Sobre la vida feliz. Sobre la brevedad de la vida - Séneca - E-Book

Sobre la vida feliz. Sobre la brevedad de la vida E-Book

Seneca

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La figura de Séneca (c. 4 a. C. – 65 d.C.) tiene dos caras diferenciadas: la de su vida pública, por un lado, y la de su filosofía y su producción literaria, por otro. Fue un hombre prominente bajo los gobiernos de Calígula, Claudio y, sobre todo, Nerón, y sus decisiones políticas a veces se alejaban de lo que inculcaba en sus escritos filosóficos y morales, inscritos en el estoicismo tardío. La fortuna ha sido benébola con su obra, de la cual han pervivido numerosos textos, entre los que se cuentan sus once tratados morales, grupo al que pertenecen Sobre la vida feliz y Sobre la brevedad de la vida. Sobre la vida feliz es un diálogo acerca de la felicidad a lo que todos aspiramos, pero a la que Séneca nos conduce a través de la virtud, no del placer. Solo esta es la causa de la felicidad, el bien único. Sobre la brevedad de la vida, en cambio, es un texto a modo de lamento: no es que la vida sea corta sino que así nos lo parece cuando malgastamos el tiempo. El verdadero sabio disfruta del presente, recuerda el pasado y previene el futuro sin perderse en tediosos placeres ni temer a la muerte. "Séneca es una figura que necesita descrifrarse. Es clara, está perfectamente acabada y realizada, más tiene misterio. Tiene misterio, además, a causa de su seducción". María Zambrano.

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Seitenzahl: 210

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Volumen original: Biblioteca Clásica Gredos, 276.

© del prólogo: Antonio Cascón Dorado.

© de la traducción: Juan Mariné Isidro.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S.L.U., 2020.

Avda. Diagonal, 189 – 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

Primera edición en esta colección: octubre de 2020.

RBA · GREDOS

REF.: GEBO609

ISBN: 978-84-249-4092-8

ELTALLERDELLLIBRE · REALIZACIÓNDELAVERSIÓNDIGITAL

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Todos los derechos reservados.

PRÓLOGO por ANTONIOCASCÓNDORADO

SESENTAYNUEVEAÑOSDEVIDAINTENSA

Quizá no fueron sesenta y nueve, tal vez alguno más o quizá alguno menos. Sabemos con seguridad que murió en el año 65 d. C.; conocemos incluso los pormenores de su fallecimiento, un suicidio inducido por esbirros del emperador Nerón, que, según el detallado relato del historiador Tácito, se prolongó mucho más de lo que Séneca y los propios esbirros hubieran deseado. Sin embargo, no sabemos la fecha exacta de su nacimiento; por los datos que los especialistas han podido extraer de su propia obra, se conjetura que nació hacia el año 4 a. C., aunque las propuestas van desde el 5 a. C. hasta el 7 d. C. Sea como fuere, se puede decir que, para aquella época y aquellos tiempos tan atribulados, tuvo una vida larga, teniendo en cuenta, sobre todo, que fue cortesano en Roma en tiempos de paranoicos emperadores, Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón. Tenían estos tanto miedo a sufrir un atentado, que daban crédito a cualquier teoría conspirativa y cualquiera podía sufrir las consecuencias, sobre todo si se trataba de una personalidad relevante. Séneca, como veremos, no se vio libre de las persecuciones imperiales, pero consiguió llegar hasta esa edad, que, como digo, era una edad provecta. Así que los dioses o el hado o la fortuna fueron generosos con nosotros al proporcionarle una vida suficientemente extensa como para crear el legado espiritual del que somos beneficiarios.

