Sidra con Rosie - Laurie Lee - E-Book

Sidra con Rosie E-Book

Laurie Lee

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Beschreibung

"Los últimos días de mi infancia fueron también los últimos días de la aldea. Yo pertenecía a aquella generación que vio, por casualidad, el final de una vida milenaria. [...] Yo, mi familia, mi generación, nacimos en un mundo de silencio; en un mundo de trabajo duro y necesaria paciencia, un mundo de espaldas dobladas hacia la tierra, cuidado manual de los cultivos, dependencia de la meteorología y de la cosecha; un mundo en que las aldeas eran naves en paisajes vacíos y las distancias entre ellas largas; un mundo de caminos marcados por cascos y ruedas de carretas, no hollados por la gasolina y el petróleo, apenas transitados por las personas y casi nunca por placer, por los que lo que más rápido se movía eran los caballos." Laurie Lee revive en esta novela, una de las más queridas y leídas por sus compatriotas, su infancia en una aldea de la campiña inglesa. Pese a nacer en 1914, un mes antes del comienzo de la Primera Guerra Mundial, sus recuerdos son amables y llenos de cariño hacia un mundo que iba a desaparecer.

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Seitenzahl: 347

Veröffentlichungsjahr: 2014

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SIDRA CON ROSIE

Laurie Lee

Título original: Cider with Rosie

© Laurie Lee

First published as Cider With Rosie by Chatto & Windus

© de la traducción: José Manuel Álvarez Flórez y Ángela Pérez

Edición en ebook: septiembre de 2014

© Nórdica Libros, S.L.

C/ Fuerte de Navidad, 11, 1.º B 28044 Madrid (España)

www.nordicalibros.com

ISBN DIGITAL: 978-84-16112-45-6

Diseño de colección: Filo Estudio

Corrección ortotipográfica: Ana Patrón y Susana Rodríguez

Maquetación ebook: Caurina Diseño Gráfico

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Para todos mis hermanos y hermanas,

Algunos fragmentos de este libro se publicaron originalmente en las revistas Orion, Encounter, The Queen y The Cornhill; otros dos son adaptaciones de piezas escritas primero para Leader Magazine y Geographical Magazine. El libro es una evocación de la infancia y algunos datos tal vez estén distorsionados por el tiempo.

Contenido

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

Cita

Autor

PRIMERA LUZ

LOS PRIMEROS NOMBRES

LA ESCUELA RURAL

LA COCINA

LAS DOS ABUELAS

MUERTE PÚBLICA, ASESINATO PRIVADO

MADRE

INVIERNO Y VERANO

NIÑO ENFERMO

LOS TÍOS

EXCURSIONES Y FESTIVIDADES

EL PRIMER MORDISCO A LA MANZANA

LOS ÚLTIMOS DÍAS

Contraportada

Laurie Lee

(Slad, Gloucestershire, 1914-1997)

Laurence Edward Alan «Laurie» Lee. Poeta inglés, novelista y guionista, que se crio en el pueblo de Slad. Su obra más famosa es la trilogía autobiográfica que componen Cider with Rosie (1959), As I Walked Out One Midsummer Morning (1969) y A Moment of War (1991). El primer volumen narra su infancia en el valle de Slad. La segunda novela trata de la salida de su casa hacia Londres y su primera visita a España en 1935, y el tercero de su regreso a España en diciembre de 1937 para unirse a las Brigadas Internacionales.

PRIMERA LUZ

Me bajaron de la carreta de mudanzas a los tres años; y en aquel punto, con una sensación de desconcierto y terror, se inició mi vida en la aldea.

La hierba de junio entre la que me encontraba era más alta que yo y me eché a llorar. Nunca había estado tan cerca de la hierba. Se alzaba sobre mí y me rodeaba por todas partes, cada hoja tatuada con atigradas rayas de luz de sol. Era hierba afilada, oscura, de un verde malévolo, tupida como una selva y llena de saltamontes que chirriaban, cotorreaban y saltaban por el aire como monos.

Me sentía perdido y no sabía adónde ir. La tierra emanaba un calor tropical cargado de penetrantes olores hediondos a raíces y a ortigas. Se amontonaban en el cielo níveas nubes de flores de saúco que derramaban sobre mí los vahos y los copos de su dulzura embriagadora y sofocante. En las alturas corrían frenéticas las alondras, gritando como si se rasgara el cielo.

Por primera vez en mi vida me encontraba lejos de la vista de los seres humanos. Por primera vez en mi vida estaba solo en un mundo cuyo comportamiento no podía predecir ni comprender: un mundo de pájaros que chillaban, de plantas que hedían, de insectos que saltaban a mi alrededor sin previo aviso. Estaba completamente perdido y no esperaba que me encontraran. Alcé la cabeza y grité; el sol me golpeó con fuerza en la cara como un abusón.

De esta pesadilla diurna, como de muchas otras, me despertó la aparición de mis hermanas. Subían por la empinada loma gritando y me encontraron al separar la hierba alta. Rostros de rosa familiares y vivos; inmensos rostros resplandecientes colgados como escudos entre el cielo y yo; risueños rostros de dientes blancos (algunos rotos) a los que se conjuraba como a los genios con un aullido y que eliminaban el terror con sus regañinas y su afecto. Se inclinaron hacia mí (una, dos, tres) con la boca manchada de grosellas rojas y las manos goteando jugo.

—Vamos, vamos, no pasa nada, no llores más. Iremos a casa y te atiborraremos de grosellas.

