Siddhartha - Hermann Hesse - E-Book

Siddhartha E-Book

Hermann Hesse

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Beschreibung

Siddhartha es una novela alegórica de Hermann Hesse, premio Nobel en 1946, que, publicada en 1922, relata la vida del joven Siddhartha, un hombre para quien el camino de la verdad pasa por la renuncia y la comprensión de la unidad que subyace en todo lo existente y que, finalmente, se convertirá en Buda. En sus páginas, el autor ofrece un registro muy original en el que se unifican elementos líricos y épicos, incluyendo narración y meditación, elevación de la más alta espiritualidad, y, al mismo tiempo, descarnada sensualidad.

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HERMANN HESSESIDDHARTHA

Título: Siddhartha

Autor: Hermann Hesse

Título original: Siddhartha

Editorial: AMA Audiolibros

© De esta edición: 2022 AMA Audiolibros

Email: [email protected]

Audiolibro, de esta misma versión, disponible en servicios de streaming, tiendas digitales y el canal AMA Audiolibros en YouTube.

Todos los derechos reservados, prohibida la reproducción total o parcial de la obra, salvo excepción prevista por la ley.

ÍNDICE

ÍNDICE

SOBRE EL AUTOR

PRÓLOGO

PRIMERA PARTE

I EL HIJO DEL BRAHMAN

II CON LOS SAMANAS

III GOTAMA

IV DESPERTAR

SEGUNDA PARTE

V KAMALA

VI CON LOS HUMANOS

VII SANSARA

VIII A ORILLAS DEL RÍO

TERCERA PARTE

IX EL BARQUERO

X EL HIJO

XI OM

XII GOVINDA

FIN

SOBRE EL AUTOR

Hermann Karl Hesse nació en Calw (Alemania) el 2 de Julio de 1877. Descendiente de misioneros cristianos, la familia tuvo desde 1873 una editorial de textos misioneros dirigida por el abuelo materno de Hesse.

En octubre de 1895 empezó una nueva experiencia como librero, en Tubinga. La parte principal del fondo literario era sobre teología, filología y derecho y su tarea consistía en agrupar y archivar libros. Al terminar la jornada, continuaba enriqueciendo su cultura en solitario y los libros compensaban la ausencia de contactos sociales.

En 1898 Hesse llegó a asistente de librero y dispuso de un sueldo respetable que le aseguró independencia económica. En esta época leía sobre todo obras de los románticos alemanes.

A partir del otoño de 1899, Hesse trabajó en una librería de ocasión en Basilea. Sus padres tenían contactos con familias basilenses cultas, por lo que se abrió ante él un reino espiritual y artístico de lo más estimulante. Al mismo tiempo, el paseante solitario que era Hesse encontró la ocasión de retirarse a su mundo interior gracias a las numerosas posibilidades de viajes y paseos, lo que sirvió a su búsqueda artística personal y le ayudó a desarrollar en él la aptitud de transcribir literariamente sus percepciones sensoriales.

Enseguida el editor Samuel Fischer se interesó por Hesse y la novela “Peter Camenzind”, publicada 1904, marcó el punto de inflexión, pues Hesse pudo vivir de sus escritos a partir de entonces.

La consagración literaria permitió a Hesse casarse en 1904 con Maria Bernoulli y fundar una familia. Problemas en su hogar le llevaron a viajar en 1911 por Ceilán e Indonesia, donde no encontró la inspiración espiritual y religiosa que buscaba, pero ese viaje impregnó sus obras posteriores, comenzando por “Cuadernos hindúes” en 1913.

Hesse sufrió una nueva vuelta de tuerca que le sumió en una crisis existencial más profunda: la muerte de su padre, la grave enfermedad de su hijo Martin y la crisis esquizofrénica de su esposa. Tuvo que dejar la ayuda a los prisioneros y comenzar un tratamiento psicoterapéutico. Hesse fue tratado por el Dr. Joseph Bernhard Lang, un estudiante y discípulo de Carl Gustav Jung. Esto iniciaría en Hesse un gran interés por el psicoanálisis, a través del cual llegaría a conocer personalmente a Jung, quien lo familiarizó con el mundo de los símbolos, latente en Hesse desde los años de su infancia.

En 1922 apareció la novela “Siddhartha”, en la que expresa su amor por la cultura y sabiduría hindú. Poco después, con el éxito de su novela, la vida del escritor dio un cambio al iniciar una relación con Ninon Dolbin, que sería su tercera esposa.

