Sin Lugar Para El Arrepentimiento - Janeen Ann O'Connell - E-Book

Sin Lugar Para El Arrepentimiento E-Book

Janeen Ann O'Connell

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Beschreibung

Londres, 1811

Encadenado bajo cubierta, James Tedder de 18 años escucha los sollozos de sus compañeros prisioneros. Poniendo su mano sobre su nariz para filtrar los viles olores, James se pregunta cómo la vida al otro lado del mundo podría valer la pena.

Londres, 1812

Sarah Blay observa el Incansable, un buque de convictos que comienza su viaje hacía el otro lado del mundo con su marido y su amigo James Tedder a bordo. Un año más tarde, Sarah reúne a sus tres hijos pequeños y le dice un último adiós a su madre, y sigue a su marido a la Tierra de Van Diemen en un peligroso viaje que le llevará catorce largos meses.

¿Se arrepentirá Sarah de su decisión y alguno de ellos sobrevivirá?

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SIN LUGAR PARA EL ARREPENTIMIENTO

DINASTÍA BARTLETT 1

JANEEN ANN O'CONNELL

Traducido porJC VILLARREAL

Derechos de autor (C) 2019 Janeen Ann O'Connell

Diseño de Presentación y Derechos de autor (C) 2021 por Next Chapter

Publicado en 2021 por Next Chapter

Arte de la portada por CoverMint

Editado por Alicia Tiburcio

Este libro es un trabajo de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación del autor o se usan de manera ficticia. Cualquier parecido con eventos reales, locales o personas, vivas o muertas, es pura coincidencia.

Todos los derechos reservados. No se puede reproducir ni transmitir ninguna parte de este libro de ninguna forma ni por ningún medio, electrónico o mecánico, incluidas fotocopias, grabaciones o cualquier sistema de almacenamiento y recuperación de información, sin el permiso del autor.

CONTENIDO

Nota del Autor

Carta de Descendientes

Capítulo 1

2. El zapatero

3. La esposa del zapatero

4. El adiós

5. El otro lado del mundo

6. El hojalatero en la Tierra de Van Diemen.

7. El zapatero en la Tierra de Van Diemen

8. Las botas del zapatero

9. La asignación del zapatero

10. El trabajo del hojalatero

11. El Derwent

12. Nueva Norfolk

13. Supervivencia

14. Querida Sarah

15. De Londres a Portsmouth

16. El terror de Chimuelo

17. Amistad

18. Piernas de mar

19. El de la Primera Flota

20. Tierra a la vista

21. El tercer día

22. La Isla de Norfolk

23. Deportado de nuevo

24. Sydney

25. Expansión

26. Retrasos sin fin

27. Otro nuevo empleo

28. Reunidos

29. Una reunión familiar

30. Nuevos amigos

31. De Dublín a New Norfolk

32. Nueva Norfolk, Nueva vida

33. La nueva vida de Tedder

34. El nuevo aprendiz

35. Pademelones

36. Asuntos familiares

37. Ordenes

38. La medicina del árbusto

39. El día de la boda

40. Libertad

41. La Mansión Georgiana

42. Hobart Town

43. Nuevo hogar

44. Inauguración de la casa

45. La Asociación

46. La boda de Betsy

47. La lucha termina

48. La ruptura

49. Avanzando...

50. Miedo y odio

51. Creciendo en una colonia de convictos

52. La segunda y primera boda

La historia continúa

Querido lector

Notas

Este libro está dedicado a la memoria de mi abuelo materno,

Hector Ralph Werrett

1905-1986

NOTA DEL AUTOR

Esta es una obra de ficción; sin embargo, los personajes principales son reales, existieron: sus nacimientos, matrimonios, condenas penales, viajes y muertes, son reales.

Gracias a las asignaturas de la Diplomatura de Historia Familiar de la Universidad de Tasmania, pude localizar a los antepasados convictos que habían sido enterrados, literal y figuradamente, por la familia de mi abuelo. Años de investigación genealógica rindieron fruto cuando el muro de silencio que rodeaba a Elizabeth Blay, fue derribado.

Los registros se obtuvieron de:

Oficina de Archivos y Patrimonio de Tasmania (Bibliotecas de Tasmania)Archivos del Estado de Nueva Gales del Sur (Documentos del Secretario Colonial)Biblioteca de la Universidad de Tasmania (www.utas.edu.au/library)Trove - Biblioteca Nacional de AustraliaOficina del Registro Público de VictoriaOld Bailey en líneaRegistros y libros de cartas del convicto Hulk del Reino Unido 1802-1849Archivos de periódicos británicosY muchas horas en Ancestry.com.au

Por favor, visita mi sitio web en https://janeenannoconnell.com/

Dale “Like” a mi página de Facebook: https://business.facebook.com/JaneenAnnOConnell/_

Esta novela no habría sido terminada y publicada sin la ayuda de mis lectores alfa: Ashleigh Hutton y Denise Wood. Y mis lectores de prueba: Heather Hubber, Luc Mackey y Julie-Anne Jordan.

Se recibió un increíble estímulo y apoyo de: Wordsmiths of Melton, la autora Isobel Blackthorn, y Liz Virtue, propietaria de Glen Derwent, Hamilton Road, New Norfolk, Tasmania, en el marco del lanzamiento del libro el 28 de abril de 2018.