Y Marjorie, la mayor, me alzó hacia su largo cabello castaño y bajó corriendo conmigo el sendero, cruzó el empinado huerto lleno de rosales y me dejó en el umbral de la casa que era nuestro hogar, aunque yo no podía creerlo.

Ése fue el día que llegamos a la aldea el verano del último año de la Primera Guerra Mundial. A una casita que se alzaba en un huerto de medio acre, en una empinada loma, sobre un lago; una casa de tres plantas y sótano y un tesoro en los muros, con bomba de agua y manzanos, fresas y celinda, grajos en las chimeneas, ranas en el sótano, moho en el techo, y todo ello por tres chelines y seis peniques a la semana.

No sé dónde había vivido antes. Mi vida empezó en el carro que me llevó por las largas y suaves colinas hasta la aldea, me descargó en la hierba y me abandonó. Había hecho el viaje envuelto en una bandera inglesa para protegerme del sol, y nací precisamente entonces, creo, cuando me liberé de ella y empecé a gritar entre la ronroneante selva de aquella loma estival. Y aquel día fue también el inicio de una vida para los demás, para toda la familia, para los ocho miembros que la componíamos.

Pero aquel primer día todos estábamos perdidos. El caos llegaba en carretadas de muebles y yo gateaba por el suelo de la cocina entre bosques de sillas patas arriba y vidriosos campos de cristal. El oleaje nos había arrojado a una tierra nueva y empezamos a esparcirnos buscando sus manantiales y sus tesoros. Las hermanas pasaron las horas de luz de aquel primer día despojando los arbustos frutales del huerto. Las grosellas estaban en sazón, racimos de bayas rojas, negras y amarillas enredados con las rosas silvestres. Las chicas nunca habían visto tanta abundancia y corrían de matorral en matorral, gritando y arrancando los frutos como gorriones.

También nuestra madre se distrajo de sus deberes, seducida por la rica frondosidad natural de un huerto abandonado durante tanto tiempo. Correteó todo el día de un lado a otro, ruborosa y locuaz, poniendo flores en todos los potes y jarras que encontraba en el suelo de la cocina. Flores del huerto, margaritas de la ladera, perifollo silvestre, hierbas, helechos y follaje (entraban en brazadas por la puerta hasta que el interior en penumbra parecía poseído totalmente por el mundo exterior), un tranquilo estanque verde inundado por las dulces mareas del verano.

Yo estaba sentado en el suelo entre aquel batiburrillo de objetos diversos y miraba por la ventana verde inundada por el pujante huerto. Veía las medias negras de las chicas, su piel blanca asomando arriba, entre los groselleros. Cada poco, una de ellas entraba corriendo en la cocina, me llenaba la bocaza de puñados de bayas espachurradas y salía otra vez corriendo. Y yo pedía más cuanto más comía. Era como alimentar a un polluelo de cuclillo gordinflón.

El largo día chirriaba, cacareaba y resonaba. Nadie hacía ningún trabajo, y no había nada para comer salvo bayas y pan. Yo gateaba por el suelo extraño entre objetos de adorno: peces de cristal, pastores, pastoras y perros de porcelana, jinetes de bronce, relojes parados, barómetros y fotografías de individuos barbudos. Los invoqué uno tras otro, porque eran los rostros y los relicarios de un paisaje semirrecordado. Pero mientras veía el sol que recorría las paredes dibujando arcoíris en las jarras de cristal tallado del rincón, anhelaba que volviera el orden.

Luego, súbitamente, el día había terminado y la casa estaba amueblada. Palos y tazas y cuadros estaban clavados inamoviblemente en su lugar. Las camas estaban hechas; las cortinas, en las ventanas; las esteras de paja extendidas en el suelo: la casa era el hogar. No recuerdo haber visto cómo sucedía; pero, de pronto, se hizo presente la inexorable tradición de nuestra casa, con su olor, su caos, su lógica total, como si nunca hubiera sido de otro modo. Su orden y su disposición llegaron como el anochecer de aquel primer día. Todos los objetos esparcidos por el suelo de la cocina en una precaria soledad volaron a su sitio, que nunca volvió a ponerse en entredicho.

Y a partir de aquel día crecimos. La disposición doméstica de la casa se vio perturbada varias veces, como uno de esos juguetes en cuyo interior cae una gran nevada cuando los mueves, y camas, sillas y ornamentos se desplazaban de una habitación a otra perseguidos por las impetuosas energías de madre y de las chicas. Pero todo se reordenaba siempre dentro de la pauta de las paredes, nada escapaba ni cambiaba, y así siguió siendo veinte años.

Yo medía aquel primer año de crecimiento por los campos más amplios que se me hacían visibles, por las nuevas habilidades para vestirme y desenvolverme que iba dominando poco a poco. Podía abrir la puerta de la cocina haciéndome un ovillo, saltando luego y dando con el puño en el pestillo. Podía subirme a la cama alta usando los barrotes de hierro como escalera. Sabía silbar, pero no sabía atarme los cordones de los zapatos. La vida se convirtió en una serie de experimentos que aportaban dolor o las recompensas del éxito: un tantear de pautas y misterios en la casa, mientras el tiempo colgaba dorado y suspenso y el propio cuerpo asumía, de saltar y trepar, la insensata rigidez de un insecto, petrificado, como si dijéramos, horas seguidas, respirando y observando. Viendo caer las motas de polvo en la habitación bañada por el sol, siguiendo a una hormiga desde su cuna hasta la tumba, recorriendo los nudos del techo del dormitorio que corrían como negros en la penumbra del amanecer o se movían furtivos de tabla en tabla, pero que se asentaban de nuevo en la luz pálida del día, no más monstruosos que fósiles en carbón.