Desde mediados los años treinta, ningún periódico alemán se arriesgó a publicar artículos suyos. Su refugio espiritual contra las querellas políticas y más tarde contra la Segunda Guerra Mundial fue trabajar en su novela “El juego de los abalorios”, impresa finalmente en 1943 en Suiza. En esta novela propone su ideal de cultura: Una sociedad que recoge y practica lo mejor de todas las culturas y las reúne en un juego de música y matemáticas que desarrolla las facultades humanas hasta niveles insospechados. En gran parte, por esta obra le fue concedido en 1946 el premio Nobel de literatura.

Murió a los ochenta y cinco años, el 9 de agosto de 1962 en Montagnola, a consecuencia de una hemorragia cerebral mientras dormía.

PRÓLOGO

Siddhartha es una novela alegórica escrita por Hermann Hesse en 1922 y relata la vida de un hombre hindú llamado Siddhartha. La obra fue considerada por el propio autor como un «poema hindú» y como la expresión esencial de su forma de vida. Presenta un registro muy original en el que se unifican elementos líricos y épicos, incluyendo narración y meditación, elevación de la más alta espiritualidad, y, al mismo tiempo, descarnada sensualidad.

La novela fue escrita por Hesse, en alemán, en un estilo simple, pero a la vez poderoso y poético. Se publicó por primera vez luego de que Hesse viviera algún tiempo en la India en la década de 1910. La obra relata la búsqueda que realiza Siddhartha para alcanzar la sabiduría; constantemente se incide en la búsqueda de esta sabiduría como la Unidad. La novela está redactada en tercera persona y nos muestra, introspectivamente, sus sentimientos a través de las diversas experiencias que forman su vida, hasta el momento en el que conoce a su maestro final que lo llevará a la perfección tan anhelada. La novela está inspirada en alguna medida en la vida y experiencias de Buda, pero no se trata de la misma historia.

El éxito del libro llegó una veintena de años después de su publicación y pisando los ecos resonantes del Premio Nobel conferido a Hesse en 1946. Fueron sobre todo los jóvenes, los que hicieron de la figura de Siddhartha un compendio de las inquietudes de los adolescentes, del ansia del encuentro con lo esencial de sí mismo, del orgullo del individuo enfrentado al mundo y a la historia.

PRIMERA PARTE

IEL HIJO DEL BRAHMAN

Siddhartha, el agraciado hijo del brahman, el joven halcón, creció junto a su amigo Govinda al lado de la sombra de la casa, con el sol de la orilla del río, junto a las barcas, en lo umbrío del bosque de sauces y de higueras. El sol bronceaba sus hombros brillantes al borde del río, en el baño, en las abluciones sagradas, en los sacrificios religiosos. La sombra se adentraba por sus negros ojos en el boscaje de mangos, en los juegos de los niños, en el canto de su madre, en los sacrificios religiosos, en las enseñanzas de su padre y sus maestros, en la conversación de los sabios. Ya hacía mucho tiempo que Siddhartha participaba en las conferencias de los sabios. Con Govinda se entrenaba en las lides de la palabra, en el arte de la contemplación, de saber ensimismarse. Ya podía pronunciar quedamente el Om, la palabra por excelencia. Había conseguido decirlo en silencio, aspirando hacia adentro; aprendió a enunciarlo calladamente, aspirando hacia afuera, concentrando su alma y con la frente envuelta en el brillo de la inteligencia. Ya sabía entender el interior de su atman indestructible en el mundo material.

La alegría invadía el corazón de su padre al ver al hijo inteligente, con deseos de saber; observaba cómo crecía en Siddhartha un gran sabio y sacerdote, un príncipe entre los brahmanes.

Una deliciosa sensación llenaba el pecho de su madre cuando le veía andar, sentarse y levantarse. Siddhartha el fuerte, el hermoso, el que caminaba sobre piernas delgadas, el que saludaba con perfectos modales.

El corazón de las hijas de los brahmanes rebosaba amor cuando Siddhartha paseaba por las callejuelas de la ciudad con la frente iluminada, con mirada real, con caderas estrechas.

