Si las mujeres mandasen - Jane Austen - E-Book

Si las mujeres mandasen E-Book

Jane Austen.

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Un recorrido por algunos de los textos que contribuyeron a sentar las bases de la defensa de la dignidad, la inteligencia y el potencial humano de las mujeres durante la primera ola feminista. ¿Cómo iban a gobernar las mujeres, si se las consideraba menores de edad y necesitaban un hombre para supervisarlas? ¿Cómo iban a hacerse cargo de tal responsabilidad, si había quien pensaba que su capacidad intelectual era tan probadamente inferior que no podía malgastarse ni el erario público ni el privado en educarlas? Hasta la segunda mitad del siglo XVIII, las mujeres que ejercieron libremente como escritoras no pasaron de ser ejemplos aislados. Pero, a finales de ese siglo, la Ilustración había enarbolado las banderas de la libertad y la igualdad, y había convencido a las mujeres de que su momento había llegado, y, aunque los grandes ideólogos de las incipientes democracias liberales no tardaron en abandonarlas, se las puede considerar como precursoras de lo que, a finales del siglo XIX, se conocería como feminismo. El relato de las injusticias, las desigualdades, el enclaustramiento físico y mental es el hilo violeta que une los relatos de esta antología. Muchas de sus autoras no se consideraban feministas, pocas entre ellas fueron militantes activas en alguno de los movimientos que englobamos bajo la primera ola del feminismo, pero está claro que todas contribuyeron a que podamos entender por qué el feminismo se convirtió en un movimiento tan sólido a través de tantos años. Jane Austen, Elizabeth Caroline Grey, Fredrika Bremer, George Sand, Mary Shelley, George Eliot, Louisa May Alcott, Mary E. Bradley Lane, Charlotte Perkins Gilman, Olive Schreiner, Kate Chopin, Begum Royeka, Edith Wharton, Virginia Woolf, Rosalía de Castro, Fernán Caballero y Emilia Pardo Bazán.

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Edición en formato digital: febrero de 2020

 

En cubierta: ilustración de incamerastock / Alamy Stock Photo

Diseño gráfico: Gloria Gauger

© Edición y prólogo de María Casas Robla

© Traducciones de Susana Prieto Mori y Pablo González-Nuevo

© Ediciones Siruela, S. A., 2020

 

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-18245-14-5

 

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

Prólogo

Bibliografía, una propuesta

 

A modo de prefacio. Precedentes

 

Mary, un relato (1788)de MARY WOLLSTONECRAFT, fragmento1

Declaración de los derechos de la mujer y de la ciudadana (1791)de OLYMPEDE GOUGES

 

SI LAS MUJERES MANDASEN

 

Amor y amistad (1790)de JANE AUSTEN

El conde esqueleto, o la amante vampiro (1828)de ELIZABETH CAROLINE GREY

Esperanzas (1828)de FREDRIKA BREMER

Cora (1833)de AMANTINE-AURORE-LUCILE DUPIN, alias GEORGE SAND

La Muchacha Invisible (1833)de MARY SHELLEY

El hermano Jacob (1860)de MARY ANNE EVANS, alias GEORGE ELIOT

El capricho de Anna (1873)de LOUISA MAY ALCOTT

Mizora. Un mundo de mujeres (fragmento) (1890)de MARY E. BRADLEY LANE

El empapelado amarillo (1892)de CHARLOTTE PERKINS GILMAN

Vida soñada y vida real. Un breve cuento africano (1893)de OLIVE SCHREINER7

La historia de una hora (1894)de KATE CHOPIN

El sueño de Sultana (1905)de BEGUM ROKEYA SAKHAWAT HOSSAIN

El ermitaño y la mujer salvaje (1908)de EDITH WHARTON

Una sociedad (1921)de VIRGINIA WOOLF

 

A modo de posfacio. Contemporáneas

 

Carta a Eduarda (Las literatas) (1866)de ROSALÍA DE CASTRO

La niña de los tres maridos (1874)de CECILIA BÖHL DE FABER, alias FERNÁN CABALLERO

El abanico (1908)de EMILIA PARDO BAZÁN

 

Para Blanca D. Casas y Guillermo Casas,

candiles de nieve

 

Me parece que es igual a los dioses

el hombre aquel que frente a ti se sienta

y a tu lado absorto escucha mientras

dulcemente hablas...

SAFO

Prólogo

Hechos, no palabras: las mujeres de la primera ola feminista

 

En la zarzuela Gigantes y cabezudos (1898), cuya protagonista es una mujer cuyo analfabetismo provoca el enredo amoroso, argumento central de toda opereta, se canta una famosa jota que dice: «Si las mujeres mandasen/ en vez de mandar los hombres/ serían balsas de aceite/ los pueblos y las naciones». No es que la historia, ni la antigua ni la reciente, haya dado la razón a este presupuesto, pero es un hecho constatable que las oportunidades que han tenido las mujeres para demostrar la verdad de estos versos han sido bastante escasas.

¿Cómo iban a gobernar las mujeres, si se las consideraba eternamente menores de edad y necesitaban un hombre para supervisarlas? ¿Cómo iban a poder hacerse cargo de tal responsabilidad, si su capacidad intelectual era tan probadamente inferior que no se podía malgastar ni el erario público ni el privado en educarlas? Hasta la segunda mitad del siglo XVIII, las mujeres que ejercieron libremente como letradas —Safo o Hipatia de Alejandría en la cultura clásica; Hildegarda de Bingen en la Edad Media; o Cristina de Pizán en el Renacimiento— no pasaron de ser ejemplos aislados. Pero, a finales del siglo XVIII, la Ilustración había enarbolado las banderas de la libertad y la igualdad, y había convencido a las mujeres de que su momento había llegado y, aunque los grandes ideólogos de las incipientes democracias liberales no tardaron en abandonarlas, se las puede considerar como precursoras de lo que, a finales del siglo XIX, se conocería como feminismo. Entre estas voces, destacan dos por su clarividencia: Mary Wollstonecraft (1759-1797) y Olympe de Gouges (1748-1793), quienes publicaron textos esenciales para sentar las bases de la defensa de la dignidad, la inteligencia y el potencial humano de las mujeres. Comencemos, pues, con ellas dos este breve paseo por los inicios de los movimientos en defensa de los derechos de las mujeres.

Las ideas de Wollstonecraft pueden considerarse prefeministas —el término «feminismo» no se acuñó hasta 1890— o, siguiendo a Amelia Valcárcel, las primeras que se expresaron como tales. En su Vindicación de los derechos de la mujer (1792), Wollstonecraft no pretendía defender una posición de clase, sino discutir de tú a tú con Rousseau —padre del democratismo liberal que forjó las revoluciones burguesas y, sin embargo, auténtico convencido de que la capacidad intelectual de las mujeres era despreciable por mínima— sobre la exclusión sistemática de las mujeres del nuevo orden democrático del que ella era adepta y quería sentirse partícipe. En palabras de Valcárcel, «porque Mary Wollstonecraft es demócrata rousseauniana, porque estima que tanto El contrato social como el Emilio dan en la diana de cómo debe edificarse un Estado legítimo y una educación apropiada para la nueva ciudadanía, no está dispuesta a admitir la exclusión de las mujeres de ese nuevo territorio». La educación intelectual de las mujeres es, pues, primordial para que se conviertan en ciudadanas de pleno derecho y adquieran obligaciones cívicas que, de otra manera, no tendrían, siendo por tal razón incapaces de contribuir a la sociedad. La tiranía del pater familias y la institución matrimonial concebida como cárcel doméstica son dos temas recurrentes en las obras de Mary Wollstonecraft —Mary, un relato (1788)—, temas de cuya influencia intentó escapar en su vida.