Los nudos del techo del dormitorio eran el ámbito completo de un mundo que yo recorría con la mirada sin cesar a la larga luz prístina del despertar a la que el niño está condenado. Eran archipiélagos en un mar de barniz rojizo, eran ejércitos agrupados y unidos contra mí, eran el alfabeto de una lengua macabra: el primer libro que aprendí a leer.

Saliendo de aquella casa de muros ruinosos, golpes y sombras, zorros imaginarios bajo el suelo, avancé por caminos que se alargaban centímetro a centímetro a medida que mis días aumentaban. Desplazaba de piedra en piedra, por el corral sin sendas, la lapa de mis sentidos, surcando océanos insondables como un salvaje de los Mares del Sur saltando de isla en isla a través del Pacífico. Las antenas de los ojos y de la nariz y los ávidos dedos capturaban un nuevo hacecillo de hierba tierna, una babosa, un helecho, el cráneo de un ave, una cueva de brillantes caracoles. En las largas eras estivales de aquellos primeros días, amplié mi mundo y lo cartografié mentalmente: sus puertos seguros, sus polvorientos desiertos y sus charcos, sus promontorios y sus matorrales. Volviendo además una y otra vez con la garganta seca a sus diversos horrores bien provistos de espinas: los huesos mondos de un pájaro en su jaula de palitos viejos; las moscas negras del rincón, viscosas, muertas; las secas mudas de culebras; y la populosa ciudad pútrida, rugiente y muda de un gato muerto presa de los gusanos.

Estas reliquias, una vez vistas, pasaban a integrarse en los confines de los territorios conocidos, se recordaban con un zumbido en los oídos, volvías a verlas cuando tenías suficiente estómago. Eran las primeras víctimas tangibles de aquella fuerza destructora cuya tarea sabía yo que continuaba día y noche, aunque nunca pudiese sorprenderla en ella. En realidad, les estaba agradecido. Aunque rondaban en mis ojos y se enredaban en mis sueños, atenuaron las primeras e infinitas posibilidades de horror. Disciplinaron la imaginación con la prueba de un horror limitado.

Desde el fondeadero de la puerta de la trascocina estudié yo las rocas, los escollos y los canales en los que residía la seguridad. Descubrí la pirámide física de la casa, sus almacenes y laberintos, sus centros de magia y los de la fértil isla-huerto verde en que se alzaba. Mi madre y mis hermanas pasaban ante mí bogando como galeones con sus trajes ondulantes, y aprendí a identificar los olores y sonidos que dejaban en su estela, el oleaje de su aliento, el aroma a fenol, la canción y el susurro, el golpeteo de cacharros.

Qué espléndidas parecían aquellas chicas altísimas con las velas desplegadas, el cabello al viento, las blusas hinchadas, los blancos mástiles de sus brazos desnudos para trabajar o lavar. Te abordaban en cualquier momento y te besuqueaban y te abotonaban y te alzaban como un pez culebreante al que prender y sujetar sobre su ropa delicada.

La trascocina era una mina de todos los minerales de la vida. En ella descubrí el agua: un elemento muy distinto a la hedionda porquería verdosa de la tina del huerto. Podía bombearse y salía a borbotones azules y puros de la tierra, podías columpiarte en la manilla de la bomba y salía chispeando como cielo líquido. Y se dispersaba y corría y brillaba o temblaba en un jarro o te impregnaba la ropa de frío. Podías beberla, dibujar con ella, sacarle espuma con jabón, echar escarabajos a nadar en ella, hacerla volar en burbujas por el aire. Podías meter la cabeza en ella y abrir los ojos y ver combarse los lados del cubo y oír rugir tu aliento contenido, mover la boca como un pez y oler la cal del fondo. Mágica sustancia, que se podía separar o usar, encerrar o esparcir o verter en agujeros, pero nunca quemar, romper ni destruir.

La trascocina era agua, donde estaba la vieja bomba. Y contenía todo lo demás que se relacionaba con el agua: denso vapor de los lunes con filo de almidón; jabonaduras hirviendo, hinchándose y estallando, crujiendo y susurrando, irisadas de luz y pestañeando con un millón de ventanas. Bulle bulle, tunde y gruñe, enjuagar y batir de sábanas y camisas, y madre jadeante con los brazos rojos como remos en el vaporoso oleaje. Luego la prenda blanca aparecía al extremo de un palo, surgiendo de la olla como masa de repostería o espuma de jabón tejida o capas de nieve moldeada.

También se hacía allí el fregado de suelos y botas, de brazos y cuellos, de hortalizas blancas y rojas. Entrabas al desorden matinal de aquella habitación y todo el huerto estaba desplegado y goteante en la mesa. Zanahorias cortadas como moneditas de cobre, rábanos y cebollinos, patatas mojadas y peladas, limpias ya de las capas de barro, el chasquido de las prietas vainas de los guisantes, alargadas conchas de perlas verdes, y la extracción de glutinosas habas de sus nidos lanudos.

Te ibas volviendo furtivo, merodeando entre aquellos preparativos, te abrías paso a mordisquitos entre hojas y raíces como una rata. Los guisantes rodaban en la lengua, un helado frescor, como agua sólida; masticabas mondas verdes de manzana, una punzada ácida; y la fécula blanca y dulzona de los nabos. Expulsado a golpes de húmedas manos enguantadas de harina, volvías allí con una avidez muda y arisca. Caían tiras de masa cruda moldeada, caliente, con formas de hombres y mujeres: cabezas y brazos de carne sin salar, sazonadas sólo con un sueño de canibalismo.

