Soldados de Salamina - Javier Cercas - E-Book

Soldados de Salamina E-Book

Javier Cercas

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Beschreibung

Tomando como punto de partida un insignificante episodio de la guerra civil española, "Soldados de Salamina" es una novela sobre la vocación literaria, sobre el sentido y el valor de las ficciones narrativas y también sobre el heroísmo moral. Novela metaficcional evoluciona ante nuestros ojos y cambia de piel hacia una novela comprometida.

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Veröffentlichungsjahr: 2023

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Javier Cercas

Soldados de Salamina

Edición de Domingo Ródenas de Moya

Índice

INTRODUCCIÓN

Un fenómeno de sociología literaria

Cercas hasta Soldados de Salamina

Cercas desde Soldados de Salamina

Asomos de poética: verdad ficcional y punto ciego

Cercas en Soldados de Salamina

Fuga de la metaficción

Lo real de los relatos reales

Memoria y desmemoria de la guerra

Umbrales

La fábula narrativa

Articulaciones del discurso (I): resabios posmodernos

Articulaciones del discurso (II): «escribir sobre un facha»

Articulaciones del discurso (III): la aparición del padre

El heroísmo como tema

Excurso sobre la interpretación

Últimas palabras (o las primeras)

ESTA EDICIÓN

BIBLIOGRAFÍA

SOLDADOS DE SALAMINA

Nota del autor

PRIMERA PARTE. LOS AMIGOS DEL BOSQUE

SEGUNDA PARTE. SOLDADOS DE SALAMINA

TERCERA PARTE. CITA EN STOCKTON

APÉNDICES

1. Epílogo a la edición de 2015

2. Mario Vargas Llosa

3. Eugenio Montes

4. Javier Cercas

5. Jorge Luis Borges

6. Thomas Hardy

CRÉDITOS

Introducción

Se miente más de la cuenta

por falta de fantasía:

también la verdad se inventa.

ANTONIO MACHADO

Time present and time past

Are both perhaps present in time future,

And time future contained in time past.

If all time is eternally present

All time is unredeemable.

T. S. ELIOT

The past is never dead. It’s not even past.

WILLIAM FAULKNER

Comencemos por dos afirmaciones, una obvia y otra que no lo es pero debería serlo. La obvia: Soldados de Salamina ha sido el mayor acontecimiento literario, por sus cifras de ventas, por su repercusión social y mediática, por su recepción crítica, de la narrativa española en lo que llevamos de siglo XXI1. La que debería serlo: Soldados de Salamina no es ante todo una novela sobre la guerra civil, sino sobre la vocación literaria, sobre el sentido y el valor de las ficciones narrativas y también sobre el heroísmo moral. Esta segunda afirmación puede parecer polémica, pero es simplemente exacta: la aspiración del narrador protagonista no es sino confirmarse como escritor, para lo que necesita escribir un libro que lo acredite como tal y sabe que, escribiéndolo, alcanzará algo semejante a la salvación individual2. Que ese libro tenga por asunto un insignificante episodio de la guerra (un fusilamiento del que escapa ni más ni menos que el número cuatro de Falange) es azaroso para el ficticio periodista Javier Cercas3, que podría haberse encontrado (o elegido) cualquier otro asunto; para el novelista Javier Cercas, por el contrario, ese episodio es fundamental, porque activa el dispositivo mediante el que suscita cuestiones extremadamente sensibles sobre la memoria histórica que hicieron aflorar profundas venas de dolor en la sociedad española.

Soldados de Salamina no es, pues, otra novela sobre la guerra civil, sino, si acaso, otra novela sobre la vocación literaria furiosa y excluyente, que era un asunto sobre el que Cercas llevaba escribiendo desde sus primeros relatos a mediados de los años 80. Más precisamente es una novela sobre su propia génesis, sobre su origen en un fracaso literario previo que aboca al narrador a buscar una salida a su frustración; es, por tanto, la historia de una rectificación (y un descubrimiento), que lleva al narrador a entender, primero, que su foco de atención no podía ser un falangista, sino un héroe republicano y, después, que el tipo de verdad que estaba buscando no iba a lograrla por medio de la investigación periodística, sino a través de la imaginación literaria. Por otro lado, lo que empieza siendo una novela metaficcional (sobre la gestación de un «relato real») evoluciona ante nuestros ojos y cambia de piel hacia una novela comprometida: desde la neurosis de un escritor en el dique seco hacia una toma de conciencia de la responsabilidad que el presente contrae con la memoria traumática del pasado4. El modo en que se produce ese desplazamiento —que es un ensanchamiento y no una sustitución— es tan hábil que el lector no percibe los engranajes de su mecánica, sino el resultado del calculado artificio en forma de crónica autobiográfica. Ese camino, que va desde la estética a la ética y la política y de la literatura a la historia, es el mismo que recorrió el autor, Javier Cercas, desde sus primeras narraciones en los años 80 del siglo XX hasta las obras del siglo XXI, profundamente arraigadas en el compromiso de recordar e interpretar el pasado, tanto subjetivo como intersubjetivo, tanto personal como colectivo. Ese itinerario condujo al autor desde la estética ensimismada del posmodernismo (autorreferencia, parodia, pastiche, ironía cultural, metaficción) hacia la estética extravertida del —por decirlo con la reduplicación del prefijo que él ha utilizado no sin ironía— post-posmodernismo (memoria histórica, ética de la responsabilidad, construcción del relato del pasado reciente, moralidad de la conducta pública y privada) a la que habremos de volver.

La aseveración de que esta no es una novela sobre la guerra civil no quita, en ningún caso, que su publicación en 2001 transformara el modo en que la guerra era tratada por la novela española e incluso, más vastamente, el modo en que se administraba política y simbólicamente —en especial desde la literatura— el recuerdo de las víctimas de la guerra y la dictadura. Soldados de Salamina fue un punto de inflexión en el abordaje narrativo del pasado5. Las novelas que se organizaban como una investigación en los espacios borrosos de la memoria colectiva, la recuperación de episodios, personajes o actitudes preteridos se convirtió en una suerte de moda literaria y no hay que ser un lince para llegar a la conclusión de que el enorme éxito de la novela de Cercas contribuyó a desencadenar esa oleada narrativa de la que formaron parte, entre otros muchos títulos, obras tan notables como La voz dormida (2002) de Dulce Chacón, Enterrar a los muertos de Ignacio Martínez de Pisón o Los girasoles ciegos de Alberto Méndez, ambas de 2005. Desde 2001, la publicación de novelas en las que la guerra y su corolario de horrores sirven de trasfondo aumentó exponencialmente y, en su mayor parte, aportaban una mirada reivindicativa hacia las víctimas soslayadas o desoídas durante el llamado «pacto de olvido» de la Transición, rescatando sus testimonios o su mera existencia y poniendo con ello en cuestión la caducidad de los sacrificios tácitos que fue necesario negociar en el proceso de tránsito de la dictadura a la democracia. En la confluencia de esa persistente indagación en el triángulo que definen la historiografía, la memoria y la imaginación literaria con el compromiso moral con los olvidados, Soldados de Salamina fue la piedra angular6.