Nació, como es bien conocido, en Córdoba, por aquel entonces una de las principales ciudades de la Bética hispana, quizá su capital, si hacemos caso a algunos hallazgos arqueológicos relativamente recientes. Su familia, los Anneo, tenía una posición acomodada y, siendo Lucio aún muy niño, marcharon a Roma. Ese era el nombre completo de nuestro filósofo, con los tres nombres característicos del ciudadano romano: Lucio Anneo Séneca. Para alcanzar el grado de sabiduría que más adelante comentaré, no solo era necesario haber nacido en el seno de una familia con recursos económicos, sino también con un nivel cultural e intelectual más que notable. El padre de Lucio era un rétor, es decir, un maestro de retórica de cierta relevancia, del que conservamos dos obras, tituladas Controversias y Suasorias,dos manuales interesantes para el aprendizaje de la oratoria, que probablemente tuvieron que ver en la brillante capacidad retórica de su hijo Lucio. Este, el padre, es el que los filólogos conocemos como Séneca el Viejo o Séneca el Rétor, para diferenciarlo de Séneca el Joven o Séneca el Filósofo, como normalmente se conoce a Lucio. Su madre, de nombre Helvia, era también una mujer de cultura elevada y con gran interés por los estudios liberales, pero a su marido, según nos trasmite Lucio, tales aficiones no le resultaban demasiado gratas, de manera que Helvia no pudo entregarse plenamente a tales afanes hasta que enviudó. El padre también habría querido que su hijo no tuviera tanta inclinación hacia la filosofía, por la que no parece que tuviera gran estima. Así que Séneca el Viejo y Séneca el Joven son exponente de una polémica más general que entonces tenía lugar entre oradores y filósofos, agria polémica de la que encontramos numerosos testimonios (véase, por ejemplo, la correspondencia entre Frontón y Marco Aurelio). Entre otros reproches, los primeros criticaban a los segundos por su falta de acción y sus controvertidas y revolucionarias ideas; los filósofos, por su parte, echaban en cara a sus oponentes su vacua palabrería y sus vanidosas ambiciones. Lucio Anneo fue, desde luego, un notable orador y político, pero siempre se consideró un aspirante a la sabiduría y esa fue su mayor inquietud. Por eso, con toda justicia, la posteridad le conoce como Séneca el filósofo.

De los otros parientes que tuvieron alguna relevancia en la vida de Lucio Anneo, debemos mencionar a su hermano mayor, Novato Galión, a quien Lucio dedicó algunas de sus obras, entre otras el tratado Sobre la vida feliz (De vita beata), que aquí presentamos. Novato se dedicó también a la política, y llegó a ser senador y gobernador de la provincia de Acaya. Tácito trasmite que lo pasó mal después del fallecimiento de su hermano, víctima como este de las acusaciones de los secuaces de Nerón, aunque logró esquivar la muerte. No le fue tan bien al otro hermano, Mela, padre del poeta Lucano, autor de Farsalia,a quien el parentesco con tan ilustres literatos, hermano de Séneca y padre de Lucano, pareció condenarle irremediablemente. Estos dos grandes escritores, acusados de haber participado en un complot contra el emperador, murieron «suicidados», y al pobre Mela, entregado a la carrera administrativa para evitar los riesgos de la política, no le fue mejor. Lucio apenas menciona a Mela en sus obras, sin embargo, parece que mantuvo una estrecha relación con Novato.

Un afecto muy particular debió de sentir Lucio por su tía materna, a juzgar por las sentidas y hermosas palabras que le dedica en su Consolación a Helvia, obra a la que me referiré más adelante. Cuenta Séneca que le llevó en sus brazos en el primer viaje de Córdoba a Roma y, una vez allí, siempre tuvo su protección. Cuidó de su quebradiza salud, le ayudó a costear los mejores maestros y se lo llevó a vivir con ella a Egipto. Su tía se había casado con Gayo Galerio, que fue nombrado prefecto de Egipto en el año 16 d. C. y ocupó el cargo hasta el año 31. No parece probable que Séneca residiera todo ese tiempo con sus tíos, pero sí un periodo importante, al menos seis o siete años.

Por algunas de sus cartas podemos saber que antes de marchar a Egipto ya había estudiado en Roma con algunos de los mejores maestros de filosofía, entre otros, Soción, un estoico que asumió buena parte de los principios pitagóricos, el cínico Demetrio y los estoicos Atalo y Fabiano. Cabe suponer con bastante probabilidad que tuviera alguna estancia más o menos prolongada en Grecia; la formación filosófica tan completa que demuestran sus escritos parece apoyar tal hipótesis y, además, este era entonces el viaje habitual de los jóvenes romanos de buena familia con intereses intelectuales.

