Socioestadísticas para miembras - José Luis Palacios Gómez - E-Book

Socioestadísticas para miembras E-Book

José Luis Palacios Gómez

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Beschreibung

Socioestadísticas para miembras es un compendio resumido de cuatro de las últimas investigaciones de este sociólogo madrileño que ha desarrollado su profesión en la Administración Local y la Universidad durante más de treinta años. Los resultados de estas cuatro investigaciones fueron publicados en sendas revistas científicas del campo de las ciencias sociales entre 2018 y 2021, pero en este libro se presentan de modo sintético con un contenido y un formato adaptado al público en general, dejando a un lado en gran parte la exposición de las técnicas analíticas empleadas y el lenguaje especializado de esta clase de trabajos. El hilo conductor de estas "Socioestadísticas" es un ejercicio fundamentado de refutación de la llamada "hipótesis del género", proposición teórica que pretende explicar la realidad social de las mujeres en términos de una discriminación general por razón de sexo, sin la concurrencia de otros factores que pudiesen proporcionar una mejor explicación, o una explicación complementaria, de algunos de los fenómenos que aquellas protagonizan o en los que están involucradas. Aspectos de manifiesta actualidad social y política como la discriminación salarial, el "techo de cristal" o los feminicidios son analizados en esta obra desde una óptica diferente del relato de género dominante, aportando una nueva perspectiva que, sin menoscabo del mayor rigor científico, ofrece una comprensión alternativa de estos asuntos.

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© Derechos de edición reservados.

Letrame Editorial.

www.Letrame.com

[email protected]

© José Luis Palacios Gómez

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de cubierta: Andrea Tomasov

Ilustración de Fernando Cabezas

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1144-162-9

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

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A las feministas de todos los partidos (y a Hayek, claro)

A Bibiana Aído, por su impagable creatividad lingüística, inspiradora del título de este libro.

Agradecimientos:

A María Blanco, Sergio Candanedo, Pablo de Lora, Daniel Jiménez, Alex Kaiser, Roxana Kreimer, Agustín Laje, Ryszard Legutko, Douglas Murray, Almudena Negro, Antonio Pérez «Chani», Jordan B. Peterson, Susan Pinker, Javier de la Puerta, Alicia Rubio, Gad Saad, Guadalupe Sánchez, Diego de los Santos, Cristina Seguí, Edurne Uriarte, Jorge Vilches, y un no muy largo pero igualmente apreciable etcétera, que me permitieron constatar que hay bastante gente que no solo se ha percatado de que existe una ofensiva totalitaria basada en el género que pone en grave riesgo la libertad, la igualdad y la democracia, sino que es posible denunciarla con argumentos y datos.

A todas las mujeres íntegras y compasivas que no admiten que los hombres puedan ser discriminados por el mero hecho de serlo.

PREFACIO

Cuando el 10 de junio de 2008, en una comparecencia en la Comisión de Igualdad en el Congreso, la recién nombrada ministra de Igualdad, Bibiana Aído, usó la palabra «miembras» para referirse a las mujeres que formaban parte de esa comisión, pocos advirtieron el regalo argumental que esta señora estaba haciendo a quienes trabajosamente se ufanaban en caracterizar críticamente la naturaleza y el alcance de ese complejo entramado ideológico que es el discurso del «género».

El «miembras» de Bibiana se hizo pronto célebre, convirtiéndose rápidamente entrending topicen las redes y plataformas audiovisuales, provocando las chuflas de cientos de miles de divertidos ciudadanos y, naturalmente, la reprobación de la Real Academia Española, que señaló con severa dignidad que el término era inexistente en español y no debía emplearse para designar a las miembros de nada (o sea, como «audazas» para referirse a las mujeres audaces, por ejemplo).

