Si los gatos desaparecieran del mundo - Genki Kawamura - E-Book

Si los gatos desaparecieran del mundo E-Book

Genki Kawamura

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Beschreibung

Un joven cartero regresa a su casa después de que el médico le diagnosticara un tumor cerebral en fase avanzada. Allí se encuentra a su gato Col y a un extraño personaje, idéntico a él excepto en su actitud y en su vistosa indumentaria. Dice ser el diablo y le anuncia su muerte inminente. Pero le ofrece un trato: por cada objeto animado o inanimado que acepte que desaparezca del mundo, ganará un día de vida. Empieza por los teléfonos, sigue el cine, luego los relojes... Pero cada uno le evoca aspectos de su vida, la relación con su exnovia, con su padre cuya relación terminó mal... Cuando le llega el turno a los gatos, encuentra una carta que su madre le dejó escrita antes de morir pidiéndole que se reconciliase con su padre. ¿Y qué pasará cuando desaparezcan los gatos? Genki Kawamura nos deleita en "Si los gatos desaparecieran del mundo" con una novela ágil, evocadora, emotiva, fantástica..., divertida en la interrelación entre el gris e introvertido cartero, el peculiar diablo y el gato Col. Una novela que pone en valor nuestra existencia cotidiana y lo que nos rodea, al mismo tiempo que critica a una desnortada sociedad en la que prima el individualismo y lo superfluo sobre lo esencial de la vida.

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Seitenzahl: 171

Veröffentlichungsjahr: 2017

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Genki Kawamura

Si los gatos desaparecieran del mundo

Traducido del japonés por Keiko Takahashi y Jordi Fibla

Índice

Lunes. Ha venido el diablo

Martes. Si los teléfonos desaparecieran del mundo

Miércoles. Si el cine desapareciera del mundo

Jueves. Si los relojes desaparecieran del mundo

Viernes. Si los gatos desaparecieran del mundo

Sábado. Si yo desapareciera del mundo

Domingo. Adiós a este mundo

Créditos

SI LOS GATOS DESAPARECIERAN DEL MUNDO, ¿cómo cambiarían el mundo y mi vida? ¿Llegaría la mañana del día siguiente como de costumbre sin que nada hubiera cambiado? Supongo lo que me dirías, que eso es una obsesión absurda. Pero quiero que me creas. Voy a contarte lo que me ha sucedido en los últimos siete días. Han sido siete días muy extraños. Y ahora me falta muy poco para morir. ¿Por qué he llegado a este punto?

Voy a relatarte el motivo. Probablemente será una larga carta, pero deseo que me acompañes hasta el final. Esta va a ser la primera y la última carta que te escribo. Así pues, esta carta es mi testamento.

LUNES

Ha venido el diablo

LAS COSAS QUE deseaba hacer antes de morir no llegaban ni a diez. Pensé en ello al recordar una película que vi años atrás. La protagonista había elaborado una lista de diez cosas que quisiera hacer antes del fin. Pero eso es falso. Bueno, no digo que sea falso, pero hacer esa clase de lista no debería tener ninguna importancia. ¿Cómo? ¿Que por qué lo creo así? Veamos, ¿cómo te diría? La verdad es que también yo lo he intentado. Sí, me avergüenza confesarlo, pero también yo he tratado de hacer una lista de diez cosas como la de ese personaje de película.

Ocurrió hace siete días. Desde bastante tiempo atrás arrastraba un fuerte resfriado, y en esas condiciones desempeñaba a diario mi trabajo de cartero. Siempre tenía unas décimas de fiebre y un dolor agudo e insistente en la parte derecha de la cabeza. Procuré esquivarlo con un analgésico que compré en la farmacia, pues, como bien sabes, los médicos no me hacen ni pizca de gracia, pero cuando llevaba dos semanas sin que el resfriado diera señales de remitir, decidí ir al médico. Resultó que no se trataba de un resfriado.

