Siete meses - Karla Levy - E-Book

Siete meses E-Book

Karla Levy

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¿Alguna vez te has enamorado, de manera tal, que sientes que el aire no es suficiente para llenarte los pulmones de suspiros? ¿Así tanto, pero tanto, que parece que todo es posible? Yo también. En el Mundial de futbol del 2006, viajando por las pintorescas ciudades de Alemania, me enamoré de un francés. Con solo mirarlo a los ojos, las piernas dejaban de responderme. ¿Alguna vez te han roto el corazón en tantos pedacitos que no sabes si podrás volver a sentir? A mí también. Este es el primer libro de la serie "Meses", donde Alex nos cuenta, entre múltiples viajes por Europa, un antes y un después que voltearán su vida de cabeza. Más que una historia de amor, esto que tienes en tus manos es una historia del corazón. Una novela basada en una historia real en la que no todo es verdad, pero tampoco es mentira.

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Karla Levy Jiménez

Siete meses

Nova Casa Editorial

Publicado por:

Nova Casa Editorial

[email protected]

© 2016, Karla Levy Jiménez © 2017, de esta edición: Nova Casa Editorial

Editor Joan Adell i Lavé

Coordinación Maite Molina

Portada Pamela Díaz Vasco Lopes

Maquetación Daniela Alcalá

Revisión Claudia Márquez Daniel García P.

ISBN: 978-84-16942-40-4

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)

Índice

Siete meses

Sinopsis

Agradecimientos

Preámbulo

Desde el principio

El encuentro con el amor

Apostando al amor

La propuesta

¡Buenos días, Alemania!

Un paseo entre las nubes

El primer beso

El segundo primer beso

La última noche

Deshojando margaritas

Tan lejos de él y tan cerca de la muerte

¡Hola, Leipzig!

Un pequeño París

París siempre es París, Berlín nunca es Berlín

Perdida en Berlín

De nuevas aventuras

The hitchhikers

¡Por fin Hanover!

El (casi) reencuentro con el amor

The homeless

De sorpresa y deseos

De vuelta a casa

Cuando el amor toca tu puerta

El reencuentro

Entre deseos y travesuras

Dos días

Día uno (parte I)

Día uno (parte I I)

Día dos (parte I)

Día... la última parte

Bonjour, mon amour

La resiliencia (seis meses después)

Karla Levy Jiménez

Sinopsis

¿Alguna vez te has enamorado, de manera tal, que sientes que el aire no es suficiente para llenarte los pulmones de suspiros? ¿Así tanto, pero tanto, que parece que todo es posible?

Yo también.

En el Mundial de futbol del 2006, viajando por las pintorescas ciudades de Alemania, me enamoré de un francés. Con solo mirarlo a los ojos, las piernas dejaban de responderme.

¿Alguna vez te han roto el corazón en tantos pedacitos que no sabes si podrás volver a sentir?

A mí también.

Este es el primer libro de la serie “Meses”, donde Alex nos cuenta, entre múltiples viajes por Europa, un antes y un después que voltearán su vida de cabeza. Más que una historia de amor, esto que tienes en tus manos es una historia del corazón. Una novela basada en una historia real en la que no todo es verdad, pero tampoco es mentira.

Agradecimientos

Si nombrara a todas las personas que han marcado mi vida y me han hecho quien soy hoy tendría que escribir un libro entero solo con los nombres de cada uno. Este libro honra a todos aquellos que se han cruzado en mi camino. A los que alguna vez me echaron una mano y a los que no. A todo el que creyó en mí y al que no. Al que me apoyó y al que no. Al que me escuchó y al que no. Al que rio conmigo y al que lloró a mi lado. En resumen, a todos los que con sus acciones me hicieron más fuerte, hasta saberme capaz de lograr lo que me proponga.

Quiero enfocar la atención en mis lectores de Wattpad, que con sus comentarios me motivaron a seguir, confiaron en mí y tuvieron la paciencia de acompañarme hasta el final.

Pero, sobre todo, te agradezco a ti que estás dejando tu mundo un momento, para entrar en el mío. Gracias a ti lector por convertirme en escritora y hacer realidad uno de mis más grandes sueños.

Gracias, gracias, gracias.

Para mis padres, no solo porque me dieron la vida,tambiénpor darme el apoyo para vivirla a mi manera,por muy loca que esta fuera.

Preámbulo

«Siete meses».

«Siete meses».

«Siete meses».

Esas dos palabras seguían retumbando en mi cabeza incluso seis meses después de que el mundo hubiera colapsado sobre mí destruyéndose en mil pedazos. Sé que suena un poco dramático, pero lo fue.

Siete meses o veintiocho semanas o doscientos diez días o cinco mil cuarenta horas… Cada vez que hacía las matemáticas, perdía un poco más el sentido del tiempo.

No importa de qué manera lo contara, siete meses me sonó a una eternidad cuando mi amiga Daniela me dijo pausada, lenta y compasivamente que es el tiempo que se necesita estar sin contacto con alguien para sacarlo por completo de tu sistema, mientras me saltaban lágrimas de los ojos como en las caricaturas japonesas. «Siete meses» era lo único que podía escuchar en mi cabeza. Empezaba la cuenta atrás.

—Siete meses, my love, solo necesitas siete meses sin verlo, sin escuchar su voz, sin tocarlo, sin sentirlo. Después, esta tristeza que no te deja respirar, ya no te dolerá más. Vas a poder verlo sin sentir que necesitas abrazarlo... o matarlo. Solo siete meses. —Me acariciaba el pelo y me miraba con la cara llena de tristeza y miedo. Sus palabras venían cargadas de dulzura, pero a mí me sabían más amargas que un gin-tonic.

Todo el que me rodeaba parecía aterrorizado, como si estuvieran esperando a que me entrara un ataque de locura y me rapara la cabeza —como la Britney—, o que de pronto explotara una bomba dentro de mí. Sus sospechas eran ciertas, algo en mí estaba a punto de explotar. Era solo cuestión de tiempo.

Tic-tac, tic-tac…

—Solo siete meses, my love —me repitió. Sus dedos pasaron limpiando, con suavidad, las lágrimas que se me deslizaban por los cachetes sin cesar.

¿Solo? ¿Solo? ¿Solo?

Estaba claro que mi amiga no entendía lo que era estar veinticuatro horas sin ver esos ojos color gris claro, que la gente normalmente confundía con azules por no mirar detenidamente; acorazados por una línea más oscura que les daba un contorno perfecto; y enmarcados por un par de cejas marrones pobladas, que dotaban de fuerza y tono a ese perfecto cielo azul grisáceo en la mirada.

Ya me parecía un tormento estar un día sin ver ese lunar a lo Cindy Crawford, perfectamente coloreado, entre la nariz y la boca. ¡Esa boca, Dios mío!, con sus dientes alineados a la perfección y esos labios deliciosos que se engrosaban de fuera hacia dentro y que encajaban perfecto con los míos, delgaditos y besucones. ¡Veintiocho semanas sin ellos! Sin oír esa voz grave pero delicada, susurrándome su amor en francés; que tenía la característica de producirme escalofríos con solo un mon amour. Doscientos diez días sin tocarlo, sin sentir su piel rozando, sudando y fundiéndose con la mía. Siete meses, y ¿luego qué? Toda una eternidad sin sus besos. Siete meses sería solo el principio de una vida entera sin él.

