Shinjuku Blues - José de la Cuadra - E-Book

Shinjuku Blues E-Book

José de la Cuadra

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Beschreibung

Jean Marchant, fotógrafo franco-ecuatoriano pierde a sus padres en un accidente automovilístico entrando en una profunda depresión. Impulsado por la pena y la nostalgia decide usar todos sus ahorros en un último viaje a Japón con una maleta llena de blues y su diario; en ese lugar donde espera alejar el dolor de su perdida se encontrara sin quererlo con Kenji, un niño víctima de la explotación sexual de un Yakuza psicótico e impulsado por June, el enigmático travesti que rige el prostíbulo donde labora el pequeño Kenji, se iniciará la complicada aventura para rescatar al muchacho de las garras de aquel mafioso japonés y en el camino se irán descubriendo secretos que van más allá del bien y del mal y adentrándonos a esquinas preternaturales de seres míticos en las calles del país nipón.

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Shinjuku Blues

Primera edición: Marzo 2019

©De esta edición, Luna Nueva Ediciones. S.L

© Del texto 2018, José Núñez del Arco de la Cuadra

© Diseño de Portada: Luna Nueva Ediciones

©Edición: Elizabeth S.B

©Diseño de página. Antonella Jaramillo

©Maquetación: Gabriel Solorzano

Todos los derechos reservados.

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra,

el almacenamiento o transmisión por medios electrónicos o mecánicos,

las fotocopias o cualquier otra forma de cesión de la misma,

sin previa autorización escrita del autor.

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del autor o del sello editorial Luna Nueva S.L

El copyright estimula la creatividad, defiende la diversidad

en el ámbito de las ideas y el conocimiento,

promueve la libre expresión y favorece una cultura libre.

[email protected]

Luna Nueva Ediciones.

Guayas, Durán MZ G2 SL.13

ISBN: 978-9942-8655-3-3

I

“Tokio.

Ciudad tantas veces explorada y explotada. Nadie pertenece realmente a esta ciudad; tal vez en algún momento hubo gente que perteneció a estas tierras, pero ya no más. Inmigrantes del interior de Japón al igual que gente de fuera del país del sol naciente se sienten atraídos a la gran mole de neón, es un faro no solo para la inmigración interna y externa, en especial para los pobres y soñadores de otros países al igual que los fans de animes mal llamados otakus; abuelos, padres, hijos que se refugian y mal viven en grandes edificios, olvidándose de los agujeros de donde ellos surgieron, solo regresando a aquellos lugares por cortos instantes, quién sabe si por un hálito de nostalgia. El pueblo japonés es cordial y cordialmente te puede mandar al carajo o recibirte, pero siempre existirá una brecha entre sus visitantes y los que nacieron en ese país y es más obvio en su capital donde es fácil escuchar a muchas bandas de jóvenes llamar a sus visitantes gayjin o gaijin, una forma vulgar y despectiva de acentuar tu calidad de extranjero, de ser un eterno forastero en una tierra que te soporta y te respeta pero nada más y con aquella palabra te convierten en un ser que no pertenece ni pertenecerá a este país nipón por más que lo intente y es que, nunca dirán algo para ofenderte, cada palabra y acción están llenas de respeto, solemnidad y delicadeza. Escuche esa frase por casualidad cuando estuve allí de boca de unos colegiales y quede fascinado por su connotación xenofóbica racista, pero al mismo tiempo educada y en ciertos extraños casos pronunciada con cariño al referirse a extranjeros que, como niños hay que aguantar sus torpezas porque simplemente, no perteneces a su país; pero ¿Quien realmente puede considerarse digno de pertenecer a la gran ciudad de Tokio? Solo nos queda recorrer los clubes nocturnos y estrechos callejones, lejos de las grandes masas de gente con la esperanza de sentir que perteneces a la ciudad donde la fantasía y la historia se vuelven una sola. Con cada paso el extranjero o gayjin trata de sentir algo entre tanta soledad. Mientras las multitudes anónimas compran en las calles, buscando una respuesta entre el artículo más nuevo o el músico más reciente”

La mano que escribía esa frase se detuvo por unos instantes mientras tomaba dos aspirinas y se disponía a retomar lo que estaba plasmando en aquel papel lanzando un sonoro suspiro.