La asombrosa difusión y repercusión de la novela puso de manifiesto, además, que era posible concebir un maridaje hasta ese momento muy difícil entre un producto literario sofisticado, de riguroso diseño formal y semánticamente complejo, y las grandes cifras de ventas. Alta literatura y best-seller encontraban en Soldados de Salamina un inopinado punto de acuerdo7 y, sin que ello sea contradictorio, de conflicto. Las claves del éxito hay que buscarlas en la confluencia de múltiples factores que no hubieran obrado ese efecto por sí solos, como la elección de un registro estilístico alejado de la artificiosidad, el barroquismo o el que Juan Benet llamó grand style, que debe bastante al entrenamiento del autor en sus crónicas periodísticas, pero también a su querencia por un estilo natural en el sentido renacentista8. Pareja a ese calculado sermo humilis es la urdimbre meticulosa de una estructura novelística férrea e invisible, plagada de recurrencias en todos los niveles (fórmulas verbales, intertextos, ecos simbólicos…), que permite distribuir la materia de forma equilibrada y gradual, incorporando las informaciones relevantes a lo largo de una secuencia lógica pautada por dos líneas de desarrollo, la investigación sobre el pasado (o sobre los protagonistas de un episodio del pasado) y los progresos del narrador en la composición de su libro para producir así, con suma pericia, determinados efectos en el lector. No son ajenas estas opciones a la apuesta por una novela que asumiera su condición primariamente narrativa, aquella narratividad gustosa que, a mediados de los años 70, con La verdad sobre el caso Savolta (1975) de Eduardo Mendoza o el ensayo La infancia recuperada (1976) de Fernando Savater, supuso una reacción correctiva contra el experimentalismo antinarrativo anterior y en la que debe situarse inicialmente a Cercas9.

Y, en fin, no es menos determinante el resorte temático que galvanizó el interés de los lectores: el tratamiento de los vencidos de la guerra civil, defensores de la única causa justa y legítima que, en la España nuevamente democrática (aunque no republicana), habían sufrido el castigo redoblado del olvido y la indiferencia. En este punto, una obsesión privada del escritor vino a converger con una necesidad pública de la sociedad española, la de reclamar una justicia histórica que, transcurridos más de sesenta años desde la guerra civil, seguía siendo una asignatura pendiente, cumpliéndose de ese modo la observación del filósofo Richard Rorty acerca de la coincidencia casual entre la esfera privada y la pública que suele estar en el origen de los avances en cualquier disciplina10. La novela constituía un punto de fuga de la narrativa posmoderna y un arranque vigoroso y polémico de una escritura de retorno al sujeto, la Historia, la verdad y la realidad, donde los principios éticos, la sinceridad y las emociones recuperaban un terreno abandonado durante bastante tiempo. Aunque ese retorno a valores que habían sufrido un éxodo durante la hegemonía del posmodernismo contaba con precedentes notorios como Galíndez (1990) de Manuel Vázquez Montalbán o El jinete polaco (1991) de Antonio Muñoz Molina, fue sin embargo la novela de Javier Cercas la que produjo una convulsión de consecuencias duraderas.

UN FENÓMENO DE SOCIOLOGÍA LITERARIA

Soldados de Salamina se publicó, con una tirada de seis mil ejemplares, a comienzos de marzo de 2001 (salió de la imprenta el día 5). En abril casi se había agotado aquella primera edición y la editorial tuvo que tirar una segunda edición. Aquel mes se presentó la obra en Barcelona (actuaron como presentadores Andrés Trapiello y Jordi Gracia) y fue uno de los títulos más vendidos el 23 de abril, en la fiesta del libro del día de Sant Jordi. A lo largo de abril se vendieron más de seis mil volúmenes. Las ventas descendieron en mayo hasta los 3.297 ejemplares, cifra, con todo, elevadísima para un libro de ficción del que en dos meses se habían vendido más de diez mil unidades. Pero los premios iban a empezar a llover sobre la obra y el 21 de junio el Gremio de Libreros de Cataluña le concedió el Premio Llibreter al mejor libro del año. Aquel mismo mes las ventas se dispararon hasta los 7.348 ejemplares, superados en julio por los 9.293 libros vendidos. La crítica se había mostrado halagadora, y en algunos casos hasta entusiástica, pero el secreto de aquella curva de ventas crecientes había que buscarlo en la opinión de los propios lectores, que se recomendaban unos a otros la novela.

En agosto, un mes pésimo en general para los resultados de librería, todavía se vendieron más de cinco mil libros, pero el descenso a la mitad de las ventas del mes anterior también parecía anunciar que en otoño se iniciaría una deceleración comercial del libro, que para entonces ya sumaba cerca de treinta mil ejemplares en solo medio año. Sin embargo las cosas iban a ir de muy otro modo. El 3 de septiembre, Mario Vargas Llosa publicó en el diario El País un artículo encomiástico titulado «El sueño de los héroes», en el que afirmaba que «el libro es magnífico, en efecto, uno de los mejores que he leído en mucho tiempo y merecería tener innumerables lectores»11. Ese deseo se cumplió con creces aquel mismo mes, porque la novela superó los veintiún mil ejemplares vendidos, y siguió en ese tenor hasta la campaña de Navidad, como reflejan las cifras de ventas de la editorial Tusquets: en octubre, 15.725 ejemplares; en noviembre, 21.470; y en diciembre, 26.664. A los pocos días del artículo de Vargas Llosa, en un encuentro digital con los lectores del diario El Mundo, Cercas admitió que el rumor que habían hecho circular algunos periodistas era cierto: «David Trueba seguramente llevará Soldados de Salamina al cine».

El año 2001 se cerraba, así, con unas ventas impredecibles de ciento veinte mil ejemplares que convirtieron Soldados de Salamina en el primer gran acontecimiento editorial español del siglo XXI y catapultaron a su autor, Javier Cercas, a una zona de visibilidad que no había previsto ni, quizá, deseado. Su siguiente texto, el cuento «La verdad», publicado en abril de 2002 en el número 9 de la revista Sibila (págs. 3-11) (y años después incluido con cambios en el volumen misceláneo La verdad de Agamenón) abordaba precisamente la escisión que la fama arrolladora había producido entre el Cercas de siempre y el Cercas súbito, ese recién venido que amenazaba con usurpar el espacio del otro. El cuento, como se verá más adelante, era una forma de exorcismo saludable que, sin embargo, no bastó, puesto que su siguiente novela, La velocidad de la luz (2005) volvía a encarar el problema de las consecuencias potencialmente funestas del éxito.

La novela había empezado ya a cosechar un reguero de premios de toda índole. Los lectores de la revista Qué leer, los de la librería Cálamo de Zaragoza y los de la cadena de librerías Crisol la votaron como la mejor novela del año; recibió el Premio Ciudad de Barcelona, el Ciudad de Cartagena de Novela Histórica y el Premio Extremadura; pero quizá el que más pudo impresionar al escritor fue el que le concedieron en marzo de 2002 los propios escritores: el premio Salambó, instituido ese mismo año. Formaban el jurado Gustavo Martín Garzo, Juan José Millás, Almudena Grandes, Ignacio Martínez de Pisón, Maruja Torres, Felipe Benítez Reyes, Juan Villoro, Jesús Ferrero, Marcos Giralt Torrente, Enrique Vila-Matas, Ignacio Vidal Folch, Pedro Zarraluki, Félix de Azúa, Manuel Vázquez Montalbán y José María Merino. Este imponente tribunal resolvió por diez votos contra cinco que Soldados de Salamina fuera la novela galardonada, frente a El viaje del mexicano Sergio Pitol. Quedaron como finalistas Eduardo Mendoza (La aventura del tocador de señoras), José Manuel Caballero Bonald (La costumbre de vivir) y Manuel Longares (Romanticismo).

Los reconocimientos pronto llegaron desde fuera de España, empezando por América Latina: en 2002 obtuvo el premio de la Crítica de Chile. La traducción de la novela a diversas lenguas propició la extensión de los galardones; así, en 2003 recibió el Premio Grinzane Cavour en Italia; en 2004 el The Independent Foreign Fiction Prize en Gran Bretaña, que ganó frente a Juan Marsé (Rabos de lagartija) y Ricardo Piglia (Plata quemada), entre otros. En la solapa de la traducción inglesa, Soldiers of Salamis, publicada por Bloomsbury, se podían leer algunas citas publicitarias (blurbs) que exaltaban la calidad de la obra. Además de una frase del artículo de Vargas Llosa, se citaban sendas declaraciones laudatorias de Susan Sontag12 y de George Steiner13. Este iba más allá del elogio para afirmar que la novela estaba llamada a convertirse en un clásico. Y eso es, mutatis mutandis, lo que le escribió el psiquiatra Carlos Castilla del Pino —a quien no conocía—, tras leer la obra, que aquella era la novela española más importante desde Tiempo de silencio.

