Silencio roto - Hernando Suárez Peña - E-Book

Silencio roto E-Book

Hernando Suárez Peña

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Beschreibung

 Este libro entrega al lector diez realidades urbanas que, dada la velocidad con que se camina actualmente, apenas si se vislumbran; se pasa por encima de ellas sin detallar su relevancia. Situaciones que van desde la paradoja hasta la impunidad y que pretenden mostrar aristas insospechadas del comportamiento humano.

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HERNANDO SUÁREZ

HERNANDO SUÁREZ

Título del libro:

SILENCIO ROTO

Escritor:

Hernando Suárez

Edición:

Édver Augusto Delgado

Apoyo editorial

Efraín Ferrer de la Torre

Jorge Eliécer Martínez Miranda

Juan Andrés Alzate

Primera edición:

ISBN: 978-628-95049-8-9

Diagramación:

Jorge E. Rodríguez Martínez

© Hernando Suárez

© Editorial Libros para Pensar S.A.S. – Bogotá – Colombia 2022

+57 315 837 05 84

[email protected] – www.librosparapensar.com

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia u otro método, sin el permiso previo y por escrito del autor.

Bogotá – Colombia

Hecho en Colombia

Printed in Colombia

Queda hecho el Depósito Legal

A Marisol

Índice

Prólogo 9

Silencio roto 13

Aquí no vive 27

De botines 35

¿Dónde está el mono Efraín? 47

El apellido del abuelo 57

Espiral de soledades 69

El gordo 81

Que no acabe la pandemia 89

Lola 99

Sobandero 107

Sobre el autor 117

Comentario al libro 119

PRÓLOGO

Siempre que le pregunto a mi amigo Hernando Suárez por su quehacer me contesta, acá rasguñando; así es como él se refiere al oficio de escribir, de rayar y de escarbar en lo más profundo de su memoria un sinnúmero de recuerdos que lo acompañan y le asisten en esa tarea de crear agradables formas literarias, como las que nos brinda en estas remembranzas.

Estas páginas están llenas de magia en su creación, pero también algunas veces de un extraño atisbo de incomodidad y, otras de contrariedad con la vida y sus desafíos que, en general en estos cuentos siempre nos dejan cavilando sobre el futuro de cada historia.

Cuando Hernando Suárez se sienta a rasguñar, claramente está escrutando su propia alma, su pasado que, con los años cobra nuevos esplendores; incluso pareciera que, en cada línea, o mejor, en cada rasguño, hay un vínculo que arrastra para recoger sus existencias en las vidas ajenas, que va introduciendo en sus cuentos.

Recuerdos de una infancia colorida en las tierras áridas y rocosas de la provincia de Vélez en Santander del Sur (Colombia), en donde vivió los años de su infancia y se conectaron en sus emociones los relatos de una ancestralidad que hoy está más viva que nunca.

Así pues, que acá están los cuentos de Hernando Suárez, enlazados con una región, con una memoria y con una ancestralidad, repasos de un pasado que deben quedar escritos como aporte a la urgente necesidad que tenemos en el mundo, de desosar el remoto recuerdo para algún día asomarnos a nuestra identidad.

Silencio Roto, recuerdos rasgados, memorias de la injusticia de la doble moralidad que nos acompaña siempre y que insulta nuestra inteligencia; un silencio roto siempre más fuerte contra quienes dicen defender nuestros derechos, contra quienes se aprovechan de nuestra confianza usando fórmulas machistas desde el poder para vejarnos.

Aquí no vive, un lugar subjetivamente insólito de micro momentos de una guerra civil que ha padecido Colombia, pero que solo están en la mente de una madre que padece esa extraña enfermedad que solo deja la beligerancia impúdica que vivimos, sí, la desdicha infinita por la pérdida que, aunque persiste en la ausencia y desaparición se sigue presintiendo la vida en lo más hondo del alma.

De Botines, habla de genealogías del machismo regional santandereano que golpean la puerta de estos cuentos de forma atronadora; recorrer los pasos en unos botines nuevos a los que mucha parte de nuestra población no se acostumbra.

Dónde está el mono Efraín, otra vez la memoria empecinada de nuestro autor que no se quiere quedar con nada guardado, es algo así como unos recuerdos fotográficos de nuestra memoria histórica; una protagonista de excepción que nos cuenta al oído que de lo que se trata es de una guerra eterna.

Ahora que estamos tan interesados en la memoria histórica y en la verdad histórica, pues llegan calientitos estos cuentos urgentes para un pueblo desmemoriado, que fue capaz de hablar de hijos naturales versus legítimos, de genealogías y de El apellido del abuelo, inspirado siempre en un patriarcado anómalo, en donde la soledad de las mujeres está incluso en sus nombres.