Bibiana afirmó poco después que el uso de la palabra«miembras» fue unlapsus linguae(bueno, al parecer, ella solo dijolapsusa secas) en el curso de una alocución en la que la continua duplicación de los géneros gramaticales para aludir a las personas de distinto sexo que hacían o dejaban de hacer esto o lo otro (ciudadanos y ciudadanas, diputados y diputadas, etc.) habría producido una especie de inercia verbal de género (gramatical), arrastrándola, digamos, al involuntario error miembril. A continuación añadió que, en todo caso, el error no lo era tanto, porque tampoco se decían antes otras palabras y ahora sí, independientemente de lo que en ese momento determinase la RAE al respecto (que además estaba llena de personas masculinas, vaya). Y señalaba que anglicismos como «fistro» no habían tenido tantas pegas para aceptarse y ser incluidos en elDiccionariode la RAE.

En verdad, «fistro» no está admitido en el DRAE y además no es un«anglicismo», pero Bibiana no era precisamente una brillante lingüista, y sus estudios de Empresariales no tenían por qué haberla capacitado para aportar nada especialmente relevante al uso del español, aunque haber dirigido la Agencia Andaluza para el Desarrollo del Flamenco, con 29 años, quizás podría haberle procurado cierta expansión de su acervo cultural. Tampoco debía tener tanto tiempo para profundas inmersiones en el proceloso piélago de la lengua española y sus complicados tecnicismos, ocupada como parecía estarlo en sus graves responsabilidades políticas en el partido y en fundamentar sus sólidos argumentos en el ámbito de la nueva perspectiva de género. Y si te nombran ministra del Reino de España con 31 años, lo normal es que tengas la cabeza en otras cosas importantes y no te distraigas con nimiedades como hablar bien el español en las Cortes cuando lo haces en calidad de miembro del Gobierno.

Y lo cierto es que la ministra erraba el tiro, pero sabía adónde disparaba. Es evidente que hablar como lo hizo, y como ahora hacen habitualmente sus correligionarios, es un disparate lingüístico, no solo porque lo diga la Academia (en la que también hay unas cuantas mujeres, por cierto, que seguramente están ahí porque conocen bien el español), por eso de la economía del lenguaje y por elegancia estilística, sino porque oír discursos con el tic del desdoblamiento de género (gramatical, digo) se convierte en algo decididamente cansino en cuanto duran más de un minuto. Pero la ministra desatendía la lengua porque quería atender al mensaje, que no era otro que la «visibilización» de la mujer en la vida pública, según su espesa concepción del feminismo militante. Cualquiera habría dicho que pocas cosas hacían más visible a «la mujer» que su propia persona fungiendo de ministra ante los diputados, los medios y las cámaras, dijera lo que dijese, precisamente porque ponía de manifiesto que una mujer, aun con el parco bagaje profesional que ella entonces atesoraba, había podido alcanzar aquella alta magistratura, en un estado de la Unión Europea, sin mayores dificultades.

Sin embargo, Bibiana probablemente obraba con modestia y no debía pensar que su mera presencia en tan conspicua circunstancia era prueba suficiente de protagonismo femenino, sino que era preciso exhibir una reivindicación abierta de la «causa» de la visibilidad. Toda una metáfora del contemporáneo relato del género enunciado «por medios oblicuos», podríamos decir. Su reclamación de atención a «la mujer», para evitar su presunta elusión en la esfera pública, mediante un término entre absurdo y divertido, trascendía el cargante procedimiento de duplicación del género (gramatical, repito) y se adentraba en el promisorio campo de la transformación del idioma y, por tanto, del pensamiento, idea con la que posiblemente estaría de acuerdo Noam Chomsky (que, además, también es socialista, como Bibiana, aunqueà la americaine).

Nadie sabe si Bibiana había oído hablar alguna vez de Miroslaw A. Miernik («The message is the massage»), ni siquiera de Marshall McLuhan, pero actuaba como si así fuera, porque la lógica de su propuesta redefinitoria de la manera de hablar nuestro idioma encierra en cierto modo una especie de enmienda a la totalidad del significado de las cosas y la forma de concebirlas. Si terminásemos hablando como Bibiana en última instancia proponía, probablemente nos entenderíamos peor, pero sin duda todo quedaría impregnado de género (del otro, no del gramatical). Que es de lo que se trata, obviamente. Algo así como que si hablas de una determinada manera, terminas pensando de esa manera. Un poco elemental, sí, pero tampoco la hipótesis del género es, como veremos en las páginas siguientes, un exponente paradigmático de robusta teoría científica y ahí está, vigorosa y rutilante.