Para entonces, David Trueba ya había estrenado la película que había concebido casi en el momento de leer la novela. En su guion introdujo algunas modificaciones importantes en la historia. La más abultada consiste en el cambio de sexo y profesión del protagonista, que pasa a ser la profesora universitaria Lola Cercas, interpretada por Ariadna Gil14. En el filme colaboraron con cameos más o menos largos algunos de los testigos del relato sobre Sánchez Mazas, como Daniel Angelats, Maria Ferré o el hijo de Pere Figueres, Jaume Figueras, así como el historiador Miquel Aguirre o el librero Guillem Terribas, representándose todos a sí mismos. También se prestó a ser entrevistado en el filme, en sustitución de su hermano Rafael, Chicho Sánchez Ferlosio, que relata escuetamente a Lola Cercas el episodio del fusilamiento. Trueba montó imágenes de archivo (por ejemplo, el NO-DO donde Sánchez Mazas relata su huida ante un teatro lleno de público) con su propio material de rodaje, en el que se mezclaba la ficción cinematográfica con presencias testimoniales propias de un documental15. El estreno tuvo lugar en marzo de 2003 con enorme éxito y enseguida fue seleccionada para la muestra «Un certain regard» del Festival de Cannes, donde se hicieron tres pases. Recibió ocho nominaciones a los premios Goya y fue elegida para representar a España en los Oscar de Hollywood. La película de Trueba reimpulsó la vida comercial de la novela, que en 2007 alcanzaría el millón de ejemplares vendidos.

Sin embargo, el libro no fue únicamente un fenómeno editorial, sino también social, literario y académico. Por un lado, reactivó el debate sobre la memoria histórica y, de manera especial, sobre las víctimas y olvidados de la guerra civil, la dictadura franquista y la Transición; por otro, puso de moda un tipo de novela sobre la guerra civil en la que se conciliaba una enunciación autobiográfica con una trama de investigación sobre el pasado. Por último, en el ámbito de la crítica literaria académica generó un aluvión de artículos, ponencias, coloquios, a los que siguieron tesinas y tesis, una producción que no ha cesado y en la que se ha practicado toda suerte de ejercicios exegéticos desde presupuestos metodológicos (y hasta ideológicos) variopintos.

En suma, Soldados de Salamina trascendió su condición de obra literaria para convertirse en un catalizador de ansiedades y anhelos dispersos en la sociedad y en la cultura españolas. El fenómeno que originó la novela rebasó todas las expectativas del autor y se abrió a terrenos de disputa con los que no había contado y que han seguido generando un vivo debate hasta hoy en día.

CERCAS HASTA «SOLDADOS DE SALAMINA»

Nacido en el pueblo cacereño de Ibahernando (1962), Cercas creció y se formó en Gerona, adonde se trasladó su familia cuando él tenía cuatro años. De la ciudad que conoció en su adolescencia, coincidiendo con los amenes del franquismo y la etapa de la Transición, queda una pintura novelesca (pero fiable) en Las leyes de la frontera (2012). Como era un joven que, bajo el contagio de Poe, Cortázar, Bioy Casares, Dostoievski, Hesse, Wilde, H. G. Wells y, por encima de todos, Borges y Kafka, ya incubaba la inconfesable ambición de ser escritor, se matriculó en Filología Hispánica en la Universidad Autónoma de Barcelona. Cursó la carrera entre 1980 y 1985 y tuvo el privilegio de ser alumno de filólogos como Alberto Blecua, Francisco Rico o Sergio Beser, algunos de los cuales inspirarían personajes de su futura novela El vientre de la ballena (1997). También conoció allí a Salvador Oliva, traductor de Shakespeare al catalán, y profesor felizmente heterodoxo con el que enseguida sintió afinidad16. Antes de concluir sus estudios, a los veintidós años y con varios cuentos en el cajón que había dado a leer a Oliva, este le presentó al editor Jaume Vallcorba, quien había fundado cinco años antes, en 1979, una editorial en catalán, Quaderns Crema. Conocer al editor no le sirvió para publicar de inmediato sus relatos, pero sí para obtener algunos trabajos editoriales cuando, en 1985, acabó sus estudios y se vio en la disyuntiva de elegir entre dos opciones difíciles, intentar una incierta carrera académica como improbable medievalista o bien ceder a la atracción del abismo de su ambición literaria.

Entre las caudalosas lecturas de los años de formación, la del Mario Vargas Llosa ensayista, que le llevó a la correspondencia de Flaubert, resultó fundamental en su toma de conciencia de la firmeza de su vocación y de las renuncias y riesgos que comportaba el asumirla17. Aun así, las traducciones y correcciones de pruebas que le proporcionaba Vallcorba eran formas de renuncia o, más bien, aplazamientos, pero también lo menos parecido a una actividad profesional sin que la carrera de escritor diera grandes pasos adelante. Una lectura que le llegó en 1983 en cierto modo por mediación de Vallcorba iba a determinar el rumbo de su vocación. Se trata de dos célebres ensayos de John Barth, «The Literature of the Exhaustion» (1967) y «The Literature of Replenishment» (1980) que, traducidos al catalán por Quim Monzó, publicó en la revista Els Marges18 En ellos descubrió Cercas el posmodernismo y tuvo la certeza de que era el tipo de literatura que quería hacer: «antirrealista, antisolemne, antisentimental, irónica, metaliteraria, irreverente, incluso cínica; también que debía concebirse a sí misma como un juego»19. En esos dos ensayos confirmó algunas de sus devociones (Borges, Calvino, García Márquez, citados por Barth) y topó con otros nombres cuya obra iría devorando en los años siguientes20, sobre todo cuando acató la recomendación de Alberto Blecua de marcharse una temporada a Estados Unidos, a la Universidad de Illinois en Urbana-Champaign. Quim Monzó no solo le proporcionó esos ensayos programáticos, sino, a la vez, una muestra de narrativa posmoderna: dos cuentos de Donald Barthelme que él mismo había traducido meses antes21.

Con esos pertrechos de lector vampírico, Cercas escribió los cuentos de su primer libro. Lo armó en 1986, antes de marcharse a Estados Unidos, pero le hizo falta una drástica poda al bagaje acumulado para reducirlo a solo cinco textos: cuatro cuentos y una novela corta, «El móvil». Cuando, en el verano de 1987, es escritor inició su estancia americana, Vallcorba ya había decidido —a instancias de Joan Ferraté— que se lo publicaría en una editorial que prácticamente tuvo que inventarse con ese fin: Sirmio, puesto que Quaderns Crema era una editorial en catalán. El libro salió a la calle en diciembre de ese año, coincidiendo con el regreso del autor después de su primer semestre en Illinois, pero no se distribuyó hasta comienzos de 1988.