Pero Govinda era el que más amaba a Siddhartha, su amigo, el hijo del brahman. Sentía afecto por la mirada de Siddhartha y por su cálida voz; gustaba de su manera de andar y de sus armoniosos movimientos; apreciaba todo lo que Siddhartha hacía y decía. Pero lo que veneraba más era su inteligencia, sus altos pensamientos ardientes, su férrea voluntad y su vocación sublime. Govinda lo presentía: éste no será un brahman corriente, ni un oscuro funcionario de los sacrificios, ni un ávido comerciante de fórmulas mágicas, ni tampoco un orador vano y vacío, o un sacerdote malicioso. Sin embargo, tampoco será una mansa y estúpida oveja entre la masa del rebaño. No, y tampoco él, Govinda, quería ser así, un brahman como hay diez mil. Quería seguir a Siddhartha, el amado, el maravilloso. Y si Siddhartha un día se convertía en dios, si un día entraba en el imperio de la luz, Govinda le seguiría entonces, como su amigo, su acompañante, su criado, su escudero, su sombra.

Todos querían así a Siddhartha. A todos daba alegría y gozo.

No obstante, el propio Siddhartha no sentía alegría ni gozo de sí mismo. Su corazón no compartía ese júbilo general cuando andaba por los caminos rosados del jardín de higueras, o se hallaba sentado a la sombra azul del bosque de la contemplación, cuando lavaba sus miembros en el diario baño propiciatorio, o hacía sacrificios entre las profundas sombras del bosque de mangos. Incesantemente se le aparecían sueños y pensamientos en que veía la corriente del río, el brillo de las estrellas nocturnas, el resplandor del sol. El ánimo se le intranquilizaba con pesadillas salidas del humo de los sacrificios, de los versos del Rig Veda, de las doctrinas de los viejos brahmanes.

Siddhartha había empezado a alimentar el descontento en su interior. Comenzó por comprender que el amor de su padre, el cariño de su madre, y también el afecto de su amigo, Govinda, no le harían feliz para toda la vida. No le satisfacía ni le bastaba. Había empezado a presentir que su venerable padre y los otros profesores, junto con los sabios brahmanes, ya le habían comunicado la parte más importante de su sabiduría. Adivinaba que ya habían henchido hasta la plétora el recipiente, y, sin embargo, el recipiente no se encontraba lleno. El espíritu no se hallaba satisfecho, el alma no estaba tranquila, el corazón no se sentía saciado. Las abluciones eran buenas, pero eran agua; no lavaban el pecado, no curaban la sed del espíritu, no tranquilizaban el temor del corazón. Los sacrificios y la invocación de los dioses eran excelentes… pero ¿Lo eran todo? ¿Daban los sacrificios la felicidad? ¿Y qué sucedía con los dioses? ¿Realmente era Prajapati el creador del mundo? ¿No era el atman, lo único, lo indivisible? ¿Acaso los dioses no eran unos seres creados como yo y como tú, súbditos del tiempo, pasajeros? ¿Tenía sentido, entonces, ofrecer sacrificios a los dioses? ¿A quién más se debían ofrecer sacrificios y mostrar devoción, que no fuera al único, al atman? ¿Y dónde se podía encontrar el atman? ¿Dónde vivía, dónde latía su corazón eterno? ¿Dónde sino en el propio yo, en nuestro interior, en lo indestructible que cada uno lleva dentro de sí? ¿Pero dónde se hallaba este yo, este interior, este último? No es carne ni es hueso, no es pensamiento ni conciencia: así lo enseñan los grandes sabios. Entonces, ¿dónde? ¿Dónde se encontraba? ¿Existía otro camino para llegar al yo, al atman…, un camino que valía la pena buscar?

¡Pero nadie enseñaba ese camino! ¡Nadie lo conocía! ¡Ni el padre, ni los profesores y sabios, ni los sagrados ritos de los sacrificios! Todo lo sabían los brahmanes y sus libros religiosos. Lo conocían todo. Se habían preocupado de todo; lo referente a la creación del mundo, al origen de la oración, de los elementos, de la aspiración, de la espiración, a las órdenes de los sentidos, a los hechos de los dioses. Sabían infinidad de cosas. Pero ¿tenía algún valor saber todo eso, si se desconocía al Uno, al Único, al más Importante, al únicamente Importante?

Ciertamente, muchos versos de los libros sagrados, sobre todo los Upanishandas de Samaveda, hablaban de este interior y último. Maravillosos versos.

«Tu alma es el mundo entero…», se leía allí.

Y escrito está que el hombre, mientras duerme, durante el sueño profundo, entra en su propio interior y vive en el atman. ¡Qué maravillosa sabiduría entrañaban esos versos! Todo el conocimiento de los grandes sabios se había reunido en estas palabras mágicas, puras como la miel de las abejas. No, no se debían menospreciar los enormes conocimientos que aquí se guardaban, reunidos por innumerables generaciones de sabios y penitentes, que habían logrado no sólo conocer este profundo saber, sino también vivirlo. ¿Dónde se encontraba el experto que era capaz de retener el atman desde el sueño hasta el despertar, durante la vida, con cada paso, palabra o hecho?