Sus palabras querían ser una esponja para mis ojos, que parecían tener una fuga en los lagrimales, pero en lugar de consuelo sentí que me metían el corazón al congelador. Siete meses sonaba peor que una tortura medieval, de esas en las que se martiriza a la víctima con una gota de agua cayendo sobre su cabeza, con un cierto ritmo y frecuencia. Estoy segura de que antes de morir por el agujero en el cerebro se sobrepasa la locura a causa del fastidioso golpeteo.

Sabía que mis amigas intentaban hacerme sentir mejor, y quería agradecerles la intención, pero me era imposible, no podía expresar palabra a causa de mis sollozos.

Pensaba en dormir para salir de esa realidad y sumergirme en otra menos dolorosa, pero mis invitados estaban a punto de llegar, sin contar que pestañeaba y los ojos me ardían.

Por suerte, mis mejores amigas, con las cuales compartía el techo y por lo tanto la desdicha del desamor, se encontraban conmigo en ese momento. Corrieron a la habitación en cuanto oyeron que un objeto de vidrio golpeaba contra el suelo rompiéndose en pedacitos. No era mi corazón, pero habría sonado igual si hubiéramos podido escucharlo por dentro.

Me encontraron sentada en el suelo, vistiendo una bata de baño rosa, la mano sobre la boca intentando acallar los gritos del corazón y con la mirada perdida en la pantalla de la computadora mirándome desde el escritorio, burlándose de mí. Se sentaron a mi lado con cuidado de no pisar algún vidrio y me preguntaron qué había pasado. Mi cuarto parecía haber sufrido el paso de un tornado y todos se miraban entre sí con cara de what, intentando entender lo que sucedía y estudiando la habitación con detenimiento.

A nuestro alrededor, sobre el suelo, había miles de papeles esparcidos por doquier, seis o siete plumas de diferentes colores, un labial, un rímel abierto, un estuche de maquillaje despedazado, un vaso roto cuyo contenido nos empapaba las piernas y que nadie se había molestado en recoger aún. Todo aquello reposaba inerte sobre el escritorio junto a la computadora, antes de que mi brazo, con la fuerza iracunda de Hulk, lanzara todo por el aire. Siempre había querido hacer eso. Eso y tirarle la bebida en la cara a un patán se ve tan cool en las películas. La realidad es que hay tanto dolor detrás que no es nada, pero nada, cool. Además, después hay que limpiarlo todo, pero esa parte la editan en la pantalla grande.

—Háblanos, Alexa. ¿Qué pasó, churra? —preguntó Carola con un tono lleno de preocupación.

Nos llamábamos churras, porque en algunos países de Latinoamérica, como Colombia, significa guapa. Era obvio que esa vez lo decía por costumbre, pues mi pinta se asemejaba más a la de una loca: el pelo rizado y esponjado como un león, mi bata de baño rosa medio cubriéndome el cuerpo desnudo y la mirada perdida en la pantalla del ordenador. Si hubiera salido a la calle, la gente habría jurado que me había escapado de un manicomio.

Le respondí sin palabras, limitándome a señalar la computadora con mi cabeza, y Dani comenzó a leer en voz alta lo que encontró. Fue entonces cuando se abrió la fuga en mis lagrimales.

Un río templado de lágrimas furiosas brotó y descendió sin pausa por mis pálidos cachetes, dejando una huella de rímel negro en el camino. Los dedos ni siquiera intentaron detenerlas, venían cargadas de fuerza y odio.

Mi amiga Carola me tomaba la mano con fuerza, aunque con una mirada compasiva y entristecida. Ella era la fuerte, tenía la habilidad de hacernos reír justo en los momentos más tristes, volteaba nuestro mundo de cabeza como si nos hicieran cosquillas. Sacaba de su escondite el famosísimo Néctar Azul, un aguardiente colombiano que no solo hacía que se olvidaran las penas, también curaba todas las heridas; ponía a todo volumen su vallenato favorito, tan alto que parecía invitar a los vecinos a bailar al son de la guacharaca y un instante después, todo era alegría, fiesta y diversión.

—Esos pinches manes, marica, un día se van a arrepentir, ya verás. Los tendremos a todos rogándonos, marica, ro-gán-do-nos, de rodillas y todo —me gritaba por encima de la música con ese acento de la capital de Colombia, pero bien mexicanizado. El tono siempre de indignación, aunque con una sonrisa gigante en la cara. Me abrazaba por el cuello y me hacía beber de su aguardiente cual mamila en mano mientras gritaba «¡Wuuuuuuuu!».

Siempre que Caro estaba cerca, se aplicaba «la ley de Celia Cruz» y las penas se iban cantando. Pero esta vez era diferente, esta vez no tenía palabras motivadoras ni ganas de cantar, sabía que ninguna bebida milagrosa sería tan fuerte como para calmar ese dolor. Frédéric nos había roto el corazón a todas.

Después de leer lo que encontró, Dani estaba tan llena de rabia que, de ser una caricatura, le hubiera salido fuego por los ojos. Ella era su fan número uno, lo había ayudado mil veces a sorprenderme y siempre estaba de su lado en cualquier malentendido hormonal que me obligara a discutir con él.

—Es que es di-vino, marica, ¡divino! No cualquier man hace lo que él ha hecho por ti. No lo vayas a perder por una bobada, churra. En serio, piénsalo y tranquilízate —me consolaba con su adorable acento bogotano, en un tono regañón, pero que podría dar diabetes. Lo adoraba, pero parecía que a ella la había decepcionado tanto o más que a mí.

Nuestra casa parecía un chiste: dos colombianas, una brasileña y una mexicana viviendo en España bajo el mismo techo. Con nuestros respectivos novios: un italiano, un colombiano, un francés y un portugués, ocupando de vez en cuando nuestro espacio común, y a tiempo completo nuestros corazones. A simple vista, parecíamos la envidia de muchos. Lo cierto es que mi vida estaba muy lejos de ser perfecta.

Lilia, la brasileña, seguía sin poderlo creer, pensaba que podría ser una broma, para después sorprenderme con un anillo de compromiso o algo muy Frédéric que siempre nos dejaba boquiabiertas y embobadas.

La pobre estaba hecha un manojo de nervios, caminaba dando vueltas en el pequeño espacio de la habitación y no dejaba de mirar el teléfono, como esperando una llamada milagrosa.

—Ay, nau lo creo, marica.Nau. Lo. Creo. Nau acredito que sea tan gilipollas —repetía sin cesar con un acento brasileño-colombiano-español que solo se lo he escuchado a ella—. ¿Por qué nau le llamas?

—¡Ni madres, marica! ¿Estás loca? ¡Ni se te ocurra, Alejandra! —El grito enfurecido de Carola llenó la habitación.

—Es que nau entiendo. Después de todo lo que ha hecho por ella. ¿Y si estaba brincando para sorprenderla con un anillo?

Me limité a negar con la cabeza. Frédéric jamás bromearía con algo así. Me llevé las manos a la cara en desesperación. Todos tenían una opinión y hablaban al mismo tiempo. Apenas podía escuchar lo que decían. Seguía pensando en las palabras de Lili, pero llamarle no era una opción. ¿Qué le diría? «Hola, mon amour, perdona que te moleste en mi cumpleaños. Tengo una duda. Me llegó un mail y no estoy segura si quieres terminar la relación o si es una broma porque te quieres casar conmigo». No, en definitiva, no era una opción.