EXILIADO: A NINGUNA PARTE, SIN NADIE, SIN NADA

Carta de Descendientes - James Bryan Cullen - Primera Flota - Scarborough, 1788 y Elizabeth Bartlett - Marquésa de Cornwallis, 1796

Autora e historiadora familiar

Janeen Ann McCulley

1

"En esta mazmorra flotante fueron confinados cerca de 600 hombres, la mayoría de ellos encadenados; y el lector puede imaginar los horribles efectos que surgen del continuo traqueteo de las cadenas, la suciedad y las alimañas producidas naturalmente por tal multitud de miserables habitantes, los juramentos y las blasfemias que se oyen constantemente entre ellos..."

[Las memorias de James Hardy Vaux] Él describió las condiciones del buque prisionero Retribución. Escrito por él mismo en 1819 sobre su época a bordo en 1810.

Las condiciones a bordo de las cárceles flotantes eran espantosas. Los estándares de higiene eran tan pobres que las enfermedades se propagaban rápidamente.

Los enfermos recibían poca atención médica y no se les separaba de los sanos.

Los cuartos de alojamiento estaban en muy mal estado. Los cascos estaban apretados y los prisioneros dormían con grilletes.

Los prisioneros tenían que vivir en una cubierta que apenas era lo suficientemente alta para permitir a un hombre estar de pie. Los oficiales vivían en camarotes en la popa.

[www.portcities.org.uk]

Febrero de 1811

Él quería dos cosas: que les quitaran los grilletes de los tobillos y las muñecas, y matar al viejo tramposo, mentiroso y malvado que lo había hecho terminar aquí. James Tedder temblaba; las cadenas alrededor de sus muñecas traqueteaban.

Hacía un frío mortal- lo normal para un invierno en Londres - pero ni siquiera el aire frío y húmedo podía diluir el hedor. Hacía que sus ojos lagrimearan; podía saborearlo. ¿Era el propio casco de la prisión, el agua sobre la que flotaba, los hombres amontonados en cada espacio disponible, o una combinación de todo? Vomitó en sus pantalones y zapatos.

"No importa que le hagas a tus pantalones, convicto," se rió un guardia, "los perderás pronto de todos modos.”

James Tedder cojeó a lo largo de la cubierta del buque prisionero Retribución con los otros 50 o más hombres con los que había viajado desde la cárcel de Newgate. El peso de los grilletes hacía que le dolieran los brazos y sus piernas anhelaban la capacidad de dar poderosas zancadas, en lugar de arrastrarse como un indefenso e impotente. Los guardias manipularon y empujaron a los hombres hasta que se convencieron de que la línea de almas destartaladas cumplía con los requisitos. Una por una sus cadenas fueron abiertas . Tedder frotó sus muñecas, tomándola una a la vez para masajearlas.

"¡Desnúdense!” Aulló un guardia.

Confundidos, los convictos se miraron unos a otros. Estaba helada la cubierta de este viejo barco; el viento soplaba mientras los azotaba. El guardia chasqueó un látigo mientras volvió a gritar la orden, al mismo tiempo que les arrojaba unos ropajes grises y ásperos a Tedder.

"¡Dije que se desnuden!”

Tedder se quitó su otrora hermosa chaqueta, limpia camisa y sus pantalones y zapatos cubiertos de vómito. Se paró con los otros convictos, temblando, desnudo, esperando que le tallaran la piel con un cepillo de cerdas duras y le cortaran el pelo casi hasta el cuero cabelludo. Mirando con nostalgia hacia la orilla del Támesis y hacia Woolwich, Tedder sintió que la bilis volvía a revolverse en su estómago; esta vez llevaba consigo la comprensión de lo que iba a ser de él. Le faltaba un año más de su entrenamiento, con planes para ser un maestro hojalatero , pero la "justicia" intervino. Pensó que esa vida le pertenecía a otro.

Una bota en su trasero desnudo y la risa estridente de los guardias trajo a Tedder de vuelta a la realidad. Un guardia calvo y desdentado lo empujó hacia el barril de agua. Tropezó en la cubierta resbaladiza y fría, teniendo dificultad que sus pies congelados obedecieran las instrucciones de su cerebro; yendo pesadamente hacia el barril de agua, se las arregló para levantarse . Un convicto tomó el jabón cáustico y el cepillo, luego restregó a Tedder hasta que pensó que debía parecer una langosta hervida, mientras que otro tomó su cabello, alguna vez bellamente peinado y arreglado. El viento helado volvió a jugar con él, picándole las orejas y el cuello y así sin tener un espejo, Tedder supo que le habían cortado el cabello lo más corto que las tijeras permitían.

"Sal de ahí, convicto", gritó el guardia mientras le arrojaba una ropa gruesa y gris. "Tienes 10 segundos para ponértelas o serán mías.”

Vestidos con pantalones y una camisa que les arañaba y rozaba la piel, los condenados se acurrucaron juntos, con los dientes castañeteando, los brazos apretando sus torsos tratando de encontrar calor. Los guardias con palos volvieron a empujar al desdichado grupo en una fila. Tedder los vio venir, la bilis se deslizó desde sus entrañas hasta su garganta y le dolían los tobillos por anticipado; le volvieron a colocar las cadenas, pero esta vez sus muñecas se salvaron de ello.