En aquella estancia se preparaban comidas abundantes, calderadas de guisos para el apetito insaciable de ocho personas. Guisos de todo cuanto crecía en aquellas fértiles lomas; sazonados con salvia, coloreados con Oxo y reforzados con algunos huesos de cordero. La carne escaseaba en aquellos tiempos, ciertamente; a veces, una libra de costillas mondas para el caldo, o el esporádico conejo que dejaba a en la puerta algún vecino. Pero siempre había hortalizas en sazón de mucho peso, y lentejas y pan como lastre. Llegaban de ocho a diez hogazas todos los días a la casa y nunca había pan duro. Las partíamos en trozos con la corteza todavía caliente y alegraban su monotonía los objetos que hallábamos en ellas: cuerda, clavos, papel y, una vez, un ratón; pues aquéllos eran tiempos de horneo despreocupado. Las lentejas se hervían en una gran olla en la que también se calentaba el agua para los baños del sábado por la noche. Nuestro pequeño fogón de leña sólo podía calentar agua suficiente para un baño que había que compartir. Como yo era el penúltimo, debía utilizar siempre el agua el penúltimo, y las implicaciones de semejante privilegio me acompañan todavía.

Al despertar una mañana en el dormitorio encalado, abrí los ojos y descubrí que estaba ciego. Aunque los forzaba y miraba hacia donde debía estar la habitación, solamente veía un resplandor dorado pegado a los párpados palpitantes. Busqué mi cuerpo a tientas y estaba allí. Oía el canto de los pájaros. Pero no veía absolutamente nada, salvo la luz amarillenta temblorosa. Me pregunté si me habría muerto. ¿Estaría en el cielo? Fuese lo que fuese, no me gustaba nada. Me había despertado antes de tiempo de un sueño de cocodrilos y no estaba preparado para aquella nueva atrocidad. Entonces oí los pasos de las chicas en las escaleras.

—¡Marge! ¡No veo nada! —grité, y empecé a lanzar mi aullido.

Un palmoteo de pies descalzos recorrió el suelo y oí la risilla de mi hermana Marjorie.

—Míralo —decía—. Ve a buscar un pañito, Doth. Se le han pegado los ojos otra vez.

El borde frío del pañito que me pasaron por la cara me regó de agua y volví al mundo. La cama y las vigas y el sol en el cuadrado de la ventana y las chicas inclinadas sobre mí sonriendo.

—¿Quién ha sido? —grité.

—Nadie, tonto. Es que se te pegaron los ojos, nada más.

La dulce goma del sueño. Me había sucedido otras veces, pero lo olvidaba siempre, no sé por qué. Así que amenacé a las chicas con pegarles también los ojos a ellas. Estaba despierto, podía ver, me sentía feliz. Me quedé mirando por la ventanita verde. Fuera, el mundo era encarnado y estaba ardiendo. Nunca lo había visto así.

—Oye, Doth, ¿qué les pasa a los árboles? —dije.

Dorothy se estaba vistiendo. Se acercó a la ventana despacio, soñolienta, y la luz le traspasó el camisón como la arena un cedazo.

—Nada, no les pasa nada —me dijo.

—Claro que les pasa algo —dije—. Se están cayendo a trocitos.

Dorothy se rascó la cabeza oscura, con un gran bostezo, y le salieron plumas blancas flotando del pelo.

—Es que se les están cayendo las hojas —dijo—. Estamos en otoño. Y en otoño siempre se caen las hojas.

¿Otoño? En otoño. ¿Era allí donde estábamos? ¿Donde se caían siempre las hojas y había siempre aquel olor? Lo imaginé prolongándose para siempre sin cambio posible, aquellas llamas húmedas de bosque ardiendo sin parar como la zarza de Moisés, una parte tan natural de aquella tierra recién hallada como las nieves perpetuas de los Polos. ¿Por qué habíamos ido a aquel lugar?

Marjorie, que había bajado a ayudar a preparar el desayuno, volvía a subir de pronto las escaleras brincando.

—Doth —susurró. Parecía emocionada y asustada—: Doth… ha vuelto a venir. Ayuda a Loll a vestirse y baja, date prisa.

Bajamos y lo encontramos sentado junto al fuego, risueño, mojado y helado. Me subí a la mesa del desayuno y me quedé mirándolo, al forastero. Más que un hombre, me parecía un conglomerado de las cosas del bosque. Tenía la cara roja y arrugada, brillante como un hongo. Tenía hojas y barro en el pelo enmarañado y hojas y palitos por la ropa arrugada y por todo el cuerpo. Las botas eran como la pulpa negra que aparece cuando cavas debajo de un árbol. Madre le dio gachas y pan y él nos sonrió lánguidamente a todos.

—Tiene que haber sido muy duro en el bosque —dijo nuestra madre.

—Tengo algunos sacos, señora —dijo él, sin dejar de comer gachas—. Protegen de la humedad.

No protegían de la humedad. La absorbían como una mecha y le envolvían en ella.

—No debería vivir usted así —le dijo madre—. Debería volver a su casa.

—No —dijo el hombre, sonriendo—. No serviría de nada. Se me echarían encima antes de que pudiera abrir la boca.