No nos es posible saber cuándo regresó a Roma, tal vez hacia el año 32. No tenemos noticias ciertas de él hasta el año 39, ya en tiempos de Calígula, convertido en senador. Cuenta el historiador Dion Casio que Séneca era poco grato al despótico emperador y que probablemente salvó su vida porque alguien convenció a Calígula de que la enfermedad que padecía (quizá tuberculosis, quizá asma) acabaría pronto con el cordobés. No obstante, nuestro filósofo decidió prudentemente retirarse de la política durante algún tiempo. Estas noticias de Dion Casio demuestran que, en este tiempo, Séneca no era un senador más; ya había demostrado su brillantez oratoria y parecía gozar de cierta popularidad.

En el año 41 murió Calígula, víctima del atentado que tanto había temido y que fue incapaz de evitar. Si el pobre Séneca respiró tranquilo al conocer el suceso, se equivocó grandemente, pues muy poco tiempo después fue condenado al destierro en Córcega, acusado de adulterio con Julia Livila, hija de Germánico y sobrina de Claudio, el nuevo emperador. A historiadores antiguos y modernos, sin entrar a discutir la veracidad del adulterio, aquello les pareció un buen pretexto para quitarse de encima a aquel senador, de ideas socialmente avanzadas, brillante orador, bastante popular y que contaba, además, con el aval de haber sido perseguido por Calígula.

Y allí, en la isla de Córcega, pasó nuestro Anneo ocho largos años, leyendo a los autores griegos y afianzándose en el estoicismo, la doctrina filosófica creada por Zenón de Citio, a la que Séneca se adhirió. Probablemente, también dedicó algún tiempo a escribir parte de sus tragedias y diálogos. En algunos pasajes de su obra sostiene con convicción teórica que el destierro no es un infortunio. Defendía, como Sócrates y Diógenes, la ciudadanía universal y en la Consolación a Helvia afirma: «dentro del mundo no se puede encontrar ningún destierro, pues nada de lo que está dentro del mundo es ajeno al hombre» (8, 5). Sin embargo, no debió de resultar fácil para un espíritu tan inquieto un alejamiento tan prolongado de la Urbe. Probablemente fue una prueba dura y muy útil para los arriesgados avatares que le deparaba el futuro.

Su fortuna cambió cuando Agripina, esposa de Claudio, «para no hacerse famosa solamente por sus malas acciones», dice Tácito, «logró el perdón del exilio y al mismo tiempo la pretura para Anneo Séneca» (Anales XII 8, 2). Era el año 49 y, en efecto, Agripina decidió llamarlo a la Corte para ocuparse de la educación de Nerón, «pensando que sería un gesto popular en razón del brillo de sus estudios», prosigue Tácito. Le fue otorgado, además, el cargo de pretor, con lo cual se reanudó su carrera política.

Claudio murió en el año 54, envenenado al parecer por agentes de Agripina, que, según la historiografía clásica, ambicionaba ejercer el poder supremo a través de su hijo Nerón. Nombrado este último nuevo emperador, Séneca ocupó un papel principal en los primeros años de su gobierno, sobre todo hasta la muerte de Agripina en el año 59. Después se fue distanciando paulatinamente de un emperador que, con el paso del tiempo, empezó a ejercer un gobierno más despótico, atemorizado por las intrigas de los senadores y quizá embriagado por el poder absoluto. Séneca intentó alejarse de la Corte, pero Nerón no lo permitió. Su discreción no le permitió la supervivencia y, acusado junto a Lucano y otros muchos de haber participado en la conjura contra el emperador, encabezada por Gayo Pisón, fue, como decía al principio, invitado a suicidarse por soldados enviados por Nerón.