De las cinco narraciones de El móvil (1987), Cercas opinaría años después que tres de ellas eran textos derivativos de sus lecturas y una era mala sin paliativos, severo auto de fe del que tan solo se salvaba la nouvelle homónima del volumen. Nada de extraño tiene, pues, que a la hora de reeditar el libro en 2003, en la estela comercial de Soldados de Salamina, se limitara a rescatar esa novelita, con un epílogo de Francisco Rico en el que este la calificaba de «pieza redonda, un logro notorio en las dos caras del empeño, policíaca y metaliteraria»22. Se trata de una novela corta sobre la obsesión avasalladora por la literatura en la que se plantea con ironía la relación osmótica entre realidad y ficción. Técnicamente es una novela autogenerativa o self-begetting novel23 que narra el proceso de su propia construcción y finaliza, circularmente, con el primer párrafo, sugiriendo que el texto que hemos leído es el que ha escrito el protagonista, que es la misma estratagema que empleará en Soldados de Salamina. A la vez Cercas recurre a una estructura de cajas chinas o relatos hipodiegéticos entre los que se dan una serie de reflejos y homologías. En el primer nivel diegético, un aspirante a escritor, Álvaro, se consagra a su primer proyecto de novela en las horas que le deja el trabajo como asesor jurídico, con el que aspira a lograr una obra rompedora y flaubertianamente perfecta, universal. Para él, la literatura era «una amante excluyente»24, todo quedaba subordinado a su sacerdocio literario. Aunque el «tema es solo una excusa», concibe un argumento negro y metaliterario: «un escritor ambicioso que escribe una ambiciosa novela» (reflejo de sí mismo) que cuenta la historia de un matrimonio con dificultades económicas que resuelve asesinar a un anciano que vive en el mismo edificio. Como sus personajes, el novelista ficticio inventado por Álvaro también tiene como vecinos a un matrimonio y un anciano. Cuando por fin acaba de escribir su novela, en la que la pareja mata al anciano, aparece el cadáver de su vecino anciano, que ha sido asesinado a hachazos, lo que le hace sentirse confusamente culpable del crimen. El móvil narra cómo Álvaro va redactando su novela, entreverando el trabajo creativo con los encuentros con sus vecinos, el matrimonio Casares y el viejo Montero con el que jugaba a ajedrez, entre los que paulatinamente se va tejiendo la misma trama, auspiciada por el propio Álvaro, que él había ideado para su ficción. El asesinato del viejo Montero culmina la imitación que la realidad, manipulada por Álvaro, ha hecho de la ficción y él no tiene más que reescribir todo el material acumulado eligiendo bien el tono, la perspectiva y los detalles de la trama antes de que la policía lo detenga25.

En muchas de las reflexiones de Álvaro palpitan las inquietudes e ideas del propio Cercas, fascinado entonces por el sacerdocio literario de Flaubert al que Mario Vargas Llosa había dedicado un ensayo soberbio: La orgía perpetua. Como su personaje, él también podía decir: «Lo esencial es crearse una sólida genealogía. Lo esencial es tener padres»26. Si hasta entonces esa genealogía estaba formada por Cervantes, Kafka, Borges, Cortázar y Vargas Llosa, entre otros, pronto iba a enriquecerse en su estancia en los Estados Unidos. En el campus de Urbana-Champaign, en el medio oeste norteamericano, lejos de cualquier ciudad grande, pasó Javier Cercas dos cursos académicos, 1987-1988 y 1988-1989, que fueron decisivos en su futuro como escritor. En la biblioteca de Illinois se empapó de literatura en lengua inglesa, en especial de los narradores posmodernos, pero también descubrió allí a Gonzalo Suárez, del que leyó su segundo libro, Trece veces trece, con la sorpresa mayúscula de encontrar a un autor con el que podía establecer un vínculo de filialidad literaria y al que decidió dedicarle su tesis doctoral27. En Estados Unidos preparó una edición del Amadís de Gaula por encargo de Francisco Rico28 y aún encontró tiempo para lo que más le apasionaba: escribir.

Su segunda novela corta se tituló El inquilino y en ella concurren la experiencia en la universidad americana y una mezcolanza de sus lecturas vampíricas de la adolescencia (con abundante literatura fantástica) y de las copiosas que estaba haciendo de la narrativa posmoderna. Con El móvil y la futura tesis La obra literaria de Gonzalo Suárez, que defenderá en 1991 (y publicará en Sirmio en 1993), puede decirse que completa un ciclo dominado por su interés y asimilación de la estética del posmodernismo: la confluencia de la alta cultura con los géneros de la cultura popular, el mestizaje de subgéneros, el pastiche, la propensión a los juegos metaficcionales e intertextuales, la parodia de las convenciones narrativas, la atracción por los efectos especulares y las estructuras abismáticas o aporéticas que subvierten la ontología del mundo novelesco y la ironía hacia la incertidumbre de lo real. En El inquilino, Cercas volvió a recurrir a matrices genéricas bien establecidas: la novela de campus, que le permitía, además, desalojar sus impresiones de la vida universitaria norteamericana, y el relato fantástico, de cuyo repertorio de motivos toma el del doble, el de la realidad soñada y el de la conexión entre universos incompatibles29.

Situó la fábula en la Universidad de Texas, donde trabaja el protagonista, Mario Rota, como profesor de fonología, y arranca una mañana en que, al volver de su carrera habitual tras torcerse el tobillo, su casera le presenta a un nuevo inquilino, Daniel Berkowicz, que se incorpora como profesor en su departamento. Desde ese momento la vida de Rota sufre un vuelco o, más bien, una expropiación, como si Berkowicz fuese usurpando poco a poco lo que hasta entonces era suyo, desde sus clases o su despacho a la integridad de su sueldo o su relación erótica con Ginger. La invasión de su mundo por parte de Berkowicz lo hunde en una pesadilla semejante a un descenso al infierno del que el extravagante profesor Olalde parece poseer unas claves que no revela. Esa travesía pesadillesca dura tanto como el vendaje de su tobillo, como si el esguince hubiera afectado también a alguna ignota dimensión espaciotemporal. En el desenlace, tras retirar el vendaje y recuperar la movilidad, Rota descubre que nadie conoce a Berkowicz, ni su casera ni sus colegas universitarios, como si hubiera surgido de una pesadilla, aunque un objeto —el motivo del objeto mágico es común en la narrativa fantástica, sin ir más lejos en la de Borges—, un artículo sobre teoría fonológica firmado por Berkowicz delata una perturbadora permanencia de la pesadilla en la realidad.

A su regreso de Estados Unidos en 1989, coincidiendo con el inicio de su investigación sobre Gonzalo Suárez, Cercas empieza a colaborar con el Diari de Barcelona a invitación de Joan Ferraté. Todas sus colaboraciones son de tema literario y en ellas expresa sus preferencias (Borges siempre, Adolfo Bioy Casares, John Irving, Paul Auster) y sus opiniones ya muy formadas: contra la antiliteratura verbosa y hermética, a favor de un humorismo a la inglesa, sin toscos subrayados, a favor de una crítica literaria orientativa y hecha por los propios escritores, etc. Algunos de estos artículos los reunió en 1997 bajo el título Una buena temporada (1998), pero entonces algunas cosas estaban cambiando para él.

Una vez estabilizado su puesto académico en la universidad, Javier Cercas pudo empezar a consagrar parte de su esfuerzo en su obra literaria. Esta recibió un inopinado estímulo en 1994, a raíz de una visita de Rafael Sánchez Ferlosio a la Universidad de Gerona. Ferlosio había sido galardonado con el premio Ciutat de Barcelona por su libro Vendrán más años malos y nos harán más ciegos (1993) y en febrero o marzo de 1994 se desplazó a la capital catalana para recogerlo. Pocos meses después viajó hasta Gerona, cuya universidad le había invitado a dictar unas conferencias. Allí disertó sobre Franz Kafka y sobre la diferencia entre personajes de carácter y personajes de destino, que sería el asunto, mucho después, de su discurso de recepción del Premio Cervantes en 2004. Esa distinción interesó sobremanera a Javier Cercas hasta el punto de trasplantarla a la novela que empezaba a escribir por entonces, cuyo título podía haber sido Intemperie o La felicidad (barajó ambos), pero acabó siendo El vientre de la ballena30.