—¿Quiere que le metamos un sustico al hijueputa ese, Ale? Usté sabe bien que lo que necesite, aquí estamos —interrumpió mis pensamientos el novio colombiano de Caro, que intentaba empatizar conmigo. Se golpeaba con un puño la mano, pero todos sabíamos que no lo decía en serio.

Los novios se llevaban muy bien entre ellos, algunas veces se iban de fiesta en club gay, como los llamábamos, con la mera intención de molestar. Sin embargo, en esa ocasión me parecía que estaban de cierta manera agradecidos de que el francés hubiera salido del cuadro. Sus sorpresas tan estúpidamente románticas y sus detalles tan cursis los ponía a todos en la mira y los dejaba como malos novios.

Por suerte para ellos, ya no había de qué preocuparse, pues Frédéric Lévêque —el modelo del novio perfecto—, se había quitado la botarga de príncipe azul dejando al desnudo a un ogro desalmado. Veinte minutos antes de que llegaran los invitados a mi fiesta de cumpleaños número veintiséis, había decidido dejarme a mí, Alejandra Jáuregui, por medio de un e-mail sin tacto. Me felicitaba deseándome lo mejor y agregaba —así, tan ligero como quien te da los buenos días— que necesitaba quitarse un gran peso de encima o de lo contrario siempre tendría una espinita clavada. Cuanto más lo leía, más ganas me daban de clavarle esa misma espina en otro lado.

—Léemelo otra vez —le pedí a Dani con voz cortada y llorosa.

—Creo que escucharlo siete veces es suficiente, my love —se negó con ternura.

—Por favor, la última —insistí con ojos de perrito triste que le impidieron rechazarme.

Tic-tac, tic-tac…

Suspiró y comenzó a leer con la voz cargada de tristeza:

Mon amour, no sé por dónde empezar… tal vez con: ¡JOYEUX ANNIVERSAIRE! Ya eres más joven que ayer y al parecer tevuelves más y más guapa cada minuto.

¡Mi vidaes un completo desastre! Tienes razón, no sé qué hacerni lo que quiero. Parece que no soy un adulto,más bien soy un adolescente tratando de actuar como unhombre.

He estado distante porque decidí darle a mi exnoviaotra oportunidad. Yo sé que estas no son las palabrasque querrías escuchar, pero necesito intentarlo por última vez osi no me arrepentiré. No estoy seguro de que funcionará,no hay confianza en la relación, lo que hay esmucho miedo, resentimiento y enojo.

Pero siento que es necesariopara los dos... Para los tres. Necesito vivir esta relaciónhasta el final, hasta que ya no quede nada. Tengoque hacer esto para no tener ningún arrepentimiento y estaren paz conmigo mismo, o de lo contrario siempre tendréuna espinita clavada por no haberlo intentado lo suficiente, yno haberle dado una última oportunidad. Con esa sensación dentrode mí, no puedo estar al cien contigo.

No sécómo explicarlo, es complicado. Imagina que soy como una serpiente,salí de mi piel vieja, pero esta sigue colgando, quieroentrar en ella de nuevo, pero ahora es muy pequeñay la nueva no está lista todavía. ¿Se entiende loque quiero decir? Es todo tan complicado, te lo dije,soy un caos.

El punto es que no me arrepientode nada de lo que pasó entre nosotros. Sigo pensandoen ti cada día, pero mi vida es un desastrey estoy lastimando a toda la gente a mi alrededor.

Te extraño y nunca he querido lastimarte. No sé adónde me llevará la vida ni mis decisiones, de cualquierforma:

¡Feliz cumpleaños, mi tierna y adorada Mexisexy!

Mua, mua, mua.

P.D. No te pongas borrachita, si no empezarásun nuevo año cruda y vomitando. Salúdame a todos.

Tupequeño demonio francés.

Desde el principio

Todo tiene un principio: las historias como esta, los cuentos, las canciones y hasta la vida. Comenzaré por contar cómo empezó todo; cómo y por qué fue que me enamoré (perdidamente) de ese dichoso francés. Esa ruptura marcó un antes y un después en mi vida y es necesario explicar lo que pasó primero, para poder entender lo que hice luego.

Sin embargo, este no es solo el inicio de la historia. Estoy convencida de que mi vida no empezó en México cuando nací, sino en Salamanca, España, una mañana a principios del verano de 2006 cuando desperté con la canción de moda de Shakira, sonando desde mi celular.

—¡Güeeeeeey, qué emoción! ¡Ya no falta nada para vernos otra vez! —escuché gritar eufórica a mi amiga Romina al descolgar el teléfono—. ¡Ya están reservados nuestros vuelos!

Miré el reloj sobre la mesilla a un lado de mi cama que apenas marcaba las nueve de la mañana y me tallé los ojos intentando entender lo que sucedía.

Junto con su voz, un rayo de sol veraniego se colaba sin invitación por mis cortinas, rebelándose ante mis ganas de dormir. Estiré, cual gato, todas las extremidades de mi cuerpo con el fin de espabilarme, solté un pequeño gemido y le contesté con voz amodorrada:

—Hola, amiga, no me vas a despertar a esta hora todos los días, ¿verdad?

—¡Claro! ¡Tenemos que aprovechar! No vas a dormir todo el día mientras estemos de vacaciones, ¿o sí? —replicó imitando mi tono de voz.

Mi amiga la Romas llevaba tres meses (de seis planeados) backpackeando por Europa. Iba quedándose en casas de locales desconocidos que no le cobraban ni un peso por usar un sillón en su sala, el suelo o a veces, si había suerte, hasta un cuarto privado.

La primera vez que escuché lo que haría, pensé que por tacaña se metería en un problema. Con lo baratos que son los hostales en Europa, me pareció peligroso que, por ahorrarse unos pesos, se adentrara a dormir en la boca del lobo. Aunque he de confesar que también sonaba emocionante. Era una nueva red social, un proyecto llamado Couchsurfing (surfeando sofás), que te permitía conocer gente local mientras viajabas y te daba el gran beneficio de hospedarte gratis en cualquier parte del mundo, con desconocidos, pero gratis.

Siempre me ha gustado la aventura, así que cuando me habló para invitarme al mundial de fútbol en Alemania y así poder viajar juntas antes de que ella pasara por España, me pareció una idea fenomenal. Cuatro años sin verla, más de un año sin novio y dos semanas de vacaciones pendientes en mi trabajo, me facilitaron la decisión, sin olvidar que la Romas podría conseguirnos hospedaje (repito) gratis en todas las ciudades visitadas.

Nos esperaba el inicio de un verano increíble, siete largos días de desconexión con mi mundo español, mi trabajo y mi rutina. Estaba ansiosa por ver ese país que había dado vida a la segunda guerra más grande del mundo. No podía siquiera imaginar cuánta historia habría escondida detrás de cada edificio.

—No, vieja, era broma. Despiértame tempranísimo que no quiero perderme de nada. ¡Ya tengo todo listo! Y tú, ¿qué onda, ya nos conseguiste casa? —pregunté temerosa de escuchar una respuesta negativa.

—Hablé con los Anicetos y me dijeron que sin problema nos podemos quedar con ellos en Fráncfort al llegar a Alemania. Lo demás, después vemos. He mandado varias solicitudes en Couchsurfing así que tú no te preocupes —me contestó con ese entusiasmo que la caracterizaba desde los seis años.

Los Anicetos eran un grupo de amigos de la adolescencia que también estarían por allá. Mi mamá los odiaba, porque todas mis tardes y fines de semana los pasaba con ellos, en la casa, en el club o «a saber en dónde», como decía ella. Ya no eran muy cercanos, pero saber que habría más caras familiares me tranquilizaba. Todo el mundo los conocía con ese apodo, pero creo que, incluso hoy, ni siquiera ellos saben por qué.

