Sin carta de navegación - Xavier Muñoz Gallego-Mariné - E-Book

Sin carta de navegación E-Book

Xavier Muñoz Gallego-Mariné

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Beschreibung

Un libro que narra la vivencia de la protagonista, Hellen, una prestigiosa psicóloga oncológica neyorquina, viuda desde hace cuatro años de su esposo, Peter, también un prestigioso psicólogo, que solicita un año de excedencia en el hospital donde ejerce su profesión, para volver a su residencia veraniega en Mallorca. Será en la tranquilidad de la isla, Porto Colom, donde recuperará los recuerdos y las viejas amistades compartidas. Recuerdos dolorosos como la muerte de su esposo, a causa de un accidente, pero también agradables como las veladas pasadas con Peter o las reuniones y comidas con amigos lugareños, especialmente María y Tiá, con los que trabaron una fuerte amistad. A medida que van pasando los meses, Hellen está elaborando su proceso de superación del duelo por la muerte de Peter, con la ayuda de sus amigos y la de un nuevo personaje que aparece en su vida, Tomeu, un psiquiatra que vive a caballo de Barcelona y Mallorca, y que le será de gran ayuda en este proceso de recuperar de nuevo el tono vital, para vivir y aceptar la nueva situación de su vida sin Peter.

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Hablar del duelo en formato de novela me parece una forma de dar a conocer mil y un detalles, desconocidos por la gran mayoría, que pueden ayudar a comprender los cambios internos que se dan en la persona doliente. En este caso Hellen, un tiempo después de perder a su esposo, decide apartarse durante una temporada, con la intención de buscar cómo conseguir poner un poco de orden en su vida, tanto interior como exterior.

Miedos, recuerdos, sucesos, dudas y preguntas formarán parte de su día a día, afrontándolos con valentía. La inesperada ayuda de un desconocido irá tomando peso en esa trayectoria de búsqueda a ciegas.

Quizás un final algo sorpresivo, pero con unas reflexiones que a más de uno/a van a ayudar en esas preguntas de “quién soy” y “qué hago aquí”, tan recurrentes en aquellos seres a quienes la vida ha acabado con todos sus esquemas, rutinas y valores.

SIN CARTA DE NAVEGACIÓN

SIN CARTA DE NAVEGACIÓN

Xavier Muñoz Gallego-Mariné

 

 

1ª Edición: noviembre 2022

 

 

 

© 2022 – Xavier Muñoz G-M

© Portada: Jaume Salinas

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece penas de cárcel y/o multa, además de las correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, por los que quienes reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin autorización.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

© Tarannà Edicions

Tel. 932 800 390

email: [email protected]

http://www.taranna.es

ISBN formato papel: 978-84-123568-7-8

ISBN formato ebook: 978-84-123568-8-5

 

 

 

A Ti,

por lo que ha significado tu presencia en mi vida.

INDICE

- Capítulo I

- Capítulo II

- Capítulo III

- Capítulo IV

- Capítulo V

- Capítulo VI

- Capítulo VII

- Capítulo VIII

- Capítulo IX

- Capítulo X

- Capítulo XI

- Capítulo XII

- Capítulo XIII

- Capítulo XIV

- El autor

 

 

 

«La luz del cuerpo es el ojo.Por tanto, si tu ojo estuviese sano,todo tu cuerpo estará en la luz;pero si tu ojo estuviese enfermo,todo tu cuerpo estará oscuro.Y si la luz que hay en ti son tinieblas,¿cuánta será la oscuridad?».

(San Mateo 6:22,23)

CAPÍTULO I

La conferencia había sido un éxito rotundo y su público, tan entusiasta e incondicional como siempre, terminó en pie, aplaudiendo acaloradamente cual si intuyeran su inevitable partida. Todo estaba decidido.

Ya de regreso a casa, Helen se sentía mucho más nerviosa de lo habitual. Su cabeza parecía estar a punto de estallar. Absorta en medio de un intenso y confuso hervidero de pensamientos y sensaciones dispares, le resultaba del todo imposible mantener la calma. Ansiedad e ilusión pugnaban entre sí en un intento por ganar tan diabólica batalla, desplazando, de forma implacable, cualquier otro pensamiento que pudiera distraer su atención.

Una vez en casa, dejó el bolso y las llaves encima de la mesita del salón y, sin pensarlo dos veces, se dirigió hacia el dormitorio, decidida a terminar de una vez por todas con aquel desagradable malestar.

Plenamente convencida de que, como en tantas otras ocasiones, podría tranquilizarse rápidamente, dispuso meticulosamente todo lo necesario para darse una buena ducha, y cambiar su ropa de trabajo por otra más cómoda e informal. Aquello solía ser una práctica sumamente efectiva, a la que su esposo había conseguido acostumbrarla, y gracias a la cual muchas veces había sido capaz de aparcar cualquier preocupación que aún permaneciera dando vueltas por su maltratada cabeza.

—¿Qué me está ocurriendo? —gritó sumamente enojada consigo misma mientras, con un brusco gesto, abría el grifo del agua caliente y empezaba a desnudarse.