“…He vuelto a dudar de todo de nuevo, y mientras esa duda corroe mis entrañas, mi mente me transporta a Tokio llamándome en cortos susurrós entre sueños para que vuelva a su lado.”

La pluma paró en seco cayendo sobre el cuaderno luego de terminar aquella última palabra. Jean Marchant observó lo recién escrito en su diario, al tiempo que lanzaba un ligero suspiro mientras se reclinaba sobre la silla donde se encontraba, tratando de reordenar sus atribulados pensamientos, se aflojo la corbata de su camisa blanca mientras se secaba el sudor de la frente, se sentía pesado, con la boca pastosa.

Estiró la mano y presionó con suavidad el botón Play de su viejo equipo de sonido, pensó que la música lo podría calmar. Ya no podía soportar la tortura de recordar el pasado. De los parlantes empezó a sonar una música triste que de una forma extraña siempre lo hacía sonreír y, le recordaba, aunque no tuviera nada que ver, a los encebollados mixtos de pescado y camarón que comía después del colegio. Era una música en inglés de un moreno que hace tiempo había muerto.

Cerró los ojos y el joven empezó a tararear la música como si esta lo tomara de la mano y lo llevara a rincones de su mente:

The thrill is gone, the thrill is gone away

The thrill is gone baby, the thrill is gone away

You know you don’t me wrong baby, but you will be sorry someday

The thrill is gone; it’s gone away from me

The thrill is gone away from me

Although, I’ll still live on, but so lonely I’ll be…

Cuando estaba a punto de perderse entre las notas musicales, la cinta se detuvo. Él no hizo ningún esfuerzo por moverse de donde se encontraba, como si la música aun recorriera el lugar. Después de unos instantes de silencio Jean empezó a reaccionar, sus ojos recorrieron la habitación donde se encontraba, ahora era realmente suya, hasta hace poco solo era un intruso y ahora todo el lugar le pertenecía a él. Se sentía como si el departamento y todo en su interior fuera el sitio más extraño del mundo, salió de su cuarto y uno a uno fue recorriendo cada habitación del departamento, la cocina, el cuarto de sus progenitores, la sala-comedor, los baños y finalmente la oficina de su padre donde había sido el velorio; los pocos objetos que aún se encontraban allí estaban todos, rebosantes de recuerdos.

Intentó regresar a su cuarto, pero a medio camino se sintió mareado y apoyándose contra la pared empezó a llorar nuevamente deslizándose hasta el piso y acurrucándose allí, cuando levantó la mirada, casi podía verse a sí mismo y a sus padres en la sala, por un momento los tres detuvieron lo que estaban haciendo y lo observaron confundidos por quien estaba allí, hasta que finalmente desaparecieron; sonrió casi sin darse cuenta y se levantó de donde se encontraba con intención de regresar a su cuarto. Cuando ingreso cerró la puerta con seguro y volvió a sentarse unos instantes observando las hojas de su cuaderno que se movían suavemente con el viento y el polvo que entraba a su habitación, tomo la pluma y volvió a escribir:

“Todos fueron unos hipócritas. En el funeral hubo muchas palabras de consuelo, pero sus rostros eran de simple compromiso social, no de tristeza, los odié por eso y me di cuenta que nunca fueron mis amigos, solo mis conocidos.

Nunca entendieron mis sentimientos.

Aún recuerdo los dos ataúdes en aquella habitación donde de pequeño me ponía a jugar con los libros de mi padre. Odiaba ese lugar y el aroma a moho me fastidiaba, pero lo único que me gustaba era un pequeño busto de bronce de una geisha.

¡Ja! Cualquiera que leyera esto pensaría que soy demasiado emotivo, tal vez lo soy en estos momentos de mi vida, pero nunca más lejos de la verdad. Simplemente el dolor aún está a flor de piel, ¿Me Preguntó si habrá algún blues con ese nombre?”

Sin darse cuenta el llamado del exterior lo atrajo al marco de la ventana, deseaba sentir el ruido y observar el caos de la Av. 9 de octubre, a lo lejos se podían admirar las imponentes estatuas de los próceres de la independencia latinoamericana: Bolívar y San Martín estrechándose la mano. Cerró sus ojos y tomando una bocanada de aire empezó a imaginarse que volaba con el aire húmedo que recorría la ciudad, se vio a sí mismo volando sobre el río que está a las espaldas de la imponente rotonda. Sus ojos grises se abrieron lentamente dirigiendo su mirada a la gran masa de gente que se deslizaban por las calles regeneradas, oficinistas, vendedores, estudiantes, todos ellos inconscientes de que estaban siendo observados por aquel joven de triste semblante.