Siddhartha conocía a muchos brahmanes venerables, sobre todo a su padre, el puro, el sabio, el más reverenciado. Su padre era digno de admiración; su comportamiento resultaba sosegado y noble, su vida era pura, su palabra sabia, los pensamientos de su frente delicados y aristocráticos. Pero él, que sabía tanto, ¿vivía en la bienaventuranza, tenía la paz? ¿Acaso no era también uno de los que buscan siempre, sedientos? ¿No necesitaba beber continuamente en las fuentes sagradas, en los sacrificios, en los libros, en los diálogos con los brahmanes? ¿Por qué él, que era irreprochable, tenía que lavar diariamente sus pecados, esforzarse cada día en la purificación, repetirla cotidianamente? ¿No estaba el atman en él, no fluía la primera fuente de su propio corazón? ¡Esa primera fuente debía, tenía que encontrarse en el propio yo! ¡Era necesario poseerla! Todo lo restante era una simple búsqueda, un rodeo, un desvarío.

Tales eran los pensamientos de Siddhartha. Ésa era su sed, su sufrimiento.

A menudo pronunciaba las palabras de un Chandogya-Upanishad:

—Quizás el nombre del brahman sea Satyam… Quien lo sabe con certeza entra diariamente en el mundo celestial.

Siddhartha parecía estar a menudo cerca del mundo celeste, pero nunca lo había alcanzado completamente, jamás había saciado la última sed. Tampoco ninguno de todos los más sabios que Siddhartha conociera, y de cuyas enseñanzas disfrutó, había conseguido ese mundo celestial que apaga la sed eterna para siempre.

—Govinda —dijo Siddhartha a su amigo—, Govinda, ven conmigo a la higuera de los banianos. Tenemos que practicar el arte de la meditación.

Se fueron a la higuera de los banianos. Se sentaron. Aquí Siddhartha y veinte pasos más allá Govinda. Acomodado y dispuesto a decir el Om, Siddhartha repitió el verso murmurando:

Om es el arco, la flecha, es el alma,

la meta de la flecha es el brahman,

al que sin cesar se debe alcanzar.

Cuando había pasado el tiempo acostumbrado para el ejercicio del arte de ensimismarse, Govinda se levantó. Se había hecho tarde; ya era la hora de efectuar la ablución de la noche. Llamó a Siddhartha por su nombre. Siddhartha no contestó. Siddhartha se hallaba sentado, con la mirada fija en una meta lejana, con la punta de la lengua saliendo un poco entre los dientes; parecía que no respiraba. Así sentado, logrado el arte de ensimismarse, pensaba en el Om, enviaba su alma como una flecha hacia el brahman.

Un día, por la ciudad de Siddhartha pasaron unos samanas, ascetas peregrinos; eran tres hombres enjutos y apagados, ni viejos ni jóvenes, con hombros ensangrentados y llenos de polvo, casi desnudos, quemados por el sol, rodeados de soledad, forasteros y enemigos del mundo, extraños y flacos chacales en un reino de hombres. Tras ellos venía un ardiente hálito de silenciosa pasión, de servicio destructivo, de despersonalización implacable.

Por la noche, después de la hora de la contemplación, Siddhartha declaró a Govinda:

—Mañana de madrugada, amigo, Siddhartha irá con los samanas. Será un nuevo samana.

Govinda palideció al oír tales palabras y al leer en la cara inmóvil de su amigo aquella decisión imposible de desviar, como la flecha disparada por el arco. De pronto, y con la primera mirada, Govinda se dio cuenta: esto es sólo el principio; ahora Siddhartha iniciará su camino, ahora empieza a despertar su destino. Y con el suyo, también el mío. Y se tornó lívido como la piel seca de un plátano.

—Siddhartha —invocó—. ¿Te lo permitirá tu padre?

Siddhartha le observó como uno que empieza a despertarse. Raudo como una flecha leyó en el alma de Govinda, adivinó el miedo, advirtió la sumisión.

—Govinda —afirmó en voz baja—, no debemos malgastar palabras. Mañana de madrugada empezaré la vida de los samanas. No se hable más.

Siddhartha entró en la habitación donde se encontraba su padre sentado sobre una estera de maguey; se colocó tras él y aguardó hasta que se diera cuenta de que alguien se hallaba a sus espaldas.