Con ese título estrenó editorial en 1998, pues pasó de Sirmio a Tusquets, pero sobre todo intentó un tipo de novela extensa en la que quiso asemejarse al modelo narrativo y estilístico que estaba entonces en boga en España, arborescente en la estructura y artificioso en el uso de la lengua. Así lo juzgó el propio escritor en 2014, cuando reescribió la obra para despojarla de parte de esa hojarasca molesta. En el prólogo a esta reescritura califica la novela de «tragicomedia romántica con algo de novela de ideas y algo de novela de campus»31 con toda justeza, puesto que cuenta las desventuras sentimentales de un joven profesor universitario, Tomás, al que la infidelidad a su esposa Luisa con una amiga de su adolescencia, Claudia, empuja a una cadena de calamidades que concluye con el divorcio y la pérdida de su empleo en la universidad, compensado por su feliz relación amorosa con Alicia, la secretaria del Departamento. El trasfondo es el propio de una novela de campus, con los enredos y miserias de la vida universitaria y algunos personajes que enmascaran a profesores eminentes a los que Cercas rinde homenaje ficcionalizándolos, como Sergio Beser, al que se reconoce bajo el disfraz de Marcelo Cuartero, o Alberto Blecua que comparece tras Ignacio Arices. La distinción de Ferlosio (y antes de Walter Benjamin) entre personajes de carácter y de destino se incorpora a la novela de dos modos, uno teórico y explícito en una conversación entre Marcelo y Tomás32 y otro práctico e implícito en la conversión de Tomás de personaje de destino (orientado hacia el logro de un fin en el futuro) en personaje de carácter (asentado en el presente). Pero El vientre de la ballena, además, mantiene uno de los rasgos formales de las novelas anteriores de Cercas que alcanzará hasta Soldados de Salamina y se prolongará en sus libros posteriores: la representación del making-off de la propia obra y la reflexión sobre sus mecanismos constructivos y de sentido. La tercera parte de la novela, «En el país de las maravillas», comenzaba con una declaración de Tomás que lo delataba como narrador y en la que no solo se fijaban las coordenadas cronológicas del proceso interno de redacción sino que se describía el relato en unos términos que serán frecuentes en el discurso teórico de Cercas: «Desde que ya hace más de un mes empecé a escribir esta historia inventada pero verdadera, esta crónica de verdades ficticias y verdades reales…»33.

El problema de la verdad moral que encierra la ficción literaria y el cuestionamiento de su estatuto dentro del propio texto literario habían formado parte de los intereses de Javier Cercas mucho antes de 1997, y no solo en su producción narrativa, como hemos visto en sus dos primeros libros, sino en su tesis doctoral, leída en junio de 1991, y publicada en parte en La obra literaria de Gonzalo Suárez (1993). El primer apartado, esencialmente teórico, examinaba en unas ciento cincuenta páginas las relaciones entre «Ficción y realidad» (así se titulaba), dividiéndolas en tres capítulos cuyos epígrafes apuntan directamente a elementos centrales de la poética del Cercas escritor: «La verdad de las mentiras: una poética de la ficción», «Ficción y metaficción» y «El elemento fantástico» (este último aplicable a El inquilino). El primer epígrafe acusa la lectura del ensayo «El arte de mentir» (1983) de Vargas Llosa34, reelaborado en el prólogo a La verdad de las mentiras (1990), que es el que cita el autor. De ese magnífico ensayo, Cercas espiga varias afirmaciones que son axiales en su poética. Dos se refieren a la verdad poética o novelesca: «las novelas mienten [pero], mintiendo, expresan una curiosa verdad, que sólo puede expresarse disimulada y encubierta»; «“decir la verdad” para una novela significa hacer vivir al lector una ilusión (es decir: conseguir engañarlo con una mentira) y “mentir” ser incapaz de lograr esa superchería (es decir: no conseguir engañarlo con una mentira». Otras dos aluden a la función de protesta frente a la realidad y de denuncia y sublimación de las insuficiencias de la experiencia vital: «Las mentiras de las novelas no son nunca gratuitas: llenan las insuficiencias de la vida […] La ficción es un sucedáneo transitorio de la vida»; la novela «es una acusación terrible contra la existencia bajo cualquier régimen o ideología […], un corrosivo permanente de todos los poderes, que quisieran tener a los hombres satisfechos y conformes»35. En esas consideraciones, que Cercas glosa a propósito de Gonzalo Suárez, se cifra uno de los pilares de su teoría de la novela, como veremos.

El tema de la conexión entre verdad y mentira (o entre realidad y literatura) apareció a menudo en las crónicas que, invitado por el periodista Agustí Fancelli, empezó a escribir en la edición catalana del diario El País en 1998. Aquella colaboración le permitió experimentar con una escritura que, sin renunciar a su tensión literaria, especialmente visible en el estilo y en la estructura de cada pieza, le obligaba a vincular el texto con el acontecer cotidiano, fuera la presentación de un libro, un encuentro fortuito, un viaje o una efeméride. Una de las crónicas recogidas en ese volumen es «Un secreto esencial», que había aparecido el 11 de marzo de 1999 en la edición catalana de El País. El pretexto fue la conmemoración de los sesenta años de la muerte de Antonio Machado. Tras la evocación de la fatigosa salida de España, el fallecimiento y la visita de su hermano Manuel al cementerio de Collioure, la crónica da un giro para narrar el fusilamiento fallido del falangista Rafael Sánchez Mazas, tal como su hijo Rafael se lo había contado en 1994, con el posterior encuentro con el miliciano que lo miró a los ojos, gritó que ahí no había nadie, y se marchó perdonándole la vida. «Nunca sabremos quién fue aquel miliciano que salvó la vida de Sánchez-Mazas, ni qué es lo que pasó por su mente cuando le miró a los ojos»36, dice Cercas para cerrar su crónica con la sospecha de que desentrañar ese secreto, junto al de qué se dijeron los hermanos José y Manuel Machado ante la tumba de Antonio y de la madre, quizá rozaría «también un secreto mucho más esencial». Es evidente que esta crónica constituye el embrión de Soldados de Salamina, hasta el punto de que, en uno de los bucles metaficcionales de la novela, Cercas incrustó la crónica, sin apenas cambios, en la misma como obra del Cercas ficticio.

Tras la publicación de Relatos reales, enfrascado en el embrión frustrado de una nueva novela en torno a la guerra (que no será Soldados de Salamina)37, Cercas, que entonces residía en Barcelona pero trabajaba en la Universidad de Gerona, decidió trasladarse con su familia a esta ciudad quizá para evitarse los continuos viajes. Es entonces cuando Roberto Bolaño le dedica una columna en el Diari de Girona titulada «Javier Cercas vuelve a casa», donde retrata con dos rasgos al amigo («es desaforado, y puede congeniar en un mismo espíritu lo delicado y lo estrambótico, la cordura y la excentricidad») y, tras descartar otras razones para su mudanza, pronostica su porvenir literario: «Cercas vuelve a casa para escribir los grandes libros que rondan por su cabeza. Vuelve a casa para convertirse en uno de los mejores escritores de nuestra lengua»38.