Tácito nos ha relatado detalladamente su muerte, llena de dignidad. Siguiendo su relato, hemos de concluir que los dioses se mostraban renuentes a acabar con la vida de un hombre tan notable. No bastó con que se cortara las venas ni con tomar veneno; al final, como es conocido, hubo de sumergirse en una bañera para conseguir que la sangre abandonara su cuerpo y exhalar el último aliento. Se me hace difícil perdonar a Tácito por no haber transmitido sus últimas palabras; alega que eran de sobra conocidas: «Dado que han sido ya divulgadas en sus términos literales, me excuso de glosarlas aquí» (XV 63, 3). Quizá al gran historiador no se le pudo ocurrir que tales palabras nunca llegaran a la posteridad.

Este es un resumen aproximado de lo que se sabe y se conjetura sobre la vida de Séneca, que, además de filósofo, fue político y escritor. Parece interesante analizar por separado estas tres facetas para apreciar con más rigor la talla del personaje y para una mejor comprensión de los diálogos que aquí presentamos.

FILÓSOFO, POLÍTICOYESCRITOR

Solo voy a esbozar en este apartado los aspectos más destacados de Séneca en las tres actividades fundamentales de su vida profesional, aunque pueda parecer un anacronismo calificarla así. Sirve para entendernos, pero Anneo no habría estado de acuerdo. En su opinión, la filosofía y la literatura pertenecían al otium («ocio»), formaban parte de su desarrollo como persona; solo la política fue para él una profesión, un negotium («negocio», negación del ocio), un deber ciudadano, defendido por la filosofía estoica, que él procuró cumplir con dudoso agrado.

Séneca, el filósofo

A lo largo de sus Diálogos y sus Epístolas, pero también en su obra en verso, Séneca expone su particular concepción de la filosofía estoica. En los últimos años del siglo IV a. C., Zenón, su fundador, empezó a transmitir sus ideas en Atenas bajo un pórtico (stoa, en griego) que dio nombre a la doctrina. Él y sus discípulos iban a ser en adelante los filósofos del Pórtico, los estoicos. A aquellos que desarrollaron la doctrina en época del Imperio romano se les suele agrupar bajo el nombre de Estoa Nueva; los más destacados son, además de Séneca, Musonio Rufo, Epicteto y Marco Aurelio. El estoicismo romano era eminentemente práctico; proyectaba un plan de vida destinado a alcanzar la tranquilidad imprescindible para ser feliz. Sus ideas son muy mal conocidas, a pesar del renovado interés que ha surgido últimamente, al que nos referiremos más adelante. Tan solo nos ha quedado esa imagen de imperturbabilidad del filósofo estoico, pero su propuesta era y es mucho más rica y revolucionaria. Naturalmente, no es posible hacer aquí una exposición detallada, pero no estará de más apuntar algunos de sus principios fundamentales.

Séneca se consideraba un aspirante a la sabiduría, un «proficiente», como él los llama; alguien que «aprovecha» los conocimientos de los maestros y va poco a poco subiendo escalones y perfeccionándose. El sabio constituía el ideal de hombre para el estoicismo, algo así como el santo para el cristianismo; debía reunir unas virtudes tan exigentes que era casi imposible llegar a serlo del todo. Su razón le guía y le proporciona el dominio de sí mismo, necesario para no dejarse llevar por las pasiones; nada teme, nada desea; se limita a seguir el camino que la Naturaleza le indica y no se preocupa por las apariencias y convenciones sociales. Su forma de vida es la práctica de la virtud, el comportamiento honesto y la búsqueda de la justicia. El sabio nunca se entristece, ni se enfada, ni le preocupan las desventuras, porque estas lo son solo en apariencia: «es maestro en el arte de domeñar los males: el dolor, la pobreza, la infamia... cuando han llegado a su presencia quedan mitigados», dice Anneo (Epístolas, 85, 41). También es absolutamente independiente, «sin apoyarse en nadie que no sea él mismo, pues quien se sostiene con ayuda ajena puede caerse» (Epístolas, 92, 2). Nada le resulta inesperado y ha de aguardar la muerte de sus seres queridos como espera la suya, aceptando que es un proceso natural.