En definitiva, que la ocurrencia de Bibiana tal vez podría pasar como algo meramente anecdótico, propicio para echar unas risas y, los más creativos, hacer unos «memes». Pero no es solo eso. Es una verdadera exhibición discursiva, un tanto elíptica si se quiere, pero llena de significado, indicativa de una forma de discurrir, de pensar el mundo social y las relaciones personales, insólita pero real. Y ya nos advirtió sabiamente William I. Thomas que lo que la gente define como real es real en sus consecuencias, teorema sociológico brillante y veraz como ninguno. Si se admite (si «se compra», se dice actualmente) que nos indiquen cómo hablar, al margen del obviamente necesario código lingüístico que todo idioma prescribe, lo siguiente es que nos definan no ya lo que hay que decir, sino lo que tenemos que pensar. En eso están, sin duda, los acólitos del género (del no gramatical, digo). Antes de que eso suceda, he querido aprovechar para reunir en un breve texto el testimonio de mi oposición intelectual a esa«redefinición de la situación», empleando para ello la única herramienta que sé manejar con alguna soltura: la argumentación basada en el análisis de datos sociológicos. El fruto de ello es este compendio de socioestadísticas de mi cosecha. Ya rompí una lanza por la libertad cuando nos la negaban en el régimen anterior. Ahora no puedo sino romper otra cuando nos la quieren volver a negar con un nuevo régimen. Quiero pensar que tal vez resulte de alguna utilidad (para que el mal triunfe basta con que los buenos no hagan nada, sentenció Burke).

Desde aquel junio de 2008 ha llovido mucho, y Bibiana Aído hace tiempo que dejó de amenizar las sesiones del Congreso e inquietarnos con sus extravagancias sociolingüísticas, aunque ha seguido trabajando infatigable por la causa de «la mujer». Por lo que sabemos, está empleada desde 2011 en una organización de Naciones Unidas llamadaONU mujeres, que tiene como misión «promover la igualdad de género y el empoderamiento de las mujeres», un objetivo proteico e inagotable, y un destino (el de Bibiana) perfectamente adecuado para alguien que dejó una huella indeleble en el imaginario colectivo de la política española, aunque fuese en el con frecuencia ambiguo y algo vaporoso dominio de lo intangible. Su aportación al universo simbólico del género sociosexual tal vez se haya infravalorado y no estaría de más reconocérsela sin ambages, al menos en el ámbito en el que cosechó mayor éxito: el humorístico. Su contribución al universo del otro género (el gramatical) es más dudosa, todo sea dicho, pero ya nos señaló Paul Johnson que raramente una persona destaca de forma sobresaliente en más de un campo del saber.

Yo, por mi parte, me reconozco reacio a usar cualquier especie de neolengua para expresar lo que seriamente quiero decir, así que el lector suspicaz no ha de extrañarse por no encontrar en las páginas que siguen convenientes desdoblamientos de género (gramatical) para aludir a las personas involucradas en los fenómenos tratados en estas socioestadísticas, ni mixtificaciones léxicas fuera de las normas que prescribe la Academia, pues me he ceñido al principio de escribir, o intentarlo, en un buen español. Es más aburrido, naturalmente, pero a cambio ahorro al lector una buena porción de palabras innecesarias, que en un texto de carácter marcadamente técnico-científico no es poco.

No dejo de apreciar, sin embargo, como se ha visto más arriba, el ingenio terminológico de aquella Bibiana cuando era nuestra ministra y he querido rendirle con el título de este libro el tributo que su desparpajo merece. Espero que si, inopinadamente, algún ejemplar llega a sus manos, sepa apreciarlo en lo que vale, dicho sea con toda modestia, por supuesto después de leerlo, y no lo despache, como buena gaditana, haciéndose con él un tirabuzón, cual si fuera un proyectil lanzado por fanfarrones. Después de todo, estamos entre intelectuales. Digo.