De pie, mirando tranquilamente las gastadas tablas de la cubierta bajo sus pies, reflexionando sobre la pérdida de identidad y dignidad, Tedder sintió el salvaje golpe de un garrote en la espalda. Sacó el aire de sus pulmones y sus piernas se desmoronaron y cayó de rodillas. Los convictos de ambos lados lo levantaron y lo pusieron de nuevo en la fila. Luchando por mantenerse erguido y respirar al mismo tiempo, se arrastró con los otros hombres hacia un profundo agujero negro en medio del viejo barco.

Por favor Dios, que no sea allí a donde vamos. En esta ocasión, como en tantas otras recientemente, Dios no parecía escucharlo.

Bajando la escalera, los prisioneros trataron de evitar los golpes arbitrarios de los guardias. Llegando a la bodega de abajo, la mayoría se acobardaron , ninguno con la fuerza necesaria para el desafío.

Le tomó tiempo a James Tedder adaptarse a la oscuridad; pensó que nunca se acostumbraría al hedor. Él requería de cada pizca de fuerza de voluntad para mantener las lágrimas en sus ojos , pero logró detenerlas, y giró cuando James Blay le dio una palmada en el hombro.

"¿Cómo lo llevas, Tedder, mi muchacho?" sondeó a Blay, un compañero de celda de la cárcel de Newgate. “Aquí abajo está oscuro y apestoso. Supongo que nos acostumbraremos a ello. Tiene que ser mejor que estar colgado de una cuerda".

"¿Estás seguro? Tedder preguntó. "Así como lo veo ahora, colgar de una cuerda podría ser un mejor final.”

“Es fácil de verlo así ya que no tienes una esposa e hijos en los que pensar, Tedder. Te sentirías diferente sobre ser colgado del cuello cuando tienes una familia que cuenta contigo".

Tedder entendió el alivio de Blay al no enfrentarse al verdugo y en cambio ser deportado a otra parte, pero no compartió su optimismo.

“Nos mantendremos juntos Tedder; trataremos de entrar en el mismo grupo de trabajo y dormir cerca de cada uno. Tenemos que protegernos el uno al otro de los guardias y de los otros convictos; te robarán todo lo que tengas. Si uno de nosotros se enferma, ayudaremos al otro.”

A Tedder le pareció que Blay lo tenía todo planeado; era veinte años mayor y estaba listo para hacerse cargo de protegerlos a ambos. No estaba seguro de necesitar un protector; sin embargo, necesitaba un amigo, y ésta era una oferta de amistad.

Cuatro guardias se movieron por la cubierta de la prisión agitando garrotes, golpeando a los hombres indiscriminadamente. "Se deben alinear a los lados, convictos. Háganlo rápido”, gritó el guardia con menos dientes. Tedder sabía que los dientes podridos eran una señal de tomar demasiado ron. También sabía que debía hacer lo que le decían, y mantener la cabeza agachada si no quería una paliza o peor, un azote con el látigo de nueve colas.

"Métance a las celdas", amenazó el guardia, "apúrense." Tedder, en su mente, lo llamó ‘Chimuelo’.

Veinte a la vez, los hombres fueron agrupados en celdas lo suficientemente grandes para albergar solo de ocho a diez. Dos hombres compartían un espacio para dormir, con una manta desgastada entre ellos. La que Tedder compartía con Blay tenía olor a vómito rancio. Los guardias aseguraron las puertas, las escotillas se cerraron y una desesperada oscuridad envolvió a los hombres.

La única luz visible los espiaba a través de las pequeñas grietas del viejo casco del barco. Sin nada que comer, una delgada manta para compartir con Blay, y una constante batalla para evitar que las ratas se arrastraran por su cara; James Tedder no durmió.

El primer día completo en la prisión Retribución comenzó con un desayuno de la cebada hervida más densa que Tedder había visto. De nuevo, la bilis se deslizó por su garganta mientras trataba de forzarse a comer. No pudo.

Después del desayuno, a las siete de la mañana, con cadenas que se movían alrededor de sus tobillos, cada convicto que fuera capaz subió la escalera a la cubierta y se trepó a las barcazas, para ir a tierra firme a trabajar en el Arsenal Real en el lado sur del río Támesis. A cada grupo de veinte convictos se le asignaba un guardia con un arma.

Los prisioneros cojeaban uno detrás de otro hacía el cobertizo de trabajo que apestaba casi tanto como el casco. Tedder pudo identificar el sudor, la orina, la suciedad, el polvo y la fuerte peste del metal oxidado. Esperaba que el trabajo aliviara el terror y le diera algo más en qué pensar, pero el supervisor que le ponía el látigo en la espalda le otorgaba un nuevo enfoque a su miseria. Se dobló mientras el dolor reverberaba desde su espalda hasta su pecho, y bajaba por sus brazos. Tropezar con el hombre de delante le salvó de caer boca abajo en las pilas de metal en el suelo.

Luchando por respirar, con el dolor en su espalda pulsando y aumentando con cada paso, Tedder finalmente tomó su lugar en el banco, de pie, encadenado por los tobillos, listo para quitar el óxido de viejas balas de cañón.

En la llamada del mediodía para volver al Retribución para el almuerzo , Tedder se tomó un momento para examinar sus manos. La piel partida tenía gotas de sangre mezcladas con óxido negro y rojo para dar un color no muy diferente al del piso del cobertizo en el que trabajaban: era el color del Infierno.