Romina y yo nos conocimos en primero de primaria. Nos sentábamos juntas y las maestras siempre nos separaban porque no parábamos de hablar. Aún no me queda claro de qué tanto podíamos platicar con solo seis añitos. Ella tenía un grupo de amigas y yo otro, pero con el paso del tiempo nos fuimos alejando de ellas y fuimos armando el nuestro. Así, en primero de secundaria éramos yasiete amigas inseparables.

—¿Y con los Anicetos dónde? ¿Cabremos todos? —le pregunté, mientras trataba frente al espejo de acomodar mis largos rizos color chocolate, que me hacían parecer un náufrago recién levantado.

La interrogaba por seguir la plática, pues, mientras fuera gratis, a mí me daba igual dormir en el piso o en los pies de alguien.

Mi querida amiga me contó que el Kiks, uno de los Anicetos, había vivido con un alemán en Estados Unidos, Stephan se llamaba. Al saber que quince mexicanos pisaríamos tierras germanas, a Stephan le olió a fiesta y en seguida ofreció la enorme casa de sus padres para que llegáramos ahí. Conociendo nuestra reputación, le pareció una idea tan maravillosa que invitó además a todos sus amigos de las áreas circundantes para que se unieran a esta celebración.

Conseguí un «vuelo a precio de taxi», de esos súper incómodos que te dejan en un aeropuerto que parece más cerca de tu casa que del destino visitado. Al llegar a Fráncfort tomé un tren directo hasta Kelkheim, donde me esperaba Romina y la hospitalidad alemana.

Ese viaje me quitó de un vistazo los estereotipos que tenía de un país gris y triste que había visto retratado en películas de guerra. Para mi sorpresa, un paisaje lleno de colores, campos enormes y abiertos, cubiertos de un pasto verde y cortado con una simetría perfecta, pasaba por mi ventana recordándome las vistas de Escocia.

Vi pasar frente a mí algunas vacas y borregos pastando y me alegré al saber que se aproximaban unos días en los que estaría rodeada de naturaleza.

Sentía que olía el aire fresco con aroma floral y aunque no era posible escuchar nada desde el vagón, podía imaginarme el sonido de las campanas de las vacas al pastar. Siendo toda una chica de ciudad, esa imagen me hizo sentir como Heidi, la niña de las praderas. Se me antojaba salir del tren, correr por el pasto, tirarme de espaldas entre las flores como si estuvieran acolchonadas y revolcar mi cuerpo gritando «¡oloréoloréoloréjijíoejijíoejijí!».

Llegué con facilidad a la gran fiesta, no me costó trabajo encontrar la casa pues se escuchaba música desde lo lejos y me dejé llevar siguiendo el olor de carne a la parrilla.

Entré al jardín, con timidez en la mirada y mi backpack en la espalda, buscando alguna cara conocida. Con gran alegría vi a mi amiga saltar desde lo lejos. Comenzó a acercarse corriendo y esquivando a toda la gente. Pude ver su pelo liso casi negro moverse hacia los lados mientras corría hacia mí. Intenté hacer lo mismo, pero el peso de mi estorbosa mochila entorpeció mis pasos. Me la quité de los hombros y apenas tuve tiempo suficiente para recibirla volando hacia mis brazos. Sentí que mis ojos se llenaban de lágrimas de emoción y no me sorprendí al sentir el rostro mojado de mi Romis también.

—¡Mi Alex! ¡No puedo creer que estemos juntas en Europa! —Se soltó del abrazo, saltó y aplaudió con rapidez.

Casi todo el que me conocía me apodaba Alex. Aunque siempre he sido muy femenina y suelo vestir con estilo, mis amigos decían que mi actitud era la de un niño más, pues cuando estaba con ellos me transformaba. No me asustaban sus historias guarras y sabían que, si estaba yo, podían platicar de lo que fuera y ver cualquier programa de televisión, incluyendo esos llenos de vulgaridades que hacían que el resto de mis amigas saliera corriendo. Digamos que solo me faltaba escupir al suelo y rascarme mis partes íntimas cuando estaba con ellos.

Estar con Romina en Alemania era como un sueño, no podía creer que hubiera pasado tanto tiempo sin verla. De niñas éramos inseparables. Hasta hicimos un juramento de sangre prometiendo estar siempre juntas. ¡Tan inocentes!

Después de ponernos al día, sin mucho detalle, me llevó a conocer al anfitrión. Apenas era mediodía y Stephan nos esperaba ya con salchichas enormes en la parrilla y una cantidad incontable de cervezas alemanas bien «muertas». Nunca antes había visto tanta comida y cerveza en una fiesta casera, y cabe mencionar que la adolescencia y gran parte de mi vida adulta, la pasé bailando de fiesta en fiesta.

Había pocas personas, los mexicanos estaban por llegar y los demás invitados iban apareciendo a cuenta gotas. Era viernes y muchos de ellos —como los franceses— se unirían a la fiesta al salir del trabajo para pasar el fin de semana comiendo salchichas, bebiendo cerveza y viendo el fútbol.

Por más masculino que sonara el fin de semana, Romas y yo estábamos tan emocionadas, que parecíamos niñas de siete años a punto de conocer a Mickey Mouse en Disneylandia.

El encuentro con el amor

Los mexicanos llegaron casi todos en el mismo vuelo, cada uno llevaba dos botellas de tequila (porque la ley no permite llevar más) y algunos dulces enchilados típicos de nuestro país para compartir con los invitados europeos.

La fiesta ya empezaba a tomar forma. Había gente de Grecia, Italia, España, Alemania, Inglaterra, Hungría y hasta Letonia. Algunos de ellos conocían a Stephan, mientras que otros tantos eran amigos de los amigos, como nosotras.

Después de saludar a los trece mexicanos con el afecto que guardaba en los recuerdos, nos empezamos a integrar bastante bien a la atmósfera europea. Había una gran variedad de típicas salchichas alemanas, perfectas para cualquier paladar carnívoro.

Algunas tenían especies y hierbas por dentro, otras eran de un color amarillo dorado mate. Bastaba verlas para empezar a salivar. Había unas con un tono más rojizo, pero todas ellas eran muy largas, y tan anchas que parecía que no nos cabrían en la boca. Las acompañamos con pan, una mostaza picosita y una ensalada de papas frías al estilo alemán. Una verdadera delicia para los amantes de la carne.

Comíamos y platicábamos mientras que movíamos un poco el cuerpo al ritmo de la música de fondo. Yo no soy fan del tequila así que las cervezas alemanas se volvieron mis mejores amigas.

—No gracias, no me gusta el whisky —escuché a Romina a mis espaldas, rechazando a un agradable y rubiecillo alemán que más que guapo era bastante simpático. Tendría unos kilitos cargados de más en sus abdominales; sus mejillas estaban chapeadas al igual que su redondeada nariz y digamos que solo le faltaba tener una barba larga y blanca para que nos sentáramos en sus piernas a pedirle regalitos de Navidad.

Me integré a su conversación para descubrir que Michi, como se hacía llamar el alemán, había traído desde el noroeste de Escocia un whisky que presumía tener la más fina mezcla de malta, dándole un sabor suave, delicado y dulce. La botella estaba cerrada y su etiqueta marcaba «Isle of Skye, doce años».