El brahman preguntó:

—¿Eres tú, Siddhartha? Pues manifiesta lo que has venido a decirme.

Empezó Siddhartha:

—Con tu permiso, padre. He venido a comunicarte que deseo abandonar mañana tu casa para irme con los ascetas. Mi deseo es convertirme en un samana. Espero que mi padre no se oponga.

El brahman quedó en silencio y permaneció así tanto tiempo que, por la pequeña ventana, pasaron las estrellas y cambiaron su figura antes de que se rompiera el silencio de aquella habitación. Callado y sin moverse se hallaba el hijo, con los brazos cruzados; callado y sin moverse el padre seguía sentado sobre la estera. Y las estrellas pasaban por el cielo. Entonces declaró el padre:

—No es conveniente que un brahman pronuncie palabras violentas y furiosas. Pero la indignación estremece mi alma. No quiero oír de tu boca este deseo por segunda vez.

Lentamente se levantó el brahman. Siddhartha continuaba callado, con los brazos cruzados.

—¿Qué esperas? —preguntó el padre.

Siddhartha contestó:

—Tú ya sabes.

Buscó su cama y se tendió en ella lleno de ira.

Después de una hora, el sueño no había conseguido cerrarle los ojos; se levantó el brahman, paseó de un lado a otro y por fin salió de la casa. A través de la pequeña ventana de la habitación miró hacia el interior y vio a Siddhartha en el mismo sitio, con los brazos cruzados. Pálido, con su clara túnica reluciente. El padre regresó a su lecho con el corazón intranquilo.

Después de una hora sin conseguir conciliar el sueño, se levantó otra vez, paseó de un lado a otro, salió de la casa y observó que la luna había salido. A través de la ventana de la alcoba contempló el interior; y allí se encontraba Siddhartha sin haberse movido, con los brazos cruzados, con la luz de la luna reflejándose en sus desnudas piernas. Con el corazón abrumado, regresó a su cama.

Y volvió después de una hora, de dos horas; miró a través de la pequeña ventana y vio a Siddhartha a la luz de la luna, de las estrellas, en la oscuridad. Y lo repitió a cada hora, en silencio; miraba hacia la alcoba y veía que Siddhartha no se movía. Su corazón se llenó de ira, se colmó de intranquilidad, se saturó de miedo, se nutrió de pena.

Y en la última hora de la noche, antes de que empezara el día, regresó; entró en el cuarto y observó al joven, que le pareció más alto, como un extraño.

—Siddhartha —invocó—. ¿Qué esperas?

—Tú ya sabes.

—¿Te quedarás siempre así y aguardarás hasta que se haga de día, hasta el mediodía, hasta la noche?

—Me quedaré así y esperaré.

—Te cansarás, Siddhartha.

—Me cansaré.

—Te dormirás, Siddhartha.

—No me dormiré.

—Te morirás, Siddhartha.

—Me moriré.

—¿Y prefieres morir antes que obedecer a tu padre?

—Siddhartha siempre ha obedecido a su padre.

—Así pues, ¿deseas abandonar tu idea?

—Siddhartha hará lo que su padre le diga.

La primera luz del día entró en la habitación. El brahman vio que las rodillas de Siddhartha temblaban. Sin embargo, en el rostro de su hijo no vio ninguna duda, sus ojos miraban hacia muy lejos. Entonces el padre se dio cuenta de que Siddhartha ya desde ahora no se hallaba a su lado, en su tierra. Ahora ya le había abandonado.

El padre tocó el hombro de Siddhartha.

—Irás al bosque y serás un samana. Si encuentras la bienaventuranza en el bosque, regresa y enséñamela. Si hallas el desengaño, vuelve y de nuevo sacrificaremos juntos ante los dioses. Ahora ve, besa a tu madre y dile adónde vas. Ya es mi hora de ir al río, a efectuar la primera ablución.

Retiró la mano del hombro de su hijo y salió. Siddhartha vaciló en el momento en que intentó andar. Dominó sus miembros, se inclinó ante su padre y se dirigió hacia su madre para obrar tal como le había pedido el progenitor.

Con la primera luz del día, Siddhartha abandonó lentamente la silenciosa ciudad, con las piernas entumecidas aún. En la última choza apareció una sombra que se había escondido allí, y que se unió al peregrino: era Govinda.

—Has venido —declaró Siddhartha, sonriente.

—He venido —respondió Govinda.

IICON LOS SAMANAS

El mismo día, por la noche, alcanzaron a los ascetas, los enjutos samanas, y les ofrecieron su compañía y obediencia. Fueron aceptados.