Bajo los siempre atentos ojos de los brutales guardias, los desdichados convictos se arrastraron a las barcazas para el regreso al casco. La comida del mediodía era un caldo que Tedder no reconocía, un pequeño trozo de carne dura y demasiado cocida, una galleta dura mohosa y media pinta de cerveza. El hambre voraz superó sus papilas gustativas, sin importar la calidad de la comida, le dolía el estómago por ahora tener algo en él. Tedder se atragantó con el primer bocado, tosió y escupió con el segundo, pero se las arregló para tragarse el resto; su estómago gruñón se asentó un poco. Pasaron un minuto o dos en que los convictos se obligaron a comer el estiércol disfrazado de comida , y sonó la campana para volver a las barcazas, y al Arsenal.

Al final del primer día de trabajo, Tedder había establecido un ritmo constante para limpiar las balas de cañón, pero sus manos sufrieron: se quemaron, se acalambraron y tenían pequeños trozos de óxido y metal incrustados en los arañazos que las balas de cañón habían dejado en su piel. Sus pies, ya incómodos con los zapatos mal ajustados que le habían asignado, le dolían y palpitaban; no estaba acostumbrado a estar todo el día de pie con grilletes en los tobillos. Al sonar la campana para terminar el día, los convictos fueron maltratados, golpeados y puestos en fila. Con las cadenas traqueteando, se movieron a lo largo del muelle, sus cabezas inclinadas en derrota. Tedder podía sentir el aire de angustia y desesperanza mientras subían, uno a uno, a las balsas para volver al casco.

“Fue un trabajo duro, Tedder. Nunca había usado mis manos para trabajar con el metal. El cuero es más suave en la piel,” se quejó Blay en la oreja de Tedder.

Tedder gruñó, estaba demasiado cansado para hablar.

La cena en la Retribución era un caldo hecho de hervir la carne sobrante que tuvieron para la comida, un pequeño trozo de queso, un trozo de pan tan duro que Tedder pensó que un clavo no lo penetraría al golpearlo con un martillo, y otra media pinta de cerveza. Él y Blay comieron con avidez, sin saborear la mugre que se abrió paso hasta sus estómagos aún vacíos.

Anhelando la barra de pan fresco, queso, patatas y cerdo salado que la esposa del maestro hojalatero solía traerle para la comida al mediodía, Tedder observó el plato frente a él, tratando de imaginar la buena comida que una vez había probado . Mirando fijamente, se vio a sí mismo en la fundidora del hojalatero; haciendo platos y tazas como estos. Con las manos temblorosas, dio vuelta el plato para ver la marca del fabricante debajo. A través de las lágrimas que brotaban de sus ojos rojos y tensos, Tedder vio la marca de su maestro hojalatero. Cerca del borde de la placa, donde había que mirar con atención para notarla, su propia marca como fabricante de la placa. La ironía era insoportable. Recordó haber hecho unas cincuenta de estos platos en dos o tres días sin siquiera pensar quienes podrían ser sus usuarios finales.

La cena terminó, y las escotillas se cerraron para la multitud de hombres bajo la cubierta. El día había terminado. La oscuridad descendió sobre Tedder mientras se preguntaba cuánto tiempo estaría en este infierno flotante antes de ser transportado al otro lado del mundo. Estaba tumbado en el catre junto a Blay, ardiendo con tal odio hacia Bagram Simeon, el anciano que había arruinado su vida, que podía oír su corazón latiendo en sus oídos y sentir los pulsos de rabia dentro de sus párpados.

Esta pesadilla comenzó el día en que Tedder le dijo a su hermano mayor Henry, lo que el mercader de diamantes judío, Bagram Simeon, le había hecho.

"¡No! ¡James!” Henry se había lamentado. “Es un pecado. Debes conseguir el dinero y no decirle nada más. ¿Por qué le seguirías la corriente?”

El respetado comerciante de diamantes de 70 años había venido a Islington para hacer negocios con el empleador de Tedder. Cuando le presentaron al aprendiz, Simeon sonrió y le dio una palmadita en la mano. Al final del día, el viejo se sentó fuera de la fundidora de hojalata en su carruaje, esperando.

Hizo un gesto. "Vamos, joven James, ven y te llevaré a casa".

A los 17 años, la atención halagó a Tedder, y aceptó la oferta del empresario. Pero Simeón no lo llevó a casa, lo llevó a un lugar tranquilo junto al Támesis e instruyó al conductor del carruaje que fuera a dar un paseo. Deslizándose en el asiento junto a Tedder, Simeon tomó su mano y la apretó. Tedder se alejó. "¿Qué está haciendo?" fue la obvia pregunta, pero estaba demasiado aturdido para hablar. Se sentó, con la boca abierta, mirando a Simeon. El viejo sonrió. Conflictuado, Tedder instintivamente se sintió incómodo, pero las normas sociales indicaban que debía mostrar respeto al hombre mayor.

"¿Cuánto tiempo has trabajado para el hojalatero, James?” Simeón preguntó.

"¿Por qué lo pregunta, señor?

"Estoy tratando de conversar, James, para que podamos ser amigos", Simeon le sonrió.

Tedder se retorció en el asiento.

“Podría ayudarte una vez que termines tu aprendizaje, James. Ayudarte a montar tu propio negocio. ¿Te gustaría tener tu propio negocio?” Simeon continuó.