—¿Y qué son estas piedras negras? —le pregunté señalando una cajita a un lado de la botella, y ya bien dispuesta a darle una probadita al whisky.

—Se llaman hielos de roca, cuando hacen contacto con el whisky lo mantienen frío sin que se disuelva el alcohol y así poder disfrutar a plenitud sus principales aromas y sabores —me respondió en un tono muy formal, pero más en plan amigable que de sabelotodo—. Son de Suecia, a los amantes del whisky les encantan estos pequeños detalles, pues de esta manera no pierde su esencia. Acompáñame a enfriarlas para que lo pruebes —Señaló la cocina con un movimiento de cabeza y lo seguí sin pensar demasiado.

No soy fan del whisky tampoco, lo mío es el ron, pero en esta fiesta solo había tequila, cerveza y una botella de este delicado escocés. Me animé a probarlo más por la curiosidad de las rocas negras que por la mezcla de maltas y su edad.

Resulta que el proceso llevaba su tiempo pues había que dejar las rocas enfriar por lo menos una hora. Pero no había prisa, apenas estaba cayendo la noche.

Michi me contó que vivía en Heidelberg (se pronuncia Jaidelberg), una ciudad de estudiantes al suroeste de Alemania muy cerca de la frontera francesa. Me describió en detalle el gran castillo y el río atravesando la vieja ciudad de estilo barroco, se escuchaba tan pintoresca y romántica que pensé sería un sueño visitarla.

Si alguien me hubiera dicho que en poco tiempo estaría viviendo uno de los peores días de mi vida en su casa no lo hubiera creído.

Mientras esperábamos el proceso de las dichosas piedras frías, bailábamos bajo un cielo despejado y lleno de estrellas que resaltaban del fondo azul oscuro. La noche nos regalaba una luna casi llena que iluminaba el jardín lleno de risas y alegría.

Me acerqué a Stephan para agradecerle su hospitalidad y este me presentó a sus padres y a su hermano pequeño, que de pequeño no tenía nada. Ambos medían casi dos metros y su parecido les hacía imposible negar su parentesco.

Además de la altura, tenían los dos un cuerpo ancho bastante escultural, no de los que pasan horas en el gimnasio, pero sí de esos que se te antoja tocarle los brazotes. Se me asemejaban a un galán de caricatura de Disney, de esos que son más bien los malos, pobres o ladrones al principio. No al típico príncipe de rasgos delicados y afeminados. Me sentía en un universo paralelo con tanto guapo alrededor.

Mientras hablaba con el anfitrión, se acercó también su novia (razón por la cual dejé de soñar con sus brazos levantándome por el aire). La güera era justo lo contrario a él. Una holandesa, muy pequeña y delgadita, con la piel pálida, tan característica de los vampiros... Quise decir los europeos, y el pelo rubio casi blanco. Iba vestida de naranja, de pies a cabeza: shorts, camiseta, calcetas, tenis… Supongo que para apoyar a la selección de fútbol de su país, pero más bien parecía la ficha perdida de Parchís.

Cuando escuchó que éramos mexicanas, se emocionó y empezó a contarme cosas maravillosas de mi país y de los míos. Al instante se me infló el pecho. Saber que los mexicanos vamos por el mundo dando una buena impresión, me enorgullece mucho. Al parecer les caemos bien a los europeos, creo que se lo debemos a nuestras tradiciones y a la calidez de la gente. Aunque me he llegado a sentir como la mascota del grupo, cuando me rodean y me piden, con un entusiasmo no apto para mayores de edad, que diga: «¡ándale, ándale!».

Michi se nos unió a la conversación ya con el whisky y las rocas negras en mano para mi degustación. Abrió la botella de su Isle of Skye y me sirvió dos dedos del añejado scotch en un vaso de vidrio bajo, cuadrado, con tres piedras negras.

Al mojar mis labios pude sentir el excepcional sabor del whisky: suave, dulce, con un toque de madera de roble y un poco de miel. Le di un trago más largo y al sentirlo en mi paladar me pareció también percibir un sabor ahumado, el alcohol apenas se notaba. Me encantó.

El alemán notó por mi cara la armonía que el whisky había dejado en mi boca y se mostró un tanto satisfecho. Le agradecí el haberlo compartido conmigo; me sirvió un poco más y lo dejó reposando sobre la mesa.

—Toma todo cuanto quieras, hoy no le pienso ser infiel a mi tequila —me dijo sonriendo, con esa simpatía y gracia de su persona.

Era obvio que los Anicetos se habían apoderado del reproductor de música, pues noté que mi amiga estaba muy alegre «bailando» salsa con un alemán, o por lo menos intentando enseñarle, y no pude evitar soltar una carcajada. Una vez escuché que hay nacionalidades a las que les deberían prohibir bailar, pero no fue hasta ese momento que entendí esas sabias palabras. Parecía como si la gente estuviera peleando con abejas asesinas o deshaciéndose de telarañas invisibles. El jardín estaba repleto de esos bailarines.

Mi diversión se vio interrumpida con la canción Hips don’t lie de Shakira, combinada con la vibración proveniente de mi celular. Contesté con una gran sonrisa al ver que era Mario, mi compañero de trabajo. Un genovés con una gran pasión por la comida, el fútbol, el sexo y mi excompañera de piso. En los últimos años nos habíamos vuelto mejores amigos gracias a su obsesión por Teresa y a que mi jefe en la cafetería le había dado más horas de trabajo, por lo que pasábamos más tiempo juntos, ideando nuevas maneras (siempre relacionadas con sexo) para conquistar a mi amiga.

—¿Qué haces tú, te interrumpo? ¿Ya estás ligando verdad? ¿Estás borrachita? ¿Cómo llegaste? ¿Todo bien? —preguntó con su fortísimo acento italiano que, aún después de siete años en España, seguía conservando casi intacto. Sin contar las groserías españolas, parecía que hablaba italiano.

—Bailando. No. No. Aún no. Bien, gracias. Todo bien —le contesté haciendo burla de su interrogatorio.

—¡Qué pesada! Cuéntame algo que estoy como ostra en la cafetería, no hay ni Dios que se pare hoy por aquí. ¿Hay alguien a quien te quieras sabrosear hoy? —preguntó rogando por escuchar una respuesta afirmativa que le quitara el aburrimiento.

No me extrañó para nada su pregunta, me hubiera resultado más raro que no hubiera hecho un comentario sexoso.

—Aún no, estoy esperando a los franceses que amenazaron con llegar a la una de la mañana. —Mi sonrisa se expandió por todo lo ancho. Lo decía con la única intención de molestarlo. Sabía muy bien que había tres cosas que le ponían los pelos de punta La Juve, el presidente Zapatero y los franceses.

—¡Gilipollas! ¡Anda ya! ¡Mejor sola que mal acompañada! —respondió enfadado. Era tan fácil hacerlo rabiar.

Me metí en un pequeño salón para protegerme del ruido de la fiesta y poder hablar tranquila, sin tener que taparme un oído para escucharlo.

Hablamos un buen rato. Le conté de mi más reciente amor por Escocia, de las salchichas (que por supuesto trajeron en respuesta comentarios llenos de vulgaridad) y del buen ambiente de la fiesta. Tuvo que colgar, pues era hora de cerrar y un molesto personaje había entrado a «tocarle las narices», como dijo antes de dejarme hablando sola.