—Je suis seul —susurró el joven en un francés casi olvidado —No tengo nada más que me retenga aquí —se lamentaba con la mirada perdida, deslizándose casi sin darse cuenta un poco más cerca del exterior de la ventana.

Las manos pequeñas y suaves del muchacho, se aferraban al dintel de la ventana mientras sus ojos ubicaban un punto fijo en la calle, dispuesto a acabarlo todo de una vez.

Su mente dibujaba aquella escena una y otra vez mientras colocaba su pie en el exterior, dispuesto a impulsarse al vacío.

En ese momento su deseo se vio interrumpido por el sonido del teléfono. El aparato repicaba de forma insistente como gritando que se detuviera. Marchant se contuvo regresando al interior de su habitación, fijando sus ojos en el teléfono, pensó que lo había hecho desconectar sin embargo ahí estaba, exigiendo que alguna mano caritativa silenciara su timbre que repicaba sin cesar; con manos temblorosas el joven contestó la llamada. Era ella, de todas las personas que conocía, era de la que menos esperaba recibir la llamada.

— ¡Eres tú! —exclamó Jean sorprendido.

—Hola “Jeancito” —susurró una voz femenina en tono infantil —en cuanto me enteré he estado tratando de localizarte.

—Gracias Carolina —le dijo el joven volviendo la mirada al vacío de la ventana.

—Reunámonos en el café de siempre, creo que deberíamos hablar —propuso la muchacha con una voz que sonaba más preocupada y angustiada detrás de sus risitas usuales.

—Hoy no creo que sea un buen momento.

—No, debe ser hoy. Por favor Jean, estás deprimido y necesitas hablar, créeme, yo sé de eso. Si no lo haces por ti, hazlo por mí.

Al escuchar la insistencia de la joven, Jean aceptó verse con su amiga en el café donde solía reunirse con sus conocidos artistas, sabía que no había como negarle nada a Carolina.

El viaje en taxi fue corto hasta el café desde el centro hasta la avenida principal de Urdesa, pero hubo instantes en que el camino se le hacía eterno mientras trataba de no pensar en su reciente perdida. La angustia de evitar que su dolor fuera visible solo hacía que la ansiedad de acabar con todo creciera, pero no podía, no ahora y mientras el taxi rodaba unos metros en el tráfico y frenaba, él solo podía pensar en que su sufrimiento no se comparaba con el de su querida amiga y sentía vergüenza de sus propios pensamientos que no se detenían.

Finalmente, el vehículo amarillo frenó de forma abrupta frente al café de siempre, era noche de Blues, los hípsters y los músicos amateurs llenarían el lugar dentro de unas horas, pero por ahora, el lugar estaba prácticamente vacío.

Se sentía fuera de lugar con su ropa sucia de tanto encierro y por un momento dudó en entrar, pero a través del ventanal del café, observó a su menuda amiga sentada en la mesa de la esquina esperándolo y no le quedó otra alternativa que entrar.

Lanzó un suspiro, algo que se le había hecho costumbre desde el funeral, retomó fuerzas y forzando una sonrisa ingresó a la cafetería directo a la mesa de su amiga.

Al principio ella no lo noto, pero cuando volteo su rostro y lo miro se levantó de forma nerviosa y se lanzó hacia él de una forma efusiva, casi infantil abrazándolo con lágrimas en sus ojos y sin dejarle hablar más de dos palabras le insistió a que se sentara frente a ella mientras trataba de ocultar los vendajes que cubrían las cicatrices de sus muñecas.

—Lamento mucho tu pérdida.

—Gracias Carolina, eres una de las pocas personas que me ha llamado.

—Lo sé, por eso creí conveniente encontrarnos, antes que hicieras alguna tontería.

Jean sonrió de nuevo, otra sonrisa forzada, pero esta vez de ironía por lo que dijo su amiga, en ese momento observó las vendas y la cicatriz que sobresalía de ellas, su expresión maquillada cambio a una máscara de tristeza y dolor.

La joven trató de esconderlas, pero ya era tarde.

—No te preocupes por eso, sucedió hace unas semanas, no es nada —dijo colocando sus manos bajo la mesa y sonriéndole.