CERCAS DESDE «SOLDADOS DE SALAMINA»

El primer texto narrativo del escritor tras el éxito abrumador de la novela fue, como antes he indicado, un cuento. Y un cuento harto significativo al que conviene dedicarle algo de atención. Se tituló «La verdad» y vio la luz en abril de 2002 con la advertencia siguiente: «Este relato forma parte de un libro inédito titulado Recuerdos del presente». El libro, que no prosperó39, sirve de autorreferencia en el argumento metaficcional del relato. Como, en esencia, es el mismo que se publicó cuatro años después como «La verdad de Agamenón» en el volumen misceláneo homónimo, el lector sabrá que en él regresa Cercas al motivo del dopplelgänger, insertando este elemento fantástico en un juego autoficcional que adopta la estructura externa de un diálogo entre un ficticio Javier Cercas que ha obtenido un gran éxito con su tercera novela, Soldados de Salamina, y un interlocutor sin identificar que interviene lacónicamente como un terapeuta, pero que al final se desvelará como un policía o un juez. Cercas le cuenta el vuelco que sufrió su vida después de recibir una carta de otro Javier Cercas, éste conserje en la Facultad de Letras de la Universidad de Granada y aficionado a la literatura. Al recibir la carta, Cercas estaba hundido en una crisis personal y literaria como efecto pernicioso de su triunfo: ha descubierto su capacidad para hacer daño, ha perdido a su mujer y a sus amigos, se ha vuelto intratable y ha decidido no volver a escribir. Todo cambia, sin embargo, en una visita a Granada donde se encuentran cara a cara los dos Cercas. Al comprobar que son físicamente idénticos, pactan un cambio de identidades, cada uno cumplirá en la vida del otro su propio sueño, el de ser un escritor afamado para el conserje y el del anonimato y la rutina familiar para el escritor. Integrados ya ambos en las existencias ajenas, poco a poco el escritor se arrepiente de esa doble impostura, hasta que decide ponerle fin cuando descubre a su mujer (la de su tocayo) leyendo un libro de cuentos recién publicado por el otro Cercas y titulado Recuerdos del presente, como el libro real al que, en principio, tenía que pertenecer el cuento que leemos. La indignada exigencia de recuperar cada uno su vida anterior no es atendida por el Cercas usurpador, que se ha acomodado a su nueva vida e incluso ha mejorado el estilo del Cercas escritor, esquivando «sus dos peores vicios: el humor gratuito y la propensión al sentimentalismo» (dos de los reproches que pudo recibir Soldados de Salamina). Ante la negativa del nuevo Cercas a revocar el acuerdo, el Cercas ex-escritor no tiene más remedio que asesinarlo. Este desenlace revela que toda la historia ha sido una declaración justificativa del crimen cometido de un Cercas contra otro, y que el cuento «La verdad» funcionó como un primer intento de conjurar los efectos nocivos del éxito. La escisión en dos de la personalidad le permitió al escritor desdoblarse en sujeto y objeto y practicar una suerte de higiene moral que le previniera contra la alteración de su vida privada y de su misma vocación literaria. Cuando, en 2006, se publique de nuevo el cuento, el libro imaginario que lee la esposa de Cercas dejará de llamarse Recuerdos del presente para adoptar el título de la novela anterior del escritor: La velocidad de la luz.

Así como el narrador de Soldados de Salamina descubre la Historia en su camino hacia la escritura de un «relato real», Javier Cercas llegó a la Historia a través de esta novela. De pronto la espalda del tiempo, el pasado histórico, se convirtió en una dimensión inexcusable en la reflexión no solo sobre el presente, sino sobre los comportamientos humanos. Como al escritor le gusta repetir, descubrió que el pasado es una dimensión del presente, que el pasado no es pasado y que el presente sin el pasado es incomprensible40. Esa inmersión en la Historia orientó toda su obra posterior sin que ello implicara ruptura de ningún tipo, porque esa historización de su narrativa se realizó en perfecta integración y continuidad con los temas y formas de su producción anterior y, de añadidura, en perfecta sincronía con la evolución de la novela internacional hacia la Historia, el compromiso, el injerto de géneros no ficcionales o la figuración del yo autorial. La primera novela tras el bombazo de Soldados de Salamina prueba esta evolución coherente.

Habían transcurrido cuatro años de aquel triunfo descomunal cuando se publicó La velocidad de la luz (2005). Se trata de una fábula estrechamente vinculada a Soldados… y con toda la obra anterior a través, por ejemplo, del subgénero de la novela de campus o, de nuevo, el motivo del doble. El tema del heroísmo volvía a primer plano, pero ahora subvertido (o corrompido) en la figura de un excombatiente en la guerra de Vietnam, Rodney Falk, profesor en la Universidad de Illinois que parece un avatar del Olalde de El inquilino y que arrastra una experiencia bélica profundamente perturbadora: la de haber actuado con extrema crueldad y ser consciente de ello. Habla de él el narrador, un joven escritor y filólogo catalán casado y con un hijo que conoció a Falk en Urbana, cuando en 1987 viajó allí como profesor visitante de la Universidad de Illinois, enviado por el catedrático Marcelo Cuartero (al que el lector de El vientre de la ballena reconocerá como uno de los personajes). Falk, que había vuelto traumatizado de Vietnam, desaparece un día y el narrador se entrevista con su padre para conocer la historia de su compañero. A su regreso a Barcelona, emprende su segunda novela, se casa, se muda a Gerona, publica libros, transcurren los años. En la primavera de 2001 publica una novela sobre la guerra civil y se produce el cataclismo: quince ediciones, cientos de miles de ejemplares vendidos, traducción a veinte lenguas, película…41, exactamente como sucedió con Soldados de Salamina. El éxito desmesurado y la fama súbita envilecen al narrador, lo alienan de sus amigos y familia y lo abocan a una vida «apócrifa» de fatuidad, alcoholismo e infidelidades. Uno de los efectos de esa degradación es el abandono de la literatura y la consiguiente desesperación. Un accidente fatal en el que pierden la vida su mujer y su hijo ponen el corolario a un nuevo descenso a los infiernos —muy distinto al de El inquilino— que comenzó con la borrachera de su exposición pública.

Uno de los aspectos interesantes de La velocidad de la luz es su carácter metaliterario y autocrítico: por un lado, la teoría sobre la escritura y el oficio de escritor que encierra, puesta en boca del leidísimo personaje de Falk y, por otro, la crítica de Soldados de Salamina que no se nombra pero a la que se alude inequívocamente. A Falk, por ejemplo, se le antoja que esta novela «parece estar llena de sentimiento, pero en realidad es demasiado cerebral», por lo que le gusta más El inquilino, que, al contrario, «parece una novela cerebral pero, en realidad, está llena de sentimiento»42. El apunte sobre el falso sentimentalismo del libro se extiende en lo que es una réplica a ciertos críticos —que pusieron el reparo de su sobrecarga sentimental—, a quienes llama «papanatas» por confundir sentimiento con sentimentalismo (que «es el fracaso del sentimiento») y no entienden que escribir ficción «consiste en elegir las palabras más emocionantes para provocar la mayor emoción posible». No escapa al funcionamiento autorreferencial de la novela el tratamiento del éxito como calamidad, en la medida en que el propio autor había tenido que superar las consecuencias desestabilizadoras del triunfo y la fama literarios. Ahí es también Rodney Falk el canal de algunas reflexiones, como la de que es imposible sobrevivir con dignidad al éxito, evocando la ocurrencia de Oscar Wilde de que hay dos tragedias en la vida, una es no conseguir lo que se desea y la otra conseguirlo. La vía de escape del pozo del narrador vuelve a ser la escritura, en este caso de una novela sobre su amigo Rodney, que acaba por quitarse la vida ante la imposibilidad de convivir con el tormento de su conciencia. El narrador asume en su escritura, como el Cercas* de Soldados de Salamina, la misión de preservar la memoria de Rodney, de su viuda y huérfano (Jenny y Dan), de su propia esposa y su hijo (Paula y Gabriel).