Doctorada en psicología y con una de las mejores calificaciones de su promoción, había triunfado como pocos en su especialidad. Querida y respetada por compañeros, pacientes y subordinados, contaba con un amplísimo currículum y una más que apretada agenda, en la que prácticamente resultaba imposible hallar un solo hueco vacío. Todo ello era motivo suficiente como para que cualquier otra persona, en su lugar, pudiera sentirse plenamente orgullosa y realizada como nadie.

Y, efectivamente, a pesar de ser una persona sumamente sencilla, así se había sentido durante muchos años hasta que, debido a aquella triste serie de acontecimientos, todo se vino abajo. De la noche a la mañana, y de la forma más descabellada, su vida perdería todo sentido y valor, encontrándose inmersa en un oscuro y dantesco callejón sin salida; un infernal viaje sin retorno a la desesperación y soledad más descarnadas, que convertirían su existencia en una pesadilla de la que parecía totalmente imposible salir.

—En mal juego andas metida... —murmuró para sí misma, agotada por el tremendo desgaste sufrido mientras, por enésima vez, volvía a estar inmersa en cuerpo y alma entre aquellos amargos recuerdos.

A pesar de los constantes esfuerzos realizados día tras día, no parecía haber forma humana de lograr levantar cabeza. Estafada, agotada y extremadamente confusa, eran los calificativos que mejor podían describir su sentir y estado general. Sin tiempo ni oportunidad para reaccionar, alguien alegre y llena de vida como ella, había perdido el norte y la ilusión por vivir.

—¿Habrá sido una buena idea?..., ¿terminaré descubriendo que me he vuelto loca? —siguió murmurando para sí—, ¿y qué mierda me importa si fuera así?

Pocos días atrás, empujada por un arrebato difícilmente explicable y, en apariencia, carente de toda lógica, se había personado en el despacho del director general, decidida a pedir una excedencia laboral. —Necesito pensar —dijo, pero la razón principal era aquel extraño sueño que tan profundamente la había afectado.

El Dr. Durán, en una actitud relajada y cariñosamente comprensiva, pues conocía con todo detalle el proceso pasado por Hellen durante aquellos últimos cuatro años, se negó rotundamente a aceptar su solicitud, intentando convencerla para que, si creía necesitar un largo período de descanso y reflexión, mejor optara por pedir un año sabático.

—Con ello nunca perderás tu plaza, ni la condición de jefa del Departamento de Psicología Oncológica, cargo que, por otra parte, no estoy dispuesto a permitir que abandones, si mi opinión aún sigue importándote —dijo el Dr. Durán cogiéndole la mano en un gesto paternal—, y vas a disponer de doce largos meses..., tiempo más que suficiente como para que puedas poner algo de paz y orden en tu interior.

Finalmente, aunque no del todo convencida, Hellen decidiría aceptar tan generosa propuesta y, en menos de una semana, el tiempo mínimo necesario para poner al día a su ayudante, se encontraba libre de cualquier obligación o responsabilidad. Ahora el día en su totalidad se hallaba a su plena disposición para intentar centrar su vida de una vez por todas.

Todo y con ello, aquellos punzantes recuerdos no parecían dispuestos a abandonarla y, a pesar de que el agua corría brava por entre su dulce y suave piel, seguían reproduciéndose obsesivamente, con todo lujo de detalles. En muchas ocasiones había resultado una terapia sumamente rápida, tranquilizándola en pocos minutos y consiguiendo concentrarse de nuevo en sus tareas cotidianas, pero todo parecía indicar que esta vez no sería así.

Harta ya de pensamientos tan recurrentes y destructivos, se giró bruscamente y, situando la cara directamente bajo el difusor, aumentó al máximo el caudal del agua fría, en un último y desesperado intento por desviar su atención. Pero, al igual que venía sucediendo desde un cierto tiempo atrás, tampoco en aquella ocasión obtendría ningún resultado.

Al comprobar que no lograba concentrarse ni tan siquiera en programar las actividades del resto de la tarde, salió de la ducha. Irritada, cogió la toalla con brusquedad y, como suele suceder en ese tipo de ocasiones, sus ojos clavaron su inquisidora mirada sobre aquel cuerpo reflejado en el espejo.

—¡Qué asco…, verdaderamente estoy que doy pena...! —balbuceó agriamente, centrando la vista en lo que, para ella, representaban claros e inequívocos signos de decadencia física.

Aquellos bonitos y tersos pechos eran ya un vago recuerdo del pasado. Años atrás incluso llegó a aceptar complacida que, por haber amamantado a su hijo Gabriel, estos se hubieran vuelto más flácidos. Simplemente se trataba de afrontar un nuevo concepto de belleza, máxime cuando su esposo mostraba tan ferviente adoración por la calidez de sus formas. Pero ahora su reacción no era ni de lejos tan indulgente al observar con enojo unos brazos y muslos donde las carnes empezaban a desmayar, perdiendo todo aquel encanto del que antaño se había sentido tan orgullosa.

—¡Qué barbaridad!... —murmuró mientras pellizcaba con hastío la parte externa del antebrazo— incluso la piel parece empeñada en recordarme en qué me he convertido... ¿Por qué esta terrible sensación de fracaso, Señor? —dijo para sí con un fuerte nudo en la garganta.