La confusión se arremolinó en la mente de Tedder, el caos de pensamientos como hojas siendo lanzadas por el viento. No sabía cómo responder a este extraño, el viejo tratando de hacerse amigo de él.

Simeón siguió hablando. "¿Cuánto tiempo dijiste que faltaba para que terminaras tu aprendizaje, James?” volvió a preguntar.

"Un año para terminar, entonces seré un artesano, un hojalatero.”

“Estoy seguro de que ya eres un artesano increíble, James. Pero ¿cuánto tiempo crees que te llevará ganar suficiente dinero para montar tu propio negocio?”

"No he pensado en ello, pero muchos años, diría.”

Simeon se movió en su asiento, miró cariñosamente a Tedder y le preguntó: "¿Tienes una compañera en tu vida, James?”

“No, todavía no, he estado muy ocupado trabajando. Tal vez algún día pronto conozca a alguien.”

Tedder a menudo pensaba en conocer a una chica a la que pudiera amar y casarse. Quería construir una vida; una vida como la que sus padres habían construido para él y sus hermanos.

“El problema con las chicas, James, es que un joven como tú tiene deseos que deben ser satisfechos, pero satisfacerlos con una chica resulta en que ella terminé en espera de una criatura. Puedo satisfacer tus deseos, James, sin ninguna preocupación por un niño no deseado. Te pagaré 500 libras por tu tiempo. Yo te cuidaré.” Simeon se movió de nuevo en el asiento estudiando a Tedder para ver su reacción.

A Tedder no le gustaba lo que el viejo le estaba diciendo , pero era fácil convencerlo de cooperar. 500 libras era mucho dinero. Después de varios paseos en el carruaje, preguntó cuándo recibiría el pago prometido.

"Pronto, James", murmuró el hombre de 70 años. "Sólo unos pocos viajes más y conseguiré el dinero para ti.”

Frustrado por los rodeos de Simeón, Tedder le dijo a su hermano, Henry, sobre su acuerdo con el comerciante de diamantes. Con el apoyo de Henry, Tedder escribió a Bagram Simeon:

"Señor - Habiendo informado inocentemente a mi hermano de que usted me había prometido ser un amigo, si le dejaba hacerme algo, lo que ha hecho conmigo varias veces, sin saber qué horrible crimen estábamos cometiendo; pero habiendo descubierto su maldad, he rehusado permitirle repetirlo más, usted parece enfadado, y quiere cancelar sus promesas hacía mí. Mi hermano está decidido a verme corregido ".1

El hermano menor de Tedder, William, entregó la carta a Simeon el 22 de agosto de 1810.

El astuto hombre de negocios llevó la carta al alguacil2 y ellos planearon una trampa. Simeon le escribió a Tedder, pidiéndole que fuera a su casa para discutir el asunto.

En la madrugada del lunes 27 de agosto, sintiéndose animado por la respuesta alentadora del viejo, Tedder se vistió con sus mejores ropas. Se puso una camisa blanca limpia, pantalones que su madre le había hecho a la medida y su mejor chaqueta. Pulió sus zapatos de cuero hasta que el hermoso sol de verano se reflejó en la superficie. Con el corazón ligero, la cabeza dando vueltas, y una enorme sonrisa en su rostro pensando en sus 500 libras, Tedder caminó la corta distancia hasta la casa y oficina de Simeón en la calle Sydney. Golpeó la puerta de Bagram Simeon, y el viejo lo invitó a entrar.

"Buenos días, James," comenzó Simeon. "Te ruego que me expliques el significado de la carta que me entregaste la semana pasada.”

Tedder, sin saber que el agente se escondía en una habitación adyacente escuchando su conversación, habló con franqueza.

“Me prometió 500 libras si le dejaba hacerme esas cosas, como lo hizo en muchas ocasiones. Cada vez que sacaba el tema me decía que me daría el dinero pronto. Si no me da el dinero prometido, no me deja otra opción que ir al alguacil y hacer que lo procesen por los abominables actos que me hizo usted.” Inhaló profundamente.

Tedder aún respiraba con ansias, esperando una respuesta del viejo, cuando el alguacil, teniendo toda la evidencia que necesitaba para procesarlo por extorsión, salió del cuarto adyacente y lo arrestó. Sus esfuerzos por conseguir las 500 libras y que el viejo lo dejara en paz, resultaron en un juicio en octubre de 1810.

“James Tedder, el jurado lo ha encontrado culpable de la extorsión al Sr. Bagram Simeon por la cantidad de 500 libras,” anunció el juez. “Se le ordena ser deportado más allá de los mares, por el término de siete años.”3

La verdad no importaba, Simeón tenía una posición de influencia y poder; había ganado .

Tedder levantó sus rodillas, cruzó sus brazos alrededor de ellas y se dio vuelta para que su amigo, James Blay, no escuchara sus sollozos.

Hampshire Chronicle (INGLATERRA)

5 de noviembre de 1810

(Archivos de periódicos británicos)

Sesiones de Middlesex - James Tedder, un joven de unos dieciocho años, fue acusado de escribir cartas al Sr. Simmons, un comerciante de diamantes, el 22 de agosto pasado, amenazando con procesarlo por un cargo de un delito abominable, con el propósito de extorsionarle la suma de £500.