Era un tumor cerebral de cuarto grado. Eso fue lo que me diagnosticaron. El médico me dijo que el pronóstico más optimista era seis meses de vida, mientras que el peor reducía ese tiempo a una semana. Me planteó diversas opciones: radioterapia, medicamentos contra el cáncer, cuidados paliativos para casos terminales…, pero yo no prestaba atención a lo que me estaba diciendo.

Cuando era pequeño, durante las vacaciones de verano iba a la piscina. Me lanzaba al agua transparente y fría. Hacía splash, plop plop y me hundía. «Haz bien los ejercicios preparatorios», me decía mi madre. Pero dentro del agua sus palabras me llegaban borrosas y no la oía bien. He recuperado la «memoria del sonido» que había olvidado por completo.

Para mí había terminado la larga consulta. Dejé al médico con la palabra en la boca y salí del consultorio tambaleándome. Arrojé mi cartera al suelo y, sin hacer caso del médico, que me llamaba para que volviera, hui corriendo del hospital mientras gritaba «¡Aaaaaah!», chocaba con los transeúntes, caía, me levantaba, seguía corriendo y agitaba los brazos. Llegué al inicio de un puente cuando ya no podía dar un paso más y me arrastré por el suelo, llorando… No, no hice nada de eso. Lo que te acabo de contar es falso.

La verdad es que, en un momento así, sorprendentemente uno mantiene la serenidad. Lo primero que me pasó por la cabeza fue que solo me faltaba un sello para completar la tarjeta que me daría derecho a una sesión gratuita en el salón de masajes, y a continuación pensé que acababa de comprar una gran cantidad de papel higiénico y detergente. Esa fue la clase de trivialidades que se me ocurrieron.

Sin embargo, poco a poco iba invadiéndome la tristeza. No tengo más que treinta años. Cierto que mi vida ya ha sido más larga que la de Jimi Hendrix o la de Jean-Michel Basquiat, pero tengo la sensación de que todavía me quedan cosas por hacer en este mundo. Cosas que solo yo puedo hacer. Seguro que ha de haberlas.

Sea como fuere, mientras caminaba con la mirada perdida y la mente en blanco, al pasar por delante de la estación de ferrocarril vi a dos chicos que cantaban a pleno pulmón acompañándose de guitarras acústicas.

Un día la vida se acaba.

Antes de que llegue ese día

haz todo lo que quieras

Todo, todo, todo, hasta la extenuación.

Entonces mañana vendrá a tu encuentro.

¡Idiotas! ¿No es eso lo que llaman falta de imaginación? Pasaos la vida entera cantando delante de la estación. Presa de un nerviosismo irremediable, incapaz de pensar en lo que podría hacer, me encaminé lentamente a mi apartamento y tardé largo tiempo en llegar. Mis pies hicieron sonar los escalones metálicos, abrí la delgada puerta y, al ver la pequeña estancia, la desesperación se fue apoderando de mí, hasta que caí literalmente en una oscuridad absoluta.

Cuando me desperté en el suelo del recibidor, no sabía cuántas horas habían transcurrido. Delante de mí había una masa de colores blanco y gris mezclados. Aquella masa emitió un maullido. Enfoqué la mirada. Era un gato.

Mi querido gato, que vive conmigo desde hace cuatro años. Se me acercó y maulló en un tono de preocupación. Parecía que, de momento, no estaba muerto. Me levanté. Seguía teniendo fiebre y me dolía la cabeza. La enfermedad sí que parecía real.

—¡Hola! Encantado de conocerte —dijo alguien en un tono inapropiadamente alegre desde el fondo de la sala.

La persona que estaba allí era yo mismo. Pero no podía ser, puesto que me hallaba en el otro lado. Era un desconocido idéntico a mí. Lo primero que se me ocurrió fue que se trataba de un doble. Recordé haber leído un libro en el que aparecía «el otro» que se presenta en el instante de la muerte. ¿Me había vuelto loco o la muerte había venido en mi busca?

Tuve la sensación de que iba a perder el conocimiento, pero resistí y me enfrenté a la situación en que me encontraba.

—¿Quién… quién eres?

—¿Quién crees que soy?

—Pues… ¿La muerte?

—¡Lástima! Por poco aciertas.

—¿Por poco?