Como suele suceder en tantas ocasiones, andaba del todo equivocada. Era una mujer atractiva y muy interesante. A sus cuarenta y ocho años, no solo seguían permaneciendo a flor de piel todos sus encantos, sino que estos incluso habían mejorado. Excepto ella, quienes habían tenido el placer de tratarla quedaban rápidamente prendados por su extraordinaria belleza. Pero durante aquellos últimos cuatro años, ciega a la realidad, el desprecio por su propio cuerpo había ido tomando suficiente fuerza como para arraigar en ella un profundo sentimiento de auto rechazo, haciéndole aún más insoportables los duros momentos por los que estaba atravesando.

Alta, pero no en demasía, elegante en las formas y el vestir, esbelta y con unas proporciones justas para no poseer ni poco ni mucho de todo lo que una mujer debía tener, eran, junto a unos cabellos rubios como un trigal y unos hipnotizadores ojos azules, atributos suficientes como para causar admiración por donde pasara. La plena conciencia de todo ello le había complacido y, a su vez, otorgado un especial grado de seguridad en sí misma durante muchos años, pero todo ello era ya solo un vago recuerdo del pasado.

—¡Basta ya de tonterías, por Dios...! ¡Hoy es un día importante y deberías estar más que contenta! —se increpó plantando cara enérgicamente a sus espinosos pensamientos. Con aire decidido tiró la toalla al suelo y, cogiendo con firmeza el secador, dirigió el aire caliente hacia su corta melena, mientras empezaba a planear unas vacaciones que, muy lejos de lo que en aquellos momentos pudiera imaginar, terminarían por cambiar radicalmente el transcurso de su vida.

CAPÍTULO II

—Muchas gracias, señora, y que tenga un buen viaje —dijo amablemente el taxista después de bajar las pesadas maletas, y cobrarle el trayecto hasta el aeropuerto.

—¡Así lo espero! —respondió Hellen, vigilando de reojo los torpes movimientos del mozo al cargar el equipaje en la carretilla, mientras cuidadosamente guardaba el billetero en su bolsa de viaje.

—A la terminal de Iberia, por favor —le indicó sonriente a este último, pero incapaz de disimular los rasgos de cansancio que empezaban a dibujarse en su rostro.

Mientras seguía al mozo por el enorme vestíbulo del aeropuerto, le llamó la atención el inusual aspecto de tranquilidad y silencio allí existente, nada de extrañar, dicho sea de paso, pues verdaderamente eran pocos los pasajeros que embarcaban a aquellas horas de la madrugada.

—Lo siento Dra. Mir... —le había dicho en tono de excusa el director de su agencia de viajes— pero solo hemos conseguido una plaza para el día 2, y justo en el vuelo de las cinco de la madrugada.

A diferencia de la gente normal, nunca habían podido decidir sus vacaciones hasta el último momento y, evidentemente, en su agencia de viajes no podían hacer milagros. Casi siempre solía ocurrir lo mismo, y tanto ella como los empleados estaban ya acostumbrados. Con escasamente una semana de antelación resultaba del todo imposible conseguir pasaje a una hora decente y para una fecha en concreto, pero ella prefería mil veces adaptarse al horario que fuera preciso antes de perder ni un solo día de su merecido descanso.

Y allí estaba, cruzando aquel inmenso vestíbulo en dirección a las taquillas de embarque, algo totalmente imposible de imaginar tan solo unas semanas antes.

Con un gesto suave y elegante, cambió de mano la pesada bolsa de viaje para mirar el reloj de pulsera y comprobar la hora. —Solo las tres menos cinco de la madrugada... —dijo para sí añorando la suave almohada de su mullida y recogedora cama, mientras mil y un recuerdos empezaban a acudir velozmente a su memoria—. ¡Cuántas vueltas puede dar la vida...! —susurró con nostalgia, viendo venir una prometedora larga y fría noche de octubre.

La casualidad se había encargado de que pisara aquel hall justo el día en que, veinticuatro años atrás, lo hiciera ilusionada para emprender un maravilloso y deseado viaje de luna de miel. A una hora mucho menos intempestiva, claro está, y cogida del brazo de su querido Peter, poco podía imaginar que, años después, volvería a pisar las mismas y relucientes baldosas, pero esta vez acompañada exclusivamente de aquel duro sentimiento de soledad absoluta.

Serían ya sus cuartas vacaciones sin Peter y las primeras sin su hijo Gabriel quien, por motivos de trabajo, iba a estar ausente hasta bien pasadas las próximas Navidades.

Aquel pensamiento fugaz fue lo único capaz de provocar un ligero alivio en su interior. —Gabriel… —Sentía verdadera adoración por su hijo, un ser maravilloso e incomparable a quien quería con locura y de quien tanto había recibido. Pocas cosas en la vida la habían llenado tanto como el verle crecer día a día, disfrutando de su innata curiosidad por todo, así como de su dulce y alegre carácter.