En la Francia posrevolucionaria, Olympe de Gouges enmendó las carencias de la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano (1789) con una Declaración de derechos de la mujer y de la ciudadana (1791) con la que subrayaba las ideas de su contemporánea Wollstonecraft: si no nos dais derechos y nos educáis, no asumiremos ningún deber cívico, ni seremos virtuosas. Gouges, que había apoyado con entusiasmo la llegada de Robespierre, acabó sus días siguiendo los pasos de María Antonieta a la guillotina.

Como los cerdos en Rebelión en la granja, los ideólogos de la Ilustración habían declarado que, si bien todos los animales eran iguales, había unos que eran más iguales que otros. Esta contradicción, que elimina a las mujeres del conjunto de la humanidad, es el punto de partida que utilizaron las revolucionarias francesas para señalar con el dedo al nuevo Estado que las había excluido en el recuento de los seres humanos con derechos civiles y políticos. Se autodenominaron «el tercer estado del tercer estado», y comenzaron a redactar sus propias quejas como colectivo oprimido de carácter transversal, ya que lo eran en todos y cada uno de los tres estados. Armadas y reivindicativas, empezaron a formar asociaciones que fueron brutalmente disueltas cuando la República recién bautizada las relegó al mismo lugar al que las había condenado el Absolutismo: ser madres y esposas. Rousseau, el padre de las libertades, había conseguido colocar a las mujeres «en su sitio», que no era otro que la familia, y, tras las efusiones del modelo revolucionario, ni la legislación ni los modelos educativos de las democracias incipientes se vieron obligados a incluirlas en sus planes para conformar una sociedad igualitaria y justa. No obstante, las mujeres de la Ilustración habían conseguido algo muy valioso: que su reivindicación fuera colectiva y, por lo tanto, política, a pesar de que los jacobinos les recordaran que habían subvertido las leyes naturales al pretender ser «ciudadanas», y que el destino de sus cabezas no iba a ser nunca, ni bajo su mandato ni bajo el de los que les sucedieron, el pensamiento y el gobierno, sino la guillotina.

 

 

No hubo que esperar mucho para que las condiciones históricas permitieran el primer avance real de los movimientos femeninos. En las primera décadas del siglo XIX, las mujeres siguieron reclamando sus derechos como podían y donde podían, pero, hasta que no se produjo con la Revolución Industrial un crecimiento fabril y urbano desmedido, que concentró a los trabajadores en condiciones paupérrimas, obligándolos a organizarse para reclamar los derechos más elementales y a combatir por los mismos, las mujeres no empezaron a hacerse escuchar, aprovechando el clima revolucionario que provocaban los movimientos de emancipación de la clase obrera comandados por socialistas y anarquistas. La degradación y miseria generalizadas de fábricas y talleres incidían de forma aún más sangrante en las mujeres trabajadoras, las proletarias, la mano de obra más barata del trabajo industrial, si exceptuamos a los niños.

Al otro lado de la calle, las mujeres pudientes se veían cada vez más constreñidas, convirtiéndose en simples objetos en el recuento de propiedades de sus maridos, sin posibilidad de acceder a la educación intelectual ni a las profesiones liberales, amenazadas por la pobreza si no se casaban o si sus hermanos no accedían a tutelarlas. Fueron estas mujeres las que, sin problemas económicos reales, y con tiempo para crear asociaciones e impulsarlas, iniciaron los movimientos que reivindicaban el derecho al voto como paso previo y necesario para conseguir la igualdad, la emancipación y el derecho a la educación. Si conseguían votar, podrían ser candidatas, acceder a los parlamentos y empezar a cambiar el orden social desde dentro. La ideología personal o la extracción social quedaban al margen, de modo que mujeres de distintos credos y de diferentes clases se unieron bajo un mismo lema: todas las mujeres, por el hecho mismo de serlo, sufrían las mismas discriminaciones fundamentales.

Así surgieron los diferentes movimientos en el mundo occidental y, en concreto, en la cultura anglosajona. En un artículo publicado en el New York Times, en 1968, Martha Lear englobaba dichos movimientos bajo el término first wave feminism («primera ola feminista»). Centrándose en las abolicionistas y sufragistas estadounidenses, que se habían organizado para luchar contra la esclavitud, en la que se sentían, en cierto modo, incluidas, la autora fechaba aquella fase entre mediados del siglo XIX y el primer cuarto del siglo XX. Desde entonces, la periodización de los movimientos feministas ha sido, y sigue siendo, objeto de discusión; así, especialistas como Amelia Valcárcel son partidarias de incluir en esa primera ola las reivindicaciones de las mujeres ilustradas, que aquí consideramos como precursoras, y cuyos objetivos no difieren demasiado de los de sus sucesoras. Pero esta antología respeta la periodización de Lear como instrumento para acotar el contenido del libro y convertirlo en un volumen asequible en cuanto al número de relatos contenidos en él y a la procedencia, más centrada en el mundo anglosajón, de sus autoras. Por otra parte, las feministas que, en los años sesenta y setenta del siglo XX, fundaron el Movimiento de Liberación de las Mujeres y convocaron la primera Huelga de Mujeres por la Igualdad (1970) lo autodenominaron segunda ola por considerarse herederas directas de los movimientos pro derechos de las mujeres que se sucedieron hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial; de este modo, ampliaron la senda marcada por ellos con nuevas reivindicaciones, tales como el reconocimiento del valor económico del trabajo doméstico, la igualdad de salarios y oportunidades entre mujeres y hombres, o la despenalización del aborto.

 

 

En 1848, en el Congreso en Defensa de los Derechos de las Mujeres o Convención de Seneca Falls, en Nueva York, organizada por Elizabeth Cady Stanton y Lucretia Mott, destacadas abolicionistas y sufragistas, se aprobó una declaración con las líneas principales de la ideología del movimiento y sus estrategias. Las discusiones acerca del derecho al voto y la participación en política condujeron a examinar las diferencias a la sazón entre hombres y mujeres. No eran pocos los que aludían a una superioridad moral de las mujeres y creían que la presencia de las mismas en la vida pública provocaría una mejora sustancial en esta. Las reivindicaciones duraron hasta 1920, fecha en que las mujeres estadounidenses obtuvieron el derecho al voto.

A las abolicionistas estadounidenses se unieron, recién iniciado el siglo XX, las sufragistas inglesas, con Emmeline Pankhurst a la cabeza, fundadora en 1903, junto a sus hijas, del WSPU (Women’s Social and Political Union), un movimiento sindicalista, adscrito al Partido Laborista, cuya principal premisa era que los derechos de las mujeres no podían desvincularse de los derechos de la clase trabajadora.

Bajo el lema «Hechos, no palabras», estas activistas, que se presentaban como la alternativa a las acciones pacifistas, cuyo único instrumento de acción era el mitin, la palabra, recurrieron a formas de protesta más llamativas, propias de los movimientos obreros, algunas de ellas tachadas en su día —y en los nuestros— de vandálicas: quema de buzones, rotura de escaparates, escraches y cortes del tendido telefónico, sin descartar propuestas para invadir la Cámara de los Comunes o concentrarse ante el Parlamento. A partir de 1913, se radicalizaron aún más: una bomba destrozó la casa que se estaba construyendo el primer ministro, Lloyd George, y es tristemente famosa la muerte de la militante Emily Davison, pateada por el caballo del rey Jorge V cuando intentaba acercarse a él en el derbi de Epsom.