La lectura de las obras de Séneca y de sus compañeros de la llamada Estoa Nueva provoca en nosotros una cierta desazón. Básicamente, la propuesta estoica consiste en la aceptación de la realidad con toda su crudeza. La vida del hombre no tiene más sentido que la de la abeja. Lo mejor que podemos hacer es ser útiles a la comunidad y confiar en que tal vez, solo tal vez, haya otra vida después de la muerte; en que tal vez exista Dios o los dioses; en que tal vez nuestra alma sea realmente inmortal. Eran eventualidades en las que los estoicos querían creer, pero resultaban indemostrables. Liberados de deseos y temores y teniendo a la razón como nuestro mejor aliado, podemos liberarnos también de complejos y frustraciones; podemos alcanzar el sosiego imprescindible. Para Séneca la vida es una ruta escabrosa y la muerte no es ningún drama, más bien un refugio. La Naturaleza o los dioses nos han proporcionado el mejor regalo: podemos abandonar la vida cuando queramos. Esa posibilidad nos otorga una libertad real, sin ella no seríamos verdaderamente libres. Séneca lo expresa con rotundidad en el tratado Sobre la ira:«¿Quieres saber cuál es el camino hacia la libertad? Cualquier vena de tu cuerpo» (III 15, 4).

En su doctrinario hay muchos otros aspectos interesantes: su conocimiento de la psicología humana, sus novedosos principios educativos..., pero quizá merezca destacarse su doctrina de amor al prójimo, un compromiso social del que arrancan bastantes de esos que hoy conocemos como derechos humanos: justicia social, igualdad de género, no violencia, etc. En Séneca es bien conocida su convincente exhortación a la solidaridad humana: «No puede vivir felizmente aquel que solo se contempla a sí mismo, que lo refiere todo a su propio provecho: has de vivir para el prójimo, si quieres vivir para ti»(Epístolas, 48, 2). Menos se conocen su exhortación al buen trato a los esclavos, expresada en numerosos pasajes de sus Cartas, y sus objeciones contra la guerra, con denuncia expresa de la violencia institucional: «Hechos que cometidos clandestinamente se pagarían con la pena de muerte, los elogiamos porque los comete quien lleva insignias de general» (95, 30-31).

Séneca demuestra conocer e incluso admirar a filósofos de otras escuelas filosóficas y parece dispuesto a admitir cuanto de provechoso pueda encontrarse en las otras doctrinas; incluso en el epicureísmo, la escuela más antagónica, encontraba puntos de conexión. En ocasiones, hace incluso gala de su independencia de pensamiento, apreciable en estas palabras de Sobre la vida feliz: «cuando digo nuestra, no me adhiero a uno en particular de los maestros estoicos: también tengo yo derecho a opinar» (3, 2).

Séneca, el político

Este filósofo, con las singulares ideas que apenas he podido bosquejar, hizo carrera política en Roma. Como hemos visto, fue senador y pretor, pero el destino le tenía reservado ocupar la cima del poder cuando en calidad de amicus del nuevo emperador hubo de dirigir los destinos del Imperio romano. Y, ciertamente, no debió de hacerlo nada mal. La historia de Roma denomina los cinco primeros años del Principado de Nerón el «Quinquenio áureo», un periodo en que el joven emperador permitió que los más graves asuntos de Estado estuvieran en manos de Séneca y Burro, prefecto del pretorio, el más alto cargo militar del Imperio. Un tándem que, si hacemos caso a las palabras de Tácito, debió de funcionar coordinada y eficazmente: «Procedían de modo concorde con una autoridad equivalente por medios diversos: Burro con su experiencia militar [...], Séneca con su magisterio oratorio y su honrada benevolencia» (Anales XIII 2, 1).

