Serenísimo asesinato - Gabrielle Wittkop - E-Book

Serenísimo asesinato E-Book

Gabrielle Wittkop

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Beschreibung

Ambientada en la fastuosa y decadente Venecia de la segunda mitad del siglo XVIII, una ciudad que se aferra desesperadamente al exceso y al oropel para intentar olvidar su condición de enferma terminal, «Serenísimo asesinato» nos propone el enigma de las sucesivas viudedades de Alvise Lanzi, que se acumulan a lo largo de los años sin que nadie sepa determinar a ciencia cierta si esas muertes son a causa de alguna extraña dolencia o si, detrás de tanta desgracia, hay en realidad un plan y una mano firme e implacable que lo ejecuta. «No busquéis y seguro que encontraréis», nos aconseja irónicamente Wittkop. Narrada con una sofisticación y una sangre fría hipnóticas, «Serenísimo asesinato» hace de Venecia un intrincado tablero de ajedrez, un tortuoso laberinto de mascaradas y delaciones donde el Carnaval, ya perpetuo, se asemeja cada vez más a la danza de la muerte

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SERENÍSIMO ASESINATO

GABRIELLE WITTKOP

SERENÍSIMO ASESINATO

TRADUCCIÓNLYDIA VÁZQUEZ JIMÉNEZ

CABARET VOLTAIRE2024

PRIMERA EDICIÓN enero 2024

TÍTULO ORIGINAL Sérénissime Assassinat

Publicado por

EDITORIAL CABARET VOLTAIRE S.L.

[email protected]

www.cabaretvoltaire.es

©edición, 2005 Éditions Gallimard

©de la traducción, 2024 Lydia Vázquez Jiménez

©de esta edición, 2024 Editorial Cabaret Voltaire SL

BIC: FA

ISBN-13: 978-84-19047-23-6

Producción del ePub: booqlab

Dirección y Diseño de la Colección

MIGUEL LÁZARO GARCÍA

JOSÉ MIGUEL POMARES VALDIVIA

CUADROS DE PIETRO LONGHI

Cubierta: Detalle de Incontro del procuratore con la moglie (1746)

Guarda delantera: La tentazione o La visita al Lord (1746)

Guarda trasera: Lo svenimento (1744)

Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro -incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet- y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos.

SERENÍSIMO ASESINATO

Al amigo Nikola Delescluse

 

Para la ciudad de los espejos, una escritura como hecha de espejos rotos donde cada fragmento presenta una mirada nueva sobre la corteza de las cosas. Esa corteza encierra una sustancia, es el vehículo que conduce hasta ella, pues, como decía acertadamente Condillac, solo la percepción permite la comprensión. Así, como quería una forma esencialmente visual, recurrí a la pintura, porque no debo mi conocimiento del siglo XVIII veneciano únicamente a los textos documentales y a los paseos por la ciudad, sino también a los maestros que supieron expresar el alma y el espíritu de un lugar determinado en una época determinada. Del mismo modo que la luz de Georges de La Tour o la de Vermeer van Delft han alumbrado el rostro de la Brinvilliers en Hemlock, o que, tal como indica su título, El sueño de la razón no tardará en surgir bajo el signo de Goya, ahora son Pietro Longhi, Francesco Guardi y Tiepolo el Joven quienes han prestado el suntuoso decorado a Serenísimo asesinato. Solo me restaba poner en escena el extraño y cruel drama al cual ruego al lector que tenga a bien asistir.

G. W.

 

 

… tamaños horrores no deben suponerse nunca en una casa; creer en ellos es comprometer a todos los que viven en ella.

 