Fueron muchas las mujeres que acabaron en la cárcel, y muchas las que siguieron protestando entre rejas con huelgas de hambre. En junio de 1908, las sufragistas —tirando panfletos con ciclostiles e informando a viva voz en fábricas y asociaciones (¡qué no habrían hecho con redes sociales!)— convocaron una manifestación para pedir el voto femenino que reunió a 400.000 personas en Londres. En 1914 se produjo un hecho que había de favorecer, por triste que parezca en este contexto, el reconocimiento del sufragio femenino: el inicio de la Primera Guerra Mundial. El conflicto había llevado a la mayor parte de los hombres al frente, desabasteciendo así las fábricas de mano de obra. Acabada la guerra, fue difícil, por no decir imposible, seguir negándoles a las mujeres trabajadoras el derecho a decidir, al menos en lo que respecta a la política, pues se habían convertido en ciudadanas de pleno derecho al contribuir de manera activa a mantener la economía de subsistencia y la economía de guerra sustituyendo a la mano de obra masculina. Así, el 6 de febrero de 1918, las mujeres británicas acudían por primera vez a las urnas... si eran mayores de treinta años y tenían rentas. ¿Celebraría Virginia Woolf, la autora cuyo relato cierra esta antología y que, en 1918, ya había publicado Fin de viaje —ingeniosa sátira social con protagonistas femeninas que buscan su lugar en el mundo—, su trigésimo sexto cumpleaños en la cola de una mesa electoral?

Centrémonos un momento en las proletarias. Desde mediados del siglo XIX, los socialistas utópicos, conscientes de que no podían dejar a un lado a la mitad de la humanidad, ya incluían a las mujeres en sus reivindicaciones igualitarias. Pero ellos, que apoyaban la independencia económica de las mujeres, tampoco querían subvertir el orden de las jerarquías laborales, donde las mujeres ocupaban y ocuparían durante mucho tiempo el escalafón más bajo. Los trabajos a los que podían acceder eran escasamente especializados y, por lo tanto, mal pagados y destajistas. Con semejantes pagas, no podían mantener siquiera un hogar miserable, por lo que seguían dependiendo del trabajo de sus maridos y, en ocasiones, de su prole para poder tener un techo sobre sus cabezas y poner unas patatas a la mesa. Flora Tristán, socialista y pionera de los movimientos feministas en Latinoamérica, seguía señalando, como Gouges y Wollstonecraft, la necesidad imperiosa de que las mujeres, que, como madres, hijas y esposas, influían en la vida doméstica de sus hombres, pudieran estudiar para influir, de igual manera, en el cambio de mentalidad de los Gobiernos dirigidos por hombres. Si las mujeres mandasen, recordemos, no habría guerras ni males, porque ellas son las cuidadoras del mundo, las dadoras de vida, las salvadoras de la sociedad. Calificativos que pueden parecer loables, pero que seguían identificando a la mujer con la madre, constriñendo en gran medida sus posibilidades. Para las socialistas utópicas, las no madres no entraban en ninguna ecuación, aunque consideraran el celibato y el matrimonio como instrumentos represores de la emancipación femenina.

El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado (1884), de Friedrich Engels, deja claro cuál es la línea de pensamiento del socialismo marxista respecto a las mujeres: no han sido oprimidas por causas biológicas, por ser madres y físicamente inferiores, sino por intereses socioeconómicos que tienen que ver con la propiedad privada y la exclusión de la producción social. Las mujeres podrán emanciparse cuando consigan ser productoras y recuperen la independencia económica. Sin embargo, cuando llegó la hora de incorporarlas al trabajo, aparecieron muchos detractores: era mejor no trabajar que ser sobreexplotada, porque, como eran sobreexplotadas, provocaban la caída de los salarios; porque los hombres se quedaban sin trabajo; porque los niños morían dentro y fuera de los vientres, y así sucesivamente. Por otro lado, consideraban a las sufragistas, mujeres acomodadas en su gran mayoría, enemigas de clase poco preocupadas por la situación de las mujeres trabajadoras.

Alexandra Kollontai, la primera mujer en ocupar un puesto en el Gobierno, al formar parte del Sóviet de Comisarios del Pueblo, que condujo a la creación de la URSS en 1922, es uno de los grandes nombres del socialismo feminista, a pesar de sus reticencias a cierto tipo de reivindicaciones que podían poner en entredicho el futuro de la Nación Obrera. Kollontai criticó la doble moral de la organización familiar como causa y origen de la explotación económica y sexual de la mujer, y puso las bases para conseguir la igualdad real entre hombres y mujeres: gracias a su impulso, las madres soviéticas tuvieron un salario y guarderías gratuitas donde dejar a sus hijos mientras trabajaban; si no querían seguir con sus maridos ni tener hijos, podían divorciarse y abortar. Además, desde el Departamento de la Mujer, precedente de todos los Institutos y Ministerios de la Mujer que aún se conservan en las democracias liberales, proveyó de todo lo necesario para que las mujeres participaran en la vida pública y en la lucha contra una de las mayores lacras que había heredado del absolutismo zarista: un analfabetismo que no sabía de diferencias de género.

El anarquismo, aunque sin ideas específicas sobre las condiciones de la mujer, contó entre sus filas con numerosas militantes, como Emma Goldman (1869-1940), que insistieron en la necesidad de que cada mujer, como individuo, debía liberarse de la ideología tradicional que subyacía en sus creencias y hábitos personales. Si, en el fondo —y no tanto—, seguían considerándose inferiores porque así lo habían mamado, de poco serviría que accedieran al trabajo y fueran económicamente independientes. La libertad había de ser el principio rector de todo, y, por encima de la igualdad entre sexos, estaban las relaciones libres. Para ellas, en una postura diametralmente opuesta a la de las sufragistas, conseguir el derecho al voto no era tan relevante, puesto que el fin último de las anarquistas era acabar con toda clase de Estado, democrático o no.

 

 

Hemos sobrevolado, de manera muy somera, los lugares en los que se originaron los movimientos inscritos en la llamada «primera ola feminista». Desde allí se extendieron hacia otros países de ambos lados del Atlántico. Observemos ahora, a vista de pájaro, cuál fue su origen o su influencia en España, Latinoamérica, África y Asia.

El retraso socioeconómico de España no propiciará el caldo de cultivo para la organización de movimientos políticos como tales hasta después de la Primera Guerra Mundial, aunque, en una fecha tan temprana como 1830, y con reivindicaciones y acciones que se extenderían por otras provincias, en el mismo contexto fabril y en otros diferentes durante todo el siglo XIX y los primeros años del siglo XX, las cigarreras de Madrid se habían levantado para reclamar mejores salarios y condiciones laborales. En 1857, las cuatro mil que trabajaban en la fábrica de A Coruña se declararon en huelga y arrasaron maquinaria y oficinas mientras abandonaban sus puestos de trabajo. En 1910, Emilia Pardo Bazán, Rosalía de Castro, Concepción Arenal o Carolina Coronado apoyaban, desde sus tribunas de prensa, las reivindicaciones jurídicas y educativas de las mujeres, que acabaron con una concentración de cuatro mil personas ante la sede del Gobierno Civil de Barcelona, bajo las consignas «¡Abajo el clericalismo!» y «¡Viva la libertad!».