—¡Soy el diablo!

—¿Di… diablo?

—Exacto, el diablo.

De modo que así, tan a la ligera, se me presentaba nada menos que el diablo. ¿Le has visto alguna vez? Yo sí. El auténtico diablo no tiene la cara negra ni una cola puntiaguda y, desde luego, no empuña una lanza1. ¡Mi doble era el diablo!

Aunque no era precisamente una situación fácil de asumir, de todos modos decidí hacer gala de una mentalidad abierta y aceptar la existencia de aquel diablo tan alegre. Al mirarlo con atención, observé que vestía de una manera diferente a la mía, a pesar de que el rostro y la forma de su cuerpo eran idénticos. Básicamente solo visto prendas blancas y negras. Pantalones negros, camisa blanca y rebeca negra. Soy un hombre monótono. «Has vuelto a comprarte la misma ropa», solía decirme mi asombrada madre, pero yo no podía evitar la repetición.

En cambio, el diablo vestía de un modo llamativo. Camisa hawaiana amarilla con una palmera y un coche americano estampados y pantalones cortos. Llevaba unas gafas de sol colocadas en lo alto de la cabeza. En el exterior hacía bastante frío, pero él vestía como si estuviéramos en pleno verano.

Cuando mi impaciencia se estaba haciendo incontenible, el diablo empezó a hablar.

—Bueno, ¿qué vas a hacer?

—¿Cómo?

—Te queda poco tiempo de vida, ¿no es cierto?

—Parece que así es…

—¿Y qué vas a hacer?

—Pues… ante todo pensaré en las diez cosas que quisiera hacer antes de morir.

—No me digas. ¿Como en aquella película?

—Bueno, sí…

—¿Piensas hacer algo tan vergonzoso?

—Entonces, no te parece bien…

—No es eso, hombre, le ocurre a mucha gente. ¡Antes de morir haré todo lo que siempre he querido hacer! Pero, mira, la vida es un camino por el que se pasa una sola vez. ¡No hay una segunda!

El diablo se rodeó el abdomen con los brazos y soltó una carcajada.

—A mí no me hace reír.

—No, claro, lo comprendo. Era solo una prueba. ¡Vamos a hacer rápidamente esa lista!

Así pues, me puse a anotar en una hoja de papel las diez cosas que me gustaría hacer antes de morir.

Muy pronto desaparecería de este mundo, y aquello parecía una pérdida de tiempo. Mientras escribía me embargaba la tristeza, me sentía como un necio rematado, y el pánico empezó a apoderarse de mí.

Pero, esquivando al diablo, que trataba de fisgar en lo que escribía, y tras ser interrumpido varias veces por el gato que pasaba pisoteando el papel, completé la lista de las diez cosas.

1Lanzarme en paracaídas desde un avión.

2Escalar el Everest.

3Correr a toda velocidad en un Ferrari por una Autobahn.

4Una comida china Man Kan Zenseki, con sus numerosos platos.

5Pilotar un robot de combate Gundam.

6Clamar por el amor desde el núcleo del mundo.

7Salir con Nausicaä2.

8Chocar en una esquina con una mujer guapa que tiene un vaso de café en la mano. A partir de ahí se desarrolla una relación sentimental.

9A resguardo de una intensa lluvia, encontrarme de nuevo con una chica del instituto de la que estuve enamorado.

10Quiero tener pareja.

—¿Pero qué es esto?

—Pues…

—¡No eres un colegial! ¡Incluso yo mismo siento vergüenza ajena!

—Perdona…

Qué penoso. Tanto pensar y atormentarme para obtener este resultado. Ni siquiera se me acercaba el gato, como si estuviera atónito.

Tal era mi estado de abatimiento cuando el diablo vino a mi lado y me dio unas palmaditas en el hombro.

—Está bien, empezaremos por el salto en paracaídas. ¡Saca tus ahorros y ve al aeropuerto!

Dos horas después me encontraba a bordo de un avión, volando a tres mil metros de altura.

—¡Vamos, hombre, salta de una vez!

Apremiado por la alegre y gritona voz del diablo, me lancé al vacío.