Madre cabeceó con tristeza, suspiró y le sirvió más gachas. A los chicos nos encantaba el aspecto de aquel hombre; a las chicas, más remilgadas, les inspiraba recelo. Pero no era un vagabundo, porque si lo fuera no estaría en nuestra cocina. Tenía en el bolsillo cuatro medallas brillantes, y las sacaba, las limpiaba y las posaba en la mesa como monedas. No conocíamos a nadie que hablara como él; en realidad, decía muchas palabras que no entendíamos. Pero madre sí parecía entenderle y le hacía preguntas y miraba las fotos que él llevaba en la camisa y suspiraba y movía la cabeza. Él contó algo de batallas y de volar por el aire y para nosotros todo aquello era maravilloso.

Aquel hombre no era de por allí. Había aparecido una mañana temprano en la puerta de casa pidiendo una taza de té. Y madre le había dicho que entrara y le había dado un desayuno completo. Tenía sangre en la cara y parecía muy débil. Ahora estaba en la cocina con una mujer y un montón de niños y le brillaban mucho los ojos y su barba sonreía. Nos contó que dormía en el bosque, lo cual a mí me pareció una idea excelente. Y era soldado, porque lo había dicho madre.

Yo había oído hablar de la guerra; todos mis tíos estaban en la guerra; llevaba oyendo hablar de la guerra desde que había nacido. A veces, me subía a la butaca de mimbre junto al fuego y cerraba los ojos y veía hombres de color pardo que se movían por el campo de batalla. Yo tenía tres años, pero les veía caminar vacilantes y morir y me sentía más viejo que ellos.

Aquel hombre no parecía soldado. No tenía adornos metálicos ni cintos de cuero ni patillas enceradas como mis tíos. Tenía barba y la ropa casi destrozada. Pero las chicas insistían en que era un soldado y lo decían en susurros como un secreto. Y cuando llegaba a desayunar a casa y se sentaba acurrucado junto al fuego, desprendiendo vapores de humedad y cubierto de hojas y de barro, yo le imaginaba durmiendo allá en el bosque; me lo imaginaba durmiendo, luego saliendo a probar suerte en la batalla, bajando después hasta nuestra casa a tomar una taza de té. Él era la guerra y la guerra estaba allá arriba; y yo deseaba preguntar: «¿Cómo va la guerra en ese bosque?».

Pero él nunca nos lo dijo. Se quedaba allí sentado, tomando té, tragando y resollando; y el fuego iba secándole la ropa, sacándole la humedad de ella, y era como si fueran surgiendo de él fantasmas. Cuando captaba nuestras miradas, sonreía desde su barba. Y cuando el hermano Jack le disparó con una cuchara diciendo «Soy un sogdado», él le contestó con afabilidad: «Sí, claro, y serías uno mejor que yo, hijo, en cualquier momento».

Cuando dijo eso yo me pregunté qué habría pasado con la guerra. ¿Llevaba aquellos andrajos por ser tan mal soldado? ¿Había perdido la guerra en el bosque?

Comprendí que era así porque no volvió. Las chicas dijeron que unos policías se lo habían llevado en un carro. Y madre suspiró con tristeza por aquel pobre hombre.

En un tiempo frío y estruendoso que era nuevo para mí, con vientos sobrecogedores, mi madre se fue a visitar a mi padre. Quedaba muy lejos, en un lugar que no se veía desde allí. No recuerdo su partida. Pero un buen día, en la casa sólo estaban las chicas trajinando con paños y escobas, discutiendo, peleándose y metiéndonos en la cama sin orden ni concierto. La casa y los alimentos tenían un olor nuevo, las comidas parecían deprimentes trucos de magia, frías, crudas o requemadas. Marjorie estaba sin aliento y en todas partes; tenía catorce años y toda la familia a su cargo. Se me caían los calcetines y se quedaban caídos. Pasaba muchísimo tiempo sin lavarme. Entraban en la casa hojas negras que se amontonaban en los rincones; llovía y los suelos rezumaban y la colada llenaba todas las cuerdas de la cocina y goteaba tristemente sobre todos.

Pero comíamos; y las chicas iban de un lado a otro en un frenesí de bulliciosa agitación, agotadas en su batalla perdida. A medida que transcurrían los días, se acumulaba en la casa tal desorden que yo ya no era capaz de diferenciar las habitaciones. Vivía a mi aire enredando fuera en el barro hasta que me ponía negro como un tejón. Y mi nariz también campaba libre, tan incontrolada como mis pies. Ponía las botas a navegar en el desagüe, cortaba sábanas para hacerme polainas y desfilaba como un soldado por cenagales de hojarasca. Al ver que tenía la oportunidad, me alejaba y comía toda clase de cosas crudas, bayas coloradas, ramitas y gusanos, y acababa poniéndome malo todos los días, pero aquélla era una enfermedad de la que me sentía orgulloso.

Todo este tiempo las hermanas recorrían la casa subiendo y bajando las escaleras a toda prisa, acosadas por la lluvia que entraba, los niños cada vez más sucios, sábanas que se chamuscaban, cacerolas que se quemaban y teteras que se derramaban. La casa de muñecas se convirtió en una casa de locos; y las chicas, en frágiles aves que volaban en un viento de caos. Doth reía bobaliconamente, desesperada, Phyl lloraba entre las hortalizas, y Marjorie decía al final de la jornada: «Me acostaría y me moriría, si hubiese un sitio donde acostarse».