Tímidamente, las liberales clamaron durante todo el siglo XIX por los derechos de las mujeres, aunque aún eran demasiado conservadoras para desprenderse de un tono donde virtud y maternidad, teñidas de catolicismo, eran valores intrínsecos a destacar. Las ideas ilustradas habían cuajado, como en los países anglosajones, en Francia o Alemania, y resurgían, como en aquellos, centradas en una reclamación básica: la extensión de la educación a las mujeres interesadas en ella, es decir, a las que ya disfrutaban de otros privilegios de clase. Así, la Junta de Damas de la Unión Iberoamericana de Madrid no pedía derechos políticos, sino pequeñas reformas que llevaran a las mujeres al trabajo y la educación. En 1918, fecha, recordemos, en la que las inglesas mayores de treinta años y con recursos económicos ya podían votar, se fundó en España la Asociación Nacional de Mujeres Españolas (ANME), una organización, alejada de cualquier ideología, que reivindicaba más derechos sociales y legales para las mujeres: reforma del Código Civil, supresión de la prostitución legalizada, derecho a ejercer profesiones liberales y a desempeñar cargos oficiales, igualdad de salarios, promoción de la educación, y un subsidio para que las mujeres pudieran publicar obras literarias. Las primeras victorias no se consiguieron hasta que, en 1931, la recién elegida diputada del Partido Radical, Clara Campoamor, entró a formar parte de la comisión encargada de redactar el proyecto de la Segunda República, y en ella defendió la necesidad del sufragio femenino: era una auténtica paradoja que las mujeres pudieran acceder a cargos parlamentarios y no tuvieran ni voz ni voto para elegirlos. El 19 de noviembre de 1933 acudieron a las urnas casi siete millones de mujeres para votar a sus gobernantes en los segundos comicios de la Segunda República. Poco duró la victoria, pues, tras las elecciones de 1936, las mujeres y los hombres españoles no pudieron volver a ejercer su derecho al voto hasta 1977, después de cuarenta años de dictadura.

En el mismo congreso en el que Campoamor se desgañitaba por conseguir el derecho al voto para las mujeres, Victoria Kent era una de las muchas feministas que defendían que, antes de que fueran a votar, era necesario apartar a las mujeres de la influencia de la Iglesia y garantizar que habían sido educadas y tenían criterio suficiente para reconocer las manipulaciones a que pudieran someterlas los partidos más conservadores para ganar su confianza en las urnas. Desde el Lyceum Club Femenino (1926), cuya primera presidenta fue María de Maeztu, Victoria Kent se dedicó a formar intelectualmente a las mujeres. Pero, aunque tenía una sección dedicada a promover la incorporación de la mujer a la sociedad civil, con la creación, por ejemplo, de guarderías para ayudar a las mujeres trabajadoras, el Lyceum no pasó de ser un centro cultural para mujeres ya letradas, cuya influencia fue muy escasa. Existieron otras muchas organizaciones que se ocupaban de los derechos legales y económicos de las mujeres, como la Federación de Grupos Femeninos, fundada por Belén de Sárraga, maestra y periodista del último tercio del siglo XIX, que promovía la educación laica; o la Cruzada de las Mujeres Españolas, dirigida por Carmen de Burgos, alias Colombine, periodista y pedagoga, que, desde una postura inicial más centrada en el derecho a la educación y en el reconocimiento del papel de la mujer como madre, derivaría en una acérrima y activa defensa del derecho al voto.

En Latinoamérica, la primera ola feminista, comandada, como en Europa y América del Norte y Central, por mujeres de clase alta, cuya reivindicación principal era el acceso a las universidades para poder convertirse en profesionales liberales, cuajó en asociaciones que, sin declararse feministas, fueron el precedente de lo que no empezaría a conseguirse hasta los años setenta y ochenta del siglo XX por el retraso en la instauración de la democracia en muchos países. Lavanderas, maestras y obreras del textil se organizaron para protagonizar huelgas en las que reclamaban condiciones laborales dignas. Hubo también agrupaciones sufragistas que, durante la primera mitad del siglo XX, fueron consiguiendo sus objetivos, y que siguieron reivindicándolos fundando partidos de apellido femenino, como el Partido Feminista Nacional de Argentina, o Evolución Femenina, en Perú.

 

 

Acabemos nuestro viaje señalando que la pervivencia de las políticas imperialistas en África y en Asia, unida a la idiosincrasia particular que ha provocado, en países intervenidos y saqueados desde hace siglos en beneficio de Occidente, la imposibilidad de que las culturas africanas y asiáticas pudieran, por sí mismas, afrontar los necesarios movimientos internos hacia la igualdad de los seres humanos, nos obliga a darnos la vuelta. En Australia y en la India, como en los Estados Unidos, hubo mujeres que, en el contexto del Imperio y del proteccionismo británico, como Begum Rokeya o Olive Schreiner, llevaron a cabo la ingente tarea de dar a conocer, en sus respectivos países, las ideas ilustradas y sufragistas. Pero los logros, escasos fuera del contexto occidentalizado, de sus sucesoras llegan muy lejos en el tiempo para los propósitos de esta antología. Allí donde las mujeres son reducidas a prisión, lapidadas y decapitadas por adúlteras, o han de cargarse de hijos para que sus hombres sigan manteniéndolas, o son objeto de tortura en aras de la pureza, esclavizadas, prostituidas y asesinadas, no es que el feminismo histórico se diluya, sino que su lucha ha de producirse en un contexto que no se puede describir con palabras ni clasificaciones, pues es pre-histórico.

 

 

Hechos y palabras

Una antología

 

En Una habitación propia, libro que amplía las conferencias sobre «Las mujeres y la novela», que pronunció en el Newnham College y el Girton College, Universidad de Cambridge, en 1928, y del que procede uno de sus pensamientos más citados —«una mujer ha de tener dinero y una habitación propia, si quiere escribir»—, Virginia Woolf fantaseó sobre la existencia de una hermana de Shakespeare —a la que llamó, no sin intención, Judith— y las posibilidades que, con los mismos dones que William, habría tenido de labrarse una carrera como autora teatral. Y llegó a esta conclusión: «Cualquier mujer nacida con un gran don en el siglo XVI se habría vuelto loca, se habría quitado la vida o habría terminado sus días en algún cottage solitario a las afueras del pueblo, medio bruja, medio maga, objeto de miedo y burla. Porque no hace falta tener mucha psicología para estar seguro de que cualquier mujer altamente creativa que hubiera intentado utilizar sus dones para la escritura habría tenido tantos obstáculos que, frustrada, torturándose a sí misma y apartada por sus propios instintos contradictorios, habría perdido, sin ninguna duda, la salud y la cordura». Sin embargo, esas brujas y magas, encerradas en sus casas, aisladas en el campo de todos aquellos para los que eran objeto de burla, se empeñaron en escribir, desde el albor de la civilización occidental, para demostrar lo que hoy nos parece obvio: que las mujeres, con un espacio propio, con dinero propio y con el mismo acceso a la educación que los hombres, podían y debían compensar el exceso de testosterona que imperaba en los estantes de las bibliotecas y de las librerías para conseguir algo primordial: que la declaración de los derechos del hombre y del ciudadano incluyera a toda la humanidad (nombre, femenino, singular, y no excluyente).

Las mujeres del mundo occidental no fueron ciudadanas de pleno derecho hasta la primera mitad del siglo XX, en líneas generales, y la educación necesaria que reclamaban para poder llegar a serlo les fue negada sistemáticamente durante el periodo que nos ocupa. Sin embargo, entre las clases pudientes, y en contextos familiares extraordinarios para la época, en los que se promovía, si no la igualdad plena, sí el acceso al estudio de la filosofía, la ciencia o la literatura, hubo mujeres letradas y letraheridas que decidieron hablar por aquellas que no podían ni sabían. Artículos de prensa, panfletos, ensayos, así como poemas, obras de teatro, novelas y relatos iban construyendo, con voz de mujer, el relato de las injusticias, las desigualdades, el enclaustramiento, el ensañamiento, o la tortura física y mental de las mujeres en aquella sociedad que las consideraba estúpidas y dependientes.