El Sr. Simmons es un armenio de origen judío y comerciante de diamantes, que vive en Sydney Street, Goswell Street; el prisionero es aprendiz de un hojalatero de Islington con el que el Fiscal había tratado para conseguir algunos pequeños artículos de su negocio. El día mencionado, el Fiscal recibió una carta firmada a nombre del Prisionero, en la que le exigía la suma de 500 libras, que supuestamente le había prometido, y amenazaba con la supuesta promesa de enjuiciarlo por el presunto delito, si incumplía. El Fiscal, asombrado por dicha carta, se dirigió inmediatamente a la oficina pública, en Hatton-garden, expuso la circunstancia y pidió consejo sobre cómo debía proceder. Se le aconsejó que respondiera a la carta del Prisionero y que concertara una entrevista, lo que hizo, y el Prisionero, en consecuencia, prometió mediante otra nota que se presentaría en su casa la mañana del 27, momento en el que Hancock, el agente de policía, asistió y se escondió durante la audiencia en una habitación adyacente, mientras que el Fiscal entablaba una conversación con el Prisionero y le pedía una explicación clara de su objeto y su intención. Inmediatamente después de lo cual el Prisionero fue puesto bajo custodia, y la carta del Sr. Simmons fue encontrada en su posesión. Sus dos cartas al Sr. Simmons también fueron presentadas como prueba, y un niño pequeño, su compañero aprendiz, demostró que era su letra, y que este testigo las había dejado en casa del Sr. Simmons por su deseo.

Varios testigos declararon en nombre del prisionero y le dieron un carácter excelente; pero el jurado lo encontró culpable y fue condenado por el Tribunal a siete años de deportación.

2

EL ZAPATERO

El Código Sangriento tuvo un gran efecto en las colonias americanas y más tarde en Australia. Los jueces frecuentemente ofrecían deportación , es decir, ser enviados a una de las colonias de ultramar y contratados como sirvientes por un término de años, como una alternativa a la ejecución. Uno de cada diez convictos tomaba la oferta.

De: http://theglitteringeye.com/the-bloody-code

James Blay podía oír los sollozos de Tedder. Podía sentir el cuerpo del joven temblando de dolor y rabia. Los lloriqueos no se calmaron ni disminuyeron. Tumbado en el catre junto a Tedder, escuchando su angustia, hizo que Blay se preocupara por su propia situación. Le dolía dejar a sus hijos y su esposa, Sarah. Una vez que dejemos Inglaterra, nunca los volveré a ver, pensó. Su mente vagó hacía la serie de sucesos que lo había llevado a estar tirado en esta miseria, en un barco prisión, en el río Támesis.

Enero de 1811

"¿Qué ha pasado con la marca del fabricante en las botas? Alexander Wilson, un comerciante de calzado, le preguntó a Blay. "Está entintada y no se puede leer. ¿De dónde las has sacado?”

“No conozco al hombre de quién las conseguí, ni cómo llegó a tenerlas. Podrían ser robadas", declaró Blay en defensa.

En un abrir y cerrar de ojos, Wilson agarró a Blay por el cuello y arrastró al zapatero al almacén, encerrándolo. Wilson entonces mandó llamar al agente que había arrestado a Blay, y lo acusó de..:

"irrumpir y hurgar en la casa de George Hobey a las doce de la noche del 3 de enero, y robado de ella un par de botas valoradas en dos libras, de su propiedad".1

Pasmado por la velocidad a la que había perdido su libertad, Blay encontró un espacio despejado en el suelo de la celda de la cárcel de Newgate entre dos prisioneros de aspecto lamentable. Repasando una y otra vez los eventos en su cabeza, se convenció de que el jurado vería su inocencia; pronto estaría en casa con su esposa y sus tres hijos. Una de las lastimosas almas sentadas en el suelo a su lado estaba mirándolo.

"¿Qué estás mirando, llorón de mierda?" gritó Blay.

El chico cambió de posición pero no respondió.

La lentitud en su respuesta enfureció a Blay; empujó al muchacho que luego cayó sobre el prisionero que estaba a su lado. Blay notó que no hubo una reacción indignada de ninguno de los prisioneros que habían sido golpeados por el efecto de la caída sobre el otro. Las palmas de sus manos se pusieron húmedas, le aparecieron gotas de sudor en la frente y reconoció, en los ojos de cada hombre y mujer de la celda, la marca de la desesperanza. Ardía como las brasas de una hoguera.

El joven rubio que había empujado hacía los demás volvió a acercarse. Parecía irradiar una actitud desafiante, y se sentó en el suelo lo más cerca posible de Blay, sin tocarlo.

Despertándole curiosidad, Blay comenzó una conversación. "¿Por qué estás aquí, muchacho? ¿Y cuál es tu nombre?”

“Mi nombre es Tedde, y es una larga historia.”

"No tengo nada más que hacer", dijo Blay.

Tedder contó su sombría historia y James Blay escuchó sin interrupción.

"No importa si no es justo, ¿verdad?” Blay comentó cuando Tedder terminó de hablar. "Los ricos y poderosos siempre ganan".

"¿Por qué estás en Newgate?” Tedder preguntó.