Me giré hacia la puerta para regresar a la fiesta y buscar una víctima con quien bailar, pero mi cuerpo chocó contra una pared invisible al ver frente a mí un par de ojos grises que me robaron el aliento en un instante.

Me gustaría aclarar una cosa, estaba en Alemania, rodeada de europeos con pinta de Adonis; los griegos me dejaban sin aliento y había un rubiecillo de Letonia que parecía salido de un anuncio de revista, pero ese guapo frente a mí iba más allá de todo concepto. Parecía que lo habían diseñado a mano, como si hubiera salido de una computadora.

Tenía unos ojos grises con destellos azulados rodeados por un contorno más oscuro, que resaltaban contrastando con su piel canela y gracias a un par de cejas bien pobladas. La barba de tres días le ocultaba, a medias, un pequeño lunar justo entre la nariz y la boca, igual que el de Cindy Crawford, pero unos centímetros más arriba.

¿Quién se imaginaría que un punto en la cara sería tan sexy? Desde luego hay que tenerlo en el lugar indicado, pues si ese mismo lunar hubiera estado en la punta de la nariz rodeado por unos cuantos vellos, tal vez no estaría narrando esta historia.

Se notaba a leguas que tenía muy en claro su atractivo. Su porte y su caminar reflejaban seguridad y confianza. Podría asegurar que estaba acostumbrado a las miradas fijas de la gente. Me sentí como en la típica escena de película donde un apuesto caballero entra a una cafetería y tanto hombres como mujeres interrumpen su conversación, su libro o su trabajo, para seguirlo con la mirada, mientras el tiempo se congela. Al salir del local, la gente vuelve a sus actividades como si les hubieran quitado la pausa. Así me había quedado yo: en standby.

—Perdón —se disculpó, acortando la distancia entre nosotros— estoy buscando a Stephan ¿lo has visto por aquí? —preguntó en inglés, quitándome la pausa.

—No en los últimos diez minutos, pero debe de ser fácil encontrarlo, es muy grandote como para pasar desapercibido —respondí, con miedo a que se me notaran las ganas de arrancarle la camisa.

Mi comentario le resultó un tanto cómico y me extendió la mano junto con una sonrisa que revelaba una tenue arrogancia.

—Frédéric —me dijo con un firme, delicioso e innegable acento francés.

¡Llegaronlos franceses! ¡Contrólate Alex, contrólate! Mario me va a matar.

Siempre había tenido una terrible debilidad por los franceses, pero es que son adorables y su acento me derretía. Ese blublublu era un masaje para mis oídos; escucharlo era como estar en un trance.

—Alex —le contesté dándole la mano con un poco de indiferencia para que no notara que me derretía por dentro, cual gelato en un verano en la Toscana.

—¿Alex? ¿Qué no es ese nombre de chico? ¿De dónde eres? —Frunció el ceño sin soltarme la mano.

—¿Y cómo sabes que no lo soy? —Alcé una ceja en plan retador.

—Pues hay una forma de averiguarlo.

Su tono seductor me hacía imaginármelo desnudo. Aún con mi mano en la suya, se acercó despacio como si fuera a besarme. Se detuvo a la mitad del camino para esperar mi reacción.

Me acerqué de la misma manera, dispuesta a recibir su beso, pero me contuve.

—No creo que tengas tanta suerte —le murmuré muy cerca de sus labios, provocándole un escalofrío. Le solté la mano y salí del salón, no sin antes regalarle un guiño muy coqueto.

Al girarme de nuevo lo sorprendí sonriendo y negando con la cabeza.

—Stephan está con su hermano al fondo del jardín. —Le señalé su ubicación con la cabeza. Sin borrarme la sonrisa fui a ver a Romina.

Necesité sacar todas mis fuerzas para no mordisquearle esos labios delineados a la perfección. Con solo haberlo tenido cerca un momento, ya sentía que las piernas no me respondían igual. Como si se hubieran hecho agua solo por percibir su aroma.

—Acabo de conocer a mi marido —le conté a mi amiga dejando salir un suspiro que parecía falso de tanta intensidad.

—¿Dónde, dónde? —Movió la cabeza para ambos lados con rapidez y curiosidad.

Miré hacia el rincón en el que se encontraba el anfitrión hacía apenas unos segundos. Para mi sorpresa, Michi, Stephan, su hermano, Frédéric y el alemán «bailarín» de mi amiga, nos miraban sonriendo y asintiendo con la cabeza. Era obvio que estaban hablando de nosotras.

—Sí, mi Alex —me dijo mirándolo a los ojos y con total seguridad—, no hay duda, es él.

Apostando al amor

Conozco a muy pocas mujeres que no se imaginen casadas y con hijos a la hora de conocer a alguien interesante. Tenemos esa (maldita) habilidad de transportarnos de manera inmediata a un futuro fantasioso salido de un cuento de hadas en donde todo es felicidad. No hace falta más que mirar los ojos de alguien que nos gusta para que nuestra imaginación se suba a un DeLorean, pulse los botones «diez años adelante» y arranque hasta alcanzar las ochenta y ocho millas por hora. Nos toma la misma cantidad de tiempo viajar al futuro y regresar, que lo que toma decir la palabra «hola».

Y ahí estaba yo, viviendo en París con dos de mis hijos ojo-azulados corriendo entre mis piernas y una hermosa princesita rubia saltando hacia los brazos de su padre, Frédéric el guapo, mi guapo. Ni siquiera sabía de qué parte de Francia era, pero ya andaba por ahí corriendo a orillas del río Sena agarrada de su mano y con nuestros hijos saltando frente a la torre Eiffel. Estaba a punto de susurrarme algo romántico al oído cuando mi sueño diurno se vio interrumpido.

—Sí, es él —me repitió Romina reforzando su certeza.

—¿Cómo sabes? —Mi mirada aún clavada en los ojos grises de mi francés.

—A ver, ¿cómo sabes que sabes que el cielo es azul, mensa? —me contestó con tono de obviedad y con una tierna voz infantil— porque lo puedes ver, ¿no?

Sus palabras confiadas y seguras le dieron más vuelo a mi imaginación. Pude vernos bailando bajo la luna, nuestro primer beso romántico, delicado y delicioso, lo escuché decirme al oído palabras de amor incomprensibles, nos vi brindando en nuestra boda y hasta sentí los rayos del sol de la Polinesia Francesa broncear mi piel durante nuestra luna de miel.

Lo malo de soñar despierto es que la realidad nos pega un par de cachetadotas en la cara para despertar. ¿Cuándo se ha hecho realidad algo que pasó en un sueño diurno? ¡Nunca es la respuesta! ¡Nun-ca!

Las expectativas de amor siempre superan la realidad y todo por culpa de Disney, las chick flicks, Ashton Kutcher y los escritores frustrados que no tienen otra cosa que hacer más que mantenernos la ilusión amarrada a las letras.

Me parece que a estas alturas ya se puede notar que crecí influenciada por Disney y sus princesas; en mi defensa, todo el mundo está influenciado por algo.

Vimos a los chicos extranjeros con cara de travesura, haciéndonos gestos con la mano, indicándonos que nos acercáramos a ellos.

—Vamos, vieja —me dijo Romina con determinación, haciendo que mis piernas se agitaran con nerviosismo una vez más.

Siempre le había admirado ese andar sin miedo por la vida. La seguridad que tenía sobre las cosas daba la impresión de que sabía el qué y el porqué de lo que hacía. Se dejaba llevar por la corriente, pero con la certeza de que cosas muy buenas la esperaban a la orilla.