Este es el hilo violeta que une todos los textos que componen esta antología, por alejado que parezca de alguno de ellos. Unos muestran las restricciones que le impiden a la mujer formar parte activa de la sociedad civil; otros satirizan hasta provocarnos la risa alta y llana sobre la simpleza de una sociedad eminentemente masculina y sus intrincados protocolos, las escasas habilidades de los hombres y su comportamiento estereotipado respecto a las mujeres. Hay relatos que, bajo pequeñas historias de la vida cotidiana, ocultan un análisis certero de la sociedad, en general, y otros más explícitamente políticos, como las utopías, en las que se muestra qué sería del mundo, del gran mundo y de los pequeños mundos, si las mujeres gobernasen. Muchas de sus autoras no se consideraban feministas, pocas entre ellas fueron militantes activas en alguno de los movimientos que englobamos bajo la primera ola feminista, pero está claro que todas contribuyeron a que podamos entender por qué el feminismo se convirtió en un movimiento tan sólido a lo largo de tantos años.

Inaugura la antología un relato juvenil de Jane Austen (1775-1817), Amor y amistad (h. 1790), en el que utiliza la estructura epistolar que conformaría, pocos años más tarde, su novela Lady Susan (h. 1794). Austen sintió una compulsión hacia la escritura desde muy niña, un don que su familia alentó y que acabaría convirtiéndose en su modo de vida. Tanto el relato incluido aquí como Lady Susan fueron publicados a la muerte de su autora, y después de que su hermano hubiera revelado la autoría de sus grandes novelas, publicadas en vida de Austen de manera anónima. Escrito cuando tenía unos quince años para entretener a su familia, Amor y amistad es un texto breve y satírico que parodia las novelas románticas que ella había leído de niña, y en concreto cómo se trata en ellas el sentimiento, la sensibilidad, considerada como una de las virtudes femeninas para mayor desdoro de las mujeres. Su compatriota, Mary Wollstonecraft, publicó Vindicación de los derechos de la mujer en 1792, y, con este texto en mente, las novelas de Austen no parecen revelar ningún interés reivindicativo. Sigue siendo un tema de discusión de la crítica feminista, entre las que tiene tantas detractoras como defensoras, si Austen ha de ser considerada o no miembro de pleno derecho de la primera ola feminista. Sus detractoras recurren a Fanny Price, la antiheroína de Mansfield Park (1814), para indicar que este personaje callado, con escasas dotes de ingenio, cuyas experiencias no tienen un final feliz, constituye una denuncia de que la pertenencia a una clase social privilegiada determinaba el encanto que para las lectoras tenían los personajes femeninos, cuyas transgresiones, al final del relato, no tenían consecuencias. En cualquier caso, tanto la vida de Jane Austen como el análisis certero que realiza de la situación de las mujeres de su época son motivos más que suficientes para incluirla en esta antología. Y no menos relevante es que sea considerada como la fundadora de la novela moderna tanto en sus intereses —la vida cotidiana y la psicología de los personajes— como en su estilo y estructura, ambos tan efectivos que han colocado sus novelas por encima de todo tiempo y lugar, convirtiéndolas en clásicos universales.

En similar línea satírica, le suceden Cora (1833), de Amantine Aurore Lucile Dupin, alias George Sand (1804-1876), y El hermano Jacob, de Mary Anne Evans, alias George Eliot (1819-1880). Sand aprovecha el personaje de la virtuosa, indiferente y hermosa Cora, aparentemente más interesada en la lectura que en los hombres, para ridiculizar el provincianismo, en su caso francés, y las pasiones románticas.

Hija de aristócrata, la rebelde Amantine Aurore es un personaje de novela en sí misma: baronesa por matrimonio, madre de dos hijos, abandonó a su marido en 1831 y obtuvo un bien bastante escaso en su tiempo: el divorcio. No se volvió a casar, pero vivió libremente un año en Mallorca con Chopin, mantuvo una apasionada relación amorosa con Alfred de Musset, y fue amiga de Liszt, Delacroix, Hugo y Flaubert. Para poder deambular por París sin acompañamiento alguno y acceder a los lugares que les estaban vedados a las mujeres, se solía disfrazar de hombre. Formó parte activa en los movimientos sociales de 1848, declarándose públicamente anarquista; después, comunista, y, paradójicamente, reaccionando contra la Comuna de París en 1871, perpleja ante lo que consideró un exceso. Su apabullante personalidad, como sucede con lord Byron, puede ser la responsable del escaso interés que suscitan sus obras, si exceptuamos Un invierno en Mallorca (1842). Quizá sea un buen momento para revisitar Lélia (1833) o Ellay él (1859), dos de sus obras más comprometidas desde el punto de vista de la literatura femenina.

Los absurdos comportamientos provincianos y el encorsetamiento no solo de las mujeres, sino de toda la sociedad son también objeto de análisis en el divertidísimo El hermano Jacob (1860), de Mary Anne Evans, alias George Eliot. El relato, compuesto con la estructura de una fábula moral, está escrito con la maestría que la autora empleó en obras de mayor calado, como Middlemarch (1871), su obra maestra y, según la crítica y muchos de sus pares, la mejor novela jamás escrita en lengua inglesa.

Mary Anne, procedente de una familia de la clase media rural inglesa, era una lectora compulsiva, que devoraba uno tras otro todos los libros a su alcance. Su educación en diferentes instituciones religiosas no pudo impedir que tanto sus lecturas como el círculo de pensadores que frecuentó en la ciudad de Coventry —Robert Owen y Herbert Spencer, o Ralph Waldo Emerson y John Stuart Mill— fueran conduciéndola hacia el agnosticismo y hacia la simpatía por los movimientos sociales de la época antes que hacia el matrimonio institucionalizado. Tras la muerte de su padre, en 1850, comenzó a escribir reseñas para una revista de ideas radicales y positivistas, la Westminster Review, donde conoció al periodista y filósofo George Henry Lewes. El matrimonio con Lewes estaba acabado aun antes de que su mujer se quedara embarazada de otro hombre. Lewes le dio su apellido al hijo y, sin divorciarse, convivió con Mary Anne desde 1854 hasta su fallecimiento, en 1878. Dos años después, y medio año antes de su propia muerte, Mary Anne Evans siguió transgrediendo las normas sociales de la rígida sociedad victoriana al casarse con un hombre veintiún años más joven que ella, rompiendo todos los moldes de su época y viviendo libremente de su vocación, que le proporcionó sustento y reconocimiento. Ni siquiera la razón para utilizar un pseudónimo masculino es convencional: no firmaba como un hombre porque, como tantas otras escritoras, temiera que ni la crítica ni los lectores respetaran su literatura, sino porque consideraba la novela como un instrumento del romanticismo vacuo, con el que no quería que se la identificara, por ser inferior a la filosofía o la poesía. Y, sin embargo, como en Austen, las novelas de Mary Anne Evans se convirtieron en vehículos de análisis social tan certeros que habrían suscitado la admiración de Wollstonecraft tanto como suscitaron la de Virginia Woolf, una de sus más acérrimas defensoras y admiradoras.

Vida soñada y vida real: un breve cuento africano (1893), de Olive Schreiner (1855-1920), nos conduce al mundo del apartheid, con una historia trágica en la que negritud y feminismo se dan la mano en Sudáfrica. Su relato es un precedente de los trabajos de Nadine Gordimer y John Maxwell Coetzee, ambos sudafricanos y sendos Premios Nobel de Literatura.