Por un momento, y con toda nitidez, le vino a la memoria la imagen de la primera vez que este la sorprendería con su fino humor. Tendría escasamente tres años cuando una tarde, mientras lo observaba complacida jugando con unas piezas de construcción, y hablando por los codos, como no podía ser de otra forma, de golpe y porrazo calló, se sacó el jersey y, levantándose como si nada ocurriese, lo llevó hacia ella para que lo guardara.

La sorpresa fue al comprobar que, justo al llegar a su altura, sin cambiar en nada su solemne expresión, Gabriel dio media vuelta, dejándola boquiabierta y con la mano tendida, sin saber ni cómo reaccionar.

¿Cómo a su temprana edad, y en medio del juego, se le habría podido ocurrir a aquella pequeña cosa planificar semejante broma? La cogió tan de sorpresa que aquella escena quedaría grabada en su memoria para el resto de su vida, llenándola de ternura cada vez que lo recordaba, y no pudiendo sino sonreír desde lo más profundo de su ser.

Por fin, en plenas vacaciones de agosto, Gabriel había decidido casarse. La afortunada se llamaba Kathy, una muchacha encantadora a quien conoció en su primer año de facultad, y con quien parecía compartirlo absolutamente todo. Ciertamente formaban una pareja encantadora, y para ella habían representado un apoyo de valor incalculable en los momentos más duros.

Ahora los tenía muy lejos, aunque muy cerca a la vez. Por bien que Australia se encontrara a muchos kilómetros de distancia, la tecnología y el amor que sentía por él, les proporcionaba algo impensable unos años atrás. Instaurar la videoconferencia como sistema de contacto fue una decisión muy inteligente, permitiéndoles comunicarse a diario, tanto de voz como en imagen, algo capaz de proporcionarle una ración de paz que valoraba muy por encima de todo lo demás.

—¿Un lugar tranquilo, rodeado de mar, y con una temperatura envidiable…?, ¿playas encantadoras y solitarias donde pasear sin que nada ni nadie te moleste?, ¿limpio y con unos parajes de belleza indescriptible...? No me digas nada más, Hellen, ese lugar existe y se llama Mallorca, una pequeña isla en el Mediterráneo donde te sentirás en el paraíso —le sugirió aquel día un compañero mientras, después de una apretada reunión de trabajo, tomaban un café bien cargado en la cafetería del hospital.

Y así fue cómo pocos días después convencería a Peter para ir en busca de una agencia y pedir información detallada acerca de aquella isla, aparentemente paradisíaca, de la que ninguno de los dos había oído hablar nunca con anterioridad.

Ciertamente andaban algo flojos en geografía y, por aquel entonces, nunca habían salido de su país. Primero debido a la carrera, luego por las prácticas, para más tarde empezar a ahorrar todo lo que ganaran para la boda y la compra de un apartamento, habían sido motivos suficientes para despreocuparse de cualquier otra cosa que no fuera su propio trabajo.

Pero las fotografías del catálogo, junto a las entusiastas explicaciones del empleado de la agencia, sin olvidar el precio tan a la medida de sus bolsillos, fueron argumentos suficientemente convincentes como para que los dos decidieran aventurarse a pasar su luna de miel en aquella isla desconocida.

Lo que sí era cierto es que tanto Peter como ella eran unos verdaderos apasionados por la mar. Ya antes de casarse no solían pasar más de cinco o seis días seguidos sin que uno de los dos no propusiera al otro una escapada para ver el océano. Una simple pero especial mirada, cargada de una sana complicidad al cruzarse por los pasillos del hospital, era suficiente como para saber que aquella noche acabarían cenando rodeados del relajante, intenso e inconfundible olor a sal.

—Realmente estáis un poco locos —solían bromear sus amigos y familiares. Pero hora y media en ir y otro tanto en volver no representaba nada para ellos, al lado del incomparable descanso que les proporcionaba escapar del bullicio de la ciudad y, lejos de toda preocupación, pasear cogidos de la mano gozando del hipnotizante rumor de las olas, impregnados de aquella fragancia tan agradable para ellos.

Aquellos largos paseos, realizados a veces sin que ninguno de los dos ni tan siquiera mediara palabra, ejercía en ellos un especial y profundo efecto de descanso e intimidad, llenándoles de una sensación de paz indescriptibles. Era como tomar posesión de algo secreto, mágico y exclusivo. Un mundo ajeno a cualquier preocupación, donde refugiarse, hablar, pasear, amarse y, eso sí, cenar a base de marisco recién pescado, que sabía a manjar de dioses. De regreso a casa se sentían como nuevos.

Muy lejos estaban de imaginar que el descubrimiento de aquel rincón del Mediterráneo marcaría un antes y un después en sus vidas. Mallorca llegó a cautivarles hasta tal punto que a partir de entonces serían incapaces de dejar pasar varios meses seguidos sin sentir la necesidad de hacer una «pequeña escapada», como ellos lo llamaban.

Y así fue cómo poco tiempo después Peter accedió a que Hellen preguntara en la agencia inmobiliaria por una hermosa casa en venta a pie del embarcadero. El resto fue fácil para ella, pues conseguir un sí de su esposo, que la adoraba, era pan comido. En un abrir y cerrar de ojos habían firmado el contrato de compra, disponiéndose a arreglar totalmente a su gusto aquella encantadora casita de pescadores.