Si seguimos el relato de Anales de Tácito, el más prestigioso de los historiadores romanos, encontramos que la presencia de Séneca en la Corte fue decisiva en varios momentos para evitar mayores conflictos: se opuso con inteligencia y decisión a las desmedidas ambiciones de Agripina (XIII 5, 2) y consiguió que Burro permaneciese en su puesto cuando Nerón intentó eliminarlo (XIII 20, 2). Sin embargo, la guerra declarada entre madre e hijo, que terminó con la muerte de Agripina, significó el declinar de su influencia. Las intrigas palaciegas por parte de ambos bandos eran de tal calibre que, según Tácito, Séneca autorizó el asesinato de la madre para evitar el de Nerón (XIV 7, 3). Tres años después murió Burro, probablemente envenenado, y Séneca cayó en desgracia a los ojos del Nerón. Desde ese momento hasta su muerte no intervino más en la toma de decisiones del emperador. No parece probable que formara parte de ninguna conjura.

Tácito elogia la elocuencia de Séneca en diferentes pasajes y da a entender que intentó trasladar la honestidad e indulgencia de sus principios filosóficos al emperador (XIII 11, 2). Debió de alcanzar notable popularidad y prestigio, pues al parecer, una vez abortada la conjura de Pisón, se extendió el rumor de que los conjurados habían decidido nombrar a Séneca emperador, «elegido para el supremo poder», dice Tácito, «como hombre sin culpas y de esclarecidas virtudes» (XV 65, 1). Es cierto, sin embargo, que, según relata el historiador, nuestro autor sufrió duras críticas por haber acumulado una enorme fortuna gracias a los favores de Nerón (XIV 52, 2). Es este un dato que quizá permita al lector entender mejor por qué Anneo defiende con tantos argumentos la posesión de riquezas en Sobre la vida feliz.

Séneca, el escritor

Fue Séneca un autor prolífico y, aunque no podemos quejarnos de lo conservado, es cierto que buena parte de su obra se ha perdido; una larga lista de títulos que encontramos citados en autores posteriores, pero que lamentablemente no han llegado hasta nosotros. Sin embargo, como decía, hemos de felicitarnos por haber conservado un buen número de sus obras y también porque Séneca tuviera a bien escribir en tiempos en los que muchos filósofos, incluso de su escuela, consideraban que tal cosa era impropia de un filósofo. Los cínicos no solían escribir y las ideas de Musonio Rufo y Epicteto, estoicos como él, nos han sido trasmitidas porque alguno de sus discípulos tuvo a bien ponerlas por escrito. Es una postura que tiene que ver con la voluntad de pasar a la posteridad, defendida por Séneca en varias de sus Epístolas, pero contra la que escribe Marco Aurelio en sus Meditaciones;el primero consideraba que también había que ser útil a las generaciones futuras (79, 17) y el segundo veía vanidosos afanes en tal actitud (IV 19). Nosotros hemos de agradecer a Séneca su determinación.

Quintiliano divide la obra de Séneca en orationes («discursos»), poemata («obras en verso»), epistolae («epístolas») y dialogi («diálogos»). Lamentablemente, de los discursos solo conservamos fragmentos, pero de la capacidad de Séneca en el ejercicio de los otros géneros podemos hacernos una buena idea gracias a los títulos conservados. Hoy diríamos que Anneo fue un escritor transversal en lo que se refiere a los géneros cultivados: escribió obras en prosa, en verso e incluso en prosa y verso, pues se le atribuye con bastante certeza una sátira menipea, titulada Apocolocíntosis. Se llamaban menipeas porque estaban escritas según el estilo de Menipo de Gadara, autor griego del siglo III a. C., mezclando prosa y verso, y ya antes habían sido cultivadas en Roma por Varrón. La Apocolocíntosis, «Conversión en calabaza», es una cruel burla del emperador Claudio, que al morir no se convirtió en un dios (apoteosis), como se decía de algunos emperadores romanos, sino en una calabaza. Se trata de una serie encadenada de parodias de otras formas literarias (historia, épica, tragedia, etc.), en las que el cordobés demuestra sus buenos conocimientos literarios y una excelente aptitud para la comedia.