Los intereses de Schreiner eran variados: defensora de la paz, socialista, vegetariana, feminista y, por encima de todo, una de las primeras voces en clamar contra el racismo. Hija de misioneros ingleses, vio morir a varios de sus hermanos a causa de la pobreza, y a su propia hija poco después de que esta naciera. Trabajó de institutriz para ganarse la vida y poder ser independiente. Sus lecturas de los socialistas utópicos fueron determinantes, incluso en lo tocante a sus creencias religiosas, que terminaron asentándose en una concepción teleológica del mundo. Su verdadera vocación, la medicina, se vio truncada por la falta de dinero y el asma temprana, que acabaría provocándole la muerte. En 1894 se casó con un granjero, políticamente activo, como ella, en la reclamación de la igualdad y de la independencia de Sudáfrica, la lucha por los derechos humanos y por los derechos de los homosexuales, y siempre a favor de la paz. A partir de entonces, sin problemas económicos, y, con el aplauso de la crítica, que ya había recibido su primera gran obra, Historia de una granja africana (1883), publicada bajo el seudónimo de Ralph Iron, la escritura y el activismo se convirtieron en su forma de vida. Sus ideas, sutilmente reflejadas en Vida soñada y vida real, aparecen detalladas de forma explícita en ensayos como La mujer y el trabajo (1911) o Closer Union (1909) —en el que su visión de una Sudáfrica no racista y no sexista podría parecer profética—.

La ciencia ficción y el cuento gótico son dos géneros en los que las escritoras del siglo XIX encontraron un buen lugar desde el que poder expresarse recurriendo a los dobles sentidos. Una buena muestra de este tipo de literatura, encabezada, entre otras grandes escritoras, por Mary Shelley, es El conde esqueleto, o la amante vampiro (1828), de Elizabeth Caroline Grey (1798-1869), un cuento en el que el matrimonio «perfecto» acaba literalmente aniquilado por los convencionalismos.

Poco sabemos de la vida de Elizabeth Caroline Grey, Mrs. Colonel Grey o Mrs. Grey, aparte de que escribió unas treinta novelas románticas, novelas góticas, ciencia ficción y, aunque se ha puesto en duda su autoría, varios relatos de terror conocidos como penny dreadfuls por costar un penique y ser en su mayor parte historias sangrientas. A pesar de su ingente obra, Elizabeth Grey ha ido perdiendo todos sus lectores con el paso de los años, y solo se la menciona en las antologías de literatura victoriana y vampírica que se atreven a seguir adjudicándole no solo la autoría de El conde esqueleto, o la amante vampiro, sino a considerar este relato como el primero escrito y publicado por una mujer. Leer atentamente es formarse una opinión. Quede pues en manos de las lectoras, tras leer este cuento, el análisis de la escritura y si ven en él la mano de un hombre o la pluma de una mujer.

Dentro del género de la ciencia ficción, el subgénero utopía es, podríamos decir, el elegido por una gran mayoría de escritoras feministas de todas las épocas como puente entre la teoría y la práctica, entre «lo imposible posible» y «lo posible imposible». Pensemos, sin ir más lejos, en El cuento de la criada (1985), de Margaret Atwood, convertido en novela de culto y en icono de la perenne lucha de las mujeres, mucho antes de su renovado éxito gracias a la popularidad de la serie de televisión estrenada en 2017. En esta línea de trabajo, la novela Mizora. Un mundo de mujeres (1890), de la estadounidense Mary E. Bradley Lane (1844-1930), nos muestra lo que sucedería exactamente si las mujeres mandasen sobre las mujeres, sin hombre alguno: innovaciones tecnológicas y científicas, partenogénesis, videoteléfonos y comida artificial. Su autora sigue siendo para nosotros una auténtica desconocida, cuya única obra merece formar esta antología, aunque sea solo un fragmento, por ser el antecedente directo de novelas más logradas, como Matriarcadia (Herland, 1915), de Charlotte Perkins Gilman.

Pocos años antes, en 1905, en El sueño de Sultana, la escritora bengalí musulmana Begum Rokeya Sakhawat Hossain (1880-1932) recurre también a la distopía, con un eficaz tono irónico, para resaltar el limitado rol de la mujer, y más concretamente de la mujer musulmana, en la India colonial. Begum Rokeya es una de las pioneras del feminismo musulmán, una mujer que utilizó todos sus privilegios de clase —era hija de un zamindar, un aristócrata rural, que no se opuso a que su hija aprendiera inglés y bengalí— y un matrimonio afortunado —su marido, Sakhawat Hossain, que la animó a escribir, era un hombre acomodado y liberal a favor de la educación de las mujeres— para pasar, en cuanto le fue posible, de las palabras a los hechos: fundó una escuela para niñas musulmanas bengalíes en Calcuta, que aún existe, y la Asociación de Mujeres Musulmanas, desde la que promovió el debate sobre la igualdad, el acceso de las mujeres a la educación y la reforma política y social. En Bangladés, su lugar de origen, se celebra cada 9 de diciembre el Día Rokeya para recordar a las mujeres indias todo lo que queda por hacer y premiar sus contribuciones a la lucha.

Charlotte Perkins Gilman (1860-1935) nos da pie para hablar de aquellos relatos sobre las múltiples restricciones en la vida de las mujeres desde el punto de vista de las mujeres. Su sobrecogedor relato El empapelado amarillo (1892), basado en una experiencia personal, y a medio camino entre el análisis psicológico y el cuento de terror, es una breve obra maestra en la que se habla de muchas cosas, entre ellas, y no la menos relevante, del uso de la escritura como herramienta para transgredir lo prohibido y alzar la mano.

Perkins Gilman es uno de los iconos de la primera ola feminista. Hija de Frederic Beecher Perkins, librero, escritor y editor, miembro de la influyente familia Beecher —a la que pertenecía Harriet Beecher Stowe, la autora de la abolicionista La cabaña del tío Tom (1852)—, tuvo que afrontar una infancia con cambios continuos de domicilio, a los que su madre se vio obligada en busca de amparo familiar y de trabajo tras ser abandonada por su marido. A los dieciocho años se matriculó en la Escuela de Diseño de Rhode Island y consiguió contribuir a la economía familiar vendiendo diseños publicitarios y acuarelas. En 1884 se casó con el artista Charles Walter Stetson, con quien un año después tuvo una hija. Una depresión posparto, que entonces no se diagnosticaba como tal, y para la que se recomendaba reposo, vida doméstica y nada de trabajo intelectual, acabo diez años después con un divorcio y el inicio de la carrera de Charlotte como escritora, conferenciante y activista en la costa oeste de los Estados Unidos. El divorcio, ya de por sí insólito en aquellos años, lo es más aún en el caso de Perkins Gilman, porque fue amistoso: Frederick se casó de nuevo con una amiga de Charlotte, y los tres mantuvieron una relación cordial el resto de sus días. Su actitud a contracorriente continuó hasta el fin de su vida, primero con un segundo matrimonio, en 1900, a los cuarenta años; una segunda maternidad a los cuarenta y dos, y, tras el diagnóstico de un cáncer de mama, la decisión de acortar su vida con cloroformo en 1935. Junto con El empapelado amarillo, dos ensayos, muy aclamados, son sus obras literarias más relevantes —Mujeres y economía: un estudio sobre la relación económica entre hombres y mujeres como factor de la evolución social (1898) y The Home: Its Work and Influence (1903)—, que amplían el contenido del anterior abundando en la opresión que el trabajo doméstico significa para la salud mental de las mujeres y de la sociedad entera.

El grupo de amigas que protagoniza Una sociedad (1921), de Virginia Woolf (1882-1941), decide iniciar una búsqueda en diferentes niveles e instituciones sobre los logros de los hombres, porque, mientras las mujeres han sido relegadas al hogar, convertidas en cuidadoras y engendradoras de gobernantes y escritores, y han realizado su tarea con esmero, ¿qué han hecho durante ese tiempo los hombres para que el mundo sea más bueno y más bello? Partiendo de una premisa similar, pero inversa —qué mujeres han destacado en la historia y en la literatura—, la conferenciante protagonista de Una habitación propia recorrerá, siete años más tarde, las bibliotecas de la universidad donde ha de pronunciar una conferencia.