No me sorprendió en absoluto oír hablar del fin del mundo. Todo parecía indicarlo. El cielo estaba bajo y remolineaban en él nubarrones negros; el bosque rugía día y noche, agitando grandes mares de ruidos. Una noche, estábamos sentados alrededor de la mesa de la cocina cascando nueces con la mejor palmatoria de bronce que teníamos y entró Marjorie, que volvía del pueblo. Venía resplandeciente de lluvia y cargada de pan y de bollos. Y estaba muy pálida.

—Ha terminado la guerra —nos dijo—. Se acabó.

—¡No! —dijo Dorothy.

—Me lo han dicho en los almacenes —dijo Marjorie—. Y estaban regalando ciruelas pasas.

Nos dio una bolsa llena y las comimos crudas.

Las chicas tomaron té y hablaron de ello. Y yo estaba seguro de que se trataba del fin del mundo. La guerra era toda mi vida y la guerra era el mundo. Había terminado la guerra. Así que había llegado el fin del mundo. Para mí no tenía otro sentido.

—Vamos a ver lo que pasa —dijo Doth.

—Ya sabes que no podemos dejar solos a los niños —dijo Marge.

Así que fuimos nosotros también. Ya había oscurecido y los brillantes tejados de la aldea resonaban con el rumor de las canciones. Cogidos de la mano bajo la lluvia, subimos la ladera y bajamos la calle. Crepitaba una hoguera en uno de los huertos, y una mujer saltaba, a la luz del fuego, roja como un diablo, con una jarra en la mano, lanzando gritos que no eran canciones. En los otros huertos había otras hogueras. Y apareció un hombre y besó a las chicas y dio un salto en el camino y giró sobre un pie. Luego se cayó en el barro y allí se quedó, moviendo las piernas como una rana y croando una estruendosa canción.

Yo quería pararme. No había visto nunca a un hombre así, con un buen humor tan desenfrenado. Pero apresuramos el paso. Llegamos a la taberna y miramos por las ventanas. El local parecía en llamas con sus muchas lámparas. A través de las ventanas mojadas por la lluvia, hombres de color rosa parecían inflamarse y arder en llamas. Exhalaban humo, bebían fuego de jarras doradas; yo escuchaba aquel gran estruendo, sobrecogido. Podía ocurrir cualquier cosa. Y ocurrió. Un hombre se levantó y rompió un vaso entre las manos como si fuera una nuez. Luego alzó las manos riéndose para que todos viesen los cortes. Pero la sangre se difuminaba en la luz rojiza general. Otros dos hombres salieron abrazados. Forcejeando y maldiciendo, se cayeron por el muro y rodaron ladera abajo en la oscuridad.

Se oyó gritar a una mujer a la que no veíamos.

«¡Jimmy! ¡Jimmy! —gemía—. ¡Oh, Jim! ¡Lo matará! ¡Voy a llamar al vicario, sí! ¡Oh, Jimmy!»

—Fíjate, fíjate —dijo Dorothy, sorprendida y encantada.

—Los niños deberían estar en la cama —dijo Marjorie.

—Espera un momento. Sólo un momento. Por un momento no va a pasar nada.

Entonces empezó a arder la chimenea de la casa-escuela. Se alzó en la noche un surtidor de chispas, retorciéndose arrastradas por el viento, que caían y bailaban a lo largo del camino. La chimenea silbaba como un volador y brotaban estruendosos grandes cohetes de llamas vaciando la casita, así que yo esperaba ver salir a continuación sillas y mesas, cuchillos y tenedores refulgentes y ardiendo. Las musgosas tejas se desmoronaban con un hollín sulfuroso, las fisuras de la chimenea vomitaban chorros de humo amarillento. Contemplamos todo aquello extasiados bajo la lluvia como si fuera el espectáculo reservado para aquel día. Como si aquella casa se hubiera reservado, junto con la basura inútil del año, para lanzarla al aire en llamas jubilosamente.

Cómo gritaban y se afanaban y cantaban todos, ebrios de cerveza y de la visión del fuego. Pero ¿qué ocurriría ahora que había terminado la guerra? ¿Qué les pasaría a mis tíos, que vivían en ella? Aquellos hombres remotos e inmensos que aparecían en casa de pronto hediendo a cuero y a caballo… ¿Qué le pasaría a nuestro padre, que también vestía de caqui, aunque especial, no como los otros? Su fotografía estaba sobre el piano: pulcro, desdeñoso, con una enseña en la gorra y bigote puntiagudo. Yo lo confundía con el Káiser. ¿Se moriría ahora que la guerra había terminado?

Mientras contemplábamos la chimenea de la escuela en llamas y olíamos el fuego por todo el valle, yo sabía que estaba ocurriendo algo trascendental. Esperaba el espectacular final de mi ya larga vida en cualquier momento. ¡Oh, el final de la guerra y del mundo! Tenía los zapatos mojados de lluvia y madre había desaparecido. Estaba seguro de que no vería otro día.

LOS PRIMEROS NOMBRES

La paz había llegado, pero yo no apreciaba ninguna diferencia. Nuestra madre regresó de muy lejos con emocionados relatos de la locura de la paz: cómo se paraban los desconocidos y se besaban en las calles y se subían a las estatuas gritando paz, paz. ¿Pero qué era la paz, en realidad? La comida sabía igual, el agua de la bomba estaba igual de fría, la casa no se derrumbó ni se agrandó. El invierno llegó con una tristeza anhelante y oscura, y la aldea se llenó de hombres desconocidos con tirantes y pantalones color caqui que fumaban pipas cortas, se rascaban los brazos y contemplaban los huertos en silencio.