D. A. F. DE SADE,Aline y Valcour    

Encapuchado y todo vestido de negro, el titiritero de bunraku maneja sus marionetas a la vez que permanece visible ante el público, que olvida su implacable intromisión como se nos olvida la de toda fatalidad. Las figuras respiran, caminan, tiemblan y mienten, se aman o se matan unas a otras, se ríen o gimen, pero no ingieren nunca nada, a no ser algún veneno. Que así sea, pues: permaneceré presente, encapuchada por convención, mientras que, en una Venecia en vísperas de su caída, mujeres ahítas de ponzoña están a punto de reventar como odres. Me complace ofrecerlas como espectáculo, al tiempo que constituyen también el mío. Si, contrariamente a las reglas del bunraku, mis figuras comen o beben, es para burlar toda conjetura. Nunca se sabrá si los manjares son inocuos, a veces se pensará erróneamente que podrían no serlo, a menos que, al contrario, se confíe cuando habría que mantenerse en guardia. Como en el bunraku, el crimen de la mañana se explica únicamente al caer la noche, tras una serie de episodios dramáticos que solo se relacionan con él por vías ocultas y laberínticas. La acción se desarrollará en dos tiempos distintos, pasando de 1766 a 1797 según lo considere yo oportuno. Una de esas temporalidades es muy lenta, puesto que se extiende a lo largo de muchos años; la otra, al revés, es muy rápida, pasando ágilmente de una fecha a la siguiente. Parece un saltador de longitud franqueando de un brinco grandes precipicios, cogiendo luego carrerilla antes de saltar de nuevo, hasta cruzar así vastos desiertos. Como el recurso a la economía universal en el espacio cóncavo, ese espacio-tiempo infranqueable que puerilmente queremos ajustar a nuestra medida, no permite ningún desarrollo, y como, por otra parte, toda traducción de las nociones temporales está condenada al fracaso, hay que conformarse con los artificios de una cronología que solo obedece a lo imaginario. Ni el atajo ni la condensación logran excluir la pulverización, el estallido, de suerte que tomaremos conciencia de la deformidad gracias a las dataciones. Con todo, una progresión reside en el crescendo hacia la catástrofe, en el desgaste de la cuerda destinada a romperse. En el doble régimen del relato, las escenas no se superpondrán a la manera de un palimpsesto, sino más bien como diapositivas claramente legibles y jugando a concordar. Las figuras llevan los trajes de su época, de su ciudad, la más asiática de Europa. En lugar de un kimono magenta con una mariposa estampada, se aceptará, pues, la severidad de un tabarro color tinta y una gredosa bauta, colgados en el pretil de un puente. En la metrópoli de las mascaradas, de los soplones y de las delaciones, las sucesivas viudedades de Alvise Lanzi se intrincan misteriosamente. No busquéis y seguro que encontraréis. No obstante, como en el fondo toda conclusión silogística carece de interés, solo las premisas y el ornamento que las rodean pueden entretener. Bello ornamento. Venecia malva y oro, el cambiante tafetán celeste o el plomo del cielo, grito de muerte entre tinieblas, espanto para quien descubre una letal incandescencia en sus propias entrañas.

—¿No puede leer uno sin que lo molesten constantemente?

Ante él, Rosetta se estruja el delantal:

—Es que, Signor…, vuestra esposa ha muerto…

—¿Otra vez?

Sí, otra vez, la cuarta en treinta años, serie pertinaz, extremadamente ingrata, la comidilla de toda Venecia en tres ocasiones ya, e investigada en vano por la justicia, con gran profusión de interrogatorios y delaciones. Ahora le ha tocado a Luisa Lanzi, Calmo de soltera, antigua actriz del Teatro San Samuele, que, tras un matrimonio por amor, según cuentan, catapulta a Alvise al estado de viudedad.

Alvise palidece. Ya se oye correr por los pasillos. También se oye el suave crujido de la tarima tras las puertas. Ocultad, oh, ocultad bajo los encajes esas manchas negras y lívidas que maculan el vientre. Él se casó con ella por un capricho pasional, pues ella no tenía un solo cequí e incluso estaba endeudada con los negocios de alquiler de trajes y máscaras. Pero hubo un tiempo en que brilló con La Nina pazza per amore. No, ella nunca se habría vuelto loca de amor, por supuesto que no. De hecho, era fea. Fea, pelirroja e infinitamente deseable. Como en su día tuvo por amante a un maestro vidriero de Murano, el Consejo, que siempre teme que se filtren sus secretos artesanales, la vigilaba sin que ella se diera cuenta. Alvise tampoco sabía nada, naturalmente. Ocultad esas manchas. Ha sufrido terriblemente. El joven médico está desconcertado. Dice que ha muerto mucha gente igual, por consumir abalones creyendo que puede hacerlo impunemente en invierno. No sería decoroso dejarle el rostro al descubierto. ¿Recibirá cristiana sepultura o le negarán el derecho a reposar en un camposanto?

La verdad es que también podemos hacernos otro tipo de preguntas.

Enero de 1796. Ha estado nevando toda la noche y toda la mañana, siguen cayendo copos verticales en el aire inmóvil. Procedente de la Fondamenta Rezzonico, solo el rascar de las palas, con las que unos faquines medio desnudos quitan la nieve para arrojarla luego al Rio di San Barnaba, perturba el silencio del salón Lanzi, donde se hallan reunidos los íntimos, a la espera del funeral. Sentados bajo los estucos blancos y grises, observan alternativamente los cristales en los que lagrimea la nieve, las ascuas de la lumbre y la efigie chinesca de Píramo y Tisbe, evitando así mirarse unos a otros.

A la izquierda de la chimenea está Alvise Lanzi. Alto. Aún bastante apuesto, a pesar de sus cincuenta y tres años y su rostro algo caballuno; tiene unos ojos grises que cambian con la luz y manos finas como las de una mujer. No acepta su calvicie y está siempre pendiente de la peluca, procurando, discretamente, que esté bien ajustada. Mejor haría en ocuparse de sus negocios, porque la hilatura que posee en el este de la Giudecca no va demasiado bien. Hace tiempo, confió la dirección de la empresa a Mario Martinelli, que aparece sentado a su izquierda.