Es harto complicado resumir la vida y la obra de una de las escritoras más relevantes de la literatura universal. La primera sigue siendo objeto de estudio desde diferentes puntos de vista: los probables abusos de sus hermanastros, que pudieron causar lo que hoy conocemos como trastorno bipolar, y que acabó en suicidio; su relación con su marido Leonard Woolf, según algunas biógrafas causante directo de sus males; su bisexualidad, que se hizo manifiesta en su relación con Vita Sackville-West, para quien escribió Orlando (1928), una obra de referencia para todas las autoras que han querido incorporar la cuestión del género con protagonistas sexualmente ambiguos, sin identidad sexual aparente, o, simplemente, nombrando y adjetivando en femenino, como Jeanette Winterson en Escrito en el cuerpo (1992). La segunda, es decir, su obra, además de experimental y llena de lirismo, traza un camino nuevo en la novelística inglesa al insistir en la psicología de los personajes a través del flujo de conciencia. Pero, además de sus novelas, los estudios recientes de otros textos, como Una habitación propia y Tres guineas (1938), la sitúan como una gran analista, preocupada por los problemas de clase en la sociedad de su tiempo y por la dificultad de las mujeres para independizarse de los hombres jurídica y económicamente. Una sociedad es un buen resumen de muchos de los asuntos que importaron a este innegable icono del feminismo, así como una muestra de un estilo menos experimental que el de sus grandes novelas y no exento de humor, algo de lo que Virginia, por poco creíble que pueda parecer cuando se resume su vida, no carecía. Baste pensar en una de sus frases más recordadas, extraída de Una habitación propia: «Incluso me atrevería a aventurar que Anónimo, que escribió tantos poemas sin firmarlos, era a menudo una mujer».

Como el relato de Virginia Woolf, El capricho de Anna (1873), de Louisa May Alcott (1832-1888), La historia de una hora (1894), de Kate Chopin (1850-1904), y Esperanzas (1828), de Fredrika Bremer (1801-1865), insisten en diferentes aspectos de las restricciones que la sociedad decimonónica imponía a las mujeres, entre ellas la obligación de depender legal y económicamente de sus maridos. Anna, la protagonista del relato de Alcott, tiene una gran semejanza con Josephine March, alter ego de la escritora e inolvidable personaje protagonista de la trilogía Mujercitas (1868).

Hija del trascendentalista Amos Bronson Alcott, Louisa May pasó la mayor parte de su vida en Boston y Concord, donde creció en ilustre compañía: Ralph Waldo Emerson, Henry David Thoreau y Margaret Fuller ayudaron a su padre a educarla. Amos Bronson Alcott, un idealista muy poco práctico que había fundado e intentado dirigir una escuela experimental en Boston (Temple School) y una comunidad utópica (Fruitlands), demostrando en ambas ocupaciones su incapacidad para evitarle a su familia la amenaza constante de la pobreza, provocó que Louisa empezara a trabajar desde muy joven para sostener la economía familiar. Fue profesora, institutriz, costurera y doncella, antes de poder ganarse la vida como escritora. Sus primeras obras, novelas de aventuras dirigidas a un público juvenil, y publicadas bajo el seudónimo A. M. Barnard, fueron meros productos alimenticios muy alejados del estilo detallista y lleno de humor que aparece por vez primera en Hospital Sketches (1869), libro que recoge las cartas que envió a su familia durante su servicio como enfermera voluntaria durante la guerra de Secesión en el Hospital de Georgetown. Allí contrajo fiebres tifoideas, que nunca la abandonaron y que provocaron su muerte prematura a los cincuenta y cinco años. Pero ¿era Alcott feminista? ¿Son sus personajes femeninos, esas mujeres atrapadas en vidas domésticas, cuya salida a la pobreza es el matrimonio, feministas? Alcott era abolicionista, como sus padres, y creía en la igualdad de mujeres y hombres; había leído la Declaración de Seneca Falls, y fue una de las primeras mujeres en registrarse para votar en Concord. Al contrario que su creadora, que nunca se casó, sus heroínas se casaban, ciertamente, por elección propia, un dato relevante que, junto a su propia vida, debería de inclinar la balanza del feminismo a su favor.

En La historia de una hora, Kate Chopin dibuja, con la maestría propia de las grandes cuentistas, una historia muy breve y sencilla que concluye con una vuelta de tuerca con la que coloca ante nuestros ojos la prisión que para las mujeres de finales del siglo XIX suponía el matrimonio. Reconocida como una de las pioneras de los movimientos por la emancipación de la mujer en los estados sureños de los Estados Unidos, Chopin creció en una familia acomodada y se casó joven con el dueño de una plantación de algodón, con el que tuvo seis hijos prácticamente consecutivos. En 1882, viuda desde hacía dos años y endeudada, tuvo que vender las propiedades de su marido y se instaló en Saint Louis con su madre, quien murió en 1883. Chopin comenzó a escribir como método para aliviar la depresión que le causaron las pérdidas sucesivas de su marido y de su madre. Sus cuentos, artículos y traducciones comenzaron a publicarse con bastante éxito en diferentes diarios y revistas. Sin embargo, la aparición de El despertar (1899) llamó la atención, en un sentido negativo, de la encorsetada sociedad estadounidense por su manera de presentar la sexualidad femenina, las supuestas virtudes de la maternidad o la infidelidad marital. Esta novela es su obra más conocida gracias al rescate que hicieron de Chopin las feministas de la segunda ola.

En esta línea se mueve también, aunque con cierto toque gótico, La Muchacha Invisible (1833), de Mary Shelley (1797-1851), en el que las convenciones sociales y la falta de libertad han convertido a la mujer en fantasma, en un ser pospuesto y sin entidad, oculto en las sombras, proscrito y vano, algo que su autora conocía por propia experiencia.

La vida de Mary Shelley fue una continua lucha contra los preceptos establecidos. La guía de Mary en dicha lucha fue su madre, Mary Wollstonecraft, que murió a los pocos días de dar a luz a su hija. Su padre, William Godwin, periodista y filósofo admirado por sus obras radicales, sobre todo por Investigación acerca de la justiciapolítica (1793), se dedicó a cultivar el evidente talento de Mary con la idea de convertirla en una filósofa influyente a la altura de los tiempos, y nunca olvidó poner a su alcance los libros que había publicado su madre. Sin embargo, acabó vencido por las circunstancias económicas y defraudado por la joven, que, deseosa de predicar con el ejemplo, huyó de casa llevándose a su hermanastra para vivir con Percy Bysshe Shelley, con quien se casó en 1816 tras el suicidio de la primera mujer del poeta. Godwin, que se había casado con dos mujeres madres de sendos hijos, fruto de relaciones extramatrimoniales, a quienes había acogido sin remilgos en su casa, no pudo apoyar a su propia y única hija: el rechazo social que la elección de Mary conllevaba no era admisible para el hombre que había defendido con tanta vehemencia la igualdad de hombres y mujeres. La mujer que de niña escuchaba extasiada los relatos que Coleridge, gran narrador, les contaba a ella y a su hermanastra Fanny a la luz de la chimenea; la autora de dos novelas que inauguraron un nuevo género, Frankenstein o el moderno Prometeo (1818, publicada de forma anónima y revisada en 1831) y El último hombre (1826), se retiró de la vida pública para dedicarse a la educación de su hijo —que llegó a licenciarse en Harvard—, a publicar la obra que su esposo, Shelley, había dejado inconclusa, tras su temprana muerte en 1822, y a publicar su propia obra, decidida a ganarse la vida con la escritura: novelas, biografías, artículos para revistas femeninas y libros de viajes se sucedieron desde entonces. Y, aunque nunca fue rica, destinó parte de sus ingresos a las mujeres marginadas por la sociedad —madres solteras, adúlteras, lesbianas—, porque, como ella, habían decidido tomarse la libertad que no se les daba. No solo la vida de Mary, sino también su obra, fueron rescatadas por las feministas de la segunda ola, que analizaron sus obras desde diferentes puntos de vista y resaltaron la radicalidad de su pensamiento.