Bien, estaba realizando mi sueño. Ante mí se extendía el cielo azul. Nubes majestuosas. Horizontes ilimitados. Alguien me había dicho que, cuando viera la tierra desde el aire, mi concepto de lo valioso daría un vuelco, que me sentiría inmensamente feliz por vivir en la tierra y me olvidaría por completo de las nimiedades de la vida cotidiana. Pero no sucedió nada de eso.

Antes de saltar al vacío, ya estaba harto de la aventura. Hacía frío, la altura era enorme y tenía miedo. ¿Qué placer le encuentra la gente que practica este deporte? ¿Por qué también yo había querido hacerlo? Durante el salto mi mente distraída se planteaba estos interrogantes. Entonces me sumí literalmente en la oscuridad.

Cuando recobré el sentido, estaba acostado en la cama de mi habitación. Volví a dormirme, hasta que un maullido me despertó. Al incorporarme sentí el habitual e intenso dolor de cabeza. No había sido un sueño.

—Te pido perdón, de veras.

Aloha (decidí que, a partir de entonces, en mi fuero interno llamaría así al diablo, por su camisa hawaiana) estaba a mi lado.

—Disculpa las molestias.

—Ha sido como si fuese a morir… Bueno, al fin y al cabo pronto moriré de todos modos.

Aloha se echó a reír. Yo no dije nada y abracé al gato. Noté el calor de su cuerpo, su pelaje suave y sedoso. Le abrazaba a menudo, sin ninguna razón en especial, pero esta vez tener al gato en mis brazos me hizo pensar en la esencia de la vida.

—La verdad es que… no hay muchas cosas que quisiera hacer antes de morir.

—¿Ah, no?

—Por lo menos no llegan a diez. Y aunque fuesen diez, seguramente serían tonterías.

—Supongo que sí.

—Por cierto, tú…

—¿Yo qué?

—¿Por qué has venido aquí? Mejor dicho, ¿qué has venido a hacer?

Aloha soltó una risa lúgubre.

—¿Quieres saber eso? Está bien, ¿te lo cuento?

—Espera… espera un momento.

Aloha, la expresión de cuyo rostro había cambiado de repente, me abrumaba a mi pesar, y titubeé. Tenía un mal presentimiento. Mi instinto me decía que iba a verme en una situación peligrosa.

—¿Qué te pasa? —me preguntó.

Aspiré hondo y me serené. No pasaba nada. Si se trataba tan solo de escucharle, no debería haber ningún problema.

—No, nada. Háblame de tu presencia aquí y de lo que has venido a hacer.

—La verdad es que… morirás mañana.

—¡¿Cómo?!

—Mañana, sí, he venido para informarte.

La sorpresa me hizo enmudecer, y a la sorpresa siguió una profunda desesperación. Me quedé sin fuerzas, las rodillas temblorosas.

Al verme así, Aloha me habló en un tono risueño.

—¡No te deprimas, hombre, porque estoy aquí para ofrecerte una gran oportunidad!

—¿Una gran oportunidad?

—¿Es que quieres morir así, sin hacer nada por evitarlo?

—No, quiero vivir… si hubiera una posibilidad de seguir viviendo, claro.

Aloha apenas me dejó terminar.

—Tenemos un método.

—¿Un método?

—Podríamos decir que se trata de magia. Es posible alargar el tiempo de vida que te queda.

—¿De veras?

—Pero hay una condición. Mira, en este mundo existe un principio que es indispensable respetar.

—¿Cuál?

—Si quieres conseguir algo, tienes que perder algo.

—¿Y qué debería hacer?

—No es nada difícil. Tendríamos que hacer un sencillo trato.

—¿Un trato?

—Ir eliminando cosas de este mundo. A cambio, por cada cosa que elimines, podrás vivir un día más.

No era nada fácil dar crédito a lo que Aloha me decía de sopetón. Por mucho que me hallase al término de mi vida, lo cierto era que no había enloquecido. ¿Qué autoridad le permitía hacer algo tan increíble?

—Te estás preguntando qué autoridad me capacita para actuar como lo hago, ¿no es cierto?