“Hice algo muy tonto. Me arriesgué. Tenía un buen negocio, soy un artesano respetado, pertenezco al gremio de Cordwainer,2 tengo un aprendiz y alimento a mi familia y pago la escuela de mis hijos. Pero pensé que podría ganar dinero rápido y fácil. Así como tú cuando aceptaste la oferta del comerciante de diamantes. Ahora me enfrento a un juicio, y como lo que te pasó a ti, no creo tener la posibilidad de que alguien me crea.

Blay se retorció las manos con tanta fuerza que sus nudillos se tornaron blancos como el hueso y su piel roja como una quemadura. Tedder no lo presionó por más información, y Blay no ofreció ninguna.

10 de enero de 1811.

El alba se asomó a través de las rejas que se disfrazaban de ventanas en la celda. Los rayos acuosos de luz solar prometían calor pero daban la fría y dura luz del día. El día que llevaría a Blay a su juicio.

De pie en el muelle con los otros acusados de la lista del día, el terror se introdujo en el alma de Blay cuando los tres prisioneros que estaban ante él fueron encontrados culpables y sentenciados a varios años de deportación .

Si no fuera porque su vida estaba en juego, Blay se habría impresionado por la forma en que el fiscal, el Sr. Ally, había obtenido información de los diversos testigos llamados al Tribunal de la Corona. Alexander Wilson describió la escena en la que Blay se había ofrecido a venderle las botas; incluso recordando el alias que Blay había dado, junto con la dirección falsa.

Cuando los testigos de la defensa subieron al estrado, Blay esperaba que la justicia prevaleciera y que redujeran el cargo a la devolución de las botas robadas. Pensó que tenía un caso sólido. Vivía a una hora y media a pie de la tienda de George Hobey en Piccadilly, donde fueron robadas las botas. Ser acusado de caminar esta distancia, en una fría noche de invierno londinense, romper una ventana, robar tres pares de botas y volver a casa con ellas, no tenía mucho sentido. Su inquilina, Mary Wood, testificó que tuvo que pasar por delante de ella para salir de la casa y ella no lo vio salir. Un cliente de Blay, Thomas Fuller, testificó que llevó un par de zapatos a Blay para repararlos y mientras esperaba vio a otro hombre, desconocido para él, venderle las botas a Blay. Vio a Blay pagar veinte chelines por las botas.3

James Blay se concentró mientras la defensa y la fiscalía acosaban a los testigos. A medida que escuchaba, se sentía más seguro de ser acusado de un crimen menor. Incluso consiguió mandar una pequeña sonrisa en dirección de su esposa mientras estaba sentada en el tribunal esperando, como él, para averiguar su destino.

No recordaba los comentarios finales de la defensa o de la fiscalía. Recordó el mazo del juez que retumbó en el banquillo y lo declaró culpable, con una sentencia de muerte. Su esposa se puso las manos en la cara y sollozó. Las rodillas de Blay se debilitaron y se desplomó sobre las cadenas atadas a sus tobillos. Golpeando a Blay con su garrote, un guardia le ordenó que se levantara. Se arrastró hasta una posición erguida mientras intentaba contener el terrible grito que quería lanzar desde su garganta. El juez volvió a hablar y Blay aclaró su cabeza lo suficiente para entender lo que le decía.

“James Blay, el jurado lo ha encontrado culpable, por lo tanto está sentenciado a muerte. La sentencia puede ser conmutada a deportación de por vida si así lo acuerda. Se requiere una decisión inmediata.”

Inmediatamente, Blay respondió que sería deportado. Los angustiosos gritos de Sarah penetraron en su alma.

3

LA ESPOSA DEL ZAPATERO

"En el siglo XVIII, la mayoría de las corporaciones no incluían a las mujeres, aunque a veces las viudas que se hacían cargo de los negocios de sus maridos se convertían en miembros por defecto y se encargaban de la formación de los aprendices de sus maridos".

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8 Calle Crispin, Spitalfields, Londres.

Enero de 1811

“No podía ni mirarlo; fue un infeliz y estoy furiosa. Llegábamos a fin de mes. No quedaba mucho dinero al final del día, pero había suficiente para alimentar y educar a los chicos y pagar el alquiler. Ahora lo envían a Nueva Gales del Sur y tengo que criarlos por mi cuenta".

Sarah Blay estaba sentada en la pequeña cocina de su casa en Spitalfields con su madre y su hijo menor. Usando sus manos, se secó sus ojos rojos y doloridos. Ojos que habían estado derramando lágrimas desde la sentencia de su marido esa mañana.

Su madre cargó al pequeño John de tres años que apartaba las manos de Sarah de su cara, tratando en vano de llamar su atención. John era el más joven; a Sarah no le preocupaba el efecto que la sentencia de su marido tendría en él, pero los dos mayores, James Jr, de ocho años, y William, de seis, sabrían sobre la situación de su padre.

"Tendrás que encontrar la manera de mantener al aprendiz", razonó la madre de Sarah. "Puede seguir trabajando para ti hasta que puedas vender el negocio. Entonces al menos tendrás dinero. La inquilina también se quedará. No tiene adónde ir".

Sarah sabía que su madre tenía razón; se podía encontrar una solución inmediata. El largo plazo era lo que la preocupaba.

“Será trasladado a uno de esos buques de prisión en el Támesis antes de ser deportado . Será más difícil que en Newgate verlo, llevarle comida y ropa,” Sarah dijo.