—Aun así, trata de que no vuelva a suceder, no sé qué haría si te pasara algo; ¿estás tomando tus medicinas?

—Oh, Jeancito, tan lindo como siempre —susurró sobando el rostro sin afeitar del joven —estoy bien, ahora ya todo está bien.

—Promételo —dijo el muchacho con el rostro lleno de temor por ella —promete que no morirás antes que yo.

Pasaron unos cortos segundos en silencio, mientras ambas miradas se intercambiaban sin hablar sus historias de dolor. Finalmente, Carolina dijo:

—Lo prometo.

Aquella promesa calmó al joven, que ya de por si venía con el corazón acongojado.

—De todos los que conozco tú eres el que debería sonreír, tu sonrisa cura cualquier dolor.

Al escuchar aquella frase el joven se ruborizó ligeramente.

—Tal vez lo que necesites es un cambio de aire —sugirió Carolina.

—A lo mejor tienes razón —le respondió Jean desviando su mirada —he vuelto a soñar con Japón.

— ¿A soñar con Japón o con alguien en Japón?

El joven guardó silencio unos instantes e intentó no avergonzarse de la pregunta de su mejor amiga y confidente, pero su actitud era la respuesta que ella necesitaba.

—Entonces, si tienes como, deberías ir, ¿Necesitas que te preste algo de dinero para el viaje? —Exclamó ella mientras apretaba la mano de Jean como si tratara de despertarlo de un mal sueño.

—No te molestes, tengo mis ahorros, talvez lo haga y al regreso podrías darme la copia del libro de poemas que publicaste.

—Uy, cierto que no te lo he dado, discúlpame.

—No te disculpes, cuando regrese podrás dármelo.

—Ok, es una promesa —sonrió Carolina mientras volvía a abrazarlo.

El joven estaba agradecido. Carolina le había salvado la vida sin que esta se diera cuenta y le había infundido el valor de viajar otra vez.

Por primera vez en mucho tiempo Jean Marchant sonreía de forma honesta y sincera. Cuando se despidió de su amiga media hora después, sentía que un peso terrible se había escapado de su corazón.

—Au revoir Carolina, nos veremos cuando regrese.

—Adiós Jeancito, te estaré esperando —le dijo su amiga abrazándolo una vez más.

El abrazo duró un poco más de lo esperado, apretándose mutuamente como si no se quisieran alejar el uno del otro, finalmente Carolina susurró: “No nos olvides” y se separó de él; por alguna razón, el corazón del chico le quería expresar algo que en ese momento no entendía, pero al dejarla sola en aquella mesa, consideró la extraña posibilidad de que, tal vez, era la última vez que vería a su amiga.

“Aunque sentía algo de aprehensión al dejar a Carolina, creí que lo correcto para atenuar mi dolor era irme de Guayaquil o me volvería loco. Hubo algunos intentos fallidos de gente que me conocía por hacerme quedar, pero estoy decidido, siento que debo regresar a aquella tierra. Llámenlo fiebre amarilla si quieren, pero todo lo que viene de Asia me fascina; y más aún si viene de Japón. Mis conocidos intelectuales me llaman loco por insistir en el tema, pero es algo que ya está en mí como la fotografía, y la muerte de mis padres en aquel maldito accidente. Ese último suceso fue el detonante perfecto para dejar la tierra que me vio nacer y la ciudad que tanto amo para adentrarme a una nueva, ¿Cuánto tiempo estaré allí?, no lo sé con certeza, los preparativos para viajar allá han sido más intrincados de lo que esperaba. El viaje a Quito, la laberíntica burocracia para hacer trasbordo a Estados Unidos y luego tomar otro avión hacia Tokio se ha vuelto una pesadilla que por momentos me ha hecho olvidar la razón por la que me alejo de la tierra cálida y de hermosos paisajes en las que mis padres decidieron quedarse y criarme, aquel país y ciudad de la que me enamore desde el primer instante en que aspire su aire por primera vez.

Reemplazo una pesadilla por otra.

No lo recordaba así en el primer viaje, tal vez porque en ese momento estaba tan feliz, todos estos detalles se hacen difusos. Espero hallar algo de paz tan lejos de mi hogar.

¡Ja!, mi hogar; eso murió con mamá y papá.

Digan lo que digan ya no tengo más hogar en Ecuador. Tal vez Japón me de uno.