Fue en la promoción de esta novela cuando Javier Cercas explicó que él escribía «novelas de aventuras sobre la aventura de escribir novelas»43. El retruécano no es gratuito porque subraya, por un lado, la importancia de la trama en su obra, como sucede en las novelas de aventuras, a la vez que describe la naturaleza metaliteraria del discurso que envuelve la historia emocionante. En otros términos, la novela autotélica que convierte su autorreflejo en único y tedioso objetivo semántico, carente de otra significación más allá de su señalamiento, no le interesa. La reflexión sobre la actividad misma de la escritura y su representación (sea ficcional, autoficcional o metaficcional), siendo para él un procedimiento inexcusable, exige tener un asidero fuera del texto, en la tumultuosa realidad histórica y social donde la gente vive y se desvive. La aventura de escribir una novela sobre esa realidad (el cómo, el porqué, los traspiés y reorientaciones del proyecto…) es la que se convierte en el argumento único e inagotable de toda su obra.

Esa aventura se hizo radical con un libro de huidiza clasificación que depuró de todo elemento inventado, el relato sin un ápice de ficción que fue Anatomía de un instante (2009). Los elementos factuales incorporados a las dos novelas anteriores estaban fagocitados por el organismo literario que los acogía, sin embargo, en este libro centrado en la tentativa de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, el sustento documental es la fuente única de la información narrativa, sin el contagio de la fabulación, pero no ajeno —todo lo contrario, y ese es su secreto— al instrumental del escritor de ficciones. El libro nace de una práctica analítica propia de los estudios literarios: una close reading o lectura minuciosa de un texto que aquí es audiovisual: los minutos que grabaron las cámaras de televisión aquel fatídico día y que recogen la irrupción de unos guardias civiles en el Congreso de los Diputados y el ametrallamiento de la sala. La lectura exhaustiva que se propone el libro no es tanto la de toda la grabación como la de un gesto que quedó ahí registrado, el de tres hombres que, pese a la balacera y mientras todos los diputados se protegían bajo su escaño, permanecieron impávidos en su asiento, paralizados en su posición como estatuas sedentes: el ex falangista y presidente de gobierno Adolfo Suárez, el teniente general del ejército franquista Manuel Gutiérrez Mellado y el ex-estalinista y eurocomunista Santiago Carrillo. Anatomía… respondía, por tanto, a un planteamiento análogo al de Soldados de Salamina: el empeño por elucidar un gesto, un instante de sentido aparentemente inextricable.

El hecho de que los tres políticos tuvieran un pasado ligado a formas de autoritarismo (el franquismo o el comunismo) y se opusieran con riesgo de sus vidas al golpe de Estado los convierte en lo que el autor llama, en su exégesis, «héroes de la traición», es decir, hombres de trayectorias reprochables que, en el momento decisivo, supieron traicionar su pasado para ofrecer un gesto de dignidad que mirara al futuro.

En la obra se armoniza el manejo escrupuloso de fuentes de archivo, reflejado en la vasta bibliografía, con los testimonios recogidos por el narrador en su investigación y con las consideraciones y digresiones propias del género ensayístico. Ensayo, historia, reportaje y narración alcanzan tal grado de compenetración que autoriza adscribir la obra a cualquiera de esos géneros y a todos, aunque Cercas, que insistió en que había extirpado de la obra toda señal de invención, pronto sostuvo que aquel experimento transgenérico podía ser considerado legítimamente una novela en la medida en que la novela es el género omnívoro que metaboliza todo tipo de discurso; y no solo por eso, sino porque es la novela el único género que, en su esfuerzo por aprehender y comprender la realidad a través de una interrogación, vuelve esa realidad más compleja por el procedimiento de probar la imposibilidad de responder a tal interrogación. En esta ocasión la pregunta evidente (¿por qué Suárez y Gutiérrez Mellado se mantuvieron impertérritos en su escaño?) envolvía otra acerca de una verdad histórica que sigue siendo irresoluble: ¿qué ocurrió verdaderamente el 23 de febrero de 1981? Cualquier intento de responder a esas preguntas implica adentrarse en las entrañas del proceso de transición política. Cercas echó mano de todos los dispositivos de respuesta a su alcance para unificarlos bajo una estructura literaria que se va desplegando alrededor de un enigma: el de ese instante en que la frágil democracia española estuvo a punto de troncharse cuando apenas estaba naciendo. Y en el centro de ese enigma Cercas hace que crezca una figura heroica, la de Adolfo Suárez, al que dedica la quinta parte de la obra, presentándolo como un arribista de provincias, un joven deseoso de conquistar fama y fortuna, como los Lucién de Rubempré, Fréderic Moreau o Julien Sorel de la novela decimonónica, que, en el momento preciso, tiene el coraje de desmentirse a sí mismo.

El libro, aclamado por la crítica, ganador del premio Nacional de Narrativa en 2010, entre otras distinciones44, encerraba un nivel de significación autobiográfica que solo se revelaba al final. O, más exactamente, en un «Epílogo» que remitía a la dedicatoria: «A la memoria de José Cercas», el padre del escritor, fallecido mientras escribía el libro. Ya en el «Prólogo» había sugerido un cierto paralelismo entre Suárez y su padre, ambos de la misma generación y el segundo «suarista pertinaz»45, pero es en este final donde la transferencia entre uno y otro se hace no solo evidente sino explícita. El narrador, que en su juventud detestó a Suárez y tuvo serias diferencias con su padre, ahora, desde la madurez, se pregunta:

si había empezado a escribir este libro no para intentar entender a Adolfo Suárez o un gesto de Adolfo Suárez sino para intentar entender a mi padre, si había seguido escribiéndolo para seguir hablando con mi padre, si había querido terminarlo para que mi padre lo leyera y supiera que por fin había entendido46.

De este modo, el esfuerzo por descifrar a Suárez (y a Gutiérrez Mellado y a Carrillo) se revela como el deseo de entender a la generación de aquellos que hicieron posible la transición a la democracia, que se conjuraron para poner fin a la amenazante sombra de la guerra civil. Pero lo que aquel gesto de orgullo o dignidad o responsabilidad pudo encerrar no es accesible, no puede ser asediado con las herramientas del historiador, y quizá ni siquiera signifique más que lo que está a la vista, sin nada más detrás, un secreto sin secreto o un punto ciego del que, no obstante, depende el sentido de todo.

Tras el acierto formal con que Cercas ilustró cómo opera la imaginación literaria en su búsqueda de una verdad moral, con independencia del material, fáctico o ficticio, del que parta, necesitó volver a la novela de hechuras más clásicas, en definitiva a la ficción. Ese regreso se produjo con Las leyes de la frontera (2012), donde narró un episodio que bien podría haber pertenecido a su infancia de niño inmigrante en la Gerona de los años 70. Ambientada en el submundo de la delincuencia juvenil de la época, el de los quinquis que fueron mitificados por el cine, la canción popular47 y los medios de comunicación, la novela retrocede unos años sobre la época de Anatomía de un instante, a la primera etapa de la Transición, pero desplazado su foco de las altas esferas políticas a las salas de billares y calles de arrabal donde crecía una rebeldía de transgresión y heroína que era solo un horizonte vacío de futuro. La arquitectura de la novela vuelve a apoyarse en una investigación que se organiza como una serie de encuentros de un entrevistador innominado con varios personajes que tuvieron un papel destacado treinta y tantos años atrás: el abogado Ignacio Cañas —que es el coprotagonista de la historia—, el director de la prisión de Gerona y el inspector Cuenca, pieza clave del engranaje narrativo. El objeto de las pesquisas es El Zarco, nombre con que se conoció al delincuente juvenil Antonio Gamallo, vagamente inspirado en el delincuente real José Moreno Cuenca, El Vaquilla. El ensamblaje de las declaraciones que va reuniendo el entrevistador compone una imagen poliédrica y compleja del quinqui, líder de una banda a la que perteneció por unos meses, en el verano de 1978, el abogado Cañas (entonces apodado El Gafitas), enamorado entonces de Tere, la novia de El Zarco. Desde el multiperspectivismo del relato vamos advirtiendo que el triángulo que formaron El Zarco, el Gafitas y Tere dista de ser nítido en sus aristas sentimentales y constituye uno de los puntos ciegos de la historia. Alguno de los componentes de la banda delató a El Zarco antes de que perpetrara un atraco a un banco, pero esa delación fue providencial para Cañas, porque gracias a ella salvó su porvenir. Esa salvación tuvo un coadjutor en el inspector Cuenca, que se compadeció del muchacho y, al no detenerlo, despejó el camino hacia su futuro de jurista prestigioso.