Espiral de soledades, es en general toda la propuesta de Hernando Suárez, pues claramente los recuerdos y las nostalgias llegan cuando todos ya se han ido, cuando por fin tenemos tiempo de tamizar cada una de las reminiscencias que –vistas desde la tranquilidad de los años– nos permiten hacer catarsis, desahogarnos y maldecir con la serenidad de que quien escuche estos reclamos pensará que son reclamos literarios, cosas del papel y la escritura.

EL Gordo jugador de futbol, es la idea más precisa de una selfi en movimiento, un autorretrato literario de un momento de la imberbe adolescencia que, aunque lejana, siempre aparece cuando el coraje irrumpe en la mente de nuestro autor.

Que no acabe la pandemia, porque la desgracia, la enfermedad y en la pobreza son escenarios en los cuales asoma esa parte oculta de la personalidad; la desgracia es el lugar de la revancha y la justicia en este caso, una venganza que se sirve fría, con todos los juguetes virtuales, como toca en estos tiempos.

Lola, que pasea por diversas latitudes para acompañar la tristeza de sus amos, no es más que una gata imaginada que rasguña la chaqueta del autor, mientras él vislumbra y araña las vidas de otros felinos.

En general la sabiduría popular es capaz de resolver hasta los entuertos más complejos y casi siempre con las fórmulas más sencillas, las que da la experiencia vivida, esta es la gracia de El Sobandero, que realmente más que curar, enderezar, componer, destorcer o encajar esqueletos, lo que hace es sobar el cerebro de sus visitantes para abrirle los ojos y alterar la mirada, descolonizando sus puntos de vista.

Diez recuerdos que entrelazados suman muchas vidas, pero sobre todo muchos hastíos. Muchos caminos que desembocan en una sin salida, muchas vivencias de dolor. Diez cuentos que provocan escribir nuestra propia ficción.

Gracias a Hernando Suárez por dejarnos una rendija para poder ver con usted estos repasos, que más que recuerdos son sustancia del alma, rasguños a manos llenas que gritan, arañazos que nos alcanzan a levantar pequeños revestimientos en nuestra propia piel.

—Yesid FernándezPeriodista - Comunicador Popular

SILENCIO ROTO

Tomó el 38 corto la mañana festiva que había elegido varios meses atrás. Su madre estaría en la cocina; su hermana bajo las cobijas; su hermano, el mayor –el más alejado de los tres– estaría afuera dándole patadas al balón con sus amigos y organizando la tomada, para después del partido; el perro habría tomado posesión en la vieja poltrona y su padre estaría camino a cumplir la tradicional cita con sus compañeros sindicalistas y obreros. El Smith & Wesson lo había traído a casa Joaquín, su padre, para protección de la familia; desde un comienzo lo guardó en la parte alta del clóset de madera lisa anclado en la pared de la habitación matrimonial.

Cuando Joaquín regresaba de sus talleres, orientados a formar dirigentes y bases sindicales en diferentes partes del país, la casa se transformaba: Cóndor, el pequeño pincher miniatura que conocía los pasos de Joaquín, aguantaba en la poltrona de cuero y madera hasta ser corrido por el dirigente sindical y luego, buscaba un sitio debajo de cualquier cama o de la mesa del comedor; volvía a la poltrona cada que podía. Por su parte, la mujer, después de un “¿cómo le fue?”, vacío, mecánico y sin importarle la eventual respuesta de su marido, iba a la cocina, abría de par en par la ventana y encendía un Marlboro rojo; calentaba un tinto y echaba ventana arriba el humo del cigarro. Cuando la bebida estaba a punto, servía en un pocillo pequeño y la llevaba a su marido, quien normalmente, después de descargar su maleta, se acomodaba en la biblioteca o en la poltrona. Mabel, la hija, sabiendo del regreso de su padre, procuraba llegar más tarde; y los fines de semana evitaba estar. No se hablaba con él desde que años atrás la abofeteó por pasar apresurada la calle.

Ramón, el hijo mayor, extendía sus jornadas en el taxi para llegar directo a la cama y, al igual que su hermana, el fin de semana procuraba no estar allí en ese segundo piso, que ya se había convertido en lo más parecido a un desierto golpeado por el sol y olvidado por la brisa. El único que no alteraba para nada su rutina con el regreso de Joaquín era Tocayo, el hijo del medio, quien era llamado así, por llevar el mismo nombre que su padre.

Se quedaba en casa frente al televisor, mirando programas de naturaleza, esperando el momento en que su padre tomara el control del aparato y cambiara de canal. Miraba con rabia la actitud de su progenitor. Joaquín, por su parte, no hablaba; si lo hacía era para mandar… “Espero que ya casi termine su carrera para que no mire más esas bobadas”, “entre más pronto mejor, con eso busca vida propia”; era lo que Tocayo escuchaba de su padre, mientras éste cambiaba a voluntad de canal en el televisor. Tocayo contestaba con una mirada al suelo y apretando una mano dentro del bolsillo de su chaqueta. Lo mismo sucedía con la radio; su padre cambiaba de dial cada vez que se le antojaba y era entonces cuando Tocayo quería gritarle, reclamarle. Sus hermanos huían o llegaban tarde. Él, en cambio, permanecía en casa.