—Oh, no, en absoluto.

¿Aquel tipo era el auténtico diablo? ¿Podía leer los pensamientos de la gente?

—Leer los pensamientos de la gente es fácil. Al fin y al cabo soy el diablo.

—Claro…

—El tiempo apremia, así que ya va siendo hora de que me creas. ¡El trato va en serio!

—Ojalá fuese así.

—Como todavía no me crees, permíteme que te explique cómo se ha llegado a este trato. ¿Conoces el Génesis?

—¿La Biblia? La conozco, pero no la he leído.

—Vaya, hombre, si la hubieras leído, entenderías las cosas con más rapidez.

—Lo siento…

—En fin, acortemos el tiempo. Te lo explico. Dios hizo el universo en siete días.

—Eso ya lo había oído decir.

—El primer día, el universo no era más que oscuridad. Dios hizo la luz y diferenció el día de la noche. El segundo día hizo el cielo y el tercero la tierra. ¡Es la Creación! Entonces surgió el mar y aparecieron las plantas.

—Qué grandiosidad…

—¡En efecto! Y el cuarto día creó el sol, la luna y las estrellas. ¡Había nacido el cosmos! El quinto día creó los peces y las aves, el sexto las bestias y los animales domésticos. En último lugar Dios creó al hombre a su imagen y semejanza. ¡Finalmente apareció el ser humano!

—La Creación, el nacimiento del cosmos y la aparición del ser humano. ¿Y el séptimo día qué?

—¡El séptimo día fue de descanso! Incluso Dios tiene que tomarse un respiro.

—Claro, el domingo.

—Exacto. Pero, ¿no es extraordinario? En siete días lo hizo todo. Dios es asombroso. ¡Le aprecio de veras!

Yo diría que el objeto del aprecio está muy por encima de ese sentimiento, pero… Esperé a ver qué más decía.

—Pues bien, el primer ser humano fue un hombre llamado Adán. Pero un hombre solo se sentiría muy triste, ¿no crees?, así que Dios tomó una de sus costillas e hizo a la primera mujer, Eva. Estaban allí tan tranquilos y libres de preocupaciones que le pregunté a Dios si le parecía que les incitara a comer aquella manzana.

—¿Una manzana?

—Eso es. Verás, en el jardín del Edén, donde habitaban, podían comer y hacer lo que les viniera en gana. Además, allí no existían ni la vejez ni la muerte. Pero había una sola cosa que les estaba prohibida: comer las manzanas del árbol de la ciencia del bien y del mal.

—Comprendo.

—Pero yo les provoqué y ellos comieron una de esas manzanas.

—Qué crueldad la tuya. Claro que por algo eres el diablo.

—Vamos, vamos… La cuestión es que los expulsaron del Edén y los humanos perdieron el privilegio de no envejecer y morir. Entonces empezó una historia tremenda, llena de discordias y rebatiñas.

—Realmente eres diabólico.

—No es para tanto. En medio de semejante caos, Dios envió a la tierra a su hijo, Jesús, pero ni por esas logró estimular la reflexión de los hombres. Y ellos, para colmo, mataron a Jesús…

—Esa parte la conozco bien.

—Entonces los hombres se empeñaron en fabricar ilimitadamente una enorme cantidad de cosas, sin saber siquiera si eran necesarias o no.

—Ya, ya.

—Por este motivo hice una propuesta a Dios. Vendría a la tierra para que los hombres decidieran cuáles cosas eran necesarias y cuáles no. Dios y yo llegamos a un acuerdo: por cada cosa que una persona elimine del mundo, se le alargará la vida en un día. He sido autorizado para llevarlo a cabo y estoy buscando personas con las que pueda hacer ese trato. Tú eres el número ciento ocho.

—¿El número ciento ocho?

—¡Exacto! Esperabas que fuesen más, ¿verdad? Pues ya lo ves, solo ciento ocho personas en todo el planeta. Menuda suerte la tuya. Por cada cosa del mundo que elimines, tu vida se alargará un día. No está nada mal, ¿verdad?