El estilo y los temas elegidos por la escritora sueca Fredrika Bremer han sido comparados con los de Jane Austen. Sus novelas, protagonizadas por mujeres poco agraciadas, según los estándares masculinos de belleza y gracia, en búsqueda desesperada de marido, y narradas desde el punto de vista de una mujer liberada de tales cadenas, se convirtieron en instrumentos para conseguir la emancipación de las mujeres suecas. Emancipada ella misma de su hermano, gracias a la aprobación del rey, cuando tenía treinta años, su novela Hertha (1858) consiguió lo mismo, en la década siguiente, para el resto de las mujeres suecas. No se tome esta afirmación por una exageración ni por una metáfora, pues la publicación de la novela provocó tal movimiento social que el asunto llegó al Parlamento y, tras lo que se llamó el Debate Herta, quedó aprobada la mayoría de edad legal de las mujeres suecas a los veinticinco años y la primera escuela superior para mujeres. En 1884, la primera organización sueca por los derechos de las mujeres tomó su nombre.

Educada para convertirse en una mujer complaciente de la alta sociedad de Estocolmo, Fredrika se cansó pronto de la vacuidad de tal vida y para escapar de la misma se dedicó a realizar obras de caridad por las cuantiosas propiedades de su familia. Esa fue la causa del inicio de su carrera literaria: usaría su talento artístico y literario para obtener dinero que redistribuiría entre los pobres. Así, entre 1828 y 1831, publicó sus primeras novelas, bajo seudónimo y con el sugerente subtítulo de «Escenas de la vida cotidiana», alcanzando tal éxito que pudo seguir escribiendo y estudiando desde la filosofía de Bentham hasta Goethe. En 1837 publicó la que sería su obra maestra, Los vecinos, ampliamente difundida en el mundo anglosajón. Alentada por el éxito que tenían sus libros en el extranjero, Bremer comenzó a viajar por Suecia, Europa y América, de modo que la literatura de viajes la reclutó para sus filas, como había hecho con Tocqueville. Así, visitó desde ilustres círculos filosóficos, como el de los trascendentalistas, en el que se había criado Louisa May Alcott —quien colocó uno de los libros de Bremer en manos de la matriarca de las March—, o el londinense de Gaskell, Kingsley y George Eliot, hasta prisiones y comunidades indias. Pero más importante aún fue su contacto con las abolicionistas americanas y las sufragistas inglesas, a las que, a su regreso a Suecia en 1849, se dedicó a emular con tal éxito que su legado aún permanece tanto en Suecia como en los Estados Unidos, donde existen una ciudad y un condado con su nombre. Förhoppningar [Esperanzas] insiste en la idea de que todo es vano si se confía solo en la palabra, o, como en el caso del protagonista del relato, en la esperanza que nunca se pierde, sin tener en cuenta que son las acciones las que nos alejan de la infelicidad.

Gran viajera como Bremer, Edith Wharton (1862-1937) huyó de los convencionalismos impuestos a las clases media y alta neoyorquinas con su casi obligado tour por Europa, y prefirió observar, asimilar y someter a sus atribulados protagonistas —estadounidenses expatriados— al contacto con lo marginal, con especial interés en el pasado pagano y sus imbricaciones con el cristianismo. En su cuento El ermitaño y la mujer salvaje (1908), encontramos estos aspectos y otros, indirectamente relacionados con el control que ejercían los hombres sobre las mujeres y con el tema principal de su obra, que no es otro que el sacrificio de las mujeres, que se condenan incluso a sí mismas, al colocar la satisfacción de las aspiraciones de los demás por delante de las propias. La crítica a esta abnegación como una virtud de dudoso origen y proceder recorre toda su obra de manera sutil. Sin embargo, la primera mujer en ganar el Premio Pulitzer de narrativa por La edad de la inocencia (1920), candidata firme al Premio Nobel, y admirada por sus contemporáneos —Fitzgerald, Hemingway, Cocteau—, que cruzó el Atlántico en numerosas ocasiones para acabar instalándose en Francia, condujo su propio automóvil, recorrió el frente de la Primera Guerra Mundial en moto, se divorció y fue bisexual; sin embargo, decimos, después de esta larga y no exhaustiva lista de «inconveniencias», se declaró abiertamente antifeminista. Pero su vida y su obra demuestran, como señala Clara Obligado en el prólogo a la edición en castellano de sus Cuentos completos (2018), que era «profundamente progresista a unos niveles que asustan». Por eso, a pesar de sus reticencias explícitas hacia los movimientos feministas, la hemos considerado de inclusión obligada.

 

 

No es el objetivo de este volumen ofrecer un panorama de las escritoras adscritas a la primera ola feminista en España, pero sí parece oportuno incluir una pequeña muestra de lo que se escribía mientras abolicionistas y sufragistas llenaban ciudades con pancartas solicitando que las mujeres mandasen. La selección, aunque breve, es intensa y divertida. Rosalía de Castro (1837-1885), en Carta a Eduarda (Las literatas), un texto publicado por primera vez en el Almanaque de Galicia de 1866, se espanta de las pretensiones que tiene una amiga de convertirse en escritora, contra viento y marea. Mientras tanto, el hombre que en El abanico (1908), de Emilia Pardo Bazán (1851-1921), relata su desencuentro con la bella y aparentemente insulsa joven a la que pretende no va a encontrar la horma de su zapato en la mujer que parece escucharla atentamente. Para terminar, Cecilia Böhl de Faber (1796-1877), alias Fernán Caballero, en La niña de los tres maridos (1874), un relato presuntamente infantil, resuelve con gracia el «problema» de la monogamia.

 

 

Por descontado, como en toda antología, las restricciones establecidas por el límite de páginas, por haber elegido el relato, y no el ensayo o el artículo, ya que serían sujetos de otra selección y no de esta y, por qué no admitirlo, por los caprichos de la antóloga provocan un sinfín de ausencias. Nuestro principal objetivo, con esta pequeña muestra, es suscitar la curiosidad por una época y unas autoras cuyos intereses no parecen tan alejados de los nuestros pese a los más de dos siglos que nos separan de ellas. Volvamos a Woolf para cerrar esta introducción y comenzar la lectura: «Si nos adiestramos en la libertad y en el coraje de escribir exactamente lo que pensamos [...]; si encaramos el hecho (porque es un hecho) de que no hay brazo en qué apoyarnos y de que andamos solas [...] entonces la oportunidad surgirá y el poeta muerto que fue la hermana de Shakespeare se pondrá el cuerpo que tantas veces ha depuesto. Derivando su vida de las vidas desconocidas que la precedieron, como su hermano hizo antes que ella, habrá de nacer. Esperar que venga sin esa preparación, sin ese esfuerzo nuestro, sin esa resolución de que cuando renazca le será posible vivir y escribir su poesía es del todo imposible».

 

MARÍA CASAS ROBLA

Bibliografía, una propuesta

Narrativa vinculada a la primera ola feminista

 

Alcott, Louisa May, Mujercitas, Akal, Madrid, 2018.

Arnim, Elizabeth von, Abril encantado, Alfaguara, Madrid, 2014.

Austen, Jane, Lady Susan; Los Watson, Alba, Barcelona, 2000.

Bremer, Fredrika,