Su madre exclamó: "¡No sé por qué te preocupas de que se vaya al barco! No volverás a verlo después de que lo envíen a Nueva Gales del Sur. ¿Cuántos de ellos han regresado? ¿Lo sabes? Así tantos.”

Las lágrimas volvieron a brotar, corrieron por las mejillas ya manchadas de dolor de Sarah. John, llorando por la angustia de su madre, se subió a su rodilla y le rodeó el cuello con sus brazos. Sarah abrazó a su hijo menor y lloró en su pequeño hombro; abrumada por la ira y el miedo.

Ignorando la angustia de su hija, la madre de Sarah continuó: "La inquilina, ¿cómo se llama?”

"Mary Wood".

"Bueno, Mary Wood va a tener que ayudar con los chicos para que puedas ocuparte del negocio. Tendrás que concentrarte en el aquí y ahora para mantener a los chicos alimentados y un techo sobre sus cabezas.”

El pragmatismo de su madre obligó a Sarah a centrarse en lo que había que hacer. Planeando la supervivencia de ella y de los niños, su mente se volvió hacia los pasos necesarios. El aprendiz aún tenía un año de contrato para servir, y la corporación de Cordwainer a veces permitía a las viudas hacerse cargo de la formación de los aprendices. Ella tenía que convencer al maestro de la corporación de que el hecho de que James fuera deportado de por vida prácticamente la convertía en viuda.

Con el sombrero y el vestido que había usado en el juicio de su marido y con un elegante par de botas que él le había hecho dos años antes, Sarah caminó la milla desde su casa en Spitalfields hasta el Guildhall en la calle Gresham de Londres, donde iba a encontrarse con el Maestro Cordwainer. Esperó en el gran salón, jugueteando con los botones de su corpiño y enderezando su sombrero. El muy ensayado discurso dio vueltas y vueltas en su cabeza. Sabía que haría falta un esfuerzo para contener las lágrimas cuando recalcara que James no iba a volver.

Su madre exigió saber el resultado antes de que Sarah tuviera tiempo de quitarse el sombrero y cerrar la puerta.

“Sí, madre. El maestro Cordwainer estuvo de acuerdo en que como James fue sentenciado a muerte, y ahora está siendo deportado de por vida, eso me hace ser como una viuda. Supervisaré al aprendiz y mantendré el negocio en marcha".

Tumbándose en la silla de James junto al fuego, la madre de Sarah lanzó un gran suspiro: "No será fácil, sabes".

"Lo sé, pero como dices, la inquilina ayudará con los chicos mientras yo superviso al aprendiz y la tienda.”

En la cama esa noche, sosteniendo a John cerca, Sarah rezó en agradecimiento.

Mayo de 1811

"No puedo traer a los chicos para que te vean más, James.” Sarah luchó por mantener la voz firme que había estado practicando. "Te verán por última vez antes de que te deporten para siempre, pero no aquí, ya no, no en este horrible barco. “

Antes de que pudiera controlarla, la voz de James Blay gritó decepción y rabia. "¿Qué quieres decir con que no puedes traerlos más? Son mis hijos, tengo derecho".

Las emociones que Sarah había mantenido reprimidas como un volcán latente durante meses, hicieron erupción frente al rostro de su marido. "No tienes derecho. Eres un convicto en una sucia prisión flotante. Nos dejas para siempre. Así que son mis hijos, y haré lo que me parezca oportuno".

Dando unos pasos hacia atrás ante la furia de su esposa, Blay respiró hondo, miró su expresión, exhaló y tragó saliva. "Tus palabras dan punzadas a mi corazón Sarah, pero debo considerarlas", le dijo. "He estado en este barco durante tres meses. Las ratas se arrastran sobre mí mientras duermo, muchos compañeros de prisión tienen la maldita enfermedad .1 La fiebre de la cárcel se extiende, luego desaparece y luego se extiende de nuevo. Llevo la misma ropa que me dieron el primer día en este apestoso agujero del infierno. Tienes razón, Sarah, este no es un lugar que los chicos deban soportar. Pero temo que la tristeza de no verlos me invada .”

Sarah observó los ojos marrones del hombre con el que se había casado once años antes - la chispa se había marchado - reemplazada por la miseria y el miedo. Ella puso sus manos alrededor de su cara, notando la tez apagada de su piel y la desdicha de su expresión. Quería abrazarlo como uno de sus chicos y decirle que todo estaría bien, pero eso sería inútil. En cambio, le besó los labios y le dijo que lo vería el próximo domingo.

Junto con otros visitantes, Sarah bajó la escalera hasta la pequeña balsa y se dirigió a la orilla, lejos de la desolación de la prisión náutica y la desesperanza de su marido.

4

EL ADIÓS

Incansable,

"Antes de embarcarse en el buque Incansable, muchos prisioneros habían sido retenidos en los cascos anclados en Woolwich y fueron transferidos al Incansable entre el 21 y el 25 de abril de 1812.

La guardia estaba formada por los tenientes Pook y Lascelles del 73º Regimiento con un destacamento para Hobart.”

El Incansable zarpó de Inglaterra el 4 de junio de 1812en compañía del Juglar.

Llegaron a Río de Janeiro el día 29. El Juglar y el Incansable navegaron juntos hasta el 17 de agosto cuando se separaron por un vendaval.

El Incansable navegó directamente a Hobart llegando allí el 19 de octubre de 1812.