Allí pasarían los mejores momentos de sus vidas. Por ello, Hellen se negaría rotundamente a venderla cuando Peter murió, y precisó pasar cuatro largos años antes de reunir el suficiente valor para atreverse a volver a aquel rincón de mundo tan querido, y donde tantos recuerdos podían venirle a la memoria.

Verdaderamente sentía una fuerte mezcla de ilusión y terror a la vez por lo que pudiera sentir en aquellos parajes tan especialmente vinculados a su vida, y por ello a punto estuvo en más de una ocasión de anular la reserva. Pero allí se encontraba, dejando las maletas en la taquilla de Iberia y disponiéndose a irse a tomar un café, mientras esperaba el aviso para acudir a la puerta de embarque.

Tal y como temía, sentada en una mesa de la cafetería, poco a poco los recuerdos iban acudiendo a su memoria. Sorbo a sorbo y con la mirada perdida en ninguna parte, pasaba por su mente desde el último café tomado en aquella mesa, a todo el proceso que habían vivido durante aquellos veinticuatro años.

Si bien era verdad que con el tiempo la isla había cambiado una barbaridad, también era del todo indiscutible que aún conservaba su especial encanto. Con cierto sentimiento de indignación e impotencia, ni ella ni Peter habían entendido nunca cómo los isleños podían haber permitido degradar de aquella manera un paraíso tan hermoso.

Lo primero que les sedujo a los dos fue su indescriptible luz. El azul del cielo y el colorido del entorno se reflejaban por doquier con una limpieza e intensidad extraordinarias, difícil de explicar a quien no haya tenido la fortuna de contemplarlo por sí mismo. Por otro lado, a cada paso se podía gozar de paz y tranquilidad casi absolutas mientras paseaban por entre playas y acantilados sin igual. Los lugareños, aunque extremadamente reservados, poco a poco les habían ido aceptando, rodeándolos de un calor humano muy especial, en un fuerte contraste con la frialdad de la gran ciudad de donde procedían.

Nadie parecía tener ninguna prisa, todo transcurría sin agobios. Incluso el paisaje parecía querer reflejar aquella manera de vivir. Pero lentamente y por interés de unos pocos, fue llenándose de un turismo un tanto especial.

Inicialmente la gente no lo vio con malos ojos puesto que, potencialmente, representaba trabajo y riqueza para todos. Pero quienes controlaban aquel virulento proceso parecían carecer de sentido común, —por desgracia el menos común de todos los sentidos —como decía siempre Peter, empezando a promocionar su isla como un paraíso de bebida, mujeres y diversión a bajo precio, tal como más tarde comprobarían con indignación en más de una agencia de viajes.

Lo que antaño habían sido unos parajes limpios y tranquilos, abrazando la mar con bellas y extensas playas, hoy se habían convertido en un amasijo de edificios y hoteles de gran altura, repletos todos ellos de ruidosos, baratos y maleducados visitantes, que hacían imposible transitar con tranquilidad por casi un tercio de la isla. Tampoco era menos cierto que la vorágine especulativa estaba a punto de conseguir vender la casi totalidad del suelo edificable a compañías extranjeras, con un exclusivo ánimo de lucro y muy poco respeto, ya no por el entorno, sino incluso por la tradición, cultura, lengua y gentes del lugar.

Resultaba doloroso asistir a la lenta pero implacable destrucción de aquel paisaje tan hermoso y amado. Si aquello no se reconducía de alguna manera, acabaría como tantos otros lugares del planeta, lleno de hormigón y sin personalidad alguna, ofreciendo únicamente bajos precios, masificación y una evidente falta de respeto por todo, cual si de un burdel barato se tratara.

—¡Qué pena...! —susurró Hellen mirando a su derecha, como si Peter hubiera tenido que escuchar sus pensamientos. Por unos instantes había sido como si el tiempo no hubiera pasado. Aquella cafetería..., la mesa en la que solían sentarse a la espera de embarcar..., el café bebido sin prisas..., todo era tan igual a lo que tantas y tantas veces habían hecho juntos, que solo faltaba encontrarlo tranquilamente sentado a su lado, con los ojos brillando por la ilusión del viaje, cual si de un niño se tratara.

Pero al instante la cruda realidad se hizo palpable. A su derecha, sus pupilas no hallaron otra cosa que una fría y vacía silla metálica, sin que Peter ni nadie estuviera allí sentado, compartiendo sus íntimas reflexiones. De inmediato, un terrible nudo se apoderó de su estómago y garganta, cortándole la respiración, y amenazando seriamente con arruinar la aparente tranquilidad de aquellos instantes. En cualquier otro momento se hubiera echado a llorar, pero ya empezaba a saber soportarlo con un poco más de calma, aquella calma de quien ya va haciéndose a la idea de que nada ni nadie podrá nunca devolverle el gusto por la vida. Sin Peter todo carecía de sentido.

