niños y niñas han sido seres inexistentes en la versión de la historia en que fuimos formados. Esa historia era la de los adultos, de los hombres, de los hijos de alguien. Esa historia no nos contaba qué sucedía con los niños y con las mujeres al declararse la independencia, al desencadenarse la guerra civil o el golpe de Estado. ¿Dónde estaban ellos? ¿Cómo les afectaba todo aquello? ¿Importaba esto a alguien?

Si la historia es un diálogo sin fin entre el presente y el pasado, podríamos decir que son los niños la fibra sensible donde se va depositando la subjetividad del presente, donde se va acumulando el amor, el desprecio, el abandono, la pobreza, la indiferencia, la soledad, el maltrato directo o indirecto del mundo de los adultos, de los que hacen la historia –historia que los interviene, los modela, los arriesga y los desafía tempranamente–, y se va apozando, transformándose en una huella casi imperceptible pero que tiene la intensidad de las marcas de fuego. Y desde allí se va tejiendo un diálogo subterráneo de ese pasado y este presente, diálogo invisible, tantas veces sordo y mudo para los adultos.

Los textos que se reúnen en este libro dan cuenta de un continuo en escenarios distintos: niños pobres, huachos, los hijos de Rosaria hacia 1845; los hijos de Gregorio Ruiz hacia 1912; Juan Machuca, de 14 años, hacia el 2000. Todos ellos de alguna manera toman aquí la palabra para hablar de su cotidiano, de la suerte de sus padres, de su trabajo con ellos, de su soledad, de sus anhelos. Y al escucharlos sabemos que el futuro –el que les pertenecía y les pertenece– ha sido incierto para ellos, y la mayoría de las veces implacable en la discriminación y marginación.

Todos estos niños han logrado «hacerse» y sobrevivir por toda una capacidad inventiva, de solidaridades mutuas y de la microcomunidad a la que pertenecen. Muchos de ellos tal vez han logrado ser sujetos históricos, entendiendo por ello a quienes, conscientes de su historia personal y colectiva, han resuelto rehacerse en la identidad y la acción en pos de cambiar lo que para Rosaria Araya era como una maldición.

Es aquí donde radica el valor del trabajo de Gabriel y de todos los y las historiadoras que han venido desenterrando esta historia: nombrando a los innombrados, a los anónimos de siempre, devolviendo con ello no solo un nombre, una identidad, sino también la dignidad.

Este trabajo contribuye a cultivar las potencialidades de todos ellos como posibles sujetos de la historia, por lo tanto transformadores de la misma; y es lo que queremos que este libro promueva.

La tarea no es fácil, y sobre todo este afán de devolverles su historia a los niños, para prometerles de manera distinta el futuro. Como bien señala aquí Gabriel: «Para intentar hacer historia en esta profundidad y en ese origen esencial de la humanidad (...) se requiere posesionarse plenamente, integralmente, de la piel humana. Hacer historia de niños es, sobre todo, una cuestión de piel, de solidaridad, de convivencia, de ser uno mismo».

Agradecemos a Gabriel este libro y nos honra su publicación. Ser niño huacho en la historia de Chile, que hasta ahora había circulado como un artículo de la revista Proposiciones, de SUR, desde hoy comienza a circular en formato libro y lo hace para quedarse, para mirar y/o reconocernos en esas niñas y niños huachos en la historia de Chile. A este texto le acompañan otros dos, que vienen, de alguna manera, a ponernos al día en el devenir de los huachos en la historia de Chile del siglo XX.

Silvia Aguilera M.2006

Ser niño huacho en la historia de Chile

(siglo XIX)1

Culpa y llanto de Rosaria Araya

Un mes antes de su muerte, Rosaria Araya invitó a dos de sus hermanos a subir a un monte que distaba más de una legua del rancho en que vivían. Les dijo que ella quería retirar de allí un buey suyo, que había muerto al caer en un barranco. Semejante caminata, que en sí no era nada fuera de lo común para los descabalgados campesinos pobres del valle de Illapel, constituía para ella –según estimó José Simeón, el gobernador del departamento– una «ajitación extraordinaria», pues era una joven soltera de 26 años, estaba en el octavo mes de embarazo y ya desde el sexto su barriga «se había manifestado demasiado crecida» (había sido embarazada, según se supo, por Mateo Vega, peón de 26 años, soltero, del mismo valle).

A pesar de su gran barriga, Rosaria Araya no sentía «ninguna incomodidad ni dolencia alguna». Al contrario, se mostraba «siempre ájil para trajinar», lo que tenía maravillado a todo el mundo, puesto que no comía nada. O casi nada. Su única obsesión era engullir grandes cantidades de chagurires, «por el fresco de ellos». De modo que cuando subió al monte con sus hermanos para rescatar su buey desbarrancado, se detuvo continuamente en el camino para tomar chagurires y estrujarlos en su boca. Así pudo sentirse ágil y animosa para, a pleno sol, descuerar el buey, cortar una de sus piernas «y para traer la pierna i el cuero a la rastra asta su casa».