Extraño a Kumiko, nunca entendí porque escogió suicidarse en su cumpleaños número dieciocho en el monte Fuji, fue la única conexión real con Japón, una japonesa que nació en Sudamérica y criada en Francia, con ella podía compartir mi amor por los libros, la tristeza del blues y la pasión de la fotografía, pero ahora ya no la tengo a mi lado, tal vez visite a su hermano, ya debe ser un adulto ahora, espero recordar su nombre, me alegraría ver una cara conocida allá.”

Jean interrumpió su frenética escritura y acomodándose en la silla del avión empezó a leer lo que había escrito mientras reflexionaba sobre lo que había plasmado en su diario, sonrió al terminar de leer aquel último párrafo pensando que, poner su esperanza en aquel lugar tan distante como Japón era una locura, pero ¿qué más le quedaba? Francia no era una opción, aunque sus padres y la mayoría de sus familiares son de allá, él nunca aceptará vivir en un lugar tan frío y de gente tan amarga como los franceses.

Cuando visitó a su familia en Avignon y luego en París con sus padres, encontró una tierra fascinante, rica en cultura, pero cruel y vacía, no la consideró un hogar para él a pesar de ser tan francés como sus padres. Ecuador era su hogar, por lo menos mientras sus progenitores estuvieran junto a él. Pero ahora que se habían ido, ya no sabía cuál era su hogar ni a donde pertenecía, esperaba que Japón respondiera sus preguntas o por lo menos calmara su adolorido corazón.

El susurro del avión adormecía a los pasajeros invitándolos al reposo. Entre sueños Jean empezó a tararear una tonada de Eric Clapton:

“If I mistreat you girl,

I sure don’t mean no harm.

If I mistreat you girl,

I sure don’t mean no harm.

Well, I’m a motherless child;

I don’t know right from wrong…”

Mientras las letras se iban disolviendo en su subconsciente Marchant recordaba, entre dormido y despierto, pasajes de su infancia en Ecuador con sus padres, en aquella etapa tan perfecta de su niñez en la que no había más preocupaciones que las tareas del colegio y el jugar hasta caer exhausto. Evocaba los paseos en aquellos parques de Guayaquil, persiguiendo a las iguanas o palomas, siendo observado por los vigilantes ojos de sus progenitores y los domingos después de misa y antes de disfrutar de los discos de jazz y blues que su padre poseía, iban al parque Simón Bolívar más conocido como parque “Seminario” para dar de comer a las iguanas mientras devoraba un helado de naranjilla, cuyo sabor dulce con toques ácidos colmaban su paladar haciendo de ese momento el mejor instante de su día. No le importaba el desastre que se hacía en su ropa ni el sabor a galleta vieja que tenía el cono de aquel delicioso postre, solo la felicidad de ese instante que en su momento creyó que duraría para siempre. En los intervalos en que se cansaba de correr, su padre trataba en vano de enseñarle algo de francés contándole leyendas y cuentos en ese idioma que, aunque entretenidos, era difícil entenderlos para él, quien prefería hablar en español.

“Debes aprender el idioma de tu familia mon petit” decía su padre, pero para el pequeño Jean, siempre era el único punto negativo del día. Y mientras esos recuerdos volaban por su mente, no pudo evitar cerrar sus ojos y derramar gruesas lágrimas, llorando como nunca antes había llorado en su vida, mientras su corazón parecía partirse en miles de pequeños pedazos sin importarle la silenciosa recriminación de los pasajeros a su alrededor.

II

Como si pasara por una interminable tormenta de muerte, fue como se sintió Marchant durante todo su viaje de Ecuador a Japón, los recuerdos y el mareo desgarraban la mente y el estómago del joven franco-ecuatoriano mientras el avión US-237 de American Airlines aterrizaba en el aeropuerto de Narita después de haber sido sacudido por atroces turbulencias y gruesos nubarrones de tormenta que amenazaron con hacer caer la aeronave.

Los pasajeros del avión descendieron lentamente como un desfile de anónimos espectros, la mayoría en silencio respondiendo con un ademán la despedida que las azafatas, siempre sonrientes, les hablaban a los pasajeros tanto en inglés como en japonés.

Uno de los últimos en salir fue un joven de unos veintitantos años, de ojos grises envueltos en ojeras y pelo rubio cenizo, quien sostenía un cuaderno de anotaciones de tapa café con suma fuerza, mientras se restregaba sus ojos, rojos de tanto llorar. Las azafatas poco se fijaron en el detalle, su falsa amabilidad fue suficiente para ellas.