Pero al momento, una voz la sacó de sus pensamientos. Acababan de anunciar el embarque para los pasajeros del vuelo de Iberia con destino a Mallorca, vía Madrid, y debía darse prisa pues, como de costumbre, era incapaz de subir a un avión sin antes pasar por los lavabos. A pesar de que el vuelo duraba aproximadamente once horas en total, siempre confiaba en evitar verse obligada a usar los minúsculos aseos del avión. Aquel espacio tan reducido nunca había sido de su devoción, produciéndole una desagradable sensación de ahogo y claustrofobia que intentaba evitar con toda su alma en cada viaje, pero sin conseguirlo ni una sola vez.

Ya en el avión, una vez levantado el vuelo, probó de acomodarse y dormir un poco, pero, como de costumbre, resultaría una proeza del todo imposible. Peter era capaz de dormir en cualquier lugar, incluso de pie si se terciaba, pero ella jamás lo había logrado fuera de la cama, por muy cómoda que la butaca pudiera ser. Ello le preocupaba seriamente, pues la ocasión facilitaba en extremo que su cabeza empezara a ir y venir por entre infinidad de recuerdos pasados, terminando por amargarle el viaje, y once horas podían hacerse eternamente largas, así que volvió a cerrar los ojos en un serio intento por calmarse y disfrutar del viaje.

... Era un día como tantos otros, solo que aquella tarde tenían un agradable compromiso, habían quedado para ir a cenar con unos amigos íntimos a quienes no veían desde hacía varios meses. Como la noche anterior Peter tuvo servicio de guardia, Hellen decidió coger también su coche pensando que, al terminar su consulta un poco antes que la de él, aprovecharía y se adelantaría para arreglarse y preparar algo de cena para Gabriel. Normalmente por la mañana hubiera cogido el autobús del hospital y, al finalizar la jornada, esperaría a que Peter saliera para regresar juntos, pero, desgraciadamente, aquella vez le pareció una buena idea marchar antes para así tenerlo todo dispuesto a su llegada.

Aunque Peter empezaba a retrasarse, todo parecía estar dentro de lo normal. Cuando ella le esperaba solía ser muy puntual, pero las pocas veces que cada uno había llevado su propio medio de locomoción, y regresaban a casa por separado, él siempre se entretenía por una causa u otra o, mejor dicho, sus compañeros aprovechaban para hacerle alguna que otra consulta, a sabiendas de que Hellen no estaría allí para recriminarles su comportamiento.

Pero esta vez la demora empezaba a ser preocupante. Aunque estaba lejos de imaginar nada que no fuera totalmente lógico y comprensible. Después de comprobar que su marido no contestaba a sus mensajes al móvil, decidió llamar al hospital y averiguar la causa de su tardanza, y saber si se hallaba ya en camino o no. —Si se le hubiera presentado alguna urgencia me habría llamado... —se dijo sin acabarlo de entender, mientras marcaba el número del hospital algo molesta. A Hellen no le gustaba llegar tarde a ninguna cita y en aquella ocasión Peter se estaba pasado. Pero tuvo que colgar ante la insistencia de alguien llamando al timbre de la puerta.

—¿Es usted la Dra. Hellen Mir? —dijo el policía con una voz suave, pero en tono solemne y algo afectado.

—Yo misma... —respondió ella sintiendo de inmediato cómo la sangre se le helaba a la velocidad de la luz—, ¿pasa alguna cosa, agente? —dijo inquieta, temiendo que a Peter o a Gabriel les hubiera podido suceder algo grave.

—Tengo malas noticias para usted —contestó el agente intentando infundir tranquilidad a sus palabras.

—¡Peter! —gritó poniéndose las manos en la cara—. ¿Qué ha sucedido? —interrogó sobresaltada, conteniendo el aliento y con el corazón a punto de estallar. Por aquella mirada era como si algo en su interior le asegurara que, a partir de la inminente explicación del agente, ya nada volvería a ser igual.

—Su marido se encuentra hospitalizado Dra. Mir. Ha sufrido un grave accidente y su estado es muy crítico —respondió el policía, invitándola a acompañarlo al hospital.

Sin tiempo a reaccionar y ni tan siquiera comprobar lo que llevaba puesto, casi como si de un autómata se tratara, cogió precipitadamente las llaves de la casa dirigiéndose tambaleante hacia la puerta, temiendo desmayar en cualquier momento por el shock.

El agente abrió la portezuela del coche patrulla para acompañarla al lugar del accidente y seguidamente al hospital donde habían llevado a Peter, pero ella insistió repetidamente en seguirlo en su propio automóvil. Cuatro absurdas gotas de lluvia habían dejado la calzada resbaladiza y un camión se había precipitado frontalmente contra el coche de Peter.

Al ver aquel amasijo de hierros retorcidos, Hellen temió lo peor. Y así ocurrió. Nada habían podido hacer para salvarlo. Ingresó ya cadáver en el hospital.

—La autopsia confirma que murió de un paro cardíaco —comentó el médico de guardia y compañero suyo de trabajo, cogiéndola desconsolado de la mano y con la voz entrecortada por la fuerte impresión—. No llegó a enterarse, Hellen... No hubo tiempo para que sufriera lo más mínimo. —Y bajando los ojos en una expresión de sentida impotencia, continuó—: Lo siento mucho..., de veras, quiero que sepas que me tienes a tu entera disposición para lo que haga falta.