La indagación en la historia reciente se realiza ahora desde una dimensión intrahistórica múltiple, de modo que cada perspectiva corrige o complementa las otras y todas en conjunto, sin embargo, ponen de manifiesto que el tiempo pasado alberga espacios de indeterminación en los que toda pesquisa es vana pero de los depende cuanto ha sucedido hasta el presente. Aunque Cercas mantiene oculto al personaje que abortó el atraco y con ello torció el destino de todos los miembros de la banda, no deja de ser otro «héroe de la traición» que, como los de Anatomía de un instante, elige rebelarse contra lo que representa para redimir a otro. Como en las novelas anteriores, también esta se propone descubrir qué ocurrió exactamente en un momento determinado, presuponiendo que el desvelamiento de ese misterio arrojará luz sobre el sentido de la historia y de los destinos individuales. Y, como en las novelas precedentes, tampoco ese misterio se deja franquear, si bien es el proceso mismo de asediarlo el que finalmente lo llena de significado.

En la especie de movimiento pendular que parece seguir Javier Cercas entre obras de una mayor referencialidad (o más autobiográficas y documentales) y otras de mayor autorreferencialidad (o más ficcionales), en 2014 publicó El impostor, una «novela sin ficción» sobre el pasmoso caso de Enric Marco, quien durante treinta años fingió ser un superviviente del campo nazi de Flossenbürg, llegó a presidir la Amical de Mauthausen y, convertido en la voz en España de los deportados nazis, habló en el Congreso y conmovió a los diputados con la narración de sus recuerdos inventados. En El impostor Cercas vuelve a ponerse en la piel de un narrador autoficticio que lleva su nombre y, en esta ocasión, maximiza su parecido con él para emprender una indagación distinta de las que habían nucleado sus novelas-thriller anteriores. En este caso el enigma es la propia personalidad de Marco, su compleja psicología de farsante benefactor que pone su narcisismo delirante a favor de una buena causa, la de mantener vivo el recuerdo de la atrocidad. El narrador Cercas logra armar la biografía del impostor mientras refiere sus entrevistas con él. El pulso con la vivaz inteligencia del nonagenario Marco, «novelista de sí mismo», y su deseo de entenderlo para convertirlo en personaje, facilita el paralelismo con Cervantes y Don Quijote —que quiso ser lo que no era— y con Unamuno y Augusto Pérez en Niebla, donde creador y criatura dialogan.

La historia de esta impostura ejemplar plantea tres cuestiones importantes que trascienden la anécdota vital de Marco. Una es el conflicto de identidad que brota en la grieta abierta entre lo que queremos ser y lo que creemos ser, sobre todo lo que queremos y creemos ser para los otros. En relación con ese perturbador espacio de inseguridades y frágiles certezas, Cercas encausa a su narrador —un claro reflejo de sí mismo— como posible impostor también, no de la magnitud de Marco, pero sí en cuanto está poseído por el sentimiento de la simulación o la usurpación. Cercas practica consigo mismo, o más precisamente su trasunto, un autoanálisis despiadado que ya había ensayado en ocasiones anteriores (el cuento La verdad, La velocidad de la luz Y otra de las cuestiones que suscita la novela, ésta muy controvertida, es la del movimiento por la memoria histórica, que se da por fracasado, en la medida en que la restitución de la dignidad a las víctimas (la exhumación de las fosas comunes, por ejemplo) y la remoción de los símbolos y enclaves del franquismo (los nombres de calles o el Valle de los Caídos) no se produjeron48 y, en cambio, se desarrolló una «industria» que trivializó esa reivindicación urgente, produciendo una falsificación análoga a la de la estética kitsch:

la industria de la memoria es a la historia auténtica lo que la industria del entretenimiento al auténtico arte y, del mismo modo que el kitsch estético es el resultado de la industria del entretenimiento, el kitsch histórico es el resultado de la industria de la memoria49.

Desde el punto de vista de la significación histórica de esta novela, la impostura de Marco equivale a la de muchos españoles (políticos e intelectuales en especial pero no solo) que, en la Transición, maquillaron su biografía para pasar por lo que no habían sido, esto es, demócratas. Marco aparece, pues, como un indicio, hiperbólico desde luego, de una práctica de camuflaje y autoafirmación común en la España que salía de la dictadura. Pero, además, el viejo sindicalista daba ocasión para preguntarse dos cosas: de un lado si su impostura, destinada a la buena causa de combatir el olvido del Holocausto, no debía ser considerada con indulgencia50; y de otro, si el valor y la autoridad de un testigo de los acontecimientos era equiparable al del discurso historiográfico elaborado con todo el rigor de los historiadores académicos. Cercas reproduce en la novela un artículo suyo, «El chantaje del testigo»51, en el que argumenta que la verdad de la memoria individual no puede ser confundida con la verdad de la Historia (o de la historiografía), que aspira al conocimiento objetivo y desinteresado de los hechos basándose en la confrontación de todos los testimonios documentales disponibles, lo que puede llevar a la tesitura de que el historiador tenga que corregir al testigo. La preponderancia de los testigos sobre los historiadores en el movimiento de la memoria histórica ha originado, en opinión del escritor, la degradación de este en industria de la memoria (en kistch), tal como antes he señalado, un industria trivializadora de la que Marco sería uno de los beneficiarios y un síntoma de ese deterioro. Para el escritor, esta deriva ha debilitado lamentablemente el movimiento, que no ha alcanzado los objetivos necesarios para los que nació.

Si en Soldados de Salamina se había planteado indirectamente el espinoso problema de cómo administrar la memoria de la historia reciente y cómo construir una narración ecuánime de lo sucedido, en El impostor esa cuestión se colocaba en el primer plano de la novela. El descrédito del testigo que representa Enric Marco podía sospecharse que se hacía extensible a otros testigos, a su fiabilidad, a las trampas de su memoria, a la buena o mala fe de su narración de lo vivido y a la instrumentalización de todo ello con fines más allá de la tarea irrealizada de exhumar las fosas comunes, suprimir los símbolos y lugares de conmemoración fascistas, y reparar la memoria de quienes fueron borrados o mancillados.

Aunque, como vemos, el ciclo de reflexión sobre el pasado que se inició en 2001 se ha mantenido abierto, en su última novela, El monarca de las sombras (2017), Cercas ha regresado de forma directa a las fuentes de inspiración de Soldados de Salamina, de la que esta novela puede considerarse un complemento y un cierre del ciclo52. El trasfondo vuelve a ser la guerra civil, pero la narración se sitúa en el estricto presente, en el que el narrador Javier Cercas —aquí identificado con el autor (como sucedía en El impostor)— decide investigar uno de los mitos familiares que le avergonzaba, el de su tío abuelo Manuel Mena, un joven falangista del pueblo de Ibahernando que murió a los diecinueve años en la batalla del Ebro53. Aquel adolescente se convirtió en el héroe familiar y local (con su propia calle) y su foto formó parte de las imágenes de infancia de Cercas, al igual que la leyenda transmitida por su madre Blanca Mena, que desde pequeña había adorado la imagen mitificada de su tío54