—Nunca hay que empujar al río —me aconsejaba cuando más lo necesitaba—, el río fluye, solo hay que seguirlo.

No solo admiraba su personalidad, también su cuerpo. Romina tenía dos pedazos de cachetes redondeados y carnosos, deslumbrantes a la vista de cualquiera. Bajaban desde su pequeña y delineada cintura, tan estrecha que parecía caber en dos manos. En más de un centenar de ocasiones, tuvimos que lidiar juntas contra hombres perversos tratando de tocarle el trasero con una nalgadita o un leve roce, como queriendo probar un pedacito de ese gran pastel. Se saboreaban sus delicias pasándose la lengua por los labios de una manera vulgar y atrevida. Era incontrolable. La misma cantidad de veces vimos a mujeres clavándole los ojos con envida como si con la vista pudieran desinflarle su belleza.

No solo era cuerpo, mi amiga tenía la piel muy blanca y el pelo casi negro, largo y tan liso como la lluvia. Sus cejas bien pobladas resguardando esos ojos grandes del color de las avellanas era lo primero que veías en ella... O lo segundo, después de su trasero. Su nariz era redonda y pequeñita y sus labios tiernos y sonrientes. Si no fuera por sus nalgotas, parecería una muñequita de porcelana.

Poco podías hacer cuando ella decía «vamos», así que la seguí con timidez hacia la boca del lobo.

—Así que es gracias a ustedes por lo que se organizó esta fiesta —dijo Frédéric sorprendido y muy contento.

¡Que no le vea las nalgas, queno le vea las nalgas!

Mi inseguridad innata me decía que en el momento en que mi francés pusiera ojos en ese carnoso y delicioso trasero, dejaría de ser mi y pasaría a ser insípidamente un.

—En realidad es gracias al fútbol, ¿no? —Miré a Stephan.

—¡Una cosa más para venerar ese magnífico deporte! —gritó entusiasmado el alemán bailarín del que no recuerdo su nombre, pero digamos que se llamaba Hans.

Con ese comentario tomó a Romina de la cintura y se la llevó a «bailar» entre la gente. No me queda muy claro qué es lo que intentaba hacer con esos movimientos, pero parecía más bien que estaba siendo exorcizado.

Michi y Stephan fueron alejándose de nosotros con discreción y sin darnos cuenta nos quedamos solos.

—No sabía que a las mujeres mexicanas les gustara el fútbol —comentó intrigado mi marido.

—Parece que no sabes muchas cosas hoy. —Mi voz sarcástica salió sin permiso, pero mi sonrisa tierna suavizó mis palabras.

—Sé que me vas a besar esta noche. —expresó con una actitud arrogante y muy segura que me estaba volviendo loca.

¿Será que puede leer la mente? Esperoque le gusten las historias eróticas.

Solté una risa ahogada con la intención de burlarme de él y tratando de disimular los nervios que me atacaban al estar cerca de él.

—¿Yo te voy a besar a ti? —pregunté incrédula y alzando un poco la voz—. Y cuénteme, señor príncipe ¿cómo va usted a lograr que eso pase? —aire sarcástico, pero interesado salió junto con mis palabras.

—Con una apuesta —respondió con la mano en la barbilla después de pensar por unos segundos.

Estoy listísima para perderla.

—Soy toda oídos —expresé decidida a aceptar su oferta.

—Te apuesto a que puedo besarte sin tocarte los labios —me murmuró al oído con una voz ronca, lenta y sexy. Lo peor del caso es que sabía que diría eso. ¿Será que nunca había ligado antes?

—¿En serio? ¿Tan poco original? —le contesté riendo y moviendo la cabeza negativamente—. ¿También en Francia utilizan esa apuesta para ligar? Esta pasadísima de moda ya. ¿Qué me vas a decir después, que si me duele el cuerpo por haberme caído desde el cielo? —seguí burlándome—. Todo el mundo se sabe ese truco. Acepto la apuesta, cierro los ojos, te agasajas con mis labios y me dices: lo siento, perdí —continué con un tono infantil de burla y boicoteándole su jueguito—. No sabía que los franceses eran tan poco románticos —solté con un aire engreído intentando imitarlo—. Vas a tener que ser mucho más creativo si quieres que yo te bese a ti.

Apenas solté esas últimas palabras, entendí la estupidez que acababa de cometer. Pude haber fingido inocencia y haberme dejado besar por esos labios que parecían de seda. Sentí como una mano, imaginaria y gigantesca, me golpeaba con la palma en la frente mientras me gritaba: ¡tonta, tonta, tonta!

Su cara se llenó de frustración, pero no podía borrar la sonrisa, aunque trataba de controlarla apretando los labios con fuerza. Meses después me confesaría que fue en ese momento cuando supo que se enamoraría de mí. Era solo cuestión de tiempo y teníamos todo un fin de semana por delante.

—Seguro que tampoco sabías que las mexicanas somos más listas que las europeas —aseguré, aprovechando la pausa y cambiando mi tono por uno más travieso, con la mera intención de arreglar mi tontería—, ¿siempre te funciona ese jueguito con las niñas de aquí?

—Al parecer me espera una noche llena de sorpresas que estoy impaciente por descubrir, se sinceró, evadiendo mi pregunta—. De lo que sí estoy seguro es que los franceses somos mejores en fútbol y ganaremos este mundial sin dudarlo, así que no entiendo muy bien por qué recorriste medio mundo para ver perder a tu país —me cuestionó con ganas crear un conflicto juguetón. Le dio un profundo trago a su cerveza cediéndome la palabra.

—Otra cosa más que no sabes de mí —respondí con ese tono listillo que usaba con mis profesores—. Soy la única que no viene desde México, yo vivo España, pero lo más importante —continué sin dejar que me interrumpiera—, no vengo a ver perder a mi país, vengo a apoyarlo y a defenderlo de gente como tú que no sabe lo que dice, pues tenemos a «San Oswaldo» de portero y a Rafa Márquez de capitán, un e-qui-pa-zo —concluí confiada golpeando mi vaso con su cerveza intentando sacarle un brindis.

Era verdad, México había quedado en primer lugar de su grupo al clasificar. Era uno de los equipos líderes e incluso era el favorito de varios famosos como Pelé.

Nunca me ha interesado mucho el fútbol, pero sabía identificar un fuera de lugar. Aunque hay quienes aseguran que eso es imposible, que solo los hombres tienen un chip innato que puede entenderlo. Le agarré gusto cuando me di cuenta de que hablar sobre ello me unía más a mi papá y al ver lo guapos que son algunos jugadores. Además, tenía que informarme de qué estaba sucediendo en nuestra selección antes de ir al mundial, era lo lógico; si no sería como uno de esos presidentes —no voy a decir nombres, pero empieza con «Enri» y termina con «que»—, que dan una conferencia en una feria de libros y no saben qué contestar cuando les preguntan cuál es su libro favorito... ¡qué vergüenza! Al menos documentarse y saber lo básico.

—Vamos a hacer una cosa —me declaró pensativo—, te apuesto a que Francia llega más lejos en el mundial que México. —Levantó la ceja con una actitud retadora.

—¿Sigues con las apuestas? Y a ver, ¿qué vas a querer perder ahora? —Dejé notar un tono de burla.

—¿Cómo que qué? ¡Quiero mi beso, obvio! —Miró al cielo y lanzó las manos al aire.

—¡Pero el mundial aún no empieza! ¿Vas a ir a España por tu beso? —interpelé entre risas soñando con un «claro que sí, princesa».