Jean Marchant descendió de forma pesada los escalones hasta el piso del aeropuerto japonés, con miedo en su interior y su corazón latiendo a mil por hora, estiró sus brazos y bostezo estirando sus músculos entumecidos de tantas horas de pasar sentado, cuando empezó a caminar se percató de un detalle que no había tomado en cuenta hasta ahora: Era la primera vez en su vida que viajaba tan lejos completamente solo. No sabía bien qué hacer ni a donde ir.

Ahora, aparte de lo vacío y miserable que se sentía, tenía un terrible miedo por estar solo en aquel lugar; dudaba si debía permanecer más tiempo ahí, si no debería volver, pero, ¿volver a dónde?, ¿con quién? Tenía amigos eso era verdad, pero no se sentía lo suficientemente cercano a ellos, no sentía ese lazo especial que sintió con sus padres y no porque no hubiera buscado, simplemente no lo había hallado.

Lanzó una sonrisa luego de pensarlo unos momentos y se encaminó al interior del aeropuerto sentándose un momento, tratando de ordenar la tormenta que arreciaba en su mente, por un instante pensó que vomitaría, pero en lugar de eso saco una vieja foto del bolsillo interior de su saco de pana y se dijo a sí mismo: “Sonreiré pensando en ti y en todos los que se han ido como si estuvieran a mi lado mi querida Hayashi Kumiko, no más lágrimas” y reuniendo algo de valor se acercó a ver sus maletas.

Después del trámite para ingresar a Japón, Marchant se vio perdido, en las laberínticas calles de Tokio, sin saber bien dónde dormiría o cuánto tiempo le duraría el dinero que había traído, esperando, rogando que su intuición y algo de buena suerte le dieran un empujón hacia un lugar mejor. Sin darse cuenta de lo que hacía ya había tomado el metro hacia Harajuku como hizo la última vez que estuvo allí; todo estaba más caro, incluso el pasaje, pero aun recordaba cómo llegar al lugar más extravagante de Tokyo sin mencionar las tiendas llenas de objetos de lujo a precios exorbitantes.

La memoria digital de su cámara fotográfica y el rollo que había adquirido en el aeropuerto se le hizo poco para la gran cantidad de estrambóticos personajes que aparecían en cada esquina no solo los vestidos como personajes de animación sino como zombies, brujas, góticos, etcétera.

Fue el sol quien decidió poner fin a aquella cascada de imágenes y personajes al irse del lugar y reemplazarlo por una noche fría y sin luna.

—Es hora de buscar alojamiento —se lamentó el joven mientras guardaba sus cámaras y detenía un taxi cuya puerta se abrió sin intervención humana después de emitir un zumbido mecánico.

El taxista no dijo una palabra luego de que Jean dijera en inglés a donde quería ir, solo asintió con la cabeza y empezó a conducir, la única acción casi humana fue cuando el viejo conductor encendió la radio y empezó a buscar alguna canción agradable con la mano derecha mientras con la izquierda dirigía peligrosamente el vehículo hasta detenerse en una vieja canción japonesa, un antiguo grupo desconocido para el joven pero cuyas trompetas le recordaban a una clásica canción de blues que el tanto disfrutaba.

Finalmente, cuando el frío se hacía insoportable se terminó alojando en el Narita Sky Court hotel, ubicado en Narita por un módico precio de acuerdo a los estándares de Japón.

Era un buen hotel; la vista era hermosa desde el tercer piso del edificio y, mientras observaba a las luces que parecían seres fantasmales perdidos en un mar de sus propias preocupaciones, no podía evitar sonreír al darse cuenta de lo estúpido que actuaba al sentirse tan miserable por su situación, cuando había miles de personas que sufrían infiernos más terribles que los que él padecía en estos momentos.

Encendió un cigarrillo mientras se apoyaba a la ventana tratando de ahuyentar el dolor que sentía con el humo que exhalaba, su corazón empezaba a palpitar más fuerte y los recuerdos se arremolinaban en su cabeza. Trataba de no derramar una lágrima más pero el dolor aún estaba presente y se negaba a irse del todo.

—Merde —se maldijo en un suave susurro exhalando el humo por su pequeña nariz.