Yo no podía creer en aquella paz. No traía ángeles ni explicaciones; no había alterado el carácter de mis días y mis noches, ni dorado el barro del corral. Así que la olvidé sin más y volví a mi investigación de los misterios del interior y el exterior de la casa. El huerto aún tenía rincones llenos de maleza, berzas ennegrecidas, piedras y tallos de flores. Y la casa, sus zonas cálidas y frías, sus agujeros oscuros y sus tablas parlantes, regiones de terror y bendito refugio; junto con una infinita variedad de objetos y ornamentos que se plegaban, se sujetaban, crujían y suspiraban, se abrían y se cerraban, tintineaban y cantaban, pellizcaban, arañaban, cortaban, quemaban, giraban, se caían o se desmoronaban. Había también un aparador que olía a pimienta, un resonante sótano y un piano susurrante, montones de arañas secas, hermanos que chocaban y el eterno solaz de las mujeres.

Yo era aún lo bastante pequeño para dormir con mi madre, lo cual me parecía el único objetivo de la vida. Dormíamos los dos juntos en el dormitorio de la primera planta, en una cama con barrotes de latón, cortinas y colchón de borra. Yo era por entonces el único de la familia elegido por ella como compañero de sus sueños, elegido entre todos para recibir un extra de amor; y creía tener derecho a ello.

Así que en la espaciosa noche y la espesura de su cabello consumía yo el manjar extra de mi sueño, me adormilaba y me acurrucaba junto a la calidez de su piel, bendecido por su lecho y su seguridad. Tras la separación del día y la amplitud de la casa, yacíamos allí los dos solos y unidos. Aquella oscuridad me parecía el fruto del endrino, blando y denso al tacto, pero era una oscuridad de beatitud y languidez sencilla, en que todas las aristas parecían redondeadas, propias y ajustadas; y resultaba que aquella presencia por la que habías gemido y suspirado no había huido, después de todo.

Liberada del ruidoso ajetreo diurno, mi madre dormía como una niña feliz, encogida en el camisón, respirando con leves sonidos de sorber en la almohada. En sus vuelos del sueño me mantenía cerca, como un paracaídas a su espalda; o se daba la vuelta y me envolvía en su gran cuerpo cansado, y yo me sentía tan a gusto como un ratón en un almiar.

Eran profundas y celosas aquellas noches sin palabras en que nos acurrucábamos y susurrábamos, como un secreto que yo guardaba durante el periodo de vigilia y que me situaba por encima de los demás. La noche llegaba para mí solo, yo era el príncipe de su oscuridad, en la que sólo yo conocería el desamparo inmenso del sueño de madre, su rostro inerte y sus brazos desnudos. Ni siquiera cuando ella se levantaba al amanecer y volvía vacilante a la cocina, ni siquiera entonces, quedaba yo abandonado del todo, pues seguía hecho un ovillo en el valle que su sueño había dejado, inmerso en su olor a lavanda, con la cara pegada a las sábanas para dormir de nuevo en el nido que ella había hecho mío.

A los tres años, yo creía que compartiría siempre el lecho de mi madre. No había pasado nunca una noche separado de ella, o no lo recordaba. Pero crecía deprisa. Ya no era el bebé; mi hermano Tony aguardaba en su cuna. Cuando oí los primeros rumores de trasladarme a la habitación de los chicos, sencillamente no podía creerlo. Mi madre jamás lo aceptaría. ¿Cómo iba a afrontar ella la noche sin mí?

Mis hermanas empezaron limando asperezas y halagándome. «Ya eres un hombretón», me decían. «Dormirás con Harold y con Jack», decían. «¿Qué te parece, eh?» ¿Qué me iba a parecer? Me parecía indignante. Fingí dolores de cabeza y conseguí unas noches más, mis últimas noches en aquel lecho blando. Después, las chicas cambiaron de melodía. «Sólo serán unos días. Luego podrás volver a dormir con mamá.» Yo no las creía del todo, pero mamá no decía nada, así que abandoné la lucha y me marché.

Nunca me pidieron que volviera a la cama de mi madre. Fue mi primera traición, mi primera dosis de dureza envejecedora, mi primera lección del afable y despiadado rechazo de las mujeres. No se dijo nada más. Yo lo acepté. Me hice un poco más duro, un poco más frío, y me concentré más en el mundo exterior, que estaba emergiendo ya visiblemente entre la niebla…

El corral y la aldea se manifestaron al principio a través de la magia y el miedo. Proyecciones de sus espíritus y de mis alucinaciones esbozadas en los primeros espacios en blanco con demonios. El golpeteo de los latidos cardíacos que oía en la cabeza ya no era el único tictac de un reloj privado, sino el desfile de monstruos que llegaban de fuera. Eran criaturas del «mundo» y venían a por mí, avanzaban valle arriba con la cabeza embutida en cestos de pan, gruñendo con el palpitar de mi sangre. Supongo que se debían a tempranas jaquecas, pero pasé días angustiosos esperándolos. Aunque eran infatigables caminantes, nunca sobrepasaban los límites de la aldea.

Ésta era una inquietud diurna que no compartía con nadie; pero la noche guardaba otras de las que me quejaba mucho más: velas que se apagaban, puertas que se cerraban en la oscuridad, rostros vistos cabeza abajo, agujeros de noche en el suelo, donde hervía la imaginación y empezabas a gritar hasta perder absolutamente el control. Estaban también los Viejos, que vivían en las paredes, en los sueños, debajo del retrete; que nos observaban y nos juzgaban, implacables, malévolos, y que eran, sin lugar a dudas, antiguas deidades ya enmohecidas. Estos Viejos nunca dejaban de controlar a los chicos y nuestras hermanas los conjuraban descaradamente; y la verdad es que en un hogar sin padre que mandara, eran sin duda los sustitutos perfectos.