Era una propuesta demasiado inesperada y absurda. Como una campaña de venta en la televisión. Parecía imposible que un trato tan simple pudiera alargarme la vida. Pero tanto si creía como si no, debía aceptar la apuesta. Ya que iba a morir, no tenía alternativa.

Intenté poner orden en mi situación.

El hecho de eliminar una cosa del mundo me permitiría vivir un día más. Treinta cosas, un mes de vida; 365 cosas, un año. Era un trato muy fácil. El mundo rebosa de cachivaches y bagatelas. El perejil espolvoreado sobre la tortilla rellena de arroz, los paquetitos publicitarios de pañuelos de papel que reparten delante de la estación, los voluminosos manuales de instrucciones de los electrodomésticos, las pepitas de la sandía. Bastaba pensar un poco para que se me ocurriera una serie de cosas innecesarias. Si hiciera una clasificación minuciosa, seguro que en cualquier momento dispondría de uno o dos millones de cosas innecesarias.

Si la duración normal de mi vida fuese de setenta años, me quedaban cuarenta por delante. Es decir, para vivir el resto debería eliminar 14.600 cosas. Pero si continuase con la eliminación, mi vida podría alargarse cien o doscientos años.

Como decía Aloha, a lo largo de milenios los seres humanos han creado innumerables fruslerías. Aunque desaparecieran algunas, nadie se vería negativamente afectado por ello. Incluso la gente estaría agradecida, porque el mundo se habría vuelto más sencillo.

Por otra parte, era muy posible que mi profesión de cartero estuviera destinada a desaparecer. Probablemente llegará un día en el que no habrá más cartas ni postales. Si lo piensas bien, todas las cosas de este mundo se encuentran en la frontera entre lo necesario y lo innecesario. Tal vez los mismos seres humanos lleguen a encontrarse algún día en esa frontera. El mundo en que vivimos es así de irresponsable.

—Está bien, de acuerdo. Eliminaré cosas para alargar mi vida.

Acepté el trato y, de alguna manera, el mero hecho de tomar la decisión me infundió valor.

—¡Estupendo! ¡Por fin participas! —exclamó Aloha. Parecía contento.

—Eres tú quien me hace participar… Bueno, lo mismo da. ¿Qué puedo eliminar? Veamos. En primer lugar… ¡Esta mancha en la pared!

—Hmmm…

—¡El polvo encima de la estantería!

—Hmmm…

—¡El moho de los azulejos del baño!

—¡Eh, eh! No soy el encargado de la limpieza. No te pases con el diablo.

—Entonces, ¿nada de eso es válido?

—¡Pues claro que no! ¡Las cosas a eliminar las decido yo!

—¿Y cómo lo haces?

—¿Que cómo lo hago? Digamos que según se me antoje.

—¿Depende de tus antojos?

—Bueno, vamos a ver qué eliminamos.

Aloha examinó la habitación con detenimiento. Seguí la línea de su mirada, diciendo quisquillosamente en mi fuero interno: «No quiero que toques esas figuritas», «No hagas desaparecer unas zapatillas tan peculiares y valiosas». Pero, pensándolo bien, aquello iba a procurarme vida. Se trataba de un auténtico trato con el diablo, y cualquier cosa no serviría. ¿Cuáles, entonces? ¿El sol, la luna, el mar que cubre la mayor parte de la tierra? ¿Eliminaría cosas de semejante envergadura? Finalmente, cuando empezaba a comprender la enorme importancia que tenían los objetos a eliminar, la mirada de Aloha se detuvo en la mesa.

—¿Qué es esto? —me preguntó, mostrándome una cajita que había cogido. Al sacudirla, produjo un ruido sordo.

—«Montaña de setas» —repuse.

—¿Setas?

—No, setas no. «Montaña de setas».

Aloha ladeó la cabeza. No me entendía. Tomó otra caja del mismo tamaño que la primera.

—¿Y esto qué es?

—La sacudió y produjo de nuevo el mismo ruido sordo.

—Esto es «Aldea de bambú».

—¿Bambú?

—No, bambú no. «Aldea de bambú».