Todo el hospital se había enterado y aquel ir y venir de amigos, compañeros y pacientes hacían de aquellos momentos algo irreal y fantasmagórico. Nunca hubiera imaginado ni por un instante que esto iba a sucederle a ella. No estaba preparada, no pudo despedirse de Peter ni agradecerle todos y cada uno de los años vividos a su lado, nunca más podría decirle lo mucho que le amaba, sus manos no volverían a acariciarlo, y el mundo se hundía por completo a sus pies.

Ruidos, palabras, abrazos desconsolados, miradas cargadas de dolor y pena se sucedían a un ritmo vertiginoso e irreal, cual si de una de sus peores pesadillas se tratara, pero de una pesadilla de la que no iba a despertar por el resto de su vida. Minutos antes todo sucedía dentro de lo esperado, unas palabras de más habrían modificado el tiempo y Peter quizás hubiera estado unos metros delante o atrás del punto de colisión, pero una encadenación de casualidades terminaría con todo en fracciones de segundo. Era una locura, una absurda y macabra locura.

Ya de vuelta a casa el dolor fue apoderándose de ella más intensamente, minando y resquebrajando lo más profundo de sus entrañas, sin acertar qué hacer ni dónde ir. Hasta donde su vista alcanzaba todo recordaba con tremenda dureza lo sucedido. Su gel de baño..., la brocha de afeitar..., su mermelada favorita..., su ropa a punto de ser usada, los calcetines del día anterior en el tendedero..., la revista que había comprado el día anterior bromeando acerca de lo que harían el próximo fin de semana, correo sin abrir... Cual si de una dantesca broma se tratara, todo lo que su vista abarcaba le confirmaba y recordaba que, para ella, la vida nunca iba a volver a ser la misma. En unos pocos segundos absolutamente todo había perdido su valor.

—Cuatro años ya... —pensó suspirando tristemente, mientras un asomo de lágrima humedecía sus azules ojos. Una eternidad para quien no concebía la vida sin su ser querido. Pero nada ni nadie tenía el poder de parar las agujas del reloj. El tiempo corría inevitablemente y ella no pudo hacer más que aprender, día tras día, a soportar la indescriptible sensación de vacío, soledad y rabia contenida. Nadie podía imaginar lo que representaba terminar el día y regresar a casa, una casa terriblemente vacía y sin sentido, para luego volver a meterse en la cama y sentir otra vez la soledad más cruda y absurda, estallando a llorar incontroladamente por cualquier pequeñez, sin encontrar el menor alivio en nada ni nadie.

Con la garganta y estómago cerrados como un puño, su cabeza aún no alcanzaba a entender lo sucedido. Día a día aquella dureza había ido agotándola progresivamente, apagando su vitalidad de forma alarmante. Primero fue un no enterarse de lo que ocurría a su alrededor, hundiéndose poco después en una terrible sensación de estafa y ganas de morir, para más tarde sentirse distante..., fría..., e indiferente al resto de los mortales, llena de un total desencanto, del que solo su hijo Gabriel había sido capaz de hacerla reaccionar de vez en cuando.

En el transcurso de aquellos cuatro largos años solo una cosa supo hacer, entregarse en cuerpo y alma a su trabajo. Era muy consciente de que, si disponía de demasiadas horas para pensar, se hundiría por completo, y la única fórmula útil que se le ocurrió fue no parar en casa ni un segundo. Consulta, reuniones del departamento, cursos y más cursos, habían llenado por completo su agenda y su vida, aunque sin lograr evitar aquel constante vacío que iba carcomiéndola lenta pero implacablemente.

De pronto, una extraña sensación la apartó de sus pensamientos. Algo que no sabía cómo describir, parecido a una tímida voz interior, repetía —todo está bien, Hellen— causándole una rara sensación, mezcla de alivio e ilusión. Después de diez horas de viaje hasta Madrid y cambiar de avión, todo ocurrido en medio de aquel imparable alud de dolorosos recuerdos, sus ojos parecían divisar a lo lejos el perfil de la isla. Podía entreverse la Serra de Tramuntana a la que, en pocos minutos, darían un rodeo para después encarar la pista de aterrizaje del aeropuerto de Son Sant Joan.

Con el corazón medio compungido por el miedo a romperse en mil y un pedazos tan pronto pisara tierra firme, y sin saber cómo descifrar aquella agradable sensación que pugnaba por salir de lo más recóndito de su ser, obedeció las órdenes del capitán levantando el respaldo de su butaca, plegando la mesa, en la que tenía un par de revistas y el portátil, y abrochándose el cinturón de seguridad. Habían llegado a su destino. Eran las nueve y media de la noche, para ella las tres de la tarde. En el aeropuerto de Palma la temperatura era de veintiún grados centígrados, el día había transcurrido soleado y la previsión era de cielo despejado para todo el resto de la semana. El capitán les deseaba que hubieran tenido un agradable vuelo y les rogaba no se desabrocharan el cinturón hasta que el avión hubiera aterrizado y parado frente a la terminal.