Introducción: sobre la hipótesis del género y el propósito y función de las socioestadísticas

En 2018 publiqué los resultados de una investigación de carácter sociolaboral, sobre la discriminación salarial por razón de sexo, en la conocida revistaSociología del Trabajo, dirigida, como sucedía desde que recordara, por el catedrático de nuestra facultad de Ciencias Políticas y Sociología Juan José Castillo. Tengo que decir que la aceptación del artículo enviado a la revista para su revisión y posible publicación en cierto modo me sorprendió, porque la cuestión a la que aludía y la información que contenía podían resultar políticamente incómodos en los tiempos que corren, y una revista universitaria, aun del prestigio de la mencionada, podía evitarse riesgos y problemas desdeñando mipaper. Es cierto que aquí todavía no estamos en el abominable nivel de censura ideológica que parecen haber alcanzado las universidades norteamericanas, con casos auténticamente espeluznantes como los de Theodore Hill, Lawrence Summers o Lazar Greenfield, pero tengo la impresión de que andamos a la zaga.

Aunque las cuestiones sociolaborales no formaban habitualmente parte de las propias de mi especialidad académica y profesional (la metodología de la investigación social y los fenómenos socioculturales y socioeconómicos), había hecho ya previamente alguna incursión sobre el tema abordado en este trabajo (que posteriormente también vio la luz, como artículo, en el libro homenaje al profesor Octavio UñaIntellectum valde ama, con el título «¿Cobrar menos por el mismo trabajo? Teoría social y económica y evidencia empírica sobre la discriminación salarial por género»), de manera que la investigación sobre la discriminación salarial de las mujeres era un ejercicio de profundización en un fenómeno que había ya despertado mi curiosidad sociológica. El caso es que el artículo era la expresión de mi interés por la improbable veracidad de un lema de agitación política frecuentemente voceado en medios muy diversos: «las mujeres cobran menos que los hombres por hacer el mismo trabajo».

Comoquiera que se me antojaba decididamente inverosímil que tal afirmación respondiese a un hecho cierto en la España de nuestros días, uno de los países más igualitarios del mundo y con uno de los mercados de trabajo más rigurosamente sujeto al escrutinio de socialistas y feministas de toda condición, me puse a investigar el asunto con mayor detenimiento, acudiendo a las abundantes bases de datos laborales disponibles y a la lectura detenida de la todavía más abundante bibliografía, teórica y empírica, que existe sobre esta materia.

El estudio cuyos resultados publicóSociología del Trabajoen otoño del 2018 llevaba por título «Cuando los números hablan. Análisis y valoración de la estadística oficial de discriminación salarial por razón de sexo en España (2005-2016)», se había elaborado con datos oficiales de la Inspección del Ministerio de Trabajo y concluía que las diferencias salariales promedio entre trabajadores de ambos sexos, menores, pero ciertamente existentes, en escasísima medida podían deberse a alguna clase de discriminación sistemática que sufrieran las mujeres asalariadas.

El que los datos estuvieran disponibles, fuesen fiables, la metodología de análisis la adecuada y las evidencias tan consistentes, y que pudiesen publicarse, me animaron a abundar en la investigación científica de otros mantras y dogmas de eso que podríamos llamar, formalísticamente,«estudios del género», y que, más técnicamente, no es otra cosa que la segmentación por sexo de los datos relativos a comportamientos, opiniones y actitudes de la gente, pero filtrada con Judith Butler.

Y así fue que abordé otros dos asuntos de este ámbito temático que también me interesaban considerablemente: el llamado «techo de cristal», o impedimento estructural para que las mujeres alcancen las máximas posiciones en las organizaciones sociales, y los denominados «feminicidios», es decir, los asesinatos de mujeres por sus parejas o exparejas, en España. Del último de ellos hice una extensión de carácter más marcadamente estadístico, usando la metodología de regresión con series temporales y la de series temporales interrumpidas, que finalmente se convirtió en una evaluación matemático-estadística del fenómeno.