Pero había un viejo pagano real de carne y hueso que nos dominó a todos un tiempo. Sus visitas a la aldea eran raras pero deliberadas; y, cuando aparecía, era algo autoritario y malévolo que paseaba entre nosotros, aunque afectaba más claramente a las mujeres.

La primera vez que lo vi noté un sabor amargo que recuerdo todavía. Era una noche gélida y luminosa de invierno atemperada por la luna y estábamos sentados en la cocina como de costumbre. Crepitaba el fuego suavemente, titilaban las velas, cotilleaban soñolientas las chicas. Yo dormitaba apoyado en la mesa, y Marjorie dijo de pronto: «¡Sssssh!».

Había oído algo, por supuesto, alguien oía algo siempre; así que me espabilé y presté atención. Los demás adoptaron actitudes de atención tensa; estábamos todos pendientes hasta del vuelo de una mosca. Yo no oí nada al principio. Ululó un búho en los tejos y le contestaron desde otro árbol. «¡Escuchad!», dijo entonces Dorothy; «¡Silencio!», dijo madre: y todos nos asustamos.

Alzamos la cabeza como un rebaño de ciervas y cervatillos sin macho. Entonces lo oímos, a lo lejos, por el sendero, apagado aún e inconfundible; un rumor de metal arrastrándose por la tierra helada y un intermitente repiqueteo de cadenas.

Las chicas intercambiaron miradas de sobrecogido reconocimiento, los ojos desorbitados por la fatalidad. «¡Es él!», susurraban con voces temblorosas. «¡Se ha soltado otra vez! ¡Es él!»

Era él sin duda. Madre echó el cerrojo a la puerta y apagó lámparas y velas. Nos apiñamos en la oscuridad enrojecida por el fuego a esperar su llegada siniestra.

El arrastrar de cadenas se oía más fuerte y más próximo repiqueteando en la noche, deslizándose hacia nosotros por el camino lejano en su avance implacable, iluminado por la luna. Las chicas se retorcían en sus asientos y empezaron a reírse como si hubieran perdido la cabeza.

—Silencio. Callaos. No os mováis —nos advirtió nuestra madre con expresión tensa de alarma.

Las chicas inclinaron la cabeza y esperaron temblorosas. Las cadenas repiqueteaban cada vez más cerca. Camino arriba, a la vuelta de la esquina, en lo alto de la loma: luego, con un tamborileo de pisadas, ya estaba allí. Las chicas, frenéticas, sin poder aguantar más, se levantaron de un salto dando extraños gritos, cruzaron a tientas la cocina iluminada por el fuego y apartaron las cortinas oscuras.El animal pasó orgulloso en la noche, la testa coronada por unos cuernos regios, los ojos lechosos cuarteados por los destellos de luz de la luna, su enorme cuerpo peludo. Avanzaba con tensas y rígidas zancadas balanceando la barba plateada y de la vigorosa maraña de sus ancas y lomos colgaban las pesadas cadenas que había roto.

—¡El macho cabrío de Jones!… —susurró nuestra Dorothy, casi con adoración. Pues no se trataba simplemente de un animal que se había escapado, sino de la bestia de un sueño antiguo, el animal que recorría los caminos de la aldea a la luz de la luna, mitad cautivo mitad rey en celo. Era inmenso y peludo como un caballo de Shetland y todos los hombres lo temían; en realidad, el hacendado Jones lo tenía encadenado a una estaca hundida metro y medio en tierra. Pero en las noches claras de luna, o en verano, ni estaca ni cadenas podían contenerlo. Entonces resoplaba y se encabritaba, arrancaba las cadenas del suelo e iba arrastrando su lujuria por la aldea.

Yo había oído hablar de él muchas veces; entonces lo vi al fin, avanzando a sacudidas calle abajo, viejo como un dios, portando sus cadenas como una vestidura, exhalaba una acre vaharada de sal, y olfateaba el aire a cada pocos pasos como si buscara a un amigo o una víctima. Pero caminaba solo; no se encontró con nadie, cruzó una aldea vacía. Esposas e hijas atisbaban desde los dormitorios a oscuras, los hombres aguardaban en las sombras con hachas. Mientras tanto, exhalando vigor y blanqueado por la luna, él siguió su ruta impresionante…

—No se ha visto nunca un macho cabrío tan grande como ése —dijo Dorothy con un suspiro.

—Te tiran y te patean. Me contaron que atacó a la señorita Cohen.

—¿Te imaginas que te lo encuentras al volver a casa sola…?

—¿Tú qué harías?

—Me daría un ataque. ¿Qué harías tú, Phyl?

Phyl no contestó: había salido corriendo y estaba en pleno ataque de histeria en la despensa.

El aterrador macho cabrío de Jones me parecía un fenómeno natural de aquella época, parte de una aldea que trataba a animales y a espíritus con la misma indiferencia que a los seres humanos. Parecía que todos formaran parte de la misma comunidad, aunque sus atributos fuesen muy diversos: unos eran benignos, a otros había que evitarlos a toda costa. Estaban los que aparecían en las distintas fases de la luna, dejó en el umbral , que podían avisar o bendecir o volverte loco, según su naturaleza. Estaba el Pájaro de la Muerte, el Carruaje, el Pato de la señorita Barraclough, la Casa del Verdugo y la Oveja de Dos Cabezas.