CAPÍTULO III

Tan pronto llegaron a Porto Colom, Hellen indicó al taxista que no se desviara hacia Sa Punta, que siguiera recto para bordear toda la bahía hasta Bassa Nova, aminorando la marcha tanto como le fuera posible.

—Con mi difunto esposo teníamos la costumbre de dar una pequeña vuelta por esta zona antes de dirigirnos a casa y me gustaría hacer lo mismo, si a usted no le importa —le dijo al joven conductor.

—Como usted desee, señora —respondió amablemente mirándola por el retrovisor.

Con el paso del tiempo algo aparentemente tan simple se había convertido en todo un ritual, una forma muy suya de ir tomando conciencia del lugar y momento que empezaban a vivir, y ella quiso conservar tan agradable modo de comenzar su estancia en aquel privilegiado rincón del mundo, quizás en memoria de Peter, o quizás para sentirse aún más cerca de él. La cuestión era que, a medida que Porto Colom iba acercándose, un escalofrío de sana emoción recorría todos los rincones de su piel.

Se apoyó plácidamente en el respaldo dispuesta a gozar de la vista y, con aquel especial y a la vez sorprendente sentimiento de paz que iba apoderándose de ella, fue repasando todos y cada uno de los rincones por donde iban pasando.

Ya en el cruce hacia Sa Punta se percibía a mano izquierda el parking del club náutico y el primer resquicio de mar que anunciaba la llegada a su hogar. El taxista, tal y como ella le había indicado, ignoró el desvío y, aminorando la marcha, siguió recto hasta llegar a la calle d’en Cristofor Colom, desde donde se divisaba la bahía en todo su esplendor.

Aquella visión la hizo estremecer y, al igual que si de una niña se tratara, bajó la ventanilla del coche, cerrando los ojos y concentrando toda su atención en sus pequeñas y gráciles fosas nasales, en busca de aquel intenso olor a salobre que tanto placer le producía. Aquel aroma siempre había ejercido en ella el efecto de un poderoso interruptor capaz de cortar, en un abrir y cerrar de ojos, cualquier signo de preocupación que rondara por su cabeza.

Breves instantes después, y sin mediar palabra alguna, abrió lentamente los ojos permitiendo que sus pupilas se impregnaran de la extraordinaria belleza de aquel entorno. Llegando al final de la calle, justo antes de torcer a la derecha, tres hombres bajaban con la grúa un hermoso llaut, aquella encantadora y característica embarcación mediterránea que durante tantos años había servido fielmente a los hombres de mar, y de la que Peter terminaría enamorándose locamente.

Aunque ya estaba más que acostumbrada a ello, no dejaba de sorprenderle la facilidad en la que, a partir de una simple imagen, su cerebro se abría en una cascada de recuerdos, a cuál más doliente. De golpe podía ver con toda nitidez la escena de ellos dos, sentados en el muelle del club náutico, mientras Peter le explicaba cómo aquellas suaves y a la vez robustas formas del casco contrastaban con la esbeltez de sus líneas, mostrando unas propiedades marineras capaces de garantizar una navegación segura, incluso en condiciones de mar muy agitada. —Cómo sabías convencerme… —pensó para sus adentros. Pero se sorprendió sonriendo al recordar la expresión de su cara mientras intentaba convencerla de lo mucho que le gustaría tener una embarcación como aquella.

Pero aquel paraje tenía poder suficiente para atraer otra vez toda su atención, comprobando con gran sorpresa cómo casi nada había cambiado desde la última vez. Junto a las blancas casas, los pequeños comercios permanecían abiertos a un público aparentemente inexistente. Cuatro o cinco coches aparcados, y un camión del que descargaban provisiones para el restaurante, eran todo lo que uno podía hallar en aquellos escasos metros junto al mar. Como de costumbre, nunca se llenaba de ruidosos turistas, sino más bien de un apacible discurrir, incapaz de trastornar el sosegado quehacer diario de sus tranquilas gentes.

A lo lejos, cerrando en un abrazo aquella lengua de mar, la Punta de Ses Crestes y la potente luz del faro reflejándose sobre las tranquilas aguas, resaltaban de forma especial al lado del pequeño pinar que tímidamente empezaba a asomarse por el fondo.

Cuando el taxi dobló la esquina, la emoción volvió a embargarla. Con qué frecuencia habían paseado tranquilamente por entre aquellos pinos a orillas de la mar... Cuántas y cuántas veces se habrían sentado Peter y ella bajo su refrescante y acogedora sombra para leer, hablar, jugar... o simplemente dejar su vista vagar, mientras les invadía una embriagadora sensación de paz y tranquilidad, tan deseada y valorada por los dos.

Todo permanecía intacto, tal y como lo dejaron la última vez que estuvieron en Porto Colom. Solo una pequeña edificación nueva, incapaz de modificar para nada el entorno, había llenado un solar vacío y descuidado, dando un toque de gracia al conjunto. Abajo, los garajes a pie de mar, con sus viejas y coloreadas puertas de madera, permanecían en el lugar de siempre a la espera de cobijar a su embarcación cuando esta terminara de faenar.