La investigación sobre el «techo de cristal» cobró la forma de un estudio longitudinal de las opciones formativas y profesionales de las mujeres en España durante lo que llevamos de siglo, retrotrayéndonos hasta las postrimerías del pasado en algunas series de datos, y terminó publicándose en la revista de ciencias socialesBaratariaen 2020, con el título «Techo de cristal,¿o suelo de granito? Pautas educativas y laborales de las mujeres en España en el siglo XXI».

La investigación sobre el feminicidio se abordó desde cuatro puntos de vista diferentes: la nacionalidad de víctimas y victimarios de esta clase de crímenes, el comportamiento suicida de los victimarios, la relación entre rupturas de pareja y los feminicidios y la relación entre la agresión en el seno de las parejas heterosexuales y los feminicidios, publicándose asimismo como artículo en la revista de ciencias socialesMethaodos, también en 2020, con el título «Cuatro consideraciones socioestadísticas para revisar la etiología del feminicidio en España».

Finalmente, la investigación más puramente estadística sobre el feminicidio en España, que consideró esta clase de crimen en el periodo 2001-2019, acabó siendo escrita en inglés, después de ser rechazada por una revista española, y publicándose como artículo en laLondon Journal of Research in Humanities and Social Scienciesen 2021, con el título «A statistical evaluation of the gender hypothesis in the aetiology of feminicide in Spain».

En conjunto, los cuatro estudios o investigaciones formaban una especie de tetralogía crítica de la hipótesis del género como explicación de fenómenos o conductas que tenían como protagonistas a las mujeres en nuestro país y que admitían otras hipótesis explicativas mejores, con tanta o mayor sustentación en otras causas o motivos que los que encierra esa hipótesis.

La «hipótesis del género» es una manera de explicar las diferencias en comportamientos, actitudes y aptitudes, opiniones y pensamientos, de las personas de distinto sexo como una mera función de la socialización: esas diferencias que por doquier se observan, en todos los tiempos y culturas, entre los hombres y las mujeres en sus conductas, gustos, motivaciones, perspectivas y estilos cognitivos tendrían como causa primordial el contexto social, el medio social en el que unos y otras viven. El sexo de las personas, como dato biológico, sería irrelevante, más allá de unos pocos caracteres fisiológicos relacionados con la reproducción. Lo que verdaderamente distinguiría a los hombres y las mujeres es el«género», una construcción sociocultural en la que se asignan distintos roles a unos y otras. Si los hombres muestran, en general, mayor inclinación por los objetos, los problemas espaciales, el poder y la violencia, por citar unas pocas cuestiones características, es porque han sido socializados de tal modo que su pensamiento, su comportamiento, su mentalidad, resultan conducidos hacia esos asuntos. Si las mujeres observan, en general, mayor orientación hacia las personas, la interacción comunicativa, la cooperación y el pragmatismo, por ejemplo, es porque han sido socializadas en ese sentido y condicionadas de modo que se interesen más por esas cuestiones y menos por otras.

En consecuencia, si los modelos de socialización fuesen distintos, homogéneos e igualitarios, sin distingos «de género», los hombres y las mujeres serían prácticamente indiferenciables, salvo en intrascendentes rasgos anatómicos sin efecto apreciable en la vida social en todo lo que no tenga que ver con el ámbito restringido de la reproducción. Así, los comportamientos de unos y otras no serían en cierta medida el fruto de las propias características individuales psicológicas o biológicas, sino el producto del condicionamiento social, que determina qué somos y qué hacemos, qué pensamos y qué sentimos, y, en definitiva, que actuemos como «hombres» o como «mujeres», siguiendo modelos o estereotipos que en cierto modo son ajenos a la propia persona como tal.