Martinelli, antiguo secretario de un proveedor de armamento naval, gestiona la hilatura como si fuera él el dueño absoluto, dado que Alvise se ha despreocupado por completo. Soltero dominado por la pasión del juego, cada noche se entrega a ella protegido por la máscara que se lleva puesta hasta en las mesas de baceta y de faraón. También juega a apostar, como todo el mundo, pues se apuesta a lo que sea y hasta en las iglesias, siempre que se pague un diezmo al clero. Martinelli no necesitaría máscara porque uno se olvida de él nada más verlo: altura mediana, cara normal, nada digno de destacar, salvo que se muerde las uñas y lleva encima amuletos escondidos que tintinean de vez en cuando. No se le conoce amante, ni hombre ni mujer.

Acomodada en una poltrona, está Ottavia Lanzi, mujer alta, de setenta y un años, delgada, embutida en su vestido con tontillo, todo de satén negro. Antaño morena, se empolva el cabello en un tono argénteo que realza el fuego de su mirada. Viuda a los dieciocho años, unas semanas antes del nacimiento de Alvise, nunca volvió a casarse. Ha escrito poemas satíricos y un ensayo bastante notable, Il canone principale della poetica venexiana. Le gusta rodearse de gentes de letras, pero sus opiniones taxativas han ido espantando a los más joviales, sin que ella haya podido adivinar la causa de tales deserciones. Nada la complace tanto como desarrollar análisis que dejan de ser sutiles en cuanto sus afectos o sus aversiones la dominan. Convencida de su extrema franqueza, representa bien su papel siempre y cuando no tenga que ocultar algún secreto. Tiene varios. Su pensamiento está regido por el espíritu de las Luces, algo en profunda contradicción con su naturaleza sombría, ctónica, arcaica, con esos trances suyos de vieja pitia.

Emilia Laumer, de veintidós años, está sentada en un taburete, a la derecha de la chimenea. Sobrina del librero Zamponi, que posee un establecimiento junto al Rio Terà dei Assassini, le echa una mano con el negocio y lleva libros a casa de los Lanzi. Desde hace cierto tiempo, Ottavia, que tiene mal la vista, la ha convertido en su lectora. Emilia tiene el cabello sin brillo y lo lleva recogido a la manera antigua, un estilo ya pasado de moda en Venecia. Más instruida que la mayoría de las chicas burguesas, habla poco y tiene tendencia a la introspección.

Sentado cerca de un velador, Giacomo Biri, antiguo cicisbeo de la difunta, resultaría agradable a la vista si no fuera por su mala dentadura. En su fuero interno, decide evitar, en adelante, todo contacto con los Lanzi y, de hecho, solo reaparecerá una vez, a título puramente decorativo.

La puerta se abre y aparece Rosetta Lupi, de setenta y tres años, que llega para servir el café. Lleva un pequeño pañuelo anudado a modo de turbante y un delantal ribeteado de encaje. Antigua aldeana de Malamocco, es la sirvienta personal de Ottavia desde que era una adolescente y la adora ciegamente, como una perra.

Aparecerán otras figuras a su debido tiempo, casi siempre con un papel retrospectivo, como el de las esposas difuntas. Ahora alguien se felicita por un logro en la gran y triste estancia que ni las ventanas, que ocupan toda la anchura de la fachada, ni la Arcadia pintada por Zuccarelli en los dinteles de las puertas consiguen alegrar.

Alvise se aburre, sobre todo, y se pregunta quién acudirá a las exequias. Ha pasado toda la noche del velatorio en la biblioteca. Se trata de una hermosa habitación, no solo porque, al ser un tanto advenedizo, se esfuerza por dar a su morada un estilo por encima de sus posibilidades, sino, más que nada, porque para él los libros suponen el ancla de la esperanza.

Las marionetas no solo hablan, también escriben, de suerte que conviene exponer sus cartas a los espectadores.

 

Venecia, mayo de 1766

¿Qué deciros, mi querida sirena, sino que el arquitecto Massari acaba de morir, que Guarana está a punto de terminar unos frescos magníficos para la capilla del Senado y que ahora el color de moda es el raso gris realzado con rosa oscuro? Exhibieron en el Campo San Stefano a una mujer de dos cabezas y nunca se vio nada tan singular, pero como le habían roto las piernas para evitar que escapara, no sobrevivió. Así que nos hemos visto privados de un pequeño placer. Aparte de eso, no hay grandes novedades. Los Lanzi han comprado la mansión Zolpan en la Fondamenta Rezzonico, y Marcia Zolpan, cuyo padre murió, ha vuelto a la antigua residencia familiar del otro lado del rio