José Simeón, el gobernador, estaba de verdad asombrado por la vitalidad de Rosaria Araya. Sobre todo cuando supo que ella, después de esa subida, «iso otra, también al cerro, casi a igual distancia, i en la que anduvo sin fatigarse». ¿No era asombroso? Sin embargo, poco tiempo después, ya «no pudo dormir de ninguna manera sino sentada», y al frisar los nueve meses se hizo necesario prestarle ayuda cuando quería pararse, debido al mucho peso de su barriga. Aunque «puesta de pie, pudo siempre andar i ocuparse en los quehaceres domésticos».

El gobernador de Illapel tenía razón: Rosaria Araya era una joven campesina fuerte, vital y animosa.

El día catorce de setiembre del presente año de 1845, entre cuatro i cinco de la tarde, le principiaron los dolores...

Se dio aviso a la madre. Se hizo venir a Damiana Soto, para que colaborase en el parto. Y ante ellas, como a las siete y media de esa misma tarde, sin mayores complicaciones, vino el parto y nació un varón. Unos instantes después «también vino la par», con lo que la parturienta se sintió más aliviada. Viendo eso, las comadronas «la echaron a la cama, quedando con algunos dolores, aunque pequeños».

Durante dos días, obedientemente, Rosaria Araya permaneció en la cama. Estaba bien, pero «con dolores muy lentos». Su enorme barriga estaba también allí. Presente. Sin deshincharse, como si nada hubiera pasado. Como si tuviera voluntad propia. O fuera ajena a la vida del hijo que había expulsado fuera de sí. Algo extraño estaba ocurriendo en esa barriga. Rosaria Araya sintió miedo. Y se puso tensa.

Sorpresivamente, entre ocho y nueve de la mañana del tercer día, la gran barriga comenzó a retorcerse con dolores rápidos y agudos. Rosaria creyó perder el control de sí misma. Alguien corrió a buscar a Pascuala Barrera, «la que abiendo venido muy pronto, i pulsando a la paciente, dijo que era parto». Previendo un parto difícil, la madre hizo traer a un hombre, «para que las ayudase teniéndola». Y a las diez de la mañana nació una mujercita, seguida de la par.

Tras su segundo parto, Rosaria Araya se vio bien. No presentaba síntoma alguno de fatiga. Parecía recuperada. Recibió un poco de caldo y, ya animosa, pidió jugo de chagurires. Todo estaba normalizándose. Pero otra vez, como a las once, «le apuraron nuevos dolores, y en término de una ora nació otra hembra, i luego salió también la par».

¿No era eso demasiado? ¿No era eso, ya, una maldición? ¿Y por qué la gran barriga seguía hinchada? Fue entonces cuando Rosaria Araya, vencida al fin, estalló en una gran desesperación. Y así lo registró José Simeón, el gobernador:

Por esta tercera se afligió la paciente demasiado, recordando su pobreza i la de sus padres, diciendo qué aria con tantos hijos i cómo se vería para criarlos pues era tan pobre, por lo que deseó más bien morir.

La madre y las otras mujeres que la auxiliaban se esforzaron por consolarla y tranquilizarla. Que no se afligiera. Que no iba a morir. Que entre todos la ayudarían a cuidar de sus hijos. Al rato, Rosaria pudo al fin relajarse y dormir algunos minutos. Viéndola descansar, algunas de las que las ayudaban se retiraron con sigilo. Y fueron las doce. Y luego la una. Y era la una y media del día 17 cuando, de nuevo, la gran barriga comenzó a retorcerse furiosamente. Y durante tres horas la parturienta se revolvió en su cama, transpirando, llorando, gritando. Y eran las cuatro bien pasadas cuando de la gran barriga emergió otra hembra...

Entonces lloró, se lamentó, i esclamó al cielo nuevamente, gritando que la privase de la vida, pues se creía ser la crítica de todos por aber tenido tanto niño, i lo peor, no tener con qué alimentarlos.

Y estaba llorando y gritando cuando la barriga se retorció y los dolores atacaron nuevamente. La partera, tranquila, dijo que era la par. Pero Rosaria estaba ya fuera de sí, no escuchaba a nadie y

... se aflijió tanto, creyendo que era otra criatura, que la partera retrocedió, i entonces ella, sintiendo un gran dolor, dijo que iba a morir muy pronto, i habló a su madre, pidiéndole perdón, como también a todos los que la auxiliaban, i dando un fuerte quejido, al momento, expiró.

El eco de su muerte fue largo y tembloroso. Un silencio terco que los envolvió a todos. En ese momento. En ese día. Y por mucho tiempo.

Las mujeres que la auxiliaban –recordó José Simeón– «dicen que murió con bastante barriga». Que era muy probable que, todavía, pudiesen venir de allí otras criaturas. Pues la barriga siguió allí, voluminosa, latente, implacable. Pero ya nadie quiso esperarlas, «i conociendo que estaba muerta, solo trataron de amortajarla».

Las criaturas que alcanzaron a nacer fueron, pues, cuatro: un varón y tres hembras. Según José Simeón, todas ellas fueron muy crecidas y robustas, «tanto como el que nace solo». El varón fue llamado José María, «i se cria en casa de Juan Godoy, recogido en ésta por caridad». La mayorcita de las hembras se llamó Mercedes del Rosario, «i la cria escasamente Damiana Soto, pues es demasiado pobre». La que seguía fue llamada Carmen de Jesús: «está en casa de la abuela en la mayor escasez por su pobreza». Y la menor se llamó, simplemente, Jesús, «i la cría Damiana Vega, también en mucha pobreza».