Si esto es manifiesto en ámbitos como la práctica de deportes, las actividades de ocio, la elección de estudios o las opciones profesionales, resultaría asimismo la mejor explicación subyacente para las agresiones a las mujeres por parte de los hombres, en general, y para esos nefandos crímenes que son los llamados feminicidios, en particular. Porque aquí opera también, y tal vez más que en ningún otro ámbito, la hipótesis del género: las mujeres asesinadas por sus parejas o exparejas lo han sido «por el simple hecho de ser mujeres», porque el asesino comete su crimen como una mera expresión de un síndrome perverso de raíz cultural: el machismo. Es porque piensa que la mujer es un ser inferior, cuya vida y destino han de estar en sus manos, que el victimario asesina a su pareja o a la que lo fue anteriormente. No concurren en el acto criminal otros componentes que pudiesen explicar, al menos en una parte, la comisión del crimen, pues el motivo fundamental de esa conducta no es sino una manifestación patológica de un contexto social que minusvalora a las mujeres en cuanto tales y que, eventualmente, se sustancia en un asesinato. Tan es así, tanto la hipótesis del género ha sido aceptada como la causa eficiente del feminicidio, que hoy los medios, y no solo los políticos más sesgadamente interesados y sus corifeos, llaman a esta clase de crímenes«asesinatos machistas», dando por buena la explicación básica de la hipótesis del género en este fenómeno.

La hipótesis del género agrada indudablemente a los ingenieros sociales de cualquier especie y les resulta de evidente utilidad a los políticos en busca de causas rentables, porque descansa sobre el supuesto constructivista de la irrestricta maleabilidad de las conciencias y, por ende, de la conducta de las personas. Si las formas de «pensar, sentir y actuar», como gustaba de decir Durkheim, son meras construcciones sociales, con los procedimientos adecuados se pueden modelar distintas formas de pensamiento y de comportamiento, distintas concepciones del mundo, diferentes modos de ver la realidad y de comportarse. La realidad humana puede entonces deconstruirse y volverse a construir con otro formato. El mundo social puede así diseñarse según otro modelo y sus habitantes, las personas, constituirse con otros fundamentos y otras características. Y el género, esa construcción sociocultural que asigna mentalidades y roles a los hombres y las mujeres, con escaso o ningún anclaje con la realidad sexual y producto sobre todo de torcidos intereses de dominación, no es más que otro entramado de formas de pensar, sentir y actuar, que, como las demás, puede deconstruirse y convertirse en algo distinto o disolverse sin más. Porque el género es, por sobre todo, una estructura de dominación, como la sociedad de clases o la división internacional del trabajo: el fruto de la acción planificada de un grupo dominante para ejercer su poder y perpetuarse en su posición privilegiada. De ahí que, en el imaginario de las izquierdas posmodernas, el género no sea más que la expresión simbólica del «heteropatriarcado», un sistema cultural de dominación en el que los hombres heterosexuales ocupan la posición jerárquica más elevada y los demás seres humanos, y especialmente los de sexo femenino, la posición subordinada. Y si el heteropatriarcado se solapa con un sistema de producción capitalista (en verdad un pleonasmo, porque el capitalismo es el modo de producción propio del heteropatriarcado, Engelsdixit), el resultado es una estructura de dominación total: los hombres heterosexuales son ciertamente la clase dominante y los demás, especialmente las mujeres, la clase dominada.

No se piense que esta descripción tremebunda de la realidad social, articulada sobre dos grupos antagónicos en conflicto secular, es una simple exageración dialéctica de inspiración marxista o la torpe conclusión de unas escasas lecturas mal digeridas de las plumas posmodernas de algunos diletantes franceses. Es, por el contrario, el núcleo del discurso político (y económico) de los radicales de la izquierda occidental (y de la occidentalizada) y de una buena parte de las élites que hoy ejercen el poder en todos los niveles de la administración pública. El que la gran mayoría de la gente desconozca los pormenores argumentales de esta farfolla con pretensiones antropológicas, porque está más acuciada por los problemas económicos, laborales o lúdicos de lo consuetudinario, no significa en absoluto que no esté operando y dejando su impronta en la vida social y en la particular de muchas personas.