Pero aún son más evidentes sus aptitudes para la tragedia, pues con sus versos Séneca creó hermosas tragedias, de las que conservamos nueve. Todas de tema mítico griego, una Medea, una Fedra, un Edipo, etc., es decir, las figuras que habían sido tratadas por los grandes tragediógrafos griegos, Esquilo, Sófocles y Eurípides; este último parece haber sido su mayor fuente de inspiración junto a algunos autores romanos, especialmente Ovidio. Como era previsible, Séneca da un tratamiento muy personal a tales mitos, cambiando la óptica helena y centrándose en el ser humano. No se aborda la lucha del hombre contra la divinidad, sino contra sí mismo. Evidentemente, se introducen las ideas estoicas, pero con enorme habilidad, sin facilitar una solución clara. Aunque han sido objeto de numerosas críticas por su carácter retórico y quizá declamatorio —se piensa incluso que no estaban concebidas para ser representadas—, sus tragedias tuvieron una notable influencia en autores posteriores como Racine, Corneille o Shakespeare, entre otros muchos.

Séneca debió de ser un gran orador, brillante y popular, pero ciertamente controvertido. Su estilo era novedoso. A Quintiliano, el gran maestro de retórica, no le gustaba en exceso, aunque le dedica un importante espacio en su obra (10, 1, 125). Suetonio nos trasmite las críticas de Calígula hacia sus discursos: «acusaba a Séneca, el autor más popular por entonces, de componer meros ejercicios de efecto y de ser arena sin cal» (Calígula 53, 2). Tácito incide también en su éxito y en el carácter poco convencional de su estilo: «De acuerdo con el ingenio que poseía, atractivo y adecuado a los oídos de la época» (Anales 13, 3).

Estos testimonios dejan claro, además de la admiración popular hacia nuestro autor, la puesta en práctica de un nuevo estilo retórico, que se aprecia, sobre todo, en su obra en prosa, tanto en los diálogos, de los que nos ocuparemos en un capítulo aparte, como en sus cartas, tituladas Epístolas a Lucilio, de lectura imprescindible para entender y empezar a admirar a Anneo. Se trata de 124 cartas, dirigidas a su amigo Lucilio, en las que va exponiendo su filosofía práctica de la vida, abordando los temas más diversos y profundos, con un tono tan cercano y coloquial que es difícil no sentirse seducido por sus poco convencionales puntos de vista.

Pero, exactamente, ¿en qué consistía ese estilo?; ¿qué novedades contenía y respecto a quién? La lectura de la prosa de Séneca produce casi siempre una sensación de cercanía, de conversación improvisada con el autor. Hay, sin duda, una evidente influencia de la diatriba cínica, perceptible en la presencia del interlocutor ficticio, un adversario imaginario que argumenta en contra de lo que dice Séneca y permite a este responder completando de este modo su exposición. A veces su interlocutor no es imaginario, puede ser el Lucilio de las Epístolas o el Paulino de Sobre la brevedad de la vida o el Galión de Sobre la vida feliz, lo importante es conseguir ese tono conversacional que nos involucra más en el tema que se está tratando. De este modo, Séneca pretende dar la sensación de improvisación, de falta de estructura en sus diálogos, y todavía los especialistas discuten si esta es real o un artificio más en su propósito de atraer la atención del lector. El caso es que algunos recursos evidentes, como la interrogación retórica, el uso abundante de metáforas y comparaciones, junto al empleo recurrente de sentencias o máximas, contribuyen decisivamente a despertar el creciente interés del lector. Las sentencias son tan frecuentes y brillantes que ya desde la Edad Media corrieron repertorios de ellas y todavía hoy pueden encontrarse fácilmente en numerosas páginas de internet; sin duda, es el elemento más característico de la narrativa senecana. Otro rasgo menos comentado, pero a mi entender importante, es su facilidad para la ironía. Ese fino humor que recorre su prosa, casi imperceptible a veces, pero que demuestra la capacidad que tenía nuestro estoico para reírse de sí mismo: «Si alguna vez quiero divertirme con un tonto no tengo que buscarlo lejos: me río de mí» (Epistolas 50, 1).