—¡Por supuesto que no! —Frunció el ceño. Mi sueño cayó en pedacitos al escucharlo—. Si Francia llega más lejos que México, tendrás que ir tú a París a darme un beso a mí —demandó imitando mi tono de voz y regalándome una sonrisa inesperada.

Paguiiiiii... ¡Oh,lala!

Su cuerpo me roza la espalda. Sus manos seacercan a rodearme la cintura y un beso en elhombro desnudo me provoca desviar mi atención de la bellezade la ciudad desde la cima de la Torre Eiffel.Giro la cabeza despacio hasta que la barbilla me tocael hombro. Frédéric comienza a besarme por el cuello encaminándosehasta la mejilla. Me gira el cuerpo con intensidad acercándolohacia el suyo con fuerza, pero de manera delicada. Dejacaer mi espalda hacía el suelo, sosteniéndola con la manoen una imitación de los besos de Hollywood. El besomás tierno que jamás han sentido mis labios. Baile, boda,besos, más besos, sol de la Polinesia, hijos corriendo ami alrededor, hija saltando a sus brazos. Suspiro profundísimo. ¡Quépierda México, qué pierda México, qué pierda México!

—Y si México avanza más, ¿yo qué gano? —lo cuestioné al despertar de mi sueño diurno y aludiendo que su beso no me interesaba.

—Si tal hecho histórico llegara a acontecer —respondió con la mirada en el cielo tratando de pensar alguna ocurrencia de mi agrado—, ganarás un esclavo —expresó emocionado como un niño con una gran idea—. Iré a España y seré su esclavo una semana, señorita. La llevaré a donde usted quiera, la trataré como una reina y haré todo lo que usted mande y ordene —finalizó haciendo una reverencia con la cerveza en su mano.

¡Ay, Dios mío,por favor, qué suplicio!

Lo siento acariciarme la espalda mientrasme esparce el bronceador por la piel dándome un masajemuy sensual. Las olas del mar mediterráneo se escuchan rompersea centímetros de nosotros. Se acerca para susurrarme algo enel oído, pero se distrae en el cuello y comienzaa besarlo con pausas y ternura... Baile, boda, besos, másbesos, sol de la Polinesia, hijos corriendo a mi alrededor,hija saltando a sus brazos. Suspiro profundísimo. Doble suspiro profundísimo. ¡Qué gane México por favor, qué gane México!

Me detuve a meditar su atractiva e inocente propuesta.

—Okey. —Estiré la mano para cerrar la apuesta, sin poder borrar la sonrisa de imbécil que se me había instalado en la cara.

Era la segunda vez que le tomaba la mano, pero la primera vez que sentía su piel comunicándose con la mía. Sentí pequeños, muy pequeños toques eléctricos recorrer mis venas, como si nuestros cuerpos quisieran conectarse, y se me enchinó desde el dedo chiquito del pie hasta el cuero cabelludo. Imposible negarlo, me estaba enamorando, tanto como una fan de una boy band.

La propuesta

Nos sentamos dentro del salón, en donde habíamos cruzado miradas por primera vez. Nos esperaba un par de sillas de madera que parecían sacadas de una tienda de antigüedades. Entre inocentes coqueteos y un terrible reggaetón al fondo, descubría más y más sobre la interesantísima vida de mi francés. El jardín iba quedándose vacío y la madrugada nos iba cobijando con la negrura del cielo, pero Morfeo estaba aún muy lejos de acariciar mis pensamientos.

Con amarga sorpresa, noté que mi Isle of Skye se había terminado ya. Nadie más había probado el whisky, pues los invitados se habían inclinado hacia el exótico tequila, razón por la cual me sentí un poco alcohólica. Yo solita me había empinado una botella entera de tan fino escocés y lo peor es que seguía en pie y con mis cinco sentidos. Supuse que gracias a la calidad del mismo y a que me lo tomé con pausas no había hecho tanto efecto en mi sobriedad, así que dejé de sentirme mal y continué refrescando mi boca con las cervezas heladas que el guapo y generoso anfitrión, nos había compartido.

Frédéric, con su voz ronca de tanto fumar, me contó que había nacido en Estrasburgo, Alsacia, justo en la frontera entre Francia y Alemania, pero a los siete años empezó su vida nómada. Su padre trabajaba para el gobierno y por ello cada seis años lo reubicaban de ciudad. No le había sido fácil. Pasó su vida haciendo nuevos amigos en diferentes escuelas, dejando todo atrás y empezando de nuevo. Hasta que a los dieciocho años decidió estudiar negocios y se mudó a Alemania, de donde era su madre. Ahí conoció a Stephan y a Michi.

La arrogancia con la que me sedujo al principio se había desvanecido y ahora quedaba un Frédéric simpático y abierto, interesado en introducirme en su vida poco a poquito.

Lo escuchaba llena de interés y alternando la mirada entre esos ojos grises y su boca comestible. Cuando la gente habla me gusta verle los labios y no los ojos. Tal vez soy rara, pero me gusta ver cómo la boca juega con los dientes y la lengua, para expresar ideas provenientes del corazón o la cabeza. Además de que la voz sale de ahí y, por lo tanto, mi atención se concentra en ese punto. Sin embargo, Mario, mi amigo genovés, me recomendó mirar a los ojos de la gente, sobre todo a los hombres, pues además de que es «lo correcto», puede malinterpretarse como ganas de besar.

Soy incapaz de darme cuenta en dónde enfoco la mirada, hasta que tengo unas ganas terribles de besar y no quiero ser descubierta. Intentaba concentrarme en los ojos y así tratar de disimular, lo más posible, mi incontrolable deseo de comerme a mordiscos esos labios carnosos y delineados. Eso no ayudaba mucho tampoco, tenía unos ojos hipnotizantes. Había mucho más por detrás de ese color suave y perfecto. Era su mirada la que me hacía sentir desnuda. Decidí mejor enfocarme en el entrecejo, justo donde comienza la nariz, para poder así concentrarme en sus palabras y seguir una conversación sin parecer una quinceañera hablando con su ídolo.

Me sentía en confianza total con él, no había poses falsas, hablábamos con tal naturalidad y sinceridad que, si a alguien se le hubiera soltado un gas ruidoso y oloroso, no nos hubiéramos sorprendido.

Ricárd, el amigo y copiloto de Fede —como lo empecé a llamar con afán travieso—, se había unido a nuestra conversación, amenizándola aún más con sus divertidos comentarios y su personalidad bromista. Yo suelo ser muy simple y río con cualquier cosa, pero he de confesar que la alegría del momento, la compañía, y por supuesto el Isle of Skye, me hacían más difícil controlar las carcajadas, que salían desde lo más profundo de mi alma sin bloqueos. Reía con todo mi cuerpo como los bebés: naturalmente, sin poses y sin intentar ser una señorita. Justo como me lo habían prohibido mis (pesadas) tías.

El frío empezaba a anunciar el alba y escondí mis pies descalzos bajo los muslos de mi francés con el fin de resguardarlos, pero no me molesté en preguntar si me lo permitía. El hecho interrumpió una de sus divertidas anécdotas de la época universitaria y su mirada se dirigió hacia mis pies. Su cara confundida y su silencio me hicieron reaccionar, sacándolos de su escondite de inmediato. Los puse en el suelo de nuevo. Le pedí disculpas con una mueca infantil en la boca, me encogí de hombros y abrí los ojos como un par de platos. No hacían falta las palabras.