Cuando escuchamos en la tele, no solo al político de turno, sino a la presentadora que recoge sus declaraciones, que a menganita la ha apuñalado su marido en el comedor de su casa causándole la muerte y que esto constituye otro «crimen machista», el significado profundo de este modo de dar la noticia es la asunción pública sin reparos de la hipótesis del género: a menganita la han matado por el mero hecho de ser mujer. Y esto antes de conocer detalle alguno del crimen, sus circunstancias, motivaciones materiales, concurrencia de patologías físicas o mentales, historias de vida y todo el largo etcétera que la Criminología tiene en cuenta para intentar dar razón de las características y las causas de los homicidios. Y cuando escuchamos en la tele, sobre todo cuando se acerca el Día Internacional de la Mujer, que«las mujeres cobran un x % menos que los hombres por hacer el mismo trabajo», o que la proporción de mujeres ingenieros o astrofísicas es del x % menos que la de los hombres, mientras que el político o la presentadora de turno ponen cara y tono de preocupación, el significado profundo de ese modo de dar la noticia es también la asunción pública de la hipótesis del género: las mujeres cobran menos o no son ingenieros debido a la dominación patriarcal (o, para iniciados, «heteropatriarcal», o, ya para expertos, «heteropatriarcal capitalista»).

Hace un tiempo, me parecía insólito que gente con estudios universitarios, con responsabilidades políticas importantes, con predicamento sobre la opinión pública, con posiciones sociales de relieve, pudiera afirmar o reproducir tales simplezas sin sonrojarse. Yo pensaba que si uno está instruido (especialmente si lo está en alguna disciplina científico-social), si está medianamente informado, si reflexiona de vez en cuando sobre el mundo social en el que vive, y sobre todo si uno posee alguna honradez intelectual o asume que el ejercicio de un cargo público ha de hacerse con ética y decencia, la visión de la realidad que propicia la hipótesis del género le debería plantear, como poco, alguna duda argumental, alguna cautela «técnico-científica» y también,last but not least, algún reparo moral. Por un lado, la semejanza de la hipótesis, en su fundamento argumental, con la teoría marxista de las clases sociales, explicando la realidad social mediante el antagonismo de dos grandes grupos humanos, me parecía, a estas alturas de la Historia, y de la Filosofía, con el descrédito teórico y empírico que había cosechado el marxismo, delirante. Y con más motivo que la propia teoría marxista de las clases, que nunca tuvo el mínimo soporte real y que el propio Marx jamás logró articular adecuadamente (no por casualidad el capítulo 52 deEl Capital, relativo precisamente a las clases sociales, quedó inconcluso), porque ahora se pretendía sustituir a la burguesía y el proletariado por ¡los hombres y las mujeres!, respectivamente, un malabarismo dialéctico que ni el menos aventajado de los marxistas que efectivamente habían leído a Marx podría tomarse un minuto en serio.

Además, el recurso al concepto de «patriarcado» como sinónimo de una estructura de dominación por parte de los hombres sobre las mujeres era un perfecto disparate en términos de la antropología social científica, que reserva el término para una particular modalidad de organización social, basada en la familia en su formato extenso, en la que el padre ostentaba la representación social y el control y preservación de la propiedad, y que por lo demás está en desuso en las sociedades modernas desde hace varios siglos. La descripción de las complejas implicaciones que esta modalidad de organización social guardaba con la reproducción, la producción económica, el sistema de legación de la propiedad, la política y la guerra podrían ilustrar adecuadamente la naturaleza y función del patriarcado como sistema social, y desde luego ponen de manifiesto su evidente obsolescencia y caducidad en las sociedades industriales avanzadas como la nuestra y las de la mayoría del resto del mundo actual. Pretender que alguna forma de «patriarcado» está vigente en estas sociedades sobrepasa con mucho el nivel tolerable de ignorancia de los no entendidos en antropología social y cultural, especialmente cuando se pretende dar alguna explicación solvente de las desigualdades sociales reales que existen en su seno.