Las cuatro paredes del cuarto de Tocayo estaban desnudas; manchas de mugre acumulado y pedazos descascarados que denunciaban falta de pintura, hacían marco al espacio del joven. En su alcoba, sentado frente a su escritorio redactaba cartas en hojas sueltas para leerlas a su padre cuando regresara: “Mire papá, tenemos que hablar: usted no puede seguir tratando a mi madre como un traste viejo; le acabó hasta el carácter; usted se la pasa únicamente exigiendo que todo esté listo; ¿quién se cree?; viaja, va, viene, reunión aquí, conferencia allí, taller a sus bases más allá; en cambio mamá… de la cocina al comedor, a la escoba, a los oficios; su universo es el segundo piso; cuando usted no está, nunca sale, porque de pronto usted llega y le arma la pelotera, y cuando usted está, sale sólo a hacer el mercado.

Cuando usted se queda en casa, apenas si saca tiempo para salir con nosotros; todo se le va en su mierda de sindicato; mire… cuando usted está, vuelven la rabia y el miedo; Mabel ni le habla… le tiene pavor y fastidio desde que usted le pegó porque le dio la gana, hasta el día que ella se rebotó… no aguantó más y lo mandó a comer mierda. Ramón no llega temprano porque le da mamera; usted para él, es una marica terapia, una pesadez; yo por mi parte, papá, estoy hasta la mierda; hasta el perro le tiene miedo; el pobre es el que más disfruta su ausencia porque le gusta su poltrona y cuando usted llega corre espantado antes de que usted lo quite con su sola mirada. No le tengo miedo.

Su vida está más en el sindicato y en sus talleres. No se dio cuenta –o no ha querido– de que aquí a veces nos enfermamos. En los colegios jamás supieron de usted, porque nunca asistió a nada. Me vale muy poco su sindicato vendepatria, porque –no me diga mentiras– su sindicato pertenece a la central obrera más regalada que pueda imaginar cualquier obrero. La cartilla que le dan a dirigentes como usted está bien amañada para engatusar a los trabajadores –como todo politiquero corrupto– con un lenguaje de reivindicaciones. Mire papá, estamos jartos de usted. No basta una nevera llena. Nadie habla cuando usted viene, ¿sabe por qué?; porque la rabia, el miedo y el fastidio se vuelven uno solo y entonces cada uno elige perderse. Usted es tan grande afuera como ausente aquí adentro”.

A medida que escribía, un sudor como de hielo lo abrazaba hasta quemarlo y dejarlo exhausto; abandonaba su disertación y tomaba algún libro para leer y relajarse. Sin embargo, cuando estaba en la sala con su padre y el pincher debajo de la mesa del comedor, un nudo de impotencia se enquistaba en su garganta; la saliva se volvía un concreto imposible de romper; la voz se largaba hacia los resquicios más perdidos de la casa. Resignado y derrotado dejaba atrás la pelea por el canal de televisión; se internaba en su alcoba y rayaba hojas, y hojas, y hojas que terminaban regadas por el piso. Sollozaba, se increpaba, se maldecía, se mordía los labios y se recriminaba su incapacidad de decirle a su padre lo que merecía. Luego, vagaba por la alcoba, recogía el papel que había tirado y lo dejaba por ahí junto a los demás escritos.

—«Algún día tendrá que escuchar y escucharme» —se decía para consolarse.

Joaquín se trasladó siendo aun un muchacho, para Bogotá, a finales de 1948. Lo primero que encontró fueron testimonios dejados por el asesinato de Gaitán en abril del mismo año: el tranvía quemado; los ventanales rotos de los pequeños edificios; los rostros prevenidos, como a la espera de nuevos actos de rebelión. Venía de Bolívar, un pueblo de marca liberal cercano a Sucre en el sur santandereano, dedicado al cultivo de cacao y café. Muy pronto, y gracias a la gestión de un familiar suyo, Joaquín logró ingresar como trabajador de planta en la cervecería Germania que un tal señor Koop había creado unos años atrás. Al poco tiempo fue seducido por el movimiento sindical dentro de aquella fábrica. En sus comedores se escuchaban con frecuencia frases contra el gobierno conservador y los curas, cosas que alimentaron su deseo de internarse en el mundo sindical. Muchas veces, cuando terminaba su jornada, se dirigía a la sede del sindicato, y allí aprendía escuchando y leyendo. Entre tertulias, lecturas, reuniones y marchas, fue haciendo camino en la pirámide sindical hasta llegar a ser destacado tallerista, conferencista y negociante de pliegos.