Por otro lado, es bastante poco probable que alguien que pretende explicar en serio la naturaleza y las características de los problemas de nuestro tiempo no se haya tomado la molestia de informarse mínimamente sobre los asuntos que despiertan su interés y sobre los que, eventualmente, pretende decir algo relevante, sea a título descriptivo o por buscar alguna solución o paliativo de dichos problemas. Si se piensa que existe un sistema de dominación ilegal, en la actualidad y en países como el nuestro, parece lógico suponer que tal sistema de dominación puede evidenciarse con hechos y realidades, con datos, si se quiere trascender la mera creencia o el simple nivel de la opinión y hacer algo al respecto, porque ineludiblemente serán hechos y realidades los que sustenten las acciones a llevar a cabo y los que prueben los progresos que se hayan logrado. Se diría que esta lógica opera tanto para la calidad de la educación, el acceso a la vivienda o la incidencia del crimen, por ejemplo, como para cualquier otra cosa tangible, perteneciente al mundo real y susceptible de ser modificada.

De ahí que resulte pasmoso que para dar cuenta de problemas tan graves como la discriminación laboral o salarial, y no digamos ya el asesinato recurrente, se asuman toscas y simplistas explicaciones que carecen del fundamento mínimo suficiente para ser admitidas por científicas e inspirar leyes y políticas públicas. Más aún si quienes asumen y defienden tales explicaciones no son personas corrientes, sin mayor información sobre el asunto, sino individuos que, al menos nominalmente, poseen y acreditan los títulos y la experiencia como para saber de qué están hablando y cuál es la dimensión real del problema que se enfrenta: es inverosímil que no lo sepan y su incompetencia no tiene causa más probable que la mala fe.

Tengo para mí que la hipótesis del género es una suerte de combinación de la desinformación y la mala fe. Para definir este síndrome de un modo cuantitativo pienso que resulta útil establecer uncontinuumcon dos polos, siendo uno de ellos la desinformación extrema y el otro la mala fe sin paliativos. Si nos desplazamos hacia un extremo de su rango o amplitud, nos acercamos a la desinformación y nos alejamos de la mala fe, y a la inversa. Creo muy probable que quienes sostienen esta hipótesis se ubican en algún punto entre los dos polos, en el que caben posiciones intermedias de ambos rasgos. Muy pocos especialistas, si hay alguno, ocuparán en elcontinuumun lugar en el que el rasgo prevalente sea la desinformación: es inverosímil que los sociólogos, psicólogos, antropólogos y demás estudiosos de las ciencias humanas y sociales estén persuadidos de que el sexo de las personas es un dato esencialmente irrelevante para explicar la conducta humana, por más que concedan mayor o menor importancia a la socialización, la educación o los contextos sociales para dar cuenta de lo que las personas piensan y hacen, y de que el«género» sea una mera construcción social.

Las personas más desinformadas pueden creer casi cualquier cosa, porque no han tamizado con las herramientas de la ciencia las proclamas y relatos de los grupos de interés que los difunden. Aunque no estén exentas de mala fe, porque probablemente se acerquen, siquiera intuitivamente, a la narración que crean que les conviene, las más de las veces esas personas compartirán un mito, una idea o una praxis por ignorancia. Además, ya nos advertía Festinger que la disonancia entre la creencia y la realidad resulta psicológicamente muy incómoda para la gente y que cuando aquella no se corresponde con la realidad, muchas veces se tergiversa esta para acomodarse en la creencia (nuestro Ortega señalaba que las ideas se tienen, mientras que en las creenciasse está). Pero los especialistas, entendiendo por tal cosa los que saben de estos asuntos, por formación, documentación y análisis, cuando aceptan y defienden una explicación de la realidad incompleta, incierta, dudosa, en el mejor de los casos, y descaradamente errónea, en el peor, no pueden esgrimir la ignorancia para mantener su posición: se abrazan a la impostura y actúan con mala fe. Y ni el fanatismo ni alguna clase de torcido maquiavelismo les exime de culpa: saben que en alguna medida es falso lo que sostienen y aun así lo hacen. No es este el lugar para una digresión sobre los «intelectuales orgánicos», como los llamó Gramsci, y su papel socialmente nefasto, pero no vendría de más recordar la feroz crítica del intelectual interesadamenteengagéque nos regaló Julien Benda enLa trahison des clercs.